El lector analógico

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Descripción

El lector analógico Recibido: 22/10/10 Aceptado: 08/11/10

Álex Ramírez-Arballo Spanish, Italian and Portuguese Department Pennsylvania State University

Resumen: En este artículo analizo las posibilidades de lo que he dado en llamar el "lector analógico" Tomando como ejemplo un personaje de novela, extiendo una serie de reflexiones sobre las posibilidades de un lector que sea capaz de reconocer a la analogía como un instrumento; es decir, que entienda que es posible (y necesario) establacer relaciones de proporción entre el texto y sus referentes.

Palabras claves: Hermenéutica, analogía, proporción, metáfora, metonimia, texto.

Abstract: In this article I analyze the possibilities of what I have called the "Analogical Reader". Considering a novelistic character, I develop a series of reflections about the possibilities of a reader capable of using analogy as a theorethical instrument; that is, a readar that understands that it is possible (and necessary) to establish proportional relations berween the text and its referents.

Key-words: Hermeneutics, analogy, proportion, metaphor, metonymy, text.

Hermes Analógica, Nº 1

ISSN: 2171-8857

Aproximación

El escritor mexicano David Toscana (1961-) publicó en el año del 2002 una novela breve y sugerente llamada El último lector. En dicha obra de ficción sucede que –en algo que claramente apunta hacia los mundos de Cervantes- las relaciones entre la literatura y la realidad se complican de tal modo que terminan incluyéndose e influyéndose de manera recíproca. Los personajes de la novela de Toscana viven una realidad poblada por los fantasmas de la imaginación y, aún más, éstos no son entidades pasivas sino que también son capaces de “vivir” en la realidad con los mismos plenos poderes que un ser vivo, quiero decir, fisiológicamente vivo. En el relato hay un personaje central, Lucio, el bibliotecario de ese pueblo desértico y casi abandonado llamado Icamole. Este personaje ha hecho de la lectura no sistemática una experiencia fundamental en su vida, un acto de justificación y legitimación. Lucio espera los libros, no importando de dónde vengan, para realizar después una lectura minuciosa, atenta y sin que se encuentre mediatizada por nada que no sean sus impulsos de afiliación o repulsa. Este personaje de ficción ha desarrollado una estrategia de lectura signada por la seducción, suerte de compromiso existencial total de quien renuncia a las circunstancias de su esfera inmediata para vivir al ritmo de la narrativa. Las pulsiones de la ficción dentro de la ficción, los gestos, los mensajes cifrados, las claves y los puentes existenciales son las características más representativas de esa geografía irracionalista en la que Lucio se desenvuelve –aparentementecomo pez en el agua. Con la información que encuentra en la literatura, Lucio es capaz de resolver problemas prácticos, conocer más su propia vida y, por tanto, enriquecerla; esto a pesar de que su espacio vital es no mayor a unos cuantos kilómetros cuadrados de costra desértica. Ahora bien, ¿qué podemos colegir, qué podemos explorar en virtud de todo lo antes dicho? Veamos.

¿De qué realidad me hablas?

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Por principio de cuentas conviene aclarar que no pretendo hacer un análisis de la novela, sino un análisis de la lectura y de su encarnación en el lector. Para realizarlo me he apoyado en la hermenéutica en su variante analógica, propuesta y sistematizada por el filósofo mexicano Mauricio Beuchot. Explico ahora, a grandes rasgos, cuáles son las características de dicha propuesta: Existen dos formas básicas de aproximarse al texto: el univocismo y el equivocismo. Se trata de dos posturas radicales y antagónicas: la primera apela a un modo absoluto de lectura en el que se asume la existencia de una verdad completa, la que el lector debe reconocer. Por otro lado, el equivocismo implica la imposibilidad de acceder a una verdad interpretativa, por lo que toda lectura se coloca en un mismo nivel, toda lectura es válida. Así, la hermenéutica analógica es aquella que se propone como un tercer camino, una vía alternativa a las otras dos posibilidades de aproximación textual. Sin embargo, se debe afirmar aquí que no se trata de una tercera vía simplista, de una síntesis que convoque y traslape aspectos del univocismo y el equivocismo. Más bien, de lo que se trata es de una jerarquización de lecturas que tienen como base una relación de proporción con el referente textual. La idea consiste en que las lecturas son esencialmente plurales aunque nunca infinitas. Así, pensemos, para efectos ilustrativos, en un color del que se derivan diferentes gradaciones, las cuales, llegado un momento, habrán de convertirse en un color ya completamente diferido del referente original, el cual representa en nuestro ejemplo, claro está, al texto. Existe una suerte de punto de quiebre en el que las analogías posibles han de romperse. La hermenéutica analógica se encuentra más cercana al equivocismo que al univocismo; no pretende imponer por la fuerza una verdad sino que abre la puerta a un proceso organizado de la interpretación. Ahora bien, vale la pena, para terminar esta breve síntesis, señalar que la hermenéutica analógica considera al texto como aquel elemento cargado de significado y no reduciéndolo simplemente al texto de carácter lingüístico. Por ejemplo, para esta propuesta hermenéutica lo textual puede ser la persona, la narrativa oral o, siguiendo en esto a Gadamer, al diálogo. Por ello es que a través de ella se abren posibilidades no sólo en el campo de la teoría literaria sino también en otras disciplinas, tales como la sociología, la comunicación, la

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politología, etc. Para fines de ejemplificación, en este manuscrito me refiero al lector en su concepción más tradicional, es decir, la del lector de textos literarios. Veamos. Es innegable que el contacto con el arte produce en nosotros una experiencia singularísima, de arrobo y de comunión. La capacidad sintética que el arte posee, quiero decir, la facultad de aglutinar significado, tantas veces a través de vías no racionales, tiene un efecto de comunicación que ocurre en un nivel profundo entre el lector y el texto. Ante la obra de arte literario el lector percibe la realidad de una manera diferente, como reorganizada gracias al poder de connotación del lenguaje dispuesto de un modo determinado por el creador. Es verdad también que la lectura de la obra de arte literario no sólo se restringe al aspecto emotivo sino que, además, encierra un estadio sensorial y otro de carácter conceptual1. Aquí podemos explorar y vincular el proceso de la lectura de la literatura con nuestro marco teórico de carácter hermenéutico y análogo. Por principio de cuentas podemos colegir que la lectura, cuyo peso descansara sobre la pura emoción, tiene el riesgo de caer en la equivocidad, dado que la volatilidad de las experiencias emotivas hace que nuestra reacción ante un texto sea hoy una y otra mañana, sin que exista, muy probablemente, ningún vínculo entre una y otra; quiero decir, el valor de apreciación no puede justificarse exclusivamente en las reacciones emotivas que experimentamos ante el texto. Así, cualquier obra afectada y provocativa podría ser tenida por obra de arte verdadero sólo por su capacidad de producir reacciones conmovedoras de carácter inmediato. Es precisamente en estos tiempos que vivimos, tiempos de desmantelamiento de la metafísica, en los que la apreciación artística parece ser no otra cosa que una cuestión de consenso; es decir, una mera suma de acuerdos que la crítica hace en virtud de factores no siempre estéticos. Es claro que el carácter ideológico de las obras pesa mucho en la promoción y difusión de ciertos artistas o autores; por ejemplo, para un gremio en ocasiones poblado por personas con pensamiento liberal, el juicio que se habrá de realizar sobre la obra realizada por un autor conservador estará seguramente sesgada, pues muchas veces se considera como valor primordial el acuerdo en materias de práctica moral o política. Otra condición que es conveniente traer a colación es el factor de la moda; en una sociedad de consumo como la nuestra, el juicio 1

He tomado esta distribución del texto Teoría de la expresión poética, del crítico español Carlos Bousoño.

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estético se encuentra en muchas ocasiones cimentado en la efectividad comercial de ciertas obras y, de esta manera, se relegan otras expresiones que, aun teniendo méritos innegables, son reducidas a un estado de segundo o tercer orden. Por otra parte, a diferencia del lector consensual, existe otro tipo de lector, regularmente perteneciente a una academia pretéria, quien entiende que su deber es reconocer, desmantelar y explicitar la obra literaria como si se tratara de un signo matemático. No se indaga, pues, en las variaciones interpretativas (no se considera que sean posibles) y el concepto de aproximación hermenéutica como utensilio es descartado. Contrario a toda emotividad, esta clase de crítico procede con tiento y apoyándose en la erudición para proceder con el ejercicio de la lectura. Lo emotivo pareciera ser, en caso de reconocerse, una suerte de efecto secundario que nada aporta a la lectura. No es raro que ahí donde se presente la ambigüedad o la opacidad propia del arte, este crítico, claramente univocista, echa mano de variantes sicoanalíticas que le permitan, en ocasiones casi como un subterfugio, preservar la certeza de la objetividad, es decir, el de la intencionalidad textual. Ahora bien, conviene preguntarse a qué clase de lectura habremos de afiliarnos, cómo es que podremos defender una posición o si acaso es necesario tomar una posición determinada ante tan delicada materia. Creo que la propuesta hermenéutica de Beuchot nos puede ayudar mucho al proporcionarnos un elemento teórico de indudable utilidad: el recurso de la analogía, es decir, de la proporción. Un lector como Lucio, el personaje al que he referido al inicio de este artículo, ha roto toda distancia crítica y con ello toda posibilidad de interpretación: el personaje ha entrado a las páginas de sus libros como en una catedral y ahí ha oficiado sus ceremonias de comunión. Con ello se ha roto toda posibilidad de extrapolar o universalizar, así fuera analógicamente, nada. La lectura, en este caso ciertamente equivocista, pierde toda capacidad de traslación -comunicacióny se centra en una experiencia de radical solipsismo. Ahora bien, ante este caso, que parece ser tan común en nuestros días de tardomodernidad, se impone no la recuperación de los viejos modelos positivistas, que como hemos señalado,

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pretenden la disección racional de estructuras y procesos, sino la promoción y el estudio del lector analógico. A eso me aboco en las siguientes páginas.

Metáfora y metonimia

De acuerdo a lo explicado por Mauricio Beuchot, no sólo la metáfora, como lo señala Paul Ricoeur, es analógica, sino también la metonimia. Voy a ir hablando de estos dos conceptos en los siguientes párrafos para tratar de explicar cómo es que opera esa condición analógica en ambos y, sobre todo, cómo es que estos tropos pueden articularse en el procedimiento hermenéutico que voy proponiendo en estas páginas. La idea general de la metáfora es que consigue unificar dos semas, o elementos semánticos que comparten, a pesar de sus obvias diferencias, elementos de significación común, los que además posibilitan la sustitución. Por ejemplo, decir que las mejillas de un niño son manzanas implica que son parecidas, que son semejantes a pesar de sus diferencias; así, podríamos decir que en cuanto al color y la forma, las mejillas ruborizadas de ciertos niños podrían semejarse a las manzanas. Es decir, existe un elemento de motivación necesario sin el cual la metáfora sería más bien el resultado de un capricho o de una violencia semántica ejercida con toda la intención o por franca torpeza. De la metáfora y siguiendo en esto la completa y accesible explicación de Berinstain (p. 308) podemos entender que es un tropo que afecta el nivel léxico-semántico. Cómo he señalado anteriormente, la metáfora ocurre en el plano de la semejanza y se precisa recordar que, en consecuencia, ocurre en la región de los límites, de los encuentros y disyunciones. Creo que es en la relación de proporcionalidad impropia en dónde la metáfora adquiere su justificación. Así, si decimos que los ojos arden como dos luceros, estamos haciendo una analogía entre el cielo nocturno y el rostro, en donde de manera semejante brillan los astros y los ojos: el rostro de una persona es un cielo de noche y éste es, a su vez, un rostro con mirada encendida. Siguiendo este ejemplo podemos determinar que la coposesión de semas -unidad mínima de significación- hace posible la lógica del tropo. Se trata, pues, de vincular lo uno y lo múltiple, el aquí y el allá, todo

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en la búsqueda de una fusión organizadora; y no sólo del mundo exterior, sino, sobre todo y principalmente, de la dinámica de apropiación del ser. La metáfora propone una disolución ética de la subjetividad al proponer una solución a la angustiante fragmentación del mundo de los entes. La heterogeneidad y el caos de los fenómenos que rodean a la persona pueden llegar a ser profundamente angustiantes; de esta manera, el impulso de vinculación consigue organizar la experiencia espacio-temporal de la persona y con ello, en el mejor de los casos, ocasionar una comunicación total, o lo que es lo mismo, una comunión verdadera. No es extraño que la poesía haya servido a lo largo de la historia de oriente y occidente a la mística. El poeta es, más allá de la imagen iracunda que nos heredó el romanticismo, un místico que desea construir a través del lenguaje verdaderos puentes entre el deseo y lo posible. No es extraño que, dada las limitaciones naturales de la condición humana, el poeta deba reconocer con dolor la enorme limitación de sus fuerzas inventivas. De aquí la idea del poeta como el Prometeo moderno: el robador del fuego de la totalidad, el que pone su cordura en prenda porque supone existe la posibilidad de “ser como dioses”. Ahora bien, la idea completamente subjetivista e individualista de la praxis poética ha sido desmontada por los nuevos tiempos, por la aparición de corrientes literarias sin un fundamento o sin una teleología definida. Creo que la crítica del poeta-taumaturgo fue una necesidad -y sigue siéndolo- que acota las (supuestas) infinitas capacidades creativas del artista. Sin embargo, en el afán de acotar las fantasías omnipotentes del creador de metáforas, se ha caído en una idea mucho muy limitada, reducida e insuficiente de lo que es un artista Ante el avance de las corrientes historicistas y materialistas en nuestra época, se ha impuesto la idea de la indiferencia en el arte, el ideal de un puro formalismo enraizado en el juego como pasatiempo verbal -o textual- que no tiene más intención que la de instalarse en un tiempo inmóvil, un puro presente. En este sentido es que la metáfora ha sido reducida a un procedimiento mecanicista que ha renunciado a sus verdaderas posibilidades. Al poder consumar la comunión entre el ser y el reino de los entes, la metáfora, analogía pura, es también una vía ética, una forma de justificar en acción y voluntad al individuo dentro de su hábitat: la cultura.

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La metáfora implica una experiencia vertical de lectura y en la que el significado parece brotar o hacerse evidente gracias a la asociación de campos semánticos. La convivencia armoniosa de los semas consigue la irradiación de un aura de verdad, de un hacerse evidente que de otra manera sería pasado por alto fácilmente. Al realizarse esta operación, que ciertamente no es exclusivamente lingüística o discursiva, es factible conocer un ángulo más de la experiencia de lo real y con ello resultan evidentes las enormes consecuencias que esto puede tener en el conocimiento de nosotros mismos en relación al mundo que nos rodea, a las culturas diferentes, a las demás personas; pero también resulta imperativo no asociar el proceso metafórico a una vía gnoseológica, pues no se trata de una apropiación sistemática y racional del mundo, sino que me queda claro es más bien del tipo experiencial e intuitivo. Las implicaciones éticas de la metáfora son evidentes y necesarias. Por principio de cuentas, la metáfora consigue romper el solipsismo que parece ser el signo de nuestra época y consumar con ello una visión de asociación y contigüidad que opera no solamente en el campo de la construcción literaria sino en las prácticas de la interpretación de los textos en sus variantes ya explicadas. La hermenéutica analógica de Beuchot es, sin ser exclusivamente metafórica, una disciplina interpretativa que tiene en la metáfora una de sus más poderosas herramientas. Respecto a la metonimia podría empezar resumiendo lo que Beristaín señala: “Sustitución de un término por otro cuya referencia habitual con el primero se funda en una relación existencial”. (Beristaín: p. 328) Es decir, la metonimia desplaza la significación en un plano horizontal, poniendo en juego algunas relaciones entre las que destacan las causales, espaciales y espacio-temporales (Beristaín: p. 238). Se trata de una relación de desplazamiento que ocurre en el plano de la contigüidad. La metonimia sirve para dinamizar las lecturas de identidad o unívoca. A diferencia de la metáfora, dónde nos trasladamos de la diferencia a la identificación, en la metonimia recorremos un camino en sentido inverso, es decir, de la identidad al contraste. Este tropo hace posible una ruptura de los límites del significado allí donde se ha asumido cierta consolidación o consumación aparente. Si digo, por ejemplo, mis cansados anteojos, no estoy invocando ninguna asociación semiótica sino referencial y, por tanto, metonímica. Creo que la metonimia es una

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herramienta que puede ser utilizada en la crítica del univocismo y en la promoción de la diferencia. La metonimia racionaliza, separa, delimita, acota y contiene el impulso de vinculación implícito en la metáfora. La metonimia es abierta y participa de la heterogeneidad definiendo los vínculos de causalidad que existen entre los entes. Recuerdo ahora una metonimia del escritor argentino Jorge Luis Borges que era ejemplo recurrente en los años en los que yo estudiaba literatura durante mi primera juventud: “las lámparas arduas”. Ocurre aquí una relación de traslación de una cualidad humana a un objeto inanimado, y esto ocurre en ese momento de presencia compartida del individuo y la cosa, de aparente colaboración entre el ser y el ente. La metonimia, con ser un tropo que define la diferencia entre dos entidades, establece al mismo tiempo y entre ellas una relación necesaria, lo que facilita, no sólo para los estudios estéticos sino también para otras áreas de investigación, la posibilidad de entender una relación de necesidad entre grupos culturales o géneros diferenciados. Aquí es donde la metonimia, como la metáfora, pueden abandonar su carácter de tropo literario para ser entendidos como procedimientos que inciden en la significación y, por tanto, susceptibles de ser considerados como parte de la lectura de textualidades no lingüísticas.

La crítica en el contexto de la tardomodernidad

No perdamos de vista el punto de partida de este apartado, el personaje de la novela del escritor regiomontano David Toscana, Lucio, quien realiza una lectura univocista, es decir, una interpretación en la que la verdad del texto ha de aplicarse a todas las personas sin que exista la posibilidad de diferenciación alguna. Esto parece ser lo que ha ocurrido durante varias épocas de nuestra historia en la que los filósofos han sentido la necesidad de promover modelos sistemáticos con carácter absoluto. Para no ir muy lejos, en el siglo XX y con el auge de las vertientes estructuralistas, el análisis de los textos se vio reducido a una especie de actividad de desmantelamiento orgánico basada en un modelo lingüístico.

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Ante el advenimiento y consolidación del modelo univocista, la academia reaccionó con la idea de reinsertar el caos en una realidad que ciertamente acusaba una asfixiante atmósfera de autosuficiencia. Los estudiosos de las humanidades entendieron que las ciencias del espíritu reclaman una vía propia, una manera particular de comprender la literatura, el arte y cualquier otra forma de construcción significativa. Ciertamente el proceso de crítica de las lecturas univocistas ocurrió de modo paulatino sin que ocurriera de la noche a la mañana el desplome de los dogmas de la interpretación total. Varias fueron las voces de quienes plantearon la crítica de los univocismos y entre ellos descuella Jaques Derrida (1930-2004), acaso la figura más emblemática del postestructuralismo, quien propone una manera nueva de leer, de entender y de apropiarse de los textos. No se trata ya más de asumir que éstos apuntan hacia un referente que podremos identificar y que al hacerlo triunfaremos sobre el signo. Por lo contrario, a la lectura unívoca este filósofo francés contrapone la imposibilidad de conocer el sentido de los textos, abriendo con ello la posibilidad de llenar ese vacío textual con una interpretación basada en un puro alegorismo o en un juego de prácticas verbales. Con esto queda determinado que el sentido y el referente han sido demolidos y en su lugar ha quedado solamente una serie de diseminaciones, o lo que es lo mismo, simples posibilidades de especulación imaginativa que se proyectan hacia el infinito. La deconstrucción entroniza el signo y lanza el significado a una suerte de limbo en donde aún se encuentra batallando para ser liberado. Casi como un efecto de dominó, muchos otros autores despertaron al impulso de acotar los desplantes equivocistas. La idea de una especie de revolución antimetafísica cundió rápidamente como parte de una época marcada por la voluntad de desafiar al poder encarnado en personas, discursos e instituciones. Sería difícil no ver en esta reacción un impulso ciertamente intelectual, pero acicateado por un imperativo moral que corresponde al innegable derecho a la discrepancia. Ahora

bien,

conviene

preguntarnos

hasta

qué

punto

esta

diferencia,

esta

superespecialización sígnica es capaz de sostenerse a sí misma. En otras palabras, si el carnaval de los juegos, de las formas y la ausencia de todo referente textual es perenne, si es un signo de

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los tiempos o, como se podría pensar con toda justicia, ha sido un momento más dentro de una misma tradición occidental de oscilación entre lo unívoco y lo equívoco. Creo que la exageración y el abuso del relativismo han ocasionado una sobrepaginación crítica que nos abruma y que debido a su intrínseca condición de superficialidad no consiguen más que convertirse en la repetición cansina de un discurso trisado. Ante la imposibilidad de retornar a una crítica objetivista y totalizadora, la hermenéutica analógica propone con toda oportunidad una salida al atolladero de la sociedad de los monólogos. A la diáspora de voces contrapone, no sin que la anime una urgencia ética, la posibilidad de alcanzar acuerdos interpretativos dentro de una comunidad hermenéutica. Se trata, y esto debe quedar claro, de un relativismo acotado por el procedimiento de la propia analogía, la que, como ya hemos señalado en páginas anteriores, reclama un valor de significación jerarquizado y posible. Más allá de un mero ejercicio de teorización sin finalidad alguna, la hermenéutica -tal como la propone Beuchot- tiene un notorio ascendente humanista que desea generar las condiciones propicias para un diálogo efectivo entre posiciones diferenciadas y hasta antagónicas; en ese sentido, la práctica de la crítica literaria debe realizarse desde una conciencia clara de los límites, el sentido y los referentes implícitos en el texto. Insistir en la inutilidad de todo esfuerzo interpretativo por la absoluta equivocidad del lenguaje resulta ya, con la experiencia que nos han dejado al menos tres décadas de tardomodernidad, una obstinación que traiciona claramente el ideal antidogmático que caracteriza a los primeros postestructuralistas. Si no es posible comunicar con precisión absolutamente nada, lo más conveniente es guardar silencio, pero eso no es lo que ha ocurrido en materia de crítica literaria durante los últimos treinta años; más bien ha acontecido lo contrario: nunca había existido, quizás, tanta fascinación por el bullicio.

Analogía como concentración y acuerdo El lector, quiero decir, el lector crítico, ha de ser análogo, esto es, respetuoso de la disposición de las jerarquías de interpretación. En otras palabras y tal como lo ha señalado ya

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con toda precisión el profesor Beuchot, habrá de poner límites a una realidad caótica que, interpretada con un ánimo que parece fincarse en lo eventual, resulta en una constante dispersión de lecturas que no consiguen sistematizarse de modo alguno. Este lector análogo es el ser prudente que ha de colocar la literatura en su contexto apropiado para realizar desde ahí la interpretación. Ciertamente debe reconocer que sus capacidades de lectura son siempre limitadas y que además pertenecen a una tradición. Así entendido, el lector análogo es lo que podríamos denominar un momento dentro de una cadena de lecturas concatenadas. Esta clase de lector que voy definiendo debe poner en juego varias circunstancias sin las cuales toda lectura es siempre limitada e insuficiente. Aquí es que la metáfora y la metonimia habrán de servir como construcciones lógicas capaces de mediar entre los desplantes univocistas y las dubitaciones equivocistas. Pero no sólo la metáfora o la metonimia, sino también la contextualización histórica y cultural, el reconocimiento de la convención genérica, la comparación y el contraste al interior de la comunidad hermenéutica. Se trata de reconsiderar públicamente la necesidad de los significados y referentes en un mundo que parece permanecer atado al dogma del vacío. Por principio de cuentas, el lector análogo debe tener la disposición de comprender, de presuponer que el texto ha sido movilizado por cierta intencionalidad que es recuperable, así sea parcialmente; pero es fundamental que esa disposición para comprender sea humilde y paciente, pues el lector soberbio tiende siempre a la inmovilidad o al disparate. Sobre la analogía, Beuchot ha explicado con suma claridad que:

“La analogía consiste en evitar la tan temida unificación o identificación simplificadora, la monolitización del conocer, la entronización parmeneída de la mismidad; pero también consiste en evitar la nociva equivocidad, la entronización heraclítea de la diferencia, la coronación del relativismo, que es otro monolitismo, sólo que atomizado, cada átomo es un monolito (como se dice que Platón atomizó en las Ideas el ser parmenídeo), el monolitismo

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de lo que es átomo sin ventanas, sin posibilidad alguna de conectarse con lo otro en algo común. (Beuchot, 1997: 43) Otra forma de comprender cómo es que se define el lector análogo es contrastándolo con el lector positivista y el lector romántico. Estos dos paradigmas extremos son los equivalentes histórico-generacionales del par unívoco-equívoco. Bien podríamos, en consecuencia, asociar nuestra condición actual de tardomodernidad con la visión romántica del mundo. Pero el calco no es perfecto, pues, mientras en el romanticismo (estadio de la modernidad) existe una teleología, una intencionalidad proyectiva, en la tardomodenidad, en cambio, la mirada parece permanecer firme en una inmovilidad que es hija del desconcierto, de ese azoro natural que nace ante la desaforada crítica del lenguaje. De tal manera que la situación actual, el cambio de época que vivimos, no tiene realmente precedente histórico y, en ese sentido, la propuesta analógica resulta mucho muy pertinente. El lector analógico es poco vistoso, sosegado y sin vestimentas llamativas. Su labor es, sin embargo, de una altura y de una importancia fundamental para el desarrollo hermenéutico en estos tiempos. Creo que la hermenéutica analógica puede superar el dilema en el que la interpretación se encuentra actualmente. No se trata, como algunos parecen creer, de un punto medio que nace de una negociación políticamente correcta sino que, por lo contrario, la posición analógica entraña una profunda responsabilidad y un arduo compromiso intelectivo que en ocasiones debe confrontar críticas muy severas. Así pues, la analogía implementada en el acto de la lectura parece responder a dos llamados esenciales: la concentración y el acuerdo. El primero de ellos acota la fomentada y tolerada dispersión; como si en los textos todo fuera juego y debido a esto nada fuera legible. Ese es el mundo de la tardomodernidad, el reino del zumbido, la geografía nubosa en la que se ha querido ver el destino de la humanidad. Por otro lado, el acuerdo ha de ser la puesta en práctica de un dictamen, de un juicio plural que consigue determinar los límites de una verdad textual necesaria. Finalmente -y esto es algo que preciso enfatizar a lo largo del presente documento- no existe un divorcio entre la interpretación y la ética, pues esta última tiene en el juicio de las expresiones activas de las personas su causa final. De tal manera que más allá de un mero

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ejercicio intelectual y metodológico, la hermenéutica analógica pertenece al plano de la comprensión de la experiencia humana en su más feliz acepción, la del reconocimiento de sí mismo ante los otros.

Filosofía práctica y caracterización intelectual

La hermenéutica es un hacer, un proceder reflexivo sobre la realidad tatuada de símbolos que nos envuelve. Por ello es que los hermeneutas, a diferencia de los filósofos analíticos o teóricos puros, pueden implementar sus procedimientos de interpretación dentro de una zona de acción más amplia y en un tono más próximo y empapado de humanidad. Se trata de una filosofía práctica involucrada siempre en el devenir de la vida y que, por su naturaleza localizada en el interior de una comunidad de interpretación, se encuentra siempre abierta a la inclusión de aquellos interesados en participar del diálogo, pero también de la discusión, sobre todo allí donde aparezcan las naturales discrepancias. Por ello es que la práctica hermenéutica resulta atractiva y esto lo he podido corroborar con enorme gozo al entrar en contacto a través de los sitios y comunidades cibernéticas con otras personas que caminan por las rutas de la interpretación filosófica. Llama primeramente la atención la juventud de muchos de ellos, quienes estimulados por una realidad que en ocasiones se presenta confusa, se aproximan a las propuestas hermenéuticas con la clara intención de participar en el debate de las ideas y la clarificación de los procesos de lectura. Es esta condición de la hermenéutica y, en concreto, de la hermenéutica analógica, la que le otorga su seña de identidad como una práctica vital, como un filosofar pegado al suelo que bien entiende que la meditación sobre los problemas de la interpretación es más que un simple ejercicio teórico. La evidente implicación moral que tiene el acto interpretativo y que tan claramente se ha comentado por Beuchot y el grupo que rápidamente se ha conformado a su alrededor, trasciende lo meramente discursivo y alcanza, por citar un par de buenos ejemplos, el plano de las relaciones espirituales y políticas entre las personas que pertenecen a distintos grupos culturales.

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Veamos ahora el caso concreto de la analogía, que no es sólo un mecanismo, un procedimiento simple que nos auxilia en la obtención de ciertos resultados en la lectura de textos, sino que también es, y esto resulta desde mi punto de vista aun más relevante, una disposición fundacional de nuevas formas de raciocinio. En esto creo ver la gran importancia histórica de la hermenéutica analógica, es decir, en el diálogo desde Latinoamérica con otras filosofías interpretativas o postfilosofías, como algunos las denominan. No se trata, así me lo parece, de promover una supuesta filosofía de excepción, pues esto no es posible ni deseable, sino, más bien, una variante con profunda identificación en el ser mestizo de nuestro continente y con fuertes vínculos, además, con la tradición de occidente a la que de una manera particular pertenecemos. El nivel de practicidad que la hermenéutica analógica tiene, más el amplio espectro de intereses y, sobre todo, la pertinencia de su procedimientos en el contexto de una comunidad global, la colocan en el centro de las faenas teóricas de varias disciplinas; de esto da cuenta muy precisa la cada vez más abultada producción académica que desde diferentes perspectivas se ha venido realizando durante la última década. Muchos son los frentes teóricos que se han abierto teniendo como sustento discursivo la propuesta beuchotiana. Por todo lo anterior resulta claro que la hermenéutica analógica posee un sello de caracterización intelectual muy visible e identificable, que si bien tiene en la analogía su emblema más visible, no es menos verdadero que gracias a su ascendente dialógico, su apertura, su condición mestiza y, sobre todo, a su carácter humanista, adquiere el temple que la identifica como una de las propuestas filosóficas con mayor futuro en el entorno hispanoamericano durante los primeros años de este nuevo siglo.

Conclusiones parciales

En el presente artículo he tratado de trazar una imagen, así fuera necesariamente generalizada, de ese agente de interpretación que yo he denominado el lector analógico. Es fundamental comprender cuáles características ha de tener, a qué presupuestos intelectuales y

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éticos se ha de atar, hasta qué punto su postura es una mera negociación y hasta dónde es un promotor de interpretaciones proporcionales. Podemos concluir afirmando que el lector analógico es el ser prudente, aquel que renuncia a toda lectura totalitarista -por popular que ésta sea- con tal de respetar el ideal de un ser hacia el texto. Entre el sujeto y el signo, el lector analógico media en un estado de tenso dinamismo; al mismo tiempo, puede afirmarse que su ubicación es siempre la de los linderos: esa región de comienzo y partida, de singularidad y multiplicidad, de identificación y diferencia. Se trata de una relación compleja que concentra y problematiza y que, tal vez por ello, resulta poco atractiva para una gran parte de la crítica acostumbrada a las inercias del relativismo extremo de los últimos treinta años. Al mismo tiempo, para los promotores de un univocismo radical -en caso de que aún los hubiera- la hermenéutica analógica resulta tan relativista como cualquier otra posición crítica de las que han florecido en nuestra generación. He hablado de complejidad porque, si lo observamos con detenimiento, la interpretación analógica implica un estado de perpetua tensión entre el relativismo atomizado y el rigorismo impositivo de las vertientes univocas. De tal manera que asumir una postura analógica reclama valentía, serenidad de ánimo y una enorme paciencia. Es una propuesta que ennoblece en tanto tiene como fin más elevado la búsqueda de una comprensión humana de la realidad que nos envuelve y de las personas que nos acompañan en este caminar por la vida. Otro elemento a destacarse en estas conclusiones parciales es la practicidad de la lectura analógica en tanto supone una concentración, un análisis que deviene en juicio y, sobre todo, una ética de ser en función de los demás. Sólo desde la analogía es posible generar un diálogo que no sea ni simulación ni regaño. Sobre la aplicación directa de la hermenéutica analógica es importante partir de la idea de una relación texto-contexto-individuo. Sin la justa valoración de estos tres elementos de lectura se corre el enorme riesgo de caer en alguno de los extremos antes detallados. Aún más, la interpretación proporcional conlleva la afirmación del signo como binomio formal y referencial; es decir, una apuesta por la defensa del significado. En ese sentido es que el lector analógico debe asociarse con un nuevo orden racional más próximo a la comprensión que a la explicación.

Hermes Analógica, Nº 1

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Esto es sumamente importante porque implica la defensa de la subjetividad en un contexto colectivo y con ello se abre la puerta a la promoción de un humanismo del siglo XXI. Para lograrlo se precisa consumar un esfuerzo filosófico que tenga en el diálogo su más poderosa herramienta de cohesión. Concluyo enfatizando una diferencia que se vuelve imperativo tener en cuenta; me refiero a la definición de lo analógico frente a lo equívoco, pues frente a lo unívoco el contraste resulta claro. Una condición que diferencia lo equívoco de lo analógico es que aquél desconoce la proporción mientras que éste la considera esencial. Además, lo equívoco es inmediatista, sin finalidad trascendente y sin capacidad de articularse en un flujo tradicional, situación que dista mucho de corresponder con la heurística de la hermenéutica analógica, la que tiene una teleología muy bien definida y, además, un linaje filosófico ya evidente en su nombre. Finalmente, el lector analógico debe asumir la indeterminación, que es una porción de significado que se nos queda siempre un poco más allá y que no puede ser aprehendida debido a la limitación interpretativa del intelecto humano. Es precisamente esta carencia la que reclama que todo esfuerzo hermenéutico deba realizarse dentro del marco de una comunidad interpretativa, pues sólo en la colectividad consciente del proceso de lectura es posible aspirar a más acabadas aproximaciones al texto. Esto resulta de suma importancia en el desarrollo de la investigación académica, tantas veces acotada por la idolatría del individuo, sobre todo en las todavía denominadas humanidades.

Referencias bibliográficas

BERISTÁIN, H. (1985). Diccionario de retórica y poética. México, Editorial Porrúa BEUCHOT, M. (2000). Tratado de hermenéutica analógica: hacia un nuevo modelo de interpretación. México, Itaca. BOUSOÑO, C. (1966). Teoría de la expresión poética. Biblioteca románica hispánica, 7. Madrid, Editorial Gredos.

Hermes Analógica, Nº 1

ISSN: 2171-8857

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