El juego en que andamos - Prólogo a \"Perder por Perder\"

June 14, 2017 | Autor: Eduardo Pellejero | Categoría: Literatura, Filosofía, Artes
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Descripción

Eduardo Pellejero

El juego en que andamos

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La literatura se parece mucho a una pelea de samuráis, sólo que el escritor no pelea con otro samurái, pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura. Roberto Bolaño

Sé que todo lo que hago ha de fracasar, pero lo hago de todas formas, porque hay que hacerlo. Jean-Paul Sartre

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En

1935 Paul Klee cae gravemente enfermo. Sufre de esclerodermia progresiva, una rara enfermedad que produce el endurecimiento de la epidermis y el desecamiento de las mucosas, provocando la muerte en la mayor parte de los casos. Después de la persecución en la Alemania de Hitler y de las angustias del exilio en Berna, es el fin del camino para él. Klee parece sentirlo de esa manera. El debilitamiento de la vida y la inminencia de la muerte lo paralizan, prácticamente abandona su trabajo. Reconocido siempre como un artista extraordinariamente prolífico, el catálogo de su obra registra apenas 25 trabajos en 1936. ¿Quién podría culparlo? Lejos de su tierra natal, fracasados los proyectos a los que se consagrara entero durante anos, va a morir, y lo sabe. Entonces, sin explicación, algo en él se agita, resiste, recusa darse por vencido: 289 obras en 1937, 489 en 1938, 1254 en 1939 (¡eso significa más de tres trabajos por día, sin descansar ni los sábados!). Son pinturas alegres, incluso cuando muchas veces reflejan lo sombrío de los tiempos que corrían, dibujos nerviosos, que parecen no querer perder el pulso de la imaginación. Duras en su fragilidad, firmes en su precariedad, decenas, centenas, millares de imágenes. Es imposible no sentirse conmovido por esa sobreabundante muestra de vitalidad, que colocaba a Klee más próximo que nunca del misterio de la creación que persiguiera durante toda su vida. Quizá las mejores cosas de las que somos capaces dependan de esa aceptación tranquila de la derrota que le está prometida a nuestros mayores esfuerzos. Toda victoria es provisoria y necesariamente da lugar a nuevos problemas, a

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nuevas cuestiones, a formas imprevisibles del desasosiego. En la persistencia, mientras tanto, se forja un espíritu. La derrota es la forma sensible de nuestra finitud. Desde el punto de vista de la muerte, la apuesta está perdida antes de ser hecha (las cartas están marcadas, estamos condenados a desaparecer), pero apostar es la vida. Klee murió el 29 de Junio de 1940, a los 60 años. Su gesto, por el contrario, continúa vivo para nosotros, vivo para siempre, de verdad: habla de la victoria secreta que permea toda derrota (haber luchado, saber que se ha luchado), aunque hayamos de perder (y algunos lo perdieron todo). Pensar es transmutar la conciencia de nuestra mortalidad en urgencia de vivir, aunque no es raro que tenga lugar bajo la forma de una especie de tranquilidad post-mortem, donde el instante y la eternidad se conjugan en la consumación de un concepto o un verso, una imagen o una melodía. Proust escribió que los hechos son particulares y tristes, pero la idea que extraemos de ellos puede ser universal y alegre. La estupidez triunfa. Cada vez más, somos llamados (forzados) a participar de un mundo de satisfacción garantizada y rédito asegurado, donde no excita la vida ni inquieta la muerte. En ese mundo, que exige de nosotros total adhesión, el pensamiento crítico es un extraño. El que piensa, pierde. Por eso mismo, también, la asunción estratégica de la derrota se ha convertido en un principio precioso para la crítica: gesto imprescindible para comprender como un mal, como un prejuicio, como una deficiencia, aquello de lo que el triunfalismo de nuestra época se enorgullece. El que pierde tiene la distancia para ver lo que los vencedores no ven; como el ángel gris de Benjamin, repara en las ruinas y las víctimas que el progreso del juego deja a su paso y, a partir de esa mirada, propone la suerte de otro juego, en el que perder y ganar ya no significan nada. Perdedores (anti)heroicos, el arte y la filosofía no aseguran nada, no pueden. Lo que los caracteriza es una promesa (siempre diferida) de felicidad, que no tienen intenciones o posibilidades de cumplir. Tomado en ese sentido, su singular modo de jugar puede atravesar indistintamente toda experiencia, toda reflexión y todo pensamiento. Apenas exige de nosotros que estemos permanentemente abiertos, de forma

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irrestricta y total, a las más diversas figuras de la desilusión y el desengaño (en relación a lo que somos y a lo que esperamos ser, a nuestras certezas sobre la historia y nuestras expectativas sobre el futuro, a nuestras intuiciones y nuestro saber). Al punto de que es difícil comprender por qué alguien apostaría en ese juego: no habría que tener nada que perder (pero siempre hay algo, siempre queda algo). A pesar de todo, seguimos apostando. Quizá, como decía Foucault, pensar no consuela ni hace feliz, pero en cuanto riesgo, conscientemente asumido y continuamente retomado, de exponerse al desequilibrio, de entrar en pérdida (desconocerse a sí mismo y desconocer también el mundo), pensar desafía toda lógica de efectividad, de acumulación o de lucro – y en ese sentido, en los tiempos capitales que nos tocan vivir, pensar es un acto de resistencia. Perdido por perdido, los jugadores que se sientan a esta mesa no dudan en elevar la apuesta una vez más. Las formas espurias de la conciencia que este libro coloca sobre el paño exceden todo cálculo, toda proporción, e implican una reconciliación con la (ausencia de) razón de ser del arte. Actos de coraje, de lucidez y de belleza se sobreponen en sus páginas, nombres de perdedores célebres y de jugadores legendarios, pozo en el que he puesto todo lo que tengo (y lo que no tengo). Apuestas irrazonables, que no esperan nada, que se limitan a afirmar el juego en el que andamos y que, inclusive bajo sus formas más radicales, más desesperadas, más generosas, no conocen otra forma de compromiso que el de la olvidada tradición de la reserva crítica. Luego, de un pensamiento sin imágenes, esto es, de un pensamiento que no levanta imágenes de un mundo por venir, que se limita a interrumpir, a perturbar, a poner en cuestión. Su lectura promete al lector apenas una victoria inmanente (al costo, claro, de perder el tiempo).

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