El paisaje habitado. De Geografía Humana a Objeto de Deseo

September 8, 2017 | Autor: Gloria Cortés Aliaga | Categoría: Art History, Paisaje, Arte Latinoamericano
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Descripción

E L

P A I S A J E

H A B I T A D O

De geografía humana a objeto de deseo Gloria Cortés Aliaga | Curadora

No hay un yo sin un paisaje con referencia al cual está viviendo. No hay un yo sin un paisaje y no hay paisaje que no sea mi paisaje, o el tuyo o el de él. José Ortega y Gasset1 En la era de la globalización, el concepto de paisaje aparece como un recurso dinámico, en constante movimiento y que requiere repensar, cada vez más, sus estructuras y axiomas históricos. En este sentido, redibujar los límites del paisaje en un proceso de intercambios disciplinarios, de evolución de los enfoques tradicionales para llegar a una mirada que incluya todas las manifestaciones sociales y culturales, implica recurrir también a su historia visual. Y la historia del paisaje en Chile es amplia, construida, imaginada, oficializada, renegada y, finalmente, reconocida no solo por los artistas que participan de este proceso, sino por todos los estamentos políticoculturales y sociales que “miran” la significación y apropiación cultural de los espacios públicos y privados. “No hay un yo sin un paisaje”, señala Ortega y Gasset, de la misma manera que no existe un paisaje sin un espacio y un territorio que lo delimite; y no existe este territorio, amplio y variado en características y configuraciones, sin la presencia -siempre subjetiva- del hombre que lo observa y lo habita. En las artes visuales chilenas, las primeras manifestaciones en torno al territorio se movilizan entre la descripción y la generalización, pero nunca en su descripción como conjunto, salvo en la cartografía. El paisaje -o los paisajes- chilenos se construyen en sus

inicios a partir del encuentro de miradas, tema que es abordado ampliamente por el curador Juan Manuel Martínez en esta misma publicación. Pero cuando las miradas dejan de cruzarse para mirarse a sí mismas, para observar y reconocer un territorio común, entonces emerge una geografía cultural que genera una primera huella de identidad. Si bien esta aparece tímidamente, accesoria (parerga) o subordinada en la llamada pintura de santos -pintura religiosa asentada en los polos artísticos latinoamericanos de los virreinatos-, será recién en el siglo XIX cuando se conforma en Chile una auténtica y original pintura de paisaje. Este proceso se desarrolla a la par con las teorías geopolíticas y fronterizas del país, con la vigencia de la idea sobre la reproducción de una cultura latina en estas latitudes y la consolidación de un gobierno centralizado que busca en el territorio su expresión formal más evidente. A partir de entonces, el género del paisaje se convierte en asunto de los artistas nacionales, un tema que se extiende hasta nuestros días.

Mirar para volver a mirar El paso de científicos, dibujantes, ilustradores y artistas europeos que recorrieron nuestro territorio y, en algunos casos, lo hicieron propio, sentó las bases para el posterior desarrollo de la pintura de paisaje. Curiosamente, no es en la Academia -fundada en 1849- donde se potencia la legitimidad de este género pictórico, sino en la independencia de los talleres, en la discusión pública y crítica sobre esta temática como asunto de Estado y en la insistencia de pintores, como el francés Ernest Charton (1818-1877)2, de que la única forma de entrar a la modernidad artística era a través del paisaje. Desde esta marginalidad de los discursos, una de las primeras

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figuras locales en aparecer es el pintor Antonio Smith (1832-1877), convirtiéndose en un renegado de la Academia y en una figura tangente o ex-céntrica (fuera del centro) de la pintura chilena. En sus obras, como “Río Cachapoal” (1870) -colección Museo Nacional de Bellas Artes- se observa el desplazamiento hacia la cuestión romántica sobre la naturaleza versus el paisaje y, con ello, la implicación moderna del sujeto frente al objeto. La figura de Smith atrae a otros jóvenes pintores como Pedro Lira (1845-1912), Alfredo Valenzuela Puelma (1856-1909) y Onofre Jarpa (1849-1940), entre tantos otros, que formarán un territorio pictórico intermedio entre la realidad y la ficción.

Esta visión estética y filosófica sobre el paisaje consolida a los jóvenes artistas como Onofre Jarpa, no solo en los salones y exposiciones como la de 1875, sino también en el mercado del arte de entonces. En nuestra exposición, la “Gran Palma” de Jarpa -colección Banco Central de Chile- es presentada en diálogo con la producción del artista contemporáneo Sebastián Mejía y su fotografía digital “Palma 032”, serie Cuasi Oasis (2012). En ambas obras se conjuga la presencia/ausencia del hombre y su relación con el territorio, ya que paradójicamente el hombre incorporado a la naturaleza, el homo additus naturae, se devela presente solo a través de los efectos provocados en el paisaje debido a su intervención.

Pero, parafraseando al poeta Pablo Neruda, ¿y el hombre, dónde estuvo?3

La reafirmación de territorios y fronteras, la industrialización, el progreso y la modernidad transforman el paisaje natural, convirtiéndose en un tema político y en una institucionalización de la pintura de paisaje: becas a Europa y premios oficiales consideran a este género de la pintura como un elemento esencial para la reafirmación de los nacionalismos. Pero en este desarrollo inédito hasta entonces del paisaje local, se produce un cruce quiasmático con otro género de la pintura: la pintura de género. Una retórica del paisaje y del hombre que lo habita. Una geografía humana.

En 1875 El Correo de la Exposición que circuló a raíz de la Exposición Internacional de Santiago, hito de la modernidad chilena-, comentaba, Pero digamos desde luego que el hombre, que estos artistas suprimen en sus paisajes, el espectador se lo restituye colocándose en el lugar conveniente para ver i pensar en medio de esos bellos sitios creados por su fantasía; i entrando en comunicación con todas esas fuerzas agrupadas bajo sus ojos, los anima con su propia existencia i como que repara su falta, realizando de esa suerte i sin testigos importunos la sencilla palabra de Séneca: homo additus naturae4.

“(…) dada la sociedad moderna, el advenimiento de las democracias, la división de las fortunas, el escepticismo en las ideas ¿no es lójico y natural también que el gran pintor de nuestra época sea un pintor de jénero? (sic)”5

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Es aquí donde costumbrismo (o pintura de género) y paisaje se trasponen en una especie de discurso populista como estrategia visual que aparece en las primeras décadas del siglo XX. El género del paisaje pone de manifiesto la dicotomía de los territorios sociales que escapan del centralismo, principalmente durante la década del Centenario. Entre ellos, la marginalidad que se genera a expensas del crecimiento urbano, los signos de chilenidad adjudicados al mundo rural o bien, la realidad geográfica circundante en la que se incorpora al hombre como sujeto social. Las pronunciadas desigualdades sociales, el desequilibrio del sistema político y educativo, la agrupación de la clase trabajadora, la voz femenina, entre otros tantos temas, ponen al descubierto la ruptura total de los discursos hegemónicos. La ausencia se convierte, así, en presencia. En esta trasposición de lo real y lo visible, Juan Francisco González (1853-1933) es el puente por el que cruzan una multitud de jóvenes pintores de entre siglos, que pierden el miedo a mirar la luz y los detalles de los espacios, sin romanticismos ni reglas académicas de por medio. También Pablo Burchard experimenta con nuevas miradas que se hacen visibles en la obra “El portón” (1913) -colección Museo Nacional de Bellas Artes-. La pasta de uno y lo lírico del otro marcan a toda una generación de artistas provenientes del proletariado: Exequiel Plaza (1892-1947), Arturo Gordon (1883-1944), Pedro Luna (1896-1956), son solo algunos de ellos cuyas obras ya no invitan a la contemplación pasiva del espectador, sino a adentrarse en territorios humanos. Los discursos visuales a partir de entonces, se cruzan con los temas populares y las demandas de las clases desprotegidas. Pero avanzando en los años 20, la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo convierte esta anti oligarquía en el eje de un desarrollo industrial sostenido; la pintura se torna herramienta para la multiplicación de la imagen, la industrialización de las artes y el avance de las artes aplicadas. Y esto queda claro cuando se presenta la oportunidad de definir una imagen país para el Pabellón de Chile en la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. El pabellón, diseñado por el arquitecto Juan

Martínez Gutiérrez, presenta a la cordillera de los Andes como símbolo y eje director de la nación: solidez, fuerza, espíritu indomable de un país y el pueblo que lo sostiene. Los grandes murales que se incorporan a la arquitectura, como “La agricultura” y “La vendimia”, realizados por Laureano Guevara (1889-1968) y Arturo Gordon (1883-1944) -colección Museo O’Higginiano y de Bellas Artes de Talca-, representan, así, el concepto de la raza chilena, la nación viril y el pueblo nuevo y valeroso, que describe Morla Lynch ya por 19106. Territorio, natural y habitado, un país progresista fundamentado en el carácter de su pueblo, eran la carta de presentación de Chile al mundo. A partir de los años 40, sin embargo, el paisaje se revisita. Se torna nuevamente en fragmentos deshumanizados; la Escuela de Bellas Artes institucionaliza un paisaje fuera del discurso geopolítico al que tendieron los pintores del XIX y lejos de la demanda popular –o populista- de los artistas y gobiernos de inicios del siglo. Basados en los postulados de André Lothe, estos artistas demarcaron espacios no-urbanos, desterritorializaron y homogenizaron la mirada, lo que se refleja en una especie de intimismo, propicio para el desarrollo de un nuevo mercado del arte destinado a las nuevas clases políticas en ascenso, pero que frenó toda posibilidad de ingresar a las vanguardias. Olga Morel (1907-1988) y sus paisajes yoistas -como los define el crítico Carlos Acuña-7, Ximena Cristi (1920- ) y su explosiones de color, como en “Hostería-Duao” (1996) -colección Museo de Artes Visuales de la Universidad de Talca- revelan este fenómeno que se extiende durante todo el siglo XX. Un gesto paralelo lo realizan los fotógrafos, muchos de ellos aficionados, quienes desde inicios del siglo fijaron su mirada en el entorno humano y el espacio que lo circunda, con más interés incluso que los propios pintores. El lente ve demasiado, ve la realidad y la captura. León Durandin (1872–1955), por ejemplo, cuyas obras giran en torno al gesto documental y pictórico de las nuevas técnicas fotográficas. Le siguen, a mediados del siglo, Ignacio Hochhäusler (1892-1983), Antonio Quintana (1904-1972) y Fernando Opazo (1908-1979), quienes desarrollan una crónica iconográfica del mundo

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obrero, rural, de la intimidad del mundo popular -reflejado en celebraciones o escenas cotidianas-, el paisaje humano y, posteriormente, las huellas de los acontecimientos políticos. Así, la necesidad de conjugar la identidad con la relación del hombre entre el aquí y el afuera, con el espacio particular y mínimo, convierten la oposición centro/ periferia en una propuesta articuladora de un nuevo imaginario y de nuevos lugares que se alzan como espacios de representación y disputa. Los espacios se convierten, de pronto, en objetos de deseo. La obra de Pablo Rivera (1961-) “Prototipo para una vida mejor #1” (2004), plantea este concepto bajo la premisa que la pérdida y el extrañamiento (aquello que es extraño pero al mismo tiempo se extraña) del espacio natural y orgánico se convierte en un espacio/objeto deseado por la urbe. En este ejercicio, Rivera lleva la naturaleza a la ciudad plantando un árbol en una kombi restaurada que circula por las diferentes zonas de la ciudad, de la misma manera en que Nemesio Orellana (1981-) plantea la posibilidad utópica de la instalación de espacios imposibles de habitabilidad urbana.

De espacio republicano a espacio ciudadano Durante las últimas décadas del siglo XIX y especialmente durante la celebración del Centenario de la República, la canalización del río Mapocho, así como la intervención del Cerro Santa Lucía en un parque público y la consolidación de la Alameda como el centro social de la vida capitalina, permiten el diseño de ciudad con características modernas: urbanismo y progreso como centros de atención. Pero también la Alameda o la antigua Cañada, fue territorio de encuentro y celebración donde la élite y el pueblo compartían un espacio común, pero siempre en función de los roles sociales que le corresponde a cada uno. La élite al centro, el pueblo al margen. Ya las Fiestas Patrias, con sus fondas y ramadas, marcaban un claro espacio de pertenencia popular. El antiguo Campo de Marte del siglo XIX -luego transformado en el Parque Cousiño y hoy Parque O’Higgins-, se convierte

en el lugar de celebración por excelencia. La trilogía de obras conformada por Ernest Charton con “El Campo de Marte” (1845) -colección Museo del Carmen de Maipú-, Patricio Guzmán con su fotografía “Corazón maldito” (1961) y Violeta Parra con la arpillera “La cueca” (1962), representan la permanencia de estas prácticas populares, aun cuando haya cambiado el sentido del lugar, se haya resignificado, para nuevamente ser apropiado en su sentido de origen8. El ambiente carnavalesco y popular que genera el festejo a fines del 1800 fue objeto de discusiones públicas en la prensa burguesa, debido al incentivo al vicio y a los desórdenes públicos. Hoy la Alameda la invade la aristocracia y se destierra de ellos al Pueblo (sic)9, responde el periodista Juan Rafael Allende, y prosigue, “Ya la Pampa no es la Pampa. Hoi es el Parque Cousiño. I el Parque Cousiño no pertenece al Pueblo, sino a la aristocracia, que va a pasear allí su lujo i su vanidad…”10 La huella difusa de la celebración popular, desvinculada de su historia y, aparentemente, sin identidad, nuevamente pone de manifiesto el margen, el transitar anónimo del otro que solo es rescatado mediante la simbolización de lo vernacular. Pero las mayores manifestaciones populares de celebración en la Alameda se desarrollan en torno al Centenario. En ellas se implementa la cultura de masas mediante actividades de carácter masivo y popular, desde la cual se integra al pueblo en la festividad y, con ello, en los avances de la vida moderna.11 La construcción de sentido y significado de la Alameda se da, entonces, como espacio de expresión social, ya que es desde este territorio donde el pueblo se manifiesta, encuentra y enfrenta desde principios del siglo XX. La huelga de la carne en 1905, las marchas del 1º de mayo, la caída de Ibáñez, entre otros sucesos anárquicos y frentepopulistas, quedan registrados en folletines y diarios de la época. A partir de 1973, el trabajo de artistas fotógrafos y fotoperiodistas, junto la aparición de la AFI (Asociación de Fotógrafos Independientes), entre los que se encontraban Jorge Ianiszewski (1949-), Paz Errázuriz (1944-), Álvaro Hoppe (1956-) Claudio Pérez (1957- ) y Luis Poirot (1940- ), dieron su propia visión de la urbe y los acontecimientos sociales, denunciando

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también las acciones, manifestaciones y atropellos de la dictadura y la idea de progreso desenfrenado, en una nueva instancia de compromiso político, de reflexión, denuncia, documento y de expresión fotográfica artística. Así, el paisaje monumental de la Alameda, principalmente otorgado por la instalación de los monumentos “homéricos” de la Independencia, se confronta con la ocupación ciudadana, con el lugar de la memoria, construyendo un gesto efímero en el paisaje urbano que presupone la construcción colectiva del espacio público y su carga simbólica12. Esto va aparejado con los cambios sociales. Los sectores populares de las urbes y los enclaves salitreros, así como el sufragio femenino y la aparición pública de mujeres periodistas, escritoras y artistas a lo largo del siglo, promovieron cambios en la organización de las relaciones sociales lo que correspondió a cambios en las representaciones del poder. En el caso femenino, el histórico rol asignado a las mujeres al ámbito doméstico plantea ahora preguntas sobre la relación público-privado; las aristócratas participan de las festividades oficiales y públicas, en actividades de tipo benefactoras, acompañan a las mujeres de las delegaciones oficiales internacionales o oficiaban las funciones de gala, por ejemplo, pero todas ellas siguen siendo tareas de tipo “doméstico”. Para las “otras”, las mujeres obreras, las rurales y más aun, las indígenas, el espacio al margen se constituye en el lugar al que se les confina por décadas. El retardado proceso de una ideología liberal en Chile -que nunca existió del todo, ya que en temas de orden social mantenía una fuerte carga conservadora- permite una fuerte influencia de la iglesia sobre las exigencias y libertades femeninas. Pero es también a través de la iglesia que pueden intervenir en el espacio público, asistir solas o acompañadas de otras mujeres a misa, participar de actividades de carácter educativo o de labores femeninas, lo que a su vez, les permite acceder a debates, discusiones y preocupaciones ciudadanas, sin tener que renegar de los valores del hogar y la familia. A pesar de la existencia de un activismo femenino, político y literario, el denominado movimiento sufragista y los trabajos asalariados, permitieron que las mujeres accedieran parcialmente al espacio público,

aunque la organización del espacio privado se mantuvo casi sin modificaciones. El voto femenino en Chile se alcanza recién en 1935 para las elecciones municipales y en 1949 se nos permite participar en las elecciones parlamentarias y presidenciales, lo que finalmente se concretó en 1952. Es con el voto que las mujeres pasamos de ser sujetos ausentes a ciudadanas presentes. La incorporación de las mujeres al espacio público ha sido una de las mayores revoluciones del siglo XX. La serie de fotografías del “Día de la mujer” (1985) de Paz Errázuriz muestran la fuerza de la participación en femenino de las manifestaciones públicas y las disputas por la legitimidad de sus demandas y derechos. Confrontadas a la obra “Restos” de Eugenio Dittborn (1943- ) -colección Pinacoteca Universidad de Concepción- representan una doble otredad femenina. Ya no solo se trata de la marginación de las mujeres, sino de mujeres marginadas, fragmentadas, campesinas, indígenas que participan de actividades delictuales. Junto a las mujeres, otras esferas de la ciudadanía son excluidas del espacio público, como los obreros, y de forma especial, los no asalariados. Nuevamente, esta nación modernizada, industrial y destinada al progreso, deja fuera a todos los grupos que no pueden ser representados en el imaginario social dominante: explotados, oprimidos, dominados, abandonados13. “Los patipelados” (1946) de Jim Mendoza (1905-1963) -colección Pinacoteca Universidad de Concepción- nos muestra a los desheredados del sistema, representados aquí en el espacio inexistente, un no-lugar desterritorializado. Solo con las crisis de clases del sistema capitalista, es posible la presencia activa en el espacio público de otras lógicas sociales que funcionan en los márgenes o al margen de la identidad de clase14. Este postulado es claro en el devenir social de la Plaza de Armas de Santiago -base del trazado urbano de la ciudad- constituida por siglos en el centro político, social, económico y religioso, donde se realizaban las fiestas públicas, las procesiones religiosas, hitos políticos como “La Jura de la Independencia”, Pedro Subercaseaux (1945), colección Museo Histórico Nacional- y algunos ejercicios militares. Pero a partir del siglo pasado especialmente,

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este centro urbano se ha convertido también en territorio de migración, en el que se reproducen, refuerzan y recrean las identidades comunes de los diferentes grupos de inmigrantes, como se representan en la serie de la fotógrafa Paloma Palomino (1986- ) “Maicol y sus amigos” (2012). El desplazamiento de la manifestación pública a la Alameda, permitió también que la plaza se convirtiera en un lugar alternativo para las expresiones culturales de los desplazados, lugar de inclusión y exclusión de las minorías, transformando y rehabilitando el sentido del lugar. La identidad, particular y colectiva, es entonces un proceso de construcción social que considera, entre otros, el sentido de pertenencia y la confianza general del colectivo. Por ende, cambia y se transforma con el tiempo, con la historia, con la geopolítica, y a través de ello, cambian también los espacios y sus significaciones simbólicas determinadas por la voluntad de su propio tiempo. La integración de las diferencias y las desigualdades en la urbe, así como los espacios vulnerados o polarizados, se cruzan con los lugares de representación o metáforas de la ciudad. En medio de estos cruces, se desarrollan motivaciones, encuentros y relaciones políticas y sociales comunes, que los convierten, alternadamente, en espacios deseados. Desde esta perspectiva, si el paisaje y el territorio son construidos socialmente y, por ende, siempre son incompletos, entonces ¿cuánto de verdad histórica tiene la historia del paisaje?

4 “Los pintores Chilenos. El Paisaje”, El Correo de la Exposición (1875), Año I Nº 4; 23 de octubre, p. 57 5 Lira, Pedro: “De la pintura contemporánea, Revista Artes y Letras, (1884), p.228 6 Morla Lynch, Carlos: El año del Centenario, Santiago, Minerva, 1921-1922. 7 Acuña, Carlos: De esta Exposición, La Nación, 1947. En “Olga Morel”, Catálogo de Exposición de óleos, Museo de Arte Contemporáneo, diciembre 1979. 8 Cuando el fotógrafo Patricio Guzmán, residente en Ginebra en la actualidad, vio el montaje de su obra junto a las obras de Parra y Charton, nos escribió lo siguiente: Mi foto fue tomada en las Fondas del 18 de Sept. de 1961. Y su titulo es “Corazón Maldito” de Violeta Parra, conocida mía, que tuvo una Fonda ese año en el Parque Cousiño (Campo de Marte...) Y el cuadro de Charton, tiene por título: 18 de Sept. en el Campo de MARTE. Esto revela que ciertos encuentros se generan también en los espacios colectivos. De manera azarosa, tal vez, pero forman parte de memorias individuales que con el tiempo se transforman en imaginarios populares. 9 Allende, Juan Rafael: Las Fiestas Patrias, en Salinas Campos, ¡En tiempo de chaya nadie se enoja!: La fiesta popular del carnaval en Santiago de Chile, Mapocho, Revista de Humanidades y Ciencias Sociales, n°50, segundo semestre (2001). 10 Ibidem 11 Al respecto, Herrera, Francisco; Cortés, Gloria: Geografías urbanas, arte y memorias colectivas: El Centenario chileno y la definición de lugar, Historia Mexicana, No. 237, México, julios/ septiembre, 2010. 12 Melendo, María José: Memoria y espacio urbano: indagaciones sobre lo efímero y lo antimonumental en el arte público actual 1er Seminario Internacional sobre Arte Público en Latinoamérica, GEAP, Buenos Aires, 2009.

Notas 1 Ortega y Gasset, José: ¿Qué es un paisaje? Apéndice 1 Misión de la Universidad, pp. 143 y 144. En: De Pascual, Dora: El espacio abierto de la vivienda.

13 Tejerina, Benjamín: Movimientos sociales, espacio público y ciudadanía: Los caminos de la utopía, Revista Crítica de Ciências Sociais, No. 72, Lisboa, Outubro, 2005. p.74 14 Ibidem, p. 73

2 La polémica suscitada entre el francés Ernest Charton y el italiano Alessandro Ciccarelli, director de la Academia de Bellas Artes, sobre la enseñanza del paisaje queda ampliamente documentada en El Ferrocarril, El Progreso y El Mercurio (ediciones de Valparaíso y Santiago), en 1859. 3 Neruda, Pablo: Canto General. “Alturas de Machupichu”. En: http://www.neruda.uchile.cl/obra/cantogeneral.htm

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