“El mandato del ‘silencio perpetuo’. Existencia, escritura y olvido de conflictos cotidianos en Chile, 1720-1840”

August 15, 2017 | Autor: M. Albornoz Vasquez | Categoría: Historia De La Justicia, Historia Social de la Justicia
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Artículo publicado en Cornejo C., Tomás y Carolina González U. (dir.), Justicia, poder y sociedad: recorridos históricos. Chile, siglos XVIII-XXI, Santiago de Chile, Ed. Universidad Diego Portales, 2007 (en prensa).

El mandato de silencio perpetuo. Existencia, escritura y olvido de conflictos cotidianos. Chile, 1720-1840.1 María Eugenia Albornoz Vásquez2

Los encuentros con el Silencio Perpetuo La exploración en profundidad de expedientes judiciales sobre injurias sucedidos en Chile durante los siglos XVIII y XIX ha dibujado situaciones insospechadas. Una de ellas es la presencia del mandato judicial de “silencio perpetuo”, sorpresa que plantea preguntas acerca de su existencia, su sentido y su materialidad en el seno de los conflictos interpersonales, los procesos judiciales, las redes de poder y de solidaridad, los sentimientos, las prácticas, los discursos y las normativas que diversos sujetos – entendidos acá como actores sociales- pusieron en juego cuando participaron en el levantamiento de estos expedientes. Tropecé por primera vez con esta expresión durante mi investigación de Magíster en Estudios de Género: en ella estudié situaciones de violencia urbana protagonizadas activamente por mujeres, a partir de expedientes por injuria de la Real Audiencia de Santiago. Tres procesos desarrollados en la primera mitad del siglo XVIII fueron clausurados por los jueces con el mandato de silencio perpetuo, lo que me llevó a deducir que tal vez se trataba de una sanción dirigida especialmente a sujetos femeninos en falta con el orden social y cultural. La segunda ocasión en que relevé esta fórmula, siempre en el contexto de documentos judiciales, fue durante la búsqueda de expedientes por injuria relativos a las colonias del Imperio Español conservados en los fondos del Consejo de Indias del Archivo de Indias. Dos de las causas que llegaron a oídos del Rey, también fechadas en la primera mitad del siglo XVIII, fueron clausuradas por este mandato: una había sido dictada por la Real Audiencia de Charcas e implicaba a un soldado del puerto de Montevideo; la otra se originaba en la Gobernación de Cumaná, en la actual Venezuela, 1

Este trabajo es parte de los estudios doctorales en historia que sigo en la EHESS de Paris, como becaria DEA Doctorado Conicyt-Chile / Gobierno de Francia, bajo la dirección de la profesora Arlette Farge; esta investigación está asociada al Proyecto “Histoire et anthropologie des sensibilités”, dirigido por Frédérique Langue, CNRS/EHESS, Francia y Sandra J. Pesavento, UFRGS, Brasil. 2 Licenciada en Historia en la P. Universidad Católica de Chile, Magíster en Estudios de Género en la Universidad de Chile y DEA en Histoire et Civilisations en la EHESS, Paris.

M. Eugenia Albornoz Vásquez: El mandato de silencio perpetuo…

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Artículo publicado en Cornejo C., Tomás y Carolina González U. (dir.), Justicia, poder y sociedad: recorridos históricos. Chile, siglos XVIII-XXI, Santiago de Chile, Ed. Universidad Diego Portales, 2007 (en prensa).

y tocaba a dos importantes familias de la villa principal de la jurisdicción. En este último caso, fueron los jueces del Consejo de Indias quienes decidieron imponer perpetuo silencio al pleito3. De ese modo se ampliaron las coordenadas trazadas anteriormente y comenzó la detección sistemática de su presencia en los legajos, reservando para ella, como figura independiente, un cuerpo aparte de preguntas e hipótesis. La investigación en profundidad de los pleitos por injuria sucedidos en Chile durante los siglos XVIII y XIX delinea una presencia diseminada del silencio perpetuo que sobrepasa el marco de las ciudades más importantes y de sus máximos tribunales. En efecto, aparece en villas y áreas rurales, dado como sentencia en pleitos exclusivamente masculinos, femeninos y también en los mixtos. Se dibuja en distintos espacios judiciales: el local, sea municipal o perteneciente al corregimiento o subdelegación correspondiente, y los supra-locales, como el de Capitanía General y el de la Real Audiencia, leídos todos como entidades laicas profundamente atravesadas por los valores católicos imperantes. Quiero precisar otras particularidades: no sólo los jueces o los letrados asesores hablan de silencio perpetuo, sino también algunos implicados en estos procesos4. Teniendo en cuenta lo anterior, no deseo precisar fechas de aparición, apogeo y extinción del silencio perpetuo: su carácter subterráneo y aleatorio no me autoriza a analizar de ese modo su uso en espacios judiciales. Tampoco lo hace, de hecho, el interés que me provoca su presencia. Esa misma amplitud sugiere una serie de reflexiones en torno a la existencia, la escritura y el olvido de conflictos interpersonales cotidianos, teñidos de alguna u otra forma por esta fórmula, que pretendo desarrollar a continuación.

Las Justicias y los justiciables: justicia, poder y sociedad en los documentos La convocatoria a participar en este encuentro se sostuvo sobre dos preguntas faro5. Pienso que es fundamental reflexionar aquí en torno a ellas antes de exponer el tema particular de mi trabajo, porque anudadas conforman el contexto en el que quisiera desplegar las ideas en torno al silencio perpetuo. 3

El caso sucedido en Montevideo se puede leer en el expediente ubicado en Archivo General de Indias (AGI), Fondo Buenos Aires, Legajo 551, “Expediente de José Gómez contra Diego Cardoso por injurias”, Montevideo, 1749. Para el caso sucedido en Cumaná, dos son los documentos que lo conciernen: el primero está en AGI, Fondo Escribanía, Legajo 670 A, 1735-1737, Pleitos gobernación de Cumaná y Caracas, “Expediente que enfrenta a José Antonio de la Guerra y Vega, vecino de Cumaná, con Juan Francisco de la Tornera Sota y Luna. Sin numerar. Pleito fenecido en 1740. 2 piezas”. El segundo, en el Legajo 964 del mismo fondo, y se titula “Mayo 10 de 1740, Auto del Consejo dado en causa criminal seguida por don José Antonio de la Guerra contra don Juan Francisco de la Tornera Sotta, sobre ciertas palabras injuriosas, expediente sin numerar, Venezuela” 4 Como sucede en cuatro pleitos por injurias sucedidos en Chile entre 1774 y 1821. 5

La primera es ¿Existe (o no) en la historia chilena un recurso por parte de diferentes sujetos sociales al aparato judicial, para fines que no sean estrictamente jurídicos? La segunda: ¿En qué medida los documentos judiciales pueden ser considerados textos literarios, o aún, parte de un discurso historiográfico previo al trabajo del historiador?

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Desde los varios cientos de pleitos consultados visualizo una justicia viva por acción y efecto de los funcionarios, pero también, y en no menor escala e influencia, por acción de los “justiciables”, sujetos que se quejan, reclaman, suplican, exigen, piden y agitan las causas, según algunos de los verbos que ellos mismos utilizan -y a menudo subrayan- en los documentos que presentan y que componen los expedientes. La justicia en este período es una actividad y no una instancia pasiva en que los pleiteantes están a la espera de decisiones lejanas. En ese sentido pienso que se trata de una justicia que es resultado de una “actitud de sujetos en justicia” y no solamente de una respuesta teórica de letrados y de funcionarios que reaccionan ante un formulismo procedimental a obedecer y completar. Se requiere de sujetos con una disposición continua a efectuar un seguimiento, a realizar una serie de evaluaciones y decisiones que los implican a ellos y a varias personas. Son aspectos que requieren de tiempo y de presencia -sea de cuerpo presente o vía representación de “otro que ha sido delegado para”-, o al menos de algunas conversaciones acerca de las aristas propias de un proceso, por un lado, y también, por otro, acerca de los sentimientos e intereses que como tal despierta. Sobre todo porque a los pleiteantes les interesa que “no perezca mi justicia”, como dicen y escriben muchos de ellos. Visualizo la justicia como una entidad viva que respira, que debe ser alimentada, y hasta cuidada y protegida en su fragilidad dependiente, por medio de acciones judiciales propias del sujeto responsable de la vida y pervivencia de su propia justicia, la que le concierne primero a él y en segundo lugar a algún otro miembro del grupo al cual ese individuo pertenece y que eventualmente se pudiera sentir tocado por su conflicto particular. Disiento en cierta manera del planteamiento que dibuja al individuo de los llamados “tiempos modernos” como un sujeto no-individual, como una pieza que forma parte de un engranaje comunitario católico basado en los usos éticos y no éticos de los dones y sus ganancias beneficiosas, en el cual cada sujeto es una pieza entre otras que se mueve colectivamente, “sostenido” y “financiado” por unidades medianas -como las familias o los gremios, que le otorgan un nombre, las corporaciones que signan una pertenencia profesional o de oficio, y la configuración de ambas, que le construyen una reputación y un crédito- y que por esa vía, y sólo por ella, puede usar de una serie de lugares morales y jurídicos6. Los pleitos por injuria presentan primero y sobre todo a sujetos individualmente diferenciados y, en varias ocasiones, pero no siempre, también grupalmente sostenidos. Lo primero, a partir de sus nombres, pero principalmente desde sus experiencias individuales y únicas, que nacen de sus cuerpos y sus sentimientos, de sus trayectorias vitales, que surgen desde sus originalidades insoslayables, aún para nosotros los lejanos historiadores del siglo XXI, que no accedemos más que a modelos generales de sujetos repetibles en largos tiempos de análisis retrospectivo. Lo segundo, también a través de sus nombres y especialmente a través de sus numerosos vínculos afectivos, políticos, económicos y religiosos, entre otros. 6

Reconozco el gran aporte de Bartolomé Clavero, pero me alejo del peso determinista que asigna a la tradición e influencia medievalista en el entramado y engranaje de los valores y motores morales del comportamiento social del período moderno, siglos XVI-XVIII. Tal vez sea válido para sociedades europeas, pero me resulta algo disonante a la luz de los expedientes examinados. Ver de este autor La grâce du don. Anthropologie catholique de l’économie moderne, prefacio de Jacques Le Goff, traducido del español por J.-F. Schaub, Paris, Albin Michel, 1991.

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Me parece que el hecho de proseguir un pleito judicial por injurias y de asegurar de ese modo su vigencia es un asunto individual que, por supuesto, concierne también a las extensiones de ese individuo en el tiempo y en el espacio. Pero aquel resorte no funciona si no es activado por ese individuo unitario singular que se dice injuriado y que vuelve activo, que insufla vida mediante su acción, al proceso judicial. La institución judicial, el proceso de justicia en curso, hablando más precisamente, se mueve porque hay un individuo que lo “agita”, y para ello ese individuo puede apoyarse o no en una comunidad que usualmente lo reconoce, que lo sostiene y que lo valida7. Una segunda idea que se desprende del examen de este corpus es que el espacio de justicia es colectivo, plural y polivocal: no se trata sólo de funcionarios, pleiteantes, testigos y profesionales del área que se desempeñan en una institucionalidad que los reconoce y que los valida. También están implicados en los expedientes el “pueblo” y el “público”, mencionados indistintamente, muchas veces como sinónimos para una misma idea. Por ella entiendo, a partir de los expedientes y de las expresiones detectadas, la amalgama de vecinos, parientes, paseantes y cualquiera que llegue a enterarse de lo que se está tratando en lenguaje y código judicial: el pueblo es un rostro múltiple que releva sobre todo los sentidos en alerta y una voluntad de saber, de repetir, de divulgar. De decir. A través de los escritos, de los testimonios y de las sentencias se hace alusión constante a esas personas, a esos miembros de una comunidad presente que participa, ya sea en las referencias de los principales involucrados, con sus nombres o con su dinero, ya sea con la hipotética opinión que sobre el caso y las personas en él implicadas puedan alguna vez hacerse esos oyentes -anónimos pero muy activos-, en sus fueros internos, y además -aspecto que siempre es un arma de doble filo- de aquello que pueden emitir y dispersar entre la gente. No hay un tratamiento en justicia que sea aséptico, lejano ni desapegado de ese telón de fondo. Toda esa comunidad está latiendo dentro del proceso y en varias oportunidades se la nombra, invocando su peso y su influencia en los acontecimientos y en las decisiones en desarrollo. Pienso que su importancia va más allá, de nuevo, de la mera retórica: creo que ella cumple un rol de soporte, de contención y de constatación de lo que va sucediendo; evita (hasta donde puede) por evocación y por repetición las corrupciones mayores y los desvíos; aparece como una sombra que respira, que recuerda y que evalúa vigilante las cuentas que pueden ser ajustadas en algún tiempo futuro. Los miembros de la comunidad son gestores, actores y receptores del escándalo, y por medio de sus sentidos conocen, responden y replican. No me parece que sean una amenaza situada al margen, un “público” teatral frente al escenario, espectador de la trama, sino un componente más del curso ordinario y común de las cosas8, que pesa

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De hecho, pienso en innumerables recorridos individuales que protagonizaron injuriados convencidos de su buen lugar social y de su derecho a reparación de una grave deshonra, y que en consecuencia dieron batallas feroces contra prácticamente la totalidad de sus comunidades. El ejemplo más descarnado es el de José Gómez, teniente del campamento de Montevideo que fue cruelmente desprestigiado por el Jefe de Ingenieros y miembro del alto mando del ejército, que perdió esposa y familia, además de amigos y rango militar, y que no cejó en su empeño hasta ser oído por el Rey en proceso judicial ante el Consejo de Indias a mediados del siglo XVIII. AGI, Fondo Buenos Aires, pleito ya citado. 8 Ver Arlette Farge, Le cours ordinaire des choses dans la cité au XVIII siècle, Paris, Editions du Seuil, Collection La Librairie du XX siècle, 1994.

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potente en los tiempos coloniales y que en cambio parece que se disuelve, debido a varios factores, en los republicanos. No quiero decir con esto que hay una separación inmediata entre “comunidad autónoma e idealmente equilibrada, de activa participación” propia de las sociedades de antiguo régimen ultramarinas, por una parte, y por otra, una sociedad oprimida, silenciada y controlada por los notables locales, resentidos con la anterior preponderancia de las élites americanas principales (virreinales o ultramarinas, para el caso de Chile), que se mostraban abierta o veladamente sedientos de oportunidades concretas para ejercer sus poderes y marcar sus improntas en esos lugares. Pero sí creo en la paulatina desaparición de un rol efectivo que tenía la comunidad –inmediata o ampliada, la variabilidad es tan flexible como las posibilidades de los conflictos en cuestión- en el seno de los procesos judiciales. Procesos que leo -al menos aquellos desarrollados por motivo de injuria- como el despliegue y el registro escritural de conflictos cotidianos subjetivos y singulares, donde la comunidad contaba, iba más allá de los roles de resonancia y de espejo que pudiera desempeñar. Mi impresión es que la justicia importaba a todos porque era un lugar de encuentro social, donde sujetos de distinta condición y calidad dialogaban y activaban un entramado que la animaba. La justicia “era servida” de múltiples maneras: hablando, escribiendo, oyendo, repitiendo o presenciando. Incluso eligiendo omitir –sea la presencia, sea la voz, sea la opinión- se establecía una relación, porque elegir el “no gesto visible” es un pronunciamiento gestual en sí mismo que acarreaba consecuencias claras, que afectaba no sólo al proceso sino a la otra parte, a los funcionarios, a los tiempos previstos, en fin: la omisión, el restarse, el negarse a estar, a decir, a ir o a permanecer en un lugar, era y sigue siendo un modo de influir. Para el período que me ocupa, se trata de modos de ser de sujetos activos que no se desvinculaban de procesos de narración, de conversación y de discusión porque comprendían el peso legítimo de la inserción de sus voces, entendidas e incorporadas como “fuentes de sentido”, en un concierto de comunidad que se construía precisamente porque ellos existían, la “vivían” y la decían. En esa línea, el espacio judicial acoge voces, reúne hablas y discursos, permite y genera, impulsa derechamente la exposición de argumentos, escucha puntos de vista, confronta, completa, elucubra y discute. Es un espacio conversacional que funciona con relatos y pareceres, con lo que se conoce de quienes se conoce y se re-conoce, se recuerda y se supone, se ha oído, se sobreentiende, se da por hecho, se comprendió y se cree que sucedió; con “lo único que se sabe” y también con lo “que se quiere recordar”, como dicen algunas de las fórmulas más voluntariosas y esquivas que he pesquisado a lo largo de los expedientes, desplegadas en ciertos testimonios levantados por los escribanos: el tejido polivocal de la realidad lo hilvanan todos, uniendo retazos a sabiendas de que sus aportes son sólo fragmentos, pero asumiendo simultáneamente que de esos fragmentos se construye un todo que hace mucho sentido para esa comunidad en particular. El sentido y también el significado de ese todo son atribuidos en la localidad porque es en la localidad donde están sucediendo cosas y donde se está “haciendo acontecer” cosas9. El protagonismo de los testimonios lo perfila así y subyace ahí la 9

Remito, entre otros trabajos que hablan del acontecimiento como momento de reflexión de lo social, al trabajo de Arlette Farge, “Penser et définir l’histoire de l’événement en histoire. Approche des situations et des acteurs sociaux”, Terrain, nº 38, Paris, marzo 2002, pp. 69-78.

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doble claridad de que no se construye realidad para otro espacio que no sea el propio y que no se expresa necesariamente un relato comprensible para otra entidad lejana y ajena que la propia. Por todo lo anterior me parece que el espacio judicial es un lugar de ejercicio de lo político en temporalidad cotidiana, donde se proyectan saberes y sentidos sobre lo propio, sobre los otros y sobre las vidas de todos: siempre hay y siempre habrá juicios, sugerencias y sanciones porque el motor para la existencia de esos actos de justicia son las opiniones y las expectativas, que están siempre teñidos, a su vez, de experiencias subjetivas y de prejuicios. Lo que se espera de cada uno y de un conjunto de sujetos es que opinen, es que digan, es que asocien, deduzcan y supongan. Se perfilan en medio de ello las solidaridades, pero también se levantan las “maquinaciones”, por usar expresamente un concepto que resurge porfiado a lo largo de los expedientes consultados: el mecanismo es el mismo, el resultado final depende de la magnitud del bien que favorece a un amigo y de la profundidad del daño que recae sobre un enemigo. Se interviene y se modifica, se reacciona y se actúa apostando por un resultado, a veces muy bien previsto, varias otras, apenas intuido. La acción va y viene desde y con las palabras, la vista y el oído, se ponen en movimiento los sentidos y los talentos comunicacionales, las “competencias”10 (capacidades, maestrías cotidianas, destrezas del vínculo social) innatas y las socialmente adquiridas y se echa a rodar el tiempo así intervenido; las horas y los días pasan y las consecuencias se manifiestan y toman forma, los escenarios mutan y las realidades así empujadas, con los otros insertos en ellas, también. Los que eran pueden ya no ser, los que no eran pueden ahora devenir. Y el “ser social de cada uno”, que es más que el solo hecho de existir colectivamente en estas comunidades orales católicas ultramarinas, pasa obligatoriamente por el nombre, por el verbo nominando y por el acto simple y trascendente de ser reconocido por los demás: se sabe y se repite, se conoce y se reconoce a los otros a través de una oralidad parlante y significante que menciona y califica, que ignora, que susurra, que grita y que rumorea. Junto con ello, me parece también que la acción en justicia, a través de sus múltiples escribanos, es un lugar de registro y de consolidación. La oralidad queda así sacralizada en documentos que transluce principalmente la acción notarial de los escribanos (luego llamados actuarios o secretarios); pero también el actuar de pleiteantes excepcionales que escriben con detalle su propia visión de las situaciones; y de ciertas personas que vierten sus pareceres en cartas e informes: espontáneas las primeras, la mayoría de las veces impelidos, los segundos. Las letras en tinta fijan demandas, defensas, confesiones, opiniones de asesores y fiscales, alegatos, interrogatorios, testimonios, reparos, tachas de los testigos contrarios, decretos y diligencias varias: todas encierran nubes de palabras llenas de sentido, voces más o menos fuertes e intenciones claras o imbricadas, derechas o torcidas. El registro asegura la inamovilidad y también precisa una autoría, una temporalidad detenida y un lugar en la cadena de los hechos que convierte la secuencia escrita en un reflejo, cuando no una traducción deforme, de la otra secuencia, la oral. Miradas así las cosas, me parece que la función de los jueces, desde los Oidores a los alcaldes ordinarios, jueces togados y pedáneos, letrados o no, en todas las 10

Ver el trabajo de Luc Boltanski, L’amour et la justice comme compétences. Trois essais de sociologie de l’action, Paris, Editions Métailié, 1990.

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instancias y niveles de justicia se diversifica: no es solamente otorgar el don de la justicia vía gracia, fundamento católico de la economía moral de los intercambios jerárquicos entre súbditos/criaturas de Dios de muy distinta condición, peones de un sistema y de un orden de clarísima herencia medieval que pone a la justicia real como la prolongación de la piedad divina. Y tampoco es, el juez, un funcionario al servicio de una justicia de objetivo único, “esclarecer la verdad del hecho judicial” (el ideal de las justicias republicanas profesionalmente codificadas y aspiracionalmente positivistas en su científica búsqueda de una verdad objetiva). La función de los jueces la entiendo más bien como una multiplicidad de labores intermedias, parecidas a los efectos de una bisagra, que implican el escuchar, el mediar, el sancionar, el disciplinar, el castigar y el educar, junto con el eludir, el discriminar y el menospreciar. Velar sobre la armonía amistosa de la comunidad limpiando lo podrido y reforzando, cada vez que es necesario, los roles de género adecuados para el buen funcionamiento social. No idealizo, más bien prefiero ampliar el registro y llenar de matices un trazado que me parece ha permanecido grueso. Los jueces son “pasadores culturales”, detentadores de un complejo poder personal, entendido simultáneamente como influencia, persuasión, pedagogía, autoritarismo y sanción. Las anteriores son particularidades de agentes sociales completamente inmersos en la vida cotidiana de la comunidad, con la que dialogan y con la que se relacionan de modo muy cercano, que todavía no merecen la atención que deberían.

La particularidad de las injurias: prácticas sociales de poder en singular Los pleitos judiciales por injuria comparten formas jurídicas comunes con otros procesos: la primera es que las demandas pueden ser simultáneas, aludir al mismo tiempo a los procedimientos “civil y criminal”11. De ese modo pueden acceder a la reparación personal y a la punición del culpable, pensada esta última como acto público para educar al colectivo. Eso me parece es la anudación, por voluntad del pleiteante, del común y de lo particular (entendido muy lejanamente como un “pseudo” privado en referencia desmarcada a la definición tan manoseada que opone público y privado). Eso es la mejor evidencia del carácter bipolar de la justicia de antiguo régimen que se ejercía también en los dominios coloniales: es la fusión de lo singular y de lo colectivo, leído aquí como plural cualitativo antes que como la cantidad sumatoria de muchos semejantes. Me parece que esa forma jurídica doble es mucho más que un doble camino procedimental, creo que es la incerteza y la certeza, a la vez, del sujeto: está enfrentado por su propia voz a la delimitación, es el pespunte del individuo inserto y desapegado, también por medio de este acto, del grupo que lo sostiene, que le da lugar y legitima su persona. Ambos aparecen en estos pleitos, desde el minuto en que se individualiza al emisor y al culpable, a los testigos y a los asesores, entre otros. 11

Ver María Eugenia Albornoz, “Seguir un delito a lo largo de los siglos: interrogaciones al cuerpo documental de pleitos por injuria en Chile”, en la Revista Historia Social y de las Mentalidades, Universidad de Santiago, Santiago, Chile, N°2, 2006, p. 195-225.

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Pero los pleitos judiciales por injuria presentan también algunas particularidades. Hay penas, y asociaciones de penas, que les son propias, como el acto de “cantar la palinodia”; hay otras que se comparten con otras faltas o delitos, como la solicitud del exilio. Para el primer caso, se trata de la legitimidad de un gesto humillante para reparar la humillación individual, como es la retractación a viva voz realizada delante de mucha gente, especialmente ante “el Alcalde y hombres buenos”12, preferiblemente en la plaza pública, y la negación de la vida tal como hasta ahora la ha llevado –que eso es el exilio- para quien antes “ha matado en vida” a otro. Estas dos opciones son formas de la retribución fidedigna desarrolladas dentro de la justicia y convierten la reparación por injurias en lo más cercano al “ojo por ojo” bajo amparo legal13. Hay un ejercicio aceptado del valor de la pérdida y de la frontera del delito, de “lo posible legitimado” por la presencia de la Justicia como institución, que se vive en el cuerpo y en el sentimiento de los sujetos, expuestos a la mirada y a la memoria del entorno, que me parecen perfectamente sublimados en este asunto particular de la reparación por injurias: además del crimen insoportable está la pena insoportable, que se ha vuelto tolerable éticamente hablando14 sólo porque está descrita en la ley antigua, porque se hereda por tradición y va de la mano de la expresión “hombres buenos”. No es solamente la cárcel o alguna multa, que puede ser ínfima o muy importante; tampoco es pena de azotes, de reclusión o de trabajos forzados sin paga. Las injurias permiten, porque hubo “palabra voluntariamente dañina” -que contiene a la vez el sentido literal de los insultos expresados y la crítica simbólica ejercida subjetivamente para violentar un orden social en teoría incuestionable- anular el cuerpo y la imagen de alguien a través de la pena, sin que por eso se deshonre al culpable “en justicia castigado”. El acto desplegado sobre su cuerpo inscribe un paso por lo prohibido en su memoria personal; pero ese mismo acto, al ser “legal”, no lleva – en apariencia- la cicatriz de la vejación15. Las injurias judicialmente tratadas dan vuelta teóricamente el valor de gestos parecidos y agravan los extremos hasta la desaparición y el olvido, cuando es castigo, o hasta la permanencia casi imborrable, cuando es un crimen. Por todo lo anterior, la muy posible y bastante frecuente “contra querella por injurias” es para mí una de las pruebas del carácter participativo, activo y políticoconversacional, dialogante y negociador en tiempo largo de los sujetos apoyados por sus comunidades. Se asigna a cada uno un turno para que hable, exponga, plantee, pruebe, traiga a sus testigos, demuestre, vuelva a pedir. Si no lo hace se le impulsa, se le dan las 12

Este castigo está descrito en el Fuero Real y se repite en los códigos siguientes: Las Siete Partidas, la Recopilación de 1567 y la Novísima de 1805 (en esta última, aparece en la Ley 1ª, Título 25, Libro 12). 13 Remito a Paul Ricœur en Le juste, la justice et son échec, Paris, Editions de L’Herne, 2005. Sigo al autor en su análisis de la presencia, todavía latente con fuerza en estos pleitos, del deseo de venganza, sublimado en apariencia por la violencia del sistema penal, aplicado legalmente por una justicia que se construye de cara a la comunidad como la única entidad autorizada a administrar la “ética de la venganza”. 14 Para la relación entre lo insoportable y lo intolerable, ver la publicación coordinada por Didier Bassin y Patrice Bourdelais, Les constructions de l’intolérable. Etudes d’anthropologie et d’histoire sur les frontières de l’espace moral, Paris, Ed. La Découverte, 2005. 15 Exploro en paralelo la memoria de las injurias y de los castigos recibidos por injurias: algunos expedientes hablan de eso y demuestran, por vez infinita, la distancia entre el orden teórico del derecho, las prácticas judiciales, y lo que queda en el interior de las personas, de las comunidades y en sus relatos acerca de ello.

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herramientas, se le potencia para que no deje de hacerlo, para que no pierda su oportunidad, para que combata y use de ese espacio que espera de él o de ella una versión de las cosas, al menos, y una exposición de sus sentires y de sus demandas. La instancia judicial se pone voluntariamente a la escucha, procura la reunión de puntos de vista, la configuración de una constelación de situaciones claramente subjetivas para, con ellas, definir qué merece quién. Porque los jueces y sus asesores comprenden, y lo afirman en muchas sentencias, que la situación de injurias es doble y es co-responsable: nadie, aunque los relatos así lo procuren, es totalmente inocente del dolor que resiente. Habiendo planteado así las cosas aventuro lo que he llamado algunos “resultados sociales” de esta manera judicial de tratar las injurias. Los pleitos judiciales por injuria encierran variadísimas subjetividades que se despliegan conversacional y necesariamente desde el dolor, el agravio, el padecimiento. Esas subjetividades lo hacen siempre en función de la proyección temporal y memorial de lo que han vivido y de lo que dicen estar viviendo: uso el gerundio porque el relato de los quejosos o de los querellosos, como se escribe en los documentos judiciales, prolonga un presente replicado en instantes largos y proyectado hacia un futuro dúctil. Quiero hacer la distinción: considero lo temporal como el cálculo inefable que se hace cada vez que se evalúa una situación sucedida muy recientemente -la cual, sin embargo ya es tiempo pasado- sobre las consecuencias que tendrá en el futuro, mediato y lejano. La evaluación se hace a partir de lo que se siente o se acaba de sentir, y proyecta al mañana cosas que ya no están sucediendo, que pertenecen al ayer, las más de las veces, inmateriales, como palabras, gritos, gestos, silencios y omisiones; pero también empujones –que no dejan huellas-, amagos de golpes, “mechoneos” y todo gesto de violencia física que no deja marca en el cuerpo pero sí un recuerdo de vejamen claro. Y por memorial aludo someramente aquí al aspecto rememorativo que plantea de inmediato cada injuria, que tiene que ver con la inscripción en la proyección de futuro que tiene el sujeto que se dice injuriado: ¿qué pasará con las otras generaciones, las que vienen, hasta donde llega el daño? Esta dialéctica entre víctima presente y consecuencias fatales futuras sobre los que le seguirán en la cadena de la vida, la viven y la expresan como disquisición, en torno a lo que casi es una maldición, todos quienes se dicen injuriados por palabras muy precisas que ponen en duda sus orígenes. Nuevamente se trata de discutir la memoria inicial, ubicada al comienzo de un acontecer memorial, para ver si es posible proyectarla más allá del ahora, o si se permite la destrucción de la senda, aparentemente legítima, que estaba construyéndose. En ese contexto de evaluaciones personales y grupales expuestas a la comunidad a partir del dolor individual de un sujeto que se expresa, aparecen las intenciones, las sensibilidades, los sentimientos, los roces, los límites, las aspiraciones, los valores y sus contrarios. Un amplio repertorio de cada uno de estos aspectos permite comprender el lugar preferencial que estos aspectos tenían entre estas personas y en estas comunidades y cómo ellos construían sus vidas o deshacían las ajenas, recurriendo al lenguaje, que tiene mucho de retórica, pero sobre todo y primeramente que se usa como vehículo de vivencias ciertas, magníficamente resentidas en lo cotidiano. No se trata de mencionarlas al pasar ni de citarlas porque causan efecto compasivo; me parece que se viven y se retienen en la memoria corporal de lo vivido por cada uno con una fuerza que

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se nos escapa ahora en pleno siglo XXI16. Y lo que dicen los cientos de párrafos leídos transmite una valoración, un lugar, un espacio principal en los corazones y en las mentes de esos hombres y mujeres para sentimientos y aspiraciones, que van más allá de saber o no que existe un valor monetario asignado a tal o cual acción judicial. Y sobre todo, me parece, estos cientos de párrafos transmiten una presencia sólida de una manera de resentir lo que va sucediendo en sus vidas, manera que no implica para ellos apartar la cólera, el deseo de venganza, la vergüenza, la indignación, los celos (entre otros) de sus cotidianeidades, de sus cuerpos, de sus maneras de estar. En consecuencia, o en paralelo a lo anterior, está el protagonismo que adquieren en distintos ámbitos los individuos, las familias y las redes: los pleitos judiciales por injuria traducen o exponen un tejido social en movimiento que se desplaza en múltiples escalas. Eso es para mí un llamado, a nosotros los historiadores de lo social y de lo cultural, a atrevernos a pensar sin miedo la unidad más o menos autónoma que se desenvuelve en el centro y también en los márgenes del colectivo, el sujeto “sujetado” o assujetti, sí, pero también y especialmente el sujeto particular, distinguible en su individualidad. Así de posible lo veo en estos expedientes que comienzan todos con un nombre individual preciso; es un actor con cierto grado de auto identificación que hace uso de su distintivo para llamar la atención de la justicia e ingresar en el mecanismo judicial que contiene un lugar para él. Esa auto identificación sale de su cuerpo y toma forma precisamente en esos instantes descritos, traídos voluntariamente a colación cuando se habla de ira, de resentimiento o de envidia, todos movimientos del alma que suceden y tienen lugar primero en sus interioridades y luego en sus exterioridades, reflejos y facetas sociales a la vez de lo que ocurre en sus individualidades. Y también elementos de juicio, de composición de un relato acerca de lo que sucedió, de lo que fue provocado por la intención de hacer daño de alguien en particular y de la recepción dolorosa de otro. Junto a lo anterior, los pleitos judiciales por injuria muestran trayectorias, carreras, apuestas, exitosas o truncadas: los expedientes permiten ver los agujeros casuales en las vidas de algunos y también los provocados. Se nota, porque lo dicen o lo sugieren, ellos como injuriados, y también los injuriantes y los testigos, el poder y la voluntad de influir en las vidas, de forzar, de provocar, de omitir, que cada uno y todos tienen, sea individual o mancomunadamente. Porque los procesos por injuria reúnen distintas versiones, repiten una situación desde varios puntos de vista que la describen y la recrean, y no siempre siguen interrogatorios formales como sucede en los procesos levantados para otros delitos. Muchas veces, casi la mayoría de ellas, prevalece en los expedientes por injuria el libre discurso de los llamados a colaborar, quienes no siguen una secuencia previa de preguntas. Por ende no responden siempre con monosílabos cuando se requiere con un “diga sino es cierto que…”- ni se transcribe junto al número de la pregunta una respuesta reflejo del contenido de la pregunta, sino que hilan por sí mismos lo que quieren ir diciendo. Es decir, construyen un relato propio acerca de lo que sucedió, recurriendo para ello a su memoria, a su valoración de lo que percibieron, a su manera de poner en relación los datos que conocieron y lo que les parece que ello pueda significar. 16

Ver María Eugenia Albornoz, “Decir los sentimientos que se viven en singular. La frustración y la cólera de un comerciante de telas que se creía buen padre. Ciudad de México, 1714-1717”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Nº 6, 2006, www.nuevomundo.revues.org.

M. Eugenia Albornoz Vásquez: El mandato de silencio perpetuo…

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Y allí concluyo diciendo que estos documentos son una mina de oro de relatos que hablan de experiencias de individuos y a la vez de “ejemplos sociales” autoerigidos: ellos inscriben lo propio en la crónica local y aseguran así un espacio en el tránsito y en el transcurso comunal de los hechos, de los acontecimientos. Con sus relatos hacen acontecer de nuevo y entregan la fuente del registro para que después se sepa qué y como aconteció. Participan a sabiendas de una crónica plural acerca de ciertos acontecimientos dramáticos, en distintos grados y siempre tomados en serio, que involucran a varios y que pueden conllevar la ironía, la risa, la burla, tanto como las lágrimas, los golpes y los gritos. Cuando una historia se magnifica y se repite pasa a ser inolvidable, pero cuando muchas otras se escriben a seis o siete voces, quedan inscritas en distintas memorias que repiten y repetirán acontecimientos vitales que fueron vistos, escuchados y luego “dictados” desde sus propias memorias a los funcionarios. Eso es convertirse en escritor oral, en narrador, en voz de registro y en “seleccionador al origen” de lo que se va a transmitir a la posteridad. De este modo pienso que los textos insertos en estos expedientes judiciales tienen un sello de autoría, hay una intención y una hilación, una construcción que es reconstrucción de lo que ellos perciben y asumen como sucedido, y de lo que ellos deciden hilar en un relato acerca de lo acontecido. A partir de ello pienso que no se busca la precisión en estos pleitos, sino la acumulación. Esa reconstrucción me parece realizada voluntariamente, desde cada sujeto y sus recuerdos, desde cada individualidad y su personal lectura de lo acaecido. En ese sentido tiendo a disminuir en unos cuantos grados de crédito el exclusivo rol de los escribanos o de los abogados porque en estos pleitos, al menos hasta antes de las reformas procedimentales de mediados del siglo XIX, lo que interesa es oír (y así acceder a) la discursividad diferenciada de cada uno de los llamados a completar la primera e inicial versión dada por el injuriado. Y ahí se me dibuja la obligatoriedad de creer en el ejercicio individual de recordar y de narrar.

La presencia del mandato de Silencio Perpetuo en pleitos por injuria Dentro del amplio espectro de pleitos configurado al interior de la normativa que acoge situaciones de injuria, hay conflictos que “hacen ruido” en decibeles más altos que otros. Puedo interpretar este mayor ruido de dos modos, a lo menos: son procesos que incomodan más que otros debido a las graves consecuencias que implican con solo existir; o bien son procesos que no generan tanto consecuencias severas como escándalo en el momento en que se están desarrollando. Como quiera que sea, es cierto que la justicia está pensada, en este contexto, como una instancia destinada a lograr, por todos los medios dialógicos posibles, la eliminación del conflicto inicial. Lo ideal es que el conflicto se deshaga, que su motivo deje de existir, que ya no pueda tomar forma porque habrá dejado de ser una posibilidad para las partes en oposición. Lograr que no tenga sentido ni razón de ser es lo máximo que cabe esperar para su eliminación. Como utopía de término es absoluta y visualizo dos caminos usados en espacios de justicia para su concreción.

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El primer camino es “procurar el avenimiento” entre las partes que disputan. Esto se propicia inicialmente por vía oral a través de los consejos e intentos de mediación sin presencia del escribano, sin tiempos asignados ni formalidades de la escritura, y además, sospechamos, al margen de los formulismos legales; sería una persuasión amistosa de “gentes de bien” –es decir “buenas”, con toda la amplitud que ese vocablo sugiere para estos tiempos, que puede significar indistintamente de buena condición social, de buen comportamiento, de buena moralidad, de buena prestancia, de buena posición social- que buscan “hacer surgir el bien en los demás”. Este rol lo ejecutan alcaldes, corregidores, subdelegados u oidores según sea la instancia requerida; pero también miembros de la Iglesia, de alguna Cofradía, del Cabildo, algún detentador de título de nobleza, personas destacadas en la comunidad. Esa medida es aconsejada por el Consejo de Indias, por la Iglesia y por las leyes en todas sus formas, especialmente para conflictos suscitados entre individuos vinculados por algún contrato, como matrimonio, de trabajo asalariado, de sociedad comercial u otro. Si no resulta, se envía, en la medida que la figura sugerida se lleva a cabo dentro de la estructura judicial local, “a conciliación”. Este es el segundo camino. Bajo este procedimiento se reciben todo tipo de conflictos, no sólo aquellos que conciernen a asuntos familiares, como suele afirmarse, ni aquellos llamados, luego de avanzado el proceso entablado, a efectuar un “comparendo de partes”. La conciliación consiste en una conversación sostenida por las partes (acusador y acusado) delante del funcionario de justicia, quien hace de conductor del debate procurando acotar la situación y los argumentos desplegados con bastante abundancia en alguna etapa anterior, para llegar a un avenimiento que las satisfaga a ambas. Se supone que la presencia de una tercera persona, investida de autoridad judicial legítima ante la comunidad para asuntos procedimentales de justicia, otorga una solemnidad y una validez mayores que si se tratara de una conversación sostenida por los mismos interesados en otro lugar y ante otras personas. En ese sentido, la conciliación en un proceso judicial es otro modo de atender a los problemas legales de los sujetos hasta lograr su desaparición. Es decir, no necesariamente menor en importancia, ni ajena a los sistemas de justicia escritos, reputados por largo tiempo y de modo equívoco, en mi opinión, como los únicos “legales” o verdaderamente “válidos”. La idea es “procurar el desistimiento” de las partes a seguir con el proceso, lo que se espera sea sinónimo de término efectivo del conflicto pero que no siempre implica ese convencimiento. Este desistimiento lo entiendo como otra cosa que un desvío: no me parece un mero apartarse de la vía judicial, sea procesal o conciliar, para el tratamiento del motivo que ocupa a los pleiteantes. Es un cambio de escenario que saca del dominio de la justicia, como institución y como lenguaje, como esfera legal y como instancia oficial de registro, pero también y sobre todo, como disposición a discutir en torno a un conflicto, el o los problemas que aquejan a los enfrentados, para en cambio hacer ver que ese motivo que los anima en realidad no es tal: en el fondo es anular la voluntad de discutir, es ir a la raíz misma, es acabar con las ganas de pelear que pudieran haber guiado los pasos de ambos querellantes. Sin embargo, en varios de los expedientes se deja por escrito la frustración de algunos funcionarios, sean los alcaldes, los letrados asesores, los fiscales u otros, porque no lograron ese anhelado desistimiento de las partes, buscado por la vía de la

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conciliación17. Triunfa la voluntad de seguir con el desarrollo del conflicto, y se llena de nuevo el requisito para desplegar un proceso escrito. Además de las modalidades mencionadas para intentar terminar con el conflicto que precede al proceso judicial, los jueces tienen modalidades de no continuar con el desarrollo del juicio, en el sentido de poner trabas al seguimiento burocrático del asunto. El primero, situado en la base del proceso, es tratar de impedir la formación del llamado “auto cabeza de proceso” no asignando validez “en justicia” a la queja inicial. El segundo se aplica cuando la causa ya comenzó, y es simple y llanamente detener la causa en algún punto de su curso. La fórmula “se corta la causa en este estado” no es infrecuente en estos pleitos (ignoro si se repite para otros procesos). De lo que he explorado, sucede en cualquier tribunal y en cualquier momento, preferentemente luego de que ambas partes han desplegado sus versiones, testimonios adjuntos y quejas por veces repetidas, lo que me hace pensar en una posible saturación de los jueces con esos casos en particular. Ambas modalidades derivan directamente de la autoridad que tienen los jueces de continuar o no con los procedimientos previstos en justicia al alero de su jurisdicción y en el espacio de sus salas. Estarían obligados a escuchar y a acoger, entonces, pero no a llevar a término cualquier proceso comenzado: el inicio de los procesos sería un mandato a sus funciones pero la culminación de los mismos, no. Por supuesto, falta aún distinguir con mayor fineza cuáles son los criterios aplicables para calificar tal o cual proceso como digno de ser abortado. Baste puntualizar aquí que hemos encontrado ya cerca de veinte expedientes que terminan abruptamente con esta medida, expresada con las fórmulas “se corta la causa en el presente estado” y/o “no se admite más escrito en la materia”18. Queda claro que el corte así mandatado es en relación a la aceptación de documentos por parte de los funcionarios del tribunal (materializados en las oficinas de escribanía o en las secretarías), de la agregación de los papeles escritos que son los componentes esenciales del expediente en construcción. Pero, con todo, no pareciera ser una medida resentida como tal: al menos no he encontrado reclamaciones precisas en contra de ella, sea provenientes de los pleiteantes o justiciables, sea provenientes de autoridades superiores o paralelas que la critiquen. Esto no quiere decir que quienes acaban de recibir un veto de este tipo no intenten continuar su causa en otro tribunal; más bien, ellos comprenden que ante esa persona y en esas circunstancias no es posible continuar con lo emprendido y buscan otra instancia a la cual dirigirse. Los involucrados no reclaman lo abusivo o lo autoritario de esa decisión, sino más bien muestran la aceptación de que ese criterio, propio del juez, no les permite una solución que los deje tranquilos. Es tanto un reconocimiento del libre criterio del juez como un inconformismo claramente expresado ante la orientación de ese criterio judicial particular.

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Por ejemplo, CG, vol. 331, fojas 105-136v, Santiago, 1809-1810. Suceden entre 1766 y 1834, en todas las instancias de justicia aunque mayoritariamente en la Real Audiencia, y en un porcentaje mayor (75%) a partir de fines 1796, año en que esta instancia emite un Auto Acordado que regula el seguimiento de las causas criminales. A él remiten algunos pleitos posteriores para justificar el acortamiento del proceso, o la no inclusión del mismo en las ocupaciones de los jueces aludidos. 18

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Es lo que sucede con Pedro Antonio de Fontecilla y Francisco Cartagena, quienes vivieron un agrio conflicto minero en la zona de Lampa a fines de junio de 173919. El Teniente de Alcalde Mayor de Minas, José Pastene, explicó en el informe requerido por la Capitanía General acerca de su intento por acabar con el pleito: “en mi presencia les mandé que callasen, como en efecto callaron”. Lo hicieron ante su autoridad menor como juez puntual, pero no ante la Capitanía, puesto que allí acudió Tordesillas a apelar de la resolución de Pastene y encontrar acogida a su problema. De hecho, esa insumisión al corte decretado por la autoridad local es lo que nos permite conocer su causa, terminada por dos veces con sentencia de silencio perpetuo emanada desde la Capitanía General. Pero además de las instancias anteriores -procurar eliminar el motivo de conflicto, o cortar la continuación del proceso- aparecen bosquejados en estos expedientes modos de no continuar mencionando el conflicto ya anudado al pleito judicial, en una apuesta por controlar la proyección a futuro de lo que ha sucedido en ese tribunal. Una tiene que ver con lo que llamo la “sepultura del expediente” involucrado, y es la orden que lo manda guardar “al archivo secreto”, decisión que era, hasta donde he podido observar, resorte exclusivo de la Real Audiencia como tribunal superior. Esta medida se adentra en el selectivo ocultamiento voluntario de situaciones en extremo complicadas y delicadas y tiene como principal consecuencia, me parece, la desaparición del registro. Y por esa vía, la imposibilidad de acceso al expediente, el cual ha quedado suspendido bajo el misterio y el sigilo hasta un momento indeterminado de hipotético reencuentro con la luz. Hasta el momento sólo hemos encontrado en el fondo de la Real Audiencia cinco pleitos por injuria, desarrollados entre 1800 y 1809, que consignan esta medida20. La segunda modalidad es el “mandato de silencio perpetuo”, o de “perpetuo silencio” de amplitud interesante, como ya he anunciado. Un diccionario americano contemporáneo de ciencias jurídicas entrega la siguiente definición para esta fórmula: “Pronunciamiento judicial en ciertas causas, como las derivadas del ejercicio de la ‘acción de jactancia’, en que el juzgador impone al demandado la obligación de no reiterar sus infundadas pretensiones, declaración o actitud”21. El descarte por falta de fundamento que se impone sobre el demandado, enfoque que no se condice con lo encontrado en los documentos procedentes de otro tiempo, y para otras faltas: no exploramos la jactancia. El jurista e historiador argentino Alfredo Molinario señala que la pena del silencio perpetuo, impuesta a una o a ambas partes, no aparece apuntada como tal en ninguna de las leyes, indicativas o procedimentales, que involucran a las injurias en el 19

CG, vol.287, fojas 1-20. Ateniéndome a la forma en que han sido clasificados los expedientes de los fondos judiciales, no siempre exhaustiva en cuanto a la materia de que tratan, por una parte; a la dispersión del archivo secreto montado por los escribanos de la Real Audiencia una vez que sus archivos fueron desplazados de las secretarías cuando cambiaron las instituciones políticas del territorio, por otra; y finalmente, a la desaparición de varios expedientes a lo largo del tiempo, creo que hubo varios otros pleitos acabados de este modo. 21 Manuel Ossorio, Diccionario de Ciencias Jurídicas, políticas y sociales, Buenos Aires, Editorial Heliasta, 2004, p. 715. 20

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cuerpo del derecho hispano pre-republicano, y que es la orientación de los territorios de ultramar y del territorio chileno hasta la creación, en la segunda mitad del siglo XIX, de sus Códigos Civil y Penal22. Esa medida es mencionada por el autor en uno de los seis pleitos que cita como muestra de un grupo indeterminado, explorado en archivos bonaerenses para el período 1785-1805, y de ella dice: “representa, más que una pena, verdadera y propia, una sagaz y prudentísima medida de seguridad para la pacífica futura convivencia de las partes.”23 Tal vez desde el punto de vista penal la dictación del mandato de silencio perpetuo pueda ser considerada de ese modo. Desde el interés por la existencia de los conflictos, de la participación de los sujetos en la vivencia, exposición y resolución de ellos, la consideración se vuelve más compleja. A continuación resumo muy brevemente siete casos terminados con esta sentencia, con el objeto de palpar someramente la diversidad de personas, situaciones y formas que tiene el silencio perpetuo de materializarse. En el Santiago de 1732, María de Fuenzalida y el Alcalde de Aguas Diego de Morales discutieron a gritos y golpes una noche de verano por diferencias en el uso del agua y por distintos modos de entender la figura de autoridad que representaba Diego en el sector. El Corregidor Araya, luego de escuchar ambas versiones, ordenó silencio perpetuo y el pago en partes iguales de las costas procesales. María no se conformó con la sanción y sobre todo alegó extrema pobreza ante la Real Audiencia, lo que le permitió obtener la obligación para Diego de pagar las costas procesales24. Menos de diez años después, en la ciudad de Concepción, en enero de 1740, se suscitó una disputa familiar entre los cuñados Juan Henríquez y Domingo Pradenas, miembros de una familia local acomodada, acerca del derecho de beneficio sobre una india y su hija. A mediados de octubre del mismo año, el Capitán General Manso de Velasco, ante quien acudió Juan a quejarse, mandó silencio perpetuo suponiendo “que con el transcurso del tiempo estarán ya serenados los ánimos”25. En el puerto de Valparaíso, a comienzos de julio de 1758, José de Saravia, administrador de Reales Derechos, se querelló contra Andrés Gras por los insultos que le gritó y los golpes que le propinó. El 24 de octubre del mismo año la Real Audiencia, único tribunal que podía acoger la causa dado el renombre del afectado, ordenó perpetuo silencio en el asunto, sobre todo “en atención a haber dicho don Andrés pedido perdón de rodillas al dicho don Joseph en presencia del Gobernador del Puerto, Juez de la causa, y otras personas”26.

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Este conjunto de cuerpos legales que conciernen a las injurias en el derecho hispano está compuesto por El Fuero Juzgo (siglo VII), El Fuero Viejo de Castilla (siglo XIV), El Fuero Real de España (siglo XIII), Las Siete Partidas (siglos XIII-XIV), Las Ordenanzas Reales de Castilla de 1504, La Nueva Recopilación de 1567 y la Novísima Recopilación de 1805, más los Autos Acordados, Ordenanzas e Instrucciones Reales elaboradas entre los dos últimos corpus legales mencionados. 23 Alfredo J. Molinario, La retractación en los delitos contra el honor. Un ensayo de historia interna de derecho penal, Buenos Aires, Conferencias y comunicaciones del Instituto de Historia del Derecho, Facultad de Derecho y Ciencias Jurídicas de la Universidad de Buenos Aires, XXIV, 1949, p. 51. 24 RA, vol. 2123, p.3. 25 CG, vol. 289, fojas 277-289v. 26 RA, vol. 2560, p. 3.

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En La Ligua, en abril de 1764, Tomasa y Luisa Fléchar se querellaron ante el juez local contra Félix Baquedano, presbítero, por difundir el rumor de que la segunda tenía sangre mulata. Félix eligió querellarse ante el tribunal de la Capitanía General por injurias contra Luisa, quien enojada al saber que él era el autor del rumor, le insultó. Luego de muchas desventuras, que incluyeron prisión, libertad, rebeldía y desistimiento de la querella interpuesta por Félix, el Corregidor Zañartu, que heredó de la Capitanía General el seguimiento del caso, mandó “poner perpetuo silencio en la materia”27. En Valparaíso, en 1781, Juana Pérez se querelló contra Basilio Saavedra, Ayudante de Gobierno, por injurias proferidas a su hijo, a quién llamó “huacho”. El Agente Fiscal que asesoraba la causa recomendó silencio perpetuo, pero Juana, viuda insistente, replicó hasta convencer al Agente Fiscal que ordenara la retractación de Basilio, cosa que éste hizo. Sin embargo, Juana consideró que el modo en que se llevó a cabo la retractación no fue adecuado y continuó sus quejas; entonces la Capitanía General ordenó que “no se admita más escritos y poner perpetuo silencio en el particular”28. La enemistad entre los miembros del gobierno municipal de la villa de San Fernando originó ácidos y largos pleitos, seguidos desde junio de 1791 ante la Real Audiencia; los dos bandos estaban compuestos por Juan Dionisio Henríquez y Mardones, por un lado, y el cabildo de la ciudad, por otro, representado por Manuel Valenzuela, Martín José de Munita y José Antonio Zambrano. El 19 de septiembre de 1793 el Agente Fiscal sugirió silencio perpetuo “a tan pesados y tenaces litigantes” ya que “el asunto se ha hecho fastidioso”. El 03 de octubre se decretó así por los cuatro miembros del tribunal29. En Quillota, en 1809, Josefa Garfias se enfrentó con Domingo Alderete por injurias ante la Capitanía General. Josefa estaba casada con Silvestre de Urízar y se querelló porque habían acusado a su marido de amistad ilícita; su petición era “vindicarse de ciertas falsas imputaciones contra su honor”. El tribunal decretó el perpetuo silencio debido a “la despreciable materia de que trata”, sobre todo después que Domingo dijo que no había querido cuestionar el honor de Josefa. Ella apeló ante la Real Audiencia, quien mandó que Domingo se desdijera en público y por segunda vez, a fines de enero de 1810, mandó “imponer perpetuo silencio en esta causa”30. Varios elementos me llaman la atención de este conjunto azaroso de pleitos abruptamente terminados con el mandato judicial de silencio perpetuo. Entre ellos, la insatisfacción explícita de los querellantes con las penas anteriormente sancionadas por los jueces; en seguida, el desprecio de ciertos funcionarios por los requerimientos de los pleiteantes injuriados; finalmente, la rotación, por no decir el “desfile” de autoridades judiciales interpeladas por los querellantes. El silencio perpetuo llega “después” de que han sido desplegados varios procedimientos habituales en un proceso por injurias, y al final de una actitud más o menos paciente de distintas autoridades que oyeron las quejas y peticiones de los querellantes. Lo menos que pienso, entonces, es que los sujetos almacenan y también manejan conocimientos precisos acerca del desarrollo de los procesos y de los lugares de exposición en justicia de los conflictos. 27

CG, vol. 108, fs. 341-392v. CG, vol. 165, fs. 102-128v. 29 RA, vol. 1059, p. 1 y vol. 2049, p. 2. 30 RA, vol. 2642, fs. 207-234v. 28

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Artículo publicado en Cornejo C., Tomás y Carolina González U. (dir.), Justicia, poder y sociedad: recorridos históricos. Chile, siglos XVIII-XXI, Santiago de Chile, Ed. Universidad Diego Portales, 2007 (en prensa).

Pensar el Silencio Perpetuo: el poder social de ciertos tipos de sentencia El proemio de la Partida Séptima contiene la siguiente frase: “Queremos aquí demostrar en esta Séptima Partida de aquella justicia que destruyendo tuerce por crudos escarmientos las contiendas y los bullicios que se levantan de los malos hechos que se hacen a placer de la una parte y engaño y deshonra de la otra”31. Este proemio fue redactado muy probablemente por quien ha sido considerado el primer editor crítico de Las Siete Partidas, Alonso Díaz de Montalvo, para su edición de 1491, y se mantuvo en todas las ediciones siguientes, incluida la versión crítica que de ellas hizo la Real Academia de la Historia en 180732. Los autores referenciados insisten, junto a muchos juristas e historiadores del derecho, en la influencia de Las Siete Partidas, no solo en el derecho y la justicia, sino en la política, en la literatura, en los valores, en la tradición, por nombrar algunos ámbitos mencionados. Es decir, lo que importa es que este prólogo de la Partida Séptima, del cual la frase citada es una parte ínfima, se mantuvo como idea a transmitir. Hay que puntualizar que todas la ideas, valores, indicaciones, además de las leyes y penas que conciernen a las injurias se encuentran en el título 9 de la Séptima Partida. Es decir, las injurias, junto a otros crímenes como el adulterio o el homicidio, están dentro de esos “bullicios levantados” que hay que torcer por vía de justicia. No aparecen aquí ni el silencio ni lo perpetuo, pero sí la declarada intención de “destruir los bullicios”: ¿una sugerencia encubierta que llama a administrar el silencio perpetuo? Las definiciones compiladas en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, contemporáneas a las fechas de los expedientes consultados, para el vocablo “silencio” y cercanas en su sentido judicial, comienzan en 1739, cuando junto a la noción “silencio” aparece la fórmula “imponer silencio: frase que equivale a prohibir el que se controvierta alguna cuestión o se hable en alguna diferencia o pleito”33. Esta manera de definir se mantendrá en las siguientes ediciones hasta 1803, año en que desaparece. En la edición de 1817 surgen dos aspectos interesantes. En primer lugar, junto al significado más común, que circunscribe el silencio al contrario del ruido, se propone la acepción “entregar alguna cosa al silencio”, como sentido metafórico, donde se explica: “olvidarla, callarla; no hacer más mención de ella”. En segundo lugar, se secciona la definición dada a la expresión mencionada más arriba, “imponer silencio”: de un lado, junto al encabezado original, queda la siguiente frase: “mandar a hacer alguno que

31

Las Siete Partidas, Madrid, Editorial REUS, 2004. El destacado es mío. Ver la “Introducción” de Gonzalo Martínez Diez en Las Siete Partidas, Edición Facsímile de la 1ª edición en castellano con glosas de Alonso Díaz de Montalvo (Sevilla, 1491), Valladolid, España, Editorial Lex Nova, 1988, dos tomos. También el “Estudio Introductorio” de José Sánchez-Arcilla en Las Siete Partidas, ya citado. 33 Diccionario de Autoridades, Madrid, Real Academia de la Lengua, 1739.

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Artículo publicado en Cornejo C., Tomás y Carolina González U. (dir.), Justicia, poder y sociedad: recorridos históricos. Chile, siglos XVIII-XXI, Santiago de Chile, Ed. Universidad Diego Portales, 2007 (en prensa).

calle”. Inmediatamente después se agrega: “imponer perpetuo silencio: prohibir al actor que vuelva a deducir la acción o a instar sobre ella”34. Es ésta la primera vez que aparece entonces la fórmula tal y como la he encontrado en los expedientes desde 1720, con la noción “perpetuo” agregada al silencio. Esa manera de matizar los sentidos del silencio se mantiene hasta la edición de 1832, cuando se agrega la fórmula “pasar en silencio: no hacer mención de alguna cosa, omitirla, callarla”35. Hasta el final del período estudiado, e incluso hasta la edición disponible más reciente, que data de 1992, las definiciones se mantendrán de este modo. Hay que constatar que pasaron casi 100 años entre el uso documentado –hasta ahora- de la noción “perpetuo silencio” en espacios de justicia americanos, como la Real Audiencia y la Capitanía General de Chile, la Audiencia de Charcas, la Gobernación de Cumaná, y su consignación en la compilación de sentido común hispano más consultada. ¿Tal vez se intensificó su utilización y entonces no “quedó más remedio” que incluirla junto a las otras acepciones del silencio? ¿Tal vez la imposición del silencio, como práctica social, eso de “mandar callar”, se estaba volviendo de uso habitual y no era ya sólo exclusiva de espacios de justicia, situación que motivó la diferenciación de los dos significados antes reunidos? A partir de estos contrastes, ¿puedo imaginar una proliferación, sino el constante aumento de “ruidos” que molestaban a las autoridades, sea judiciales o de las otras urbanas, moralizantes, religiosas, económicas, políticas…- durante el siglo XVIII hispano (entre 1720 y 1817, año de la consignación en el diccionario consultado), tanto en la península como en sus colonias de ultramar? Me parece importante meditar sobre qué es el silencio: el significado se obtiene por oposición, es el “no sonido”, “no ruido”, propuesta funcional para el concierto del universo, el natural y el musical, y sus múltiples posibilidades de sonoridad. Pero para la dimensión humana comunicacional, el silencio tiene una paleta mayor de opciones. En primer lugar, y siempre desde la entrada del lenguaje sonoro, se trata de no buscar la atención del otro para dialogar y de no reaccionar ruidosamente al diálogo ya empezado. Insisto en esto del mensaje audible, porque como historiadores de estos tiempos muy pretéritos nos topamos prácticamente sólo con documentos escritos que son de por sí silenciosos en el sentido del no-sonido. A su vez, estos documentos consignan raramente la cotidianeidad de los gestos comunicativos silenciosos36. Por el contrario, subrayan, preferentemente, el valor de la palabra pronunciada, el verbo activo, como principal fuente: no podemos acceder acá a los otros sentidos del silencio, que los hay y los considero siempre como parte del repertorio de las relaciones humanas, como el silencio que acompaña una mirada, que antecede un suspiro, que contextualiza una mueca o un movimiento de otra parte del cuerpo, que responde a una sorpresa, o al revés, a una confirmación, por mencionar algunos nada más. Circunscribiendo espacios, en el vocabulario de justicia esbozado en las definiciones del diccionario, el silencio es aludido expresamente para terminar con la “actividad”: se trata de no volver a requerir la reacción de los jueces con solicitudes, 34

Diccionario Usual, Madrid, Real Academia de la Lengua, 1817. Diccionario Usual, Madrid, Real Academia de la Lengua, 1832. 36 No me refiero a los socialmente sacralizados, como las reverencias, el quitarse el sombrero al saludar a otro, etc. Hablo de los muy ordinarios, tanto que aun hoy en día se soslayan explícitamente en los relatos. 35

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peticiones o clamores, es la constitución del “no espacio”. Y allí se priva de la posibilidad de despliegue no sólo de la queja, sino también de la relación que se hace en otros documentos igualmente expositivos: el memorial, las representaciones, los informes, sean individuales o colectivos. El silencio así impuesto niega el paso primero que es oír un discurso singularizado, necesariamente subjetivo puesto que proviene de un sujeto particular; y también niega el paso segundo, la discusión, exposición y desarrollo de desavenencias, de puntos de vista disímiles. Es la no palabra y la no expresión. La anulación de la posibilidad de estar, y por extensión, de “ser en justicia”. Por otra parte, quiero abrir la reflexión sobre la omisión y el olvido, que están señalados al origen de la definición del silencio: aquellos existen porque éste los origina. En un sistema comunicacional basado en la palabra significante, donde el lenguaje es constructor sólido de vínculos sociales, de símbolos, de proyectos y de patrimonios que dejan impronta, callar puede ser lo mismo que omitir, que restarse, que generar un margen. Y el “no decir”, en esa construcción colectiva de huellas permanentes, es prácticamente lo mismo que no estar, que no marcar, que olvidar lo que está siendo pero que no tiene posibilidad, oportunidad, o quizá también, necesidad o conveniencia de decirse. La dimensión que abre la segunda palabra de la expresión en estudio es a la vez inasible y tajante. El “perpetuo” es la temporalidad infinita, el para siempre, el sin término. Adjuntar esta palabra a cualquier evento o aspecto humano aparece como una prefiguración universal que sugiere la posibilidad de controlar las finitudes y los devenires, de asociar a lo ínfimamente humano un nivel otro que sobrepasa las cotidianeidades y las oscilaciones más habituales del tiempo, de la vida y sobre todo, de la muerte. Es manipular la trascendencia. Plantear la perpetuidad del silencio me parece entonces una decisión dramática: se trata de poner un límite temporal artificial a un devenir que estaba siendo. Es instalar la ausencia y borrar la huella, es anular la posibilidad de memoria de lo que está existiendo porque se congela voluntariamente su desarrollo con una clausura abrupta inventada. El espacio escritural de justicia elimina así la existencia de un conflicto en el registro documental de lo auditivo y conversacional; y por extensión, pretende asegurar la desaparición de su memoria en la comunidad. No se trata sólo de cortar la expresión del proceso que está construyendo –levantando- un expediente. El objetivo de la sentencia es jugar con el aquí y el ahora, pero sobre todo con el futuro posible de conocer y también el que nunca se presenciará porque es materialmente imposible llegar hasta él. Aunque se le pueda construir desde el olvido anticipado. Mediante esta fórmula se corta la posibilidad de “ser” de un conflicto particular, concreto, ya conocido, que “hubo”, que “fue”, que “estuvo”, que “existió” y sobre todo, que “importó” a quienes lo vivieron: se ataca la existencia de un problema, su despliegue y su valoración en la vida de quienes lo vivieron, valoración reconocible a partir de las conversaciones que genera, de las réplicas que ocasiona, de los ecos que echa a correr. No sólo en los letrados, que pueden citar casos lejanos para argumentar alguna petición, sino también entre los participantes principales y en los testigos, que por analogía simpática equiparan sus experiencias con alguna anterior, o por

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comparación antipática asimilan al contrario a algún defecto conocido que ha sucedido en un pleito pretérito. En el primer caso, cuando en algunos expedientes se citan procesos sucedidos en el reino de Portugal, en la ciudad de Sevilla, en el virreinato de Lima o en la más cercana villa de San Fernando, para inspirar o más bien orientar las resoluciones de los jueces llamados a dirimir los conflictos. En el segundo, cuando en varios procesos los injuriados se remiten a suertes similares corridas por desafortunadas víctimas de la maldad de algún tirano local para demostrar que no están solos en sus sufrimientos. Mediante la referencia de situaciones humillantes o vejatorias que han sucedido a otros y que responsabilizan al acusado, los injuriados que pleitean esperan conmover con mayor velocidad, y tal vez mayor profundidad, el corazón y/o el discernimiento del juez interpelado. En el tercero, cuando se trae a colación la triste suerte de algún anterior ajusticiado ejemplar por razón de injurias, como sucedió en el Santiago de 1725 con los amigos Pedro Fernández de Tordesillas y Mateo Gómez. El primero tuvo la desafortunada idea, como forma de herir el amor propio del segundo en medio de una discusión, de mencionar un castigo humillante que habría recibido un tío político de Mateo: le dijo “eres sobrino de un azotado en el rollo”37. El largo proceso seguido por la familia política de Mateo contra Pedro muestra que la rememoración voluntaria de hechos resentidos como humillantes, sucedidos en anteriores pleitos judiciales de público conocimiento, por lo tanto no sepultados bajo el silencio perpetuo, puede erigirse como “sensible” motivo de un nuevo proceso judicial. La lectura de este pleito en particular muestra que, además, se puede caer en el juego de asociar esas memorias humillantes con personas que no tienen vínculo verdadero con ellas: la sentencia al pleito seguido contra Pedro, y que se termina esta vez con el silencio perpetuo, define que el tío ajusticiado de la familia política de Mateo nunca recibió la pena infamante que mencionó Pedro. El silencio perpetuo atribuido a cualquier pleito roba la posibilidad de constituir un repertorio consultable de jurisprudencia, de construir memoria, de engrosar la base de conocimientos sobre justicia y también sobre experiencias de dolor y de restitución a la que tiene acceso la comunidad. Es un cierre lapidario, una clausura drástica, una sanción extraordinaria y las más de las veces inapelable porque acaba violentamente con la posibilidad de “reclamar agravios”, premisa básica de las justicias de antiguo régimen: si no hay reclamo no puede comenzar un proceso judicial. Es la prohibición de seguir insistiendo en el “justo sentimiento” como vivencia y como argumento para demandar y para pedir; es la imposibilidad para los involucrados de suplicar y de presentarse ante la autoridad “como sujeto de derecho”. Es la erradicación del existir en esa instancia de conversación; por lo tanto, es la anulación del sujeto pleiteante, del individuo “justiciable” que participa de las instituciones reales –en su doble acepción, que emana de la Corona y que es verdadera- y de las instancias humanas de orden y administración, de diálogo con el “poder” y la “autoridad” erigidos en el juicio de la Real Audiencia. Y es también, me parece, el robo de la capacidad de fijar, por medio de la escritura, la firma y las fórmulas

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RA, vol. 2190, p. 6.

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judiciales, el registro de dolores y desacuerdos de seres que han perfilado sus individualidades en pleitos personales38. Me parece que el silencio perpetuo es una herramienta sui generis de jueces, independiente de la normativa, que evidencia el control que se ejerce sobre la permanencia y la continuidad en el espacio “oficial” de escucha. El silencio perpetuo veta la energía oral circulante y el juicio contenido en las opiniones que se canalizan a través de la discusión; es la censura sobre el clamor, en un primer nivel, y sobre su resonancia en un segundo nivel, proyectado ambiciosamente más allá del espacio judicial y después del desarrollo del proceso. Ese modo de decretar silencio perpetuo es negar la proyección futura del recuerdo, es acabar con la trascendencia del conflicto, de su desarrollo y de su resolución. Y por esa vía, en el curso habitual de los asuntos del tribunal y de las oficinas de escribanos que lo alimentan, es decretar la no continuidad, es crear una falla en medio del torrente, una dislocación y una mancha. Tomando en cuenta el peso de las instituciones administrativas y la influencia que tienen en la construcción de realidad para las comunidades que están bajo su jurisdicción, el mandato de silencio perpetuo es la administración selectiva de una forma institucional de olvido: se decide qué debe y qué no debe permanecer como referencia en relación a la tranquilidad pacífica de la comunidad conflictuada. Se administran las representaciones de patrones éticos sobre lo que se discute, sobre lo que es discutible y sobre lo que se puede (se quiere) solucionar en ese espacio judicial. En ese sentido su rol de censura es también una señal acerca de la capacidad y de la voluntad del cuerpo colegiado para asumir los ribetes, los matices y las aristas de una conflictividad compleja, propia, me parece, de comunidades críticas que ya tienen el hábito de plantearse en tanto organismos pensantes, en tanto unidades con roles definidos, constituidas por una suma de individualidades activas que tienen qué decir y saben cómo decir. Hay que reconocer que el silencio perpetuo puede ser también un mecanismo muy práctico, útil para responder a imperativos de augustas personas: es el alivio del espacio judicial agobiado, que sucumbe al tedio de tener que hacerse cargo de disquisiciones que no le conmueven y que no parecieran tener sentido. Es también la optimización, por descarte, de sus propios recursos para seguir siendo majestuoso y disponible para la comunidad demandante, ya que el silencio perpetuo afloja particularmente el tiempo y las ocupaciones de los jueces y de los escribanos. Bálsamo para zumbidos distractores y solicitudes insistentes, viene a cerrar la puerta de habitaciones que incomodan, a erradicar actores demasiado estridentes. Desde esa opción liberadora, el silencio perpetuo es una despreocupada negación del “otro que está siendo”, una medida disciplinaria que no toma en cuenta precauciones morales equivalentes sino que actúa ejerciendo poderes y privilegios en un diálogo viciado porque prueba que siempre queda en alguna forma sujeto a la paciencia y a la tolerancia de la parte superior de la jerarquía39. Y también, me parece, la existencia espontánea de la sanción silencio perpetuo, desde este tedio y este alivio de los jueces y funcionarios, es una prueba de que las autoridades, aún las locales, quedaban a una cierta distancia de 38

Tal vez la prensa venga a llenar ese vacío que deja el mandato de silencio perpetuo. De hecho, sería muy interesante explorar esa asociación, qué pasa con los pleitos clausurados con esa sentencia y con su eventual reflejo en los periódicos locales. 39 David Le Breton, Du silence. Essai, Paris, Ed. Métaillié, 1997.

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la cotidianeidad, de la impronta que marca el curso cotidiano de la vida entre los hombres y las mujeres que se mueven diariamente por las calles y los campos: sus urgencias, sus tiempos, sus plazos y sus prioridades se desencuentran. Por otra parte, cuando uno de los pleiteantes solicita el silencio perpetuo para el proceso por injurias en el que está involucrado, acude a la posibilidad de evasión de su responsabilidad en el mismo y, más directamente, a la de protección empática de la autoridad, asentada en la complicidad –verdadera o sugerida- que se desea tener con el juez que está oyendo el pleito: al expresar esta solicitud, se evidencia que se comparte con la autoridad moral el menosprecio hacia el conflicto en exposición. Su “juiciosa” petición borra de pasada, muy convenientemente, la propia huella conflictiva en un asunto que de seguro está siendo enojoso, cuando no delicado. El 2 de septiembre de 1774, en Santiago, José del Torquillo se querelló contra José Ramírez por injurias: ambos comerciantes estaban apostando en la cancha de bochas en la Calle de la Pescadería y Ramírez, perdedor, insultó y abofeteó al injuriado, quien sangró de la nariz. Ramírez se defendió desde la cárcel insistiendo que el ofendido era él y se contra querelló tres días después. Al poco tiempo Torquillo se desistió de la querella porque Ramírez “ante las mismas personas que me injurió expresó haber procedido con precipitación y quedó perdonado por el amor de Dios, y yo como cristiano, desde luego lo tengo perdonado” y pidió “se ponga perpetuo silencio”40, sugerencia que la Capitanía General aceptó el 12 de septiembre del mismo año. En 1821, Agustín Mujica pidió a la Cámara de Apelaciones de la Justicia que “se imponga un silencio perpetuo y callamiento perdurable” a la causa comenzada contra Claudio Batista, funcionario que fue a notificarle una resolución a hora inoportuna: “porque aunque usó de la imprudencia de buscarme en la siesta para una citación, poniendo en movimiento a los de mi casa y a mí, no cometió exceso alguno que me obligase a pedir contra su persona”41. El pleito legal había sido iniciado a su nombre por el abogado representante de su madre, y con ese argumento Agustín se desmarcaba de una intención que parecía no pertenecerle, además de subrayar su benevolencia y buen proceder. Esta actitud individual que discrimina qué petición califica para comenzar un proceso judicial y cuál en cambio no lo amerita, porque al revés, lo distorsiona, y por lo tanto merece el silencio perpetuo, se encuentra también en otro tipo de documento: demandas de libertad presentadas por esclavos, o sus parientes inmediatos, ante la Real Audiencia de Santiago. Dos ejemplos muestran la huella de censura inicial, marca de la “moralidad positiva” del que apela al silencio perpetuo acerca de algo. En 1791, la esclava María Mercedes Plaza solicitó que se obligara a Francisco Gómez, gallego soltero, a que pagase por su libertad, la que habría prometido financiar siete años atrás junto con cumplir su palabra de matrimonio (promesa de esponsales). En 1795, José Antonio Carrasco pidió que se custodiara a su mujer, la esclava María del Carmen Vicuña, mientras se buscaba el documento legal de la compra que de ella hizo su amo, el maestro de carpintería Tadeo Vicuña: José quería comprársela para acabar así con los 40 41

CG, vol. 306, fs. 244-254v. RA, vol. 2610, pieza 3.

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malos tratamientos que recibía María del Carmen y ese documento permitiría fijar el monto de la transacción. Francisco y Tadeo respondieron con la petición de silencio perpetuo para ambas solicitudes; el primero argumentó “malicia, calumnia e infamia” de parte de una “esclava viciosa”, y de paso se auto describió como “infeliz forastero que se mantiene de su trabajo” como empleado de un bodegón ajeno. El segundo pidió, junto al silencio perpetuo para la “maliciosa, injusta, temeraria e ilegal” suposición que se hace de la inexistencia del documento oficial de compraventa de la esclava, “no admitírsele más escrito sobre este negocio”, es decir, anula la posibilidad de vender su esclava a su marido42. Independientemente de lo anterior, me parece distinguir con claridad que la finalidad del silencio perpetuo es impedir que la palabra quejosa, adolorida y exigente se explaye. La fórmula aparece en los procesos que involucran aspectos defectuosos vinculados a la palabra: las injurias verbales, las calumnias, los incumplimientos de esponsales. Se interrumpe el libre curso de la expresividad individual en pleito, en una instancia donde la prueba material del delito es siempre subjetiva y muchas veces bastante difusa: la dependencia de la memoria y de la aprehensión singular de hechos volátiles, narrados por diversos actores, hace de la reconstrucción de los acontecimientos una tarea ardua y llena de matices. No es evidente que los magistrados llamados a escuchar y a dirimir tuvieran la capacidad, la paciencia o el interés por estirar todo lo posible, al amparo de los procedimientos previstos, el tiempo y la disposición de escuchar estos disímiles puntos de vista de la cuestión. En ese contexto, no puedo dejar de asociar la finalidad inmediata con la finalidad mayor que pilotea a las instituciones de justicia de antiguo régimen. Se trata de callar subjetividades insistentes para conseguir subjetividades sumisas, obedientes en su negación y anulación en pro de la paz de la comunidad. Es el rol de servicio atribuido al silencio como infalible herramienta para generar la “buena palabra”, es decir, la palabra que no estorba, que no deforma, que no molesta, que se atiene a las jerarquías, a la resignación y a la paciencia. En lo posible, sorda y muda. De hecho, ése es el fin mayor que persiguen varias normativas españolas, y más tarde sus herederas, como la chilena, destinadas a erradicar las formas de la invectiva, de la crítica, de la sátira, del humor43. En particular, este silencio perpetuo en el espacio judicial es el despliegue de la censura sobre los sentimientos complicados y sobre la opinión crítica, que puede versar sobre la existencia de esos sentimientos en el otro opositor, acerca de la interpretación que se hace de esos sentimientos… pero también sobre el desempeño de los jueces que oyen y de su idoneidad para tratar y resolver los conflictos en curso, sobe los aciertos y errores procedimentales, sobre los manejos del tiempo en clave judicial, entre otros. 42

CG, vol. 177, fs. 379-384 y CG, vol. 217, pieza 3, fs. 15-19v. No sabemos si la Capitanía General hizo caso de la petición de Francisco; en cambio, sí accedió a lo solicitado por Tadeo, quien secundado por el Procurador de Pobres consiguió autorización para apelar ante la Real Audiencia. De esta última gestión, sin embargo, no tenemos noticia. Ambos pleitos están en Carolina González U., Testimonios de libertad: esclavos y esclavas demandando justicia. Chile, 1740-1823, Santiago, Chile, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, en prensa. Agradezco a la autora la gentileza de haber compartido conmigo la existencia de estos documentos y el haberme facilitado generosamente el manuscrito de la transcripción que ha hecho de la totalidad de los mismos. 43 Sólo como ejemplo, ver las leyes 6, 7, 8, 9 y 10 del Libro 12, título 25 de la Novísima Recopilación de 1805.

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Tengo la certeza que hubo muchas otras situaciones que éstas que he conocido por azar, en que el mandato de silencio perpetuo vino a terminar con la expresión en el espacio judicial de esas subjetividades insistentes que apuestan por la resonancia de sus mensajes. ¿Qué hacer, socialmente y luego historiográficamente hablando, con lo que queda suspendido, con lo que queda flotando, inconcluso y pendiente luego de que esa sentencia se dicta? ¿Qué sintieron, cómo procesaron, qué hicieron después de oír esa sentencia, Diego, Juan, Domingo, José, Andrés, Luisa, Tomasa, Félix, Juana, Basilio, Dionisio, Manuel, Martín, José Antonio, o Josefa? ¿Podemos pensar en la impotencia, en la resignación, en la rabia, en la indignación, en la obediencia, en el resentimiento? ¿En la paz, el arrepentimiento, la búsqueda renovada de la amistad con el antiguo enemigo? ¿En el alejamiento, en el mutismo, en la obstinación? Esas, y otras muchas alternativas que se me escapan, surgen inmediatamente junto a esa fórmula tan concreta y tan etérea, tan inmediata y tan sideralmente lanzada al infinito. El silencio por obligación interroga precisamente los límites desbordados que está teniendo, en esa sociedad, la palabra en su libre expresión44. Hay quienes se inquietan por la elocuencia y el uso de espacios dialogantes en bocas menores y subalternas y generan, desde su temor al desmadre, un dislocamiento del vínculo social a través de la presencia lapidaria de un cuchillo que corta el fluir de las palabras, y más precisamente, del sentido que tienen esas palabras y demandas circulantes. Molestan las repeticiones de sentimientos dolorosos y de solicitudes delicadas, que sin embargo no dejan de existir, ya que la cancelación ataca la intensidad y la repetición de su expresión. ¿Dónde van a parar el menosprecio, la soberbia, las angustias, las heridas y los resentimientos generados precisamente a partir de esa medida clausurante y censuradora, expresión absoluta de la voluntad de constituir un poder indiscutible y abismante? ¿Cómo podemos conocer sus repercusiones en los individuos afectados y sus entornos comunitarios?

Paris-Santiago, octubre 2006-abril 2007

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Remito al libro de Arlette Farge, Dire et maldire, l’opinion publique au XVIII siècle, Paris, Editions du Seuil, Collection La Librairie du XX siècle, 1992.

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