EL MUNDO ROMANO Y LA MUERTE

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EL MUNDO ROMANO Y LA MUERTE

Capítulo 2.A (págs. 33 a 57) de

HIC SITI SUNT AMPURIAS FUNERARIA RITUALES Y CAMBIOS SOCIALES DESDE EL SIGLO VIII a.C. HASTA LA ANTIGÜEDAD TARDÍA Alfonso López Borgoñoz

ISBN-978-84-937688-3-6 C/ 300, 83 1o 1a - 08860 Castelldefels [email protected] 1a Edición: Alfonso Lopez Borgonoz, 2010 2a Edición (ampliada): Ajuntament Castelldefels, 2013

ÍNDICE EL MUNDO ROMANO Y LA MUERTE

i. LA UBICACIÓN DE LOS CEMENTERIOS EN EL MUNDO ROMANO……….………35 1. Estructuración y límites de una nueva ciudad 2. El pomoerium como zona límite 3. ¿Cuáles eran los límites reales del pomoerium? 4. Estructuras periurbanas en Hispania romana a. Espacios periurbanos en los estudios arqueológicos o históricos ii. RITUALES FUNERARIOS ROMANOS……………………………………..…………………43 1. Los romanos ante la muerte 2. Los espíritus familiares 3. El momento del fallecimiento 4. Las empresas fúnebres 5. La exposición del difunto 6. El cortejo fúnebre 7. El lugar de la sepultura 8. La cremación 9. La inhumación 10. El ajuar funerario 11. Los monumentos funerarios 12. Volviendo a abrir algunas viejas tumbas... 13. Los colegios funerarios 14. Ritos de purificación y fiestas conmemorativas 15. Pervivencias paganas en los primeros enterramientos cristianos

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2.A.i. LA UBICACIÓN DE LOS CEMENTERIOS EN EL MUNDO ROMANO El espacio urbano, periurbano o agrario en el mundo romano fue fruto de un proceso de planificación cuidadoso, cuyas características concretas iniciales —en el caso de cada uno de dichos espacios— iban variando con el tiempo, en la medida en que las circunstancias socio-económicas, urbanísticas o defensivas así parecía aconsejar a los que tenían el poder. La delimitación de los espacios afectaba tanto a los vivos como a los muertos. 26

El diseño de dicho espacio en su totalidad nacía con la ciudad si ésta era de nueva planta (y primordialmente 27 sucedía ello si, además, la urbe naciente era fruto de una deductio) o bien se ajustaba en lo que se podía al trazado y lógicas de la ciudad pre-existente romanizada. La unión entre las ciudades romanas y el territorio que las rodeaba estaba clara. Eso se ve, ya desde su origen, en la propia Roma. Como señala Carcopino (2004: 26 y 27): “La Roma antigua, como todas las ciudades de la antigüedad griega y latina, contó desde los inicios de la leyenda hasta el final de su historia con dos elementos inseparables: una aglomeración urbana estrictamente definida —urbs Roma— y las zonas rurales a ella adscritas —ager romanus—. Éstas se extendían hasta la frontera con las ciudades limítrofes, anexionadas políticamente a Roma, pero con independencia municipal (...). Sus ciudadanos eran romanos de Roma igual que los cives que residían en medio de la aglomeración de la urbs. Pero éstos eran los que constituían la plebe urbana en el interior de la línea que oficialmente demarcaba el emplazamiento de la ciudad propiamente dicha”. Para la mentalidad romana, especialmente en la fase republicana, había un nexo natural entre la ciudad y el campo, que se originaba en el mismo momento fundacional (Vitruvio, De Architectura, I, VI y Grimal, 1991: 17) 28 de la urbs . Lo mismo podríamos decir de sus espacios funerarios, como ahora veremos. 29

2.A.i.1. Estructuración y límites de una nueva ciudad Así, y tal como señalan Abascal y Espinosa (1989: 51), en el momento de crearse ex—novo una ciudad, tras resolverse bien los auspicios, el augur marcaba su punto central, donde se excavaba el mundus, una fosa 30 circular ritual fundacional , cuya presencia, desgraciadamente, aún no ha podido ser atestiguada en ningún yacimiento hispanorromano. 31

En teoría, a partir de la línea recta que unía el mundus con el punto de salida del Sol en el momento de la fundación, se trazaba la cuadrícula de la ciudad y, mediante la prolongación del decumanus y del kardo, se dividía todo el territorio de los alrededores entre los colonos fundadores. 32

El límite exacto entre la urbs y el ager, venía marcado por el pomoerium o pomerio (Espejo, 1997; Carcopino, 2004: 27), el cual señalaba el recinto sagrado de la ciudad, dentro del cual había toda una serie de 26

No sólo eso, sino que su ordenación estaba sometida a los mismos rituales religiosos que la de las ciudades, de las cuales eran una extensión. 27 Fernández Ochoa, 1992: 10, indica como Pierre Gros señala como estas colonias de veteranos tenían una “morfología determinada, con muralla regularización de planta, lotificación del espacio para ubicar los edificios, etc.” 28 Fernández Ochoa (1992: 7 y 8) señala como la denominación de kardo y decumanus se usó originariamente en las divisiones del catastro agrícola, llamándose con esos nombre por comodidad y costumbre a las calles de la ciudad posteriormente. 29 Ver Vitruvio, De Architectura, I, VI. 30 Fernández Ochoa (1992: 7) señala que esa fosa “se cerraba con una piedra cuadrada en torno a la cual se ubicaban los estandartes militares, si se trataba de un deductio de veteranos del ejército”. 31 Que no es fijo, sino que se mueve de sur a norte, por el este, a lo largo del año desde el solsticio de verano al de invierno y de norte a sur, posteriormente, desde el solsticio de invierno al de verano del año siguiente. Los equinoccios marcan justo el punto este de salida del Sol, dos veces al año. 32 De interés es recoger la cita de Aulo Gelio, Noctes Atticae XIII, 14,1: Pomerium est locus intra agrum effatum per totius urbis circuitum pone muros regionibus certeis determinatus, qui facit finem urbani auspicii, y de Varrón, De Lingua Latina V, XXXII, 143. El círculo (orbis)

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prohibiciones rituales, tanto para evitar la entrada de ciertas actividades, grupos o divinidades, como para 33 evitar su salida . 2.A.i.2. El pomoerium como zona límite Así, en teoría (luego se comprueba por la arqueología que ello no era así en la práctica en ocasiones, especialmente a medida que el tiempo iba pasando y se vivían tiempos de paz) no se podían levantar edificios perennes pegados al pomoerium (que se solía asimilar a las murallas) ni por dentro ni por fuera, dado que más allá de las motivaciones religiosas, en tiempos de conflicto ello podía facilitar el acceso de los enemigos al interior de las ciudades, al ofrecer puntos de apoyo desde los que saltar o a los que saltar. 34

Tampoco se podían rendir culto a dioses extranjeros , sólo a los patrios (Fernández Ochoa, 1992: 7), aunque 35 ello fue olvidado ya antes de finalizar la república y durante el imperio . Pero de los dioses patrios, los templos de algunos, como los de Venus, Vulcano, Marte o Ceres, también debían 36 quedar fuera, según práctica heredada de los etruscos , recogida por Vitruvio (1, VII). En principio siempre había una porción de terreno que quedaba exenta de actividad humana, no pudiendo este espacio ser habitado ni cultivado, aunque es cierto que cada vez que las ciudades necesitaban expandirse, el pomoerium crecía también con ellas. El pomoerium no podía ser traspasado, en teoría (luego veremos que no era así en muchos casos, aunque sí en 37 otros), por tropas armadas ni propias ni (obviamente, y de forma especial) si eran enemigas... Tampoco, y eso es lo que más nos interesa para este trabajo, como quedaba marcado claramente por la Ley de 38 39 las XII Tablas , estaba permitido quemar ni enterrar a los fallecidos en su interior . El sacar a los fallecidos de que se obtenía (Carcopino, 2004: 27; Abascal y Espinosa, 1989) era el comienzo de la ciudad (urbs) y, como ese círculo se encontraba detrás de la muralla (post murum), se denominaba post moerium, siendo ese sitio el límite dónde podían tomarse los auspicios de la ciudad (Citado en Espejo, 1997 nota 37). Según Espejo, 1997 y Carcopino, 2004: 27, su origen era etrusco, surgiendo a partir de un supuesto círculo trazado por un arado tirado por un buey y una vaca, y se consagraba en el momento justo en el que se consagraba (y nacía) la ciudad a la que rodeaba (ello se ve también en algunas monedas de Tarragona cuando parecen hablarnos de su propio ritual de fundación). “El pomoerium estaba delimitado por líneas bien establecidas (termini urbis) que marcaban el límite de los auspicia urbana. Tal frontera o línea supuestamente mágica, separaba el ager y la urbs, la zona domi de la zona militiae, ambas con un estatus distinto, por lo que no tenían ni los mismos dioses, ni los mismos magistrados ni las mismas atribuciones, y todo ello porque la primera constituía un espacio inaugurado, la segunda no (lo que le confería al suelo de la ciudad un valor místico que exigía una protección de su pureza; pureza que estaba asegurada por la prohibición expresa que sobre la ciudad pesaba respecto de los funerales y la guerra)” (Espejo, 1997). 33 Así, en el caso de Roma, se decía que su cinturón amurallado tenía la función mágica de retener a la divinidad dentro de la ciudad (Espejo, 1997). 34 Para introducir nuevas divinidades en la Roma republicana habían dos caminos básicamente (Barrio de la Fuente, 1975: 3), uno era el de la evocatio y el otro la consulta de los Libros Sibilinos. La única limitación que se impone en la entrada de estos nuevos dioses es que sus templos debían situarse fuera del pomoerium de la ciudad. Por el rito de la evocatio (Macrobio, Saturnalia, 3, 9, 6-12 nos trasmite la fórmula de este ritual: “Est autem carmen huiusmodi quo di evocantur, cum oppugnatione civitas cingitur: si deus si dea est cui populus civitasque carthaginiensis est in tutela, teque maxime, ille qui urbis huius populique tutelam recepisti, precor venerorque veniamque a vobis peto ut vos populum civitatemque carthaginiensem deseratis, loca templa sacra urbemque eorum relinquatis absque his abeatis, eique populo civitati metum formidinem oblivionem iniciatis, proditique romam ad me meosque veniatis, nostraque vobis loca templa sacra urbs acceptior probatiorque sit, mihique populoque romano militibusque meis praepositi sitis ut sciamus intelligamusque. Si ita feceritis, voveo vobis templa ludosque facturum”) llegaron a Roma —además de los Dioscuros— Juno Regina en el 396 a.C. desde Veyes (Livio 5,21,3) al Aventino, Vertumno desde Bolsena en el 264 a.C. y todos los dioses cartagineses en el 146 a.C. 35 Recordemos el templo dedicado a Isis en Pompeya durante la república, así como el dedicado también a esta deidad en la propia Roma por Calígula. 36 Vitruvio, De Architectura, I, VII, 52 “Todo esto lo hallamos también establecido en los preceptos y ritos de los augures etruscos, en la siguiente forma. A Venus, Vulcano y Marte se les edifican los templos extra-muros, para que no se haga común a los jóvenes o a las matronas la lujuria dentro de la ciudad: para que removiendo de ella el rigor de Vulcano con sacrificios y actos religiosos, parezcan estar seguros los edificios del temor de los incendios; y a Marte dándole su templo fuera de la ciudad, no habrá guerras ni discordias civiles; antes será defendida de los enemigos, y libre de los peligros de la guerra. También a Ceres se le dará templo fuera de la ciudad, adonde las gentes no necesiten ir sino para ofrecer sacrificios (...)”. 37 Salvo, teóricamente, en el caso de permisos excepcionales, como se hacía con motivos de triunfos u otras celebraciones. Sí podían ser traspasados sus límites por soldados desarmados, lo que permitía a estos el entrar en las ciudades y obviamente seguir relacionándose con sus familias y el mundo civil (Haynes, 1999).

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la ciudad se hacía, quizás también, para evitar el contacto con el muerto, que era funestus, y es por ello que al 40 principio el funeral se desarrollaba incluso de noche , bajo la luz de antorchas, según las fuentes. Todo ello implicaba que dichas actividades prohibidas tuvieran que buscarse en muchos casos, dada su directa dependencia para su ejecución de los habitantes de las ciudades, un espacio muy próximo en el que desarrollarse más allá de las murallas, afectando lo menos posible a la estructura agrícola, pero sin temer a las expropiaciones o a nuevas calificaciones (o 'recalificaciones') de uso de los terrenos cuando ello era necesario. Ampurias es un buen ejemplo. No sólo eso, esos terrenos cercanos, al igual que pasa hoy en día, y con un valor del suelo más bajo, también servían para ampliar la ciudad cuando ello era preciso, para actividades que no requerían el aumento del perímetro amurallado y defensivo de la misma, como podían ser centros de entretenimiento, cuya instalación no había sido pensada en un primer momento en la ciudad. En el caso ampuritano veríamos en ello el nacimiento de su palestra y de su anfiteatro de madera. Es decir, se creaba un mundo intermedio, neutro, difuso, que no era propiamente campo ni ciudad, en el cual se podía encontrar, casi como ahora, todo aquello que la ciudad no quería albergar por motivos rituales (como las necrópolis) o no podía (como los centros de ocio) por escasez de suelo, pero precisaba. Es por ello que creemos que, si bien tiene un enorme sentido urbanístico el estudio interrelacionado entre el ámbito urbano y el agrario para la mejor comprensión de la mentalidad romana, no hay duda de que el punto medio entre ambos terrenos, las llamadas zonas periurbanas más allá del pomoerium —que no son ager ni urbs en sentido estricto (al menos en sus inicios)—, debían tener una cierta importancia como nexo de unión, que se debe establecer, pese a su marginalidad con respecto a ambos mundos (el urbano y el agrícola). 2.A.i.3. ¿Cuáles eran los límites reales del pomoerium? Pese a todo lo escrito (mucho y abundante), y tal como señala (quizás exageradamente) Espejo (1997) “si una cosa tenemos clara es que ni los mismos romanos se pusieron de acuerdo sobre si el pomerio se situaba dentro o fuera de las murallas”. Las fuentes no dejan del todo claro este punto, que para nosotros presenta un elevado interés, ya que delimitaría mejor el área que queremos tratar. Así, por su etimología, pudiera parecer que se refiere más bien al otro lado de la muralla o al espacio situado en torno a ella, más que al espacio ocupado por las mismas (o a su área inmediata interior). Así al menos, en ese sentido, lo recoge Fernández Ochoa en su trabajo sobre el urbanismo hispanorromano (1992: 7). Sin embargo, hay un uso extendido, que encontramos en los clásicos, para los que el pomoerium se marcaba directamente por las mismas murallas, aunque es cierto que se puede comprobar que ello no era siempre cierto, incluso en la misma Roma. ¿Porqué esta dificultad en saber exactamente a qué se refería? Tal vez la razón de ello, en parte, la podemos hallar en esta cita de Carcopino (2004: 27 y 28) en la que el autor francés, de origen corso, indicaba “si bien en la época clásica el pomoerium, que por otra parte iba desplazándose a medida que se sucedían los conflictos de los que surgiría la historia de Roma, guardó su significación religiosa y siguió protegiendo la libertad política de sus ciudadanos dejando fuera a sus legiones, éste ya no constituía el límite de la ciudad. Relegada a un plano meramente simbólico, su función había sido suplantada por una realidad concreta: la muralla que una falsa tradición atribuye a Servius Tullius (...)”. 38

'Hominem mortuum inquit lex in XII, in urbe ne sepelito neve urito' —Cic. de Leg. ii.23, 58—. La Ley de las Doce Tablas (Lex Duodecim Tabularum), es el código escrito de derecho en Roma más antiguo del que se tiene noticia. Redactada entre los años 451 y 450 a.n.e., tuvo probablemente su fuente principal en el derecho oral consuetudinario de la zona del Lacio. Fue la obra de dos colegios sucesivos de diez miembros (Decemuiri legibus scribundis consulari potestate). El texto íntegro de la Ley no ha llegado hasta nosotros y sólo se la conoce fragmentariamente a través de citas y referencias de autores tardíos. No fueron derogadas hasta Justiniano, aunque estaban en desuso desde mucho antes. A partir de la Ley de las Doce Tablas, el fas (lo lícito) y el ius (lo justo) se disocian y el derecho comienza un proceso de secularización. 39 Cicerón, Tratado de las Leyes, II, 58.

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Serv. ad Virg. Aen. xi.143; Isidor. xi.2, xx.10.

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Posiblemente, esa indeterminación (como tantas otras que afectaban a la ritualística republicana al final de esa fase o bien durante el Imperio) nacía de que el sentido último de hacer las cosas (al menos, de cómo hacerlas ritualmente ‘bien hechas’) se había perdido, aunque no la tradición de su existencia. Pese a los intentos de emperadores como Augusto y otros de volver a unas teóricas tradiciones romanas (que en el fondo sólo eran fruto de unos intereses de clase), ello no era fácil. Como tantas otras cosas, como también pasaba en el mundo funerario, los autores a partir del siglo I a.C., ya no debían tener muy claro muchos de los aspectos de las propias prácticas romanas. Dos posibles razones para ello: a) Por un lado, que aunque era posible marcar con precisión el pomoerium en las ciudades que se iban fundando, eso no era posible en las recién ocupadas, tal cual sucedió normalmente en la Hispania tardorrepublicana o, sobre todo, en el Mediterráneo Oriental, donde los romanos crearon muchas ciudades quizás, pero en cualquier caso muchas menos de las que ‘romanizaron’, adaptando a las pre-existentes. Ello implica, seguramente, una atribución directa del valor como pomoerium a las propias murallas de cada ciudad conquistada, valor que ha permanecido hasta muchos textos arqueológicos que podemos leer hoy en día. b) Por otro lado, la misma lógica de las comunidades de inicios de la república, con ciudades más o menos pequeñas (excepto Roma), quizás hizo posible el mantenimiento de esa área sacra. Sin embargo, un imperio que duró más de un milenio, con una enorme cantidad de vicisitudes en la mayor parte de sus ciudades (su capital incluida), hizo que seguramente el concepto de pomoerium evolucionara y que tuviera que referirse específicamente al de recinto amurallado, dado que las ciudades irían creciendo y menguando con el tiempo. Es posible que, incluso, esas nuevas murallas comportaran una nueva labor de los augures de delimitación de un nuevo pomoerium. 2.A.i.4. Estructuras periurbanas en la Hispania romana La lógica de la intervención urbanística romana, que entendía a la ciudad y al territorio en que se hallaba como un todo y que era también un sistema de jerarquización de las diversas partes que componían la población y sus campos, desde su centro (con sus amplios espacios sacros) hasta su pomoerium y desde éste hasta los límites con los territorios de otras ciudades cercanas, no podía ser que dejara un espacio tan próximo sin estructurar mínimamente... especialmente si, como en el caso de las necrópolis, se delimitaba para éstas un área desde el mismo instante de fundación de la ciudad. Sin embargo, no es menos cierto que la misma esencia marginal, en todas las culturas (incluso en las urbes actuales), de los espacios periféricos o fronterizos nos hace pensar que tal vez la definición de estos espacios viniera en general dada como respuesta a necesidades específicas más que a planteamientos globales. Una diferenciación debe hacerse por fuerza, aunque ello no es sencillo, y es que una cosa son las construcciones y espacios que obligatoriamente eran periurbanos y otros los elementos que podían serlo o no. Así, un puente en la entrada de una ciudad podía ser un elemento periurbano en la ciudad de Córdoba (pero también podría haberse hallado en el interior de una ciudad o en un punto alejado de las mismas sin que ello sea raro), sin embargo, según marca la tradición romana, determinadas construcciones o espacios sólo podían situarse fuera de las murallas o del pomoerium, no teniendo sentido para los romanos ubicarlas muy lejos, en mitad del ager, como podían ser las necrópolis urbanas o determinados templos. La práctica arqueológica, excepto en las necrópolis, demuestra que las prohibiciones basadas en la tradición no se respetaban por lo general en la mayor parte de las ciudades hispanorromanas, habiendo numerosos ejemplos de vulneraciones (como pasa con algunos templos de ciertos dioses, por ejemplo), de lo que se supone no debía estar entre los muros de un municipio o colonia.

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2.A.i.4.a. Trato a los espacios periurbanos en los estudios arqueológicos o históricos Como ya hemos señalado, tanto el mundo de la planificación urbana de las ciudades como el de la planificación agraria romana, ha sido objeto de muchos estudios, tanto en general como acerca de yacimientos o áreas concretas. Sin embargo, en todo este alud de estudios, no conocemos trabajos (aunque sin ninguna duda debe haberlos) sobre el urbanismo romano (entendido como una suma de conocimientos teóricos) que estudien la planificación y diseño de las estructuras periurbanas de sus ciudades durante la república o el imperio. Y ello es curioso, porque suele ser un mundo muy interesante, que de alguna manera nos habla acerca del espíritu de las autoridades locales del mundo romano, de su economía, de sus miedos y de sus necesidades. El tratamiento que se suele dar a los terrenos intermedios por parte de la mayor parte de autores que, de alguna manera, se han acercado al tema, suele ser de varios tipos: a) En publicaciones de resultados de trabajos arqueológicos en una de dichas zonas periurbanas. Suelen contener un breve estudio de las mismas en general, atendiendo a paralelos recogidos en otras publicaciones anteriores, pero sin ninguna finalidad sistemática. b) En estudios en concreto de grandes obras públicas (anfiteatros, acueductos), y de su relación con el centro urbano más próximo. c) En estudios acerca de las necrópolis (Vaquerizo, 2002). d) Estudios, pocos, de los sistemas defensivos más allá de las murallas. Pese a todo ello, no conocemos ningún trabajo en profundidad y sistemático que aborde de forma general estos espacios, defina sus usos, establezca tipologías y permita adentrarnos en consideraciones más generales. Si se observa el mundo funerario ampuritano se puede contemplar la enorme importancia que tuvo en la vida de esta ciudad (como en muchas otras) el tratamiento de dichas áreas, y como las mismas fueron evolucionando de modo paralelo al de sus estructuras urbanas y al de la ciudad en general. La dificultad estriba, posiblemente, en que si bien por urbanismo (como ya hemos dicho) podemos entender una práctica racional, teórica, basada en unos principios generales, mediante los cuales se trata de dar sentido a los núcleos urbanos o agrarios, es cierto que en este espacio alrededor de las ciudades no siempre se solía dar ello, ya que en general encontramos soluciones ad hoc, que surgen de necesidades específicas, que no atienden a reglas generales. Podríamos hablar que se trata de un urbanismo borroso, propio de un área marginal en el que las ciudades perdían este nombre. Por lo que hemos visto, la ocupación de ese espacio era fruto de obligaciones rituales (como el de disponer allí las áreas funerarias), por las necesidades del abastecimiento de la ciudad (acueductos) o por la expansión de la ciudad por carencia de espacios interiores para nuevas necesidades (creación de áreas industriales o de anfiteatros, circos, teatros o palestras). Seguramente, ante cada caso concreto, se procedía a la expropiación de los terrenos necesarios, y tras ‘recalificarlos’ se les daba el destino preciso. Y eso pasaba incluso con necrópolis en uso hasta hacía poco. No debía ser mucho más complicado la mayor parte de las veces, por lo que podemos documentar desde una perspectiva arqueológica. Al menos, no más que una recalificación de terrenos actual. Sin embargo, tal cual pasa ahora con el estudio de la periferia de las grandes ciudades actuales, se ve que hay ciertos patrones de distribución en estas áreas, según diversas características de las mismas basadas en la lógica geográfica e histórica. Así, un primer paso debía ser el tratar de entender que es lo que se podía encontrar (sin pretender el ser exhaustivo en el análisis) en estos espacios situados más allá de las puertas de la ciudad y ver la interrelación

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espacial y cronológica entre sus elementos. Lamentablemente, la falta de estudios hace que no sea posible en la mayor parte de casos ir mucho más lejos que conocer algo la distribución espacial de las edificaciones. Como es evidente, ello no será lo mismo en tiempos de paz que de guerra, siendo las estructuras externas en muchos casos creadas dentro de una cierta provisionalidad, que no entorpecerá la defensa de la ciudad si llega el caso. Pero, tal como podemos observar en la Hispania romana de tiempos de Augusto, la confianza en una cierta paz hizo que en muchos casos se desatendieran las preocupaciones defensivas, con murallas imponentes sólo para dar prestigio a las ciudades (Mierse, 1990), como pasaba en la propia Ampurias de tradición griega ya en el siglo II a.C. o en la romana de un par de siglos después, en aras de un cierto tipo de uso del terreno basado en las necesidades de una ciudad en crecimiento, que no se podía permitir continuamente el ir aumentando el perímetro de sus murallas. Comprender el porqué de la falta de estudios sistemáticos sobre estas áreas es relativamente sencillo, ya que nunca hubo ninguna especie de teoría general procedente de la tradición romana al respecto, como sí la hubo con relación a la ordenación agraria o urbana, que haya podido guiar los pasos de los historiadores o arqueólogos. Los problemas que se generaban con el desarrollo de la ciudad eran previstos, en primera instancia, mediante 41 unos espacios generosos y vacíos cuando éstas se fundaban y, posteriormente, se resolvían con los terrenos situados en las inmediaciones de sus murallas, sobre la base de las posibilidades económicas, sociales y militares de cada comunidad. Uno de los factores por los que se conoce que ciertas áreas estaban vacías es por el hecho de que ciertas construcciones (sin nada anterior en su base), que son datables en una época posterior a las murallas, se situaban en el lado interior de éstas (como pasa con el anfiteatro de Mérida —Álvarez, 1992: 12—). Es sintomático señalar como, en cambio, las necrópolis (las ocupaciones periurbanas romanas por antonomasia), sí que empezaban a funcionar desde el inicio de la ciudad más allá de las murallas, pese a haber en el interior espacios vacíos, como pasa en Ampurias con sus necrópolis romanas. Al crecer las necesidades de la ciudad, estas primeras necrópolis (que circundaban la ciudad desde sus primeros balbuceos) serán sacrificadas ante nuevos usos socialmente más prioritarios según las autoridades de la urbe (para el caso de Ampurias ver Vollmer y López Borgoñoz, 1997 y para Mérida, Álvarez, 1992: 12). Ello no paso, en general, en Ampurias, salvo en el caso de la amortización de algunas necrópolis griegas situadas entre las ciudades de origen griego y la romana. Debe señalarse que, dado que la ubicación de necrópolis alrededor de las ciudades se puede observar con gran facilidad en un gran número de yacimientos por todo el mundo romano y dado que las áreas ya eran reservadas y empezaban a funcionar justo en el inicio de las ciudades (pese a no estar estas ‘acabadas’ del todo), deberemos concluir que sí existía en la mentalidad romana un tratamiento diferenciado entre el área urbana, el área periurbana (necrópolis) y el ager (debido a que eran espacios cuya función social y económica era diferente desde el principio), los tres estaban sujetos a una planificación teórica en cuanto a su ubicación concreta (no era al azar su situación, aunque podía ser modificada según las circunstancias) y los tres padecían una serie de modificaciones diferenciadas en el tiempo.

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Cabe recordar las dificultades, ya olvidadas en la actualidad, de lo que debía significar el vivir en recintos urbanos acotados por unas murallas. Si bien es cierto que en el momento de la construcción de las ciudades ya se reservaban espacios vacíos para el futuro, dentro de las murallas (para Ampurias ver Aquilué, Mar, Nolla, Ruiz de Arbulo y Sanmartí, 1984 y Mar y Ruiz de Arbulo, 1993; para Mérida, ver Álvarez, 1992: 12), no es menos cierto que en muchos casos estas murallas servían de auténtico corsé, que impedía un desarrollo urbano como hoy lo entendemos.

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Como siempre, se hace difícil el establecer una tipología de usos, pero lo creemos importante. Haremos aquí, por ello, un primer intento de sistematización, que no pretende ser completo, sino meramente aproximativo a una cuestión que entendemos deberá ser estudiada de una manera más completa en el futuro. a) El uso defensivo de las áreas periurbanas. b) Actividades sacras y funerarias más allá de las murallas. c) Espacios lúdicos y de entretenimiento. d) Usos industriales y artesanales de los espacios exteriores de las ciudades. e) El espacio exterior de la ciudad como área de asentamiento de nuevos moradores o de campamentos militares. f) Infraestructuras públicas de abastecimiento, limpieza o acceso a las ciudades. g) Estructuras portuarias (no serán tratadas en este trabajo). h) Villas suburbanas (no serán tratadas en este trabajo).

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2.A.ii. RITUALES FUNERARIOS ROMANOS La complejidad del mundo ritual, en cualquier cultura, hace que sea complicado acercarse a dicho tema si no se hace con mucho cuidado, acotando bien el terreno que se pretende tratar. Como más tarde veremos, al hablar del cambio en la Roma altoimperial del ritual de enterramiento basado en la incineración al basado en la inhumación, el mismo Virgilio, según señalaba Bayet (1971: 366), desfiguraba en obras suyas, como la misma Eneida, el sentido de algunos de los ritos ancestrales romanos más comunes y respetados. Es por ello que debemos señalar, de entrada, que en este breve capítulo no trataremos de lo que podemos entrever de los rituales funerarios por lo que nos ha llegado por el estudio arqueológico de las necrópolis, ya que eso lo veremos luego al estudiar los cementerios ampuritanos, sino el resultado de lo que las fuentes escritas nos indican acerca de las costumbres en la forma de tratar el hecho de la muerte (con algún acercamiento al mundo de la arqueología cuando lo creamos necesario), que luego nos servirá para entender mejor los rituales funerarios de Ampurias, tal como parecen entreverse por los resultados de las excavaciones de sus necrópolis. Tampoco vamos a hablar aquí de las variaciones de esos rituales a lo largo de los mil años de la existencia de Roma por toda la amplísima geografía que llegó a dominar, con una gran cantidad de diferentes culturas bajo su mandato, cada una de ellas con diferentes grados de integración en sus distintas clases y grupos sociales, desde el oriente helenístico hasta el occidente céltico o ibérico, desde los ricos hasta los pobres, desde unas creencias en la otra vida en partes del oriente a las creencias sobre los mismos temas en otros lugares de occidente. Sólo nos acercaremos a lo que se recoge en la mayoría de los textos escritos en alusión a las prácticas seguidas en Roma —o por los ciudadanos romanos— por la familia de los difuntos o de las difuntas desde el fallecimiento de éstos o éstas hasta su ubicación en la tumba. En general, el ritual será el usado desde fines de la República hasta los flavios. Sin embargo, debe hacerse notar que desde las fuentes no romanas más antiguas que estudian este tema a las que hemos tenido acceso (como Guasco, 1756 o Smith, 1875: 558-562), a las más modernas (Toynbee, 1971; Prieur, 1986; Vaquerizo, 2002), suelen intercalar en su explicación del ritual funerario elementos sacados de épocas muy distintas y dispares, desde la Ley de las XII Tablas al Digesto, pasando por numerosos autores clásicos romanos, que vivieron y escribieron en momentos diferentes, ya fuera bajo la república tardía, el alto imperio o el bajo imperio, ya fuera bajo un rito de incineración o uno de inhumación, lo cual hace que nos temamos que en muchos momentos, sumemos peras con manzanas, ya que el ritual no pudo durar tanto tiempo en todos sus aspectos. También trataremos de modo breve el cambio de ritual de la incineración y a la inhumación (y otras variaciones coetáneas) en otro capítulo independiente más adelante (capítulo 2.D, dedicado a las las variaciones altoimperiales en el ritual funerario romano). Sin duda, el ritual funerario completo que mencionamos, sólo era accesible a las clases más altas o, como mucho, a las medias altas, pese a ello, no trataremos de olvidar la cita, cuando ello nos sea posible, de algún apunte, aunque sea breve, sobre los entierros de los miembros de otras clases ni de otras épocas, precedentes o posteriores. La atención de las fuentes para con los usos funerarios de los pobres, es sumamente escasa, y si sabemos algo de los rituales usados en estos enterramientos es básicamente por la arqueología.

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2.A.ii.1. Los romanos ante la muerte En el mundo romano el fallecimiento de un individuo implicaba el respeto de unas ceremonias funerarias, diferentes según la clase social del difunto, que venían marcadas por unos determinados deberes religiosos, además de por una serie de complejas prácticas sociales y de supersticiones variadas, marcadas muchas veces por costumbres locales, fruto de la supervivencia de tradiciones prerromanas o de variables locales. En principio, un cuerpo privado de vida era considerado impuro (funesto) y todo aquello que lo tocaba (ya fueran personas, cosas o lugares) se contaminaba, debiendo ser posteriormente purificado. La casa donde alguien moría, así como todos aquellos que la habitaban, pasaban a ostentar la categoría de funesta y permanecía con la misma ‘marca’ hasta el momento de la sepultura. A los funerales se les solía denominar como funera justa o exequiae (Smith, 1875: 558-562), aplicándose el último término generalmente al cortejo o procesión fúnebre (pompa funebris). Hubo dos tipos de funerales, los públicos y los privados. •

A los primeros se les conocía como funus publicum (Tacit. Ann. VI.11) o indictivum. La gente de la ciudad era invitada a asistir a los mismos mediante un heraldo, como luego veremos al examinar los pasos que se seguían por los familiares o allegados tras la muerte de un familiar o conocido (Festus, s.v.; Cic. de Leg. II.24 y Tac. Ann. VI, 11, citado por Rich, 1890). Eran muy solemnes y se celebraban de día



Los funerales privados se conocían como funus tacitum (Ovid, Trist. I.3.22), translatitium (Suet. Ner. 33) o plebeium, nombre que ya nos indica algo sobre la clase de las personas a las que solía estar reservado y qué imagen se tenía del mismo dentro de la sociedad romana. No tenían ningún tipo de pompa (Rich, 1890).

Los ciudadanos romanos previsores, guardaban una cierta cantidad de dinero destinada para pagar los costes de su entierro y del funeral, así como el de algunos allegados o allegadas próximos. Si alguien no había reservado ninguna suma en especial para ello, ni había nombrado a nadie para que se lo pagara ni tenía a nadie que lo enterrara, este deber recaía sobre las personas que habían heredado sus propiedades o bienes, y, si moría sin haber hecho testamento (por lo que no había una transmisión de sus propiedades por ese medio a nadie), el deber y coste de enterrarlo debía ser asumido por sus familiares o amigos según fuera su orden de sucesión en el acceso a las propiedades del difunto (Dig. 11 tit. 7 s12). Los gastos del funeral eran en esos casos decididos por un árbitro de acuerdo con las propiedades y rango del difunto (Dig. l.c.), siendo arbitria la palabra usada para mencionar los costes de los funerales (Smith, 1875: 558562). 2.A.ii.2. Los espíritus familiares Cosas diferentes eran en un funeral el trato dado al cuerpo o al espíritu del fallecido. Al actuar sobre el cadáver, en realidad se trataba de ‘beneficiar’ al ‘alma’ y de que ésta no se volviera contra los familiares por impiedad. En Roma se creía que, al contrario que el cuerpo, el alma del difunto seguía viviendo bajo tierra, asumiendo la forma de una especie de divinidad: los llamados manes. Cada familia tenía sus manes, a lo cuales se confiaba la tutela de la tumba, de los cuales procede la fórmula abreviada presente en las inscripciones funerarias D. M. (Dis Manibus). Estos espíritus, generalmente apacibles y bondadosos, podían llegar a ser funestos en el caso de que la tumba fuera profanada. Por el contrario, los lemures o larvae eran los espíritus malvados de los difuntos que, no habiendo sido sepultados y no pudiendo por ello entrar en el Averno, vagaban asustando a los familiares, los cuales para aplacarlos, estaban obligados a complicados ritos expiatorios como: “levantarse a medianoche, haciendo

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señales de conjuro con las manos, y después lavárselas y lanzar a tierra habas negras por encima de los hombros, hacia atrás, recitando una fórmulas rituales que se debía repetir nueve veces; lavarse después nuevamente las manos, golpear por encima una copa de cobre, invitando al espíritu a salir de la casa, repitiendo la invitación nueve veces en voz alta” (Ovidio, Fast. V 429). Por lo que vemos, no debía ser nada cómodo... En el caso en que el cadáver del pariente no se hubiera podido enterrar entre los miembros de la familia, se 42 levantaba en su honor una tumba vacía (cenotaphium ) para protegerlo de los espíritus malvados. Al principio, para satisfacer con sangre a los manes del difunto, se dice en alguna fuente clásica que se habían practicado sacrificios humanos durante el funeral, pero no queda claro que esto fuera así en realidad, salvo de forma muy excepcional. Sí que parece ser que muy pronto se impuso esa práctica de verter su sangre durante un funeral a los prisioneros de guerra o a los esclavos, que tras un breve adiestramiento combatían entre ellos. Los primeros testimonios gráficos de estas prácticas, que con el tiempo dieron lugar a las luchas de gladiadores, proceden de algunos frescos de tumbas oscosamnitas del siglo IV a.C. descubiertas en las regiones italianas de Campania y Lucania. Este rito de combate, que se usó también en la zona de Etruria y desde donde quizás pasó luego al Lacio, fue introducido en Roma en el siglo III a.C. La frecuencia y majestuosidad que asumieron con el tiempo estos espectáculos suscitaron tal entusiasmo entre los romanos que introdujeron las luchas de gladiadores (munera) privadas ya del significado original, entre las ceremonias públicas y entre los espectáculos públicos (Ville, 1981). 2.A.ii.3. El momento del fallecimiento Señala Guasco (1758: 107) sobre los ritos religiosos que acompañaban al tratamiento de los difuntos y de su sepultura que, curiosamente, los romanos no tenían (o al menos no nos han llegado) ritos y plegarias particulares para facilitar los últimos momentos de las personas expuestas al trance de morir, preparándolas para el tránsito, tratando de purificar su alma o pidiendo para los moribundos o moribundas la protección de los dioses, pese a que la religión romana intervenía muchísimo en la vida de todo el mundo, consagrándose a algún dios todos y cada uno de los momentos más importantes de la vida de todos los hombres y mujeres de la antigua Roma. Según parece, el enfermo próximo a morir era puesto con sumo cuidado sobre la tierra misma, mientras que su familiar presente más cercano trataba de recoger entre sus propios labios, casi como en un beso, su último 43 suspiro . También su anillo era sacado de su dedo (Suetonio, Tib., 73; Smith, 1875: 558-562). Tras expirar el moribundo, su pariente más cercano cerraba con cuidado sus ojos y labios (Virg. Aen. IX, 487; Lucano, III, 740), y comenzaba a llamarlo a gritos por su nombre, junto con todos los presentes (conclamatio o inclamatio), proclamando lo que tenía o valía (Ovidio, Trist. iii. 3. 43, Met. x.62, Fast. iv. 852; Catull. ci. 10). Tal rito pasó, de alguna manera, a la iglesia católica, y aún hoy cuando muere un Papa en Roma es llamado en voz alta por su nombre tres veces.

Un cenotafio (del griego κενοταφιον, sepulcro vacío) era una tumba vacía u honoraria, erigida en memoria de una persona cuyo cuerpo hubiera sido enterrado en otro sitio lejano o al que no se hubiera podido enterrar por cualquier causa (comp. Thuc. ii. 34; Virg. Aen. iii.303). Los cenotaphia eran considerados monumentos religiosos, y, por lo tanto divini juris (res era en Roma el nombre en general para cualquier cosa que fuera objeto de un acto jurídico, su principal división era en res divini juris, y res humani juris: las primeras eran aquellas adecuadas a los propósitos religiosos, a saber, res sacrae, sanctae, religiosae y siempre y cuando tuvieran ese carácter, no podían ser objeto de propiedad de nadie, y las res humanis iuris eran el resto de las cosas que pueden ser los objetos de propiedad y se dividían en res públicae y res privatae) hasta un rescripto de los emperadores Antonino y Vero en los que se indicaba que a partir de entonces ello ya no sería así (Smith, 1875, recogiendo una cita de Heinec. Ant. Rom. ii.1) 43 “Y si anda errante aún su último aliento, con mi boca lo he de recoger” Virg. Aen. IV. 684-685; Cic. Verr. V. 45.

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Además de lo anterior, se acostumbraba a mover unas campanitas (tintinnabula), para evitar que el cadáver fuera contaminado por espíritus malignos durante su viaje al Arverno. Alguna de ellas ha sido encontrada en los ajuares de las tumbas republicanas en Ampurias. 2.A.ii.4. Las empresas fúnebres A los empresarios de pompas fúnebres (libitinarii -en griego κτεριστεσ), que por lo general eran libertos, les correspondía organizar el funeral. Éste podía ser suntuoso y público (indicticum) o modesto y privado (plebeium, vulgare), según las posibilidades económicas de la familia. 44

Los libitinarii se llamaban así, según cuenta la tradición, debido a que habitaban en Roma cerca del templo de 45 Venus Libitina (una divinidad asociada a los cultos funerarios) , En aquella misma zona de Roma, además, 46 estaban a la venta todos los objetos y cosas que se requerían para un funeral . Es por ello que había expresiones como ‘vitare Libitinam’ o ‘evadere Libitinam’ que se usaban en el sentido de escaparse a la muerte (Hor. Carm. iii. 30.6; Juv. xii. 122). En dicho templo había un registro (ratio, ephemeris) de aquellos que morían, y se pagaba una pequeña suma para el registro de sus nombres (Suet. Ner. 39; Dionys. Ant. Rom. iv 15; Smith, 1875: 558-562 y Spadoni, 2003). Las empresas de pompas fúnebres disponían de un nutrido número de trabajadores ‘especializados’ en tareas diversas, normalmente esclavos o libertos. Tales actividades, a pesar de que eran muy bien pagadas al propietario de las empresas, eran detestadas hasta el punto que ejercerlas comportaba una serie de limitaciones en los derechos civiles de los que las ejercían. 2.A.ii.5. La exposición del difunto Los ritos tras la defunción variaban según las posibilidades económicas de la familia. No era (ni nunca lo ha sido) igual ser rico que pobre, ni antes ni justo tras la muerte (luego, con los años y años, más o menos sí). 47

Las exsequiae u honras fúnebres se componían de una larga serie de pasos y ritos, mejor conocidos en el caso de los grandes personajes, en los que sus exequias solían ser explicadas con algún detalle por muchos autores, que en el caso de las más pobres. De éstas últimas en muchos casos sólo nos es posible hacer deducciones indirectas, en base a lo que se puede entender en textos literarios. Las familias más acomodadas se servían del trabajo de enterradores o sepultureros esclavos (pollinctores Varro y Plaut. ap. Non. s.v. ; Mart. X, 97 ; Ulp. Dig. 14, 3, 5, citado por Rich, 1890) —cuyos propietarios eran los libitinarii— para preparar al difunto para la exposición pública. Los pollinctores eran los encargados de lavarlo con agua caliente y de untarlo con aceites, ungüentos y perfumes, con los que se trataba de retrasar algo la descomposición y paliar sus efectos olfativos. También vestían al cadáver con el mejor traje que el fallecido había usado en vida y se le ponían diversos tipos de joyas u ornamentos (si era mujer, guirnaldas de flores y joyas en general, y si era un hombre, una toga y su sello) (Spadoni, 2003 y Smith, 1875: 558-562). A veces se ponía una moneda en la boca del difunto, el llamado ‘óbolo de Caronte’, por el nombre del barquero del Hades, que era el precio que el alma (o espíritu, mejor) del muerto le debía pagar a éste (Juv. III. 267) para que se la llevara en su barca para hacer el trayecto hasta el mundo de ultratumba (Smith, 1875: 558-562). El cuerpo se dejaba en un lecho fúnebre en el atrio de la casa, con los pies hacia la puerta. Junto al cadáver, se encendían candelabros y lucernas, se depositaban flores y se quemaba incienso. Si los difuntos habían recibido una corona en su vida como recompensa por su valor, ésta ahora les era puesta sobre su cabeza (Cic. De Leg. ii. 24), cubriéndose el lecho fúnebre —en el cual yacían en ocasiones— con hojas y flores. 44

Los libitinarii o propietarios de las empresas de pompas funebres eran llamados por los griegos νεκροθάπται (Dig. 14 tit. 3 s5 § 8). En el Digesto, 14, 3, 5, 8 se indica que “Idem ait, si libitinarius servum pollinctorem habuerit isque mortuum spoliaverit, dandam in eum quasi institoriam actionem, quamvis et furti et iniuriarum actio competerte”. 45 Cf. Vida de Numa, xii 67 E; Dionisio de Halicarnaso, Ant. Rom., iv.15.5; Varro, De Lingua Latina, vi 47. 46 Senec. De Benef. vi.38; Plut. Quaest. Rom. 23; “ne liberorum quidem funeribus Libitina sufficiebat” en Liv. xli.21; Plut. Num. 12. 47 Rich, 1890: 270 cita como base para entenderlas los textos de Tac. Hist. IV, 62; Cic. Mil. 13; Quint. 15 y Suet. Tib. 32).

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Las mujeres (y ocasionalmente las plañideras profesionales contratadas) alternaban los cantos de nenias (o naeniae, que eran cantos fúnebres que se hacían en alabanza del muerto) y lamentos, con gritos y gestos descompuestos de dolor. Los ciudadanos normales se vestían para acompañar al muerto con una toga blanca y los magistrados con su 48 vestimenta oficial . En señal de luto se ponían ramas de abeto o ciprés (más frecuentemente éstas últimas, según parece) delante 49 de la casa, si el muerto era una persona acomodada , siendo además apagado el fuego del hogar. 50

La duración de la exposición, que oscilaba en las élites entre tres días y un máximo de siete , era proporcional a la importancia alcanzada por el muerto en vida o a la categoría de la familia a la que pertenecía. El tiempo de permanencia en el atrio del cuerpo del difunto era el necesario para que la familia próxima (y el propio fallecido, según se mire) pudiera recibir la visita, el homenaje y el pésame del resto de familiares, así como de sus amigos, clientes y personas relacionadas. Para minimizar los problemas de alteración y corrupción el cadáver, cuando la fama del personaje era tal que exigía un largo tiempo de exposición pública, durante su preparación previa se practicaba una embalsamamiento mínimo del cuerpo sin vida, y sobre su cara se ponía una máscara de cera, obtenida a partir de un calco de yeso obtenido de dicha cara inmediatamente después de la defunción del personaje. El embalsamamiento completo, rito fúnebre de origen oriental, fue muy raro mientras predominó el ritual de la incineración (el caso de Popea se hizo muy conocido por lo excepcional), pasando a ser más frecuente en los siglos IV y V d.C. mientras se iba afirmando la inhumación. Lo más frecuente, claro está, y lo que solemos encontrar en la mayoría de enterramientos por todo el Imperio Romano, es que los difuntos que pertenecían a la inmensísima mayoría de los habitantes del imperio (que se correspondían con familias pobres o de clase media baja) eran cubiertos habitualmente por un simple sudario y la duración de su exposición era muy breve (de haberla) especialmente en verano. En esos casos, el mismo día de la muerte del fallecido o fallecida, casi sin tiempo para la exposición física del cadáver, tenían lugar habitualmente los funerales (Maurin, 1984: 193 y ss). 2.A.ii.6. El cortejo fúnebre El cadáver, en las familias más nobles, normalmente era sacado de la casa (efferebatur) tras la fase de exposición de los restos sin vida en el atrio. Entre la gente adinerada, el ceremonial público (que entre los miembros de las clases más altas era el más frecuentemente utilizado) se desarrollaba de forma sumamente solemne. Las exsequiae (y todo el ritual) estaban muy protocolizadas, y preveían el anuncio de las mismas mediante la lectura de una especie de bando por un heraldo o persona encargada de ello, en el que se anunciaba los detalles de las mismas para permitir a aquellos que querían intervenir en el cortejo fúnebre conocer la hora y lugar de reunión para la salida. El orden de la procesión del funeral era regulado por una persona llamada dissignator, designator o dominus

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Juv. Sat. iii.172; Liv. xxxiv.7; Suet. Ner. 50. Lucano Belli Civilis iii.442; Hor. Carm. ii.14.23 escribe que “Linquenda tellus et domus et placens uxor, neque harum quas colis arborum te praeter inuisas cupressos ulla breuem dominum sequetur”. Spadoni, 2003 y Smith, 1875: 558-562. 50 Algunos autores señalan como en ocasiones el cortejo fúnebre partía al octavo día tras la muerte del difunto (Serv. ad Virg. Aen. v.64). 49

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funeris , que era esperado fuera por esclavos que portaban haces de lictores y vestidos de negro para la 52 ocasión . Ellos iban delante del corteje fúnebre, abriendo la marcha. Tras ellos, el cortejo fúnebre era precedido también por músicos que tocaban instrumentos de varios tipos, algunos de ellos más o menos específicos para estas ceremonias. Así, de viento, se usaban las tibias -ó53 (tibia longa, que era una flauta larga usada en ceremonias solemnes ), flautas, cuernos y tubas (como los cornicines —que tocaban los cuernos, instrumento musical— o los siticines) que, con acordes tristes (Cici. Ibid. ii.23; Gell. xx.2). Después venían las plañideras, llamadas praeficae, a quienes se pagaba por emitir lamentos fúnebres (lessus) y cantar las mismas canciones funerarias (naeniae) en alabanza del muerto que también se habían cantado durante su exposición en el atrio de su casa (Rich, 1890: 270). Mientras iban caminando, algunas se arrancaban incluso los cabellos para representar públicamente el dolor de la pérdida. Éstas últimas a veces eran seguidas por otros músicos y bufones, como los scurrae —bufones— o histriones — mimos—. Entre estos últimos, uno, llamado archimimus, era el histrión principal y representaba al fallecido, e imitaba sus palabras y acciones, vestido con sus ropas o con un vestuario similar (Suet. Vesp. 19 y Rich, 271). Después venían los esclavos a los que el muerto había liberado, llevando el pileo, símbolo de su libertad (los pilleati eran aquellos que podían llevar pilleus o pileo, que era un gorro o casquete de lana, como una especie de gorro frigio que se ponían en su cabeza los esclavos manumitidos, y que usaban los ciudadanos en señal de libertad en algunas fiestas, como las saturnales, entre otras); el número de los cuales ocasionalmente era muy grande, dado que el difunto amo a veces liberaba tras su muerte, en su testamento, a todos sus esclavos, para añadir pompa a su funeral (Dionys. iv.24; compare Liv. xxxviii.55) (Smith, 1875: 559). En ocasiones también se hallaba al inicio de la procesión al llamado victimario (victimarius), que posteriormente debía matar alrededor de la hoguera funeraria a los animales favoritos del difunto (como sus caballos, perros, etc.) (Rich, 1890: 270). Delante del féretro, en los casos más ilustres, desfilaban las máscaras en cera (imago) de los antepasados ya fallecidos, cuando la familia disponía de las mismas (funus gentilitium -Rich, 1890: 307-, dedicado a las grandes figuras del Imperio o de la República). Ya hemos visto que se obtenían de sus caras inmediatamente tras su muerte y se guardaban con mucho cuidado en cada casa, en espacios expresamente preparados para ello (debía ser curioso ver en las casas más nobles el espacio dedicado a las mismas). Las personas que las portaban desfilaban vestidas con la ropa de aquellos a los que representaban (Polyb. vi.53; Plin. Historia Naturalis xxxv.2) y, de haberlas obtenido, también se transportaban por delante del cadáver las coronas o recompensas militares que habían ganado en vida (Cic. de Leg. ii.24), como las coronae (coronas), phalerae (adornos -placas brillantes de metal- que servían como condecoración militar), torques, etc. (Rich, 1890: 270). A continuación venía el cadáver, con el rostro descubierto, que era era transportado a hombros o en andas (que aún hoy en español sirve para designar un féretro o caja con varas, en el que se lleva a enterrar a los muertos) en el interior de un ataúd o lecho funerario al cual normalmente se le designaba con los nombres de feretrum (Varro, de Ling. Lat. v.166), capulus (Festus, s.v.) o funebris lectica (Rich, 1890: 270). En ocasiones el féretro iba bajo una especie de palio o baldaquín. Los lechos fúnebres en los que los cadáveres de los ricos eran portados estaban hechos, a veces, de marfil, y se cubrían con oro y púrpura (Suet. Jul. 84). Eran transportados a menudo sobre los hombros de sus parientes 51

Los dissignatores eran los encargados de pompas fúnebres que organizaban el cortejo que acompañaba al féretro desde el lugar donde había estado expuesto hasta el emplazamiento elegido por los parientes para la sepultura (Rich, 1890: 270). 52 Donat. ad Ter. Adelph. i.2.7; Cic. de Leg. ii.24; Hor. Ep. i.7.6 y Smith, 1875: 558-562. Rich 1890: 271, cita a Hor. Ep. I, 7, 6; Donat. ad Ter. Adelph. I, 2, 7; Senec. de Benef. VI, 38. 53 Estaban hechas de huesos de tibias de animales diversos (de ahí el nombre), o de cañas, madera, cuerno, metal, etc. La flauta larga se empleaba también en los templos durante los sacrificios, para conseguir el efecto de una música potente y solmene en el momento de las libaciones (Mario Victorino, I, 2478, citado por Rich 1890: 270).

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más próximos (Valer. Max. vii.1 §1; Hor. Sat. ii.8.), y a veces sobre los de sus libertos (Person. iii.106). Julio Cesar fue transportado tras su muerte por magistrados (Suet. Jul. 84), y Augusto por senadores (Suet. Aug. 100; Tacit. Ann. i.8). Los cadáveres de los ciudadanos de las clases más bajas y de los esclavos (o de los delincuentes) eran 54 transportados sobre un tipo común de ataúd sencillo de madera, como una caja alargada, llamado sandapila , que eran transportados por porteadores llamados con los nombres de vespae o vespillones (Suet. Dom. 17; Mart. i.31.48 y Rich, 1890: 722), que era como se conocían a los enterradores de los cadáveres de los pobres (y también, curiosamente a los violadores de sepulturas) debido a que, según Festus (s. v.), transportaban los cadáveres al anochecer (vesper o vespertino tempore). Los parientes del fallecido, en el cortejo fúnebre, caminaban tras el cadáver, como ahora, en señal de duelo; los hijos con sus cabezas tapadas por un velo y las hijas con sus cabezas sin velo y su cabello desarreglado y despeinado, contrariamente a lo que era la costumbre normal de vestuario en hijos e hijas (Plut. Quaest. Rom. 14). Los hombres, a menudo, prorrumpían en grandes lamentaciones en voz alta, y las mujeres se golpeaban el 55 pecho, cayendo abundantes lágrimas por sus mejillas, pese a estar ello prohibido en la Ley de las XII Tablas . Iban vestidas de negro con los cabellos sueltos y sin ornamentos, y hacían patente su dolor con gestos de desesperación pudiendo llegar, incluso, ellas también (como hacían las plañideras) a arrancarse partes de su pelo y destrozar sus vestidos. En la ciudad de Roma, si el muerto pertenecía a un linaje ilustre, el cortejo funerario atravesaba el Foro Romano (Dionys. iv.40), y se detenía ante los rostra, donde, delante del cadáver, un pariente o una 56 personalidad pronunciaba un elogio fúnebre o laudatio en alabanza del difunto . Probablemente, algo similar debía suceder en el resto de ciudades del imperio en el entierro de sus ciudadanos más ilustres (a ojos de las autoridades) tras su muerte, pasando la comitiva por el foro de la ciudad antes de ir al lugar de entierro. Esta práctica era muy antigua y, según algunos autores, el que primero la introdujo fue Publio Valerio Publicola (muerto en el 503 a.C.), quien pronunció una oración funeraria en honor de Lucio Junio Bruto (Plut. Public. 9; Dionys. v.17), que había sido su colega de consulado en el primer año de la república romana (509 a.C.). Las 57 mujeres también eran honradas con oraciones fúnebres . En Roma, el cadáver era transportado después desde el Foro hasta su lugar de incineración o enterramiento 58 fuera de la ciudad, como ya hemos visto . Dado el carácter funesto del cadáver, al principio los enterramientos -como ya hemos indicado en un apartado anterior- muchas veces eran de noche, con antorchas. Parece ser que, de hecho, el término funerario (de funus) deriva directamente del término antorcha (funale), dado que ellas iluminaban el recorrido, así como por la estopa (funis) que ardía en el interior de la cera o del sebo, aunque quizás se trate de una etimología popular, que haya hecho nacer un mito sobre el origen Este rito nocturno a la larga sólo fue usado por los pobres o las clases medias bajas (en los funerales conocidos 59 60 como funus plebeium, translatitium o tacitum ) y para los niños (funus acerbum) .

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Mart. ii.81, viii.75.14; Juv. viii.175; vilis arca, Hor. Sat. i.8.9, y Rich: 1890: 390. 'Mulieres genas ne radunto' —Cic. de Leg. ii.23, 59—. 56 Dionys. v.17; Cic. pro Mil. 13, de Orat. ii.84; Suet. Jul. 84, Suet. Aug. 100. 57 Cic. de Orat. ii.11; Suet. Jul. 26, Suet. Cal. 10. 58 Ver nota 38, Ley XII Tablas. 59 Suet. Nero, 33; Ovid. Trist. I, 3, 22, citado por Rich, 1890: 307, que al hablar de las exsequiae u honras fúnebres comenta que eran en el caso de las familias pobres o de clase media baja por la noche. 60 Maurin, 1984: 194 y ss; Scheid, 1984: 123-127 y Pellegrino, 1998: 13-15. 55

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Cerraban el cortejo unas personas, esclavos por lo general, que portaban una especie de carteles, en los que se recordaban los títulos y gestas del difunto. A pesar de que la ceremonia fúnebre era un momento de gran dramatismo, preveía, a veces, la participación en el cortejo también de otros mimos y bailarines que acostumbraban a bailar y cantar en honor al muerto, rehaciendo los versos y narrando de manera burlesca las acciones que le habían sido habituales en vida. 2.A.ii.7. El lugar de sepultura 61 Como ya hemos visto antes, la Ley de las XII Tablas imponía que en el interior del pomoerium no se inhumara ni se incinerase ningún cadáver, pesando en esa obligación —sin duda— motivos higiénicos y sanitarios ya desde antiguo. Ello fue así siempre excepto en casos muy concretos debido a méritos muy especiales para las autoridades. Por ello, el lugar habitual de las sepulturas estaba fuera de las ciudades, a lo largo de las carreteras, convertidas en los alrededores de las urbes en auténticas vías mortuorias (gräberstrassen, Roth Conges, 1990), tal como hoy podemos observar en torno a la mayor parte de ciudades romanas por todo el Mediterráneo, tanto el oriental como el occidental, como se ve en la necrópolis de Ostia Antica (cerca de Roma). En la misma Hispania se acredita en ciudades como Ampurias, Barcino, Tarraco o cualquiera otra. Las tumbas, dada su ubicación junto a las vías, expuestas a los viandantes y viajeros en general, y no en un ámbito de acceso restringido como el actual, entre muros, contenían en su epigrafía muchas veces un cierto sentido de invitación a la reflexión al que pasaba por dichas vías sobre la muerte o la gloria del fallecido de una forma mucho más acentuada de lo que se ve en las tumbas actuales. Esa costumbre de enterramientos más allá de las murallas y ese sentido público de las mismas, acabó en el Bajo Imperio, cuando se empezó a extender la llamada inhumatio ad sanctos, que hacía que se valorase el entierro cerca de reliquias, capillas o santuarios de santos, aunque se hallaran en el interior de ciudades, con un carácter más privado de las mismas y dedicándolas primordialmente a la salvación del alma del difunto. Si, dadas las circunstancias económicas de la persona muerta, la sepultura no era privada de dicha persona o de su familia, y era una que servía como lugar de enterramiento de mucha gente (hombres) diferentes, se conocía a dicha sepultura como polyandrion (del griego πολυανδριον) (Ael. V.H. XII, 21 ; Arnob. VI, 6 ; Inscript. ap. Pitisc. s.v., citado por Rich, 1890: 752). El lugar donde se enterraban los cuerpos de los niños y niñas a los que por su edad aún no les habían salido los dientes se llamaba subgrundarium, y eran inhumados, nunca incinerados (Fulgent. s.v. ; cf Plin. H.N. VII, 15 ; Juv. XV, 139, citado por Rich, 1890: 627). 2.A.ii.8. La cremación El rito fúnebre de la incineración y el de la inhumación se usaban en el Lacio desde la antigüedad. Sin embargo, el de la incineración prevaleció como rito durante toda la época republicana y en la primera fase imperial. La arqueología nos habla de la extensión de la práctica de la incineración entre los romanos durante toda la república, con un uso de la inhumación excepcional. Luego varió, pasando las incineraciones a convertirse en muy raras hasta desaparecer. Después trataremos las circunstancias del cambio de un rito a otro a finales del Alto Imperio. Sin embargo, según Plinio, durante los inicios de la república, la inhumación era frecuente entre los romanos (H. N. VII.55), siendo el uso amplio de la incineración algo posterior, así como su extensión a todas las capas sociales. De hecho, parece ser que no llegó la costumbre hasta algunas familias de las élites romanas hasta los inicios del siglo I a.C. El famoso político y militar Cayo Mario (157 a.C.-86 a.C.), por ejemplo, parece ser que fue enterrado y Lucio Cornelio Sila (138 a.C.-78 a.C.) fue el primero de la gens Cornelia en ser incinerado, lo cual se 62 hizo en una gran pira en el Campo de Marte, dentro del pomoerio . 61 62

Ver Apartado 2.A.i.2 El pomoerium como zona límite, nota 38. Plutarco, Vida de Sila, XXXVII; Cic. ib. ii.22, Smith,1875: 559.

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Si la familia tenía los recursos necesarios para ello, la cremación del fallecido podía tener lugar directamente en la misma fosa donde después se le daba sepultura, haciendo arder maderas bajo el cadáver y bajo el ajuar depositado a su alrededor o sobre él (bustum). A veces, la incineración se realizaba en un lugar común que era común para muchos, en un determinado espacio mortuorio, que se llamaba ustrinum. La pira se apilaba en el interior de dicho espacio, siendo el cadáver quemado allí mismo (solía ser la solución para las personas menos adineradas, que no podían pagar el espacio para unir tumba y lugar de cremación -Rich, 1890: 711). Tras la cremación, los restos del difunto eran recogidos y llevados hasta su sepultura definitiva por sus familiares o amigos más próximos. El ustor (νεκροκαúστνσ), era el enterrador encargado de poner el cadáver sobre la pira y de quemarlo (Mart, iii, 93, citado en Rich, 1890: 711). No era un trabajo socialmente muy valorado, sino al contrario. A veces, para separar los huesos del difunto de los restos que quedaban en el interior del ustrinum como resultado de cremaciones anteriores (o bien de objetos depositados en piras anteriores), se envolvía al muerto antes de la cremación en una especie de tela algo resistente al calor, de un material similar al amianto (Spadoni, 2003: 26), para tratar al máximo de que los restos del fallecido no se mezclaran con los de otros. Cuando el cuerpo ya estaba carbonizado, se apagaba el fuego con agua y vino, y un par de días después (Spadoni, 2003: 26), los huesos quemados eran recogidos por sus parientes más cercanos que, tras lavarlos con 63 64 leche y miel , y rociarlos con perfumes , los depositaban en el interior de una urna sobre la que en seguida se 65 lanzaba tierra tras cerrarla con el fin de evitar que la familia se volviera funesta . La urna después se enterraba o se depositaba en el sepulcro de la familia (cuando ésta tenía uno). En el caso de linajes con mucha riqueza, la majestuosidad del monumento permitía hospedar, no solo los restos de los parientes, sino también los de los amigos y esclavos. Las urnas podían estar hecha de materiales muy diversos, de acuerdo con las circunstancias del muerto y su familia (desde simples vasijas de arcilla hasta vidrio, alabastro, plomo o mármol). Sus formas eran también variadas. Si el muerto era un emperador o un general ilustre, los soldados marchaban (decurrebant) tres veces alrededor 66 de la pira , a veces algunos animales eran sacrificados en la pira, así como en los primeros tiempos de la república en algunos de los entierros de notables, cautivos o esclavos, para alimentar a los manes del fallecido. Con el tiempo, se sustituyeron por una especie de primitivos gladiadores, llamados bustuarii (Smith, 1875: 67 560), que combatían en torno a la pira ardiente . De hecho, la tradición de los gladiadores procedería de la extensión de esta práctica más allá del ámbito del ritual funerario. En las tumbas se ponía sobre ellas un texto a modo de epitafio (titulus o epitaphium), que solía empezar por las letras D. M. S., que significa Dis Manibus Sacrum, o sólo D. M., seguida por el nombre del difunto, con la cantidad de años que vivió, o algunos de los elementos más significativos de su historia (como un extracto del cursus honorum de haber hechos remarcables), así como por el nombre de la persona que le había pagado la tumba y, en muchas ocasiones, algún comentario del dedicante en el que se glosaba la figura del fallecido o de la fallecida. Algunos de estos textos -concisos, breves, sentidos (pese a ser adaptaciones de fórmulas en muchos casos)están, a mi personal parecer, entre lo mejor de la literatura latina (AAVV, 2002a). 63

En Ampurias, como luego veremos, quizás el lavado fuera con agua y vino (Aquilué, Castanyer, Santos y Tremoleda, 2003: 48).

64

Virg. Aen. VI. 226-228; Tibull. I.3.6, III.2.10 y Suet. Aug. 100. Ovid, Ann. III.9.39; feralis urna, Tacit. Ann. III.1. 66 Virg. Aen. XI.188; Tacit. Ann. II.7; Smith, 1875 y Arce, 1988. Esa costumbre se siguió observando anualmente, por ejemplo, en el monumento construido por sus soldados en honor a Druso (Suet. Claud. 1; Smith, 1875). 67 Serv. ad Virg. Aen. X.519; comp. Hor. Sat. I.3.85. 65

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Los colegios funerarios disponían de edificios más económicos, o incluso hipogeos, llamados columbarios por la forma de los nichos excavados en las paredes, en el interior de los cuales se alojaban las urnas. En las sepulturas más modestas las cenizas, recogidas en una olla de terracota, vidrio o en ánforas de pequeñas dimensiones, era enterrada en el interior del área sepulcral. Cuando no era posible disponer rápidamente de una sepultura, se cortaba al difunto un hueso, generalmente de un dedo de la mano, que era inhumado inmediatamente después de la cremación (os resectum) (Borda, 1947: 157-159). 2.A.ii.9. La inhumación A partir del siglo II d.C. se empezó a popularizar la inhumación entre los romanos, costumbre que acabó 68 prevaleciendo . Antes de dicha época se reservaba sólo a las clases sociales más pobres, aunque el descubrimiento de algunos sarcófagos en contextos del siglo II y I a.C. testimonia su uso —muy ocasionalmente— también entre gentes adineradas de época republicana. La inhumación del cadáver tenía lugar en el interior de un sarcófago, el cual, según la disponibilidad económica, podía ser de bronce, de mármol esculpido, de ‘peperino’ (un tipo de roca habitual en el Lacio, Italia) o de terracota; estos eran ubicados después en los sepulcros privados o en los propios de asociaciones. La deposición podía tener lugar también en ataúdes de madera, sepultados en el interior de los recintos funerarios. Un tipo de sepultura de inhumación, utilizada normalmente en la época imperial por las clases más modestas y por los esclavos, era el tipo enterramiento llamado en cappucina, que consistía en una fosa excavada en la tierra, en la cual se introducía el cadáver, cubierto por diversas tegulae, las cuales se disponían en vertical, en posición oblicua las unas contra las otras hasta formar una especie de tejado a dos aguas o cappucio (que en italiano significa 'capucha'), de la que toma el nombre; frecuentemente, sobre la parte superior de las tegulae se ponían unas copas o vasos cerámicos o de cristal. Suele ser un tipo frecuente de enterramiento visible en todo el Mediterráneo occidental, desde la península Itálica a la Ibérica (Tarraco, Ampurias...), pasando por el norte de África o la actual Francia. A veces las tegulae se ponían directamente planas sobre el suelo y el cubrimiento del cadáver se realizaba mediante ánforas, frecuentemente fragmentadas, utilizadas principalmente por los enterramientos de niños (enchytrismòs). No era tampoco raro, y si muy habitual cuando la economía no permitía más (lo cual era frecuente), que la sepultura tuviera lugar directamente en una fosa muy simple, un mero agujero alargado en el suelo, donde el difunto era cubierto sólo por tierra. En Roma, primordialmente, había sepulturas ubicadas en el interior de galerías articuladas, llamadas catacumbas, donde la inhumación tenía lugar en loculi excavados en el subsuelo de tufa. La tradición las ha asociado a las comunidades cristianas y hebraicas, pero, en realidad, su uso estuvo bastante mucho más extendido que sólo a los creyentes en ambas religiones.

68

Para conocer mejor este cambio, ver más adelante el apartado de este mismo trabajo D. Las variaciones altoimperiales en el ritual funerario romano.

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2.A.ii.10. El ajuar funerario Tanto en las incineraciones como en las inhumaciones era costumbre depositar en la tumba objetos personales del fallecido, el llamado ajuar funerario, que era más o menos rico según la fortuna del muerto y las creencias religiosas o supersticiosas de sus allegados. No eran objetos hechos ex profeso en su mayoría. Algunos eran simbólicos —como los ungüentarios—, otros rituales —como la moneda y la lucerna—, otros apotropaicos —para alejar influencias malignas, como las campanitas en ocasiones (ver párrafo final del apartado 2.A.ii.3. El momento del fallecimiento)—, y otros quizás con una mentalidad muy supersticiosa, para anclar al muerto en el más allá, como los clavos. El estudio del ajuar funerario, que en algunos casos era muy rico, ha ayudado a conocer mejor numerosos aspectos de la vida cotidiana de los romanos. La riqueza de muchos ajuares determinó, por desgracia, la violación de la mayoría de tumbas desde los tiempos más remotos en todo el mundo romano, no siendo Ampurias una excepción. En Roma, incluso, durante la República y el inicio del Imperio, fueron promulgadas diversas leyes con el objetivo de limitar esta práctica. Algunos creen que tal vez es posible que la pérdida de la costumbre de depositar ajuar funerario, que ya se empieza a ver frecuentemente a partir de la época flavia, procediera en parte de un intento de limitar los saqueos de tumbas. Así, quizás tampoco sea casual que muchos romanos honraran a sus propios desaparecidos más queridos, no mediante el entierro de un ajuar, sino edificando en su honor monumentos fúnebres más o menos suntuosos. 2.A.ii.11. Los monumentos funerarios La cantidad de monumentos funerarios que se usaron en el mundo romano a lo largo del tiempo y de la geografía de sus dominios fue enorme. Entre las costumbres propias y las influencias de las tradiciones locales, se hace difícil hacer un inventario completo de los diferentes tipos que se encuentran. En el caso de Ampurias, más tarde trataremos de hacer un catálogo sencillo de sus tipos por épocas, sobre la base no de lo que fue, sino de lo que nos ha llegado. En general, esta temática ha sido ya tratada por autores como Toynbee (1971), Prieur (1986) u otros, pero en general el tipo de monumento estudiado son tumbas más o menos nobles, pero no suele ser el común que encontramos en las excavaciones de la península Ibérica (o del mundo romano en general), sino que se basan en las que se pueden hallar en ciertas zonas adineradas de necrópolis itálicas de algún relieve por lo general (aunque también haya algunos ejemplos de las mismas, evidentemente, por Hispania, Norte de África, Galia y, sobre todo, el Mediterráneo oriental). Pese a ello, creemos que sí vale la pena en esta breve introducción a los rituales funerarios romanos el hablar algo de los sepulcros y sus características, pese a no haber en Ampurias, dado que su conocimiento permite hacernos una idea de algunas prácticas romanas con el difunto tras ser éste depositado en su tumba. Un sepulcro (sepulcrum, ταφοσ) por lo general sólo estaban al alcance de las familias más pudientes (Daremberg y Saglio, 1873-1919). Solían estar compuestos por dos o tres espacios diferenciados, de los cuales el inferior estaba destinado a acoger la sepultura, mientras que la parte superior, que en algunos casos se componía simplemente de un espacio acotado o terraza (solarium), a veces cubierto sólo con una pérgola o con sólo un jardincillo sobre la techumbre (pergulae, trichilae), era usada para hospedar el banquete durante las ceremonias (Gros, 2002). 69

Los sepulcros de lujo tenían los espacios superiores de mampostería , acabados con frescos y estucos en las paredes y pavimentos de mosaicos o mármoles más o menos preciosos según las circunstancias. Por su exterior 69

Un muro de mampostería está hecho con mampuestos, que son piedras sin labrar que se pueden poner a mano, y están unidos sólo mediante cal, sin ajustarse a hileras ni tamaños.

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estaban circundados por jardines (cepotaphi, del griego κnποταφοι –jardín funerario—, horti) donde se cultivaban violetas y rosas (Toynbee, 1971). Se podía enterrar la gente en los sepulcros por ser miembro de un familia (sepulchra familiaria) -que era lo habitual- o a causa de una herencia (sepulchra hereditaria), aunque no se fuera de la familia (Spadoni, 2003). Un típico ejemplo de este último tipo de sepultura está representado por las tumbas que hicieron construir los patroni y que estaban destinadas a acoger, con él mismo, a los propios antiguos esclavos ya liberados (es decir, los libertos) y sus descendientes, según una fórmula típica presente en las inscripciones procedentes de sepulcros de este tipo. 2.A.ii.12. Volviendo a abrir algunas viejas tumbas... Con el tiempo, muchas tumbas eran 'manipuladas' por gentes ajenas a las familas de los fallecidos o fallecidas. Un caso claro es para robar su ajuar. Pero la violación de las mismas no fue sólo para saquearlas, aunque ello era bastante habitual especialmente para las más antiguas. También contribuyó al deterioro de muchos enterramientos su reutilización posterior, añadiendo cadáveres 'nuevos' a tumbas de otros u otras poco vigiladas. Así, en muchos sepulcros y sepulturas que parecen referirse a dos o más difuntos, no sabemos si fueron así dispuestas por la voluntad precisa de quien la había hecho construir o si el hallazgo actual es el resultado de una intervención posterior ilegal de violación del sepulcro, que habría tenido lugar ya en época antigua. En efecto, tal como explicamos, algunos pasajes de obras de juristas romanos de los siglos II (Gaio) y III (Paolo, Emilio Macro y Ulpiano) dan testimonio de estas violaciones de tumbas, como introducir un difunto sin autorización o dañarla más o menos gravemente para traficar comercialmente con el ajuar externo (mármoles costosos, columnas u otros) o interno, contraviniendo explícitamente las disposiciones testamentarias del constructor del sepulcro. Las leyes romanas no solo disponían de dos acciones procesales específicas relativas a la violación de un sepulcro o la introducción de un cadáver, sino que preveían también penas muy severas que contemplaban incluso el exilio o los trabajos forzados para los culpables de tales actos si pertenecían a las clases sociales más modestas (dado que los ricos no lo hacían personalmente, no solían pagar muy caro este tipo de acciones). Los sepulcros podían ser violados también por otro motivo. A veces incluso, aunque muy minoritariamente, 70 también se volvieron a abrir enterramientos con finalidades supuestamente mágicas . Un escritor latino como Apuleyo, del siglo II, a través de las palabras del personaje principal de su obra más conocida, Metamorfosis o El Asno de Oro, testimonia la existencia de prácticas mágicas macabras, para las cuales eran necesarias partes u objetos sustraídos a los difuntos por brujas viejas (Metamorphosis, II 20). La misma finalidad, es decir, luchar contra la profanación material de los sepulcros y contra la apropiación ilícita de sus ajuares, explican las altísimas multas en denarios a pagar a diversas asociaciones religiosas, a la hacienda estatal o a las de la comunidad local afectada, que son indicadas en numerosas inscripciones funerarias procedentes, además de Roma e Italia, de otras varias áreas diferentes el mundo romano. A veces, junto a (o en sustitución de) las multas, hallamos violentas imprecaciones y maldiciones que se hacían inscribir en las lápidas funerarias a los encargados de su ejecución por disposición en vida o testamentaria de los fallecidos o de las fallecidas o a demanda de sus familiares.

70

Véase lo que comentamos más adelante sobre las tabellae defixionis halladas en las tumbas altoimperiales ampuritanas, como se ve en el apartado 2.C.i. La Ampurias del Alto Imperio.

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Por lo demás, tanta preocupación parece justificada. Los gastos de una ceremonia fúnebre fueron siempre elevados en todo el imperio, todo el tiempo (como también sucede en la actualidad). Para muchos bolsillos, eran excesivos incluso los gastos que implicaban el terreno donde ubicar una tumba sencilla, con sólo una lápida con un texto breve. Plinio el Joven (Panegírico, 40, 1), en los inicios del siglo II, afirmaba que “para el funeral y para el sepulcro” podía ser invertida incluso una entera parva et exilis hereditas (una herencia pobre y desigual) 2.A.ii.13. Los colegios funerarios La preocupación por morirse sin la certidumbre de un buen funeral y una digna sepultura obligaba a las clases más modestas a afrontar grande sacrificios para reunir la suma necesaria para poder llevar a cabo esa última ceremonia con algo de dignidad. Para facilitar el cumplimiento de dicha exigencia se hizo necesaria, ya quizás desde finales de la época republicana, la creación de los llamados collegia funeraticia (colegios funerarios), los cuales eran una asociación de personas (cultores, término que quería decir en origen cultivador y que luego se fue ampliando hasta significar también cosas como protector o adorador) que, tras la muerte del miembro del colegio, o bien procedían directamente a efectuar las ceremonias de las exequiae o bien abonaban a la familia la cantidad necesaria para ello. Estas asociaciones disponían de medios limitados, por lo que los funerales de los que se encargaban solían ser modestos por lo general y sus sepulturas se situaban en áreas generalmente donadas por entero —o en parte— por uno o varios benefactores. La presencia en una zona funeraria de un colegio funerario estaba marcada y delimitada, y en la entrada había uno o varios cipos (cippus) con el nombre del colegio inscrito en los mismos, así como con una indicación de la extensión de la propiedad y el nombre del eventual donante. A veces el colegio disponía, en el interior de su área funeraria propia, de un espacio para reuniones o banquetes, así como de un pabellón, una capilla, un pozo, una casa para el guardián y en ocasiones, en algunos casos, viñedos, árboles frutales y terrenos para cultivar. Generalmente, sin embargo, en el interior del recinto, sólo se disponía del espacio justo necesario para las tumbas y para el lugar donde se debía quemar el cadáver (ustrinum). Para formar parte de una de estas corporaciones, que eran tanto civiles como militares (Roldán, 1989 y Le Bohec, 1989), el nuevo asociado debía pagar una tasa de inscripción y regalar un ánfora de vino de cierta calidad. Por su parte, el colegio quedaba libre de ninguna obligación en caso de suicidio y en caso de que los 71 asociados no hubieran satisfecho la cantidad establecida . 2.A.ii.14. Ritos de purificación y fiestas conmemorativas El mismo día del entierro se procedía a la consagración de la tumba con el sacrificio de un cerdo (porca 72 praecidanea ). La familia del difunto se purificaba ese mismo día (o a veces unos días después -Varro, ap. Non. s.v., citado por Rich, 1890-) con un banquete (silicernium -περιδειπνον-) que se desarrollaba encima del lugar de la sepultura (ad sepulcrum, Varro, l.c. -citado por Rich, 1890-), en una de las salas ricamente decoradas de los edificios familiares construidos en honor y recuerdo de las personas fallecidas de familias muy adineradas, y tal cual es posible también hicieran ya los etruscos. En Grecia la costumbre era hacer el banquete en casa de un familiar próximo (Rich, 1890). 73

Ocho días después se desarrollaba una ceremonia conmemorativa, la llamada novendial o novemdial . La palabra procede de los términos novem (nueve) y dies (días), nueve días en latín, y eran nueve días porque se 71

Diz. Epigr. s. v. Collegium: 362-365; s.v. Cultores: 1302-1306.

72

Este sacrificio también se hacía en honor a Ceres antes de las cosechas, quizás para aplacar a los manes, ofendidos por 'perturbar' a la madre tierra o por algún error accidental y no intencionado durante la siembre, el crecimiento o la maduración del grano. 73 Los nueve días de luto que siguen al funeral de un Papa se conocen aún hoy en día como 'novendiales'.

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empezaban a contar a partir del momento del entierro. Los días entre el entierro y la celebración del novendial, era un periodo de luto familiar especialmente remarcado, en el que en los casos de las familias más ilustres se aprovechaba para celebrar actos conmemorativos en honor de la persona que había fallecido. El día del novendial, además de un banquete en el caso de las familias que se lo podían permitir, las más adineradas celebraban unos juegos, llamados ludi novendialis, en los cuales participaban gladiadores, tal vez 74 como una pervivencia aún de la antigua costumbre altorepublicana . Era obligatorio para los parientes respetar un periodo de luto durante el cual los hombres llevaban vestidos oscuros (negros o grises), se abstenían de participar en actos sociales en lo posible y se dejaban crecer la barba; las mujeres vestían trajes blancos y llevaban los cabellos sueltos. La viuda, para poder volver a casarse, debía esperar entre diez y doce meses. Evitar por la mujer una nueva boda en lo que le restaba de vida se tenía como todo un mérito, y eso no era infrecuente, tal como se puede ver en el mismo caso de la familia imperial, como pasó con las esposas de Druso o Germánico. Sin duda, en el caso de las familias con menos recursos, la necesidad de comer y de alimentar a la posible prole debía conducir en muchos casos a la mujer a buscar un matrimonio que le permitiera seguir subsistiendo a ella y sus hijos. Algunos días del año se dedicaban al culto de los antepasados fallecidos y de los difuntos en general, como sucedía durante las fiestas llamadas de las Parentalia (que duraban una semana entre el 13 —Idus de febrero— y el 21 del mismo mes), cuyo origen, según la tradición romana, era muy antiguo, ya que según escribe Ovidio, se remontaba a la época de Eneas, como luego veremos (Ovid. Fast. II 543 y ss). Aunque las Parentalia siempre comenzaban con la realización de ceremonias en honor de los padres y parientes muertos por una virgen vestal, ese primer día los romanos lo solían celebrar básicamente a nivel familiar. Las familias salían de la ciudad hasta sus inmediaciones para visitar las áreas funerarias próximas y ver las tumbas de la familia, llevando a cabo ofrendas privadas en honor de los muertos de la familia (especialmente los padres). Las ofrendas eran sencillas, algo de vino, un poco de maíz o pan, tal vez algunas guirnaldas votivas. Se trataba de un día de reflexión personal y familiar, seguido de una semana dedicada a pensar en los seres queridos y la importancia de la familia. Era una festividad de carácter funesto, durante la que no se oficiaban matrimonios, se cerraban los templos y los funcionarios públicos suspendían el ejercicio de sus funciones. El último día de esta celebración, que se llamaba Feralia, se dedicaba además a honrar a los poderes infernales. Su ritual era más complejo y lleno de superstición, como veremos luego en la descripción de Ovidio, con matices de brujería y magia y en la que alguna oveja era sacrificada a los espíritus de los muertos. Durante la misma, el fuego domestico era apagado y la familia se reunía en un banquete conmemorativo 75 (epulum) junto a las tumbas de sus familiares muertos. Nacida como celebración privada, asumió con el tiempo un carácter más público; y en ella se depositaban flores y alimentos sobre las tumbas y se saludaba al difunto con un rito (salve sancte parens). La familia se reunía durante la misma entre las tumbas de sus seres queridos y hacían ofrendas de grano y vino a sus almas. Febrero era considerado un mes de malos augurios, por lo general, y un buen momento para asegurarse que los muertos eran aplacados. Para entender mejor lo que se hacía durante la celebración de la festividad de la Feralia, podemos leer en Ovidio (Fasti, II, 534 y ss): “Aplacad las almas de los padres y llevad pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas pequeñas; agradecen el amor de los hijos en lugar de regalos ricos. La profunda Estigia no tiene dioses codiciosos. Basta con una teja adornada con coronas colgantes, unas avenas esparcidas, una pequeña cantidad de sal y trigo ablandado en vino y violetas sueltas. Pon estas cosas en un tiesto y déjalas en medio del camino. No es que prohíba cosas más importantes, sino que las sombras se dejan aplacar con éstas; 74 75

Ver apartado 2.A.ii.2. Los espíritus familiares. Leído en la Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/Feralia y .../wiki/Parentalia, el 8 de junio de 2008.

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añade plegarias y las palabras oportunas en los fuegos que se ponen. Eneas, promotor idóneo de la piedad, trajo estas costumbres a tus tierras, justo Latino. Llevaba regalos rituales al Genio de su padre; de él los pueblos aprendieron los ritos piadosos. Mas hubo una época, mientras libraban largas guerras con las armas batalladoras, en la cual hicieron omisión de los días de los muertos. No quedó esto impune, pues dicen que, desde aquel mal agüero, Roma se calentó con las piras de sus suburbios. Apenas puedo creerlo; dicen que nuestros abuelos salieron de sus tumbas, quejándose en el transcurso de la noche silenciosa. Dicen que una masa vacía de almas desfiguradas recorrió aullando las calles de la ciudad y los campos extensos. Después de ese suceso, se reanudaron los honores olvidados de las tumbas, y hubo coto para los prodigios y los funerales. Mientras tienen lugar estas ceremonias, tened paciencia, jóvenes sin marido; que la tea de pino [en referencia a los matrimonios] aguarde días puros y que la horquilla ganchuda no arregle tu pelo de doncella que parecerá madura a su madre ansiosa. Guarda tus antorchas, Himeneo, y retíralas de los negros fuegos. Los llorados sepulcros disponen de otras antorchas. Que los dioses también se oculten tras las puertas cerradas de los templos, que los altares pasen sin incienso y las fogatas permanezcan sin fuego. Ahora andan vagando las almas sutiles y los cuerpos enterrados en los sepulcros; ahora se nutren las sombras del alimento servido. Pero esto no dura más que los días que quedan del mes que son los pies que tienen mis versos . A este día lo 76 llamaron Feralia [de fero: “traer”] porque trae las exequias. Es el último día para propiciar a los Manes” . También estaba la llamada fiesta de las violetas (Violatio), que transcurría durante el mes de marzo. En tal ocasión se adornaban las tumbas con dichas flores. Las Lemuria, otra festividad de signo funerario, se celebraba en honor de los muertos de la familia, y tenía lugar en el mes de mayo, durante los días 9, 11 y 13. Otra festividad relacionada con el mundo funerario era la de las rosas (Rosalia) que se desarrollaba entre mayo y junio bajo la indicación de los parientes o de las asociaciones funerarias, se distribuían a los participantes rosas que se colocaban sobre la tumba durante el banquete. También se celebraba una fiesta en el aniversario de la muerte del difunto con un banquete (parentatio) en el que participaba toda la familia. Durante esta fiesta, además de adornar la tumba con flores, se ofrecía al difunto una comida simbólica (cena feralis) a base de habas, lentejas, sal, fruta, pan, harina, etc.; se sacrificaban también ovejas, cerdos y toros, haciéndolo de manera que la sangre penetrase en la tumba, a veces vertiendo las ofrendas dentro de agujeros o tubos de terracota especialmente diseñados para ello. Por lo que parece, esta ceremonia, contrariamente a nuestras costumbres, se desarrollaban en un clima de alegría y despreocupación y en ocasiones útiles para aliviar los desacuerdos en el interior de las familias. En estos días de fiesta lo parientes podían comunicarse con los espíritus de los propios muertos por medio de fórmulas desconocidas para nosotros, ya que no nos han llegado (Scheid, 1984: 128-136; Maurin, 1984: 196208). 2.A.ii.15. Pervivencias paganas y supersticiosas en los primeros enterramientos cristianos Muchos de estos ritos sobrevivieron durante el cristianismo. Así, el refrigerium cristiano mantiene todas las características del banquete funerario pagano. Paulino de Nola, por su parte, cuenta que el pueblo, en su ignorancia, bañaba los sepulcros de los santos creyendo darles un deleite. También estaba muy difundida la costumbre de esparcir perfumes y líquidos dentro de las tumbas, así como el rito pagano de adornar las tumbas de flores y coronar su parte superior entre las costumbres cristianas a partir del siglo IV; antes se consideraba un culto idolátrico. Se han encontrado un gran número de amuletos, objetos apotropaicos y de invocaciones contra los espíritus malignos también en el interior de las tumbas de cristianos, lo que muestra hasta que punto las supersticiones y los ritos mágicos estuvieron difundidos también entre ellos (Spadoni, 2003).

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Leído en un texto de Charo Marco en el blog Calíope. Diario del departamento de clásicas del IES Ausiàs March (Manises, Valencia), del 21 de febrero de 2007 (http://caliopeausiasmanises.blogspot.com/2007/02/feralia-tcita.html).

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(3) BIBLIOGRAFÍA

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