El papel de las remesas en el proceso migratorio mexicano: entre el simbolismo y la necesidad

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EL PAPEL DE LAS REMESAS EN EL PROCESO MIGRATORIO ENTRE EL SIMBOLISMO Y LA NECESIDAD

Lucas Zamora Torroja Máster en Historia del Mundo Teorías y Métodos Tutor: Albert García Balañá

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Índice I.

Introducción ……………………………………………………………………………………………………………………………………3

II. La migración México-Estados Unidos en el siglo XX …………………………………………………………………………3 III. Marcos teóricos: ¿por qué emigra un mexicano? …………………………………………………………………………….5 IV. Las remesas en el proceso migratorio ………………………………………………………………………………………………7 a. Consideraciones generales ………………………………………………………………………………………………….7 b. La nueva economía de la migración laboral y las remesas …………………………………………………..8 c. Un debate abierto: las remesas y el desarrollo regional …………………………………………………….11 V. Conclusiones …………………………………………………………………………………………………………………………………13 VI. Bibliografía ……………………………………………………………………………………………………………………………………14

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I. Introducción La migración internacional es un eslabón más en la cadena del proceso de integración económica que comúnmente conocemos con el nombre de globalización. Este fenómeno no es algo nuevo, exclusivo de finales del siglo XX, pero su intensificación salvaje en las últimas décadas ha venido acompañado de un crecimiento paralelo (también salvaje) de la migración entre países. El movimiento transnacional de la fuerza de trabajo se ha convertido en uno de los pilares sobre los que se sostiene el fenómeno globalizador. Simplificando en extremo, la migración es producto de la distribución desigual de oportunidades laborales, ingresos y condiciones materiales de vida entre países. Esta opera en el plano del mercado de trabajo, profundamente desequilibrado entre los paises que expulsan mano de obra y los que la atraen. El profundo desequilibrio hace que la migración se convierta en una estrategia de supervivencia para muchas familias y comunidades. Por supuesto, esto son solo consideraciones generales que más adelante matizaremos. El fenómeno migratorio es víctima, en el contexto actual, de una cruel paradoja: a pesar de ser una pata fundamental de la globalización, un contexto en el que se fomenta el libre intercambio de productos, de información y de capitales con miras a una homogeneización del mercado mundial, el movimiento de la fuerza de trabajo se ve sometido a severos controles y restricciones que lo criminalizan y lo construyen simbólicamente como una amenaza. La integración de los mercados financieros y productivos no encuentra su paralelo necesario en la integración global del mercado de trabajo. Por supuesto, esto no frena el crecimiento del fenómeno migratorio. Lo único que consigue es que el hecho de migrar se convierta en una acción pesada, peligrosa, y carne de cañón para todo tipo de actividades ilícitas con el único fin de lucrarse. En el contexto de la migración México-EEUU, el envío de remesas de dinero de los migrantes a sus familias ha existido desde siempre, pero no ha sido hasta las últimas décadas cuando se ha sido consciente de su impacto gracias a la apertura de los flujos financieros entre ambos países y a la instauración de la contabilidad en registros. Como veremos, el monto total de remesas ha experimentado un fuerte crecimiento desde la década de 1980, hasta el punto de que, hoy por hoy, es la tercera fuente de ingresos de divisas de México, solo por detrás de lo obtenido por la exportación del petróleo y de mercancías. Sin embargo, caeríamos en un error al entender las remesas únicamente como la contrapartida financiera del fenómeno migratorio. Para entender su complejidad, hay que concebirlas como una parte fundamental de la misma migración, ya que contribuyen de forma esencial a su funcionamiento y su perpetuación, y ayuda a construir la nueva identidad del migrante manteniendo el vínculo con su familia y su comunidad.

II. La migración México-Estados Unidos en el siglo XX El flujo migratorio desde México hacia los Estados Unidos es uno de los más relevantes en cuanto a su

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historia y a sus dimensiones. Ya durante el siglo XIX, en pleno proceso de industrialización, México llevó a cabo programas para fomentar la inmigración europea, pero el flujo migratorio nunca llegó a ser especialmente denso (Durand y Massey, 2003). Por el contrario, a finales del siglo XIX ya había iniciado la corriente migratoria de campesinos mexicanos hacia el país vecino, aunque con un carácter más local, provocado por los cambios en la frontera. Durante las primeras décadas del siglo XX la inmigración vino marcada por la difusión del ferrocarril. La reducción de la inmigración asiática en Estados Unidos y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 generaron en el país la necesidad de obtener más mano de obra, para lo cual los empleadores recurrieron a contratistas -enganchadores- que prometían a los mexicanos un mercado lleno de posibilidades más allá de la frontera y ejercían una gran variedad de medidas coercitivas para reclutarlos y enviarlos a trabajar al norte de la frontera. En paralelo a los factores de demanda y atracción desde Estados Unidos, en México, el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910) puso en marcha el desarrollo de una economía industrial liberal que a la larga supuso una privatización de tierras indígenas que dejó a muchos campesinos sin tierra y con menos oportunidades de trabajo. Tras la Revolución Mexicana (1910-1917), durante la cual emigraron 200.000 personas hacia el norte, el Estado mexicano empezó a actuar como mediador entre los trabajadores y el capital, poniendo en marcha planes de renovada industrialización y redistribución de la tierra que no pudo evitar el crecimiento del fenómeno migratorio. Se calcula que 728.000 mexicanos abandonaron su país en busca de mejores oportunidades a Estados Unidos entre 1900 y 1930 (Massey, Durand y Malone, 2009: 40). Tras el crack de 1929, y hasta la Segunda Guerra Mundial, la tendencia se invirtió. La grave crisis económica limitó el movimiento internacional de trabajadores. Se inició una época de expatriaciones masivas desde Estados Unidos, y las actitudes hostiles hacia los inmigrantes incentivaron el retorno voluntario de mexicanos a su lugar de origen, motivados además por las políticas de distribución de tierras del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). En total, la población mexicana en territorio estadounidense se redujo en un 41% (Massey, Durand y Malone, op. cit.: 41). En 1942 entró en vigencia el Programa Bracero, un acuerdo bilateral entre ambos países destinado a solventar el problema, de nuevo, de la escasez de mano de obra en Estados Unidos, que había sufrido una pérdida considerable de la misma como consecuencia del reclutamiento durante la Segunda Guerra Mundial y la migración urbana. Este programa hay que enmarcarlo en el contexto norteamericano del New Deal y de la poca capacidad de creación de empleo del “milagro económico” mexicano. Por supuesto, esta inmigración institucionalizada se complementaba con una inmigración indocumentada muy numerosa. En 1964 se suprimió el Programa Bracero, entendido como discriminatorio en unos Estados Unidos en plena lucha por los derechos civiles, y hasta 1985 la migración mexicana tuvo un marcado carácter indocumentado. Los agricultores de Estados Unidos se enfrentaban ya a una creciente necesidad de mano de obra, pues el trabajo en el campo había dejado de ser aceptable para un norteamericano. La demanda de trabajadores se hizo, por tanto, estructural. A ello se agregaba el nuevo comportamiento del migrante

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mexicano, que se embarcaba en nuevos viajes y estancias más largas gracias a la proliferación de capital humano y la consecuente creación de redes familiares y sociales como consecuencia de la experiencia del Programa Bracero. Entre 1965 y 1986, entraron en Estados Unidos 28 millones de mexicanos y salieron 23,4 millones, por lo que el saldo neto de inmigración se situó en los 5,7 millones de mexicanos, de los cuales el 81% eran indocumentados (Massey y Singler, 1995). En 1986 comienza la que Massey, Durand y Malone (op. cit.) denominan etapa de la “gran escisión”. Entre 1986 y 2000, se pusieron en marchas políticas para reforzar la frontera y se popularizó el discurso hostil hacia los inmigrantes mexicanos. La promulgación del IRCA (Inmigration Reform and Control Act) en 1986, que supuso la puesta en marcha de políticas mucho más restrictivas con la inmigración, la crisis del modelo mexicano de sustitución de importaciones, la consiguiente revolución neoliberal del presidente Miguel de la Madrid, y la inclusión de México en un tratado de libre comercio con Estados Unidos (North American Free Trade Agreement) en 1994 han marcado el fenómeno migratorio entre los dos países. Es en este momento cuando se observa la paradoja a la que se hacía mención algo más arriba. Como podemos ver, la migración México-EEUU ha estado definida siempre por la interdependencia profundamente desigual entre ambos países. La inclusión de México en el circuito de libre mercado norteamericano ha acentuado más este problema, atando al país a la economía estadounidense e institucionalizando una dependencia que ha sido una de las causas principales del estancamiento económico y la crisis política. En este contexto, el fenómeno migratorio ha sufrido cambios en sus patrones: se observa un incremento en la magnitud e intensidad de la migración hacia el norte, principalmente indocumentada; una ampliación de las regiones de origen y destino, con la correspondiente ampliación de las rutas, que configura un patrón migratorio de carácter nacional y no meramente regional; un desgaste de los mecanismos de circularidad migratoria, con sus consecuentes efectos sobre la propensión a una migración de carácter más permanente; una mayor heterogeneidad del perfil de los migrantes; una considerable diversificación ocupacional y sectorial; y una migración de carácter más familiar (Leite, Angoa y Rodríguez, 2009).

III. Marcos teóricos: ¿por qué emigra un mexicano? No hace falta tener mucho conocimiento sobre el tema para adivinar, en términos generales, por qué emigra un mexicano hacia Estados Unidos. El contraste económico y social entre los dos países a lo largo de un frontera de más de 3000 kilómetros hace que el norte sea un destino de lo más apetecible. El primer factor a tener en cuenta es el desequilibrio en los ingresos a uno y otro lado de la frontera, y la diferencia en el estándar de vida derivado de este contraste. En términos de consumo privado per cápita, en México el total equivale al 10% del que se disfruta en Estados Unidos (Massey, Durand y Malone, op. cit.: 13). No hay

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más que cruzar la línea para tener no sólo ingresos más altos, sino también acceso a una mejor escolarización, una mayor infraestructura, mejores servicios sociales, una atención médica de mayor calidad y una oferta mucho mayor de alternativas de consumo. Esta es la concepción de la migración mexicana que se comparte ampliamente entre políticos y público en general, que se puede conceptualizar como una elección en base a un estudio del costo y los beneficios que ofrece el hecho de emigrar. El migrante espera que el desplazamiento le produzca beneficios netos, generalmente monetarios, calculando el coste del viaje, el tiempo que pueda tardar en encontrar trabajo en Estados Unidos y el salario que pueda obtener (Borjas, 1989). Esta idea se corresponde con el marco teórico de la economía neoclásica. De acuerdo con esta teoría, a nivel macroeconómico, la migración internacional es producto de las diferencias geográficas entre el suministro y la demanda de mano de obra (Ranis y Fei, 1961). Los países con abundante mano de obra en relación con el capital tienen salarios bajos, mientras que aquellos con escasa mano de obra en relación con el capital, tienen salarios altos. El avance y crecimiento del flujo migratorio de un pais a otro acabaría por equilibrar el diferencial salarial entre ambos. A parte del excesivo reduccionismo de esta teoría, que obvia otros factores determinantes, la economía neoclásica presupone un funcionamiento perfecto y armonioso de los mercados que la experiencia de muchos países nos ha demostrado ser falso. Además, la teoría neoclásica no puede explicar los patrones, muy acusados en la migración México-EEUU, de migración circular, pues un migrante racional cuya meta es la maximización de los beneficios debería querer permanecer en el exterior para disfrutar de los salarios más altos y las posibilidades de consumo disponibles en Estados Unidos. La realidad es mucho más compleja que la presentada por la teoría económica neoclásica. La teoría neoclásica hace del migrante un individuo racional, aislado de cualquier tipo de forma familiar o comunitaria, y sólo ante el peligro del mercado laboral y sus vicisitudes. Esta visión no se corresponde con la realidad, pues la inmensa mayoría de migrantes está integrado en un grupo amplio de personas, una familia -nuclear o extensa- o una comunidad, con quien guarda estrechos vínculos que llevan al propio migrante a concebir su vida en relación con el grupo. Este factor nos obliga a pensar en la migración como una estrategia colectiva que no siempre tiene que coincidir con las estrategias individuales. En esta línea se creó un marco teórico alternativo, el de la nueva economía de la migración de trabajadores (Stark y Bloom, 1985), que presupone la toma de decisiones en un contexto de personas interrelacionadas, por lo general núcleos familiares o familias extensas, en ocasiones comunidades enteras, que buscan estrategias colectivas para superar crisis. La mayoría de los mexicanos no viven como individuos solitarios sino al interior de hogares unidos por lazos familiares muy estrechos que preceden al mercado y a sus lógicas, y que les permite diversificar los riesgos entre sus miembros. En los países relativamente empobrecidos como México, los ciudadanos no sólo son más pobres, sino que están expuestos a unos riesgos que en los países desarrollados están cubiertos (respuesta ante el impacto económico de posibles desastres naturales, sistema de seguros y jubilación, entre otros). Es en este contexto donde entran las remesas: en el caso de que las condiciones en la comunidad de origen empeoren,

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los núcleos familiares pueden contar con los envíos de dinero de los que han emigrado como una fuente alternativa de ingresos.

IV. Las remesas en el proceso migratorio a) Consideraciones generales

Las remesas son fondos que los migrantes envían a su país de origen, normalmente a sus familiares o a sus comunidades. Se distinguen varios tipos de remesa, aunque están lejos de ser categorías cerradas. Es normal que las remesas no se adapten exclusivamente a un solo tipo, sino que beba de varias de las distinciones que se hacen. En función del emisor de las remesas y del destinatario se pueden distinguir, en principio, dos tipos: las familiares y las colectivas. Las remesas familiares son aquellas enviadas por un pariente a su familia, nuclear o extensa, para su uso y gestión privados. Las remesas colectivas son aquellas que un grupo de migrantes, asociados de manera más o menos oficial, envían a sus comunidades de origen con fines productivos, para mejorar las infraestructuras, financiaciar determinados actos y fiestas, etc. Las remesas no tienen por qué ser exclusivamente monetarias. Es bastante común, aunque menor, el envío de bienes materiales en forma de regalos. Por otro lado, algunos autores (Levitt, 1998; Zapata, 2009) han llegado a acuñar el término remesas sociales para referirse al “conjunto de valores, estilos de vida, pautas de comportamiento y capital social que se da entre las comunidades de origen y destino” (Zapata, op. cit.: 1753), compartidos a través de las nuevas y más baratas formas de comunicación entre el migrante y su familia. De esta forma, frente a los beneficios económicos a corto plazo de las remesas monetarias, las remesas sociales constituyen beneficios intangibles a largo plazo al transferirse conocimientos, habilidades y nuevas costumbres mediante interacciones comunicativas a distancia -envío de fotografías, correos electrónicos, llamadas telefónicas, etc.- o cara a cara -visitas esporádicas. Por cuestiones de espacio, no entraremos a valorar los distintos tipos de remesa propuestos por instituciones tales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. Además, las definiciones propuestas por estos organismos son estrictamente económicas, atendiendo a las características de las remesas desde un enfoque financiero y del mercado laboral internacional. Para un análisis más históricosociológico como el que aquí se pretende, esas distinciones no son relevantes. El envío de remesas colectivas o familiares a México desde los Estados Unidos ha experimentado un gran crecimiento en las últimas décadas, hasta el punto que, en 2008, ha sido la tercera fuente de ingresos del país por encima de las inversiones extranjeras y el turismo, solo superada por las exportaciones de mercancías y petroleras (Moreno, 2008). No ha sido hasta hace pocos años, al hilo de este crecimiento, cuando se ha empezado a prestar atención al tema de las remesas y a las expectativas generadas en torno a

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su posible uso productivo. Desde 1980, cuando las remesas se contaban por valor de 1400 millones, estas han experimentado un crecimiento sostenido hasta el 2000, llegando hasta los 6573 millones de dólares. En ese año el crecimiento se convirtió en exponencial, subiendo el monto total de las remesas hasta los 24.000 millones de dólares en 2007, un 2,7% del PIB mexicano, justo antes de la crisis financiera (Moreno, op. cit.: 16). Algunos autores han planteado la posibilidad de que buena parte de las remesas transferidas desde Estados Unidos provengan de transferencias relacionadas con actividades ilícitas (Tuirán et al., 2006), cuestión sobre la que sería importante arrojar algo de luz, pues es obvio que obedecen a motivaciones y dinámicas diametralmente opuestas a las remesas familiares y contribuiría a redimensionar el fenómeno con mayor precisión. Independientemente de este debate, el crecimiento de las remesas es el resultado de diversos factores: el incremento de los flujos migratorios, producto del estancamiento económico a raíz de las reformas neoliberales de la década de 1980 que derivaron en ajustes de personal, inestabilidad salarial, incapacidad para generar empleo, y el desmantelamiento de políticas públicas (del Ángel y Rebolledo, 2009); el aumento a medio plazo de las retribuciones salariales de los mexicanos en Estados Unidos (Amuedo-Dorantes y Pozo, 2006); la integración económica bajo el TLCAN y el auge de los medios electrónicos, que han facilitado los envíos al hacerlos más rápidos y eficientes por una parte y, por otra, a la mejora de los métodos de estimación que han permitido reducir los márgenes de error que existían en el pasado.

b) La nueva economía de la migración laboral y las remesas

Una de las principales fragilidades del enfoque neoclásico de la migración es que en su análisis costobeneficio es muy difícil incorporar el factor de las remesas. El migrante, actuando como un sujeto individual racional fuera de cualquier tipo de núcleo familiar o comunidad, no contemplaría, en su cálculo de beneficio neto, el envío de remesas, pues estas supondría un incremento del costo de la migración desde un punto de vista individual, el único que considera la economía neoclásica. Además, esta tampoco es capaz de explicar el fenómeno de la migración temporal, tan arraigada en México, que tiene en las remesas una de sus principales motivaciones. Por lo tanto, es la nueva economía de la migración la que pone en el centro de la discusión la cuestión de las remesas y de su importancia para el flujo migratorio. Como hemos visto, este enfoque entiende la decisión de migrar como una estrategia colectiva, de un grupo familiar o comunitario más o menos amplio, para superar las fallas del mercado. Por “fallas” de mercado se entiende un amplio abanico de circunstancias, entre las que se cuentan, por nombrar algunas, la ausencia de mercados seguros, insuficiencia de ahorro y crédito, la existencia de mercados paralelos e informales, elevadas tasas de interés y el establecimiento de pocos instrumentos financieros y de crédito al alcance de familias con pocos ingresos (Urciaga, 2006). Todos estos problemas, entre otros, hacen que las familias mexicanas rurales más empobrecidas se vean en un entorno de constante riesgo e inseguridad con respecto a su capacidad

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productiva y de ahorro, que puede verse gravemente afectada por causas tan dispares como una catástrofe natural puntual o la poca inclusión de la familia en los mercados locales y regionales. Por lo tanto, las remesas forman parte fundamental de una estrategia para diversificar riesgos en el seno de la familia, que puede enviar a más de uno de sus miembros lejos de la comunidad de origen con el objetivo de incrementar sus ingresos. El fondo de remesas de una familia le permite ahorrar para conservar el dinero a modo de seguro contra posibles crisis y, aunque en menor proporción, para invertir en proyectos productivos. El papel de las remesas como fondo de protección -en la literatura sobre el tema en lengua inglesa se habla de insurance (Taylor, 1999; de Haas, 2007)- y como estrategia para reducir riesgos queda demostrado por su tendencia anticíclica, es decir, por la propensión que muestran las remesas a aumentar en cantidad y en frecuencia en tiempos en los que México ha sufrido crisis económicas internas. Los períodos 1982-1983 y 1994-1995, años en los que la crisis económica mexicana se traducía en una importante reducción de los salarios reales, se observa un incremento repentino del envío y la cantidad total de remesas desde Estados Unidos, de 1400 millones a 3200 millones de dólares en el primer bienio de crisis, y de los 4000 a los 6000 durante el segundo (Canales, 2006). En la literatura sobre las remesas se distinguen dos principales motivaciones para remitir: por un lado, el puro altruismo, por otro, el interés propio de quien busca asegurarse un colchón económico para subsistir e, incluso, invertir, en caso de un posible retorno, o por el simple prestigio dentro de la comunidad de origen. Generalmente, es muy difícil determinar cuál es la causa última de la voluntad del migrante para remitir en términos de altruismo o interés, por lo que habría que desarrollar un modelo que conciba las remesas como un elemento esencial en un acuerdo entre el migrante y su lugar de origen (Lucas y Stark, op. cit.). En un modelo así, las remesas pueden ser interpretadas como el pago de la deuda contraída por el mismo viaje hacia Estados Unidos, como parte de un acuerdo de co-protección y de diversificación doméstica de los riesgos, y como una fuente de capital para invertir en actividades empresariales y educación, o para facilitar la migración de otro miembro de la familia. Como hemos apuntado, las asociaciones de inmigrantes en Estados Unidos constituyen otro de los principales agentes emisores de remesas. Sus miembros se asocian para coordinar su apoyo no sólo a sus parientes, sino a su localidad de origen en su conjunto, aunque su estructura y su base económica suele ser bastante débil y fragmentada (Orozco, 2001). La práctica de la asociación, al expandirse con el tiempo entre los migrantes mexicanos en Estados Unidos, ejerce un papel fundamental a la hora de fomentar la migración y atraer a nuevos trabajadores, alentados por la reducción de costos de la migración que supone el hecho de tener un entramado de redes sociales a su disposición en el país de recepción. Estas redes proporcionan información sobre los medios para el envío de dinero, sugieren buenas inversiones y oportunidades de ahorro e imponen normas culturales que obligan a enviar remesas. La labor de las remesas comunitarias enviadas por estas asociaciones va desde la actividad caritativa hasta la financiación de inversiones, en función de las necesidades de la localidad. Por lo tanto, estas remesas, al tener objetivos diferentes que las familiares, no obedecen a las mismas motivaciones. Mientras

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las familiares se envían, como ya hemos visto, a modo de estrategia para superar las fallas del mercado que exponen a las familias a numerosos riesgos, las remesas comunitarias se envían para reforzar la identidad de origen del migrante y sus lazos con la comunidad, en una suerte de extensión transnacional de sus identidades regionales y nacionales (Altamirano, 2009). Mediante el envío de remesas se pone en marcha un mecanismo que busca evitar la desintegración que podría conllevar la dispersión de los miembros de una comunidad. Aunque no sea el objetivo específico de las remesas familiares, esta conexión simbólica que encontramos en el acto de enviar remesas colectivas también se da en el ámbito doméstico. Las familias mexicanas que se ven sometidas al flujo migratorio se muestran, en un principio, profundamente fragmentadas y desestructuradas, al perder generalmente al jefe de familia o a los hijos jóvenes en edad de trabajar. Del Ángel y Rebolledo (2009) ofrecen un interesante estudio de caso sobre la desestructuración familiar en el estado de Veracruz. Más allá de las consideraciones económicas a las que alude el artículo preparación de la vuelta del migrante mediante el ahorro, el uso productivo de las remesas, etc.-, se llega a la conclusión de que las remesas son un elemento esencial para la perpetuación de los patrones de autoridad aún con el varón, que puede ser el jefe de familia o algún hijo en edad de trabajar, ausente. No se observa ninguna ruptura significativa de las jerarquías, y es precisamente en virtud del envío de la remesa, que proviene del salario del jefe de familia en Estados Unidos, que este mantiene su autoridad y su poder de decisión sobre la familia. En el caso de que sea el hijo el emigrado, el hecho de que sea su dinero el que está llegando a la familia en México, le otorga una nueva posición de autoridad, poder y capacidad de decisión dentro de la familia. Manteniendo, en líneas generales, la organización familiar a uno y otro lado de la frontera, la familia pasa a ser transnacional, una familia que se reconstruye a sí misma en función del fenómeno migratorio, y que es en virtud de los intercambios económicos y culturales entre sus miembros que se mantienen los vínculos a través de las fronteras y se hacen visibles los lazos con el país de origen. La práctica más relevante es la materialización de esas conexiones transnacionales a través de las remesas (Zapata, op. cit.), que pueden ser, como hemos visto, monetarias o sociales. La conexión familiar a uno y otro lado de la frontera es tal que las remesas enviadas desde Estados Unidos conllevan un fuerte impacto cultural, generando este en las comunidades de origen una suerte de conciencia de una mejor calidad de vida que busca imitar a la del migrante. Esto se traduce en la transformación de las pautas de consumo y en la consecuente generalización de un modelo de vida diferente, que busca recrear en las localidades de origen la calidad de vida que el familiar encuentra en Estados Unidos (del Ángel y Rebolledo, op. cit.). Con el paso de los años la vinculación transnacional de la familia también puede traducirse en la creación de redes de parentesco que ejercen como un mecanismo perpetuador de la propia migración, al asumir buena parte de los costos del viaje de los parientes y facilitar su integración en Estados Unidos.

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c) Un debate abierto: las remesas y el desarrollo regional

El crecimiento en el flujo y el monto de las remesas enviadas desde Estados Unidos ha avivado el interés de gobiernos, instituciones financieras y académicos. Por su magnitud, las remesas representan uno de los principales rubros de transferencias corrientes en la balanza de pagos y constituyen una verdadera inyección de recursos económicos en sectores específicos de las economías regionales y locales (Canales, op. cit.). Es lógico, por lo tanto, que se consideren una potencial fuente de financiación al desarrollo regional y que se busquen soluciones para canalizar sus fondos hacia inversiones productivas que permitan el progreso económico. Sin embargo, no parece haber consenso en torno al verdadero significado y magnitud de los efectos sociales y económicos de las remesas. Desde los años setenta ha habido un debate académico y político sobre el papel de las remesas en el desarrollo económico de las regiones y localidades. En los primeros estudios predominó un enfoque estructuralista en el que se argumentaba que la emigración y las remesas generaban una serie de distorsiones y obstáculos al desarrollo. Según este enfoque, la migración provocaría el desplazamiento de la fuerza de trabajo y el capital de los países emisores y reduciría, consecuentemente, la producción local. Muchas regiones perderían su capacidad productiva y se convertirían en regiones especializadas en la migración: para mantener los niveles de supervivencia mínimos la región se ve obligada a exportar mano de obra y recibir las remesas, convirtiéndose el fenómeno migratorio en el fuste de la economía. A través de la migración se reproducía, entonces, un círculo vicioso que distorsionaba la economía local y deterioraba sus estructuras sociales tradicionales. La dependencia de las comunidades respecto de la migración y las remesas se hacía estructural (Canales, op. cit.). A finales de los ochenta, sin embargo, se consolida una visión positiva del fenómeno, que pone el acento en el impacto económico que este tiene en las comunidades de origen de los migrantes. Este enfoque funcionalista invierte las relaciones de causa y efecto y plantea que la migración y las remesas deberían ser vistas como un instrumento que puede ser aprovechado para revertir las condiciones de desigualdad social y atraso económico que prevalecen en las comunidades de origen de la migración. En particular, las remesas actuarían como un factor positivo en función de tres argumentos. Por un lado, algunos estudios muestran que la dedicación de las remesas a la inversión productiva es relevante (Urciaga, 2006) aunque presenta muchas limitaciones debido al hecho de que el uso que más se le da a las remesas está destinado al consumo familiar. Sin embargo, Massey y Parrado (1998) estiman que las remesas habrían permitido capitalizar más del 20% de las empresas de diversas comunidades de alta emigración del occidente de México. Aún no hay consenso sobre el verdadero peso de las remesas en la inversión productiva debido al hecho de que es imposible generalizar, pues la posible dedicación de las remesas a la inversión depende de varios factores. Taylor (1999) llega a la conclusión de que bajo determinadas circunstancias se hace posible esa inversión, principalmente en comunidades urbanas, comunidades rurales con acceso a mercados urbanos y comunidades con condiciones agrícolas

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especialmente favorables. Al provenir la mayor parte de los migrantes mexicanos de zonas especialmente golpeadas por el empobrecimiento y el estancamiento económico y productivo, es comprensible que el uso de las remesas vaya destinado casi exclusivamente al consumo y a la subsistencia. Otro de los indicadores del impacto positivo de las remesas en las comunidades de origen es el efecto multiplicador que tiene la dedicación de las remesas al consumo, ya que incrementa la demanda de bienes y servicios producidos en México. Sin embargo, el impacto multiplicador de las remesas depende de la capacidad de la producción local de fomentar la oferta en su economía (Taylor, op. cit.). El último indicador para medir el impacto positivo de las remesas es el de la desigualdad social. Generalmente hay cierto consenso a la hora de considerar la reducción de la desigualdad producto del envío de remesas. Sin embargo, esta reducción es parte de un proceso migratorio largo que no siempre tuvo ese mismo resultado. La migración, al ser una estrategia costosa y selectiva, no permitía en un primer momento la migración de las familias más pobres. Las remesas iban a parar a familias de clase media, más o menos acomodada, acentuando la desigualdad social en las comunidades. Sin embargo, con el paso de los años, a medida que la migración se extiende por toda la comunidad como consecuencia del crecimiento de las asociaciones de migrantes y las redes sociales en Estados Unidos -que, recordemos, abaratan los costes de emigrar-, la desigualdad tiende a reducirse debido a que son cada vez más las familias que se insertan en el circuito migratorio y que reciben, consecuentemente, remesas de sus miembros más allá de la frontera (McKenzie, 2006; Yúñez-Naude et. al., 2010). Frente al enfoque estructuralista y funcionalista, se ha ido desarrollando en los últimos años una visión alternativa y algo más crítica de las remesas, que las define como un ingreso salarial más y resalta sus limitaciones a la hora de constituirse como fondo dedicado a la inversión. El migrante, al haber cruzado la frontera en busca de nuevas y mejores condiciones laborales, envía a su familia mediante las remesas parte de su salario, y no un ahorro como tal. Este fondo salarial iría destinado mayormente al consumo y a la reproducción material de las familias, por lo que la inversión productiva sería casi nula. Las remesas constituirían, por lo tanto, un alivio de la pobreza provocada por el régimen neoliberal y su ajuste estructural, que ante la ausencia de fuentes de financiación alternativas no pueden considerarse una alternativa fiable al desarrollo local pues son de carácter privado y dedicadas principalmente al consumo familiar (Canales, op. cit.). Independientemente del peso real de las remesas en el desarrollo regional de México, es evidente el interés de los distintos gobiernos e instituciones por canalizar las enormes cantidades de dinero hacia el desarrollo productivo. No es sorprendente que el enfoque positivo -funcionalista- de las remesas y el renovado interés por su relevancia en los ingresos haya comenzado en los años 80, al mismo tiempo que se imponía un régimen neoliberal en el país y se adelgazaba el sector público del Estado, que a partir de ese momento será incapaz de proponer fuentes alternativas de fondos para el desarrollo y buscará en las remesas un parche a sus carencias financieras. Políticas como el Programa 3x1 para migrantes, que fomenta el envío colectivo de remesas al financiar el Estado un tercio del monto total del envío, hacen de México un

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país que construye buena parte de sus perspectivas de desarrollo sobre la migración y los ingresos derivados de esta, en vez de combatir los problemas de fondo que hacen que la migración sea una estrategia familiar recurrente para solventar los problemas económicos y financieros (Orozco, op. cit. y Canales, op. cit.). A la luz de estos hechos, parece que, en líneas generales y con algunos matices, el enfoque estructuralista es correcto. México es un Estado dependiente de la migración, y las políticas puestas en marcha por los distintos gobiernos desde los años 80-90 van en esa línea, profundizando la dependencia, y estancando una economía que tiene serios problemas para ser productiva y que necesita de políticas públicas destinadas a fomentar la inversión en las zonas más empobrecidas para reducir la migración y volver a ser dinámica.

V. Conclusiones Atendiendo al enfoque de la nueva economía de la migración laboral, que integra con éxito la cuestión de las remesas dentro del marco teórico propuesto, parece claro que estas son un factor clave a la hora de valorar el fenómeno migratorio. Las familias escogen la migración como estrategia para diversificar riesgos únicamente cuando saben que las remesas van a llegar desde Estados Unidos. Además, estas actúan como elementos estructurales de la propia migración, como un factor esencial que la perpetúa y la pone, con el paso del tiempo, al alcance de las familias más pobres. No habría migración mexicana, por tanto, si no hubiera posibilidad de enviar remesas. Como hemos visto, además del componente económico y social, el envío de remesas tiene un peso simbólico muy relevante. Las familias mexicanas dispersas evitan la desintegración gracias a la conexión que mantienen los miembros a un lado y otro de la frontera mediante el envío de remesas y las consecuencias que ese envío conlleva, tales como la perpetuación de la jerarquía familiar y de la autoridad del varón. Más allá de lo doméstico e íntimo, en un nivel más comunitario, las remesas enviadas por asociaciones de inmigrantes también tienen un papel simbólico relevante. Estas mantienen a los mexicanos en Estados Unidos vinculados con su localidad de origen, reforzando los lazos con ella y manteniendo un sentido de identidad y pertenencia haciéndoles partícipes de la vida y el desarrollo en su tierra natal. Por último, las remesas parecen haber ganado un papel central en la planificación económica del Estado mexicano, que confía ciegamente en su potencial para el desarrollo. Esto tiene dos lecturas paralelas. Por un lado, es sintomático que, coincidiendo con los ajustes neoliberales de las décadas de los 80 y 90, se confíe en las remesas como elemento central del desarrollo regional. ¿Por qué la responsabilidad de dotar de infraestructura social a las comunidades recae en los inmigrantes? ¿Acaso el Estado ha abandonado su responsabilidad social? Probablemente no la haya abandonado del todo, pero sí que ha asumido un tinte muy sesgado, pues mientras se abandona a las comunidades rurales más empobrecidas a

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su suerte, en zonas urbanas con población de clase media y media-alta el Estado cumple con sus responsabilidades (Canales, op. cit.). La segunda lectura que hacer es de carácter más general. Hemos visto como el Estado mexicano está plenamente integrado en los circuitos financieros y de mercado que rigen los intercambios globales, y su dependencia endémica de la migración hacia su vecino del norte es producto de esta integración. México, por lo tanto, asume un determinado papel -el de la exportación de mano de obraen un sistema global profundamente desigual que no se sostendría sin el fenómeno migratorio. Este es esencial para el Estado mexicano porque supone una fuente importante de ingresos, pero también lo es para Estados Unidos, que obtiene mano de obra barata. La migración es, por lo tanto, un factor esencial de la globalización y, con ella, también lo son las remesas, pues no sólo juegan un papel clave a la hora de perpetuar la propia migración y proveer a los Estados exportadores -esos mismos Estados partícipes de la globalización y parte esencial de ella- con una fuente estable de divisas sin la cual probablemente se derrumbarían, sino que permiten la supervivencia simbólica de las familias y las comunidades más tradicionales y su inserción, con menos conflicto del que cabría esperar, en el mercado global. Sintomático de la importancia de las remesas para el sistema global es el número de agentes sociales e instituciones económicas y políticas que participan del flujo de las mismas: desde bancos y agencias de correo, que se encargan de las transferencias, a “encomenderos” o “viajeros”, personas encargadas de su transporte; de asociaciones de inmigrantes a gobiernos que ponen en marcha estrategias para obtener más remersas y canalizarlas hacia la inversión productiva. Estas entre otras muchas. Migración, remesas, (sub)desarrollo y globalización forman un círculo que constituye el fuste del sistema político y económico mundial y en el que todos los componentes son imprescindibles.

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