El nuevo orden totalitario

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El nuevo orden totalitario Por Carlos Rivera Lugo Especial para Claridad Un nuevo fantasma totalitario recorre el mundo. Luego de la desaparición del fascismo y del estalinismo, esta vez quien descorre su velo ideológico para aparecer tal cual es el neoliberalismo, particularmente regentado por el gobierno de Estados Unidos. El mundo dejó de ser ancho aunque sigue siendo ajeno, nos diría hoy el escritor Ciro Alegría. Aunque el alfarero don Cipriano Algor de José Saramago (La caverna, Alfaguara, Madrid, 2000) ripostaría que lo que se ha achicado es la prisión del mercado que, al fin y a la postre, es lo único que no le es ajeno a los millones y millones de seres humanos cuyas esperanzas de bienestar y progreso se van extinguiendo con su creciente alienación. Las determinaciones extraterritoriales de la vida social, económica, política y cultural en cada uno de nuestros países son cuasiabsolutas. No obstante, los intercambios propios de este proceso posee un carácter desigual. Un aspecto de singular importancia de este proceso global es el espectacular ritmo de transmisión de información y su impacto inmediato a lo largo y a lo ancho del planeta. Ello se manifiesta, sobre todo en el caso de Estados Unidos, a través de toda una impresionante industria de producción de contenidos de consciencia. Estos adquieren unos matices totalizantes, constructores de un pensamiento único, a partir de la influencia de los grandes oligopólios transnacionales propietarios de periódicos, editoriales, emisoras de radio y televisión, productoras cinematográficas y discográficas, productores de programas informáticos y otros bienes propios de la industria de la información, satélites y hasta centros de estudios y de formación de los intelectuales orgánicos del sistema neoliberal. El mercado, al dictado de las orientaciones intelectuales de la Escuela de Chicago, que se condensan en la idea del orden espontáneo o autorregulado de Frederich Hayek, intenta permearlo todo en el marco del nuevo orden neoliberal hasta el punto de querer transformar a las instituciones políticas, jurídicas y culturales de la sociedad contemporánea en meras instituciones reproductoras del orden económico para el buen funcionamiento del sistema. Ya lo advirtió hace unos años el filósofo alemán Herbert Marcuse: dicho sistema no hace sino propender a la unidimensionalidad totalitaria de la vida. Claro está, habría que distinguir entre dicho orden omnienglobador, según se define ideológicamente como parte del proyecto neoliberal, es decir la globalización como ideología centrada en los valores e intereses del mercado capitalista, y el proceso de mundialización que objetivamente se vive con independencia de las orientaciones ideológicas y políticas que al momento se le estén dando a éste. Desde su particular postura ideológica, el neoliberalismo entiende la globalización como un proceso de transformaciones que se mueven hacia la constitución de una totalidad sin fisuras a nivel planetario, lo que no deja de ser una pretensión peligrosa criticada por algunos, según ya

hemos señalado, como totalitaria. Sin embargo, la mundialización como fenómeno social más amplio se refiere a un proceso y contexto global aún relativamente abierto y desordenado de internacionalización e interdependencia creciente entre los individuos, los pueblos y las naciones en el cual se juegan diversos intentos de ordenación política y normativa, sin que exista aún una certeza acerca del resultado. En Occidente, en los albores de este nuevo siglo, se asoman unos aún tímidos pero esperanzadores indicios de que nuestras sociedades se despiertan progresivamente de la pesadilla neoliberal. Unas han visto como se va desmontando el Estado social, que nació tras la Primera Guerra Mundial en los comienzos del Siglo XX y se consolidó a partir de la Segunda Guerra Mundial, en favor de un retorno apresurado a una versión remozada del Estado y la socioeconomía liberal guiada nuevamente por un darwinismo social. En lo social y económico, se han pronunciado nuevamente las desigualdades. En lo político, el neoliberalismo ha pretendido reconquistar el Estado de Derecho mediante la reestructuración y subordinación abierta de éste al mercado y a sus leyes. Simultáneamente, ha conducido un proceso de progresiva transformación de la sociedad democrática privilegiando la seguridad y desvalorizando la libertad individual y la soberanía colectiva. La Democracia de Control resultante se caracteriza por una ampliación significativa de la red de controles que hasta ahora se daba al interior del Estado moderno, de unas políticas centradas en la llamada protección o seguridad del ciudadano –o , quizá debíamos decir, de vigilancia y control del ciudadano- y un achicamiento significativo del marco de garantías y derechos reconocidos, y de los canales de participación democrática en sus procesos decisionales. Con ello encaramos nuevamente una versión remozada de la opción hobbesiana del Estado. En ese contexto, las cumbres políticas y económicas organizadas para promover los fines de la globalización neoliberal, desde la de Seattle hasta la más reciente de Evián, se han convertido en escenarios de una incipiente rebelión de sectores o polos importantes de la sociedad civil: ecologistas, obreros, agricultores, estudiantes, feministas, indígenas, inmigrantes, marginados, desempleados, partidos y movimientos de oposición, grupos ciudadanos de clase media, organizaciones no-gubernamentales, entre otros. En dichas ciudades, se han congregado durante los pasados años los gobiernos de los países ricos del Norte, íntimamente identificados con los intereses comerciales, financieros, tecnológicos e ideológicos de sus grandes empresas y, consecuentemente, con la implantación a escala global del proyecto librecambista neoliberal a través de la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Las violentas protestas callejeras, una especie de insurgencia civil reminiscente de las luchas sociales decimonónicas en Europa que parecían aspirar, al decir de Marx, a tomar el cielo por asalto, han retumbado en el seno de las discusiones del gran capital. Con ello han querido dar testimonio vivo y patente de que el mundo, luego de una década de promoción de políticas de liberalización económica de los mercados nacionales y de construcción paulatina de un omnipresente y omnipotente mercado mundial, se encuentra cada día mas sumido en la corrupción, pobreza y desigualdad. Sin embargo, dichas cumbres han hecho caso omiso de las demandas de los países menos afortunados, por no decir víctimas de las relaciones económicas internacionales desiguales

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prevalecientes. Ese ha sido el ejemplo con la indiferencia mostrada por la más reciente cumbre del G-8 en Evián, Francia, a la propuesta del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, para que se establezca un ambicioso Fondo Mundial contra el Hambre. Las cumbres se han limitado, pues, a ser meros espectáculos de relaciones públicas a favor del proyecto neoliberal de la globalización. En éstas, lo que se presencia son los usos diplomáticos de los funcionarios-gestores de los intereses del capital transnacional más que las iniciativas de políticos interesados en el conjunto de intereses sociales de sus respectivos países. De ahí que, vedada la posibilidad de una participación efectiva y significativa en este marco políticoinstitucional, el único terreno que va quedando para una respuesta contestataria a la violencia estructural de la globalización neoliberal es la respuesta popular ciudadana en las calles, así como la propuesta de países como Brasil, Argentina, Venezuela y Cuba para una mayor unidad e integración regional como la única vía para mantenerse de pie frente a los países ricos. Sin embargo, aún ésta está amenazada de ser reprimida por la nueva Democracia de Control que aplica medidas cada vez más restrictivas a las libertades ciudadanas y al derecho de autodeterminación de los pueblos. El 11 de septiembre se inscribe dentro de este contexto de choque civilizatorio entre los privilegiados y los condenados de la tierra. De ahí que el secretario de Justicia de Estados Unidos, John Ashcroft, solicite del Congreso atribuciones más amplias, incluyendo las detenciones sin proceso judicial por tiempo indeterminado, para luchar contra todo aquel que su gobierno tilde de “terrorista”. Con ello sólo busca que el Congreso le avale lo que de hecho ha sido la política de Washington desde aquel fatídico día y hacer caso omiso de las críticas que surgen del propio seno del gobierno. El pasado 2 de junio, el Inspector General del propio Departamento de Justicia estadounidense criticó duramente la negación del debido procedimiento de ley y el tratamiento abusivo, tanto físico como mental, dispensado a los detenidos a raíz del 11 de septiembre. A esto se suma la fuerte denuncia internacional al mantenimiento de un campo de concentración en la base militar norteamericana de Guantánamo, donde se tortura y priva de la libertad y de todo derecho procesal a más de 600 afganos y árabes detenidos, incluyendo menores de edad. Lo que parece quedar claro es que en la nueva era luego del 11 de septiembre, el gobierno del presidente George W. Bush se considera por encima de la ley, tanto nacional como internacional. De ahí que rechace tajantemente que cualesquiera de sus líderes o ciudadanos puedan responder, como cualquier otro hijo de vecino en el planeta, por crímenes de guerra cometidos. Está en guerra contra todo aquel que ose oponerse a sus intereses en el mundo y no acepta que se le maniaten las manos con criterios de moral y justicia. El nuevo orden imperial requiere de un orden nacional e internacional estable y sumiso a sus intereses, es decir, una pax americana apuntalada por el poderío económico y militar de Estados Unidos. Cualquier escollo, desde Cuba y Venezuela hasta Afganistán, Irak, Irán, Syria y Corea del Norte deben ser eliminados mediante la desestabilización de sus gobiernos o la llamada guerra preventiva que no es más que un eufemismo para encubrir la clásica guerra de agresión imperialista.

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Ya lo dijo el Secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, a fines de abril pasado a raíz de la caída del régimen de Saddam Hussein: “Las guerras de Afganistán e Irak fueron un buen comienzo”. Advirtió que Estados Unidos ha entrado en una nueva era en que, no empece los desórdenes del mundo, logrará preservar su modo de vida. Y atosigárselo a los demás, añadiría yo. En fin, como magistralmente ha advertido la prominente escritora Arundhati Roy, la democracia, la otrora vaca sagrada del mundo moderno, es hoy la puta del mundo, obligada por el neoliberalismo a desnudarse de sus ropajes libertarias y venderse en el mercado. “Elecciones libres, prensa libre, poder judicial independiente son expresiones que significan bien poco cuando el mercado libre las ha reducido a mercancías que se venden al mejor postor. La democracia se ha convertido en un eufemismo del imperio para designar el capitalismo neoliberal”, sentenció. Agosto 2003

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