El mestizaje y la (con)fusión de la nación: una (pos)lectura de Mama Pacha de Jorge Icaza

July 24, 2017 | Autor: Michael Handelsman | Categoría: Mestizaje, JORGE ICAZA, Literatura Ecuatoriana
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Descripción

El mestizaje y la (con)fusión de la nación: una (pos)lectura de Mama Pacha de Jorge Icaza1

El mestizaje “trata de un concepto ideologizado en extremo.” --Antonio Cornejo Polar

En su ya clásico ensayo titulado Entre la ira y la esperanza (1967), Agustín Cueva advirtió a sus lectores del estado tenue y elusivo del mestizaje como una posible fuerza aglutinadora de lo nacional. Según comentó, “hay ya algunas razones de peso para poner en duda la consistencia de este mestizaje cultural, que en el momento presente es más bien una expectativa, un proyecto, una posibilidad; una meta a la cual tenemos que llegar, antes que un hecho cierto y bien configurado ya” (144). Sin duda alguna, uno de los aspectos más desafiantes del dicho mestizaje como proyecto nacional, tanto en el Ecuador como en el resto de América, sigue siendo su aceptación casi unánime como la realidad identitaria máxima del continente, aunque, al mismo tiempo, pocos han llegado a un acuerdo de lo que esta identidad significa. De hecho, el mestizaje como problema conceptual y vivencial dentro de la historia de las naciones hispanoamericanas ya se patentizaba en el Discurso de Angostura del Libertador, Simón Bolívar, quien señaló en 1819 que “no somos Europeos, no somos Indios, sino una especie media entre los Aborígenes y los Españoles. Americanos por nacimiento y Europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro

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Este ensayo se publicó originalmente en Guaraguao. Revista de Cultura Latinoamericana, 31-32 (invierno 2009), 113-34.

2 caso es el más extraordinario y complicado” (en Rotker 84). El gran acierto del análisis de Bolívar radica en haber comprendido el carácter profundamente conflictivo del mestizaje, ya que lo racial, lo económico y lo político constituían (y constituyen) un todo asimétrico de fuerzas e influencias contrarias que todavía resiste cualquier intento de reducir el mestizaje a sólo uno de sus componentes, o a configuraciones engañosamente armónicas. Es precisamente esta visión desgajada de lo mestizo que sobresale en la novela corta de Jorge Icaza titulada Mama Pacha (1952), y la que nos invita a volver a leer dicho relato a los cien años del nacimiento de su autor. Es de notar que Icaza no se dejó llevar por aquellos discursos celebratorios de un supuesto mestizaje nacional de integración que prevalecían a lo largo de América en las primeras décadas del siglo XX. En efecto, mientras algunos intelectuales contemporáneos suyos empleaban el tema del mestizaje para construir un sentido orgánico de patria en el imaginario nacional, Icaza terminó deconstruyéndolo puesto que intuyó (si es que no comprendió) lo que el crítico Antonio Cornejo Polar diría años después: “el concepto de mestizaje, pese a su tradición y prestigio es el que falsifica de una manera más drástica la condición de nuestra cultura y literatura” (7). Hemos de recordar que la perspectiva icaciana asumió su cualidad de contradiscurso en un medio donde Benjamín Carrión, entre otros intelectuales, ya había establecido el mestizaje como una propuesta nacional en su ensayo seminal, Atahuallpa (1934), al declarar que “Hoy es la hora de construcción en Indohispania. Todas las voces—que se expresan indeclinablemente en español—afirman su anhelo de vivir en justicia y en igualdad sociales. . . . Atahuallpa no dice en estas páginas su odio hacia

3 Pizarro. Cuatro siglos ya. Atahuallpa y Pizarro esperan—y harán llegar—la hora de la tierra y de la justicia” (195). La explicación de Carrión es claramente integracionista y asimilacionista ya que Atahuallpa supuestamente no odiaba al conquistador responsable por su muerte y por la destrucción del incanato; en fin, su interpretación se remitía a una fraternidad más imaginada que real que, en nombre de la unidad nacional, presuponía la españolización y el blanqueamiento de los indios. Es indudable que Carrión había sentido la influencia del pensamiento de José Vasconcelos, cuya La raza cósmica (1925) tuvo gran resonancia en todo el continente; y sin olvidar a tales pensadores como Alcides Arguedas y Franz Tamayo de Bolivia, por ejemplo, se comprende porqué la nación mestiza emergió como la respuesta latinoamericana por excelencia a los retos de la modernidad y la modernización, especialmente al tomar en cuenta los múltiples desfases y contradicciones socioeconómicos y socioculturales que atravesaban a América y que preocupaban a los intelectuales de los años 30 y 40 del siglo veinte. Por eso, se ha constatado: Para los años treinta, tanto los artistas como los intelectuales habían descubierto que el concepto de mestizaje no era solamente un mecanismo para unir a las razas. El concepto mismo, que servía también como un término que establecía categorías . . . según quiénes lo empleaban, oscilaba entre la idea de una mezcla física y una (vaga) filosofía de mezclas culturales. Por consiguiente, el mestizaje pudo volverse metáfora, alegoría y respuesta para uno de los problemas conceptuales fundamentales de la modernidad latinoamericana: la percepción de lo que parecía a los latinoamericanos un desnivel

4 socio-temporal entre lo tradicional y lo moderno. De hecho, este supuesto desnivel acosaba las reacciones latinoamericanas a la modernidad en esta época. (Hedrick 126-27; traducción mía) Lamentablemente, como ya he señalado al iniciar este estudio, y pese a las buenas intenciones de algunos, el afán por organizar, modernizar y unificar al Ecuador (y a otros países de América) mediante el discurso mestizo, muchas veces terminó “por homogeneizar y encubrir la diversidad nacional y cultural del país” (Polo 16). No estará de más anotar aquí la situación parecida de Bolivia donde “la figuración de la experiencia y voz mestizas como categorías nacionales responde tanto a un movimiento inclusivo, que semeja acoger a todos, mientras que sus involuntarias grietas definen un sutil sistema de exclusiones o subordinaciones” (Cornejo Polar, Escribir en el aire, 141). De una manera aun más política que la que se acaba de citar, se ha puntualizado que en Bolivia “el paradigma del mestizaje no es más que el discurso letrado de las clases altas, cuyo propósito es justificar la dominación continuada del sector de los mestizo-criollos que asumieron el poder después de la Revolución Nacional de 1952” (Sanjinés, El espejismo del mestizaje, 167). Al volver al contexto específico del Ecuador que comparte muchas experiencias con sus vecinos de la Región Andina, no ha de extrañarnos que se haya comentado que “el Estado utiliza la noción de mestizaje como argumento para eliminar la posibilidad de permanencia de las identidades indias diferenciadas. La ideología del mestizaje se reactiva bajo este propósito, por lo que en este momento y en estas circunstancias el concepto de mestizo se vacía de todo contenido y se convierte en negación de cualquier especificidad sociocultural” (Espinosa Apolo 219).

5 Aunque esta última cita es de una época posterior a la de Icaza y sus contemporáneos, la referencia a un mestizaje vacío de contenidos, y convertido en una negación de verdaderas vivencias personales y colectivas, pone de relieve la capacidad visionaria de Icaza, quien fue uno de los primeros ecuatorianos que representó al mestizaje como un proyecto nacional incompleto y fallido, ya que todo intento de fusionar lo nacional llevaba a una confusión de propósitos y expectativas al imaginar a la nación mestiza. Implícita en esta perspectiva iconoclasta de Icaza, la misma que constituye el eje central de Mama Pacha, está la noción de que el mestizaje como concepto y como experiencia existencial, sea ésta individual o colectiva, requería (y, todavía, requiere) nuevos esquemas epistemológicos y lingüísticos capaces de superar las exclusiones tradicionales impuestas por los sectores de poder de siempre. Este mismo cometido de superación define, pues, la labor de un importante sector de la intelectualidad ecuatoriana de los años 30, época dorada de las artes y los movimientos sociales del país. Con justa razón se ha observado: A partir de la década del treinta se da comienzo a una nueva etapa en los valores estéticos y literarios; la cultura del reconocimiento de lo propio. Frente a la visión hispanófila, clericalizante y colonialista de lo ecuatoriano, propia de pasadas épocas, se defiende ahora lo indio, lo mestizo y lo afroecuatoriano como rasgos que complementan y también definen nuestro ser étnico y cultural. Se habla de Indoamérica y de la nación mestiza. (Valdano 77) A pesar del tono optimista de esta última cita, el estado incipiente de aquel reconocimiento de lo propio impedía una verdadera aceptación y valoración de las

6 desgajadas diferencias y contradicciones constitutivas del mestizaje. De modo que, es precisamente esta frustración, junto con la confusión y angustia que acompañan al fracaso de la nación mestiza como tal, que caracteriza gran parte de la obra artística de Icaza, y que sigue convocando nuevas lecturas de la misma. En otras palabras, más que una celebración de aquel abrazo fraterno entre Atahuallpa y Pizarro imaginado por Carrión, y todo lo que esto pueda connotar, lo que mantiene a Icaza vigente como escritor y pensador de su época es su interpelación de una identidad individual y nacional fundamentada en un mestizaje desgarrado, o como Bolívar había enseñado hace dos siglos, “extraordinario y complicado.”1 Para los que piensan que este tema sobre identidad y mestizaje requiere más bien el análisis de algún filósofo, o sociólogo o historiador, y no las indagaciones de un creador de ficciones (como si ese oficio fuera de menos valor que los otros), hemos de recordar que los “tropos e imágenes—no sólo de la poesía o de las novelas, sino también de la pintura, del canto, del cinema o hasta de la fotografía—pueden funcionar como intentos de concebir alguna circunstancia social que, posiblemente, no se haya pensado todavía” (Hedrick 38; traducción mía). En cuanto al contexto ecuatoriano concretamente, Juan Valdano, escritor y pensador multifacético del país, ha puntualizado: La historia, tradicionalmente así escrita y proclamada, ha sido el instrumento para que las clases dirigentes de este país hayan consumado un pecado de esa cultura: el olvido de lo que somos, una suerte de extravío del ser colectivo. Frente a este hundimiento del ser en la desmemoria, fue primero la literatura—la gloriosa literatura del 30—la que nos restituyó la imagen de lo que somos,

7 el verdadero perfil del ser ecuatoriano. La literatura, en fin, nos ayudó a mirar la realidad ecuatoriana desde dentro, desde acá, desde nosotros mismos y este fue el primer paso para fundar un pensamiento y una cultura nacionales. (367-68) Por supuesto, esa nueva mirada no surgió necesariamente de alguna certeza o idea fija sobre lo ecuatoriano. De hecho, muchas veces han sido precisamente las ambigüedades y las incertidumbres que han impulsado conceptos “otros”, o por lo menos, la voluntad y valor de asumir el reto de la duda y lo desconocido. Esto es el caso de Mama Pacha, un relato que ejemplifica un proceso de análisis y reflexión sujeto a las inconsistencias de un pensamiento y de una imaginación todavía nutridos por la intuición y la especulación más que por una razón demasiado segura de sí misma. Por eso habrá afirmado Miguel Donoso Pareja, al presentar esta novela breve de Icaza en la serie, “Joyas Literarias (Novelas breves del Ecuador),” publicada por la Editorial El Conejo en 1984: “no se da en Mama Pacha la elementalidad del conflicto explotadores-explotados. Ahora la propuesta es infinitamente más compleja, hasta cierto punto indirecta, lo que magnifica su dimensión novelesca” (24). Además, según el mismo Donoso Pareja, Mama Pacha “une intensidad y espesor para entregarnos un texto que, en el cuerpo de su obra narrativa, marca un momento distinto, lleno de resonancias y lamentablemente no desarrollado (aún con El chulla Romero y Flores), en lo temático y en lo formal, con el que aleja, aunque sea sólo momentáneamente—y en forma mediatizada—del realismo chato y lineal” (10). Para comprender mejor esa complejidad destacada por Donoso Pareja, hay que fijarse en los múltiples significados de la Mama Pacha como personaje y como símbolo

8 ancestral por una parte, y el estado desequilibrado de Pablo Cañas, cuya condición de mestizo lo sumerge en una vorágine de intereses contradictorios y autodestructivos. Se recordará que la novela trata de Pablo Cañas, un joven que trabajaba de secretario en el despacho del teniente político del pueblo, y que se había dedicado a entrar en la clase social más privilegiada de su comarca, es decir, la de aquellos ciudadanos que se jactaban de ser blancos y no indios—una actitud hipócrita y falaz que mantenía un orden social de poder arbitrario y explotativo. En ese ambiente, el joven Cañas consideraba que su trabajo y su noviazgo con una muchacha de ciertas comodidades económicas aseguraban su ingreso a dicha clase. El secreto que guardaba, sin embargo, ponía en peligro las ambiciones del joven; era, pues, hijo de la india Mama Pacha, y con la muerte de ésta, fruto de años de explotación cuando no del asesinato, su conflicto interior se intensificaba ya que temía que los demás descubrieran su origen materno. Con la necesidad de enterrar a Mama Pacha, y debido a la decisión de la comunidad indígena de abandonar la región—una decisión con graves consecuencias económicas para los terratenientes que dependían de la mano de obra barata de los indios—brotó una serie de inculpaciones que reclamaban un retorno al viejo orden, ora psicológico ora económico, dentro y fuera de la tragedia personal de Pablo Cañas. Tal conmoción social exigía una víctima expiatoria, y Pablo Cañas cumplió ese destino. De esta breve descripción del argumento de la novela, se desprende que Mama Pacha ofrece muchos elementos novelescos que, a través de los años, los lectores han llegado a relacionar con Icaza, a saber: indios explotados, terratenientes injustos, mestizos que desean ser blancos, pobres que sueñan con ser ricos, abusos, engaños y una avaricia general que destruye toda posibilidad para que las mayorías de alguna comarca

9 vivan en paz y con decencia. En cierta manera, Mama Pacha sirve de puente entre Huasipungo (1934) y El chulla Romero y Flores (1958), las dos novelas más renombradas de Icaza que lo establecieron como un maestro de la literatura indigenista y la del mestizaje. Es decir, mientras que en Huasipungo todo parece girar en torno al sufrimiento del indio, 2 y en El chulla Romero y Flores la preocupación de Icaza se dirige al personaje mestizo, en Mama Pacha los dos temas ocupan y comparten un mismo lugar de importancia y, de hecho, se atraviesan de tal forma que, consciente o inconscientemente, Icaza ya anticipaba a mediados del siglo XX lo que algunos describirían hoy día como la interculturalidad o la plurinacionalidad. Por supuesto, Icaza no llegó nunca a entender al Ecuador en esos términos, pero lo que sí parece emerger en Mama Pacha es una noción, por lo menos intuida, del fracaso inminente de cualquier proyecto de mestizaje que pretenda negarle a lo indígena su participación protagónica en el escenario nacional, ya sea como etnia o como fuerza económica, política, social y cultural. Entre los muchos obstáculos que dificultaban ese protagonismo de lo indígena en la época de Icaza, sobresalía una actitud paternalista para con los indios propia de los sectores llamados blanco-mestizos. La extrema degradación que caracterizaba las condiciones en que vivían los indios produjo una reacción general de protesta y de proteccionismo, especialmente en vista de la percepción de que los indios no eran capaces de superar por su cuenta cuatro siglos de conquista y explotación. No ha de extrañarnos, entonces, que el narrador del relato describiera a los indios como indefensos e incapaces de vivir independientemente cuando falleció Mama Pacha, una especie de hechicera y potencia materna responsable por protegerlos. Según se lee:

10 . . . se sentían como árboles sin raíces, arrancados de súbito. Indias, viejos, guaguas, huasicamas, cuentayos . . . que se habían creído desde siempre una sola cosa con el paisaje—ese paisaje—que . . . habían aceptado sin titubeos lo inherente a una situación de esclavitud, de miseria, de suciedad, de estúpida confianza, se hallaron de pronto desligados, en angustia de soledad, en medio de un camino que invitaba a la huída . . . . (41-42) Esta misma resignación y existencia estática se vislumbran también cuando el narrador comenta que “intuyeron de pronto que algo les faltaba para olvidar, para no entender, para no sentir, lo que siempre resbaló—por su bruñida y dura resignación” (38). O sea, la caracterización de Mama Pacha como una fuerza materna por excelencia relegaba a los indios a una condición permanente de hijos acostumbrados a “olvidar . . . no entender . . . no sentir.” Por eso, en el texto de Icaza, Pablo Cañas oscila emocional e intelectualmente entre la vergüenza y la venganza. Pero, más que una contradicción o polarización de sentimientos, esta oscilación apuntaba a toda una historia de ambivalencias que hace falta conceptualizar en el contexto de la simultaneidad de las diversas fuerzas e influencias que siguen siendo la sustancia misma de América por una parte, y del mestizaje por otra. En cuanto a la época en que Icaza se estableció como novelista, se recordará que a muchos intelectuales y artistas, dentro y fuera del Ecuador, les preocupaba el problema de cómo mejor representar (y comprender) la presencia y el significado de los sectores tradicionalmente marginados (e.g., indios, negros, mujeres, montuvios, campesinos y pobres) ante los desafíos de una modernización que se entendía, y que se entiende

11 todavía, casi exclusivamente en términos de un progreso económico cuyas raíces ideológicas de laissez faire nos remiten al pensamiento de Adam Smith, autor del libro seminal titulado La riqueza de las naciones (1776). La convergencia de consideraciones económicas y raciales está dolorosamente patente, ya que en el Ecuador, por ejemplo: “Desde la colonia, el status étnico de indio queda asociado con pobreza y marginalidad, mientras que el de español criollo o posteriormente de blanco, se asocia con la riqueza e influencia política; constituyéndose en meta de todo movimiento y cambio social, lo cual determina que los beneficiarios del ascenso social se aparten de sus raíces” (Espinosa Apolo 24). A propósito de esta última observación, no estará de más señalar que muchos artistas latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX respondieron a la necesidad de construir e imaginar, desde las artes, a nuevas naciones modernas mediante la separación de los indios que constituían una clase propia ubicada en el campo. Tal perspectiva se debía en parte al interés en identificar a una cultura indígena como depósito cultural de la tradición indígena de la nación, la misma que, simultáneamente, ofrecía el mestizaje como el mejor modo para asimilar a los indios (Hedrick 113) y, por extensión, conducir a la nación a la deseada modernidad. En primera instancia, esta misma propuesta parece definir la visión que Icaza tenía de su Ecuador mestizo al escribir Mama Pacha. Es decir, con la muerte (el asesinato) de Mama Pacha y la huída de los indios que no eran capaces de defenderse solos, le correspondía a Pablo Cañas a hacer justicia, y en el proceso, establecer un equilibrio social de los segmentos dispares constitutivos de la nación mestiza. Aunque la dimensión psicológica y racial de esta lucha ha acaparado la atención de la mayoría de los lectores a través del tiempo, la vergüenza que el mestizo Pablo siente viene sobre todo

12 del estado degradante que definía al indio, y a Mama Pacha en particular. Por eso, después de enterrar a la madre, el joven evocaba a un buen señor—seguramente algún intelectual iconoclasta—que le enseñó “lo más sincero de su entender al mundo y al hombre, ofreciéndole libros, revistas, dándole consejos de su cosecha entre cuentos populares y anécdotas llenas de piadosa burla, discutiéndole, en tono menor y sencillo, los misterios de la naturaleza” (54). Y aún más pertinente para la formación intelectual, y la emergente conciencia social de Pablo Cañas, fue la siguiente afirmación de su mentor: Vivimos para constatar el triunfo de la audacia, para arrastrarnos por miedo, por el fanatismo, por la humillación, para huir de la miseria sin importarnos la de los demás, para venerar al vencedor y despreciar al vencido. Por suerte, alguien con fama de loco o de mártir, se estrella a diario contra aquella masa fangosa, alguien que elige, en arrebato heroico, aquel destino opuesto a la corriente, para no morirse de asco y salvar en parte la dignidad de nuestra pobre condición humana. (54) Es precisamente con este ejemplo en mente cuando Pablo experimenta un notable cambio de orientación: “Tengo que vivir—concluyó entre dientes . . . estremecido profundamente por el noble recuerdo, sorprendido en extrañas responsabilidades que incitaban a transformar el odio y la vergüenza en algo nuevo, limpio, franco” (55). De modo que, el entierro de Mama Pacha hecho a escondidas del pueblo de Pimanchupa no fue un simple acto de ocultar el origen materno de Pablo, sino que lo ayudó a comprender que había sucedido un crimen que no solamente victimizó a su madre, sino a toda una manera cultural, social y económica de vivir. Por eso, desde el despacho del teniente político, y delante de los mandamases del pueblo, Pablo declaró a

13 toda voz que “¡Conozco al asesino de Mama Pacha . . .!” (71). Ante el asombro y la indignación de todos, Pabló continuó su acusación con una revelación lapidaria: “¿El asesino? . . . ¿No han comprendido? ¡Son todos! ¡Todos ustedes!” (80). Aunque Pablo será vencido por los mandamases del pueblo, y por sus propias inseguridades psicológicas y culturales tan hondamente soterradas en lo interno y lo externo de su existencia, los lectores del relato observan un gradual proceso de autodescubrimiento que va desde la vergüenza racial hasta una vergüenza más general dirigida a todo un sistema económico y político de injusticia y corrupción, un sistema que por fin Pablo reconoció como su verdadero origen. Es decir, tanto en el sentido individual como en el colectivo, la principal fuente de su sufrimiento y angustia, y la causa de la destrucción y depredación de toda una historia de culturas y comunidades diversas, ha sido una nación mestiza truncada en el simulacro, la mentira y la negación. Por eso, el texto insiste en recordar a los lectores que “el cholerío estaba acostumbrado a ejercitar, sin restricciones, la codicia, el desprecio, la crueldad, la lujuria” (62); luego, se lee que Pablo Cañas destapó con sarcasmos la podredumbre que guardaba la gente. Uno a uno, los moradores de Pimanchupa y los dueños y arrendatarios de las tierras del valle, siguieron la suerte del señor cura bajo la audacia enloquecida y sofocante de aquella voz que lo hurgaba todo, de aquella rebeldía sin escrúpulos que trataba de ventilar la infamia hecha costumbre, la crueldad convertida en hábito, el disimulo en nobleza, la ley en atropello. (79)

14 Lejos de las influencias de aquellas declaraciones iniciales proclamadas por el boliviano, Alcides Arguedas, quien había responsabilizado a los indios por todos los males habidos y por haber en la primera edición de su Pueblo enfermo (1909), Pablo Cañas, como vocero de una nueva conciencia nacional ecuatoriana, aunque todavía incipiente, “[se dejó] arrebatar por un extraño espíritu heroico, por un grito del corazón en consonancia con lo canceroso de su origen, por un deseo irreductible de liberarse de aquellos seres aferrados al disimulo y al disfraz de la propia vida” (77; énfasis mío). De ahí, Pablo termina definiéndose al gritarles a todos: “¡Yo he visto la sangre… Yo he visto la sarna. . . Yo he visto la miseria, la suciedad, la injusticia, la muerte…!” (82). Antes de la muerte física y simbólica de la Mama Pacha, quien recogía “[t]odos los dolores de los campesinos—indios y cholos—del hambre, de la ignorancia, del miedo, de la injusticia, de la peste, del abandono, del vicio de la desintegración, del parto y de la muerte” (32), la misma “que domaba, noche tras noche, al Huaira-Huañuy— viento de la muerte—, con la cadena de humo negro que desprendía la fogata mágica, asfixiándole con el olor nauseabundo de las penas quemadas . . .” (33), prevalecía una mística nacional que, a pesar de una larga historia de levantamientos y rebeliones indígenas, categorizaba a los pueblos indígenas como congelados en el tiempo y resignados a su destino de invisibilidad y marginalidad. Al despertarse el Huaira-Huañuy, se soltaron todos los males que Mama Pacha había domado anteriormente y, como consecuencia, nació una nueva época de cambios y desplazamientos que convenció a los indios que era mejor huir en vez de confrontar dichos cambios. Sin duda alguna, este desenlace coincidía con la idea demasiado generalizada de la época de que los indios eran reacios a todo cambio, un punto decisivo

15 en la conceptualización de la nación moderna que emergía durante la primera mitad del siglo XX en América Latina. O sea, el Huaira-Huañuy puede leerse como la encarnación de los vientos de la modernización, los mismos que informaban otros textos clásicos de la literatura ecuatoriana como Don Goyo (1932) de Demetrio Aguilera Malta, Los Sangurimas (1934) de José de la Cuadra o Nuestro pan (1941) de Enrique Gil Gilbert.3 El sentido metafórico del asesinato de Mama Pacha, y la subsiguiente fuga de los indios, está claro: una época reemplazaba a otra—la modernidad se imponía a la tradición. Pero, debido a la percepción de una resistencia inherente entre los indios al cambio por una parte, y su supuesta incapacidad de adaptarse a los procesos de la modernización por otra, la nueva actitud reivindicativa de Pablo Cañas serviría para llenar el vacío que había dejado su madre al ser asesinada. 4 En efecto, la inevitable modernización exigía un cambio de dirección: en vez de la protección atemporal de la mítica Mama Pacha, hacía falta un liderazgo propio de un mestizaje dinámico y progresista adepto al dicho cambio. Lamentablemente, ni Pablo ni la clase social que había emulado tanto estaba en condiciones de forjar nuevas respuestas ya que el país se encontraba en una época profundamente transicional en la historia nacional ecuatoriana. La referencia a lo transicional se ha de entender en el contexto de las vanguardias latinoamericanas, tanto en el plano artístico como en el social, y como tal, hemos de recordar que todo intento de explorar nuevos horizontes, sean éstos mentales o sociales, enfrentó múltiples resistencias. En Mama Pacha, Icaza captó esta misma conflictividad. Mediante los sectores dominantes del país, junto con aquéllos que aspiraban a disfrutar de los mismos privilegios históricamente robados, por ejemplo, Icaza logró demostrar que el verdadero obstáculo ante los cambios deseados venía de esa vieja guardia representada en

16 el relato por Pimanchupa, y no de los indios cuyo supuesto atraso se había inventado como pretexto y justificación de mantener el status quo. En cuanto a Pablo Cañas, él también expresaba las tensiones inherentes a lo transicional. De hecho, toda su búsqueda de identidad mestiza traspasaba lo individual y se convertía en un símbolo nacional fundamentado en las inevitables ambivalencias que acompañan la experimentación y la exploración de nuevos terrenos. Por eso, no fue casual que el texto se refiriera a “lo nebuloso y vago de su origen” (65), un origen en ciernes que, en términos de una identidad nacional, requería una nueva conceptualización más afín con el estado evolutivo y transicional del país. Por eso, tanta oscilación emocional y racional caracteriza a Pablo; al pasar de vergüenza en vergüenza, y de descubrimiento en descubrimiento, él se tropezaba con una trágica verdad: le faltaban todavía las herramientas intelectuales necesarias para comprender y asumir el mestizaje dinámico que un Ecuador plural y heterogéneo exigía. “Soy un extraño,” confesaba, y sin saber lo que decía, transfiriéndose maniáticamente—quizás en reacción expiatoria—todas las humillaciones, todas las miserias, todas las supersticiones, todos los dolores de Mama Pacha, su madre. Y creyó, a partir de ese entonces, que podía abandonar, con ingenua actitud vengativa—sin explicación propia para ello—, cuanto puso el cholerío encopetado en su realidad de niño, de adolescente, de hombre. El horror de la visión de la sarna que tapizaba la choza, lo informe, seco y lacerado del cadáver, era lo que en verdad desbarataba lo rumboso, lo precoz, lo taimado, lo falso, de la personalidad chola de Pablo Cañas.

17 Sin intuición clara para sus posibilidades en el futuro, muchas noches se sentía feliz o se hundía en negros remordimientos . . . . (65; énfasis mío) Al leer esta última cita, y al fijarse en las frases copiadas con bastardillas, se vislumbra justamente la naturaleza incierta y confusa de un mestizo a la deriva. En efecto, a pesar de sus buenas intenciones, y la tan deseada reconciliación de los elementos contradictorios de su origen “nebuloso y vago,” Pablo se dejó vencer. Frente a la resistencia de Pimanchupa, el pueblo que no aceptaba su culpabilidad por la muerte de Mama Pacha, y que exigía que él explicara por qué y cómo había visto el cadáver de la india, una exigencia que convertía la acusación original en motivo para sospechar de Pablo como el asesino, éste no pudo declarar públicamente que era hijo de Mama Pacha. El resultado de su cobardía o vergüenza, o de ambas tal vez, fue el dejarse “juzgar al capricho de todos, y al final, se dejó arrastrar hasta los tribunales de la ciudad como el único asesino de Mama Pacha” (89). Muchos lectores han interpretado este desenlace como una expresión máxima del mestizo que rechaza su origen indígena y, al mismo tiempo, lo han caracterizado como un leitmotif de las obras icacianas dedicadas al tema mestizo. Es así que Donoso Pareja, por ejemplo, ha puntualizado que “El drama de Pablo Cañas no es la pérdida de su madre sino el peligro de ser reconocido como hijo de ella, que sus ancestros, frente a los cuales no hay evocación sino horror, sean descubiertos” (10). Además, según el mismo comentario, “Cañas intenta sublevarse y plantea evidencias de que fue muerta por los terratenientes, pero como la justicia está con los poderosos—y él tiene terror de que se

18 sepa su origen—, termina siendo la víctima propiciatoria. A la postre, resulta el ‘asesino’, única forma de matar su estirpe, mala, a la vez, para su ascenso social” (15). A pesar del acierto de esa lectura, quisiera sugerir que es incompleta ya que parece dejar a un lado la ambivalencia psicológica y cultural tan marcada en la personalidad de Pablo. Se recordará que éste es el mismo quien “llegó . . . a lo más profundo, a lo más claro y estremecido de la imagen de su madre” (72). Es decir, al recorrer los vericuetos de su trayecto hacia el auto-descubrimiento, Pablo comprendió que su madre “No era una bruja maligna, ni una rama seca tatuada por la infamia, ni una mortecina hedionda cubierta de llagas, de sangre, de piojos, ni un cadáver en harapos de carne renegrida. Era en sus palabras, algo pequeño, enternecedor, enraizado en lo más noble de la existencia” (72). El verdadero significado de este cambio de actitud ante la madre se pone de relieve justamente en las últimas líneas de la novela donde se lee: “Comprendió, con clarísima intuición, que su existencia se hallaba enraizada, uncida sin remedio, a la opinión, a los sentimientos, a los gustos, a las creencias y a las prosas del cholerío encopetado. Sin saber por qué, se aferró a un silencio vengativo . . .” (89). ¿No será esta “estirpe” la que Pablo Cañas mata al final de la novela? La continua oscilación entre los sentimientos de vergüenza y venganza, la simultaneidad de influencias raciales y económicas, juntas con el paulatino reconocimiento de la corrupción absoluta de las clases detentadoras del poder, ayudan a explicar por qué el narrador había anotado que “Pablo Cañas no pudo decir lo que en realidad era” (85). Más que el mero temor de revelar su origen materno, lo que define y paraliza, en última instancia, a Pablo Cañas es el hecho de ser un producto de lo que Antonio Llorente Medina ha llamado “un violento mestizaje inconcluso” (273). De

19 modo que, la muerte de Pablo Cañas al final de Mama Pacha conllevará la idea de la extirpación de una podrida clase social responsable por haber descarrilado el mestizaje de su verdadera ruta de inclusión y aceptación de las diferencias culturales constitutivas del Ecuador. En efecto, ese violento e inconcluso mestizaje, al cual “su existencia se hallaba enraizada”, tenía que destruirse para, así, dejar abierto el paso a un nuevo proceso social, llamémoslo mestizaje, o pluriculturalismo, o interculturalidad o lo que fuera. Implícita en el relato de Icaza, entonces, es la noción de que, más que un simple cambio de categorías para las mismas jerarquías explotativas de siempre, urge una reconceptualización del mestizaje como columna vertebral de la nación. 5 Por eso, el sacrificio expiatorio de Pablo Cañas señala una importante ruptura con un orden social incapaz, y sin la necesaria voluntad, de realizar una justa y humana transición hacia la modernidad. Conclusión como (pos)lectura de Mama Pacha Lo que motivó este ensayo originalmente fue el año jolgorio de los cien años de nacido de Jorge Icaza y Pablo Palacio, ambos de 1906. Entre los estudiosos de la literatura ecuatoriana, hay un acuerdo general de que estos dos escritores son representativos de las dos vertientes principales de las letras nacionales de la primera mitad del siglo XX. Con Icaza, se piensa automáticamente en el realismo social, mientras que Palacio evoca la vanguardia de los años 20 y 30, sobre todo. De esta visión dualista, son legión los que han llegado a la conclusión de que hoy día Icaza es menos vigente que Palacio y, por consiguiente, la importancia de Icaza se ha de entender en términos de un pasado ya agotado—es decir, cuando el “yo acuso” del indigenismo icaciano había sacudido los estamentos de un estado feudal que había deshumanizado a

20 los indígenas. Pero, mientras que esa literatura de denuncia supuestamente había muerto una muerte natural, la obra experimental y sugestiva de Palacio seguía (y sigue) alimentando nuevas lecturas y nuevas formas de escribir. 6 Como toda generalización, ésta también corre el riesgo de simplificar y distorsionar la complejidad de la producción literaria de la época, y sobre todo, de la medida en que el realismo social y las vanguardias se atravesaban mutuamente. El caso concreto de Mama Pacha refleja esta complejidad ya que, junto al “yoacuso” de las injusticias cometidas por los mandamases de Pimanchupa, el relato está lleno de contradicciones y ambigüedades. Si bien es cierto que algunas de éstas son intencionadas, se encuentran otras que son el producto mismo de una época en pleno proceso de inventarse ante los ya mencionados vientos de la modernización y la modernidad. Icaza no pudo evadir ni superar algunas de estas fisuras propias de su momento histórico en vías de profundos cambios sociales. Por eso su concepción del mestizaje como discurso y proyecto nacional quedó inconclusa; es decir, el abismo entre el pensamiento progresista de Icaza y las condiciones sociales dominantes de la época todavía saboteaba toda posibilidad de una feliz resolución de los conflictos que seguían desmembrando a la nación. Lo que se desprende de estas reflexiones es que Icaza resistió la tentación de emplear la ficción como un medio de expresión e imaginación que resolviera lo que todavía no tenía respuesta fuera del texto literario. En otras palabras, Pablo Cañas emergía como la representación misma de un mestizaje en busca de sí mismo, el que generaba más preguntas que soluciones. Inmerso en un medio marcado por las influencias del socialismo, y por las de otros movimientos sociales que pretendían

21 defender los intereses de los campesinos, los trabajadores y de otros sectores marginados, parece que Icaza intuía que el mestizaje como propuesta nacional tenía que definirse a partir de una verdadera transformación de las estructuras de clase que formaban al estado nacional. Por eso su crítica contra los todopoderosos en Mama Pacha se repite y crece en El chulla Romero y Flores donde se vislumbra al final de la novela una solidaridad de clase ante los abusos de las autoridades. En efecto, mientras que los policías perseguían al chulla, los vecinos lo ayudaron en base de una naciente conciencia de pertenecer a una misma clase social de oprimidos que compartían la pobreza más que un determinado origen racial. Al observar cómo Icaza apartaba poco a poco el mestizaje de sus raíces raciales, convirtiéndolo en un problema primordialmente de clase social, se patentiza la paradoja de tener entre manos a un autor defensor por excelencia de los indios que terminaba eliminándolos de la nación mestiza. Como ya se ha comentado en páginas anteriores de este estudio, dicha eliminación asumía muchas formas, a saber: la asimilación, la aculturación, la idealización y la negación. De nuevo, hemos de referirnos a Pablo Cañas, a quien Icaza había designado como el reemplazo de Mama Pacha, precisamente a raíz de su muerte y la fuga general de los indios; se entiende, pues, que dicha fuga es una expresión más de la eliminación de los indios. De hecho, no es una mera casualidad de que el hijo mestizo que (y a quien) se comprendía más y más en términos de clase en vez de la raza, haya transformado el papel de protectora de indios de Mama Pacha al de acusador de los abusos cometidos por los detentadores del poder que se perfilaban más y más desracializados.

22 En todo ese trayecto de construir un concepto viable de mestizaje como proyecto nacional, tan patente en la obra de Icaza, por ejemplo, se ha perdido paulatinamente el carácter múltiple, pluralista y proteico de lo mestizo. En no poca medida, esa pérdida se puede atribuir a la ya mentada eliminación de los indios como una etnia productiva e integral de cualquier expresión del mestizaje. Aunque Icaza y muchos de sus contemporáneos, pese a sus buenas intenciones, no comprendían lo mestizo en ese sentido de inclusión, a más de cincuenta años desde la publicación de Mama Pacha, y a los cien años del nacimiento de Icaza, ya han regresado los indios—y otros grupos olvidados y silenciados—para dejar constancia de que “La cultura no podrá totalizarse mientras la totalidad del pueblo no se haya adueñado de la totalidad de su historia. Pero tal apropiación no se producirá sino cuando del fondo de esa misma historia surjan las fuerzas conscientes de esa común misión” (Cueva 163). Tal vez la vigencia de la obra icaciana radica en sus omisiones y equívocos. Aunque este postulado parezca un contrasentido, hay que insistir en el mestizaje—y la búsqueda de identidad, en general—como un proceso continuo de aciertos y errores que exige permanentemente nuevas lecturas. Por lo tanto, Icaza es vigente como escritor y pensador tanto por lo que había intuido como por lo que se le había escapado. Volvamos a Donoso Pareja a quien ya citamos arriba, y quien ha destacado Mama Pacha como una obra singular precisamente por haber evitado las simplificaciones. Sea por las ambigüedades o por las vacilaciones emocionales y conceptuales de la narración, este relato es un testimonio de lo destructivo que es toda propuesta nacional fundamentada en la exclusión. Pablo Cañas intuía esa verdad, y su sacrificio, junto con el estado

23 inconcluso del proyecto mestizo abordado en Mama Pacha, dejó un espacio para que otras voces intervinieran más tarde en la articulación de una identidad mestiza. Conviene terminar esta (pos)lectura con una cita de Peter Wade quien ha señalado que “el futuro para el estudio de la raza y la etnicidad en Latinoamérica será forzosamente uno de una creciente reflexividad, de negros e indios que producen sus propias versiones de su historia e identidad y que participan en debates, tanto con académicos como con funcionarios gubernamentales, acerca de estos temas” (118; traducción mía). Por su parte, y desde Bolivia, el dirigente indígena El Mallku también reclama el lugar protagónico que los indios han de ocupar en la construcción de las naciones mestizas: . . . su propuesta de “indianizar al q’ara es el modo subalterno de hacer que los mestizo-criollos sean conscientes de que el mestizaje no es una forma final, sino esa identidad móvil que se infiltra en la sociedad a través de porosos filtros de irrigación que logran que aymaras, quechuas, y otras nacionalidades, tengan también su manera de ver las cosas; su manera de expresar que quieren la igualdad ciudadana “ahora,” no mañana, sino ahora. (Sanjinés, El espejismo del mestizaje, 200) A pesar de la procedencia extranjera de estas dos referencias, su idea central de la inclusión como un nuevo sine qua non nacional coincide perfectamente con el estado del debate sobre la nación y el mestizaje en el Ecuador. De ahí se desprende el carácter transnacional del tema de lo mestizo (y lo indígena) por un lado, y la pertinencia todavía vigente de Jorge Icaza.7

24 Indudablemente, queda mucha tela por cortar todavía en cuanto a la determinación de si el mestizaje puede ser reconstituido desde la multiplicidad, o si seguirá hundiéndose en propuestas que excluyen a importantes sectores de la nación al mismo tiempo que hablan en nombre de un todo nacional muchas veces más imaginado que real. Jorge Icaza—y especialmente en su Mama Pacha—representa un importante eslabón para entender las complejidades y los precipicios de esa búsqueda. Para los que todavía dudan de la actualidad de Jorge Icaza, hemos de remitirnos a James Clifford quien ha afirmado que “la habilidad de un texto de tener sentido en una manera coherente depende menos de la intencionalidad de un autor que de la actividad creativa de un lector. Al citar a Roland Barthes, si un texto es ‘un tejido de citas sacadas de innumerables centros de cultura,’ entonces ‘la unidad de un texto no reside en su origen sino en su destinación’” (52-53). Al tomar en cuenta que, pese a su importancia como una de las voces rectoras de un imaginario nacional fundamentado en un mestizaje inconcluso que todavía ejerce gran resonancia entre muchos ecuatorianos, Icaza nunca logró construir un modelo definitivo de la nación mestiza ecuatoriana precisamente porque el mito de dicha nación mestiza se perfilaba como una feliz fusión de culturas y vivencias, cuando en realidad contribuyó a una confusión de valores nacionales heterogéneos, y terminó desarticulando una plurinacionalidad que hoy día reclama su justo lugar en el imaginario (pluri)nacional. En cierta manera, la convocatoria para volver a leer a Icaza en el centenario de su nacimiento ratifica el papel dinámico del lector citado arriba, e implica el desafío de resignificar la obra icaciana para, así, contextualizarla, tanto en el pasado como en el presente, ya que el

25 tema elusivo del mestizaje, y el contradictorio legado cultural de Jorge Icaza, traspasan fronteras espaciales y temporales.

26 Notas 1

La propuesta icaciana de un mestizaje fallido e irresuelto se ubica dentro de las vanguardias latinoamericanas de los años 20 y 30 del siglo pasado; muchas de éstas dieron fin a las utopías que hasta ese entonces habían dado cuerpo a gran parte de los imaginarios nacionales y continentales, los mismos que servían como contrapeso político e ideológico frente a Europa y Estados Unidos. Es así que el crítico brasileño, Antonio Cándido, destacó un cambio paulatino de actitud latinoamericana propia de aquellos años al referirse a una transición conceptual en que se dejó de pensar en América Latina como “país nuevo” para, así, resignificarla como “país subdesarrollado.” Después de identificar a algunos de los principales autores que contribuyeron a “la desmitificación de la realidad americana”—un grupo de autores que incluía a Icaza—, Cándido puntualizó que, a diferencia de la ficción naturalista de fines del siglo XIX que “enfocaba al hombre pobre considerándolo elemento refractario al progreso,” los desmitificadores de la época de las vanguardias latinoamericanas “enfocan la situación en toda su complejidad, volviéndose contra las clases dominantes y viendo en la degradación del hombre una consecuencia de la explotación económica y no de su destino individual. El paternalismo de Doña Bárbara (que es una especie de apoteosis del buen patrón) resulta de repente arcaico, ante los rasgos a la manera de Georg Grosz que observamos en Icaza o en Jorge Amado, en cuyos libros las huellas de lo pintoresco y de lo melodramático se disuelven por el desenmascaramiento social, haciendo presentir el paso de la ‘conciencia de país nuevo’ a la conciencia de país subdesarrollado,’ con las consecuencias políticas que eso comporta” (“Literatura y subdesarrollo” [1969], en Crítica radical; 301, 317). (Agradezco a Humberto Robles quien me recomendó que regresara a los ensayos de Cándido para sustentar mi interpretación de Icaza.) 2 Aunque el sufrimiento de los indígenas es un tema preponderante de la novela, quisiéramos sugerir que, en el fondo, Huasipungo es una crítica del proyecto modernizador de la nación ecuatoriana y los efectos nocivos del mismo. Es decir, Icaza no pretende (y, tal vez, no puede) llevar la caracterización y representación de los indígenas más allá de una mirada superficial y dolorosamente externa; su verdadera preocupación fue, pues, la de confrontar y deconstruir a los conductores mestizos del país moderno. 3 El texto de Icaza capta bellamente el poder omnipresente y absoluto del Huaira-Huañuy y, por extensión, el desgarramiento general que fácilmente se puede identificar como efecto principal de las influencias imponentes y confusas de la modernización. La explicación del narrador reza así: “Tras las tinieblas, en la profundidad de la noche, despertó el Huaira-Huañuy. Se derramó por las abras sin fondo de los glaciares. Anudó sus tentáculos silbantes en soportes de granito, lanzándose en poder fantasmal a las cuevas, a las cavernas. Corrió por las grietas de la tierra, mojando sus pies con queja ronca de torrentes. Nutrió su audacia en las fuerzas del mal que ocultan las cimas y los abismos . . . . Lleno de formas confusas, de ágiles rumores ondulantes, de libertad para destruir cuanto deseaba, se lanzó por la garganta del río, clavándose en el lago de la noche plácida que dormía en el valle. Trepó por la ladera, y en remolino de diablo suelto, de tromba de tinieblas, polvo y basura, danzó sobre el cadáver de Mama Pacha hasta arrancarle la bolsa repleta de penas. Un ruido de hojarasca en desbandada de huracán, de fuego que se extiende en pajonal de páramo, arrastró por las breñas, por los desfiladeros, por los caminos, el tesoro de la muerta. Astuto y sigiloso el Huaira-Huañuy acomodó bajo el alero pajizo de cada choza, sembró en la tierra miserable de los huasipungos, metió por las rendijas de las puertas, por los portillos de las tapias, por los huecos de las paredes, todas las penas que la magia caritativa de Mama Pacha escamoteaba cerca del amanecer, ebrio de fatiga, diluido en la diligencia de su propia maldad, huyó presuroso ante el ladrido de los perros, hacia el refugio de las montañas” (38-39). 4 Tace Hedrick contextualiza históricamente este concepto estereotipado que muchos manejaban al describir a los indios como un sector encerrado y alejado de los cambios inevitables de la época. Según explica en su Mestizo Modernism, prevalecía “the idea that the indigenous spirit, or character, was inherently melancholy, due, it was thought, to hundreds of years of subjugation. . . . This seemingly ingrained melancholy character, in turn, was connected to the supposed indigenous inability, or unwillingness, to enter into the mainstream of modernization, nation-building, and national history so important to Latin American countries at this period. Latin American Indians, that is, were still imagined as situated in a past which itself could be reused for nationalistic purposes, yet their undeniable presence in the present meant that the character of the contemporary Indian was hung over, immobile, and even decadent” (14-16).

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5

Hedrick expresa una idea muy parecida en su estudio sobre las tensiones entre el mestizaje y la modernización en América Latina: “What is called for, then, is not a new set of terms for the same sets of binaries, but a reexamination of the very framing categories by which we identify and by which we value the temporal and social spaces to which we belong” (207). 6 En vísperas de la inauguración de la primera Feria de Lectura Expolibro de Guayaquil (el 6 de julio de 2006), la crítica literaria, Cecilia Ansaldo, expresó conceptos parecidos en una entrevista publicada en El Universo de Guayaquil. 7 Pese a un posible exceso de optimismo, esta coincidencia transnacional de perspectivas sobre la nación mestiza y su resonancia en el caso ecuatoriano aparece en un ensayo reciente escrito por Juan Valdano. Según puntualiza: “El proyecto tradicional de nación blanco-mestiza es cuestionado desde la heterogeneidad cultural de la sociedad. . . . La Constitución Política de 1997 (artículo 1) define al Ecuador como un país pluriétnico y multicultural con lo que se ha dado un paso trascendente en un largo proceso en el que la sociedad ecuatoriana se reconoce, al fin, como una comunidad de pueblos cuyo fundamento es la diversidad de formas culturales” (81). Como complemento al comentario de Valdano, hace falta tomar en cuenta el punto de vista de Luis Macas, importante dirigente indígena del Ecuador, quien ve la necesidad de reemplazar conceptos de mestizaje (algunos de los cuales han sido diluidos por un multiculturalismo promocionado como apolítico) con la interculturalidad: “Creo que la propuesta de la interculturalidad va más allá de simplemente sentarnos a conversar cuan diferentes somos o no somos, o de las particularidades . . . . Así conversando de la experiencia en nuestro país hemos dicho: cómo podemos hablar de interculturalidad si existe un poder dominante, pueblos y culturas subordinados, desde su visión. Y es un poder agresivo y violento que está prácticamente arrasando con pueblos, culturas y sociedades” (sin pág.).

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