El matrimonio homosexual y los argumentos religiosos en la vida pública

May 27, 2017 | Autor: Manfred Svensson | Categoría: Debate over Same-Sex Marriage, Matrimonio, Homosexualidad y matrimonio
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Descripción

MATRIMONIO EN CONFLICTO Visiones rivales sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo

Mauro Basaure (Escuela de Sociología, Universidad Andrés Bello)

Manfred Svensson (Instituto de Filosofía, Universidad de los Andes)

(Editores)

Ensayo / Género

E D I T O R I A L CUARTOPROPIO

MATRIMONIO EN CONFLICTO Visiones rivales sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo © Mauro Basaure / Manfred Svensson (Editores)

Inscripción Nº 000.000 I.S.B.N. 978-956-260-000-0 © Editorial Cuarto Propio Valenzuela 990, Providencia, Santiago Fono/Fax: (56-2) 792 6520 Web: www.cuartopropio.cl Diseño y diagramación: Rosana Espino Edición: Paloma Bravo Impresión: DIMACOFI IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE 1ª edición, marzo de 2015 Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN EL RECONOCIMIENTO DEL MATRIMONIO ENTRE PERSONAS DEL MISMO SEXO Y LA NO RAZONABILIDAD DEL ARGUMENTO CONSERVADOR Mauro Basaure

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EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LOS ARGUMENTOS RELIGIOSOS EN LA VIDA PÚBLICA Manfred Svensson

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MATRIMONIO ENTRE PERSONAS DEL MISMO SEXO Y LA SELECCIÓN EVOLUTIVA DE LA CONDUCTA HOMOSEXUAL Aldo Mascareño

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¿UN CAMBIO DE CIVILIZACIÓN? Daniel Mansuy

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NEUTRALIDAD LIBERAL Y EL FIN DEL MATRIMONIO Daniel Loewe

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LO MATRIMONIAL Y LO PÚBLICO Eduardo Galaz

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DE LA ANDROGINIA MODERNA A LA ABOLICIÓN DEL MATRIMONIO Gonzalo Bustamante

171

MATRIMONIO, PAREJAS DEL MISMO SEXO Y DERECHO DE FAMILIA Hernán Corral

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EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y EL ORDEN DE GÉNERO Claudia Mora

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PRESUPUESTOS METODOLÓGICOS DE LA IDEA DE MATRIMONIO ENTRE PERSONAS DEL MISMO SEXO Raúl Madrid

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MATRIMONIO, HOMOSEXUALIDAD Y DESCONOCIMIENTO Javier Wilenmann

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EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL COMO NO-PROBLEMA Gonzalo Letelier

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AUTORES

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El matrimonio homosexual y los argumentos religiosos en la vida pública

MANFRED SVENSSON1*

¿Quién ha podido alguna vez imaginar el matrimonio sin el movimiento de los cuerpos y la necesidad de los sexos? Agustín de Hipona, Contra Juliano III, 25, 57

I. Introducción

Como toda discusión importante, la que versa sobre el matrimonio homosexual es también una discusión sobre el tipo de argumentos que estamos dispuestos a admitir cuando se trata de la organización de nuestra vida en común. Parece natural que éstos sean argumentos a cuyas premisas todos o una muy significativa mayoría demos nuestro asentimiento. Así, también personas con convicciones religiosas fuertes, a cada lado de esta discusión, se apuran en sostener que los argumentos religiosos deben quedar fuera de la misma; que aunque tales argumentos sean significativos para “los asuntos privados de las iglesias”, la discusión sobre lo que ha de hacer el Estado debe excluir tales argumentos2. Ni hablar de lo que piensan quienes jamás se han visto expuestos a un argumento de carácter religioso mínimamente razonado. Siendo este un asunto puramente civil, según con frecuencia se oye, parece evidente que esta es una de las materias en las que hay que ser restrictivo con el tipo de argumentos que son admitidos a la discusión. Pero en una sociedad pluralista, las premisas universalmente compartidas a las que tal discurso llama pueden ser inexistentes. Los llamados al consenso, a unirnos en torno a ciertos mínimos comunes, a articular la discusión en torno a derechos universalmente admitidos, a limitarnos a propuestas razonables, pueden ser llamados que pecan no por exceso –no por afirmar que estamos en una sociedad pluralista–,

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Por sus comentarios a una versión anterior de este capítulo agradezco a Eduardo Fuentes, Diego Honorato, Patricio Martínez y a mis colegas en el Grupo de Investiga*

también de la investigación realizada en el marco del proyecto Fondecyt 1130493. 2

Véase, por ejemplo, Sullivan (179) para este argumento en defensa de la práctica homosexual, y Budziszewski para el mismo discurso en defensa de la posición contraria.

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sino por defecto: por no haber captado la radicalidad de dicho pluralismo, por ignorar que todo –también los pretendidos mínimos– es controversial, materia de disputa. Hay una pretensión de espíritu crítico en quienes buscan reducir el tipo de argumentos a considerar como potencialmente válidos; pero si nuestra situación es de efectivo pluralismo radical, no es nada más que una pretensión: bajo tales condiciones su posición es más bien ingenua (no quiere ver cuán radical puede ser el desacuerdo) o interesada (nos hace imaginar un consenso que misteriosamente coincide con su propia posición). Más promisorio resulta partir, en cambio, por el franco reconocimiento de que aquí no sólo se aboga por conclusiones distintas, sino que se tiene también concepciones distintas de lo que es un argumento aceptable. Qué sea un buen argumento es parte de la discusión, algo también probado en ella, no dado previamente con toda nitidez. Eso debe ser tenido en mente no solo en relación con los argumentos religiosos. Algunas personas piensan que los argumentos con algún trasfondo religioso son de suyo irracionales; otras personas piensan que tal objeción puede valer no menos para las teorías de género (las que, después de todo, responden a una teoría filosófica, no a una simple acumulación de datos empíricos o experiencias). Tal situación de sospecha recíproca no tiene por qué implicar que unos u otros de estos argumentos sean de plano descartados; sí implica que deben introducirse en la discusión con conciencia de su carácter controversial. Una alternativa más sencilla, que arranque de premisas ya por todos compartidas, sencillamente no está a la mano (salvo que se quiera hacer pasar por compartido, como a todos nos ocurre con facilidad, precisamente aquello que está en disputa). No parece descaminado, como en diversas áreas del pensamiento contemporáneo está ocurriendo, abrirse a la pertinencia de discursos más robustos en la esfera pública (a modo de ilustración véase Waldron; Gray; Habermas y Ratzinger; Chaplin). El presente capítulo pregunta, en consecuencia, por la legitimidad y el sentido de los argumentos religiosos en la discusión sobre el matrimonio homosexual. Qué sea un argumento religioso es cuestión no más pacífica que la legitimidad de los mismos. Establecida su legitimidad y sentido, se desarrollará un posible argumento de este tipo, con miras a que pueda ser contrastado con el tipo de prácticas homofóbicas que muchas veces (legítima e ilegítimamente) son asociadas con la participación religiosa en esta discusión. La inclusión de un discurso explícitamente religioso puede desde luego preocupar a quienes están acostumbrados a percibir en tal discurso una profunda incomprensión de su identidad sexual. Pero los esfuerzos por exorcizar la religión del debate público son el tipo más inefectivo de exorcismo (Lilla). Lo que

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sí cabe hacer es resistir a quienes ven en la religión solo una fuerza que convoca grandes números y pasiones, y aprovechar en cambio su capacidad para introducir preguntas últimas. Después de todo, así como es evidente que necesitamos discursos más robustos en la esfera pública, salta también a la vista que no necesitamos más retórica exaltada. Con todo, no me haré cargo en este capítulo de los muchos malos argumentos que circulan entre algunos creyentes, ni del modo en que estos puedan haber contribuido al padecimiento de quienes son atraídos por su mismo sexo. Tampoco me haré cargo de las discusiones sobre el matrimonio homosexual y la libertad religiosa (sobre lo cual puede verse Laycook et al.). Cada uno de esos tópicos es real y merece atención; pero son tópicos que por lado y lado contribuyen a un victimismo que obstaculiza la deliberación (uno no se sienta a escuchar tranquilamente a su potencial perseguidor). No me ocupa, pues, aquí lo que ha padecido un grupo o lo que pudiera padecer otro; me ocupa aclarar si acaso tiene algún sentido que en la discusión de esta materia se atienda a argumentos de carácter religioso. Me preocupa la cuestión de si tales argumentos pueden “portarse bien en público” (por usar una expresión de Biggar), y me interesa aclarar qué puede constituir un argumento religioso. Parto, en efecto, con una consideración de ese tipo de argumentos al margen de la discusión puntual sobre el matrimonio homosexual, y espero que lo luego dicho sobre este sirva de ilustración respecto de cómo este género de argumentos puede hacerse presente en otros tópicos también.

II. Argumentos religiosos

No cabe duda de que es posible construir un argumento crítico respecto del matrimonio homosexual sin introducir premisas explícitamente religiosas. Es el trabajo que acometen algunos capítulos del presente volumen. Pero no es menos cierto que la preocupación por los cambios que implicaría la idea de matrimonio homosexual es una que se encuentra particularmente presente entre quienes cultivan algún tipo de creencia religiosa. El hecho de que muchas veces se expresen en términos que no parecen explícitamente religiosos no constituye necesariamente un ocultamiento de su posición; después de todo, dependiendo de cuál sea la creencia religiosa que profesen, la misma puede incluir una fuerte convicción de que hay territorio común entre todos los seres humanos, pudiendo este ser usado como punto de arranque. Con todo, si especialmente entre los creyentes hay algún tipo de duda sobre una materia como el matrimonio homosexual, parece positivo

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que esta sea explicitada sacando a la luz la preocupación más honda de la respectiva tradición religiosa, con sus argumentos más propios. Eso puede en un sentido dificultar la aceptación de las propias conclusiones (al menos su aceptación rápida), pero al mismo tiempo puede contribuir a volver más inteligibles las mismas. Dicha elemental distinción entre inteligibilidad y aceptabilidad resulta crucial, dada la recurrente sugerencia de que el discurso religioso resulta incomprensible para una parte significativa de la sociedad. Ciertamente los argumentos incomprensibles deben estar fuera de la esfera pública (y de cualquier otra esfera también). Pero los argumentos religiosos, nos parezcan aceptables o no, no son de suyo más ininteligibles que otros argumentos, aunque a veces requieran de esfuerzo –como cualquier buen argumento– por parte de quien empieza a frecuentarlos. Calificarlos de incomprensibles parece más bien una evasión de la propia responsabilidad, un ejercicio retórico que traslada de modo unilateral el peso de la prueba. Pero esto desde luego nos plantea la pregunta respecto de qué puede ser considerado un argumento religioso. En efecto, la primera pregunta no es si pueden ser comprendidos o si debemos aceptarlos, sino si la categoría de argumentos “religiosos” es susceptible de adecuada delimitación. Porque el reproche de argumento “religioso” lo suelen recibir también algunos argumentos filosóficos. Este es, de hecho, uno de los patrones recurrentes en la discusión: se reconoce una serie de razones como aceptables por todos en un proceso de justificación recíproca, y a esas se las considera moralmente válidas; a otras razones, en cambio, se las considera como atendibles para un grupo específico, y a esas se las considera religiosa o éticamente válidas3. El grupo específico que promueve cierta visión respecto de cómo es mejor vivir no tiene, ciertamente, por qué ser un grupo religioso, sino que también podría tratarse de una agrupación de otro carácter; pero en tanto la argumentación presupone un ethos, un trasfondo religioso o cultural distintivo, estaría alejada de la universalidad de la moral. El hecho de que algunos argumentos religiosos y filosóficos reciban un mismo tratamiento (esto es, el que se acentúe el carácter limitado de su validez), no obedece solo a una torpe confusión (aunque algo de ella se encuentre con frecuencia). Se trata, por el contrario, de la exclusión de argumentos vinculados con lo que, grosso modo, podemos llamar el sentido de la vida. A salvo estarían entonces las normas morales universales capaces

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Así, en relación con la discusión sobre el matrimonio homosexual, Forst (738). Hay en la literatura sobre el tema que aquí abordamos un constante arrancar de este tipo de distinción entre moralidad y eticidad como algo dado, o al menos como algo fácilmente aceptable por las partes en disputa, sin atención alguna a su carácter altamente cuestionable. Para una crítica de esta pretensión, y de la estrechez de las preguntas morales de ahí resultantes, véase MacIntyre.

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de una fundamentación independiente de todo ethos particular (si es que tal fundamentación independiente es posible). Así, hay abundancia de personas que, por lado y lado de la discusión, participan intentando restringirse a los argumentos que pasan (o pretenden pasar) estos estrictos (aunque tal vez infundados y arbitrariamente estrechos) criterios de justificación moral. Lo usualmente excluido (sea en la teoría liberal o en las condiciones fácticas en las que nos encontramos) serían, entonces, argumentos que al parecer atienden a algo más que lo que nos debemos por la estricta consideración de que somos ciudadanos libres e iguales. Son los argumentos “robustos”, religiosos o filosóficos, que implican un entramado sustantivo de tesis sobre el sentido de la vida y, por extensión, del sentido de la sexualidad. Esos son, efectivamente, argumentos que, aunque sean filosóficos, presentan cierto “parecido de familia” con los argumentos que podemos llamar “religiosos”. Tal parentesco lleva a que por unos mismos motivos los dos tipos de argumento sean rechazados; podría llevar también a que por unos mismos motivos sean aceptados. Aunque centradas en argumentos religiosos, las páginas que siguen pueden, pues, ser leídas también como un prólogo a ciertos argumentos filosóficos. En el rechazo de unos y otros de estos argumentos confluyen por supuesto no sólo teorías respecto de qué constituye un argumento aceptable, sino también evaluaciones de nuestro propio momento histórico y de lo que le sería peculiar. En el trasfondo de esta discusión se encuentra la idea de que en una comunidad secularizada o pluralista, las normas e instituciones en común no pueden depender de una concepción privada del sentido de la vida, por legítimo que sea plantear en otro lugar dichas preguntas por el sentido. Privadas, en tal escenario, son precisamente todas las preguntas filosóficas últimas. Un adecuado análisis del problema en cuestión pasa, entonces, por una revisión crítica de las categorías aquí empleadas, una revisión crítica del subyacente diagnóstico que hay de la secularización y del carácter público o privado de ciertos argumentos. Que aquí tal revisión crítica no puede ser presentada in extenso es algo que de más está señalar. Pero bien podemos trazar un mapa general del marco dentro del que se mueven las presentes reflexiones. Consideremos, en primer lugar, la idea de secularización. Si cuarenta años atrás podía hablarse de la filosofía como una disciplina secularizada, hoy eminentes filósofos naturalistas más bien lamentan su “desecularización” (Smith). Después de todo, si el escenario filosófico ha cambiado en los últimos cincuenta años, una parte significativa de tal cambio consiste en la pérdida de timidez en la filosofía de la religión y en el nacer, entre otros fenómenos, del conjunto de enfoques que

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circulan bajo el título de teología política. Se trata de un cambio multiforme, que difícilmente se podría en conjunto evaluar como positivo o negativo; pero como indicio contra una simple y lineal secularización sin duda debe ser tenido en mente. Pero ese mismo término “desecularización” es usado también para describir algo más que un giro en una porción de la academia; nombra también, por ejemplo en la obra de Peter Berger, un proceso social más amplio. Y lo decisivo es que esta desecularización ha tenido lugar precisamente en sociedades con fuertes procesos de modernización. La idea de que la modernización implique secularización parece, en efecto, refutada por los hechos antes que por la teoría, y son los teóricos de la secularización los que han tenido que adaptarse. El mismo Berger –como luego también Habermas– es un caso ilustrativo de tal desarrollo. Como ha retrocedido el diagnóstico de la secularización, ha retrocedido también la idea de que se pueda dar con el ideal de neutralidad que, en diversas formas, siempre está presente en la teoría liberal. Puede estar en crisis el “matrimonio tradicional”, pero no es menor la crisis que padece la idea de que alguna tesis legal o moral, alguna descripción de la naturaleza de instituciones como el matrimonio, exista con independencia de una visión de mundo específica. ¿Qué ocurre en tal escenario con la pretendida invalidez pública de los argumentos religiosos? Desde luego la situación invita a una aproximación matizada. Por lo pronto, está claro que el carácter público o privado de un argumento no es irrelevante. El tipo de tarea realizada en un libro como este, por ejemplo, la tarea de confrontación, es precisamente un ejercicio en el uso público de la razón. Quien en tal escenario presenta solo argumentos en provecho propio, queda por defecto fuera del debate. Quien hace público su argumento egoísta con eso ya lo ha refutado. Pero “uso público de la razón” y “razón pública” no son lo mismo. Aunque el uso público de la razón tenga efectos positivos como el señalado, eso es distinto de la presunción de que exista algo semejante a una razón pública. Nadie dispone de argumentos que sean ellos mismos más conformes a una abstracta “razón pública” que otros. No tenemos un mecanismo que nos permita saber de antemano si un argumento será por su contenido más público que otros, ni estamos legitimados en poner el tipo de origen del argumento como barrera de entrada a la discusión. Como lo ha señalado Charles Taylor (Habermas y Taylor), la religión no se encuentra aquí en una situación peculiar, que permita contrastarla de modo nítido con otro tipo de fuentes de argumentación: las controversias religiosas pueden ser interminables, pero no son de suyo más insolubles, ni de menor carácter público, que las discusiones entre kantianos y utilitaristas. Que se trata de visiones “particulares” de la

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realidad es, en un sentido, indiscutible: son particulares en el sentido de ser visiones de la realidad distintas de otras, abrazadas por individuos y cuerpos específicos. Pero eso no es un elemento distintivo de las visiones religiosas de la vida: todos tenemos “visiones comprehensivas” de la realidad, más o menos articuladas y distinguidas de sus rivales. Algunas de dichas visiones de la realidad gozan, desde luego, de facto de una aceptación pública mayor. Pero de facto, no de iure. Ocurre hasta en las mejores familias filosóficas que alguien confunda esa popularidad con un argumento. Pero pensar consiste en resistir ese tipo de confusiones. Resistidas, se despeja el camino para que también los argumentos que no gozan de popularidad sean atendidos. Sin embargo, el reconocimiento de la legitimidad de los argumentos religiosos públicos no nos retrotrae a una condición premoderna. Si estamos ante un creciente reconocimiento de que la argumentación religiosa (en el amplio sentido que incluye también varias posiciones filosóficas) es inevitable, si incluso los argumentos teológicos adquieren en algunos campos renovado vigor (Milbank), esto tiene, sin embargo, lugar en un contexto que ha dejado de ser religiosamente homogéneo. En el contexto pluralista el argumento religioso no se impone por una autoridad ampliamente reconocida, sino que se ve forzado a desplegar lo mejor que tenga en capacidad de persuasión, impelido también a la participación en procesos de deliberación que implican la atenta escucha de la contraparte. Quien se involucra en tal proyecto sabe que puede perder o ganar; sabe que cuando gana puede tener que hacer fuertes acomodos para minimizar el impacto de algunas de sus ideas sobre quienes no las comparten; sabe, sin embargo, que no hay modo de evitar que el Estado refleje, al menos en cuestiones fundamentales de justicia, alguna concepción específica del sentido de la vida humana.

III. Una sola carne (pero un doble lenguaje)

Hasta aquí he procedido de modo general sugiriendo la validez de argumentos “religiosos”. La expresión es problemática no sólo porque incluye una serie amplia de argumentos filosóficos, sino porque incluso dejando de lado la relación con la filosofía es difícil, tal vez imposible, determinar exactamente qué es un argumento religioso. La razón de tal dificultad se encuentra en que la misma categoría “religión” es una creación moderna (incluso el término es casi inexistente antes, y en cualquier caso su uso es distinto del moderno): la modernidad no separa una política y una religión previamente unidas, sino que crea la religión como esfera de acción específica, y solo así logra crear también

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su mellizo, la secularidad (Cavanaugh). Trabajar desde la vaga idea de que hay ciertos argumentos religiosos y otros seculares es asumir acríticamente esta compleja herencia. Hay diversas maneras de enfrentar este escollo, y una de ellas es hablar desde una religión en particular (pues varias de estas, a diferencia de la resbaladiza categoría que pretende agruparlas, ciertamente han existido por un buen tiempo). Eso es lo que me propongo hacer a continuación, hablando desde el cristianismo (protestante, aunque no estoy consciente de algún punto significativo en que lo expuesto a continuación no pudiese ser dicho por un católico o un ortodoxo, y en buena medida también por un judío). Diversos elementos característicos del judaísmo y del cristianismo podrían aquí ser sacados a colación para ilustrar qué constituye un argumento religioso que pueda tener pretensiones de ser considerado en la discusión pública. Piénsese, por ejemplo, en la noción de pacto. Esta ocupa un lugar prominente en la comprensión bíblica del matrimonio, pero sirve antes que eso para designar no la relación entre un hombre y una mujer, sino entre Dios y el pueblo con el que Él entra en relación. La diferencia entre las partes involucradas y la permanencia de la relación son, entre otros, elementos constitutivos fundamentales para ese tipo de relación. Ahora bien, ese tipo de lenguaje pactal es ocasionalmente reapropiado en la discusión secular contemporánea. A veces dicha reapropiación tiene lugar a nivel primordialmente teórico, otras veces a través de legislaciones que permiten elegir entre un matrimonio “pactal” y uno “contractual”4. Pero dicha reapropiación no implica que la esfera matrimonial esté cayendo bajo el dominio eclesiástico; implica un simple redescubrimiento de que un modelo puramente contractual puede no ajustarse a nuestra experiencia o a nuestras expectativas de lo que es el matrimonio, experiencia y expectativas que por tanto tiene sentido buscar iluminar desde comprensiones rivales del matrimonio. Este tipo de argumento puede, pues, avanzar con diversos grados de conciencia respecto de su propio trasfondo religioso, y ciertamente será un avance que requerirá ir de la mano de otros tipos de reflexión también. La noción de pacto da, en suma, una impresión respecto de cómo pueden ser compatibles el enraizamiento judeocristiano de una idea con la posibilidad de su comprensión y apropiación públicas. No es distinto lo que ocurre con

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El lenguaje de matrimonio “pactal” se introdujo ya hace cerca de dos décadas como alternativa más exigente al “contractual” tanto en la formalización como en la disolución de la unión. Desde 1997 algunos estados han implementado en Estados Unidos formatos paralelos en el derecho de familia, admitiendo la elección de un régimen pactal. Para una síntesis de la discusión puede verse Witte y Nichols. Como ejemplo puede verse Brinig.

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la idea de “unión en una sola carne”, que ha cobrado especial prominencia en el debate reciente sobre el matrimonio. Pero antes de dirigir la mirada a ese punto es pertinente reconocer que en el debate público sobre la materia que aquí tratamos circulan más bien los textos bíblicos que parecen contener una condena explícita de la homosexualidad. El carácter enfático de tales textos (¡con qué gusto se cita palabras como “abominación” de Levítico 18!) parece atraer a ambos lados de la discusión: son textos tales los que se cita de lado y lado, para refrendar o desacreditar una posición, textos que a pesar de su aparente claridad han sido objeto de amplia disputa interpretativa. Lo relevante, con todo, no puede ser el número de tales textos ni lo enfáticos que sean, sino el modo en que se encuentren enraizados o no en una visión coherente de la sexualidad presente en el conjunto de los textos bíblicos: los textos puntuales sobre la homosexualidad constituyen nada más que la punta del iceberg, punta que naturalmente descansa sobre una más amplia comprensión de la sexualidad humana (ignorando la cual solo puede llamar la atención, por lado y lado, el carácter cortante de dicha punta). Conviene, entonces, dirigir la mirada al resto del iceberg, y quien lo hace no puede sino ver que la sexualidad es un tópico que atraviesa el texto bíblico de principio a cabo: de la identidad de los seres humanos el Génesis no dice en el principio virtualmente nada salvo por el hecho de que, creados iguales a imagen de Dios, eran sin embargo distintos entre sí, creados como hombres y mujeres, llamados a fructificar (1:18) mediante la unión en una sola carne (2:24), de modo que estando desnudos no se avergonzaban (2:25). Es un marco creacional de ese tenor, más que los textos específicos sobre la homosexualidad, el que puede resultar de interés. Es ese, de hecho, el marco adoptado en el Nuevo Testamento cuando se trata de hablar de modo normativo sobre el matrimonio: Jesús responde a las preguntas sobre el divorcio no apelando a la ley de Dios, ni tampoco al amor de Dios, sino a la creación de Dios: “¿no habéis leído que el que los hizo al principio…” (Mateo 19 y Marcos 10); de modo similar opera Pablo en Efesios 5. Por lo demás, las imágenes nupciales, que explícita o implícitamente remiten a la diferencia sexual presentada en el relato del Génesis, se extienden de un modo enfático y variado por toda la Biblia. Así, es común la práctica de tratar la idolatría como un caso de prostitución o adulterio, y todo cierra en el Apocalipsis con las bodas del Cordero. Puede ser poco lo que la Biblia dice explícitamente sobre la homosexualidad, pero está lejos de ser periférica en ella la visión de la sexualidad que lo sustenta5. Por lo que a la posterior tradición

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No estará fuera de lugar reconocer que aquí desde luego está implicada cierta posición, aunque sea de carácter muy general, en las discusiones los orígenes del ser humano. Para una concepción estrictamente naturalista, lo aquí señalado tiene por

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cristiana respecta, por cierto, pocos pretenderán que ha sido uniforme en su consideración de esta materia; pero es digno de nota que el vuelco contra una lectura espiritualizante de la diferencia sexual no proviene de la preocupación contemporánea con la homosexualidad, sino que muestra un carácter más remoto y así más explicable por el desarrollo de la lógica interna del cristianismo mismo (Roberts). Con todo, un argumento religioso que busca ser fructífero en las condiciones de una vida pública pluralista desde luego no puede limitarse a la mera enunciación de lo anterior. No puede contentarse con enunciar que en conformidad con un diseño divino el matrimonio es entre un hombre y una mujer. Tiene que dar algún indicio de por qué deberíamos seguir creyendo algo semejante. Dicho esfuerzo es ocasionalmente descrito como el intento por ofrecer una “traducción” de la creencia religiosa a alguna equivalencia secular. Con esa expresión pueden, sin embargo, estarse sugiriendo proyectos muy disímiles. Por lo pronto, digamos que no habría por qué esperar que la traducción implique desarraigar dichos textos de la cosmovisión que los nutre. Puede, por el contrario, implicar el esfuerzo por tomarse lo más en serio posible la literalidad de la idea de que un hombre y una mujer se vuelven en el matrimonio una carne, dejando de lado la idea de que se trate de una metáfora. Para introducirnos en esa lógica, uno puede partir por afirmar que el amor efectivamente implica una búsqueda de unión; busca el bien de la persona amada, pero también la unión con ella. Dependiendo del tipo de amor en cuestión, varía por supuesto el tipo de unión. Pero siempre implica algún tipo de unión, y en el caso del matrimonio el Antiguo Testamento la presenta como una unión en “una carne” (Gn. 2:24), lo que Pablo retoma como un volverse “un cuerpo” (I Cor. 6:16). Podría decirse que en la realidad que se atribuya a esta afirmación se juega toda la discusión: el esfuerzo por ofrecer una articulada visión cristiana (como, por ejemplo, en Pruss 2013) de la sexualidad es el esfuerzo por explicar esta unión sin diluirla en una unión espiritual. Si dos adultos forman una sociedad para el solo fin de educar niños, no llamamos a eso matrimonio; tampoco llamamos matrimonio a una sociedad que exista para el solo amor o cuidado mutuo. Llamamos matrimonio a una peculiar conjunción de estas dos realidades. En discusión está, como lo han enfatizado los defensores de la concepción conyugal del matrimonio, no el amor, sino el amor marital, y la pregunta

supuesto que resultar un completo sinsentido. Lo menos que está implicado, es una entidad como para dotar de sentido a detalles del relato como los aquí citados.

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por el tipo de unión en que se realiza. ¿Qué papel desempeña en tal unión la sexualidad? Quienes conciben la unión sexual como un mero símbolo de una superior unión espiritual solo pueden afirmar en un sentido muy limitado que la sexualidad sea central para el matrimonio; quien, en cambio, quiere tomar literalmente la idea de unión en una carne, tiene por fuerza que inclinarse en dirección contraria. Una de las cosas sobre las que en tal caso se llamará la atención, es el hecho de que en la unión sexual el hombre y la mujer efectivamente operan como un organismo biológico. Esto es, en relación con la reproducción hombres y mujeres somos incompletos, en contraste con el comer y el caminar, con el dormir y el correr, para los que cada uno de nosotros es una unidad completa. El sujeto de las relaciones sexuales son el hombre y la mujer operando como una unidad, y ello en un sentido distinto de si decimos que forman una unidad al practicar un deporte como equipo. Este punto parece cardinal para entender lo que está en juego: no se está sugiriendo que cualquier contacto sexual ya implique el volverse “una carne” (caso en el cual las parejas de un mismo sexo con razón reclamarían para sí tal descripción, que en su lúcida historia previa nunca reclamaron). ¿Significa esto que una pareja homosexual no puede contraer matrimonio por el simple hecho de que no puede tener hijos? Esa es la manera crasa de expresarlo. Pero una idea deficientemente transmitida puede volverse irreconocible. La idea se vuelve, en efecto, irreconocible si la sexualidad pasa a ser comprendida como medio para la producción de hijos. ¿Es esa la comprensión tradicional del matrimonio? Ciertamente no, pero en el contexto de los actuales debates los defensores de dicha comprensión bien pueden terminar poniendo acentos que tuerzan su propia posición en esa dirección. La proyección de tal idea es igualmente común entre quienes defienden el matrimonio homosexual, que escriben como si un vínculo fundamental del matrimonio con la reproducción solo pudiese explicarse en términos utilitaristas de producción6. En cualquier caso, venga del lado que venga, la idea de la sexualidad como mero medio para la reproducción tiene que ser rechazada: tiene que ser rechazada con la idea igualmente utilitarista de la relación sexual entendida como mero intercambio recíproco de placeres. Contra esos dos tipos de reducción la tradición desde la que aquí escribo puede, por ejemplo, ver la unión sexual como una “renovación de pacto”. A pocos les cabrán dudas de que la fidelidad resaltada por tal lenguaje constituye ella misma un bien, no un mero medio para el fin

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Para un elocuente ejemplo véase las acusaciones de “instrumentalización” y “producción” en Williams (318).

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de la reproducción. La oposición al matrimonio homosexual no implica, entonces, la descabellada visión respecto de la sexualidad según la cual todo acto sexual deba consistir en una intencional orientación a la reproducción. La aprobación del matrimonio homosexual, en tanto, sí implica una idiosincrática tesis: que no hay en realidad vínculo relevante alguno entre sexualidad y reproducción. La tesis es idiosincrática porque de las distintas razones por las que las personas se unen sexualmente, es dicho vínculo el que ha dado importancia pública a algunas uniones. Es por dicho vínculo, también, que puede ser razonable que un padre o madre que rompe su unión conyugal para unirse a alguien de su mismo sexo pueda conservar sus hijos; dicho punto no es parte de una “agenda gay”, sino que obedece a la muy tradicional idea de que casi siempre lo mejor para los niños es estar con sus padres. El matrimonio es, pues, una unión entre dos personas que al Estado le interesa reconocer y apoyar porque es algo más que una unión entre dos personas, o porque es un tipo muy específico de unión entre dos personas, una unión con un horizonte intergeneracional. Ese horizonte intergeneracional presupone precisamente la generación, presupone que se trate de una unión potencialmente generativa, como son las relaciones entre personas de sexo opuesto. Una pareja heterosexual impotente –usualmente invocadas en este punto como contraargumento– busca en lo posible curar tal incapacidad; es una ironía no pequeña que sean homologadas con las parejas homosexuales precisamente en el momento de la historia en el que (en muchos casos con buena razón) las referencias a curar la homosexualidad son cuestionadas. La constatación de todo lo anterior no dice nada respecto del amor que puede haber en una pareja homosexual, ni de los diversos bienes que en su unión puedan estar buscando. Sí dice algo respecto de por qué la importancia pública del matrimonio pende de que sea entendido como unión de un hombre y una mujer como parte de la sucesión de generaciones. Llegados a este punto, podemos volver sobre el carácter religioso del argumento. ¿Tiene tal carácter? La apelación inicial al Génesis y a su recepción neotestamentaria parece indicio suficiente de eso, y lo menos que se puede decir es que este tipo de argumentación debiera apelar de modo particularmente fuerte a quienes se encuentran en comunidades de convicción articuladas en torno a esos textos. Pero no es menos cierto que una porción muy significativa de lo que aquí he sostenido es susceptible de apoyo argumentativo independiente de los mismos. Por lo demás, al margen del carácter teológico o filosófico de la argumentación que se provea, es también relevante el hecho de que el lenguaje religioso se encuentra presente en la descripción del matrimonio también

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fuera de las grandes religiones. La larga tradición occidental de reflexión secular sobre el matrimonio se expresa, en efecto, en un doble lenguaje: en palabras del Digesto de Justiniano (23. 2. 1), el matrimonio es “una unión de un hombre y una mujer para comunidad (consortium) de toda la vida, involucrando ley divina y humana”. También Plutarco escribe sobre cómo junto a “la unión física” se da la participación en “grandes misterios”. Entre los tempranos constitucionalistas norteamericanos, Joseph Story podía escribir sobre cómo, dadas las características del matrimonio, éste es un contrato “natural, civil y religioso”, siendo un “gran error pensar que por ser lo uno no pueda también ser lo otro” (Witte). No es extraño que el matrimonio sea descrito con este doble lenguaje, con un tono religioso y secular a la vez. Eso se corresponde, por el contrario, con la imagen del matrimonio como una institución compleja, capaz de mantener unidos varios tipos dispares de bienes. En variados contextos Don Browning (2000 y Browning et al.) ha llamado la atención sobre la manera en que la reflexión tradicional sobre el matrimonio ha sido, por decirlo así, natural y sacramental a la vez: se ha tratado de apreciar cómo una misma institución logra integrar cosas tales como el afecto entre los esposos, el altruismo entre parientes, la procreación y educación, las relaciones sexuales, el cuidado mutuo y el acopio de bienes, y todo esto unido a la idea de que se trata de un sacramento (en el lenguaje que preferiría la tradición católico-romana) o un pacto (en el lenguaje más común en el protestantismo). Así como en la unión sexual la mujer y el hombre se vuelven uno en ese sentido peculiar que nos lleva a describirlos como “una carne”, la institución que llamamos matrimonio es una que busca la integración de este complejo entramado de bienes. La plausibilidad del matrimonio homosexual, sugeriré en las dos siguientes secciones, solo aparece cuando esos dos nudos son deshechos: cuando, por una parte, la fuerte materialidad de la expresión “una carne” es reemplazada por alguna concepción dualista del hombre y cuando, por otra parte, el complejo conjunto de bienes unidos por el matrimonio es repensado en términos de una racionalidad técnica que solo sabe articular medios y fines.

IV. Argumento religioso público y controversia religiosa interna

El planteamiento que acabo de reseñar puede tener un papel a desempeñar –como señalé desde un principio y como ya volveré a postular– en la discusión pública en sociedades pluralistas contemporáneas. Pero es importante también para las controversias intrareligiosas. Cabe, con todo, preguntarse si acaso tiene sentido atender a estas en el mismo

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instante en el que se está pensando en la controversia extraconfesional por la que se busca determinar políticas públicas. No tendemos a concebir que algo pueda ser importante a la vez para ambos tipos de controversia. Es más, si a muchos les resulta difícil aceptar que algún argumento religioso tenga validez pública, tanto más difícil les parecerá que este sea el caso al tratarse de ideas religiosas controversiales en la comunidad de origen de las mismas. Las controversias intracristianas respecto de la homosexualidad (se encuentren o no directamente vinculadas al debate sobre el matrimonio) constituyen un caso casi arquetípico de tal preconcepción: son discusiones que trascienden las fronteras eclesiásticas, generando la impresión de tratarse de una materia en que nada significativo puede ser dicho desde alguna comunidad religiosa. Dichas controversias intracristianas son por supuesto de variado tenor, e indudablemente muchas han tenido un efecto positivo en términos de reducción de la discriminación arbitraria hacia quienes tienen atracción por personas de su mismo sexo. Entre dichas controversias las más significativas son, probablemente, aquellas relativas a la comprensión de los pasajes bíblicos seminales a los que en un principio aludí. Por décadas creció la incertidumbre sobre si acaso los pasajes bíblicos relevantes contenían siquiera una enseñanza como la que tradicionalmente se leyó en ellos. Aunque la cuestión desde luego sigue siendo controversial, no puede sino constatarse que hoy dicha incertidumbre se ha vuelto a reducir de un modo sustantivo, de modo que los defensores de la práctica homosexual han vuelto a percibir la distancia que los separaría de los textos bíblicos. En Homosexualidad y civilización, Louis Compton ha dado voz a esa percepción: la lectura progresista de la Biblia sería “bienintencionada”, pero “forzada y ahistórica” (114). Esa misma constatación se encuentra hoy entre varias de las más destacadas cabezas teológicas tanto del campo conservador como del liberal7. Pero aquí no basta con constatar cierto retroceso de las lecturas revisionistas de la Biblia. La pregunta relevante es sobre el porqué de las diferencias, ya que quienes disienten entre sí son muchas veces igualmente creyentes, inteligentes, y exegetas capaces. La variedad de convicciones sobre esta materia se extiende, por lo demás, hacia los comienzos del cristianismo. Pero tal hecho, lejos de volver más oscura la resolución del problema, la facilita; la facilita, pues es más evidente ahí,

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en la discusión que aquí abordamos), no pretendiendo que uno u otro de estos autores sea con justicia descrito como conservador o liberal. Para posiciones divergentes respecto del matrimonio, pero unánimes en su constatación respecto del sentido del mensaje bíblico, puede verse Gagnon; Hays; Pannenberg; Pronk; Via y Gagnon.

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en la Antigüedad, qué convicciones son las que acompañan y sustentan un discurso religioso favorable a la homosexualidad. En efecto, quienes buscan un cristianismo menos crítico de la práctica homosexual apelan regularmente a textos gnósticos (o si no a los textos, al menos a un cierto espíritu gnóstico), que representarían la existencia de tal tipo de cristianismo ya en los primeros tiempos8. Este relato suele ir acompañado de una peculiar historia del cristianismo, según la cual esta situación originalmente diversa se va lentamente perdiendo a favor de una rígida ortodoxia, proceso en el que también la ética sexual se habría rigidizado. El relato puede tener formas menos o más sofisticadas, y desde luego no cabe aquí detenernos a discutir sus aciertos y deficiencias. Pero piénsese lo que se piense al respecto, se puede sin mayor titubeo conceder el punto aquí en cuestión: la aprobación de la homosexualidad en diversos grupos gnósticos. Tales grupos gnósticos –que por lo pronto podemos caracterizar por su dualismo entre materia y espíritu y por la asociada identificación de la materialidad con el mal– constituyen sin duda uno de los mayores desafíos internos del cristianismo en la Antigüedad tardía. A la luz de los escasos aunque convergentes testimonios que poseemos, entre los tempranos grupos gnósticos no es inusual la disposición favorable a la homosexualidad. Pero lo crucial es que no se trata ahí de algo ajeno al gnosticismo que haya sido aceptado por ser los gnósticos un grupo con una política menos rígida, abierta a lo “diverso”. Lo que hay, por el contrario, es una correspondencia entre las creencias gnósticas y la práctica que acogen, una correspondencia que se extiende hasta el aspecto procreativo: la razón por la que la mujer muchas veces era depreciada en el antiguo gnosticismo es porque mediante la reproducción perpetuaba la permanencia del ser humano en el mundo material. De la ontología gnóstica se sigue un amplio abanico de prácticas y expectativas, desde ritos homosexuales de iniciación a anhelos por transformación de las mujeres en hombres; dichos dispares deseos y prácticas tienen en común el estar integrados con el proceso de salvación como es concebido por estos grupos9.

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Véase, por ejemplo, Klawitter. Vale la pena notar la relación acrítica que hay en estos que los canónicos como documentos históricos para comprender el cristianismo primitivo. Al respecto puede ser un buen correctivo dirigir la mirada a Kostenberger y Kruger 2010.

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Para una síntesis altamente informativa véase Larson. Ilustrativo respecto de la atracción contemporánea que genera el movimiento es el caso de Morton Smith y su controversial descubrimiento (o invención) de un evangelio secreto de Marcos. Para dicho caso véase Jeffery.

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El gnosticismo antiguo presenta desde luego dicho mensaje dentro de relatos míticos que hoy parecen de una extravagancia sin mucha posibilidad de acogida contemporánea. Pero si sacamos dicha cáscara, hay un núcleo de significativa persistencia (como ha sido sugerido también respecto de otros elementos del gnosticismo, entre otros por Jonas; Thompson; y Voegelin). Si algo une a los muchos grupos dispares que conforman el discurso actual sobre la sexualidad, es la convicción de que nuestros cuerpos no dicen nada decisivo sobre quiénes somos, que eso hay que buscarlo en nuestro corazón, identidad u orientación. “Sexo sin sexo”, ha llamado Fabrice Hadjadj (38) al resultado, ya que la sexualidad se ha retirado del sexo para establecerse en el cerebro, el inconsciente, o en algún otro lugar alejado de ese cuerpo que somos. Muchas veces tal movimiento se hace sin conciencia de ningún antecedente remoto; en otras ocasiones, con consciente filiación gnóstica; en otras, por último, sustentándose en algún tipo de dualismo menos radical que el gnóstico, como en la apelación de Boswell (27) al hecho de que para los griegos solo el amor homosexual podía en último término ser “puro y verdaderamente espiritual”, que solo él podría “trascender el sexo”. Agustín de Hipona se preguntaba “quién podría imaginar el matrimonio sin el movimiento de los cuerpos y la necesidad de los sexos” (Contra Juliano 3, 25, 57); pero ostensiblemente existen quienes lo pueden imaginar así. Podemos ignorar el gnosticismo antiguo todo lo que queramos, pero no podemos ignorar que las alternativas éticas y políticas contemporáneas guardan una relación significativa con la medida en que se esté separando al hombre de su propio cuerpo, haciendo como si este no fuera un elemento constitutivo para pensar respecto de cómo vivir10. Ahora bien, si se acepta en alguna medida lo que hasta aquí he sugerido –esto es, que sí puede haber un apoyo religioso a la homosexualidad, por ejemplo uno enraizado en el antiguo gnosticismo o en las variantes que del mismo se pueda encontrar hoy–, ¿a qué conclusiones nos mueve eso? ¿No cabe de ahí sacar conclusiones tanto para el debate público como para las controversias internas de cada religión? Creo que sí. Pero para sacar dichas conclusiones, para que la discusión sea clarificadora, es preciso notar que ninguna de estas posiciones –ni la oposición ni el apoyo a la práctica homosexual (ni, por extensión, al matrimonio homosexual)– debieran ser remontadas de un modo vago a “la religión”, sino precisamente a concepciones religiosas contrapuestas y a las divergentes comprensiones de la sexualidad que de ellas se

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Al respecto véase Lee y George, así como Roberts (185-232) para una discusión crítica de ese tipo de dualismos en la teología contemporánea.

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derivan. En tanto perdemos nuestra capacidad para ver tales contraposiciones (por ejemplo por la tendencia a ver el gnosticismo como solo una corriente más dentro de un variopinto cristianismo primitivo), la discusión se vuelve en ese sentido más opaca. Por lo que respecta, entonces, al debate público, lo que salta a la vista es que en este no estamos simplemente enfrentados a una elección entre posiciones religiosas y posiciones seculares, sino muchas veces a concepciones religiosas rivales. Desde luego no de modo expreso: ni siquiera en el debate académico estas llegan a verse a sí mismas como tales. Pero bien se puede sugerir este diagnóstico como algo que subyace a toda la discusión pública. Al redefinir el matrimonio en términos de simple unión entre dos personas, en lugar de la tradicional comprensión de este como una unión entre un hombre y una mujer dentro de un marco de justicia entre las generaciones, no se está adoptando una posición simplemente secular, sino privilegiando una comprensión gnóstica o dualista del ser humano. Naturalmente puede ocurrir que una sociedad opte por seguir dicho camino; pero es deseable que en ese caso lo haga con conciencia del tipo de premisas a las que está adhiriendo. La cuestión de si acaso describir dichas premisas como en último término religiosas o en último término filosóficas depende por supuesto de la compleja delimitación de un concepto como “religión”, y depende también de la medida en que junto a un dualismo de raíz gnóstica se quiera atender a las divisiones entre naturaleza y libertad o entre el cuerpo y el yo que nos acompañan en la filosofía desde hace siglos. ¿Religión o filosofía? Para los propósitos de esta discusión, bien cabe limitarnos a hablar de una discusión entre cosmovisiones rivales que tienen, cada una de ellas, expresión religiosa y filosófica. Para las controversias intraeclesiásticas, en tanto, la claridad respecto de lo anterior parece tener consecuencias sencillas pero también significativas. Ya entendido lo anterior, la afirmación de que del cristianismo se sigue una visión determinada de la sexualidad humana no implica una puesta en duda de la autenticidad de aquellos cristianos que llegan –como ocurre en la discusión que aquí abordamos– a conclusiones que se apartan de dicha visión. Por el contrario, es precisamente una determinada preconcepción religiosa la que mueve a cierta lectura de los textos bíblicos. Dicha lectura es en ese sentido “auténtica” (no debe ser denunciada, como fácilmente ocurre, como motivada por una agenda corruptora), y puede también ser muy competente. Pero está tan lejos de ser neutral como la lectura tradicional de los mismos textos. En tal escenario importa además mucho que se tenga presente lo común que es la síntesis de motivos religiosos opuestos, así como lo fácil que es para motivos religiosos contrapuestos usar un mismo

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lenguaje. Personas honestas, que nominalmente profesan una misma religión, pueden en este sentido tener posiciones divergentes respecto de una materia como esta; pero aunque tal afirmación en un sentido parezca conciliadora, nos debe en realidad invitar a considerar las cosmovisiones opuestas que se ocultan tras un mismo lenguaje religioso.

V. El Estado y el entramado matrimonial

¿Pero tiene lo anterior relevancia para la discusión sobre el matrimonio? He escrito sobre el gnosticismo, o en general sobre el dualismo, para ilustrar cómo el debate sobre el sentido de la sexualidad en buena medida debe ser visto como destilado de debates más amplios entre cosmovisiones rivales, debates que nos acompañan desde siempre. Pero es una peculiaridad contemporánea que tal debate se extienda a la discusión sobre el matrimonio. Si bien la unión sexual entre personas de un mismo sexo es una constante histórica, no es menos constante la exclusión de las parejas de un mismo sexo de la institución matrimonial (salvo que uno se deje deslumbrar por la capacidad de Boswell para argumentar e silentio)11. Cosmovisiones favorables a la homosexualidad –como las que hubo en más de una cultura precristiana– históricamente han estado tan lejos como cualesquiera otras de propiciar el matrimonio homosexual. Para explicarnos la plausibilidad que ha adquirido la idea de un matrimonio homosexual debemos atender a algo más que a cosmovisiones rivales; debemos también atender a factores específicamente modernos que han vuelto plausible lo que estamos discutiendo. Un modo de explicarnos dicha plausibilidad es afirmar que estamos ante una consecuencia de aquel proceso de modernización que, con diversos autores, podemos caracterizar por el creciente predominio de la razón instrumental, tendiente al sometimiento de un mayor número de esferas de la vida a una lógica de medios y fines. En el caso del matrimonio, tal lógica ha implicado sobre todo la introducción de una serie de disyunciones entre los diversos bienes –sexualidad, dependencia mutua, amor, crianza, educación– que el matrimonio, como institución legal

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Para un buen ejemplo de sus conclusiones a partir de la ausencia de indicios en cualquier dirección véase Boswell (128). Para los casos en que tiene evidencia, tómese como botón de muestra el modo en que discute a Agustín: tiene toda la razón en tación estricta del matrimonio; pero como el mismo Boswell no puede sino reconocer (26), la diferencia sexual sí permanece para Agustín como un elemento constitutivo del mismo. No en vano, en un importante lapsus linguae, Boswell mismo reconoce respecto de las parejas de un mismo sexo la “naturaleza esencialmente privada de su desviación respecto de la norma” (16).

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y religiosa, ha pretendido mantener unidos (Browning y Marquardt 30-33). El matrimonio “tradicional”, podría decirse, es una obra de la razón práctica que busca integrar ese conjunto de bienes; el matrimonio homosexual –pero con él la mayor parte de la reflexión actual sobre cualquier matrimonio– es más bien una obra de la razón instrumental, que nos muestra que cada uno de esos bienes, si lo deseamos, puede ser buscado por separado. Si se suma a dichas disyunciones la separación entre nuestro cuerpo y nuestra identidad, apenas puede quedar algún motivo para poner resistencia a la idea de un matrimonio homosexual. Para el tono en el que se conduce la discusión resulta aquí crucial notar que tal mentalidad instrumental triunfó primero entre las parejas heterosexuales, y que entre ellas reina también campante el dualismo cuerpo-alma. Hay pocas preguntas tan radicales para la discusión actual sobre el matrimonio como preguntar lo que implicaría para las parejas heterosexuales el rechazo coherente del matrimonio homosexual. Las razones por las que se nos vuelve plausible la idea de un matrimonio homosexual pueden, entonces, ser muy disímiles. “Espiritualismo” gnóstico, por una parte, y modernización concebida en términos de predominio de la racionalidad instrumental, por otra parte, no suelen ser factores invocados al unísono en discusiones como estas. Aunque un eventual interlocutor conceda estas sugerencias, puede sin duda parecerle peculiar que el Estado tenga algo que decir sobre un trasfondo cultural tan amplio de nuestras discusiones. Dicho trasfondo, podría alguien añadir, debiera ser el objeto de preocupación de la conciencia religiosa y de las académicas torres de marfil, sin duda lugares más propios para abordarlo que el mundo de la legislación. Creo que hay algo de correcto en dicha afirmación. Pero por muy correcta que sea, debe ser complementada con el reconocimiento de que, en la medida en que la regulación del matrimonio pende del Estado, no queda más que esperar del mismo que abrace alguna comprensión de aquello que regula. Pero hacerle justicia al matrimonio pasa por ejercitar un músculo que en la teoría política liberal ha perdido toda vitalidad: la capacidad de reconocer como bienes públicos no solo aquello a lo que accedemos como iguales, sino bienes que dependen de los papeles que individuos o grupos determinados desempeñan en la comunidad. Solo sabemos reconocer como bien público aquello de lo que se pueden apropiar igualmente cualesquiera individuos de un modo indiferente. El matrimonio es el principal contraejemplo de tal modelo, pero defenderlo como tal se ha revelado como una tarea difícil. Después de todo, nos cuesta ya imaginar que haya algo que sea público en el sentido aquí relevante, tanto así que nuestra noción del concepto paralelo, privado, se ve transformada para también significar menos de lo que significaba: la

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limitación de las relaciones homosexuales a un tipo de relación privada suena como un llamado a que se mantengan en secreto. Contra semejante comprensión de la privacidad se levanta un sentido de “público” consistente en esperar que el Estado reconozca el amor de las personas homosexuales tanto como el de las heterosexuales. Pero al Estado no le va ni le viene el amor que pueda haber entre las parejas heterosexuales; cuando dicho amor deja de existir, su situación conyugal se mantiene incólume para el Estado. Si al Estado le importa el matrimonio, es precisamente porque hay otros bienes implicados, bienes que lo hacen más que un contrato de convivencia. No se equivocan los defensores del matrimonio homosexual al señalar que el matrimonio también trae consigo un tipo peculiar de reconocimiento; se equivocan, sí, al olvidar que es una condición de privilegio precisamente porque también ha sido una condición con una especial tarea. La apertura del matrimonio a parejas del mismo sexo presume de extender el reconocimiento a más ciudadanos, pero pasa por describir el matrimonio de un modo tal que las tareas que fundaban el reconocimiento dejan de ser parte constitutiva de la institución. Ciego el Estado a aquello que confería importancia pública al matrimonio, el énfasis intergeneracional del mismo cede para convertirse en una institución que responda a los intereses de adultos del presente. La aparente ampliación de la institución es al mismo tiempo un estrechamiento de las aspiraciones de la misma. No parece exagerado afirmar que así el matrimonio habrá cambiado no solo sus aspiraciones, sino también su origen, con el Estado cada vez más dispuesto a no solo reconocer el matrimonio, sino a crearlo. Y efectivamente, si nos abrimos a la idea de un matrimonio homosexual, no puede sino ser así. En este contexto el matrimonio deja ya de ser una esfera soberana de vida con la que el Estado de diversos modos interactúa. En primer lugar, porque el matrimonio homosexual implica la transformación de la paternidad desde un fenómeno biológico a un fenómeno primariamente legal: los papeles que remiten a un “progenitor A” y un “progenitor B” certifican no el nacimiento de un niño, sino el nacimiento de esta concepción de la paternidad. Tal cambio puede parecer trivial, pero constituye una muestra elocuente de cómo la paternidad y el matrimonio pasan a convertirse en categorías asexuadas, categorías que uno no encuentra en la realidad hasta que el Estado las crea. Lo que el Estado normalmente hace, es reconocer los vínculos de parentesco dados, y reconoce con eso también alguna prioridad de dichos vínculos sobre cualquier decisión estatal: quien dice “padre” y “madre”, está con esos términos aludiendo a una realidad que existe antes de que el Estado decida regular algún aspecto de la misma. Pero

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como ha sugerido Douglas Farrow en Nación de bastardos, esa realidad puede ahora verse radicalmente reemplazada por una situación en la que todas las relaciones de parentesco pasan a ser constructos legales en lugar de relaciones naturales que el Estado se limita a reconocer (4383). La discusión sobre el matrimonio homosexual no constituye un capítulo dentro de las reivindicaciones de las personas con orientación homosexual y así una ampliación de los derechos individuales, sino que constituye más bien un retroceso de uno de los muros de contención del poder estatal. Porque el matrimonio entre un hombre y una mujer es algo que el Estado simplemente encuentra ahí, como existente antes de su propio trabajo y, por tanto, como algo que no está fundando sino simplemente reconociendo. Pero un matrimonio homosexual –que como matrimonio por definición deberá incluir la posibilidad de tener hijos (estos no advienen a las parejas heterosexuales como un bono extra)– es biológicamente imposible por sí mismo, sólo puede existir por creación del Estado. No es en su reconocimiento del matrimonio como bien público que el Estado se arroga un carácter religioso, sino al crear el matrimonio homosexual. En cualquier caso, estamos ante una discusión sobre la soberanía, y en esas discusiones –aunque sea en un lejano trasfondo– siempre se hace teología.

VI. Conclusiones

Según ha escrito Peter Leithart, los argumentos cristianos respecto del matrimonio podrían ser eficaces, pero solo tras un radical renacimiento de la imaginación cristiana. Si con eso se quiere decir que se trata de argumentos que solo pueden ser seguidos por quienes ya son cristianos, la afirmación es equivocada. Pero sí es correcto que se trata de argumentos cuyas versiones más completas implican un tipo de imaginación que trasciende los estrechos cánones de lo que se acostumbra calificar como razón pública. Ahora bien, aunque pocos sostendrán que hoy estamos ante un “renacimiento de la imaginación cristiana”, al menos estamos ante un extendido quiebre de las concepciones restrictivas de la razón pública. Lo que eso significa para la filosofía política contemporánea es, simplemente, que ha vuelto a quedar legitimada la presencia de discursos robustos. Discursos robustos puede, desde luego, haber de muy diversa índole, y aquí he explorado solo un caso, el de algunos argumentos de raíz típicamente cristiana.

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En un contexto como el hispanohablante, en el que rara vez ha existido algo semejante a una teología pública (o en que solo la ha habido en su forma premoderna), fue necesario partir por referirnos a la legitimidad de tal empresa. Un argumento religioso, según se ha podido ver, no es lo mismo que un argumento proveniente de la esfera eclesiástica, ni tampoco un argumento que se remite de modo exclusivo a lo tenido por revelación. Es más bien un argumento que se entiende a sí mismo como portador de una forma de racionalidad práctica que, en palabras de Browning, “se ve reforzada por las narrativas religiosas, pero sin que éstas la creen ni dominen completamente” (2008, 163). Que la argumentación oscile, por tanto, entre momentos de discurso explícitamente creyente, y momentos de articulación filosófica de las mismas ideas, está lejos de constituir una anomalía. Tal aclaración debe ser tenida en mente por parte de aquellos ciudadanos no creyentes que presuponen una total ausencia de racionalidad en el discurso religioso, víctimas, en palabras de Galston, de la “típica incapacidad liberal para comprender la religión” (13). Pero lo mismo debe ser tenido en cuenta en una proporción no menor por parte de aquellos ciudadanos creyentes que expresan sus convicciones con tal desvinculación de un orden creacional accesible al escrutinio racional, que su fideísmo acaba siendo un curioso reflejo del constructivismo de sus interlocutores. Ciertamente hay que prestar atención a Habermas respecto del carácter bidireccional del esfuerzo necesario para evitar aquí un diálogo de sordos. ¿Pero cuál es el lugar ideal para que este género de discurso se haga presente? En el ambiente de Kulturkampf en el que se ha desarrollado la discusión sobre el matrimonio homosexual, las voces religiosamente informadas –o con pretensiones de serlo– tienden a introducirse recién cuando se llega a instancias de definición legal. Una sana revitalización de los argumentos religiosos en la vida pública implica sacarlos de ahí, e insertarlos en la más amplia discusión pública de largo plazo. Es ahí donde voces teológicamente educadas pueden traer algo de luz sobre los problemas. Es ahí donde es posible presentar argumentos que, no obstante ser “robustos” en el sentido defendido en este capítulo, atiendan a la complejidad y vulnerabilidad de los seres humanos, complejidad y vulnerabilidad que se vuelven particularmente patentes en la sexualidad. Es ahí donde es posible compatibilizar la afirmación de la normatividad de la diferencia sexual con el reconocimiento de que hay mucho que ignoramos sobre la experiencia homosexual. El argumento que aquí he presentado pende sobre todo del carácter complejo del matrimonio, institución que articula variados bienes y nos interpela en distintos niveles. Si es tal su carácter, la presuposición de que estamos ante un asunto “puramente civil” es tan apta

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para desencaminar el debate como lo sería la pretensión de que estemos ante algo puramente religioso (tesis que también encuentra voceros, en particular entre quienes privatizarían la institución). Parecen haber pocas cosas tan resistentes como el matrimonio a esa pretensión de nítidas separaciones: en él confluyen preguntas sobre el sentido de la vida con cuestiones civiles y patrimoniales de todo tipo. Que estos aspectos pueden ser cuidadosamente distinguidos es cierto, pero no es menos cierto que al presentarse unidos –como ocurre cuando se acepta oír todas las presuposiciones de un interlocutor– puede recaer particular luz sobre algunos rasgos de la institución. Al atender a dichas presuposiciones, un discurso como el aquí presentado invita también a que la contraparte explicite su concepción del matrimonio, tarea que, en medio de sus sorprendentes triunfos legales, tiende en general a no acometer; invita, también, a una profunda revisión respecto de cómo se ha llevado la conversación sobre el matrimonio heterosexual: es en los matrimonios heterosexuales en los que partió por ganar terreno la reducción de todo a un vaporosamente entendido amor, es en ellos también que la racionalidad técnica partió por separar el complejo entramado de bienes que el matrimonio busca mantener unidos. Como en todas las materias, una voz teológicamente informada no puede sino afirmar que la viga en el propio ojo es lo primero que debe ser removido. Que eso sirva de conclusión, y también de nuevo comienzo.

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Autores

MAURO BASAURE

Doctor en Filosofía, J. W. Goethe Universität, Frankfurt, Alemania. MA en Filosofía y Lic. en Sociología, Universidad de Chile. Profesor Escuela de Sociología, UNAB, Santiago, Chile. Investigador del hesión Social (COES), FONDAP. Miembro claustro académico del Doctorado en Psicoanálisis de la UNAB y del Doctorado en Sociología de la Universidad Alberto Hurtado. Miembro del Groupe de Sociologie Politique et Morale (GSPM) de la ÉHESS, Paris. Entre 2004 y 2009 investigador Institut für Sozialforschung de Frankfurt y coordinador del International Study Group for Critical Theory. En 2003 investigador becario del Lateinamerika Institut de la Freie Universität zu Berlin. Entre 2009 y 2012 profesor del Instituto de Humanidades de la UDP. [email protected] GONZALO BUSTAMANTE

PhD in Culture of Economics Erasmus University of Rotterversidad Católica de Santiago, cursos de especialización en Ética Aplicada y Teoría de la Complejidad, Stellenbosch University, Sudáfrica. Profesor-investigador Escuela de Gobierno, Universidad Adolfo Ibáñez. Sus áreas son Teoría y Filosofía Política con énfasis en Teoría Crítica, Fundamentos del pensamiento moderno e Historia Conceptual. Además de trabajar en temas de Ética Aplicada. Se ha desempeñado como investigador visitante Intsitut für Sozialforschung an der J. W. Goethe-Universität 2007-2008. [email protected] HERNÁN CORRAL

Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra (España). Abogado. Licenciado en Ciencias Jurídicas por la Poncultad de Derecho de la Universidad de los Andes (Chile). Profesor de Metodología de la Investigación Jurídica en el Programa de Doctorado en Derecho de la Universidad de los Andes (Chile). Miembro numerario de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile. [email protected]

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EDUARDO GALAZ

y estudios de Magíster en Sociología en la misma casa de estudios. Profesor de teoría sociológica ISUC desde 2010 hasta la fecha. Temas de investigación: sociología política y teoría social. Profesor de cursos de formación en varias instituciones (teoría política en Idea País; teoría política en el CED; Doctrina Social de la Iglesia en la Pastoral de la UC, sociología política; teoría y práctica política en Solidaridad UC). Columnista en diversos medios digitales. [email protected] GONZALO LETELIER

Doctor en Derecho por la Università degli studi di Padova, Italia. Profesor del Centro de Estudios Generales de la Universidad de los Andes. Se ha desempeñado como Director del Centro de Estudios Tomistas de la Universidad Santo Tomás, y versidad Católica de Chile. Su investigación se ha centrado Social de la Iglesia. [email protected] DANIEL LOEWE

Doctor en Filosofía por la Eberhard-Karls-Universität, Tübingen, Alemania. Se desempeña como profesor titular de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez. Sus principales focos de investigación son Multiculturalismo, Migración, Felicidad, Justicia Global, Ética del Medioambiente y Ética de los Animales. Autor de numerosos artículos cienMulticulturalismo E Direitos Culturais (EDUCS, 2013). [email protected] RAÚL MADRID

Doctor en Derecho y Magister en Filosofía por la Universidad de Navarra, España. Licenciado en Derecho por la Pontifesor Titular Ordinario de Filosofía del Derecho de la Facultad además es Profesor Ordinario en la Facultad de Filosofía de la misma Universidad. Sus líneas de investigación están orienta-

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temporáneo en virtud de la aplicación al ámbito jurídico de modelos metodológicos posthermenéuticos. [email protected] DANIEL MANSUY

Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Rennes, Francia. Licenciado en Humanidades por la Universidad Adolfo Ibáñez. Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes y director ejecutivo del IES (Instituto de Estudios de la Sociedad). Sus principales temas de interés se encuencular Maquiavelo y Montesquieu) y en la vinculación entre política y economía. [email protected] ALDO MASCAREÑO

Doctor en Sociología, Universidad de Bielefeld, Alemania. Profesor Titular del Centro de Investigación en Teoría Política y Social de la Escuela de Gobierno, Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago de Chile. Ha sido investigador visitante en el Centro de Investigación de Karlsruhe, Alemania. Sus principales temas de investigación son teoría sociológica y teorías del derecho, con especial énfasis en sociología contemporánea y teoría de sistemas, teorías del derecho global, políticas públicas, teorías de la cultura y sociología de América Latina. Entre sus publicaciones recientes se cuenta la coedición de Legitimiza(Ashgate, 2012). [email protected] CLAUDIA MORA

Doctora en Sociología y Directora de Investigación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Andrés Bello. Ha realizado docencia e investigación en Estados Unidos y Holanda y se ha desempeñado como Directora del Departamento de Sociología de la Universidad Alberto Hurtado. Sus y mercado del trabajo. Entre sus publicaciones más recientes se encuentra la edición de La desigualdad en Chile: la continua relevancia del género (Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2013). [email protected] MANFRED SVENSSON

Doctor en Filosofía por la Ludwig-Maximilians-Universität, München, Alemania. Se desempeña como profesor del Ins-

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tituto de Filosofía de la Universidad de los Andes. Sus principales focos de investigación se encuentran en la tradición agustiniana, en el lugar de la Reforma protestante en la historia intelectual, y en las teorías de la tolerancia. Entre sus publicaciones recientes cabe mencionar La excepción universita(Ediciones UDP, 2012) y Una disposición pasajera (Ediciones UDP, 2013). [email protected] JAVIER WILENMANN

Doctor en Derecho por la Albert-Ludwigs-Universität Freiburg, Alemania. Abogado de la Universidad de Chile, LLM por la Universidad de Regensburg, Alemania. Se desempeña como profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez. Sus principales focos de investigación se enderecho con énfasis en historia dogmática y de las ideas, en reconstrucciones sistemáticas de las instituciones jurídicas, así teórica en la generación de conocimiento jurídico e institucional. [email protected]

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