El lenguaje jurídico frente a la sodomía en el Cantón de Friburgo

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Daniel  Punzón  del  Álamo                                                                                                                                                                Filosofía  del  Lenguaje  II  

EL LENGUAJE JURÍDICO FRENTE A LA SODOMÍA EN EL CANTÓN DE FRIBURGO

En este texto vamos a comenzar por exponer parte del capítulo "Actos ardientes, lenguaje ofensivo" del libro "Lenguaje, poder e identidad" de Judith Butler, concretamente la parte referida a la violencia propia del lenguaje jurídico. Después nos haremos cargo del verdadero estatuto de los discursos jurídicos sobre asuntos como la sexualidad y la raza, y razonaremos la eficacia política de la censura jurídica frente a la resignificación que los colectivos sociales efectúan sobre el uso lingüístico. El capítulo comienza poniendo en cuestión, a través de Nietzsche, la vinculación de todo acto lingüístico hiriente con un sujeto que está en su origen ejecutándolo de manera intencionada. En este caso, Nietzsche habla de la fabricación de un sujeto, que solamente surge a raíz de "un discurso moral en torno a la responsabilidad" (83). Si el título del libro de Austin es "Cómo hacer cosas con palabras", Nietzsche se tomaría este "hacer" en su carácter impersonal: no hay ningún ser detrás del hacer, "el hacer es todo". El sujeto es, por tanto, resultado de la nominación; no sólo no es el responsable del lenguaje de odio, sino que es producto del lenguaje, que lo determina de manera previa y como condición de su posibilidad social (es decir, de su posibilidad en general), en tanto que es el lenguaje el que concede presencia y lugar social al sujeto mediante el reconocimiento. Nos encontramos en la actualidad con que las tecnologías jurídicas atribuyen las causas del lenguaje de odio a los ciudadanos individuales, y se postulan a sí mismas como únicas resolutoras posibles. Este postulado invisibiliza el hecho de que el poder jurídico ejerce, en sí mismo, la capacidad de herir mediante el lenguaje; y a la vez restringe en la acción estatal la potestad de intervenir sobre los lenguajes del odio, cerrando la vía a las luchas de colectivos en la horizontalidad del espacio social. Sobre dos ejemplos, el de la sentencia judicial como acto ilocucionario (la propia locución verbal del juez, acompañada del golpe del martillo) que vuelve vinculante el veredicto; o el acto ilocucionario por el cual el médico dice "es una niña" creando el género al nombrarlo, surge la pregunta: ¿cómo hacernos cargo de esta doble dimensión, por la cual las locuciones son físicamente pronunciadas por un sujeto, pero el poder, por ejemplo, de producir el género, excede al sujeto, puesto que necesita de convenciones previas y de reiteraciones futuras del género? Es decir, ¿cómo pensar el poder conjugando estas dos dimensiones, el acto locucionario concreto y su necesaria determinación por la temporalidad previa y futura? Así formula Butler la pregunta: "¿Se trata del poder de un individuo para llevar a cabo tal ofensa a través de la realización de un nombre ofensivo, o se trata más bien de un poder que crece con el tiempo, de un poder que se disimula en el momento en que un único sujeto pronuncia estos términos ofensivos? [...] ¿No se invoca mágicamente la comunidad y la historia de los hablantes en el momento en que la enunciación se pronuncia? Y cuando el enunciado produce un daño, ¿es el enunciado o el hablante la causa del daño, o es que el enunciado realiza su ofensa mediante una transitividad que no se puede reducir a un proceso ni intencional ni causal que se origine en un sujeto singular?" (88). La cuestión ya no es, por tanto, que el enunciado actúe por sí con independencia del sujeto y sus intenciones, como podría afirmar Austin, sino que la impersonalidad del sujeto disuelve también el enunciado, que deja de ser el fundador del lenguaje del odio para ser un mero repetidor; su carácter "citacional" traslada la pregunta: ya no importa  

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Daniel  Punzón  del  Álamo                                                                                                                                                                Filosofía  del  Lenguaje  II  

el enunciado, sino la temporalidad que viene a poner en juego. La preocupación jurídica por la responsabilidad individual es una estrategia de fijación de la historia en un sujeto que viene a encarnarla y a tomar en sus actos responsabilidad; pero si hemos definido el lenguaje del odio como un performativo citacional, es decir, como un acto cuya fuerza surge del pasado mediante una invocación, la atribución de responsabilidad individual que efectúa el poder jurídico es un espejismo. Lo que preocupa a Butler es, en primer lugar, que la consideración jurídica de la responsabilidad restringe, precisamente, a poder jurídico la lucha contra el lenguaje del odio; y en segundo lugar, que entender el lenguaje hiriente como un acto ilocucionario no deja el hueco necesario para efectuar apropiaciones del lenguaje que subviertan su uso violento. Toca, por lo tanto, antes de proseguir, hacerse cargo de la dificultad intrínseca al espacio y el tiempo del que los insultos toman su fuerza. Si hemos dicho que el lenguaje de odio es citacional, es porque "la acción se hace eco de acciones anteriores, acumulando la fuerza de la autoridad por medio de la repetición o de la citación de un conjunto de prácticas anteriores de carácter autoritario" (91). La relación del performativo con la historia no es sólo de enunciación condensada de las prácticas pasadas, sino que a la vez que las saca a la luz, disimula ese carácter histórico de la fuerza que emite. "Lo que hace en realidad el hablante que pronuncia un insulto racista es citar ese insulto, estableciendo una comunidad lingüística con una historia de hablantes" (91). Es la historicidad, transitividad o iterabilidad del performativo la que genera dificultades para resolver la atribución de responsabilidad. Se trae a colación un juicio en el cual un adolescente blanco fue acusado por quemar una cruz en el jardín de una familia afroamericana, y la sentencia del juez, que consideró ese acto como un punto de vista más en el mercado de ideas. Si bien según una ordenanza aprobada por ese mismo ayuntamiento quedaban censurados los actos lingüísticos hirientes, durante el juicio la ordenanza entró en tensión con la Primera Enmienda, que ampara la libertad de expresión. Para decidir si la quema de una cruz está amparada por la Primera Enmienda hay que determinar, primero, dónde radica la fuerza ofensiva de un lenguaje, y de manera previa, hay que decidir qué es un lenguaje. Si el lenguaje jurídico es el que determina qué lenguajes son ofensivos y cuáles no, está actuando con una violencia previa: la de condenar, regular o limitar los lenguajes que sobrevuela al situarse en un ámbito superior. El problema ya no es sólo que el poder jurídico determine así los lenguajes posibles, sino que acapare la respuesta a estos poderes, haciendo imposible la "lucha" lingüística para los sectores afectados de la sociedad civil. Aquello que Butler reivindica, el carácter iterativo del enunciado, esto es, el hecho de que las cruces hayan sido quemadas históricamente por el Ku Klux Klan y eso dote de fuerza agresiva e hiriente el quemar una cruz, es ignorado completamente por los jueces, que analizan el acto en su inmediatez. También es ignorado en las deliberaciones el hecho de que la familia agredida sea negra, eliminando el contexto en que la quema de la cruz tiene lugar y, por lo tanto, uno de los condicionantes que convierte el enunciado en hiriente. Vemos que la resolución a la que llegue el jurado estará condicionada por su consideración del acto de habla: si cobra sentido en un contexto de dominación social y como iteración de una historia, será evidente su carácter violento; si sólo se toma en consideración la articulación sintática y una semántica simple y descontextualizada, la violencia no se encuentra por ningún lado. Aun así, parece más condenable "quemar" la Primera Enmienda al condenar al pirómano, que condenar el acto de quemar la cruz. La quema de la cruz no es considerada un acto (acto violento) sino la expresión de un punto de vista; sólo se  

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asume su forma representacional, la de transmitir un mensaje ("yo pienso que...), y no la de hacer física y presente la amenaza que condensa en un enunciado presente décadas de violencia racial y asesinatos. Para Butler, la quema de la cruz es una amenaza, la declaración de una intención de herir; para los jueces, la quema de la cruz es una expresión; no hay acto, sino mero enunciado. ¿Qué sucede en el caso contrario, cuando, tras ver la película Arde Mississipi, dos jóvenes negros apalearon a un chaval blanco al salir del cine? Es curioso ver cómo, en este caso, la película es también condenada, y por lo tanto, se establece una conexión directa entre la representación fílmica y las acciones de los jóvenes agresores. El lenguaje de odio será, en este caso, "considerado como la consecuencia de haber visto la película, más aún, como la extensión misma del texto que constituye la película" (106). La violencia del lenguaje jurídico está, entonces, en su capacidad de dictaminar qué lenguajes son violentos y cuáles no lo son. Es a través de usos "estratégicos y contradictorios" (107) que el tribunal establece qué lenguajes son hirientes y cuáles no, y "el uso arbitrario de este poder se pone de manifiesto en el uso de precedentes con respecto al lenguaje de odio en sentido contrario con el objetivo de promover fines políticos conservadores y de frustrar esfuerzos progresistas" (107). Estas estrategias, que son definidas como arbitrarias señalando su falta de coherencia y su dependencia absoluta de cada ejercicio concreto de jurisprudencia, encajan perfectamente con la manera en que Foucault explicó el poder jurídico. Se supera la crítica marxista tradicional del poder jurídico estatal: ya no es la fijación de leyes la que obedece a intereses de las clases dominantes, sino que la ambigüedad de los textos legales y los vacíos que le permiten hendirse en la norma hacen de ella una estrategia reformulable a cada contexto, móvil y capaz de los más variados ataques (así, la Primera Enmienda podrá proteger al que quema la cruz, pero no a quien dice en el ejército "Soy homosexual" o al que pinta un cuadro obsceno para la sociedad de su tiempo). La violencia del lenguaje, por resumir, radica en su carácter decisorio: "Si los tribunales empiezan por decidir lo que constituye o no una forma de lenguaje violento, entonces esta decisión corre el riesgo de convertirse en la más vinculante de todas las violaciones" (111). En parte, la eficacia del vínculo ley-norma no radica tanto en la puesta en valor, por ejemplo, de la opinión de los espectadores frente a una determinada obra (cuando se condena una obra como obscena basándose en la repugnancia que generó en los espectadores), sino que juega un papel esencial que los miembros del tribunal y del propio Congreso sean varones, blancos, ricos, heterosexuales y conservadores: tanto la ley como los ejercicios concretos de jurisprudencia son efectuados por este grupo poblacional (que se caracteriza, precisamente, por una "interseccionalidad" de todos los privilegios), y el carácter estratégico del texto y la práctica judicial quedan guiados por el interés (o el sesgo, si creemos en sus buenas intenciones) de los que ejercen la redacción y la concreción de las leyes. En ambos casos, ya sea la opinión del espectador o de los miembros del tribunal, la norma hace acto de aparición como fundamental determinante del veredicto. Lo complicado ahora es hacernos cargo de la circularidad del discurso jurídico. Habíamos dicho que la violencia del lenguaje jurídico consiste en su capacidad de determinar qué lenguajes son violentos y cuáles no lo son. Al mismo tiempo, acabamos de sugerir la existencia de dispositivos lingüísticos que hacen descansar en la norma social el veredicto del poder jurídico. Hagamos pie en lo concreto de estos dispositivos para observar su funcionamiento, antes de retomar en su singularidad el problema circular del discurso jurídico.  

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Por ejemplo, "las sentencias del 2 y 12 de febrero de 1971, entre otras, sostienen la doctrina de que el acto homosexual solo es atípico cuando se realiza en privado y secretamente, sin trascendencia alguna; pero añaden algo especial: 'si bien este comportamiento implica la carga de procurar que no se llegue a herir la pudicia de tercero'" (59, "Los homosexuales frente a la ley"). La alusión, en este caso, a la "pudicia de tercero" es un dispositivo-palabra que vincula de manera directa la ley y la norma. ¿De qué modo? En la entrevista del libro citado, un magistrado comenta que "la pudicia no es un concepto objetivo, sino subjetivo, y, como todas las cosas subjetivas, no se puede medir, ya que depende de la amplitud del criterio del que lo oye o tiene noticia" (60). Pongamos un ejemplo equivalente donde el acto a juzgar sea representacional o lingüístico, para poder hacernos cargo de las dos dimensiones del lenguaje (social y jurídico) que operan. En el caso Müller contra Suiza (TEDH/1998/8), el Fiscal General del Cantón de Friburgo, por mediación del Juez de Instrucción, denunció y confiscó tres cuadros del pintor Josef Felix Müller. El tribunal condenó a Müller por un delito de publicaciones obscenas (recogido en el artículo 204.1 del Código Penal suizo). En la sentencia, se explica que "la impresión de conjunto que producen es que las personas representadas dan libre paso a su lujuria e incluso a su perversión. Unas imágenes así -sodomía, felación, bestialidad, erección- se oponen evidentemente a la concepción moral de la gran mayoría de los ciudadanos". Observamos en este fragmento de la sentencia dos operaciones: en primer lugar, queda fijada la inmanencia entre la sodomía representada y la que tenderán a reproducir los espectadores; en segundo lugar, se presenta el dispositivo-palabra ("moral") que pondrá en contacto la práctica jurídica con la norma social. Acompañando esto, se narra la indignación de un padre de familia ante el trauma que los cuadros produjeron en su hija, así como la reacción de un visitante, que tiró un cuadro al suelo y lo pisoteó. Tenemos, por un lado, un lenguaje ubicado en el espacio social: el lenguaje pictórico del cuadro, que independientemente de sus intenciones viene a presentar ante el espectador una sexualidad desenfrenada, homosexual y orgiástica, que durante siglos solo había podido ser representada visualmente junto con textos moralizantes de tipo médico o religioso. Si asumimos que esa imagen no habla desde sí misma, sino en cuanto que condensación de todo lo que históricamente ha sido dicho sobre la sexualidad, y que en este caso lo que viene a decir rompe con la problematización moral de la sexualidad que ha poblado la historia, entenderemos la gran potencia política de los cuadros de Müller. Frente a este lenguaje se presenta otro lenguaje, el jurídico, que por su emisión desde las instituciones judiciales de un Estado democrático de derecho, aparece revestido de la potestad de decidir qué lenguajes sociales son hirientes y cuáles no. En la sentencia que nos ocupa, el lenguaje jurídico determina que el lenguaje pictórico de Müller es ofensivo e hiriente, aludiendo concretamente a "la concepción moral de la mayoría de los ciudadanos". La alusión a la moral, que no es un criterio determinable objetivamente como pueda serlo una muerte por traumatismo craneoencefálico, funciona como una estrategia que hiende el criterio jurídico en el espacio social. La circularidad queda así completada: el discurso jurídico toma su violencia del papel decisorio sobre los discursos sociales, y al ejercer ese poder no hace sino dar forma de sentencia a las nociones de "moral", "pudor" o "decencia" que articulan a su vez otros discursos sociales. Por este motivo podemos comprobar como tras muchas de las sentencias de censura dictadas por tribunales nacionales, son interpuestos recursos al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que termina revisando la sentencia (como en el caso  

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Akdas contra Turquía). En relación con el vínculo ley-norma que hemos presentado, estos recursos son exitosos simplemente porque la norma con la que se pone en contacto el Tribunal Europeo para dictar sentencia es, simplemente, diferente a la que pone en juego el tribunal turco en cuestión; lo que estaría jugando, ni más ni menos, es un determinado tipo de colonialismo jurídico, como el que pudiera funcionar en las épocas coloniales, cuando las costumbres de la población autóctona eran reguladas por la norma de la metrópoli. Como vemos, parece que en temas de sexualidad o raza el lenguaje jurídico se hace norma a través de palabras-dispositivo, que permiten acudir a determinados enclaves de la sociedad en busca de un veredicto. Este veredicto es, en realidad, la conversión de un mero discurso social (el que pudiera ser emitido, por ejemplo, por un miembro del Ku-Klux-Klan, o por el ala conservadora de los Republicanos) en el lenguaje jurídico que articula sentencias y fija condenas. Precisamente porque el resultado de esta consideración sobre el poder jurídico lo sitúa horizontalmente a todo otro discurso social, como una relación de fuerza más en pugna con todas las demás que articulan el espacio público, toca fundar nuestra alternativa sobre el suelo del principio ético, y aquí volvemos a Butler para mencionar de qué manera su noción de habitabilidad de los cuerpos puede arrojar luz sobre la efectividad política que necesitamos. La sodomía ha sido representada a lo largo de la historia, sí, pero rodeada de discursos médicos y religiosos moralizantes (durante mucho tiempo vendieron el deseo, que ni siquiera llega a ser enunciado, como un acto ilocucionario que ejecuta el pecado que piensa -al menos a ojos de Dios-). Estos hicieron que toda citacionalidad de la imagen sexual estuviera restringida a su condena; de esta historia y del uso lingüístico de la imagen sexual se deriva la eficacia política de los cuadros de Müller, que vino a traernos la imagen de la sexualidad en un contexto de observación neutral, sin problematización moral, o incluso con una pretendida incitación a reproducir la sodomía representada con nuestros propios falos. La subversión del lenguaje del odio y su reapropiación por los colectivos oprimidos debe tener lugar también sobre el lenguaje de la vergüenza, al menos si lo que se pretende es la habitabilidad de nuestros cuerpos y su libre juego en sexualidades definidas en sus propios términos. El poder jurídico no sólo impone normas emitidas desde la intersección de los privilegios, sino que tiende a monopolizar la lucha contra el lenguaje del odio; la lucha por la afirmación de identidades queer y sexualidades nonormativas debe abrazar, por lo tanto, la sodomía pintada en el Cantón de Friburgo, así como toda la reapropiación y creación de lenguajes e imágenes que nos conduzcan estratégicamente a la creación de mundos diversos, y por ello libres.

 

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