El Jinete Oscuro (ocre, amarillo, marrón)

May 24, 2017 | Autor: Julio Carreras | Categoría: History, Social Sciences, Psihologie
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Descripción

Julio Carreras

El Jinete Oscuro Ocre, amarillo, marrón

Novela

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Quipu Editorial ®1985

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Felizmente, el pasado nunca muere por completo para el hombre. Puede este olvidarlo, pero siempre lo conserva consigo. Pues igual que es el mismo en cada época, así es también el producto y resumen de todas las épocas precedentes. Si desciende a su alma, en ella podrá encontrar y distinguir esas diferentes épocas, según lo que cada una ha dejado en él. Fustel de Coulanges

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Primera parte

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En la vida de un adolescente hay hechos, en apariencia no muy graves, que pueden desencadenar decisiones extremas. El temor a la reprensión de mi padre por verse obligado a firmar una solicitud de reincorporación al colegio, del que yo había sido expulsado, activó mi huida del hogar a los trece años. Pero creo que deberé comenzar mi relato de más atrás. Aunque sea para satisfacer aquella creencia, generalizada, en que los rasgos esenciales de una personalidad se constituyen en los primeros años de la infancia. Estuve convencido siempre de que una escena nocturna, que recuerdo entre nebulosas, pertenece a los primeros meses de mi vida fuera del vientre. Bien puede ser el fruto de una fértil imaginación de niño. Sin embargo, sigo creyendo que aquella noche estrellada, vista a través del rectángulo de mi ventana, con el cielo que se aclaraba u oscurecía en relación inversa al grado de iluminación del aposento, fue percibida por mis ojos desde la cuna. Cuando yo nací, mi padre era maestro de una escuela rural. Vivíamos en un chalé que nos alquilaba a bajo precio una familia amiga. Mi madre permanecía en la ciudad mientras mi padre trabajaba. De aquel período recuerdo, vagamente, un caserón viejo y rosado; recuerdo que había un patio larguísimo, -5-

limitado por un balcón con pilares de cemento. Este largo balcón daba sobre una acequia –la casa estaba muy encima del nivel del suelo– a esa acequia iban a dar los desagües y las cañerías sanitarias. Por aquel patio en lo alto solían retozar al sol varias tortugas que criaba el dueño de casa. Yo gateaba por allí. Quién sabe si las tortugas nadaban. Las fui tirando una por una desde el balcón. Las tortugas se hundían primero y aparecían flotando luego, agitando desesperadamente las patas y se las llevaba la corriente. Algunos se enojaron cuando me vieron, otros se reían. Mi madre me pegó en las manos. Un muchacho tuvo que bajar a rescatar las tortugas. Aquella época ha quedado como un relato fantasmal en mi memoria. Mi padre dice que mi madre le era infiel con el dueño del chalé –eso explica tal vez el bajo precio–. Después de mucho tiempo –ya en la adolescencia– volví a ver aquella casa. Fue a causa de un filito con una mujer bastante mayor que yo, que vivía enfrente. Hay coincidencias que hacen meditar… Esta mujer era delgada, de ojos glaciales, rostro evanescente, cabello plateado, y vestía con ropajes tenues. Me atrajo su figura misteriosa. En una de las ocasiones que fui a su casa –vivía con su madre y una tía solterona– le comenté que había nacido en esa misma calle, tal vez por allí cerca. Ella se interesó por el tema y yo pregunté a mi padre la numeración del chalé. Resultó ser aquel caserón blanco-amarillento y derruido que se alzaba frente a la morada de mi circunstancial querida. Poco tiempo después me abandonó aquel fantasma. Una noche hermosa, mientras estábamos sentados en el banco de una plaza, me acusó de ser muy “frío”. No dije nada. Para mí era una aventura de ultratumba aquel noviazgo. En mi mentalidad influida por -6-

lecturas tempranas, había actuado como principal impulso el deseo de vivir un hecho extraño más que alguna atracción física por ella. Nunca más volví a verla. Alguien cuyo nombre olvidé me dijo que se había casado, tiempo después. Nada más recuerdo del lugar donde nací. El período siguiente fue en el campo (¿tendría yo dos años?). Mi madre fue a trabajar como maestra en una escuela y mi padre en otra. Estaban tan pobres que tuvieron que mandarme a vivir con mi tío Jaime; era director de una escuela por allí cerca y vivía con mi abuelo. Mi tío Jaime era soltero todavía. Mi abuelo era comisario de Guampacha, en el departamento de Guasayán. Allí fue donde lo volteó el caballo. Fue, justamente, por aquel tiempo. Mi abuelo era un hombre de gran fortaleza física y temperamental en exceso. Tenía un caballo pintao que era muy arisco. Y él se complacía en montar precisamente ese animal. Una vez se le enojó en el campo, y lo tiró. Quedó colgado del estribo y el caballo lo arrastró un largo trecho. Consiguió treparse por el apero y agarrarlo de la rienda pero no pararlo. Al final sacó la boleadora, le enredó las manos y lo volteó. El caballo seguía corcoveando y mi abuelo le pegó con la boleadora en la cabeza de tal forma que lo mató. Volvió a la casa a pie, con el apero al hombro y la pierna ensangrentada. El estribo le había abierto la pantorrilla. Le hicieron quince puntos. “Ha muerto el pintao”, decía mi abuela, “qué macana”. Mi abuela solía contar que Tata Pancho (mi bisabuelo), había matado un caballo blanco una vez, no sé por qué causa. Ese caballo no lo había dejado tranquilo hasta la muerte (decía mi abuela). Tata Pancho tenía miedo de ir al corral de noche, -7-

porque “se le aparecía el blanco”. Hasta cuando estaba agonizante, sumido en el sopor que precede a la muerte, Tata Pancho por ahí abría los ojos y decía: “¡Ahí está el blanco!”. –No es bueno matar a un caballo–, decía mi abuela. Bueno, en esta historia resulta que, a medida que escribo, en vez de avanzar me voy más atrás. Pero no se debe violentar al pensamiento. Ya irán apareciendo, en el discurrir de la memoria, situaciones más cercanas. Ahora debo hablar de mis abuelos. “Yo soy un hombre bueno, amigo”, decía mi Tataviejo. Quienes lo conocieron ponían en duda frecuentemente aquello. Hombre prodigiosamente dotado por la naturaleza, no hallaba en sí mismo motivos para ser humilde. No había desarrollado los talentos que suelen valorarse en las ciudades, porque era hombre de campo. Pero montaba a caballo como el mejor; ducho en el arreo y la marca, era capaz de voltear un novillo a la carrera tomándolo de las guampas. Su mayor habilidad consistía en manejar el cuchillo. Y en aquel tiempo y en aquella zona, el cuchillo era ley. Desde niño había sido arisco y rebelde: se quedaba en el camino cuando lo mandaban a la escuela y aporreaba luego a sus hermanos para que no lo denunciaran. Como Facundo –a quien admiraba– perdió un dinero en la adolescencia, se fue de su casa con un sulky y no volvió hasta que logró reunir la suma. No estimaba a su padre, y pocas veces nos hablaba de él. Tata Pancho había sido un hombre de moderada fortuna, y en su infancia los Castañeda habían vivido en la gran estancia de la Noria, que poseían en sociedad con un porteño y un alemán. -8-

Con el tiempo, Tata Pancho fue perdiendo su parte –“se había dejado joder por los otros”, según mi abuelo– y los campos quedaron finalmente en manos del alemán. Nuestro Tataviejo sostenía que su padre había sido “un inútil, pollerudo y borracho”. Nuestro padre nos contó que en realidad era un hombre tranquilo, sumamente bondadoso, que fracasó en un medio donde imperaba “la ley del más astuto”. De los ascendientes de la familia paterna ya poco ha ido quedando. Lo más antiguo que recuerdo es que el bisabuelo de Tata Pancho –tatarabuelo de mi abuelo– era descendiente de una familia de plateros españoles. Platero él también, provenía del Alto Perú. Se estableció en Santiago en los primeros tiempos de la Independencia, y peleó como guerrillero a favor de Ibarra. A Tata Pancho no lo llegué a conocer. A Mamadelia, su esposa, mi bisabuela, sí. Yo era un niño de nueve o diez años. “Ha venido la Mamadelia; parece que ya anda mal enferma”, nos dijo la Mamavieja, mi abuela. Fuimos a visitarla. Aquella escena me quedó grabada para siempre. La habitación iluminada por un farol a querosén, llena de objetos antiguos distribuidos a los lados proyectando sombras temblorosas y altas sobre las paredes de adobe. Una habitación ascética, sin decorados ni muebles. Sólo una cama de hierro de una plaza. Al lado de la cama, sentada en una silla de quebracho y tiento, ella. Una figura inmóvil. Sus ojos blancos, perdidos en el infinito: ciegos. Una sombra delgada y patética en su ropaje negro, un rostro tallado en quebracho bajo el marco severo del cabello negrísimo recogido en rodete. Todos los misterios del tiempo y de la raza parecían estar, fluyentes, como un símbolo, en aquella estatua -9-

oscura. “Mamadelia, éstos son los hijos de Julián”– dijo mi Mamavieja. No se movió, ni contestó nada. Apenas un cambio, levísimo, en las facciones, un movimiento casi imperceptible debajo de la piel apergaminada. Nos quedamos en silencio, frente a ella, unos minutos. Había como un diálogo secreto que electrizaba la escena, y aunque nadie decía nada, nadie tampoco sentíase incómodo; la magia del momento nos mantenía en vilo. Por fin, mi abuela nos dijo: “Bésenle la mano a Mamadelia y vamos”. Nosotros lo hicimos. Una mano tersa y dura. La Mamadelia siguió allí, sin moverse. Nosotros salimos. La sangre más vieja de la raza y la más joven se habían reconocido sin palabras. Poco tiempo después de aquello, Mamadelia falleció. Rodrigo Castañeda fue el primer hombre violento de que se tiene memoria en la familia paterna (Napoleón y sus hijos habían peleado por necesidad). Quería ser militar –en un tiempo en que lo militar era prestigioso–. Pero tal vez fuera sólo una expresión verbal, ya que jamás aceptó que lo mandara nadie y nunca pareció dispuesto a cambiar. Desde la adolescencia inspiraba temor por su coraje alucinado. No le gustaba bailar porque le parecía ridículo hacerlo él, pero tenía por costumbre obligar a otros a bailar para mirarlos. Cuando entraba a un baile, hacía parar la música y sentarse a todos. Después daba una vuelta alrededor de la pista mirando uno por uno a los concurrentes. Elegía la muchacha que más le gustaba y luego le designaba pareja. Los llevaba hasta la pista –los presentaba si no se conocían–, mandaba a la orquesta tocar un gato o una chacarera y se sentaba a mirar. Sucesivamente la orquesta iba desgranando chacareras, zambas o escondidos a la voz del joven, y la parejita bailaba. Hasta que Rodrigo se cansaba, y - 10 -

ordenaba continuar la fiesta. No pocas peleas en su vida las tuvo a causa de este hábito. Rodrigo Castañeda era, en los tiempos en que nací, comisario del departamento San Pedro de Guasayán. Había sido peón de estancia, arriero, carnicero, sargento de policía y vagabundo. Había tenido el hábito de ausentarse por años de su casa, con alguna mujer, dejando a la propia y sus hijos abandonados y en la indigencia. Fue por los años cuarenta que un ultimátum familiar puso fin a esas andanzas. Él se había ido hacían ya tres años con una mujer (la Marcelina Herrera, recordaba la Mamavieja) y vivía con ella en un rancho a la orilla del río, trabajando de peón en un obraje. Mi tío Manuel, el mayor de los hijos –que ya era maestro–, fue el encargado de la misión. Se concertó una cita para un día y una hora. Los hombres se encontraron, al atardecer, en un descampado del monte. Sin apearse de los caballos, hablaron. Manuel conminó a su padre a volver a la casa o irse definitivamente. A los dos días, el viejo vivía de nuevo con sus hijos y su mujer. Pusieron una carnicería: el Viejo faenaba personalmente las reses. Por un tiempo, vivieron en la ciudad. Eran cuatro hermanos –tres varones y una mujer–, más los padres. Alba era maestra de corte y confección y cosía para afuera. Manuel enseñaba en el campo, Jaime egresó gracias a una beca como subteniente de Infantería, mi padre se recibió de maestro y fue a estudiar Filosofía y Letras a Tucumán. En 1946 la familia en pleno adhirió al peronismo. Jaime renunció a la carrera militar y obtuvo un nombramiento de director de escuela en Campo Verde. El viejo obtuvo el - 11 -

puesto de comisario y compró casa en la ciudad. Mi padre, durante una fiesta de primavera, conoció a mi madre. Fue así: Todos los años se celebraba la llegada de la primavera con estudiantinas y bailes auspiciados por el gobierno. Los colegios competían con desfiles de carrozas, confrontaciones deportivas, obras de teatro y murgas. Estos festejos culminaban con un baile de gala en el Parque de Grandes Espectáculos, donde se elegía cada año, la Reina de la Primavera. En esa noche soñada por las niñas durante todos los meses anteriores, una de las representantes de los colegios secundarios de la provincia recibía el cetro y la corona, entre una lluvia de aplausos y de flores. Su nombre se pronunciaba durante mucho tiempo en todas las tertulias, y sus fotografías aparecían en los diarios y los boletines escolares. Tan famoso como este encuentro era el Certamen de Poesías que se efectuaba paralelamente, con el mismo tema. Los poetas más importantes de la provincia pugnaban por los primeros lugares, ya que este premio significaba para quienes lo obtenían el salto a la fama regional. La poesía ganadora se leía por radio y se publicaba en los diarios. Mi padre era un estudiante de filosofía delgado y pálido, de mirada melancólica. Vestía de negro y usaba un largo gabán oscuro a manera de capa, sombrero ancho y corbata de seda. Mi madre era una hermosa quinceañera, interna en el colegio religioso más exclusivo de la ciudad: blanca tez, cabellos oscuros y ondulados, en cascada, labios de dibujo exquisito y ojos negros, inmensos. Fue elegida para representar al colegio Nuestra Señora de Belén en el certamen. - 12 -

Ha llegado la noche del 21 de septiembre. Después del gran desfile, las carrozas engalanadas de flores van estacionando sus carruajes en las avenidas del parque. Todo el inmenso paseo restalla de luces, de músicas, y de ramajes floridos. Un mundo de gente va y viene, alrededor de las carrozas, entre los canteros del parque; hombres y mujeres vestidos de gala, familias que señalan con el dedo éste o aquél detalle de los vestidos o el decorado. Las postulantes a reina van descendiendo, lentamente, de sus carrozas, y se encaminan con sus comitivas hacia las puertas del gigantesco coliseo. Cada detalle de los vestidos, del peinado, del alhajamiento ha sido largamente estudiado; cada sonrisa, cada movimiento, lleva tras sí extensos ensayos frente al espejo. Todo ha de ser observado; todo ha de ser computado. Los curiosos se amontonan en los portales; no quieren perderse el instante de la entrada de las reinas. El público empuja, transpira y ríe controlado por la policía. Las bellezas, hieráticas, se deslizan a lo lejos por sobre las alfombras rojas y van desapareciendo una a una tras los pilares del portal. Adentro, luego de un corto camino, se abre ante las muchachas una inmensa pista. En el medio ha sido desplegada la alfombra que lleva a la escalera del majestuoso escenario. El maestro de ceremonias anuncia la entrada de las princesas. Alrededor de la pista se ponen de pie para aplaudir cientos de oscuros trajes con pecheras blancas y una explosión de vestidos vaporosos y claros. Ellas repiten sus papeles con más atención. Se está acercando el momento culminante. Las princesas desfilan por frente al jurado, que se ha constituido en el palco de honor, junto al escenario. La barra de - 13 -

cada colegio trata de influir con bullicio y aplausos sobre sus decisiones. Al paso de cada princesa estallan las palmas o sordos murmullos desde distintos sectores del público. Hay bellas que consiguen arrancar ovaciones casi unánimes. (Al fin y al cabo es una fiesta, y hay quienes se olvidan por un instante de las competencias y aplauden a todas). Sobre el techo del escenario revienta un gran capullo de cartón que llena de flores de papel perfumadas el aire; desde algún lugar han soltado globos que se elevan al cielo iluminados por los reflectores: las princesas ya descienden del escenario y comienza a tocar la orquesta. Es la señal para desatar el baile. En un minuto la pista se cubre de parejas que tratan de seguir el ritmo del fox-trot en un espacio de cincuenta centímetros cuadrados para cada una. Las princesas asisten distantes y tensas al desarrollo de la fiesta. Sentadas con sus familias, cuidan de mostrarse educadas y pulcras. Los jurados pueden estar observando. Un punto a favor si tal o cual competidora volcó naranjada sobre su vestido o enganchó el guante de seda en el borde áspero de una mesa. La noche está calma, estrellada. Al fin: ha llegado el momento. El maestro de ceremonias anuncia que se van a dar a conocer los nombres del ganador del certamen poético y de la reina de la primavera. Se menciona primero el nombre del poeta. Él deberá leer su poesía a quien resulte reina. Un joven pálido, hermoso en su traje oscuro asciende al escenario entre murmullos de aprobación. Luego un largo aplauso saluda su nombre. El joven - 14 -

agradece el lauro, con breves y expresivas palabras. Su voz es cálida, melodiosa: como corresponde a un poeta. La intervención arranca nuevos aplausos. Después, un silencio tenso: se a pronunciar el nombre de la reina. El maestro de ceremonias juega cruelmente con la expectativa del público: maneja papeles, lee adhesiones, prolonga la zalema. Ya alguno del público le grita que acabe y el hombre se decide al fin. Busca nuevamente algún supuesto apunte entre la papelería que sostiene en sus manos, y dice, con pronunciación lenta: “El excelentísimo jurado me han concedido el gran honor de anunciar a ustedes, distinguido público presente, el nombre de la bellísima y dulce dama que ha de reinar gloriosamente sobre nuestro pueblo, desde esta radiante primavera, que nos llega…” Lo interrumpen los gritos que piden: –“¡Menos introducción! ¡Que diga el nombre de la reina!” – “Nuestra reina es…” –“…Es la representante del colegio Nuestra Señora de Belén…!”

Los aplausos estallan como un chaparrón de verano repicando en los techos de chapa y no dejan casi escuchar el nombre de la reina que sin embargo ya todos conocen: “Eleonora, de Santiago…” - 15 -

En la pista del Parque de Grandes Espectáculos, entre los aplausos, el poeta y la reina danzan el vals. Ella se deja llevar por los brazos de aquel hombre dulce y navega en sus ojos. Todo es sueño aquella noche. Él se extasía en los labios rojos de su homenajeada. Aquella noche todo es sueño. Aquella noche ellos se enamoran. Dos años después, yo iba a nacer de aquel amor.

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Noticias de los diarios

Otra explosión atómica sobre Japón Dos días después de la aterradora explosión atómica que destruyó la ciudad de Hiroshima, los Estados Unidos consideraron necesario descargar una segunda bomba en Nagasaki. Se cree que, con este tenebroso saldo, la guerra se dará por finalizada. HORDAS DE INDESEABLES INVADEN PLAZA DE MAYO. PIDEN POR LA LIBERTAD DEL CORONEL PERÓN. El país atraviesa por una excelente situación económica. Existen en las arcas del Estado 1.300 millones de dólares en divisas, y grandes sumas acreedoras provenientes de créditos concedidos a las potencias extranjeras que intervinieron en la Segunda Guerra Mundial. La fórmula Juan Domingo Perón - J. Hortensio Quijano logró 1.480.000 sufragios y 304 electores, sobre 1.200.000 sufragios y 72 electores de Tamborini - Mosca, candidatos de la coalición contraria. Con ello, el coronel Perón se convierte en Presidente de los argentinos. - 17 -

Falleció el pintor Vasili Kandinsky Imprevista bajante del río de la Plata. Produce numerosos accidentes en las hasta hoy placenteras playas de Núñez. Falleció el poeta Filippo Marinetti El coronel Aristóbulo Mittelbach es el gobernador electo de Santiago del Estero. Desde Stettin en el Báltico a Trieste en el Adriático, un telón de acero ha descendido a través del continente. Tras esa línea yacen todas las capitales de los antiguos estados de la Europa Central y Oriental. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía… Todas estas famosas ciudades y la población de sus alrededores están dentro de lo que podríamos llamar la esfera soviética, y todas están sujetas de una forma u otra, no sólo a la influencia soviética, sino a altas y en muchos casos, a crecientes medidas de control desde Moscú. (Discurso de Sir Winston Churchill en Wisconsin, Estados Unidos, en 1946). “El nuevo estado de Israel servirá sólo para llevar la división y la guerra al Oriente Medio” (declaraciones de un diputado del Partido Socialista Francés). Falleció el escritor Horacio Quiroga. Joven matrimonio incendia su vivienda para cobrar el seguro.

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Resulta que yo estaba sentado, esa mañana, en un banco de la plaza frente a la escuela, sin saber qué hacer. El señor Verdugo, vicerrector, me había dado el día anterior la solicitud de reincorporación para que la hiciera firmar con mi padre. Amonestaciones. Me habían expulsado por amonestaciones. No me animé a hacer firmar la solicitud, pero ese día fui a la escuela como siempre. –¿Y la solicitud?– me dijo el señor Verdugo. –No la tengo–, dije yo. –No puedes entrar al colegio hasta que nos traigan la solicitud firmada –dijo el señor Verdugo. Y yo salí con la solicitud en blanco y me senté a pensar qué podía hacer, en un banco de la plaza Independencia. Pasó una media hora y no encontraba solución. Las calles estaban casi vacías bajo el sol. Era un día primaveral, aunque no había terminado el invierno. Me puse a caminar. Caminar bajo el sol tibio; miraba los autos, las vidrieras, sin demasiada atención. Sentía en el alma la tristeza seca de quien se encuentra de cara con una fatalidad y no la puede evitar. La solicitud de reincorporación al colegio voló de mis manos, y la vi agitarse un poco bajo la brisa. - 19 -

Me iría de casa. Cuando llegué a la placita de San Roque me dieron ganas de visitar a mi amigo Emanuel Gondra, que vivía por allí. El me presentó a su hermana, una muchacha rubia y fea como de dieciocho años y me mostró las hermosas guitarras de su padre que era concertista. No le hablé de mis proyectos. Nos estuvimos allí, gozando del sol que bañaba la hermosa habitación a través de los vidrios del ventanal y conversando, hasta que consideré necesario irme.

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Eleonora se enamoró perdidamente del poeta. Desde aquella noche, no había dejado de pensar en él ni un momento. La pasión la quemaba por dentro y en su habitación de colegio católico se retorcía sin poder dormir, noche tras noche. Deseaba ser de él; su exaltado corazón se negaba a esperar. Lo veía a escondidas los domingos, con la complicidad de su amiga Ana que persuadía a las hermanas para que la dejaran “ir a tomar el té” en su casa. Por suerte, los padres de Ana eran comprensivos. Pero sucedió lo inevitable en una ciudad pequeña: su familia lo supo, y la ira sagrada de la sociedad cayó sobre los amantes; ¡quince años! ¡Cómo iba ella a andar de novia a los quince años! Y no era eso lo más grave. Él era un pobre estudiante de cuya familia no se conocían los orígenes y ni siquiera tenía en vista alguna profesión sólida. Por si todo esto fuera poco, era además… peronista… Se terminaron los encuentros clandestinos en casa de Ana Cervín y Olaechea. Los domingos, a la hora en que solía partir hacia sus pecaminosos desvíos, las monjas la obligaron a rezar quinientos cincuenta padrenuestros y doscientos setentaicinco avemarías, con sus rodillas desnudas sobre granos de maíz. Hasta que estalló la sangre española y árabe que bullía en sus venas y a través de mensajes secretos hizo saber a su amado el deseo de que la raptara, llevándola con él. - 21 -

Un poeta no puede negarse jamás a invitación de tal cariz. Julián Castañeda y Eleonora escalaron los muros de piedra del convento –esos mismos que su hijo iría a escalar por razones distintas muchos años después– una noche de verano, y huyeron en mateo hacia el pueblo de Luján, refugio para enamorados proscriptos desde siempre. En su capilla se casaron, apenas llegó el cura del primer oficio matinal.

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Nada fue como ella lo había imaginado. En realidad, si se hubiese detenido a reflexionar serenamente tan sólo media hora, jamás se hubiera casado con él. Empezó mal, desde la primera noche. Esa primera noche, cuando ella le dijo que no quería hacer nada, tenía miedo, le pidió por favor que se acostara en otra cama y la dejara sola, por esa noche nomás, pero él insistía y se desnudaba y ella miraba hipnotizada ese miembro que le pareció tan grande (tía Duvilda decía: es siempre así, qué sucios, te duele horrores, te sacan sangre y quedas como partida, llena de leche encima) tan grande virgencita, pero ya lo tenía encima bajándole la bombacha y gritó. Entonces él se enojó mucho y le dijo: “¡Si serás idiota! ¿Para eso te has casado?”, y ella se dijo lo voy a hacer aunque me de asco, lo llamó, “vení amor, perdóname, soy una tonta”, le dijo y él se le subió, la penetró brutalmente y ella se mordía los labios de dolor, sudaba a mares y él también sudaba y la bañaba con su sudor, y después que pasó todo se quedó jadeando encima de ella, pero no parecía contento. Después ella se levantó y él le preguntó: “¿Te hice daño?”. “No”, contestó ella, pero vio manar su propia sangre en el lavatorio, le dieron náuseas y se desvaneció. Luego aquella casa –aquel rancho: en realidad no podía ser llamado casa– donde la llevó a vivir. Los vecinos en camiseta - 23 -

con la radio a todo volumen, los chiquillos sarnosos y desnudos jugando, chapoteando en el barro, los borrachos que amanecían tirados en la calle de tierra, las paredes de adobe y las puertas tapadas con arpilleras de bolsas viejas, los olores nauseabundos de los basurales, los guisados recocidos que preparaban las hoscas vecinas y los vahos inmundos de los matorrales donde orinaban y cagaban los que no tenían baño en sus casas… ¡Dios mío! ¿Cómo podía vivir alguien allí? Pero él parecía tan contento. Llegaba del trabajo contando y se ponía un pijama rotoso y unas alpargatas bigotudas dobladas a modo de chancletas (¡ah, qué alpargatas tan odiosas!): al fin, resultaba que en su vida íntima era de lo más ordinario. En cambio Lisandro… Ella se decidió a hablar de todo esto con Lisandro (era tan fino… él la celaba con Lisandro, decía que la mataría si se llegaba a enterar de algo, pero era envidia, eso es lo que era, Lisandro diputado radical a los veinticuatro años, Lisandro en el Jockey con su traje de hilo cremita y el bigote cuidado, lavanda de Konviso, Lisandro, envidia, sí: ¡él no había podido llegar ni hasta el tobillo de Lisandro!); ella habló con Lisandro y consiguió un chalet de su familia por un precio que era broma –si ella no hubiese hablado jamás hubieran podido conseguir una casa así. Y las víboras comenzaron a murmurar de ella y Lisandro, y él a convertirse en un marido hosco y celoso que cada vez hablaba menos. Pero, ¿acaso no era algo perfectamente comprensible? ¿Una mujer joven y bonita, de buena familia, podía haberse dejado marchitar y sentarse a mirar pasar la vida a su lado, sólo para respetar unas estúpidas convenciones en las que además - 24 -

nadie realmente creía? Si no hubiese sido por ese paso que ella dio, su hijo primogénito hubiese nacido (como los siguientes) en medio de la inmundicia y la miseria.

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Nació una madrugada tibia de invierno. A duras penas salió del vientre de su madre. Tuvieron que violentarlo con unos aparatos de hierro para que abandonara su reducto original. En las ventanas parpadeaban los primeros reflejos rosados del sol de agosto. Sonó su llanto poderoso y fino como una larga letanía, lejana y próxima y los ojos del poeta lloraron también, con el desborde lento de la savia largamente contenida, con la misteriosa dicha triste del amor. Salió el poeta a la calle desierta con esa alegría que le anegaba el alma y le hacía sentir en su pecho el latido inmenso de la ciudad y el universo (esa música que se oye, como el bramar de las olas en un caracol, esa infinita sinfonía); el poeta caminó las calles y no podía dejar de llorar blandamente: estaba asombrado, ante el fenómeno extenso de la vida: “la verdadera felicidad es melancólica”, se decía y caminaba sintiendo cada partícula del mundo en su piel, y su hijo, ¡su hijo…!: “Dios mío, tanto ha andado la humanidad para que yo venga a ser un pequeño instrumento de tu sabiduría, y el arroyo inefable de la historia me haya elegido hoy al fin para vivir este renacer, este continuarse de la vida; no estoy solo, Dios mío, he brotado. Me siento florecido, y mi sangre ha dado sangre a un árbol nuevo; a - 26 -

partir de hoy, para él yo voy a ser historia; Dios mío, ahora comprendo todo aunque entienda muy pocas cosas, porque amo; Dios mío, qué es este pedacito de mis entrañas, sino la síntesis de todo lo existente. Dios mío, ¡gracias, gracias Dios mío, por la vida, por el mundo, por la luz de la historia, gracias, Dios mío, por este primer hijo…!”– Aquella tarde vinieron los amigos, los parientes, y cada uno por su lado hacían bromas y admiraban al niño: muchos de ellos hablaban el pausado idioma de Atahualpa y se reían con esa luz propia en sus rostros herméticos. El poeta pensaba en Nazaret. Y aquella primera noche el cielo se puso tan intenso y cargado de estrellas azules… La bocanada tibia de la brisa acariciaba los cabellos y la frente de mi niño… ¿Cuántos niños estarán naciendo en este mismo momento? La armonía eterna de la vida… ¿Tendrá uno que conocerla y tratar de medirla o deberemos aprender a oír el lenguaje que se nos insinúa en momentos de sublime sensibilidad, hasta que nos sea dado recrear un idioma equivalente, que nos permita hablar con los astros, con los árboles, y de una vez por todas realmente con los hombres? Lo vamos a llamar Juan Cruz – contestó el poeta, a una pregunta. Eran tiempos de doloroso alumbramiento para el mundo. Todavía Europa sollozaba relamiendo las heridas de la guerra. ¡La guerra! Pavorosa explosión de fuerzas insensatas que sumió a la humanidad en un infierno brumoso y cruel. ¡Tantos la habían predicho! No bastaron los llamados de Gandhi y - 27 -

Wilhelm Reich, los quejidos hondos de don Miguel de Unamuno. “Un fantasma, cerniéndose sobre Europa”. La guerra con su fango ensangrentado anegando al mundo como una ciénaga. La caída temporal de milenarios valores, el juego de las bacanales, repetido hasta intensidades demoníacas, la inmolación de la torcaza ante el dorado becerro sobre campos asolados, el carnaval monstruoso de la carcajada ancestral, enardeciendo el pensamiento, la cloaca de lo inconsciente inundando la superficie con fuerza avasalladora; el cerdo vuelve al fango y mata porque ansía desesperadamente no morir; pero está muerto desde que destruyó al primer hombre. Dos imperios caen, tal vez para siempre. España llora los funerales sangrientos de su pueblo. Han matado. Han muerto. Han matado. Han muerto. Han matado… y ahora, trabajosamente como un boxeador al otro día de su peor pelea, el mundo se levanta. Hay quienes no van a poder olvidar aquello nunca. Salvador Dalí construye los reflejos tortuosos de la conciencia multiplicados en el agua de la memoria. Buñuel entrega al cine los ramallazos patéticos del siglo. En la Argentina se mira eso, de lejos, y ya se habla de “cabecitas negras” y “descamisados”, de “oligarquía” y “conciencia nacional”. Es el tiempo de la riqueza efímera: Argentina existe. Y por primera vez de un modo tan claro, también en las mentes de los poetas y de los literatos, Argentina existe. Y Marechal existe. Francisco Luis Bernárdez, Homero Manzi, Jauretche, existen. Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui. Contradictoria y tumultuosa, la Argentina adolescente se descubre a sí misma con asombro. Y se ama. Descubre que puede amarse. Y es orgullosa. Tal vez, demasiado orgullosa.

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Pero todo eso sucede allá lejos. En Santiago del Estero, una provincia casi aislada, vieja de vejez continua, todavía se vegeta, palpitando sólo al parpadear mortecino de todos los recuerdos. Allí no ha pasado nada. Hace más de cien años que no pasa nada que al resto del mundo pueda importarle. En este largo silencio para el cual todo es lejano, un poeta medita sobre el misterio de la vida y de la muerte, porque en ese día le ha nacido un niño.

a

Juan Manuel Castañeda galopa por la pampa seca. El polvo atroz de la campaña se levanta en chicotazos a cada golpe de los cascos. Su caballo negro semeja un ave gigantesca deslizándose entre nubes. El poncho negro vuela. Galope sin destino para llegar jamás al lugar desconocido adonde lleva la profunda herida. Qué le quema el corazón, Juan Manuel, qué lo lleva a huir hacia adelante, a cualquiera sea el lado. No lo sabe usted. O tal vez, las muertes. La Patria en manos de los otros. No quedó ni uno vivo, Juan Manuel, de su familia. Los han eliminado como a bestias, sin perdonar mujeres. A algunos los han colgado desnudos en medio de la plaza de armas. A otros les han cortado las cabezas, ensartándolas en lo alto de sus picas. No me quejo, piensa Castañeda mientras galopa. La Patria es un dolor que nuestros ojos no aprenden a llorar. Cuando pudimos, cuando en estas provincias reinaba el Orden, la Patria fue más dulce que una sandía madura. Duró lo que un - 29 -

suspiro. Pero valió la pena. Galopa Juan Manuel sin rumbo por entre las nubes de polvo ocre, sobre las soledades. Jinete vestido de negro confundiéndose con el caballo, parece usted un fantasma sin tiempo, deslizándose al galope por entre las coordenadas de los siglos.

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Pronto tuvieron que dejar el cómodo chalet. A él le dieron un puesto de maestro, en el campo, y debieron trasladarse hasta allí. A través de un camino larguísimo y polvoriento llegaron al lugar un día caluroso del otoño (pues el otoño en esas zonas tórridas es caluroso también). La escuela era una tapera con dos piezas sin puertas ni ventanas, en las paredes se veían los orificios ruinosos practicados en el adobe, y nada más. El piso de tierra, seco y caliente, los techos tenebrosos con el barro gris asomando entre la maraña de ramajes dudosos que se entrelazaban como largas manos negras, formando una sucia cabellera muerta sobre las cabezas de los visitantes. Una de las habitaciones era el aula. La otra, vivienda para el maestro y su familia. En el aula había, enfilados en dos grupos, una decena de bancos viejísimos, apenas reconocibles como tales a causa del polvo, que los convertía en fantasmas adustos, viejos esqueletos de madera y hierro en la penumbra, ante los que se experimentaba la emotiva sensación de estar en presencia de sobrevivientes de una era inextricable. Rodrigo Castañeda solía contar a veces aquel episodio de su adolescencia en que conoció al general Roca. Venía perseguido por las tropas de Buenos Aires –bajo la presidencia de Victorino - 31 -

de la Plaza–. Roca había hecho levantar los rieles unos kilómetros antes de llegar a la frontera de Santiago (aquí El Viejo se detenía un poco a ponderar la astucia del milico). Ya en la ciudad se hospedó en la residencia del gobernador Santillán, que era su amigo. El general Roca se paseaba a grandes trancos por uno de los senderos arbolados de la mansión. Era un hombre “bajo nomás”. De uniforme blanco y altas botas, calvo y un poco barrigón. El pelo de la nuca y sobre la oreja le formaba una melena, blanca y bien recortada, igual que la barbota. Tenía ojos encendidos como carbones; ojos acostumbrados a que las miradas bajen en su presencia. En aquel momento llegó un sirviente a traerle café. –Un café mi general–, dijo el hombre, cuando llegó hasta Roca. El general ni se dignó mirarlo. Continuó ensimismado con su meditación y su paseo. El sirviente, amedrentado, no se atrevió a volver a hablar. Atinó sólo a seguirlo en sus ideas y venidas, con el café humeante en la bandeja de plata. Durante media hora se prolongó esta escena absurda, Roca discurriendo sin darse por enterado de la presencia del otro y el sirviente siguiéndolo como un perrito, sin atreverse a hablar. Al fin el general se encaminó hacia la casa. El mozo, tras una vacilación, lo siguió también, y se perdió unos segundos después de él tras la oscuridad de las puertas de roble. Un muchacho de doce años –Brigido Castañeda–, arrierito de ganado, los observaba asombrado desde unos setos. Vaya a saber por qué resortes psíquicos, esta escena se grabó en su memoria para siempre. - 32 -

Julián se apoyó en un pupitre que crujió bajo su peso. Extraño el modo en que actuaban las asociaciones de ideas. Aparentemente no podría haber un encadenamiento racional entre unos bancos viejos y el general Roca, pero algún detalle de aquel lugar le había traído a la mente esa anécdota que oyera de su padre. Después de bajar sus bártulos y despedir al dueño del sulki, trataron de acomodar todo de la mejor manera posible. Sin limpiar ni asearse, rendidos por el viaje, se tiraron, ella en el único catre de tiento, él en el suelo. Durmieron un sueño intranquilo, interrumpido de a ratos por el llanto del niño o el grito de algún animal. En la penumbra del amanecer él se acercó sin hacer ruido hasta el lecho donde yacían su mujer –una muchachita de dieciséis años– y su hijo. Se había dormido con el niño en su regazo, y aún tenía un pecho afuera. El cabello formaba un negro almohadón bajo su rostro pálido. Dulcemente, depositó un beso sobre su mejilla. Entonces, se dio cuenta de que ella había llorado.

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Belisario Reynafé se había enamorado de la hija de un médico inglés que se instaló en la ciudad hacia el año veintinueve, expulsado del Paraguay, por sus ideas políticas (según él) o por el reiterado fracaso de sus abortos en niñas de la sociedad asunceña (según sus detractores). El tal Bartley –ese era su apellido– era un gringo estrafalario y muy pobre, razón por la cual, pese al gusto servil que sustentaban los sectores “progresistas” de la sociedad santiagueña por los europeos (especialmente sajones o germanos), no tardó en ser tomado como objeto de chanzas y despreciado, particularmente por la opinión juvenil, que desconfiaba además de la legitimidad de su título de “doctor”. Eleonora Bartley, su hija, era una muchacha rubia y abundante, con el aspecto propio de las adolescentes destinadas por el determinismo de su propia carne a ser tarde o temprano un objeto de placer. No tenía madre. Se murmuró en Santiago que no había opuesto resistencia a los requerimientos de dos o tres galanes conocidos, cuando la cortejaron a poco de llegar. Y varios muchachos de familias patricias describían ya, con afinada certeza (aunque recomendando discreción) los encantos de su intimidad. Pero el detalle que más sublevaba de la gringa, aparte de su vibrante belleza, era que no concurría jamás a misa. Nadie sabía si eran protestantes (su padre evitaba - 34 -

el tema) o sencillamente no creían en Dios. Corrió una historia según la cual practicaban, en secreto, un culto satánico. Belisario Reynafé la conoció en un baile. Estaba sola, pese a lo concurrido del salón, y Belisario, que también andaba medio paria (en parte debido a la decadencia de su familia, en parte a su inveterada tendencia a cultivar el ocio en un sentido absoluto), se acercó a ella. Pronto hicieron buenas migas. Esa noche se retiraron juntos, relativamente temprano, seguidos por los murmullos de la concurrencia. No se sabe si por coincidencia, o por genuina acción de Belisario, al poco tiempo Eleonora Hartley quedó embarazada. Por cierto la familia Reynafé puso –internamente– el grito en la bóveda celeste. Ellos tenían atado y reatado el compromiso de Belisario con Esmeralda Zuaín, una hija de inmigrantes sirios bastante tosca, pero con un poderoso almacén de ramos generales y barraca por detrás. Hubo cabildeos febriles y discusiones encendidas. Finalmente la tía Felicitas –una voz ineludible en estos casos– lanzó el dictamen definitivo: Belisario se casaría inmediatamente con Esmeralda Zuaín. Para ello, habría que inventar un embarazo de tres meses. Belisario, que nunca había sido hombre de decisiones, acató. Pero hete aquí que poco después del matrimonio ReynaféZuaín, la inglesita murió. Su padre la enterró con el mayor sigilo, así que poco pudo saberse sobre las causas de su muerte. Se habló con insistencia de suicidio. Aunque la mayoría de los cuchicheos sostenían que cayó como una víctima más de los oficios eutanásicos del pseudomédico. Como quiera que fuese, a Belisario le quedó una huella culposa que ya no pudo borrar de - 35 -

su corazón. Y que tal vez fuera el origen de su indetenible alcoholismo. Cuando nació la primera hija de su matrimonio, Belisario logró que su esposa le permitiera bautizarla con el nombre que fuera de la inglesita.

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La casa de Emanuel Gondra me impresionaba por su limpieza. Me sentía cómodo en aquella cuidada ordenación pequeño-burguesa. Todo estaba brillando y en su lugar en el gran living-comedor, y el sol de la mañana suscitaba un agradable resplandor desde el ventanal, atravesando las cortinas rosadas. Los muebles marrón oscuro estilo colonial lucían perfectamente lustrados y sobre las mesas y bargueños brillaban sabiamente distribuidas bajo floreros o adornos que imitaban piezas célebres en madera o bronce, carpetitas bordadas, semejantes a graciosas telarañas barrocas. Yo me había sentado en un gran sillón tapizado, y me sentía cómodo allí. Observaba los diplomas enmarcados y los pergaminos que colgaban de las paredes, los retratos al óleo, y un misterioso aparador con excesivos compartimientos separados por vidrios, tras los cuales se percibían innumerables copas de diferentes tipos, ordenadas como los batallones para un desfile, y en cuyo ángulo superior izquierdo se distinguía un cofrecillo labrado, empotrado contra el fondo. Entonces vino Emanuel Gondra y me presentó a su hermana. Mejor hubiera sido que no lo hiciera. Me resultó mortificante aquella muchacha rubia, pecosa, flaca, fea y narcisista, de pelo áspero y enrulado, que se pasó un tiempo larguísimo derrochando sonrisas y palabras y tratando de arrancarme alguna pregunta que le permitiera hablar con - 37 -

mayores detalles de sí misma, pero sólo me fastidió sobremanera pues yo no tenía en aquel momento ganas de hablar de nada, sino sólo de tocar la guitarra. Al fin tuvo que irse, pues Emanuel trajo las mejores guitarras de su padre y nos pusimos a ensayar con ellas. Y como repetíamos una y otra vez las mismas melodías tratando de ensamblar un “organum”, discutiendo sobre aquella o esta nota equivocada y puteando sin prestarle la menor atención a la muchacha, ella terminó por aburrirse. Así es que se despidió deslizándose tras una cortina y nos dejó tranquilos a mi amigo Emanuel y a mí, tocando la guitarra y gozando de los reflejos del sol. Bien: yo debía estar triste esa mañana, pues se presentaba como inminente la ruptura tal vez definitiva con quienes hasta entonces habían sido toda mi familia. Pero en mi espíritu se había aposentado un sentimiento como de mortal indiferencia.

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En los atardeceres, Julián tocaba el violín. Conocía solamente cuatro temas: la “Serenata” y el Ave María, de Schubert, una vidala anónima y “Xerxes”, de Händel. Sobre ellos volvía una y otra vez, la mirada perdida en el horizonte, como un coleccionista que repasa amorosamente sus pieles más preciadas. Pantalón ancho y alpargatas, la camisa de lienzo basto arremangada, el poeta acariciaba en el violín sus lentas melodías. Mientras tanto, la tarde caía. Columnas de nubes oscuras o pálidas realizaban, moviéndose apenas, una escena grandiosa; y los ojos del poeta brillaban, dos manchas marrones y grandes en el rostro blanco, cercado por la maraña negra de los cabellos ondulados y la barba. A lo lejos, la tierra dura y amarilla iba formando con sus ondulaciones sutiles cambios de tonos sobre el mismo matiz; un árbol sediento recortaba su silueta flaca contra el resplandor rojizo del horizonte. Todo era extenso en aquella tierra. Los días secos, azotados por el sol. El aire, tenue y transparente. Y el silencio. A veces pasaba un zorro, mirando con ojos agudos al rancho y al hombre. Todo en esa tierra era extenso, pausado e interior. Casi se oía la voz del suelo en las tardes de enero. Bramaba de angustia bajo el peso despiadado del sol. Suspiraba aliviada al caer la tarde. Por las noches, un concierto de pequeños sonidos desplegaba su música en el aire. - 39 -

Y en medio de la música del campo, la música melancólica del violín. En el patio de la escuela rancho, el poeta tocaba su violín, y le parecía que las notas sostenidas se alargaban desde su propio cuerpo y entraban en murmurante diálogo con el mismo cielo. Por momentos se sentía puro. Por momentos se creía santo. Pero era lo suficientemente inteligente como para no confiar en la permanencia de aquellas sensaciones. Meditaba: ¿cómo puede darse que en un mismo ser habiten simultáneamente tantos sentimientos contrarios? La serenidad con la turbulencia, la lucidez deslumbradora con la abulia, la elevación con la pasión abyecta, el amor más noble y el odio, el odio, el odio inquieto, que en algún lugar del hombre habita, como la serpiente eterna, y se ubica con tanta facilidad en nuestros pensamientos. El misterio del bien y el mal, en suma. El enigma que obligó a los filósofos a inventar unos tras otros y siglo tras siglo la infinita variedad de justificaciones de la conducta humana bajo supuestos órdenes sagrados o naturales. El arcano que llevó a los teólogos como Zaratustra a concebir los polos del dios bueno y el dios nefasto. Y sin embargo jamás el hombre se aproximó a un verdadero manejo de los impulsos esenciales de la historia. El poeta hallaba en sí mismo la mayoría de aquellos impulsos indescifrables. Constataba que no había fórmulas que los explicaran o previnieran cómo se iban a manifestar. A veces luchan. A veces se combinan. O simplemente aparecen, disimulados bajo acciones impensadas, complementándose y confundiéndose hasta el punto de dejarnos conformes a pesar de haber hecho algún gran daño. Constituyen un sistema de sentimientos que se proyectan sobre lo exterior dotándolo de esa - 40 -

apariencia que llamamos “realidad”. Entonces la historia personal viene a ser un eco de esas proyecciones interiores de distinto carácter, lanzadas y receptadas nuevamente en infinidad de combinaciones. Pero como esas proyecciones se materializan frecuentemente a través de la acción humana, sucede que lo que llamamos sociedad va tejiendo un azaroso entrecruzamiento de hechos que son, a su vez, resultados de las proyecciones de multitud de sentimientos personales. A la vez, lo que satisface los sentimientos colectivos proyectados sobre los sucesos, será asimilado como bueno, aunque haya destruido los deseos tal vez legítimos de otros seres parecidos. Resulta entonces que la valoración del bien y el mal, como todos los presupuestos surgidos de la percepción humana, viene a ser relativa a los intereses dominantes de cada tiempo. Quienes se dedican a observar los hechos hacen después la historia. Pero si cada quien tiene dentro de sí sólo un reflejo parcial de lo que realmente sucedió, estas crónicas son como los rebotes de las proyecciones personales de los hombres que actuaron. Así es que, hasta hoy, no se sabe nada en realidad de lo que sucedió sobre el mundo, sino únicamente lo que ocurría en el interior del hombre que contemplaba y se encargó de narrar. El llanto del niño se elevó agudo en medio de la noche, Julián se volvió mecánicamente y entró al rancho. Eleonora se había despertado y sacudía violentamente al niño, mientras imprecaba tratando de acallarlo. El varoncito gritaba más aún a cada sacudón. ¡Cómo había cambiado la mujer!... La alegría había huido de su rostro. Andaba desgreñada y harapienta, pálida, como un espectro malhumorado que discurría sin objeto por las habitaciones. Ya no había pasión en ella: sólo quejas, fastidio y - 41 -

llantos. Él la había pegado por primera vez una noche alucinante en que le pareciera imposible acallar la voz que le martillaba en el cerebro como un barreno y lo atormentaba con insultos y observaciones rastreras e inesperadas. Sentada en la cama revuelta, con la melena despeinada y los ojos enloquecidos ella gritaba, gritaba. Entonces él la pegó hasta que ella dejó de gritar y le pidió perdón de rodillas con la cara amoratada. Después, se amargó horriblemente, y sintió en su pecho el primer brote de aquella hiedra maligna que lo iría envolviendo de un modo irremediable. Se prometió no hacerlo más, aunque sin mucha convicción. Pero ella no volvió a ponerse histérica por un largo tiempo. Se encerró en un mutismo enfurruñado, y andaba de aquí para allá por el rancho, sólo mascullando palabras ininteligibles. El poeta tomó al niño delicadamente entre sus brazos. Juan Cruz percibió el cambio, y como sorprendido, abrió los ojos enormemente y miró hacia todas partes. El padre lo meció mientras caminaba por la pieza y tarareaba la melodía de Schubert. El niño dio una tregua con su llanto, pero empezó a dar cabezazos a un lado y otro con la boca abierta. Este chico tiene hambre –dijo él, y lo depositó de nuevo en brazos de Eleonora. Ella desnudó su pecho. Con voracidad, el niño se prendió del pezón. Pero bruscamente lo soltó y recomenzó a llorar. –¿Qué pasa?– preguntó Julián. – No sé. No me sale la leche. - 42 -

–¡Prueba con el otro! – urgió él. La mujer sacó su otro pecho y se lo puso rápidamente en la boca al niño. Nuevamente chupó con desesperación. Pero Eleonora lanzó un grito y le quitó su pezón, y otra vez se elevó el llanto como un filo. –¡Me lastimó!– gritaba. Sobre su blanco pecho se derramaba un hilo de sangre. El niño aturdía con su llanto. –¡Probá de nuevo!– gritó él. Ella volvió a poner su pecho en la boca del niño. Más nuevamente la criatura retiró su cabecita bruscamente, boqueó como si le faltara aire y continuó con sus alaridos. –No hay caso– dijo Eleonora–. Estoy seca.

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Eleonora volvió a la ciudad. Había que buscar alguien que diera de mamar a su hijito. Afortunadamente, a pocos metros de la casa de su suegro vivía una mujer que había dado a luz casi al mismo tiempo que ella. No se negó a recibir al niño, pues le sobraba leche. Así Juan Cruz adquirió un hermano de lactancia: Dieguito. Eleonora se quedó entonces a vivir en la casa del “Viejo” Castañeda, lo cual fue como una bendición para ella, pues aunque le desagradaba la familia de su esposo, siempre sería mejor aquello que el soterramiento, al que había parecido condenada hasta hacía apenas unos días atrás. Pese a algunas discusiones con el cincuentón Rodrigo, que la rechazaba instintivamente, Eleonora se sintió renacer. Volvió a alternar con sus conocidos, se preocupó de nuevo por su aspecto. Y recuperó su prestigio de mujer hermosa. A tal punto que su esposo, en uno de sus breves regresos a la ciudad, se preguntó si no habría sido el deseo de su mujer por huir del campo lo que le produjera el repentino secarse de las glándulas mamarias. Aquella vez el poeta intuyó por primera vez la grieta profunda que se estaba abriendo entre los dos. Empezó a sentirse incómodo junto a ella. Un poco disminuido, y muy diferente. Notó que rehuía en lo posible el salir a la calle en su compañía. Era evidente el contraste entre el ropaje refinado y los afeites de su mujer y el aspecto simple de él, con su barba descuidada y la - 44 -

piel del rostro y las manos oscurecidas y arruinadas por el sol, la tierra y la mala alimentación. Aunque en el fondo el fenómeno consistía en algo más complejo, no del todo definible. No era solamente una cuestión de atuendos –al fin y al cabo él hubiese podido vestirse con elegancia, poniendo un poco de esfuerzo–; sucedía que a cada paso descubría, dentro de sí mismo la presencia de algo, que los diferenciaba, que lo hacía tan distinto y hasta contrario de lo que intuía ella, impidiéndoles hallar manera alguna de comprenderse, aunque hubiesen tratado de hablar multitud de veces. Eran como las vías de un ferrocarril. Los mismos días y las mismas horas eran diferentes en grado sumo según los vivieron ella o él. Entonces estos dos seres vivían bajo el mismo techo dos vidas opuestas, pues el mundo resonaba de modos muy distintos en su interior. Y así como el lagarto no sabe nada de los pingüinos que habitan la zona glacial, estos esposos vivían tan distantes espiritualmente, que sus verdaderas personalidades no llegaron a encontrarse jamás. No tardarían en presentarse crisis cada vez más graves, que finalmente irían a desembocar en un desenlace doloroso.

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Eleonora y el poeta volvieron a vivir juntos cuando el niño no necesitó más del amamantamiento. Ella había quedado embarazada nuevamente, y esta circunstancia le provocaba tal disgusto que no había día en que no se encendiera una escena de violencia en aquel hogar. Así fue que una tarde, enfurecida por la pelea con su marido, Eleonora decidió escapar de la escuelita-rancho. Tomando el sulki cargó en él sus cosas y al hijo de un año y se lanzó a una carrera que se hizo desenfrenada por el campo. La suerte de quienes se dejan llevar por la ira suele ser adversa. Una rueda del sulki agarró un pedruzco del camino y el vehículo se dio vuelta en el aire, derribando al caballo y lanzando a distancia a sus tripulantes. Julián, que había salido a cazar para descargar su furia y no cometer algo irreparable, se encontró al volver con el rancho vacío. Preocupado, pidió el caballo a un vecino y salió a buscar las huellas de la mujer y su hijo. Los halló a poco de andar. Eleonora yacía desvanecida, con la cabeza ensangrentada, a la orilla del camino. El niño la miraba como asombrado, desde una corta distancia. Los cargó en el sulki luego de calmar al caballo, que aún estaba inquieto. Llorando lentamente hizo el camino de regreso y trasladó a su mujer, que se quejaba sin recuperar el conocimiento, a la casa de la curandera. - 46 -

Aquella noche, el segundo hijo de Julián y Eleonora nació muerto.

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Tal vez te estés volviendo loco ahora. Tal vez el peso de la memoria. Tal vez. Tal vez. O la tarde. O ese canto de pájaros, incesante. Los párrafos de la novela, que estás leyendo, que te impresionan, y te producen náuseas. Esta emoción que tienes a flor de piel, tan emotivo que un pequeño sobresalto, una mirada hacen latir tu corazón galopando en la garganta. No hay nadie. Cuando te das vuelta te encuentras con ellos por todas partes, escuchas sus voces, sus respiraciones; van y vienen por la habitación rondándote; pero no hay nadie, estás solo, con todos ellos, estás sólo contigo. Pero son muchos. Tu sangre lleva el peso de tanta sangre, de tantos siglos. Ah, y cómo retumban los atabales de la tierra. Te laten en las sienes y la sucesión de figuras lentas parece interminable. Esta tierra que lo sintió a Manuel Castañeda puntear su guitarra en tristes sones con el rostro seco, por la muerte de su único hijo. Él tenía tantos niños hablando en quichua, yendo a pescar, quemándose con el sol en la escuela; se le asignó que consumara en el monte el sacrificio de Abraham. El dolor lo atravesó como espada. Ah, cómo retumban los atabales de la tierra. Volviendo está en tu memoria la figura de Rodrigo Castañeda. Cómo volteaba una res a la carrera, tomándola de las guampas: cómo ensillaba el tordillo, el alazán y el blanco, cómo narraba anécdotas del principio del - 48 -

siglo, qué parco era para ensalzar sus hazañas; y cómo pulsaba su guitarra. Tienes en el corazón su rostro macilento al borde de la muerte: cuando te hizo llamar a Córdoba, y vos viniste y sólo fue para verlo irse. Él que había sido tan poderoso se apagó como un pabilo humedecido. María Concepción. La Mamavieja. No puedes escribir, se te nubla la vista. ¿Oíste alguna vez gemido más lacerante que cuando lloró la muerte de Manuel? Y cuando vos te fuiste, ¿quién lloraba noche a noche, quién prendía las velas? Ah, cómo retumban los atabales de la tierra; retumban con hondo brío, hipostasiando en vos su esencia mítica, María Concepción, la Mamavieja. Le tocó llorar, hoy nos sonríe desde arriba. Estás pensando en Mamadelia, tu bisabuela. Mujer de cerámica y piedra. Qué lejanísimos sones palpitan sus maitines en la delgada hermosa figura esbelta con rodete blanco y traje negro a los cien años: sentada en su silla de tiento nos llamaba a orar volviendo a nuestro origen. Delia San Luis de Castañeda, tocan violines por ti. Francisco Castañeda. No te duelas de quienes han dicho que no tuviste coraje: te tocó ser manso en un tiempo de leones. Tus hombros robustos sin embargo se recuerdan, tu sensatez y tu prolija palabra. Para los que hoy te nombran eres indiscutiblemente el patriarca. Pancho Castañeda, los atabales de la tierra suenan hondamente y lento por ti. No se detiene la historia pues ya están tocando por Juan José Castañeda: te emociona su recuerdo transparente. Sus ojos azules, su bigote negro, no había en el pago de Loreto un hombre más hermoso y fuerte que él. Se pegó dos tiros, uno en la sien, otro en el paladar. Le habían dicho equivocadamente que tenía una enfermedad incurable. Prefirió ausentarse antes de ser un estorbo. Su mujer lo lloró el tiempo que duró su sobrevivencia; falleció poco después, de tristeza. Fue el mayor - 49 -

de los Castañeda. Siguen sonando los atabales de la tierra. Al platero toledano amigo de López de Velasco: un son respetuoso y sencillo por ser uno de nuestros más lejanos padres. A Juan Manuel Castañeda, el jinete oscuro, un rasguido de guitarra. Le tocó huir de los salvajes oficiales de Mitre, entre los lamentos de la carnicería. Aún busca su venganza en la sangre. Vamos a tocar por Tatapedro. A Tatapedro Concepción le cabe el custodio de nuestra sangre argentina: el quichua era su idioma y el de sus abuelos. Sus manos eran hábiles para tejer el cuero, y también para el cuchillo. Era pequeñito Tatapedro. Hablaba despacito: para el cuchillo una luz. Aborigen de pura raza, gaucho fino y elegante. Cuando llegó a Loreto Félix Cruz, famoso guapo bonaerense, con Rodrigo Castañeda habló de igual a igual, pero al entrar Tatapedro se le quitó el sombrero. Recuerdas a Tatapedro: la memoria de la raza. Manlio Castañeda: ¡qué impiadosa te llevó la muerte a los veinticuatro años! (te turba su historia narrada entre mates y aromas de albahaca). Manlio Castañeda, caminando la pobreza de los años treinta, elegante tu traje rayado que trajiste de Buenos Aires, hubo de ser abandonado por la ropa de paisano. Sonriente, robusto y blanco fuiste a la cosecha cantando. Al volver eras un guiñapo. No fueron suficientes los esfuerzos del médico de guardia ni de tu hermano Narciso: aferrado a su mano hombre de quebracho que lloraba te fuiste delirando tu paludismo: en una oscura mañana. Manlio Castañeda, fuiste el holocausto de la sangre en el purgatorio de la década infame. Tocan con insistencia los atabales de la tierra: tambores, pianos y violines. Belisario Reynafé, tu aristocrática estampa viene dibujándose en el tiempo. Delicioso diletante, también tuviste tu drama. Cuando la inglesita se suicidó con un hijo tuyo en las entrañas, dos - 50 -

surcos hondos marcaron tu cara y se nubló tu sonrisa. En castigo te casaste y pusiste a tu hija Eleonora (por la que ya se había ido). El cielo o el infierno te llamó a los treintaidós años, dejando a los vecinos de Garza sin un conversador admirable y un pianista consumado. Felicitas Salazar, su nombre te despierta ecos: es apenas un fantasma transparente deslizándose en dos siglos, entre paredes altas y cortinas oscuras, entre cuadros amarillos. Penúltima compañera de un nombre ilustre que se extinguía. Ha quedado en la memoria como un daguerrotipo inmóvil. Suenan, resuenan los atabales de la tierra: Lisandro Reynafé, recordaremos tal vez tu condición de referencia mayor. Como buen hombre de Roca, fuiste ostentoso hasta el punto de mandar a fundir en oro una campana, para la capilla de tu estancia. En aquel tiempo los pobres te reputaban bendito: todos recuerdan tu estampa de patriarca con cariño. Te fuiste sin turbaciones en una época de aquiescencia. Los Aliaga, los Monte Luna, los Cervín: todas ramas de tu estirpe. Ah, cómo retumban los atabales de la tierra. Te laten en las sienes y la sucesión de figuras lentas es interminable. Esa tierra que presenció el miedo de Blas Castañeda cuando su hermano Rodrigo lo corrió cuchillo en mano para matarlo por una discusión junto al fuego. Dos días con sus noches estuvo Blas encerrado en un depósito de cueros fétidos, y Rodrigo esperando como un tigre bajo un árbol. Parece que todo fue una desmesurada corrección del Tataviejo al deslenguado de su hermano. Aunque con él nunca se sabía. Tal vez, de salir, lo hubiera matado. Sara Castañeda: cajas retumban en tu recuerdo. Cuando te vi me pareciste una fina ave de cetrería. Esa aguileña incisividad de los Castañeda. Tu huella se pierde en el mal Buenos Aires, entre oscuros departamentos y altillos. - 51 -

Obsesionada en la recolección de pinturas y viejas tallas. Tu pasión por El Greco te llevó a la muerte. Brígida Castañeda: la Mamavieja predijo tu muerte, cuando aún estabas en Buenos Aires. Era mítico tu perfil de mujer fuerte, talentosa para el tejido. Una extraña pervivencia te hacía adorar los objetos criollos labrados en plata. No queda ignorada tu memoria. Los atabales suenan de nuevo: Buenos Aires. ¿Qué tenían esos pagos que atrajeron a tantas mujeres de la sangre? A Feliciana Castañeda le tocó de primer marido un gringo alemán, que le dio por corto tiempo un buen pasar. Pero en su senilidad cayó en manos de un cafishio oriental, burrero y charlatán, elegantemente inútil, a quien debió mantener hasta su muerte. Trabajó de lavandera, y terminó su vida dando pensión a prostitutas. Bonifacio Castañeda: hombre tranquilo, tu modelo fue Tatapancho. Prolongaste la descendencia en un pequeño campo de la provincia de Buenos Aires. Resuenan lentos y obsesivos los atabales de la tierra: Arsenio Reynafé, intendente de Garza, Segundo Concepción, el último gajo tawantinsuyo, Leocadio Bravo, Julián Sarachaga, Coronel de Perón, Ramón Rosa Ibarra, barba blanca hasta el pecho, melena al hombro, María Rosa Reynafé, Abdul Zuaín, Dalmiro Reynafé, tantos nombres, tanta sangre, tanta historia, todos desfilan en tu habitación y el fantasma bello de la mujer que te sobrevuela como un ángel se transforma repentinamente en demonio, y los árboles flacos, los viejos árboles quemados recortándose en el cielo gris azulado y los versos de Espronceda y tú en la cama ocho años, tos convulsa, nueve años una edad cabalística, los árboles retorcidos y negros por la ventana, cerraron sus ojos que aún tenía abiertos. Ernie Pike, El - 52 -

Eternauta, Durañona, Breccia, Hugo Pratt, Allan Poe, Lovecraft, Solano López. Más allá, el traje nuevo recién hecho a medida achicando el traje negro de tu padre el uniforme de poeta decían tu padre es bello y fino decía el maricón de Scarpetti Muñoz, después asesino, vos no y la Teresa besándote en la mejilla tú no sabías besar y la exposición y los cuadros de Scarpetti Muñoz y las fotos, los discursos, los bolsillos rotos, los ojos tristes de tu hermano Fernando, la Susana Guglielminni, tú esperándola – trece años–, explicando los cuadros, los dísticos de papá con dibujos de Ramón del Valle García, futurismo, dadaísmo, forma, matiz, textura, arena pegada al óleo, dogma, Incarnatto… La tarde se ha puesto gris: creo que voy a llorar.

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Pasaron dos años. Juan Cruz había crecido. Se había convertido en un niño rosado y fuerte, pues a pesar de la pobreza, los mejores alimentos se conseguían para él. Aunque cada uno de los esposos atribuía al otro la culpa de la tragedia, se había creado como una tregua entre ellos. Ahora había más silencio en la morada. Había pasado por allí la muerte. De nuevo, como buscando un desquite, Eleonora quedó embarazada. Esta vez, sin embargo, todo fue bien. El niño nació serenamente una mañana de verano. Lo llamaron Fernando. Pese a que se quedaba con un solo niño, a Eleonora se le volvió imposible manejarse con las tareas del hogar y la escuela. Consiguieron entonces una muchacha. La mujer, fuerte como un quebracho, alta, morenísima, se llamaba Celina y era de Guasayán. Les acompañaría casi todo el tiempo que estuvieron en el campo. Y más tarde, cuando otras fallaran, ella viajaría a la ciudad para velar por los niños. Mujer silenciosa, eficiente, su - 54 -

figura quedó grabada para siempre en la memoria de Juan Cruz, como una encarnación de la nobleza. Parece que el padecimiento, en lugar de una afrenta, llega a ser una distinción para ciertos seres. Parece que, a determinados elegidos, les es absolutamente preciso padecer para llegar a serlo. No hay gran hombre que no haya debido pasar alguna vez por el dolor. Esto es más nítido aún en quienes han sido elegidos desde la niñez. Fernando cayó, a los pocos meses, víctima de una horrenda enfermedad infantil. Día a día se iba consumiendo, ante los ojos desesperados de sus padres. Otra vez, contrayendo deudas y entre sacrificios de todo tipo, hubo que trasladarse la ciudad. Las noches cálidas y estrelladas devoraron esta vez los pasos desvelados de un hombre que sufría, porque su hijo está muriendo. Las horas pasaban torturantes, calurosas, bajo la luz amarillenta del hospital donde Fernando, en su pequeña camita, apenas respiraba. Sus ojos no tenían ningún brillo; la piel, como un trozo de pergamino seco y delgado se plegaba contra las cavidades de los huesos, sobre su cuerpecito. El padre miraba obsesionado aquel cuerpo inmóvil. Los cabellos desordenados, los ojos rojos; era un fantasma triste que velaba. Ya no había medida para el dolor. Todo estaba triste, todo estaba gris en la casa del poeta. ¿Qué sino los había elegido para que el cielo permitiese aquella dura agonía?

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Hasta que una mañana, suavemente, como suceden los milagros, el niño comenzó a salir. El mal se alejó de él lentamente, luego de haberlo llevado hasta el borde mismo de la muerte. El niño se recuperó, entonces, y el matrimonio con sus dos hijos volvieron al campo. Poco tiempo después consiguieron para Eleonora un nombramiento de maestra, aunque en un lugar alejado de donde trabajaba su marido. Coincidieron en que los niños debían marchar con la madre, así que, sin demasiada tristeza, se pusieron en camino. El lugar que le tocó a Eleonora era tan desolado como el que acababa de dejar. En un desierto amarillento, salpicado de vez en cuando por alguna mata espinosa, magras como sombras cadavéricas, se levantaban las dos piezas (“cocina y aula”) de la escuelita. Por las noches la maestra y sus hijos debían dormir en la cocina. Al lado del rancho, un algarrobo negro, con sus ramas como dedos retorcidos elevándose al cielo parecía implorar perdón. A izquierda y derecha, desierto, desierto y tierra… Desierto y soledad. ¿Quién se inscribiría en esa escuela? ¿A quién enseñaría? ¿Habitaría alguien en esos sequedales? Y si no viene nadie, mejor –pensaba–. En tan poco tiempo… ¡qué cansada estoy, Diosito, de esta vida!

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Noticias de los diarios

Se levanta la huelga de los gráficos en Buenos Aires. Durante treinta días la población estuvo sin diarios. El general Perón declara que la reforma constitucional es necesaria e imperiosa. El Congreso de la Nación proclama a la señora Eva Duarte de Perón, jefa espiritual de la República Argentina. El gobierno argentino nacionaliza las empresas ferrocarriles, teléfonos, gas, aeronavegación y puertos.

de

Asesino mata y descuartiza a su esposa. Luego se entrega detenido. Falleció el poeta español Miguel Hernández El plan quinquenal llevará a la provincia a la recuperación de su economía, sostiene el coronel Mittelbach. Falleció el famoso poeta Paul Valery Se construye a pasos acelerados el dique de Jume Esquina. - 57 -

Juan Manuel Fangio: invencible en la ruta. Hay descontentos en sectores de las Fuerzas Armadas por las medidas populistas del general Perón. El salario del obrero argentino ha alcanzado su más alto poder adquisitivo en lo que va de la historia El presidente del IAPI declara que son óptimas las posibilidades argentinas de regular el mercado en el área de granos. Conmueve al mundo el asesinato de Mahatma Gandhi Ha nacido un nuevo estado: Israel. Asesinan a Jorge Eliecer Gaitán Grandes movilizaciones populares se realizan en la capital de Colombia, en repudio al crimen del líder izquierdista. La ONU aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre. Se considera a esto un gran avance en el camino de la paz. Jacobo Arbenz es el nuevo presidente constitucional de Guatemala. Nuremberg. Continúan las sentencias contra criminales de guerra. Derrocan al presidente Rómulo Gallegos Ahmed Sukarro asume la presidencia del nuevo estado independiente de Indonesia. - 58 -

Sorprende la teoría de la relatividad, enunciada por su creador, el científico Albert Einstein. Falleció el director de cine Sergei Mikhailovich Eisenstein

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Julián Castañeda, por su parte, ya había organizado su vida. Estaba más acostumbrado a sufrir. No le deparaba demasiadas novedades el dolor, de tal forma que se manejaba en él con naturalidad, como si no hubiera en el mundo otro tipo de existencia. Los días en el campo eran largos y espléndidos. Porque la pobreza no es fea, sino que tiene otro tipo de belleza que la de la abundancia. Es una belleza más compleja, perceptible sólo si se aplica a ello algo más que los sentidos. Esta belleza se manifiesta únicamente a los iniciados, o a quienes, por no conocer otra cosa, han aprendido naturalmente a hallarla al fin. Es necesario señalar que, realmente, la verdadera fealdad no existe en la naturaleza. Es una creación de las mentes de los hombres. No es feo un paisaje desértico, sino que sugiere a quien conoció la riqueza y el abigarramiento de la ciudad, soledad y carencias. Se relaciona la sensación de incomodidad física, entonces, a una opción absoluta. Para quien depositó en los objetos artificiales y el confort su esperanza de dicha, el campo puede ser un infierno. Ese individuo ha matado en sí –o lo han matado quienes lo - 60 -

educaron– todo vínculo con otra naturaleza que no sea industrializada. Así es que, por una monstruosa deformación de sus sentimientos, vive gustando de la “belleza” de un automóvil, de una construcción de ladrillos, o de sofisticados querubines cincelados en oro y brillantes. Y los anhela de tal manera, pone de tal modo sus expectativas en esos objetos, que piensa que sin ellos no podría vivir. Ahora bien, si uno dijera que alguien obligado a vivir en un cementerio, dialogando con muertos y almorzando y cenando y durmiendo con muertos, si dijera que ese hombre vive, se aceptaría rápidamente que, por lo menos, es una forma muy extraña de vivir. Aquí tenemos sin embargo a miles de individuos concentrados en las ciudades, existiendo rodeados de objetos sin vida, anhelando esos objetos y amando esos objetos –es decir, amando a la muerte, porque no hay vida en los objetos que se ama–, y esa forma de vida no nos parece extraña. Entendemos entonces que el hombre actual tenga esta concepción raquítica del significado de las palabras “fealdad” y “belleza”. El poeta se levantaba madrugando para ver salir el sol. Por el silencio impresionante del amanecer penetraba inmóvil en el despertar del mundo y se dejaba llevar desde la puerta de su rancho hacia exquisitos y nunca repetidos viajes espirituales en brazos de la luz. Sorbiendo lentamente el néctar amargo de su mate, los ojos se le llenaban de fulgor cuando capturaba el segundo fugaz en que un pájaro elevando vuelo se recortaba en raros colores, reflejando en las plumas de su vientre la rosada aurora. ¡Ah, este instante! ¡Y el otro, y el siguiente!” ¿Acaso no es un prodigio, constantemente renovado, el vivir? - 61 -

Después de llenar las tinajas con agua del aljibe y barrer el patio, la habitación y el aula con la escoba de jarilla, el poeta tocaba el llamado a clase golpeando con un palo en un viejo riel suspendido de un travesaño entre dos horcones. Luego de una media hora, iban llegando los niños. Algunos a pie, otros montados de a dos o tres en burros, que dejaban atados al palenque, descalzos, en grupitos que surgían de pronto, silenciosamente, detrás de una loma o de entre las matas. El poeta los miraba llegar, de la misma manera en que miraba al sol teñir de colores la mañana, con el mismo sentimiento de sencillo azoro ante el misterio de las imágenes renovadas cada día. Y se miraba a sí mismo en ellos, ¡se identificaba con ellos! En cierto modo también él era un niño todavía, en su corazón. Pero había sido igualmente uno de esos niños pobres, que deben caminar varias leguas para llegar a la escuela. En tiempos de su infancia –tiempos de gran pobreza– con su padre que según decían se había ido del hogar siguiendo una hembra, Julián se recuerda con sus hermanos, yendo a la escuela en invierno, en aquellos días helados en que la tierra se convertía en un extenso peñasco, se recuerda orinando en el suelo para pararse con los pies descalzos sobre el charquito de orín caliente, y de tal modo aliviar un poco el dolor. ¡Tanto era el frío y tan desnudos estaban, que reían, lagrimeando, por el sosiego momentáneo que les proporcionaba el orín humeante desde el suelo! Ahora él era el maestro. Él llevaba alpargatas ahora, pero en el corazón seguía descalzo. Y solía jugar con los niños, que le contaban en quichua las andanzas de Juan el Zorro o Virginia la perdiz; a veces los castigaba pegándoles tincazos en la oreja cuando hacían macanas y ellos se denunciaban unos a otros - 62 -

inventando infracciones para probar la justicia del maestro y divertirse cuando descubría una falta real, hacía pasar al frente al infractor y le asestaba el proverbial tincazo en la oreja. Muchas veces el changuito reaccionaba diciendo: –¡Mentira es lo que te han contado los changos, señor! ¡Ellos te inventan cosa para que me tinquies!–, y todos se reían. Por la tarde el bullicio cesaba. Julián se quedaba solo y escribía: La música de las almas se escucha con más fuerza Ahora que el silencio ocupó el sitio de su canto, Ahora que les risas han cedido paso al llanto… La noche lo hallaba a veces inclinado sobre sus papeles. Otras veces, salía a cazar. Preparaba con cuidado, luego, las vizcachas que conseguía, y mandaba de vez en cuando el escabeche a algún amigo de la ciudad. Él mismo recibía con frecuencia alimentos como regalo: chipacos, tortillas, escabeches, bolanchao… El regalo era un pretexto para la visita. En las noches del verano se sentaban, con los que venían y los chicos alrededor del brasero, a tomar mate dulce e hilvanar largas historias en el idioma de la tierra. Los 25 de Mayo y los 9 de Julio se hacía un acto y se invitaba a los padres. Después se churrasqueaba sin faltar la guitarra y el malambo. Maitaj mamaicki - 63 -

Yacumarera… maitaj chaiaku, ¡arunga sujan parera! Cantaba el guitarrero y los ojos de hombres y mujeres se llenaban de sonrisas. Cuando venía algún inspector había que aguantar los largos discursos del que se creía un mensajero iluminado de la civilización. El poeta aprovechaba entonces y le pedía una vez más alpargatas para los chicos, o cuadernos, lápices y remedios. Así pasaba sus días el poeta, solo en su escuela rural. Para Eleonora, nada de esto existía. Las vidas de dos seres pueden ser muy distintas aunque habiten los mismos o parecidos lugares. Donde Julián veía belleza y sugestión, Eleonora sólo hallaba chatura y sequedad. Inversamente, casi todo lo que a ella le parecía deseable era para él cursi o superficial. No es que no hubiera puntos de contacto entre sus personalidades. No, los dos eran inteligentes y sensibles: en muchos momentos pasados habían vibrado al unísono, ante la magia de un poema, una conversación o una melodía genial. Ambos sabían que el otro era un ser complejo y sutil. Y respetaban íntimamente, este aspecto de sus caracteres. Pero se temían. Porque cada uno de ellos poseía en su psiquis algo que representaba para el otro una síntesis de lo que más detestaba de la especie. Tal vez habría consistido precisamente en esto el alucinado atractivo que los había lanzado a uno en brazos de la otra desde el primer momento en que se vieron. Uno –el poeta– era nítidamente - 64 -

introvertido. Otra –la princesa– absolutamente extrovertida. Uno –el poeta– de origen humilde y campesino; otra –la princesa– provenía de familias tradicionales y cosmopolitas. Uno, era la barbarie, revestida con las galas de una inteligencia y una educación extraordinarias, la otra era la civilización, encarnada en un cuerpo apasionado e impulsivo. Y el desempeño de sus papeles era tan perfecto, que como los polos de un imán, al acercarse, sus vidas no pudieron evitarse. Con el tiempo, lo que atraía en un principio se fue convirtiendo, al manifestarse claramente, en la más dolorosa barrera. Esos atisbos que Eleonora intuyera en el alma del poeta, esas actitudes ante la vida, a veces originales y extravagantes, que a ella le habían enseñado como aceptables en un artista, resultaban ahora intolerables fantochadas, enmarcadas en la patética pobreza de la vida a que se había incorporado con su matrimonio. El poeta reaccionaba de parecida manera, sólo que en sentido contrario. Alguna vez le había dicho a su hermano: “… yo nací para ser santo…”. Jaime se había reído. Le había dicho: “Sí… ¡santo culiador vas a ser vos, hijo de puta!”. Pero él creía sinceramente en esa misión. Desde su tierna adolescencia había sentido ese tirón que arrastra hacia lo absoluto los sentimientos de los hombres sublimes. Cuando conoció a Eleonora, la mediana regularidad de su vida lo había llevado momentáneamente al aquietamiento del fuego que almacenaba su alma, y ella llegó a ser la encarnación de las formas perceptibles que su pasión precisaba. En tiempo de mujeres fatales, era ella una María Félix adolescente. Y hasta cuando él comenzó a sospechar que su amada le era infiel, creyó estar representando en su vida, por una fatalidad literaria, aquellas rimas del romántico poeta español. Sin embargo, el tiempo fue implacable también con su ilusión. - 65 -

La vestidura barroca con que había recubierto a su primera visión se fue quedando vacía, y de pronto se sintió como despierto después de un mal sueño, y le pareció estar mirando a un esqueleto inmóvil, cubierto sólo de trapos almidonados. Entonces se alejó horrorizado y a partir de ese instante comenzó a esconder todo pensamiento valioso que se le ocurría, guardándolo únicamente para sí mismo o para algún lejano, hipotético lector. Eleonora por su parte, se había visto bajar de peso, secarse su cabello y resentirse su delicada piel bajo el sol odioso de campo, mientras su marido se afanaba en estériles labores literarias y parecía ver como perfectamente normal una situación que a ella le parecía el colmo de las desgracias. Desde su infancia, ella había visto a los “pobres” como seres desdichados y apenas reales que deambulaban tristemente por el espacio exterior al lindero de la casona patriarcal. No se le había ocurrido jamás que pudiera rozar siquiera, personalmente, aquella condición. Si bien los Reynafé “ya no eran los de antes”, aun conservaban la expresión distante, el señorío en el vestir, algún que otro campo y seguían siendo una familia codiciada por los nuevos ricos que deseaban injertar a sus hijos con los apellidos históricos de la región. Todos los nombres “conocidos” tenían que ver, a través de algún lazo de sangre o vieja amistad con los Reynafé. Algunas fortunas nuevas se acercaron por aquellos tiempos a la familia. Una de ellas era la de su propia madre –a quien Eleonora detestaba– una hija de árabes que habían logrado posición social en el mundo de entonces gracias un “almacén de ramos generales”, donde se - 66 -

vendían desde sillas hasta calzones para mujeres. Pero al final estas familias de extranjeros advenedizos se hicieron tan fuertes, que ahora eran las únicas que conservaban un genuino esplendor económico, y habían ahogado con sus ramificaciones al viejo árbol original. Ya por esos tiempos Belisario Reynafé (el padre de Eleonora) y sus hermanos Berardo, Eugenia, Eulalia y Atanasio, eran unos inservibles sofisticados y elegantes, que brillaban en el mundillo social pero estaban echando abajo el antiguamente sólido establecimiento patrimonial, gracias a su aversión vocacional a todo lo que fuera trabajo, aun del más liviano. Eran alegres y tardíos exponentes de la “época bella” y sentían que les correspondía, por ley genética, el papel de eternos convidados o anfitriones en la gran fiesta de la vida. En ellos se encarnaba arquetípicamente aquel espíritu español de la decadencia borbónica, que miraba al mundo como a un prado florido de donde sólo había que tomar lo que se ofrecía al alcance de la mano, pues las cuestiones baladíes como el sustento o las finanzas ya habían sido aseguradas por la espada casi abstracta de algún feo antepasado, que existía sólo en el rectángulo oscuro de un marco labrado, colgante en cualquier pasadizo de la casa. Cuando Belisario Reynafé falleció comenzaron las desdichas para Eleonora. Tenía doce años. Con antecedentes de enfermedades nerviosas en la familia, la niña empezó a presentar síntomas de conducta intolerables para la férrea disciplina que pretendía imponer su madre. Esmeralda Zuaín de Reynafé, una mujer joven aun, decidió liberarse de ella y la internó como pupila en el Colegio de Belén. - 67 -

El ambiente de aquel internado, compuesto por niñas de la pequeña burguesía y “de la mejor sociedad” de Santiago, no era precisamente el apropiado para prepararla al matrimonio que iba a realizar después. En verdad fue –como su madre quería– sólo una continuidad menos afectuosa del tipo de educación que la niña había recibido hasta entonces. Aquellas muchachitas que anhelaban terminar sus vidas casadas con algún abogado próspero, un terrateniente, un noble desterrado o, por lo menos, algún oficial del ejército, vivían en un mundo que no tenía contacto con lo que sucedía en la realidad más extensa que existe: la de los pobres. No es que ellas despreciaran a los pobres. Por el contrario, se puede afirmar que en alguna forma los amaban; no dejaban jamás de dar limosna, querían y estimaban a los peones o sirvientas que las atendían y eran capaces de derramar sinceras lágrimas por la pobreza ideal del Salvador. Pero esa pobreza era un concepto lejano, bello e inquietante como las estampas de los pintores socialistas, en tanto que no vivida, una idea sumamente abstracta, aunque pudiera emocionarlas hasta las lágrimas su contemplación. Cuando Eleonora conoció a Julián Castañeda, vio en él solamente al poeta, al joven estudiante universitario atildado y buen mozo, que como el príncipe de los cuentos, venía a rescatarla de su odiada reclusión. Pero no vio, en la personalidad de quien creyó amar, aquella faceta más importante por esencial, que no se manifestaba aún en el exterior aunque formaba parte de lo más hondo en la constitución de su espíritu; ella no percibió, en Julián Castañeda, al pobre.

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No es que el poeta fuera pobre de recursos, solamente. Eso podría haberse solucionado en un plazo relativamente prudente, usando contactos familiares y con un poco de ambición. Pero Julián era de la clase de pobres más consuetudinaria: la de los que “se ufanan de ser pobres”. Desde su perspectiva filosófica la pobreza no era un baldón sino un orgullo. Y hasta un objetivo a perseguir. Además, como buen pobre, como verdadero pobre, era soberbio. No se planteaba como una cuestión moral el distanciamiento que tomaba de los sectores poderosos de la sociedad. Sencillamente no le interesaban. Sentía, por ellos un burlón desprecio. Al comenzar a comprender el paso que había dado, al encontrarse repentinamente viviendo en aquella otra dimensión del mundo, la pobreza, la más árida y real pobreza, Eleonora creyó haber caído en alguna pesadilla. Y quiso escapar dando violentos tirones, semejantes a los ataques nerviosos con que en su infancia atraía al consuelo paterno luego de alguna reprimenda grave de su madre. Aquella carrera enloquecida en el sulky, cuando perdió a su segundo hijo, había sido uno de esos arranques.

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La noche está oscura, sin un astro. Los niños duermen en el rancho, Fernando con su madre, Juan Cruz en el suelo, sobre una colchoneta reforzada. Es una noche de invierno. De pronto se oyen ruidos, fuera. Ruidos de caballos, de hombres que se agrupan y hablan a los gritos. Los niños despiertan, Fernando se queda mirando hacia todos lados con los ojos muy abiertos. Juan Cruz corre a acurrucarse en el regazo de su madre. Ella se levanta de un salto y coloca la tranca de hierro a la puerta. –¡Están peleando! – exclama… –¡Son hombres peleando! - 70 -

Y vuelve a meterse en la cama con sus hijos, los abraza y reza el Rosario. En el silencio de la oscuridad resuenan feroces los hierros chocando. Se oyen gritos y espantosos arrastrones en el suelo. Hasta que bruscamente, luego de un bestial alarido, todo calla. Se detiene todo por un instante. Luego se oye el galope de caballos que se alejan. Silencio. Eleonora está por levantarse a espiar por la rendija, cuando escucha un ruido que la paraliza. Es un sonido de frotamiento, apenas perceptible. Y un resoplar. Enseguida se oyen golpes en la puerta. Una voz desdibujada gruñe: –¡Maestra!... ¡Maestra!... Los niños se contagian del temblor de su madre que se sacude en violentas convulsiones. Fernando rompe a llorar. Nadie se levanta. Nadie se acerca a la puerta. Afuera siguen los golpes: pero nadie contesta. Por fin, el extraño deja de golpear. Y se oye otra vez aquel ruido de frotamiento, alejándose. De nuevo, el silencio. Entre temblores, madre e hijos concilian un mal sueño. - 71 -

Por la mañana se atreven a salir, y hallan manchas de sangre en el suelo. Hay un reguero que llega hasta la puerta y después se aleja. A eso de las once, llega un muchachito a caballo, trayendo la noticia. Don Bas ha muerto. Lo han hallado tirado en medio del campo, a un kilómetro de allí, con el cuerpo cosido a puñaladas. ¡Don Bas! ¡El bondadoso viejo Bas, amigo de la maestra y hacedor profesional de gauchadas! ¡Así que era él quien llamaba a la puerta, tan desesperadamente! ¡Si lo hubiera sabido, Señor, si ella lo hubiera sabido, no le habría dejado morir así, tirado como un perro! Otra noche oscura, después de pasado un tiempo, la madre estaba tomando mate con un vecino, en el patio de la escuela. De repente se levantó y señaló con el dedo hacia el horizonte. –¿Qué es eso? Sobre la negritud del campo como una luz azulada, tenuemente transparente, se había levantado del suelo y parecía flotar suspendida en el aire, a la altura de la cabeza de un hombre. – La luz mala– dijo la maestra. El vecino se levantó de su silla y, luego de observar con detenimiento, dictaminó con acento de quien conoce el asunto: – Es el alma de Don Bas.

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La bella luz azul continuaba en el aire, y aunque no se desplazaba ni producía ningún cambio, daba la impresión de que poseía algún tipo de movimiento, que a Juan Cruz se le ocurrió debía de ser interior.

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La Sierra de Guasayán es como una vieja que viese pasar al tiempo absorta. Los aires son transparentes, los cerros violáceos. Está en el sur de la provincia de Santiago del Estero, casi en el límite con Catamarca. Junto a las sierras están los pueblecitos, antiquísimos, sin rastros de modernidad. En medio de un vado está Guampacha. Y en Guampacha, Campo Verde. Por aquí pasó una vez don Diego de Rojas. Y más antes, mucho más antes, los caciques grandes de los Huasanes. De ellos les viene el nombre al departamento, a la sierra y al pueblo. Huasayán

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significaba según parece, “paraje de los Huasanes” (yaam significaba en su idioma “hombres”). Los Huasanes hablaban el quichua y sobrevivieron hasta el siglo XVII. En su lugar quedaron hombres mestizos, parcos y muy hábiles para las tareas del campo. En su memoria guardan historias heredadas. Como la de la Orco Mamman. – Ella es la Madre del Cerro– dijo el viejo mascando tabaco. Me quedé silencioso, esperando que siguiera por iniciativa propia. – Ella aparecía antes, pero ahora andan los aviones. La conversación pareció que iba a estancarse ahí. Por eso pregunté: –¿Usted la ha visto? – Yo no la he visto. Pero antes se sabía. –¿Qué se sabía, don Aparicio? – Dizque aparece a los que quieren sacar oro de la roca. Hizo un breve silencio y empezó a contar. – Hace muchos años, en tiempos de los españoles, un arriero que llevaba una tropilla de mulas y barriles de aguardiente se perdió en el cerro.

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“Andaba desorientado, de aquí para allá sin hallar la salida. Ya casi al anochecer, se encontró repentinamente en un valle silencioso. “En medio del valle había una laguna. Alrededor del agua, como una represa de piedras apiladas, todas de oro. Las piedras eran del tamaño de una cabeza. Y dando frente al agua, estaba una mujer, sentada en un sillón parecido a un trono. “Las piedras y el trono sacaban reflejos al agua. La mujer se alisaba los cabellos marrones con un peine adornado con brillantes. Era la Orco Mamman. “El arriero se asustó mucho, pero la mujer no parecía tener ninguna intención atacante. –¿Señora?– le dijo tímidamente. Ella siguió peinando su pelo, que como una cascada de miel le llegaba hasta las piernas. Entonces el hombre se dio cuenta de que era un fantasma, o una aparecida. Pese a ello, se acercó y levantó una piedra. Como no le sucedió nada, cargó todas las que pudo en sus alforjas, abandonó el aguardiente y se volvió febril al poblado para dar la buena nueva. “Cuando vieron el oro en el pueblo, se peleaban por ir. Finalmente el Capitán armó la partida, en la que, naturalmente, se incluyó. En grupo de diez volvieron a la sierra. Iban cantando y bebiendo. Sólo las piedras mostradas por el arriero alcanzaban para edificar una ciudad. Y eran cien veces más las que iban a encontrar.

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“Pero no pudieron llegar. En medio del camino, una extraña niebla se abatió sobre ellos y la tierra empezó a temblar. Se desprendían pedazos de la roca, entre rugidos y truenos. Las manos de gigantes de humo sacudían de los cabellos a los explotadores y los derribaban de sus monturas, que huían enloquecidas. Cuando se levantó la niebla y terminó todo, ocho estaban muertos, con las nucas quebradas. Y de los dos que habían quedado para testimoniar, uno balbuceaba sólo quejidos inentendibles”. – Estas cosas han pasado aquí. Por eso la gente no quería ir– dijo el viejo. “Pero ahora todo eso está acabado. Ahora entran, le meten dinamita a la sierra y la Orco Mamman no sabe nada. ¿O será que ya no le interesa? Algunos dicen que el fin del mundo está por llegar.

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Noticias de los diarios

Cumple cinco años de proficua labor la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Fallece la señora Eva Perón. Honda congoja en el pueblo argentino Ricardo Balbín fue detenido. Recrudece la crítica de la oposición, encabezada por el radicalismo. Fallece el músico negro Charlie Parker Fangio, campeón mundial. - 77 -

Una vaca produce lamentable accidente en la ruta 34. Incendio intencional del Jockey Club de Buenos Aires Hordas que se reivindicaron peronistas, desprendidas de una manifestación que se realizaba en Plaza de Mayo, atacaron e incendiaron sedes partidarias y el edificio del tradicional Jockey Club de Buenos Aires. Gobierna la provincia de Santiago del Estero el Dr. Carlos A. Juárez El asesino de León Trotsky declara para Life que lo realizó por una cuestión de conciencia personal. Muere James Dean El popularísimo actor de “Rebelde sin causa” y “Gigante”, falleció en un lamentable accidente. Con gran éxito de público se estrenó en Londres el filme “Candilejas”. Luego de un golpe militar asume la presidencia de facto en Venezuela, el coronel Marcos Pérez Jiménez. Quedó disuelta la Sociedad de las Naciones, creada en 1919. Todas sus funciones serán traspasadas a la OEA. Estalla la guerra en Corea Falleció el compositor Manuel de Falla. Destituyen a Arnulfo Arias, presidente de Panamá. - 78 -

Asume el gobierno de la vecina nación del Uruguay el Dr. Luis Batlle Berres. Murió Antoine de Saint-Exúpery.

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A eso de las diez me despedí de Emanuel Gondra y salí a la calle nuevamente. El día había comenzado a nublarse. Me senté en un banco de la plazoleta, a esperar el ómnibus de La Banda. Ya había tomado mi decisión. Debía ir a casa de mi tía Lorena y convencerla para que me pagara el pasaje a Buenos Aires. Me iría a vivir con mi madre. - 79 -

Repentinamente el día se había puesto triste. Un rayo de sol escapó por debajo de las nubes grises y pintó de dorado un instante los ladrillos sin revocar de la iglesia de San Roque. Una bandada de patos, lejana, atravesó el cielo. Los autos transcurrían espaciados y ligeros por la avenida. Algunos niños con guardapolvos compraban tiro a un viejo con su carrito estacionado al frente de la escuela. De a ratos, pasaba algún camión con acoplado, haciendo retemblar el suelo. No es que yo me sintiera mal realmente viviendo con mi papá y la Mamaviejita. Pero debía convencerme a mí mismo de eso, rápidamente. Quien no crea sinceramente en sus argumentos no puede hacérselos creer a otros. Así es que me puse a convencerme a mí mismo de que vivíamos mal con mi padre, y que nos maltrataba y descuidaba. No perseveré mucho tiempo en esta tarea pues un perro blanco y una perra se pusieron a hacer su acto sexual en medio de la plaza y esto monopolizó mi atención. Hasta que vino el ómnibus. Era un ómnibus amarillo, me acuerdo. A mí me gustaba subir a aquellos ómnibus con filetes blancos, tan nuevecitos y rápidos. Pertenecían a una empresa cordobesa que se había instalado hacía poco en Santiago y según decían, era muy poderosa. Me senté al lado de una ventanilla a ver pasar los árboles y los edificios hacia atrás. El ómnibus estaba casi vacío. Una mujer revolvía en su bolsa, hasta que encontró un paquete de galletitas, lo sacó y se puso a - 80 -

masticar distraídamente. Atravesamos el gran puente de acero sobre el río Dulce. Se decían muchas cosas sobre ese puente. Una de ellas, que era el más grande de Sudamérica. Tal vez no fuera cierto. De cualquier modo, no veo en qué hubiera modificado su función aquello. Una manía de este siglo –se me ocurrió–: la cuantificación. Todo se mide. Todo se compara. Se valoran las cosas o los hechos por su tamaño. Pasaban hacia atrás las vigas de acero que sostenían la techumbre del Puente Carretero. Y yo sorbía cada detalle con los ojos y con el cuerpo. Entre las actividades que me agradaban, se encontraba el viajar. No viajar en su acepción de hacer turismo, sino en el sentido más alto del mero transportarse, hacia cualquier lugar. Sentía un placer exquisito en el movimiento, al intuir que abarcaba en ese transportarme el transcurrir de la vida en la multiplicidad de sus facetas. Era como burla al tiempo, quitándole al transformar sus relaciones normales con los humanos, una vislumbre de los secretos más íntimos del universo. Al extender el panorama abarcable en el mismo lapso, por efectos de la velocidad, me sentía penetrando simultáneamente en el misterio de lo material. Mi comprensión intuitiva se hacía más extensa y más profunda. Viajar, esa era una de mis mayores predilecciones: en el movimiento de traslación hallaba yo el resorte que catapultaba mis sentidos hacia un estado superior de comprensión. Fuera en algún vehículo, fuera a pie, lo que normalmente suele ser tomado como el medio que une un lugar con otro, siendo los puntos extremos importantes y no el camino, en mi caso se invertía, y el - 81 -

mero hecho de viajar por el viajar mismo se convertía en un fin. En cierta manera, yo era desde niño un apasionado cultor del permanente tránsito. La vida adquiría sentido para mí mientras se estaba en camino: no importaban los objetivos. Se había desarrollado en mí una curiosa dualidad interior que me permitía –salvo en situaciones muy excepcionales– dos vivencias paralelas y simultáneas del mismo hecho en que participaba. Una era la del actor, comprometido racional y emocionalmente con la situación. Otra, la del contemplador. Esta última era finalmente la llamada a perdurar, y la que me producía sensaciones más placenteras. La faceta contemplativa era la que me daba sensación de dominio de los hechos, como si el apropiarme de los sucesos por vía de la comprensión, me adueñara al mismo tiempo de mi propia vida. Y esta sensación de propiedad, de señorío sobre el campo donde se desenvolvían los sucesos personales, me producía una serena satisfacción. Pues aunque no pudiera en muchos casos transformar esos sucesos, me restaba el recuerdo nada despreciable de poder desmenuzarlos luego de una manera tal que conseguía atraer de sus partículas los aspectos favorables –cuando no reorganizar totalmente el orden de sus componentes. Y esto puede hacerse sólo con el atesoramiento de los hechos, previo y pormenorizado. Sin aquel mecanismo del que hablé, me hubiera quedado la aceptación de un suceder que no siempre tenía el sentido que deseaba. No se trataba de aquella visión subjetiva que transforma y desfigura los sucesos de manera que se conviertan en favorables. (Aunque, en algunos casos, este recurso también funcionaba a la - 82 -

perfección en mí.) Era un fenómeno más complejo, que consistía en la apropiación interior de los hechos –aunque me fuesen francamente adversos– y la conservación de sus detalles en la memoria. La repetición interior, cinematográfica, de ellos, podía provocarme desasosiego después, pero terminaba brindándome la singular satisfacción de sentirme propietario de todo lo vivido. El valor del método consistía pues, no precisamente en la deformación, sino en la caza de los instantes vividos. Salimos al fin del Puente Carretero, y yo empecé a prepararme para mentir, porque estábamos llegando al lugar donde debía bajar para ir a casa de mi tía Lorena.

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En el año 52, Juan Cruz fue apartado por primera vez del lado de su madre. Eleonora se había sentido agobiada con el peso de su propia mantención y el cuidado de los hijos. Y habían resuelto, luego de algunas discusiones con su marido, confiar el cuidado del muchachito a su tío Jaime –que aún era soltero– y a los abuelos paternos. Ellos vivían juntos, en un lugar a cinco leguas de la escuela de Eleonora, en otra casa-escuela mucho - 83 -

más amplia y espaciosa: los sueldos de los dos hombres permitían que se gozara de una discreta abundancia allí. La escuela de Campo Verde estaba instalada en un espacio abierto, como un gran valle entre el bosque y la serranía. Se respiraba en él un aire limpio y pleno de sonidos de animales del campo. Aquel lugar le parecía inmenso al niño. El escenario en que ahora le tocaba vivir adquiría dimensiones gigantes en su interior. Percibía los caracteres de los ambientes y las personas con una precisión instintiva, que le suscitaba en el alma sentimientos novedosos. Ahora sentía la hermosura de aquel paisaje austero y complicado, las personalidades francas, definidas, del tío Jaime, la abuela María, Rodrigo Castañeda. Y esto despertaba en él aquella sensación de seguridad y tranquilidad interior que no había conocido hasta ahora. Las impresiones del período en que vivió con su madre estaban en su memoria como sobre un telón precario, lleno de sobresaltos, como si hubieran sucedido con personas que estuviesen prendidas con alfileres a una realidad gelatinosa, repleta de oscuros peligros a cada paso. En su simbología infantil, los hechos del tiempo aquél se habían agrupado en el ámbito de los atardeceres. A causa de aquella clasificación, guardaba en sus recuerdos unas imágenes esfumadas, como las que se vislumbran en el interior de un rancho iluminado solamente con la luz de la oración, o con la tenue llama del faro. Los temores de su madre parecían haberse patentizado en las figuras que el niño recordaba: así, el paisaje chato, los macilentos árboles, el rancho de dos piezas y hasta los animales adquirían una como indefinible tristeza e inestabilidad. - 84 -

Campo Verde fue para Juan Cruz como un amanecer. Vastos territorios cubiertos de bosques, serranías expresivas, con sus mil matices del rojo y el marrón, verdes sembrados y campos amarillos, por donde transitaban hombres, mujeres y niños a caballo y en carros, la sorpresa de ver salir de pronto un jinete de la espesura del bosque y era el abuelo: la escuela, grande y maciza… Aunque todavía con techos precarios y paredes de adobe flojo, el edificio mismo de esta escuela era un signo elocuente de la prosperidad del lugar. Allí fue donde al Tataviejo lo arrastró el caballo. El Viejo andaba por el rancho de aquí para allá renqueando, apoyado en un bastón y dando órdenes. El niño solía ayudarle en las tardes a curar su herida, una larga franja roja que le subía desde el tobillo hasta la rodilla por el lado de afuera de la pierna. Tataviejo era un hombre alto, de rostro arrogante, cabellos negros peinados hacia atrás, y claros ojos color sabzí *, brillando como luciérnagas sobre su piel tostada por el sol. Después de poner las vendas limpias en las manos de su nieto, que se quedaba a su lado haciendo de perchero, se sacaba la bota izquierda y mascullando metía la pierna en un lavatorio con salmuera caliente que le habían traído. Desarrollaba la venda vieja, manchada con sangre negra y lavaba con cuidado la herida, mientras el muchachito lo observaba atentamente… Después de lavada la herida, apoyaba el talón en un escabel de madera, secaba la zona afectada aplicando y apartando unas pequeñas toallitas, luego la espolvoreaba con sulfatiazol, y ya estaba lista para volverla a vendar. Recién allí participaba activamente el niño, cuando su abuelo le decía: “Alcancemé las - 85 -

vendas burruvejo”, y él, que había estado inmóvil todo el tiempo, estiraba sus manitas con las gasas inmaculadas, separadas y listas para usar, orgullo de su misión. En realidad él había participado de todos los pasos de la curación: durante su transcurso, él se desdoblaba, a través de su alma, y era él quien lavaba la herida, él quien sufría el dolor del alcohol sin lanzar más que aquella especie de rugido sordo, sin por eso dejar de ser quien avanzaba orgulloso, con los vendajes en las manos, hacia el abuelo. Él fue testigo de cuando el viejo volvió a montar. Ahora usaba un zaino pequeño, delgado y majestuoso como el nisayán de Ciro el Persa. Subió trabajosamente, lidiando con la pierna herida: pero una transformación maravillosa sucedió apenas estuvo sentado sobre la silla: todo su cuerpo se enderezó, algo indefinible, como una corriente de energía nueva parecía desprenderse de él y empezó a reír sin causa aparente y a acariciar la crin del caballo que caracoleaba moviéndose en el mismo lugar. Juan Cruz lo vio alejarse al trote corto por en medio del campo, para recortarse, con su caballo, en una sola figura hermosa, oscura y aureolada contra el horizonte pálido y cargado de nubes rojas del atardecer. Después se perdió en la lejanía. Una noche salieron a cazar Jaime Castañeda y su sobrino. Jaime se había puesto la gorra con orejeras, una campera de cuero, breech y botas. Llevaba la escopeta de dos caños que le trajeran de España y una ancha correa de cuero con cartucheras cruzándole el pecho. El niño –que también llevaba gorra, bombacha y botas– portaba la bolsa y la linterna. El tío indicaba - 86 -

hacia dónde había que alumbrar y Juan Cruz, cuya mayor motivación para venir era el prender y apagar las más veces posibles la linterna con el botoncito, lo hacía con seriedad casi sacra. Contenía el aliento esperando la orden: cuando la escuchaba, obedecía presuroso, y sufría pequeñas frustraciones cada vez que le ordenaban apagar, o la orden anterior no llegaba. El monte era enmarañado y oscuro. De vez en cuando crujían las ramas bajo sus pies; Jaime se enojaba con él, repitiéndole que no había que hacer ruido. –¡Sssht!–, Jaime le hizo señas para que se detuviera. – Alumbrá allá– susurró. El niño dirigió la luz hacia donde le indicaban: Una vizcacha gorda, peluda, apareció, paralizada por el miedo en el centro del poderoso haz. Jaime apuntó y disparó en un segundo, pero erró el tiro y la vizcacha salió a todo escape hacia el monte; el hombre apuntó de nuevo y tiró: esta vez el animal dio una vuelta grotesca en el aire y cayó pesadamente. Pero sorpresivamente, cuando los humanos se acercaron, se levantó de un brinco y reanudó su carrera en círculos, saltando lastimeramente, con una pata renga. Soltando una puteada Jaime se lanzó tras ella y tras él salió Juan Cruz. –¡Que no se meta en el monte!– gritaba el joven tío. Había que apresarla de algún modo pues no tenían tiempo para recargar. Juan Cruz se halló de repente solo, al lado de la maraña del bosque. Oía el ruido de las botas de su tío, pero no sabía a dónde andaba, tras el bicho. Bruscamente apareció la vizcacha (un pequeño bulto que avanzaba rodando malamente hacia él) y el tío Jaime gritando y revoleando el caño de la

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escopeta detrás de ella. Juan Cruz atinó a encender la linterna, pero el animal no se detuvo, ya estaba enloquecido. –¡Atajala! ¡Atajala!– gritaba Jaime. La vizcacha se dirigía rectamente a sus piernas. –¡Cerrá las piernas!– le gritó Jaime. Juan Cruz pudo ver los ojos colorados del animal. Cerró las piernas. Pero cuando el bicho estuvo frente a él, por un acto reflejo las volvió a abrir, dejándolo pasar entre ellas. Entonces Jaime le tiró el caño de la escopeta y la derrumbó. Juan Cruz se acercó a verla. Jadeaba todavía; Jaime la golpeó hasta dejarla inmóvil, sin abandonar sus reproches al sobrino que casi la deja escapar. Juan Cruz miraba los ojos abiertos del animalito y su pelo gris terroso, lleno de sangre y lodo; le produjo una triste sensación. Jaime se burlaba de él; le llamaba miedoso. Era cierto, pero había otro sentimiento, que le fatigaba desde que vio al animalito acosado y sangrante venir como suplicando hacia él. Esa noche, el hijo del poeta descubrió que había seres con vida, mucho más débiles que nosotros, a quienes nos era dado ocasionar sufrimiento y matar para satisfacer el vientre. Y ese descubrimiento le dejó apesadumbrado.

* Sabzí. Piedra preciosa de un verde esmeraldino.

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¿Qué era eso que intuía su alma de niño en el mundo o fuera de él? ¿Qué era eso que lo había hecho llorar sin motivo aquella mañana de domingo gris, sentado junto al mástil de la escuela? - 89 -

Fue en el Día de la Patria. El jueves anterior se había hecho un acto grande, con la concurrencia de todas las familias, y Juan Cruz había zapateado el malambo. Jaime había tenido que bajarlo medio a la fuerza del escenario pues él –tres años– no comprendía aún que los hombres desarrollan sus hechos bajo la aceptación de convenciones como el tiempo, impulsadas por aquel instinto oscuro que existe en cualquier civilización de imponer límites a todo. Juan Cruz hubiera querido zapatear hasta cansarse: veía el regocijo de quienes lo miraban y aplaudían, sentía en su alma la corriente palpitante del afecto, de la emoción compartida, y se sentía potente, pleno de dicha en el ejercicio viril de la danza criolla; veía los ojos de su abuelo que no cesaba de ponderarlo y reírse a carcajadas; hubiera querido zapatear hasta cansarse, hasta que tuviera que pararse solo, exhausto, entregado y feliz. Pero se le había asignado un tiempo en el acto, y tuvo que dejarse bajar, aunque pataleando y gritando un rato. Pese a esto, fue una fiesta amable y linda. Al día siguiente, asueto. Después el sábado y domingo: aquel domingo extraño. El día gris. Suave, ni frío ni calor, con el aire como deslizándose en el cielo verde claro. La tierra extensa y las ondulaciones de los árboles perdiéndose en el horizonte. La soledad llena de ruidos tenues. Desde las hojas de los árboles susurrando o en expectación los millones de microscópicos habitantes. ¡Esa vida del campo santiagueño, en la que casi nada se ve pero tanto se intuye! ¡Ah, y esas ganas de llorar de aquella tarde!... Se sentó sobre la escalinata del mástil, y sus lágrimas empezaron a rodar blandamente, como el agua que surge de la - 90 -

tierra. Tío Jaime, que andaba por allí lo vio y se acercó a indagarlo: –¡Qué te pasa chango! – Nada, tío. – Pero, por qué lloras. – No se. – ¿Te han pegado? (aunque sabía que estaban solos, ellos dos). – No, tío. El hombre se sentó muy cerca, dejó la escopeta a un lado y le pasó despacio el brazo por sobre los hombros. El sintió la mano regordeta, caliente, apretándolo con serenidad a través de la tela de la camisa. Jaime tenía siempre las manos calientes. Juan Cruz se abandonó en el pecho de aquel hombre fuerte. Se estuvieron así, sin hablar, durante largo rato, percibiendo la existencia. Después Juan Cruz preguntó: –¿Cómo se llama esto que yo tengo, tío? –Melancolía.

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Jaime y el niño se hicieron grandes amigos. A diferencia de su padre, era singularmente extravertido. Uno de esos hombres prácticos, vitales, cuya atención permanece volcada absolutamente hacia lo exterior. Por lo cual solía cuidar su aspecto, era simpático, cordial, conversador, cualquier persona que lo visitase recibía de inmediato su completa atención. El padre de Juan Cruz, en cambio, rehuía casi todo contacto humano, salvo el estrictamente imprescindible. Jaime había comprado una bicicleta marrón con manubrio curvo que él usaba hacia arriba –a Juan Cruz le parecía una mamboretá metálica, con grandes astas–: en ella iban de aquí para allá bajo la mirada cavilosa de hombres y mujeres que sólo se trasladaban a caballo. Jaime tenía veinticinco años. Juan Cruz tenía tres. Rodrigo Castañeda los veía andar en bicicleta y se reía por dentro: hacían buena pareja su hijo y Burruvieju (Burrupichón). Rodrigo Castañeda sentía especial debilidad por Jaime. Por ser el más independiente y activo, cuando niño, había sido también el más castigado. El Viejo no estaba seguro de no haber sido excesivo en los castigos. Cuando podía le demostraba su cariño a Jaime. Claro que el modo de mostrar cariño del Viejo no era como el de cualquiera. Había que adivinarlo, por lo general, bajo señales que quienes lo conocían aprendían a desentrañar luego de años. “Para un consejo, Manuel, para un escrito, Julián y para un rato agradable y una conversación, Jaime”. Era el orden jerárquico de sus sentimientos. Cómo había sucedido esta vida que finalmente se hallaba en la flor de su madurez nuevamente con esta mujer y sus hijos, esta mujer que le aceptaba callada pero no le perdonaba y estos hijos y esta familia que se expandía o se achicaba según la vida pero - 93 -

que sobrevivía, como las hierbas del campo o nuestra pobre provincia tantas veces herida, estos tres hijos y una hija casada con un buen albañil de la ciudad, tres hijos churos, cada uno como un brote adulto del árbol vigoroso, cada uno derecho, brillante y con su propio talento… y ahora el muchacho, Burrovieju (Burropichón): su primer nieto. Machito el muchacho (sale al abuelo). Machito, vivaracho y zapateador, bien gauchito el muchacho. Lástima la madre (mujer jodida, amigo). Pero el muchacho salió bueno; tiene un empaque de la gran puta, ya desde chico nomás; linda estampa va a tener. Con Jaime anda bien… Buen maestro para el muchacho, mi hijo… En la bicicleta habían ido varias veces a Santiago. Jaime manejando, Juan Cruz en el caño. Los brazos de Jaime en el manubrio como astas, cubriendo al niño. Viajaban los paisajes hacia atrás, tan anchos, tan despacio y tan lindos, con tiempo de mirarlos a todos, manitas aferradas al brazo del tío Jaime… mirar, mirar… ¡qué infinidad de voces nuevas el mundo!... la tierra, marrón, verde y ocre, esos caranchos, picando los restos de osamenta –huecos salitrosos la carne como hilachas finas–, el zorro que te mira: el ojo brilla, los coys, pequeños, nerviosos, los coys, tan lindos los coys corriendo asustados a esconderse; los chelkos y las lagartijas, veloces como la punta de un látigo bajo el sol… y aquel día que se puso a llover… cómo puteaba Jaime arremangado hasta la rodilla chapoteando en el barro y con la bicicleta al hombro y por ratos Juan Cruz en el otro brazo; andaban un trecho y enseguida tenían que bajarse y caminar, Jaime con la bicicleta cargada de provisiones, en el barrial, atravesar, embarrándose todo y agachándose, los alambrados, Juan Cruz se cansó y quería dormir, la ropa empapada y Jaime - 94 -

cargándolo también a él, la bicicleta se bamboleaba en un brazo y Juan Cruz en el otro; aquel viaje fue épico, pero Jaime después de la experiencia cada vez que debían trasladarse a Santiago con cielo nublado, elegía el caballo. Jaime tenía un perro de policía gigantesco. Comía como un león. Buen compañero de caza y cuidador seguro. Iban con el perro y Juan Cruz a cazar quirquinchos. No hay como un perro “baquiano” para cazar quirquinchos. El quirquincho escapa y se mete en su cueva, pero ya está sentenciado. El perro cava, cava, saca toda la tierra y destapa la cueva. El quirquincho, que se ha metido todo lo que puede, siente que empieza a entrar al fresco de afuera y los ladridos del perro lo estremecen como chicotazos; trata de encogerse, de hacerse chiquito, temblando. El perro lo agarra de la cola y lo saca. ¡Qué espectáculo tremendo el del animalito, arañando el suelo pétreo, resbalando y aferrándose a la tierra por luchar contra esa fuerza irresistible, que lo arrastra hacia atrás y lo aleja de la única posibilidad irresistible, que lo arrastra hacia atrás y lo aleja de la única posibilidad de salvación. Juan Cruz mira con ojos dilatados desde una loma y sus manitas quedan suspendidas a mitad de camino hacia sus rodillas, pues la tensión del drama lo ha hecho agacharse, acompañando con su cuerpo la intensidad del momento. El hombre espera, alerta, con su garrote. Bastarán dos o tres golpes. ¡Qué bronca se agarró una vez Jaime con su sobrino y el perro! Estaban almorzando, el sobrino y el tío, solos. El perro, a prudente distancia, barajaba con las fauces los huesos que le tiraban. Jaime había carneado el pavo ese día, por ser domingo - 95 -

de Pascua. ¡El pavo, engordado con tanto esmero! Un excelente almuerzo. Toda la mañana se la había pasado preparando el pavo en el horno de barro. Ceremoniosamente había servido a su sobrino, sentado como un príncipe en su sillita alta. Masticaba en silencio, saboreando cada presa del manjar. A Jaime le gustaba la pierna, pero a su sobrino también le gustaba esa presa. De vez en cuando le tiraban un hueso al perro. Juan Cruz ya había dado cuenta de la primera pierna del pavo: quedaba esa sola. Jaime se la dio. Inexplicablemente, en uno de esos movimientos que son imposibles de impedir, Juan Cruz le tiró la pierna entera al perro: el animal la barajó en el aire y comenzó a engullirla con gruñidos de satisfacción… Jaime se quedó con el cuerpo a medio levantar de la silla, boquiabierto… Y después prorrumpió en reniegos: ¡cómo le iba a tirar la mejor presa!... En un costado de la habitación el perro se lamía los bigotes. Jaime lo retó a su sobrino durante media hora. Y como ya le había hecho innumerables travesuras –una de ellas, volcarle un tintero lleno sobre el Registro Diario, un prolijo libro de administración que llevaba– tomó aquella decisión terrible: echó para siempre al niño de su casa.

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La escuela en donde enseñaba Manuel era tan pobre, que ni siquiera tenía una puerta. El maestro tuvo que fabricar, uniendo pacientemente bolsas vacías de arpillera, unas especies de cortinas, que clavó por arriba en aberturas de puertas y ventanas. Todas las instalaciones con que contaba la “escuela” eran un salón largo, de cuatro metros por nueve, más una pieza de cuatro por cuatro, “para el maestro”. Las paredes eran de adobe, hecho con el sistema de colocar maderas yapadas una con otra, formado un molde y rellenarlo pronto con barro amasado y guano. El techo se había formado de ramas entrecruzadas, fraguadas luego con barro. Cuando Manuel llegó por primera vez, aquello estaba convertido en una tapera. Los yuyos habían crecido hasta la altura del techo, las habitaciones albergaban todo tipo de bichos y alimañas. Hacían tres años que la escuela no tenía maestro. A Manuel le dieron ese puesto apenas lo solicitó. Esa noche el maestro tuvo que dormir vestido, bajo de un árbol, en un catre de lona que le prestó el bolichero del lugar. Al otro día logró formar una cuadrilla de muchachos, que lo siguió a regañadientes; trabajaron hasta el atardecer. Cuando llegó el crepúsculo, habían convertido al rancho en un lugar medianamente habitable. Manuel era un hombre práctico. Sabía que los trámites burocráticos demoran años; decidió pues valerse de otros medios para poner en un nivel mínimamente humano a su escuela. Organizó equipos de vecinos, que en los fines de semana arreglaron los vetustos bancos y fabricaron otros nuevos. Fue una y otra vez a la ciudad; apeló a la buena - 97 -

voluntad de empresarios y comerciantes y consiguió guardapolvos, útiles y alpargatas para sus chicos. Maximiliano Bohórquez fue uno de los que aportó con donaciones al buen propósito. Vecino principal de la zona, había asombrado a la población en la década del 30 comprando un automóvil, artefacto desconocido e inquietante que dio mucho que hablar. Cuando Manuel lo visitó por primera vez, al ver los ojos de su hija Dorotea, en la suave penumbra de un salón blanqueado, intuyó que algo sucedería entre él y aquella muchacha. Con los alumnos más grandes, limpió una franja de tierra alrededor de la escuela. Cultivó flores extrañas y una huerta familiar que proveía de buenos almuerzos al maestro y a los niños. Consiguió cal y pronto el edificio quedó blanqueado por dentro y por fuera. Luego de tres años, la escuela tenía un aula más y los pobladores de la región consideraban que su maestro era un hombre inteligente y sabio. Muchas niñas envidiaban a Dorotea, que se había puesto de novia con él.

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Julián Castañeda miró al monte desde la galería. Al atardecer acuden los recuerdos… Hileras de algarrobos se empequeñecían hacia el horizonte. Una lenta penumbra desdibujaba las ramas. ¿Había algún orden para aquella escena?... Debía de haberlo. ¿por qué suscita una emoción en el alma cada forma?... Árboles colocados aquí y allá, como al azar; pero no hay azar, porque ellos hablan. Se trata pues de comprenderlos, abrir el alma a sus voces, y luego intentar traducir en términos humanos el código. El lenguaje de un poeta sabe sugerir emociones con cadencias de palabras, con figuras y con ritmos. Algunas veces, también con significados. Mas ¡cuántos se volvieron locos o se suicidaron, desesperados por la limitación de su lenguaje, que no les permitía llegar más allá de un punto muerto, inútil para nombrar lo trascendental! Porque como la gimnasia y las pesas desarrollan los músculos de los atletas, el ejercicio del arte acrecienta o despierta cada vez mayores contenidos del espíritu. Sólo que, mientras los músculos hallan su límite en la máxima extensión de la piel del individuo, los contenidos espirituales, una vez despiertos, no se pueden encerrar en ninguna de las formas convencionales. Entonces la palabra resulta pequeña, la sintaxis se vuelve enemiga… uno quisiera producir sonidos, colores, aullidos del alma, susurros. Y no sabe –nunca se sabe– cómo hacerlo. En el atardecer medita el poeta. Soy un pobre maestro de campo –se dice–, sólo en la soledad del monte. Sólo de soledad endémica. A los veintitrés años, en el año del Señor un mil novecientos cincuenta y dos, con dos hijos y una mujercita - 99 -

distante y cruel languideciendo dispersos por otros puntos no menos desolados de este campo infinito. Ella padece cada día, cada minuto de esta vida, y añora los tiempos del Colegio de Belén. ¿Qué hacer con una mujer que no me ama? “Un fracasado, dijo de vos el doctor Lugones”. ¿Eso soy? Pero, ¿quién otorga las denominaciones de este mundo? ¿Quién decide los parámetros del éxito? ¿Acaso ellos, esa pseudo oligarquía, patética en su lamentable esfuerzo por imitar las afectaciones de sus despectivos primos estancieros? Que se quede Lugones con su mundo. A mí no me interesa el Jockey Club. Al atardecer, inmóvil bajo al alero de adobe, el poeta mira al monte y recuerda. Piensa en su infancia, en la que a pesar de la pobreza él fue un privilegiado. ¿O fue porque supo mirar? No. A él lo habían tratado de otra manera. “Vos siempre has sido mimado”, le reprochaban sus hermanos. Un privilegio limitadísimo, es cierto, pues el único patrimonio de que disponía su madre para prodigarse era el amor. Después, pobreza y soledad. Pobreza santiagueña, que no es cualquier pobreza. La madre, esa madre cuyos abuelos habían sido defensores de la provincia contra Lamadrid, los criaba con sabia distinción, pero vestía harapos. “¡Diablos!”, ¡Diablos!”, les decían los otros chicos al escucharlos hablar en castellano. Cuando niño, destacábase en el paisaje agreste su figura pálida. Era, tal vez, como una magnolia entre las zarzas. Los mayores, sencillos, rudos campesinos, sentían respeto y un poco de temor por aquel niño que sabía cosas raras. Él era frágil y desvalido, mas alguna fuerza extraordinaria gravitaba en su - 100 -

interior, haciéndolo inexplicablemente atractivo. Sus hermanos –en especial Jaime– le gastaban bromas pesadas, pero también lo protegían de los ataques de los otros chicos. Recuerdos de la infancia se están recomponiendo en la mente del poeta con vibración de burbujas, con muchos colores, pálidos, y sonidos... el pueblo pequeño, las calles amarillas, cubiertas de polvo caliente bajo el sol… Nuestra Señora de Loreto, Virgen de la población… Los 10 de diciembre vivíamos horas intensas con mi hermano Jaime… éramos compañeros, aunque él, gordito y culón, andaba siempre adelante, pues yo era más chico y muy tímido… En una de esas fiestas, mamá nos vistió con trajecitos nuevos a los dos, esos trajecitos confeccionados por las modistas populares, un poco sueltos, pantalones largos, que más parecían pijamas y que se hacían de telas gruesas, pese al verano. Y caminando, orgullosos de nuestros trajes nuevos, nos metíamos entre la multitud, sintiéndonos importantes… Ya casi no se ven los algarrobos negros. El aire del monte ha ido refrescándose y cobra sonidos; hay fantasmas silenciosos que despiertan, pero transitan sin molestar al hombre. O aquella vez que mi padre fue a amenazar al director de la escuela Centenario para que me den la medalla de oro. Rodrigo Castañeda. Él era Rodrigo Castañeda y a su hijo nadie le iba a pasar por encima. Yo tenía derecho en realidad. Las tardes pasadas en la biblioteca Sarmiento, copiando y estudiando de libros que no podía comprar. A veces eran ediciones viejas: entonces tenía que correr a comparar los datos con los de algún compañero antes de presentarlos. Y con la historietista del Padre - 101 -

del aula en la cabeza; lloviera o tronara, no había faltado ni un solo día en los cinco años. Era el mejor alumno realmente. Debía ser el abanderado. Mis promedios eran insuperables. Por eso nos cayó como un mazazo entre los ojos la decisión del Comité Directivo de otorgar la bandera y la medalla de oro del Mejor Egresado a Froilán Espíndola, el hijo del diputado. Yo hubiese querido solucionar el pleito amigablemente, por medios legales pero mi padre fue a interpelar al Director. “Mire amigo – le dijo–, a mí no me van a venir con macanazos ni acomodos. Mejor que vaya sabiendo esto: nadie le va a quitar a mi hijo la medalla de oro”. Deliberadamente dejaba asomar bajo su saco el mango rutilante del facón. “Usted no me conoce a mí – siguió–, pero me va a conocer si no se arregla esta situación… ¡Usted me va a conocer bien, le garantizo!”. El director era hombre de ciudad, pero sí lo conocía al Viejo. Se asustó. ¿Habrá sido por eso que me dieron la medalla? Seguramente. Pero, además, la merecía. Gaspar Oviedo, el vicedirector, me ayudó. Él valoraba mi talento y me estimaba. Pero la intervención de mi papá fue decisiva. ¡El Viejo!... ¡Cómo quisiera comprender el sentido de la vida de este hombre, execrado por mí tantas veces, pero finalmente aceptado y amado, hombre raro y poderoso, mezcla turbulenta de valentía, simpatía arrogante y viril bondad. En verdad, yo he renunciado a hacerlo. Los andenes desiertos de la Estación Retiro lo vieron una noche bajar del Mixto con su traje brilloso a fuerza de plancha, su valija, el sombrero y la medalla de oro en el bolsillo. Dieciséis años. Era el poeta: iba a decir al mundo su canción nunca escuchada. Había llegado él a la ciudad para nombrar las cosas que los ojos comunes no veían. En la billetera tenía veinte - 102 -

pesos: todo lo que había conseguido reunir uniendo sus ahorros a los de sus hermanos. Fue a parar a una pensión sórdida. La primera noche no pudo dormir por los chinches. Tuvo que pasarla sentado, con un café y un sanguche de mortadela en el bar de la vuelta. El tabernero lo miraba, aplicando una mezcla de sorna y compasión. Sin duda se estaría alegrando de ser porteño y “bien comido”… No importaba. Ya llegarían los momentos… Ya llegaría el reconocimiento, los saludos y el respeto. La gente diría: “Ahí va Castañeda, el poeta…”. Y él sonreiría, con benevolencia, a los desconocidos. Sin embargo pasaron los días y no encontró el camino. El dinero se acabó y después de pasar un tiempo consiguió trabajo, de pinche, en el bufete de un abogado, santiagueño como él. No consiguió publicar. Cinco veces fue hasta La Nación y cuando se atrevió a entrar le dijeron que no publicaban trabajos de poetas inéditos. Torturado por la lucha entre la intuición de su propio talento y aquella oscura auto-negación interior empezó a desandar los días: fue el tiempo del desgaste. A partir de allí ningún trámite le salió bien. Enmudecía cuando debía hablar, sentía crisparse los músculos de la cara y todo el cuerpo frente a los monstruos que conseguía entrevistar, se inmovilizaban sus miembros, se embotaba su cerebro y cada intento terminaba con una dolorosa sensación de fracaso que lo llevaba a esconder sus originales como un pecado vergonzante, más despiadado aún por antojársele ahora irrisorio, convirtiendo de tal modo a su pergeñador en una figura nimia, sollozante, que profería sonidos torpes ante la burla del auditorio selecto… Entre el público veía entonces a Neruda, a Rabindranath Tagore… ¡Aquel público, el único que podía gustar de su poesía! … ¡Bigotes, cuellos - 103 -

blancos, monóculos, todos riéndose de él!... Los objetos se volvían entonces enemigos y la tierra se movía: nada le era amable ya en aquel entorno abigarrado; andaba trémulo por la ciudad extranjera, agriada su alma por secretos temores. “Mañana tengo que ir a ver a mis hijos”, pensó Julián Castañeda en el atardecer. Chistó una lechuza. “Voy a encender el farol”. Una luz vacilante se expandió develando las rugosidades de la pared de barro. Comenzó una lenta danza de suaves sombras que se encimaban. En el techo hubo un movimiento de insectos. El techo: una negra cabellera enredada, abundante en hilachas amarillentas. En cierto modo, él había sido un niño mimado, aun dentro de la pobreza. A los dieciséis años, seguía siendo un niño. Un niño campesino, lleno de sueños huguianos, solo en Buenos Aires. Se sentía exiliado en aquella ciudad en la que no podía conversar con nadie. Se vivía allí una dinámica incomprensible: no había lugar para un poeta. En las noches salía a caminar por las calles silenciosas, conseguía acostumbrarse a compartir su cama con las chinches. De tanto frecuentar el barcito de la esquina se hizo amigo del dependiente, otro provinciano, otro paria como él. Algo extraordinario sucedió en aquellos días. Habían detenido y alojado de sus cargos públicos a un coronel que en los últimos tiempos venía haciendo mucho bien al pueblo, según se decía. El poeta nunca había visto nada parecido a lo que sucedió entonces. Desde el día anterior venía sintiendo que algo inmenso se revolvía en el ambiente. El aire parecía electrificado; - 104 -

pasaba el mensaje de una mirada a otra: la gran serpiente se revolvía en algún lugar oscuro. El poeta se desveló en su cama de pensión, esta vez no sólo por las chinches. Una cosa extraña sucedía, la tensión era insoportable. Y de repente la ciudad mudó de piel: de pronto la blanca ciudad estirada y europea dejó de ser una mestiza de ojos claros con la mirada fija en Albión y las ancas hacia su tierra y se convirtió un monstruo, caótico, desatado, de voces roncas y alientos mezclados; la calle se llenó de rostros oscuros, miradas brillantes y pies callosos… ¿de dónde habían salido tantos provincianos? Una multitud gigantesca ocupó literalmente la ciudad y se coreaba el nombre del coronel y su señora esposa que decían abanderada de los humildes: el poeta nunca había visto algo parecido. Él, que se sobresaltaba cada vez que un porteño le dirigía la palabra se sintió redivivo y de pronto comprendió cuál era su raza. Atraído irresistiblemente por la multitud se metió en sus filas y entre aquellos sudores rancios, aquellas manos, coreó titubeando algunos cánticos que se entonaban y se entregó al ritual profundo y misterioso de su pueblo. La iniciación; sintió como que unas membranas se caían de los ojos de su alma y por un indefinible fenómeno, en medio de la muchedumbre tuvo la certeza de que un hecho milenario se repetía en aquella marcha y esos cánticos; algo, guardado durante siglos en el espíritu de la raza. Y se sintió hombre, se sintió argentino, supo en un instante abismal quién era. Los velos de la ilusión se habían corrido: por entre el espejismo de rascacielos y ondas electromagnéticas aparecía ominoso el rostro de la Patria; esta América, española e indígena, América mágica, América marrón, repleta de un caudal aplastado, contenido durante mucho tiempo, que ahora desbordaba los vallados del corral en que se había intentado - 105 -

esconderla para siempre: la marcha había sido larga y los pies ardían. Muchos se sacaban los zapatos y se lavaban los pies escaldados en la fuente. Aquella noche decidió volver a Santiago. Veinte semanas había durado la aventura. En la Universidad de Tucumán, luego, se puso a estudiar filosofía. Por tres años se dejó modelar bajo uno y otro viento. Fatigó a Homero y Aristóteles, devoró los tomos de Ortega y Gasset y se apasionó con Vargas Vila. Admiró a Lugones e imitó a Darío. Discutió en las asambleas y se enfrentó con los radichetas, no sin dar y recibir algunos golpes. Se emborrachó por única vez y visitó prostíbulos. Por aquellos tiempos no los había en el Norte más provistos y variados que los de Tucumán. Daba los toques finales a su primer libro de poesías cuando conoció a Eleonora.

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A mí me dieron el uniforme de la Patria en un día soleado de Mayo. Destellaba el rocío en los altos álamos, mi madre me miraba con sus ojos aguamarina y lagrimeaba. A su lado, Susana hacía jugar sus dedos sobre los flecos de la mantilla. Mi padre, rígido como un bronce, gozaba el momento, yo lo percibía. Sentí que mi corazón se llenaba de un color suave, y - 106 -

cuando grité mi juramento pensé que había llegado el instante más hermoso de mi vida. La Patria. Toda mi vida militar fue el desarrollo de aquel momento, de aquellos sentimientos. Cuando murió mi padre en batalla contra Lamadrid no lo lloré, sino juré vengarlo. Pero los tiempos cambiaron y el general Ibarra se nos fue también. Entonces cayeron estos buitres vestidos de uniforme sobre nuestra Nación, desbaratando lo que nuestros próceres construyeron, en pocos años. Yo soporté hasta la náusea, soporté casi todo: traiciones, asesinatos, degradación del honor de nuestras armas. Hasta que dije basta. Y no me importó que pocos me siguieran, no me importa que ahora me hay quedado solo. Algo que llevo en el alma indica que mi lucha seguirá y es justa. Por este uniforme que llevo y me dieron mis mayores me enfrenté a Taboada y me enfrentaré con Mitre, aunque me destruyan. La sangre de los Castañeda, ya regó este suelo: no me asusta que la mía se les una. Renacerá en mis hijos o en mis nietos que tomarán la antorcha. Y si Dios no me concediera la gracia de tenerlos, será levantada algún día por este pueblo.

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23 Se decía que no habría más futuro para los pobres. Se decía que vendrían tiempos de sufrimientos para los argentinos. Se decía que nos amenazaban de todas partes, y quién sabe si se podría salvar al país de algún modo. Todo esto se decía entre el pueblo cuando murió Eva Perón. Juan Cruz se internaba en el monte buscando chilalos y aprendía a andar a caballo con su tío Jaime, en Campo Verde. Los grandes hablaban de política, pero él no atendía. Solía venir su abuelo con saco negro, breeches y pañuelo al cuello. ¡Qué estampa la del abuelo! Llevaba botas brillosas, el sombrero aludo echado sobre los ojos, el facón mango de plata asomando por el costado, jinete en su nervioso flete blanco con pintas doradas. Una tarde se presentó un hombre grande, de uniforme, que venía a buscar al abuelo. Se abrazaron y estuvieron sentados casi toda la tarde en el patio de tierra, comiendo chipacos y tomando mate. “Es el general Zucal”, comentó el viejo a los peones que se habían reunido. “¡Parece que cada vez se están poniendo más jodidos los milicos de la contra!” A Juan Cruz le sorprendió más que nada la limusina polvorienta y se quedó mirándola cuando se perdió en la lejanía anaranjada.

Pero después del episodio de la presa de pavo, el tío Jaime lo echó del campo a Juan Cruz.

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–Andate con tu madre– le dijo. –¡Ya me tienes podrido con tus cagadas! Le ensilló un burro, puso todas las cosas del muchachito en las alforjas, agregó algunos alimentos y regalos para la madre y luego de ordenarle montar lo despidió. Calladamente, el niño emprendió el camino hacia la escuelita de su madre. Jaime se quedó solo. Dulcirio, un criado que no era mudo pero al cual nadie podía conocer la voz salvo que le preguntaran algo concreto, lo precedía. El niño parloteaba sin cesar: todo –flores de cactus, loros, algún monito asomándose cada tanto, ¡miles de tipos de lagartijas!– le llamaba la atención. Dulcirio no pronunció ni una palabra, hasta que llegaron. Era una tarde de domingo. Los días pasaron distintos a partir de allí. Todos comenzaron a extrañar al diablito. Los changos preguntaban por él cada día, y el maestro cambiaba el tema de mal humor. Y los fines de semana, cuando se quedaba solo… qué pena honda le daba el no escuchar sus preguntas o no poder mirarlo, merodeando con su figura pequeña, su bombachita de gaucho y sus botas acordeonadas por el patio… El viejo había querido ir a buscarlo, pero Jaime lo había disuadido: “Al fin y al cabo, tiene padre y madre… ¡por qué tenemos que criarlo nosotros!” Pero no había caso. Eran argumentos y los argumentos no ahuyentan las sensaciones del corazón. Rodrigo Castañeda se había trasladado ya por esos tiempos a la ciudad. Así, Jaime debía permanecer largos períodos sin otra compañía que los lejanos vecinos que venían de vez en cuando a visitarlo y los trabajadores del campo. Y ciertamente, padecía, - 109 -

pues no había sido hecho para la soledad. Jaime era uno de esos hombres gregarios, que debía tener siempre gente de su afecto alrededor, necesitaba biológicamente una compañía para las comidas y al menos un oyente para sus historias y sus chanzas. De otro modo, la vida pasaba exacerbantemente morosa para él. Una tarde cavilaba chupando un mate frío en el patio de la escuela, cuando lo vio venir. El corazón comenzó a saltarle en el pecho. Sí, era él. En el mismo burro que lo había llevado, regresaba. Solo. Cuando se paró frente al palenque, indeciso, con voz que trató de sonar autoritaria le preguntó: –¡Y qué te ha pasado! –Me hei vuelto– dijo el niño. – Allá no me gusta. ¡Es muy fiero!... Se hizo un silencio. Luego Jaime se acercó al pequeño jinete, para ayudarle con las alforjas y disimulando las lágrimas le dijo con voz ronca. ¡Bajate, pedazo de bolas largas!...

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25

Había un personaje en Campo Verde cuyo nombre regresa a mi memoria con resonancias gratas. Se llamaba Salustiano Andrade. Quién sabe por qué causa permanecen en los recuerdos detalles o nombres que en la valoración convencional resultan con frecuencia de peso mínimo. Tal era el caso de este Salustiano Andrade, de quien no podría narrar ninguna historia. Apenas recuerdo que era un pequeño hacendado de la zona, amigo de mi tío Jaime, y que solía visitarnos de vez en cuando. Llegaba, como se acostumbra, cargado de regalos (en su mayoría exquisitas comidas cuyas recetas se habían transmitido de generación en generación las mujeres de su casa) que hacía descargar uno por uno con sus muchachos del sulky. En aquellos atardeceres de colores esfumados lo recuerdo, bajando del caballo: apenas guardo en mi memoria la imagen borrosa de un hombre corpulento, bombacha y botas, fino bigote, camisa blanca, sombrero aludo y el talero colgando de su muñeca izquierda siempre con la viril sonrisa en sus labios. Mi tío Jaime algunas veces lo nombraba en sus conversaciones con mi padre, mucho después: “¿Te acuerdas aquella vez que Salustiano Andrade volviendo de Quebrachos…?” Y yo no prestaba más atención a los significados racionales. Ese nombre me sumía en el acto, por resonancia, en un desfilar de figuras del campo y los años, arboledas interminables, montes de quimil, soledales de tierra amarilla, blanca y ondulada, campos patéticos desnudos bajo el sol, pájaros veloces alborotando el silencio, el sudor, - 111 -

dibujando lentas trayectorias desde el pelo mojado, bajo el sombrero, sobre la frente, hasta humedecer los labios con esa sal terrosa de los viajes, el tranco cansado del caballo, un sonido cauteloso en la magnitud del silencio caliente, el poco ánimo del mirar, alguna lagartija que pasa como una centella oscura… Hay un momento en esos largos viajes en que la monotonía del paisaje comienza a imbricarse con pausa en los pensamientos, y le parece a uno que nada tiene una existencia diferenciada; la tierra, las lomadas, los árboles pétreos, el fulgor del sol y nosotros mismos, todo es un conjunto, facetas de la misma realidad, desplegada maravillosamente y concentrada. Los latidos del corazón se sienten, entonces, como palpitando en el centro de la tierra. Y uno se olvida de creer que se está separado. Salustiano Andrade. Solíamos partir con mi abuela por la madrugada. Alico ensillaba el caballo bien temprano con una silleta especial para mujer, que poseía una prolongación para mí (Alico era un entenado de mi abuelo, gran experto en cavar pozos, ensillar caballos, extender alambradas o cazar vizcachas con mi tío Jaime. En los ratos libres fabricaba rebenques, lazos y boleadoras trenzadas). Mi abuela se vestía muy bien para ir a la ciudad. Además del vestido nuevo se ponía el chaleco marrón y un pañuelo de colores suaves en la cabeza. A mí me calzaban esa bombacha a cuadritos, las botas acordeonadas que me hacían doler los pies y la camisa blanca. Me montaban en mi lugar, mi abuela se ubicaba en su silleta y se cubría las piernas con la manta rica en dibujos brillantes. Tomaba las riendas de tal modo que yo quedaba entre sus brazos, y salíamos, en medio de los - 112 -

burbujeos violáceos del amanecer, hacia Santiago. En las alforjas llevábamos arrope, tunas, mistol, pan casero y miel de caña para mi abuelo que ya vivía en la ciudad. El camino era lento por la carga y el calor. No hablábamos y todo sucedía dentro de nosotros, en esas horas por los caminos, bordeando el monte flaco para buscar sombritas que nos protegieran del duro sol. Nunca en esos viajes sentí aburrimiento. Por el contrario, los anhelaba y cuando los emprendíamos, ya entre los brazos de mi abuela me entregaba a la deleitación del camino con una especie de somnolencia tranquila: cada cardón solidario que aparecía suscitaba mi contento; lo miraba, discernía sus espinas desde lejos y percibía su acercarse a nosotros como una erupción silenciosa en el paraje de mi pensamiento, hasta que estaba ya ante nosotros, majestuoso y oscuro, con sus espinas blancas y amarillas y la flor, cárdena, gimiendo dulcemente contra el fondo verde intenso de vegetal. Ya pasaba. Se iba, al lado de nosotros, pero yo no me daba vuelta a mirarlo, lo dejaba pasar. Recostado en el pecho de mi abuela intuía en calma la unicidad del tiempo y al suceso y la inutilidad de algún esfuerzo por perpetuarlo, con la mente ya sumida en la deliciosa expectación del instante que seguía. A eso de la una llegábamos al boliche de Ayaya, la única posta del camino, a dos leguas ya de Santiago. Lo recuerdo a Ayaya preferentemente como protagonista de una metáfora pergeñada por mi papá. Cuando deseaba significar que algo tenía un color indiscernible y ubicuo, decía: “verde, como pollo de Ayaya”. Según mi papá el turco solía matizar la conversación - 113 -

con certeros envíos, hacia el rincón de la sala, de escupidas densas que quedaban temblando sobre el piso como líquidas esmeraldas irisadas, con reflejos rojizos o azulados según fuera la iluminación del lugar y la hora. El boliche solía estar concurrido permanentemente por criollos que andaban de paso o iban allí a tomar una ginebra y charla. Había en los palenques caballos, sulkis y carros de carboneros con sus oscuras cargas piramidales. Lindo boliche el de Ayaya. Blanco, espacioso, la fachada amarillenta y descascarada por el sol, su arquitectura cuadrada estimulaba en el viajero la impresión de que esa construcción debía estar allí, igual que el cardón de los caminos. Entrábamos saludando a todos y nos sentábamos frente al mostrador nomás, pues no debíamos detenernos demasiado. El turco, un rostro pétreo, hondas arrugas, bigotes negrísimos, se acercaba: “¡Cómo ba a usté, señora Castañeda”. Qué quería yo. Yo quería bilseco, y una empanada árabe. Traía la botellita marrón transpirando y en un platito con florecillas pintadas la empanada triangular. Yo me ponía a masticar con unción, saboreando despaciosamente la comida, la bebida y el momento. En las paredes, entre los estantes, colgaba anuncios de “Tomba”, “Tarapaya”, “Agarol” y algunos de los almanaques de Molina Campos. La concurrencia, en su mayoría hombres, conversaban despacio alrededor nuestro, sentados ante mesas plegables, entre las que se diseminaban aperos, alforjas, paquetes; a veces algún estuche de guitarra o violín y escopetas. Algunos jugaban al truco en los rincones. Ayaya era muy respetado entre sus clientes, así que por lo general allí no se armaban bochinches. En la hora en que comienzan a desdibujarse los contornos de los objetos y a uno le viene ese callado pavor de que el mundo - 114 -

sea una alucinación a punto de desintegrarse, llegábamos a Santiago. Las luces, temblorosas como mujeres flacas, pugnaban por servir de referencia en ese ámbito de elementos que se iban. A esa hora llegábamos a Santiago, para encontrarnos con mi abuelo. El Viejo nos observaba llegando, por la ventana de su casa y salía a recibirnos. Conversando en quichua con mi abuela bajaban las alforjas con la comida. En aquel tiempo fue que se casó mi tío Manuel. Él estaba enseñando en la escuela de Mistol Pozo, un lugar bastante pobre. Se enorgullecía de haber peleado por aquella escuelita un tercio de su vida. “Cuando yo llegué” –decía–, esto era una tapera. Los bancos se caían a pedazos y las vinchucas hacían desfiles por las paredes”. Manuel consiguió los bancos, mendigando aquí y allá, y de cada viaje a Santiago volvía con “alguito” para su escuela; hasta que la tuvo levantada, con techos firmes, paredes blanqueadas y una flamante maestrita designada bajo su dirección: Dorotea Bohórquez. Con esa maestrita, descendiente de una antiquísima familia de la zona, Manuel se iba a casar ahora. Frecuentemente se asocia la ausencia de tecnología moderna con el concepto de fealdad. En algunas percepciones más sofisticadas, se determina lo “feo” de un paisaje en relación a las imágenes idealizadas por una cultura detentora del poder. Así, los Alpes o los bosques de Umbría resultan paradigmáticos, por obra de una educación que traduce las pautas de los dominadores. Y los otros paisajes, las otras regiones, que en nada se parecen a aquel “ideal”, quedan relegadas a pobrecitos páramos, mirados con desprecio por los estetas de la - 115 -

dependencia. No voy a pretender que la tierra en que nacimos no sea la tierra tremenda que le quitó más tarde a Manuel su primer hijo, entre los sequedales; o la que agobió los delirios del Conquistador agonizante bajo las flechas del Jurí. ¿Pero, qué territorio no ha sido alguna vez escenario de la tragedia, por el absurdo instinto dominador del hombre y su vocación de verdugo?... El ojo del artista, por encima de todo, ama lo que escoge como material de su obra. Y nuestros ojos aman esta tierra, dura y amarilla, con la serena pasión de los de nuestros padres y nuestros abuelos. La noche en que salimos hacia Salavina sería para mí la primera vez que subiría a un tren. A las once, llegamos en coche de plaza a la estación. Era un edificio precioso de líneas inglesas, sencillo y elegante, que se levantaba a dos metros sobre el nivel del suelo, iluminado por pesados faroles en forma de campana con una luz apenas suficiente como para que el lugar no perdiera su discreción inmanente –años después me enteraría de que todos los edificios del Ferrocarril Belgrano habían sido construidos siguiendo una planificación uniforme, pero en aquel entonces no había visto jamás una estación de éstas, por lo que aquella impresión para mí fue imborrable. Subimos las escaleras de la estación con lentitud, llevando los equipajes a una sala en donde un hombre de negro, con gorra, los pesó, puso unas tarjetas atadas con cuerdas en las manijas de las maletas y los bolsos, y recibió dinero de manos de mi abuelo luego de que un muchacho colocara nuestras cosas junto a otras valijas y bultos que ya estaban allí. Después fuimos a sentarnos en uno de los bancos que había en el pasillo silencioso. Todo - 116 -

estaba limpio y reluciente. Desperdigados por la larguísima galería, andaban otros pasajeros, en grupos pequeños algunos, otros solitarios. Una señora sola en un banco daba de mamar a su chiquita, sin soltar la manija trenzada en soga de su bolsa. Me puse a caminar, curioso, a lo largo del pasillo; “no vayas a bajar a la vía”, me gritó mi tío Jaime. Asentí con la cabeza y continué caminando, despacio, mirando todo con atención. Me paré un largo rato frente a la señora que daba de mamar a su niñito, y ella me sonrió. Después seguí, observando uno por uno a los pasajeros –en su mayoría seres inmóviles, como si pertenecieran a un mundo de cera, bajo la luz fantasmal. Los hombres usaban casi todos sombrero de alas cortas y caídas, chalecos negros mangas largas, pañuelo blanco al cuello, bombacha a cuadros pequeños, marrones o negros y alpargatas, algunos lucían rastra con monedas de plata. Se veía en las cinturas, apenas insinuado bajo la sombra del chaleco, un destello que la luz arrancaba a las virolas del facón ante un cambio de posición del hombre. Hacia el final de la galería me detuve. Se abrió ante mí el espectáculo de las vías relucientes, azuladas, que se perdían en una distancia esfumada y misteriosa, repleta de promesas para mi imaginación. Aquí y allá, vagones sueltos como inmensos animales, descansando sobre las vías que se entrecruzaban con la principal. Distinguí una extraordinaria estructura, parecida a una jirafa gigante, de líneas largas y delgadas que se cruzaban, formando una fantástica torre, mordida por la luz, que le arrancaba un pedazo de su cuerpo y determinaba que se perdieran en el vacío flotante sus otras líneas, con una cabeza de acero en la cima y una extensa aleta, con franjas… al parecer rojas… y amarillas… con su propio ojo de luz y un farol, aunque menos hiriente que aquel deslumbrante ojo de luz de la - 117 -

distancia. Estaba allí aun cuando apareció el foco del tren a lo lejos. Mi tío Jaime me levantó de los sobacos y me llevó pataleando y riendo por las cosquillas que me hacía hasta el lugar en donde estaban mis abuelos. Hubiera querido narrar con precisión los detalles de ese viaje que comenzó para mí con tantas sugestiones y hallazgos. La ventanilla del tren, los asientos de madera, las ruedas de hierro, con esos mecanismos tan complejos... Pero a poco de salir de la estación de Santiago me dormí. Mi asombro fue vencido por la falta de costumbre para trasnochar. Cuando me desperté, habíamos llegado. Bajamos del tren en una estación pintoresca, pequeñita, repleta de gente. Chilca Juliana. Allí estaba esperándonos Manuel, con algunos de sus muchachos de la escuela; cargaron nuestro equipaje en dos sulkis y nos escoltaron, a caballo, hasta Mistol Pozo. Ya no recuerdo si nos hospedamos allí, en la escuelita, o si seguimos camino hasta Malota, donde se levantaba la casa de don Maximiliano Bohórquez. Es más probable esto último. Don Maximiliano Bohórquez, futuro suegro de mi tío era un hombre imponente. No me acuerdo de haberlo visto de pie alguna vez, quizá porque en mi memoria infantil quedó asociado para siempre con esa imagen patriarcal de aquella. La primera vez que lo contemplé, don Maximiliano estaba sentado en un austero sillón de algarrobo bruñido y asiento de esterilla, colocado en medio del gran comedor con piso de tierra negra petrificada, con sus varios hijos y su esposa parados en abanico cerca de él, a sus espaldas. Ha de haberse levantado para saludar a mis abuelos y a mi tío Jaime. Después - 118 -

se sentaron los hombres y sus esposas, formando rueda, mientras los hijos más jóvenes y los criados trajinaban silenciosamente con los platos y las bebidas. Don Maximiliano estaba enteramente de blanco, lo recuerdo. Mi abuelo que sabía reconocer con rapidez a un “hombre macho”, lo trataba con respeto, aun (pues mi abuelo, lamentablemente, no era de respetar por mucho tiempo a la gente). Parado junto a la silla de mi abuela, yo percibía en el ambiente la fruición con que esos hombres conversaban. La atmósfera se había hecho diáfana a su alrededor. La escena se desenvolvía lenta, con serenidad. La bombacha de don Maximiliano –en realidad de beige tan claro que daba de lejos la impresión del blanco, al igual que la camisa, cubría unas piernas como pilares extendiéndose en armónicos pliegues hasta derramarse sobre unas botas de fino cuero de cabritilla lustrada, de color ocre rojizo. El saco al tono era de un corte antiguo pero de tela nueva –seguramente lo estrenaba para la ocasión–, difuminándose, pues su color era apenas de un tono más intenso que ella. Don Maximiliano era un hombre de rostro pétreo como tallado en facetas sobre quebracho, los rasgos, marcados y duros, una boca ancha y recta bajo el bigote blanco; como la nariz corva dejaba un ancho lugar por encima de la boca, este bigote aparecía muy grande y severo; la frente espaciosa se deslizaba hacia atrás convirtiéndose enseguida en redonda calva. En ese rostro marrón oscuro, se destacaban en contraste sus pilosidades, patillas, bigote, cejas espesas como penachos blancos, subrayando la intensidad brillante de unos ojos negrísimos, de mirar fijo. Llevaba el blanco cabello cortado casi al rape.

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En esos momentos mi mayor preocupación era que alguien me quitara las botas. Me las habían comprado especialmente para la gran ocasión, pero me apretaban. Poco usadas, resultaban demasiado duras para mi escasa paciencia y mis pies habituados a usar zapatillas o alpargatas. A mi tío Jaime le agradaba lucirse en las reuniones haciéndome zapatear, y esto era imposible, claro, sin las botas. Una vez, me habían preparado para un acto que se iba a hacer en otra escuela. Mi abuela me llevaba. Iba enteramente vestido de gaucho, con botas nuevas. Era una mañana de invierno, muy temprano. Viajábamos en sulki, manejado por Dulcirio, un criado de mi abuelo. Hacía un frío espantoso, pese a que me llevaban tapado con dos chalinas de llama, tiritaba, me dolían los pies. Yo le eché la culpa del dolor de pies a las botas y empecé a llorar, pidiendo a gritos que me las sacaran. Mi abuela intentó convencerme de mil maneras de que no eran las botas sino el frío lo que causaba mi dolor. Yo me enardecí, y empecé a gritarles: “Abuela Jita, sos una gran puta… ¡te voy a hacer culiar con Dulcirio!...” De niño era impaciente y con un carácter demasiado fuerte. Mi tío Jaime recuerda que en mis primeros años, cuando estaba aprendiendo a hablar, me agarraban ataques de ira cuando no podía pronunciar una palabra o expresar un concepto. Lloraba: “No puedo decir… ¡la puta que lo parió!... ¡no puedo decir!...”, rezongaba furioso, frustrado por no hallar una manera de comunicar racionalmente lo que sentía o imaginaba en mi interior. Volviendo al tema de la fiesta de casamiento de mi tío Manuel, finalmente se tuvieron que resignar a sacarme las botas y ponerme zapatillas, para que no hiciera un escándalo. - 120 -

Recuerdo de Salavina, más que la fiesta, mis andanzas por el monte a la hora de la siesta, correteando, descubriendo especies nuevas de pajaritos y tratando de pillar coys con los chicos de los Bohórquez. Nos quedamos unos días allí. Uno de los nietos de don Maximiliano, de mi edad, me llevó a conocer los misterios del lugar. Las casas de aquella población eran bajas, apenas de unos tres metros tal vez, pero de habitaciones inmensas y paredes muy anchas revocadas de adobe blanqueado con cal. Parecía haber un entendimiento entre la geografía y los hombres, que los había llevado a edificar con un espíritu de integración compositiva, comprendiendo que todo lo que allí se hiciera debía estar en afinada armonía con los elementos de la naturaleza agreste y el clima. Así, las cosas se habían hecho como en susurros: todo en aquella tierra inspiraba respeto, un miedo supersticioso que llevaba a pisar con cuidado cada palmo, como cuando se camina por un camposanto, en donde cualquier segmento de la atmósfera o el suelo puede estar habituado por un fantasma oculto. Las casas estaban entonces recostadas suavemente sobre el terreno y parecía que verlas allí era tan natural como ver talas o quebrachos. Caminábamos por allí pues, con Panchín, hablando poco, pues a esa edad no nos es muy necesario el hablar, jugando carreras y cruzando los alambrados a los saltos, interrumpiendo los juegos sólo de cuando en cuando, para que Panchín me explicara los hábitos de algún animalito que encontrábamos en el monte o me enseñara el nombre quichua de alguna flor o una planta. De esa edad tan temprana y de ese pueblo han de ser algunos de los recuerdos que tengo de paredes amarillentas por el sol, taperas extrañamente artísticas, como si algún fantasma - 121 -

compositor se hubiera ocupado de preparar meticulosamente casa pulgada de mampostería derrumbada, cada milímetro de revoque caído, formando un cuadro perfecto y muldimensional, en consonancia con las ruedas de carros que yacían por allí abandonadas, con inesperados alambres en red sobre postes flacos, objetos de madera y de hierro, dispersos por aquí y por allá en desorden genial sobre el campo, un continuo cuadro objetivo, con el ocre como color local. Durante la noche del casamiento despertó mi interés la estatuilla de yeso que representaba a los novios, encima de la torta, y me encapriché en llevármela. Toda la noche me obstiné en conseguir que me la regalaran. Casi genero un conflicto entre los novios, pues mi tío estaba por decirme que me la lleve y mi futura tía no quiso saber nada. Finalmente, consiguieron engañarme con la promesa de que me la darían al día siguiente. Cansado, me fui a dormir. La ceremonia había sido aburrida para mí; y luego había corrido y jugado con los otros chicos por los muchos patios de la casa solariega de don Bohórquez. Sobre eso, me hicieron zapatear el malambo, largo rato. Me acosté con la ilusión de que mis tíos habían reservado para mí la codiciada estatuilla de yeso, y al día siguiente la tendría entre mis manos. Por cierto me llevé una gran decepción después. Me dijeron que el objeto en cuestión se había roto, al caer desde al aparador donde la habían guardado sobre el piso de ladrillo cerámico. Pero más grande fue mi descontento al descubrir, dos o tres años después, a la estatuilla, en una caja de cristal que mis tíos conservaban en la vitrina de un mueble del salón de estar de su casa en la ciudad. - 122 -

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Salimos del Puente Carretero y una nube tapó el sol. En ese momento no sé por qué comencé a acordarme de Víctor Ledesma, que me había enseñado a tocar los primeros temas en guitarra. Víctor era campesino y yo me llevaba bien con los campesinos. A mí me pusieron a los cuatro años a estudiar piano: tanto quilombo hizo mi mamá para que me aceptaran y al final dejé sin terminar. Bueno, en realidad aguanté siete años (¡¡siete años!!) y dejé sólo después que ella se fue. De algo sirvió al final, pues cuando a Fernando le compraron la guitarra yo ya tenía oído y aprendí antes que él. Víctor Ledesma me enseñó a puntear “Nunca en domingo” y la “Chacarera del violín”, con púa. Después comencé a ir a los ensayos de los conjuntos: algunos me dejaban oír, otros me echaban. Los Twister’s ensayaban en LV 11. Una vez fui al ensayo de Los Brujos del Ritmo, con Dany Land, y me llevé un gran dolor. Yo estaba calladito escuchando, cuando en un intermedio Carlos Ruiz se fijó en mí y preguntó: “¿Quién es este pendejo?”. Yo le dije que lo admiraba y quería - 123 -

aprender guitarra con él. Él me dijo vení, mirándome socarronamente y cuando me acerqué tocó una escala alucinante en la guitarra eléctrica. Después me la pasó, ordenándome: “Hacé lo mismo”. Yo nunca había tenido una guitarra eléctrica en mis manos. Temblaba. De vergüenza y rencor. Los otros me miraban con burla. No pude tocar nada. Me sentí molesto y defraudado. Eran músicos famosos los que ahí ensayaban. Dumbo Bustamante. Iaio Cartier. Dany Land. El gallego Serrano, como todos, se reía de mí. El gallego era baterista. Carlos Ruiz sin reírse, me quitó la guitarra y me dijo: “Mirá pendejo, no vuelvas por aquí antes de que aprendas a hacer eso mismo que hice yo. Y más rápido, si es posible”. Me dolió mucho, porque mi primera aparición ante esas personas a quienes admiraba había resultado ridícula. ¡Qué boludo me sentía! Por aquel tiempo los dos conjuntos más importantes de Santiago eran rivales a muerte. Los dos hacían la misma música: de los Teen Tops y de Billy Cafaro, por ejemplo. Lastimado por el desprecio de Los Brujos del Ritmo, decidí ir a pedir ayuda a Los Twister’s. Esa misma tarde fui, caminando una diez cuadras, a la casa de Lalo Guzmán. Su madre me permitió pasar y lo encontré en la cama –recuerdo–, enfermo con gripe. Después de presentarme le conté, exagerando un poco, lo que me había pasado con Carlos Ruiz. “Yo te voy a enseñar a tocar”, me dijo Lalo tras escuchar mi relato con paciencia. “No te desalientes, yo te voy a enseñar”. Y al fin aquella tarde yo me fui contento a casa. Efectivamente Lalo Guzmán me enseñaría. Y como si fuera poco que uno de los más grandes músicos de entonces me hubiese tomado como pupilo… nunca me cobró. - 124 -

Solía ir a la casa de Lalo una vez por semana y también a algunos ensayos de Los Twister’s, con Miky Lavarca. Comencé a vivir una etapa dichosa, pues los muchachos me trataban con cariño y a veces me llevaban con ellos a los bailes. A mí me parecía increíble y no perdía oportunidad de mostrar que Los Twister’s eran mis amigos. Bailes de gente pobre y linda, mujeres morenas y hermosas, amigos nobles. Mucha pelea, a veces. Yo era un niño de apenas doce años. Me costaba muchísimo obtener autorización de mi padre, quien me permitía concurrir únicamente a los bailes que se efectuaban los domingos a la siesta. Y no a todos. Cuando regresaba, solía olfatear mi aliento, para comprobar si había tomado alcohol. Yo no lo hacía, por temor a emborracharme y perder el control de mis pensamientos –cosa que muy pronto, por desgracia, me sucedería. Corría el invierno de 1962. Lalo me decía: “Vení changuito, acompañame a la radio” y yo subía con él a la moto. A veces íbamos a tocar la guitarra a su casa y también venía Ricky Land. Ese fue el tiempo en que Dany Land triunfó. Lalo me tomaba examen de guitarra y cuando chinguiaba demasiado me decía: “Mucha paja hoy, changuito, mucha paja”… Iba en el ómnibus recordando todo eso cuando llegamos a la parada donde me tenía que bajar. Habíamos llegado al lugar donde vivía mi tía Lorena. Dejé el ómnibus y me quedé un rato vacilando sobre el camino a seguir. No me acordaba bien hacia dónde tenía que ir para llegar. Pero la casilla de OSN que estaba al costado me recordó por fin que era hacia allí. Entonces comencé a caminar hacia la finca de mis tíos.

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Los días de Campo Verde pasaron claros. Sin embargo en esta tierra nada es totalmente claro. Nada es totalmente exterior. Esta es una tierra dramática, su música se compone de risas y alaridos. Miles de generaciones enterradas la han hecho espesa: las pasiones enloquecidas de aborígenes y españoles han saturado de voces sus árboles. Todavía en las noches pasan descalzos los hidalgos que se golpean el pecho colgando del cuello un Rosario de chañares, penando con rezos la inmensidad de sus dislates. Todavía las almas de indios jóvenes, indios muertos en batalla o por la espalda, indios viejos fallecidos de pena después de haber perdido el suelo, mujeres de la tierra con hijos pequeños, hijos de sus hombres y más de las violaciones, andan, penan, sobrevuelan el campo, buscando para sus pies el - 126 -

consuelo de alguna tierra. Todavía andan almas de españoles muertos, torturados, desollados vivos por los indígenas. Esta es una tierra de luces fantasmales y sombras profundísimas. Era una noche oscura, calurosa. Eleonora y Juan habían venido a ver a su hijito Juan Cruz y a visitar a Jaime. Por el calor, habían puesto los colchones en el suelo, de tierra apisonada, duro como una piedra y fresco. Julián y Eleonora dormían a un lado de la habitación, con Fernando. A Juan Cruz le habían preparado la cama en el otro costado, en la misma dirección de la puerta. El niño miraba el techo antes de dormirse. Travesaños de algarrobo tal como los habían cortado sostenían la maraña de ramas y barro. Era como un monte en pequeño: Juan Cruz gustaba de hallar en él, con la imaginación, animales y senderos. Se durmió tranquilo. El suelo era suave, había empezado a correr un soplito de aire, discontinuo, que secaba un poco el sudor. En el techo, pululaban las vinchucas. Juan Cruz dormía desnudo. Soñó cuadros buenos, a pesar del calor. Pero una de las vinchucas se descolgó del techo y fue a caer en su rostro. En su duermevela él la vio venir, como flotando, haciendo eses, hacia su rostro, agrandándose en instantes hasta ser un ciliado monstruo, negro y rojo. Entre vahos de sueño la vio venir; la vio caer y aferrarse a él. La sintió picar. Sin que lo pensara, su manita se estrelló como con decisión propia contra el rostro y mató al bicho. - 127 -

El calor era infernal. Se quedó quieto unos instantes, pensando. Después, se levantó. Con sus piernitas de tres años salió al patio anochecido. El cielo semejaba un bostezo del demonio. No había luna. No había estrellas. Volvió a su cama en el suelo, y olvidándose de la vinchuca, durmió. Tuvo pesadillas: soñó que indios gigantes, oscuros, cubiertos con mortajas blancas, se levantaban de la tierra, y –él no podía decir cómo– le agarraban el pecho, pero no la carne, sino el alma, no el cuerpo, sino lo que no tiene forma, su sentimiento, su espíritu y lo levantaban de allí, lo tironeaban hacia ellos. Los indios eran gigantes como nunca se había visto, más grandes que casas, más grandes que los árboles centenarios, cada vez crecían más y levantaban su adentro, lo tironeaban, levantaban al adentro de Juan Cruz, para ponerlo más arriba que sus oscuras crenchas, y Juan Cruz no lo soportaba, se ahogaba. Entonces despertó. De nuevo, en esa larga noche, Juan Cruz quedó sin sueño, mirando a la nada de la oscuridad. Se levantó y fue en busca de su madre. –Mamá– le susurró en el oído. –Qué, hijo– medio dormida contestó Eleonora. –No puedo dormir, mamá. –¿Tienes pesadillas? –Sí. - 128 -

–¿Qué has soñado? –Gigantes oscuros. –Pero ya ha pasado, ¿no? Hacete la señal de la cruz y acóstate; ya no van a volver más. –Sí, mamá. Pero también me ha picado vinchuca. –¿Qué?... –Eleonora sintió como un torbellino de alaridos en su cabeza. Con el corazón enloquecido se levantó: –¿Qué has dicho, hijo?... –Que me ha picado la vinchuca La madre sintió un mareo y una náusea; se apartó de la frente con los dedos una molesta cosquilla. Con los ojos secos, la boca temblorosa, despertó a Julián. Las primeras transparencias del amanecer delineaban las figuras. La vinchuca apareció muerta al lado de la almohada. Con las primeras horas de la mañana comenzaron a hincharse los ojos de Juan Cruz, hasta quedar como dos pelotas rojizas con tajitos en el medio. Julián tocó la vinchuca muerta y la guardó en un frasquito. Comenzó un nuevo peregrinaje. En esa zona no había médicos. Y aunque los hubiera habido, poco podrían haber hecho contra el Mal de Chagas. De modo que tendrían que ir a la ciudad. Eleonora preparó el remedio que - 129 -

le enseñara la curandera; con excremento de gallina, tierra del cementerio, huevo de lagarto, aceite de castor; y lo esparció en torno a los ojos de Juan Cruz, para mitigar la hinchazón. Después partieron. Con el niño adormeciéndose contra su pecho Julián atravesó el monte seco. Llegó a Santiago al anochecer. Sin bajar del caballo se encaminó con su hijo directamente al hospital. Todavía tuvo que esperar cerca de una hora hasta que, por su insistencia, el médico lo atendió. El diagnóstico fue rápido: Es Mal de Chagas. Pero esto no se puede tratar aquí. Tendrían que trasladar al niño a Tucumán. En Santiago del Estero, la provincia con mayor índice de chagásicos del país, no había un centro especializado en curar la enfermedad.

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c

A dónde va, Juan Manuel Castañeda, en medio de la polvareda atroz, con esa pena que arranca de los siglos, adónde va, para hallar la calma… ¿acaso cree usted que los sucesos comenzaron en el Fortín La Viuda, cuando encabezó la rebelión, y el Ejército Santiagueño se negó a derramar sangre de los hermanos paraguayos?; los brasileños, los mercenarios y los porteños, depredando al pueblo trabajador, un pueblo que había logrado ser ejemplo de prosperidad y paz para toda la América nuestra, el junagranputa de Mitre comandando la masacre, pagado por los ingleses, el miserable ateo de Sarmiento prestando su belfo y su talento de escriba para favorecer el triunfo de las libras esterlinas, los bárbaros eran ellos. La destrucción de la Patria, Juan Manuel, porque la Patria no es de aquí hasta Jujuy, ni siquiera hasta Corrientes, ni Mendoza: la Patria es toda América, esta Latinoamérica que - 131 -

heredamos de nuestros mayores y que no arrancamos de manos de los Borbones cuando la entregaban a Francia para dársela ahora en bandeja de plata a los ingleses, no Juan Manuel, no, qué dolor, qué vergüenza del alma ver la Patria en manos de los traidores, y no alcanzar para oponerse, por todos lados nos arrinconaban, han matado al general Peñaloza, nadie ha venido a tomar el sitio del general Quiroga ni de Juan Felipe Ibarra; lo tienen encajonado en Catamarca a Felipe Varela, ¡este dolor ya no cesa! Y el polvo, que se mete por la boca, los ojos, arde la piel, Castañeda; mil hombres quisiera para unirme al general Varela, pero aquí me ve, solo como un animal sin manada, huyendo hacia el Sur por el desierto marrón.

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A Juan Cruz le gustaba Tucumán. Era una ciudad colorida y bulliciosa, llena de edificios complejos, de árboles. De gente, que iba y venía por las calles. Casi tenía ganas de agradecer que le había dado el Mal de Chagas Juan Cruz, pues a causa de eso había podido conocer San Miguel de Tucumán. No dejaba de darse cuenta sin embargo de cómo sufría su padre. Su papá era un hombre pálido, melancólico. Aquel dolor parecía apagarlo; se movía lento; su continente era sereno, sus cejas negras, espesas, permanecían calmas, pero de algún modo se percibía como un atisbo emanado de su pecho. Hombre que desprendía de su energía interior el padecimiento por la enfermedad de su hijo. Hombre callado. Pensativo. Le compraba golosinas, le hacía jugar. Le contaba historias. Historias de duendes y de niños. O de pájaros. - 133 -

Todas las tardes después de clase, por medio de la sabana incendiada de Santiago, tenían que salir en caballo hacia la ciudad. Y de allí, a Tucumán, en colectivo. No había otra manera de luchar contra esa enfermedad. El tratamiento era intenso y había que hacerlo todos los días. A veces se quedaban los sábados porque al doctor Canal Feijóo, buen médico, santiagueño, se preocupaba por el niño como si fuera propio. Y los invitaba a su casa y los atendía allí. A veces se quedaban los sábados y a Juan Cruz le agradaba que le acariciaran el pelo las arrugadas manos del doctor Canal Feijóo. Le tomaba de ambos brazos y le miraba, sólo le miraba, y luego de un instante de silencio le decía: –Qué churito sos, guagüitay. La terminal de San Miguel de Tucumán era una romería plena de voces y movimientos. Por allí andaban elegantes hombres de ciudad vestidos con trajes, con camisas modernas y anteojos como los que usaban de civil los aviadores, mujeres con vestidos entallados que llegaban por abajo exactamente hasta el comienzo de la pantorrilla, sombreros con flores y redecillas, las bocas rojas, taco alto, cruzándose con campesinos de piel quemada, vestidos de negro, aborígenes con sombreros anchos, manos escamosas, pañuelo al cuello, con sus mujeres, de largos vestidos acampanados, mirada cautelosa y trenzas, calzadas con alpargatas u ojotas. Indios, con lindas gorras bajitas, viniendo de Salta, Jujuy o Bolivia. Y niños. Muchos niños, descalzos, vestidos con andrajos, lustrando zapatos, o simplemente pidiendo diez centavos para comprar pan. Entre los paquetes, las encomiendas, los quipus abultados de las criollas, - 134 -

se entrecruzaban las gentes. A Juan Cruz le gustaba mirar. También había quioscos. Su padre de vez en cuando le compraba revistas con pocas letras que él apenas entendía; pero durante el viaje se concentraba en ellas, especie de librillos de cartón, con las figuras recortadas. Gatito y Rompococo. “¿Quién dibuja estas figuras, papá?” “Alberto Breccia”, le dice el padre. Bellas figuras de un fantástico mundo interior. Después, cuando sobraba tiempo, andaban en tranvía. Por el solo gusto de hacerlo: en Santiago no había. Eran los mejores momentos del viaje a Tucumán. Los tranvías tenían adentro, cerca del techo, muchas propagandas pintadas y aplicadas con listones sobre los revestimientos de madera: Geniol y ese viejo pelado que se parecía a don Condé con la cabeza llena de clavos; leche de magnesia Phillips, ¿quiere vino?, ¡beba Tomba! Juan Cruz vio bajar a un hombre con el tranvía en movimiento y le pareció una interesante hazaña. Lo comentó con Julián y él le dijo que quienes bajaban de tal modo debían hacerlo dando las espaldas al frente del tranvía, para que el impulso, le dijo, del vehículo no te voltee. Pero también le contó de un hombre que gustaba de bajar así, con gran riesgo. Un día se cayó y se rompió la nuca al golpear contra el cordón. Juan Cruz imaginó vivamente la escena terrible: el hombre, de espaldas, con un traje gris, sobre un charco de sangre; mucha gente alrededor, el hombre en el suelo, quieto, muerto… Juan Cruz se dijo que nunca iba a intentar bajarse del tranvía así. - 135 -

Llegaban de vuelta al campo casi siempre anocheciendo, el niño dormido, su padre agotado por las emociones y el esfuerzo. Eleonora había tenido que dejar de trabajar.

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A esas horas llegábamos, padre. Me acuerdo. Me acuerdo de tu rostro pálido. Tu transpiración era fría, te ondulaba al pelo, que se separaba en hilos negros. Y me apretaban suavemente contra tu pecho mojado. A esas horas, padre, cuando empezaban las sombras. Había sombras negras, me acuerdo y sombras transparentes. En caballo pasábamos por medio de los cerros rojizos de Guasayán. Te sentía agotado, y era un dejarse llevar por el caballo sudoroso, despacio, mientras nos comían las sombras coloradas. Pensabas que yo estaba dormido, padre, pues me ganaba esa lasitud de abandonarme en tus brazos, y la hinchazón de mis ojos no permitía saber si dormía o vigilaba. Pensabas que yo dormía, padre, detuviste el caballo frente a la capillita de Guasayán. La capillita de piedras antiguas, padre, y - 136 -

techo de tejuelas. Se recortaba en el cielo violáceo la cruz de madera y te bajaste, conmigo en tus brazos. Me llevabas en tus brazos, padre, semidormido, como queriendo ofrendarme. Subiste los escalones de piedra, te detuviste frente a la puerta. La vieja puerta maciza, cerrada con un gran candado. Yo creía que ibas a golpear, pero te echaste. Sobre el suelo de ladrillo negro, te echaste. Pensabas que yo dormía. Sentí como no apoyaste despacio tu oreja sobre mi pecho y me abrazaste. Sentí tu estremecimiento. Sentí cuando empezaste a hablar. Sentí cómo le decías a Dios: “Dios todopoderoso, padre mío, perdóname mi egoísmo…: ¡no te lo lleves a mi hijo!...”

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El poeta la descubrió apenas llegó, pero lo disimuló muy bien. Era una mujer pelirroja, de diecinueve o veinte años, carnes de porcelana y vivaces ojos azules. Cuando sonreía sus dientes perfectos deslumbraban como perlas en una tajada de sandía. Se fue acercando despacio hacia donde estaba ella. Habían colocado una mesa armada con largos tablones en el patio espacioso, entre la arboleda. Se celebraba el Día del Maestro. Las manos entraban y salían veloces, entre las empanadas, sanguches, quipis y trozos de asado con que había dispuesto agasajarlos el Consejo General de Educación. - 137 -

–Nunca deja de asombrarme el esmero que aplica el ser humano, si se trata de ingerir –dijo sin ningún preámbulo, cuando estuvo al lado de ella. La mujer acababa de introducir un bocadito entre sus dientes y tuvo que taparse la boca, pues la risa no le permitió comer. El poeta observó sus dedos blancos, un poco regordetes, con uñas rojas, muy pintadas. Le vino a la mente “La muerte de Sardanápalo”: Delacroix. Si en el resto de su cuerpo esta muchacha era como las que en el cuadro rodeaban el lecho mortuorio, sería una pieza codiciable. Una veloz ojeada a las piernas le dio la certidumbre de que tal prospección era altamente probable. Luego del asado, al atardecer, fueron a caminar por el parque hasta la costanera. Allí, entre la gramilla amable, Julián descubrió que en realidad el cuerpo de la Azucena superaba a cualquier imaginación. Se quedaron allí luego de amarse, desnudos y felices, hasta que en el cielo aparecieron lejanos puntos de luz. Cantaban las cigarras y las voces de los amantes se escuchaban hasta en sus más leves matices. Azucena Stevenson no era una lumbrera intelectual (con semejante cuerpo, pedirlo hubiera sido un abuso), pero sabía hacer agradable una conversación. Maestra de escuela, tenía la preparación suficiente como para efectuar de vez en cuando una pregunta atinada. Principalmente, poseía una virtud: sabía escuchar. Y al poeta, en ese entonces, nada le hacía más falta que un par de oídos atentos (especialmente si pertenecían a una bella y delicada mujer). - 138 -

A partir de entonces, Julián Castañeda se encontró con Azucena Stevenson con regularidad, cada vez que viajaba a la ciudad.

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Cuando ya la enfermedad estaba siendo sólo un mal recuerdo, Juan Cruz se cayó, de la cima de un árbol sobre un montículo de leña en punta, y se abrió una tremenda herida en la pierna. La vara de un carro, que se enganchó milagrosamente en el elástico de su pantalón, amortiguó casi totalmente la caída y evitó un desenlace trágico. Era leña de quebracho. Los filos se elevaban como puñales desde el suelo, en compacto montón. De nuevo hubo que peregrinar a Santiago. “Este chico parece haber nacido para los accidentes”, decía su madre, recordando lo sucedido hacía poco tiempo atrás, cuando al bajar del colectivo en Santiago, luego de un viaje largo y caluroso, le cayó un tanque de combustible en la cabeza. El niño se había puesto a jugar de cuclillas mientras los grandes sacaban sus equipajes, muy junto - 139 -

al vehículo, y el guarda, sin verlo, había tirado desde el techo un tanque de combustible vacío (menos mal que estaba vacío); Juan Cruz recibió el impacto en plena frente... Ella le había gritado a ese bárbaro del guarda, presa de un ataque de ira, había visto a su hijo en el suelo, ensangrentado y desvanecido, y casi se había desmayado también. Julián la convenció de que no tenía caso denunciarlo a la policía. De ese golpe, todavía le quedaba una muesca blanca, sin pelo, al lado de la sien. De nuevo el peregrinaje a Santiago. De nuevo por el monte seco, a caballo, en medio de la tierra como talco espeso cubriendo el suelo y el calor infernal. A hacer cola en el hospital. A volver al campo, extenuado, para enseñar. Para mostrar letras y figuras abstractas a un puñado de niñitos flacos, marrones y descalzos. Niños que miran con tristeza congénita. Tristeza, de la desnutrición, de la pobreza. Del trato bestial de sus padres, que a su vez fueron tratados así. El campo de Santiago es como un dolor extenso. Monte Quemado… Negra Muerta… nombres como en salmos. Inútiles pases para oponerse de algún modo al despojo. Inútilmente… Burru Yacu… ¡Cuánto dolor hay en mi pueblo, Dios!...

Eran tiempos duros para el poeta, su esposa y sus dos hijos. Habían deambulado, durante cuatro años (años interminables), por caminos polvorientos, páramos ardidos, desérticos, compartiendo el territorio con alimañas y pobres gentes que existían aun peor que ellas. La convivencia entre los esposos se había vuelto dolorosa: un pesado arrastrarse por días amargos, - 140 -

cuando estaban juntos; la infidelidad y el desapego, apenas se separaban –aunque no hubieran agentes reales para ella, porque la infidelidad sólo en su última etapa se manifiesta en hecho: en primer término es nada más que una creciente inclinación del ánimo. Durante algún tiempo vivieron separados. El trabajo era un pretexto para que cada cual hiciera su vida. Especialmente la mujer, que no soportaba a Julián. Y tampoco aguantó ya la vida en aquellas soledades. Entonces pidió a su marido, en todos los tonos, que buscara los medios de llevarla a la ciudad. Al fin lo consiguió, aunque al principio tuvieron que instalarse en la casa de El Viejo.

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En algún momento de mi vida me representaba aquella casa como la Santa Elena de mi Tataviejo. De alguna manera misteriosa, sus pasos lo habían llevado, con ese impulso intemporal que advierte a los espíritus hondos –como a los grandes animales– sobre el carácter de los momentos que se avecinan, a encerrarse en aquel estuche que, como luego pensé, tan significativo fue de su propio carácter, los últimos años de su vida. De tal modo impregnó su espíritu aquella casa, que como esas viejas capillas en las que una vez imprimiera sus retablos algún famoso maestro, obras que con el tiempo y el descuido de las generaciones siguientes hubieran ido perdiendo los colores, y hasta las formas, quedando entre paredes descascaradas y marcos ruinosos como espectros lejanos semejantes a antiguas - 142 -

manchas de humedad, de la misma forma, digo, que para quien ha amado al tal maestro, suele acontecer en misas vespertinas, que en la capilla silenciosa se presenta sobrevolando por sobre la presencia de los escasos fieles, de algún modo, en tal reflejo de las velas, en la efracción del primer rayo de sol sobre los ángeles tallados, en la particular manera de mirar de un anciano, el carácter del artista que iluminó aquel lugar para siempre; así permaneció la presencia de mi abuelo, en aquella casa, aun después de su muerte. Es cierto que para advertir estas presencias el visitante debe ser un “iniciado”: alguien que ha captado y estimado con el corazón dicho carácter. Pues así como algunas de las veladuras de Da Vinci, o cierta expresión en los dedos de una figura de El Greco, se dejan advertir por la conciencia sólo de quien por largos años ha admirado y amado al maestro, estos detalles inmateriales de las moradas de carácter, son percibidos por la razón de quienes comprenden qué clase de hombres han transcurrido sus días allí. Claro es, ello no impide que los espíritus dúctiles, aun sin el menor conocimiento de estos factores históricos, experimenten también, de un modo intuitivo, la sugestión de estos ambientes, que les inducen sentimientos complejos en su interior, de la misma forma como reconocen, por los movimientos del espíritu, esa sugestión magnética en la obra de un gran artista. Ellos perciben el poderoso impulso de energía concentrado en el conjunto, aun cuando no puedan explicar cuáles sean, técnicamente, sus rasgos más salientes, ni hayan visto jamás una obra del artista, no sepan a qué corriente pertenece, ni conozcan su biografía. En los atardeceres de invierno, en otros tiempos, quien pasara por las veredas de aquellas moradas construidas una tras otra, - 143 -

siguiendo un mismo estilo aunque con sutiles diferencias, por junto a los canteros de césped de los alargados paseos del boulevard, como en aquellos tiempos no habían colocado esas agresivas columnas que hoy difunden su intensa claridad de mercurio, y había en su lugar discretos pilares de pinotea, de donde colgaban campanas de hierro con lamparillas eléctricas en su centro, lamparillas ubicadas tan distantes una de otra, rotas en algunos casos por las certeras pedradas de los niños o difundiendo su tenue resplandor por sobre las copas de los árboles (aquel era un barrio umbrío), hubiera podido ver, tras los cristales de la ancha ventana, iluminada desde adentro, cortándose en un rectángulo contra el magro conjunto de las formas arquitectónicas, las ramificaciones y espesos bloques vegetales del jardín, como en un ancho mural tenuemente luminoso la figura de un hombre erguido, ya de edad, que sentado en un alto sillón de madera meditaba inmóvil, mirando por sobre los cristales a la oscuridad. Y el caminante hubiera sentido probablemente un impacto ante aquella soberbia figura de anciano, al que aun se advertía poderoso, una estampa imponente, imponente y adusta, sumida en quién sabe qué oscuros pensamientos, que tenía como fondo a un desdibujado conjunto de muebles sencillos, antiguos, entre los que se destacaba, como si fuera una gran medalla, un redondo reloj de pared, en el sitio más lejano de la habitación: y de algún modo, quien captaba al paso aquella escena misteriosa, hubiera percibido que aquel hombre estaba solo. Pero el momento de hablar sobre esos tiempos vendrá más adelante; ahora debo regresar hacia el período de mi infancia en que, saliendo de Campo Verde, me iba a tocar vivir allí. - 144 -

Como mi familia consideraba el traslado con un sentido de paulatina transición, nuestro asentamiento en la ciudad se fue haciendo de un modo tan lentamente progresivo, que se ha desdibujado como tal en mi memoria. De manera que no podría decir, hoy, cual fue el momento en que todos los objetos y cuestiones de nuestro interés se hallaron por fin en Santiago (aun mucho tiempo después, cuando incluso ya habíamos cambiado de morada, mi padre, mi tío Manuel y mi tío Jaime siguieron trabajando en el campo, razón por la que vivían la mayor parte de la semana allí). Creo que esta transición comenzó en verdad bastante tiempo atrás, algunos años antes de que naciera. Pues aquella faenadora de mi abuelo en Huaico Hondo, la vida en pensión de Mamavieja y la tía Alba durante los estudios de mis tíos y mi padre, habían sido como cautelosos pasos en ese sentido. Yo tomaba pues este fenómeno en un avanzado estado de desenvolvimiento ya que, como para los hombres sólo cobran existencia los acontecimientos cuando los percibe su consciencia –y en aquel caso, por ser muy niño, puedo decir que era un tipo de percepción muy diferente a la que nos provee el pensamiento lógico– me parecía a mí en aquel tiempo haber protagonizado el momento en que se decidió el traslado definitivo de nuestra familia a la ciudad. Hay una antigua costumbre en el campo santiagueño, que consiste en que la familia que ha habitado una casa mucho tiempo y que la va a abandonar por otra nueva, luego de haber retirado sus pertenencias por completo cumpla, antes de irse, una sencilla ceremonia. Ubicada toda la familia a una cierta distancia de la casa abandonada, comienzan a llamarse a sí mismos por sus nombres, con gritos largos y - 145 -

pausados, como se suele hacer cuando se desea comunicarse con alguien que está lejos. Desde el padre, la madre, los tíos, los hijos y los criados si los hay, sucesivamente toman su turno para nombrarse, varias veces. La ceremonia se repite, una y otra vez, desde lugares más lejanos, aunque la anterior morada se haya perdido de vista. Las tradiciones enseñan que si un lugar se habita mucho tiempo, el alma de los seres que allí están va introduciendo moléculas, fragmentos de sí en las paredes y en los objetos –y esto es a tal punto cierto, que aun en las ciudades es muy frecuente para los espíritus sensibles percibir en las casas o pequeños departamentos, sensaciones sutiles de presencias en los accesorios, los muebles o la decoración (sin que esto sea una sugestión objetiva de formas combinadas), y las dichas presencias se reflejan por reacciones instintivas en nuestro propio espíritu, a veces con sentimientos tan vivos de atracción o rechazo (para mencionar sólo los bastos) que un lugar, aunque esté deshabitado, puede inducirnos hondos deseos de permanecer allí, enriquecida nuestra “soledad” por flujos benéficos e inexplicables, o, por el contrario, generar en nosotros impulsos irrefrenables de emprender una inmediata huida. Aquella sabia comprobación de nuestros antepasados de milenios, transmitida por la tradición, es la que sustenta, pues, esta ceremonia de vocear los propios nombres cuando se abandona un viejo hogar: por si algún fragmento de alma hubiera quedado dormida, en los patios, en los árboles queridos, o en algún antiguo pedazo de pared. Entonces el paisaje solariego, que fuera habitado durante tantas generaciones por nuestro apellido, no podía ser abandonado tan velozmente; hubiese sido como si una dama, vestida de gasa, a quien tocara atravesar un monte retamoso y cerrado, diera a correr de - 146 -

improviso por los angostos senderos. Una actitud de tal cariz hubiera resultado en que aquella dama impulsiva fuera dejando a su paso pedazos del delicado vestido, y aun de su propia carne, jirones que quedarían colgando para siempre en las agudas espinas que acechan los caminos. De manera que los cuerpos de aquellos hombres y mujeres de mi familia se hallaban (y ya desde hacía tiempo) en la ciudad, pero se requerían a sí mismos desde su alma, una y otra vez, a lo largo de los años, cada vez que en el recuento interior comprobaban que no estaban íntegros, pues muchos fragmentos de su espíritu persistían en quedarse demorados, en alguna tranquera, en algún tala, o en el centenario jagüel. Regresaban, entonces a los campos espinudos y a los edificios cuadrados, escombrosos, algunos ya sólo oscuros esqueletos convertidos en tapera, con el propósito de investigar en tardes solitarias sobre en qué parte del terreno había quedado, adherido, tal o cual aspecto de su vida interior. Mas cada vez lo hacían con menor frecuencia, los objetos y los afanes de su nuevo ámbito, progresivamente iban concitando el interés aun de aquellos segmentos más conservadores de sus espíritus, razón por la cual, efectuado por fin el completo fenómeno de la transmigración, llegó el tiempo en que ya no se sintió la necesidad acuciante de regresar a las tierras viejas con el pensamiento, sino de tarde en tarde.

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La casa que mi abuelo había comprado en la ciudad pertenecía a un plan del gobierno peronista que había convertido a un suburbio poco habitado en una extensa y floreciente villa, con todos los adelantos técnicos que por entonces se conocían. Eran edificaciones de reminiscencias alpinas, con techos a dos aguas, construidas de acuerdo a cuatro modelos, que iban desde las más pequeñas (pero todas, comparativamente con las que hoy se construyen y a los departamentos de “propiedad horizontal”, muy grandes), teóricamente destinadas a familias poco numerosas, ascendiendo en la escala hasta un tipo de chalets muy amplios y cómodos; éste último modelo era el que nos había tocado. Las unían elementos arquitectónicos - 148 -

unánimes, como el revoque salpicado de los exteriores, las verjas (que, con el tiempo, sería lo primero que se iría modificando), los techos artesanados en yeso y con tirantes de madera oscura por dentro, los jardines amplios y las fachadas blancas. La ancha avenida que corría enfrente conducía directamente al centro de la ciudad, al parque y al río en un extremo y por el otro al cementerio; al llegar a la villa, había sido transformada en boulevard, con coquetos canteros de rosales, escabiosas, cantúes y penachos, escoltados por cipreses a la vera; precisamente enfrentando a nuestra casa, se había levantado un imponente refugio de madera, lugar que con un serio color marrón y sus bancos torneados, se nos antojaba bondadoso y fiel como un gran perro en nuestra infancia; servía para que se resguardaran del frío y la lluvia quienes diariamente esperaban el colectivo. Tiempo después levantaría el “Rotary Club” su feo menhir en un extremo del boulevard, al parecer con el objeto de saludar a quienes entraban o salían de la ciudad (pues aquella vía se empalmaba directamente con las rutas a Catamarca y Tucumán). Parece incontenible en esta civilización el anhelo de ciertos hombres por construir, en todo jardín o paseo público, esta especie de pétreos obeliscos, disfrazados en supuestas intenciones conmemorativas o estéticas. Alguna vez en mi adolescencia reflexioné, al pasar por allí, sobre la actitud de algunos monos cuando periódicamente, para disputar su primacía sobre la manada, avanzan hacia los otros apuntándolos con sus penes erectos, primacía que al ser aceptada debe manifestarse por los demás monos en la acción de agacharse ofreciendo el trasero al vencedor. Pensé en mis reflexiones que no sería desatinado compararlas a las de muchos humanos, quienes obligados por la cultura ciudadana a ocultar sus - 149 -

impresiones más hondas, sustituyen el enarbolamiento procaz que simbolizaría sus ánimos opresores, con la erección de no siempre cautos monolitos de piedra, diseminados estratégicamente por los paseos de la ciudad. En las tardes del estío un aire fresco y un olor a tierra humedecida, a flor de paraíso y jazmines se elevaba orondo de la Villa florecida, y las parejas de novios, los niños y los ancianos, que salían a pasear por el boulevard, se movían frente a nuestros ojos como las figuras de un calidoscopio lento, deleitable. A veces el cielo lucía estrellado y emanaba por sobre las tenues luces de las farolas como un resplandor azul, que me hacía pensar, al mirar el movimiento de los paseantes, de los jóvenes con mangas cortas y anchos pantalones, de las muchachas con vestidos acampanados, claros, livianos, exhalando su olor a limpio, a fijador y a perfume, me hacía pensar, digo, en aquellos muñequitos de porcelana que viera alguna vez, plácidos, girar y girar sobre una plataforma con esa expresión de ausencia sólo posible en los cuerpos inanimados, o en los humanos que han perdido consciencia de los otros. A lo lejos se oía un campanilleo repetido y veíamos aparecer, majestuosa como un transatlántico, constelada de pequeñas luces, la bañadera. Nos arremolinábamos en la esquina, niños de toda edad (nosotros de la mano de la Mamavieja o la Petiza), y hacíamos cola con paciencia hasta que nos tocaba ascender al estribo de tres escalones, al cabo del cual el guarda que ya conocíamos bien –y a cuya figura rechoncha de uniforme celeste y bigote blanco atribuíamos por transferencia la bonhomía de los momentos deliciosos vividos allí, nos vendía y luego agujereaba los boletos, con un instrumento niquelado que a mis ojos de - 150 -

entonces se les antojaba misterioso, deseable. La Bañadera tenía esa forma, precisamente. Era un largo colectivo sin techo, con una baranda forrada a la altura de los hombros de los infantes que viajaban sentados. Por fuera estaba ornada por entero de complejas figuras, que ilustraban escenas de Blancanieves, Caperucita roja, San Jorge y el dragón… De algún modo el artesano se había dado mañana para armonizar los enanitos, el lobo, el caballero de armadura fulgurante y una serie antojadiza de aves y otros animales diseminados aquí o allá, con la sugestión de una continuidad visual envolvente que se componía de raíces de árboles, enredaderas florecidas y caminitos que se esfumaban en la distancia. Me lamentaba cada vez de tener que abordar tan de prisa el vehículo, sin poder acabar de admirarme de esa figuras y sin llegar jamás a desarrollar suficientemente las numerosas reflexiones que sugerían. Otro hombre, también de camisa celeste y gorra militar, conducía. El suelo tenía unas listas paralelas de metal, fijadas para sujetar la alfombra de caucho; esta solución a mí me parecía asaz interesante, y me asombraba de que alguien hubiese tenido tanto ingenio. Me complacía pensar en cuántos pies, grandes y chicos, calzados de diferentes maneras, habrían pisado ese suelo de caucho aquella tarde, y me decía “yo soy el último en pisar, así que mi huella invisible está ahora por encima de todas las huellas”; placer que se desvanecía apenas el coche se detenía para levantar más pasajeros, o si algún rezagado subía tras de mí. En la cola y al subir trataba de quedar siempre al final, inventando piedras en el zapato, la pérdida del boleto o curiosidad por los instrumentos del conductor, para encaminarme hacia mi asiento recién luego de que el último pasajero tomara el suyo. Pero, ¡ay!, a veces el Guarda se ponía a caminar por el pasillo, diciendo palabras - 151 -

simpáticas a los niños o intercambiando conversaciones amables con sus acompañantes. Los asientos de La Bañadera estaban tapizados con una tela mullida y floreada, encerrada en marcos tallados; en el respaldo, tenían una agarradera de hierro. Cada asiento tenía al lado del respaldo, hacia afuera, una varilla vertical de la que pendían cajitas de vidrio y metal imitando a faroles, con foquitos de color adentro. Al fondo había un asiento largo en forma de gran herradura, desde donde los niños saludábamos gritando y agitando las manos cuando arrancaba el vehículo, a los otros niños que nos seguían, corriendo, por un trecho. Todo lo que ofrecía La Bañadera no era más que un lento paseo, placer que podría parecer sucinto a una mente adulta. Sin embargo, aquellos plácidos recorridos, en los cuales desfilaban ante nosotros como un sueño palpable infinidad de rostros novedosos, gentes de todo tipo, árboles, jardines, vidrieras de negocios y arquitecturas disímiles bajo luces cambiantes, tenían tal sugestión ante nuestros asombrados ojos, que esperábamos con mucha expectativa aquellas tardes y nos sumíamos en profunda melancolía cuando no había disponible alguien mayor de la familia o el servicio para acompañarnos. En aquel tiempo aun mi hermano Fernando casi no existía para mí. Es que era demasiado pequeño y todavía no se había separado mucho de mi madre, en tanto que yo vivía, independiente de mis padres, como una especie de hijo único y mimado de mi abuelo, la Mamavieja y el tío Jaime. En la flamante casa de Villa Evita transcurrían entonces mis días, sin más ocupación que recibir el afecto de los mayores, hojear - 152 -

libros de reproducciones, leer historietas –ya que, por un empeño que mis padres tenían por hacer de mí un niño “culto” me habían enseñado a leer a tempranísima edad– y jugar algunas veces con los otros niños del barrio. Recuerdo particularmente la impresión que me causaban las ilustraciones del libro “Tabaré”. Eran grabados angulosos, enteramente lineales, de trazos gruesos y seguros, semejantes a las figuras góticas que luego vi en las sagas del Grial, y también en algo a las muy conocidas de Durero. En las horas de la siesta, cuando los mayores dormían y la Villa toda parecía cobijada en una sábana de silencio, algunos días en que el cielo adoptaba un color plomizo, uniforme y sereno, solía encaramarme en el inmenso sillón de roble de mi abuelo –sillón que llegada mi primera juventud iría a cobijar también algunos de mis más hondos momentos de introspección– con el libro sobre las piernas junto a la ventana, a mirar, ora las figuras, ora el horizonte por donde transcurría, lejanísima y misteriosa, una vía de ferrocarril desvaneciéndose en la distancia. Muchas veces volvía sobre la figura que más me había impresionado; un grabado que representaba la muerte de San Francisco de Asís. No recuerdo todos sus detalles; quedaron en mi memoria sólo unos cipreses en el fondo, las caras flacas de los hermanos menores y uno de ellos que se tapa el rostro, el cielo gris y la figura del santo impartiendo escuálido su última bendición… aquella figura tenía sobre mí el poder de sumirme inmediatamente en una congoja honda, pero que tenía algo de dulce elevación, como si de ella emanara a la vez una síntesis del dolor humano y la luz de una extraña alegría… Me sentía sujeto, apenas verlo, a aquel dibujo que me introducía en él, - 153 -

como esos personajes de su tiempo que solían incluir los renacentistas en sus telas, pero sin ser total parte de ellas, sino testigos mudos; podía sentir entonces bajo mis pies el frío suelo que pisaban los descalzos frailes, la brisa helada girando entre las hojas de los cipreses, y por encima de todo el sobrecogedor silencio del mundo, silencio que se percibe en el corazón de los objetos, manifestación que con frecuencia suele acompañar a los dolores humanos ante las grandes situaciones de tragedia colectiva. Con el respetuoso ánimo con que se penetra en las cámaras mortuorias quedaba yo contemplando por largos momentos el hermoso grabado. Hasta que se me humedecían los ojos, el corazón me palpitaba irregularmente y se producía una extraña conmoción de todos mis sentidos; en tal momento, posaba la mirada en el horizonte y me mantenía inmóvil un rato, sin pensar en nada, ni en palabras ni en imágenes, sólo con aquella sensación profunda que generaba en mí la recreación de la agonía del Pobrecito de Asís –cuya historia en aquel tiempo yo no conocía–, hasta que la paulatina absorción de la calma del atardecer me apaciguaba. En otro sentido, me había agraciado la Providencia con una vitalidad intensa y una gran fortaleza física. De la terrible amenaza del Chagas no había quedado –al menos en lo inmediato– ninguna seña. Yo era, entonces, un niño activo y fuerte, por lo general superior en los juegos de resistencia a los de mi edad. Mi abuelo se divertía conmigo, haciéndome pelear y enseñándome a decirles piropos atrevidos a las muchachas. Algunas de ellas se detenían y me levantaban en brazos para besarme, cosa que yo trataba de evitar pataleando, avergonzado por las carcajadas de mi Tataviejo. - 154 -

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Desde niño, Juan Manuel, qué extraño sentimiento, tenía Usted la sensación de que alguna vez iba a emprender El viaje, esta huida sin saber a dónde, entre la polvareda del campo, con esos hombres atrás dispuestos a liquidarlo y llevarle su cabeza a Taboada, cuando llegaba a quince años, lo recuerda, tuvo el sueño, antes se había anunciado en oscuros presentimientos y melancolías, un campo desierto, azul, Usted por el aire en un caballo con alas, girando alrededor de La Toledana, veía sus árboles, eucaliptos copudos, arrayanes, y en el medio los techos colorados, los postes de los corrales, los caminos bordados de - 155 -

hierba, pero cuando ya estaba muy cerca, una angustia como flecha le mordía el alma; algo rojo empezaba a brotar de las paredes de las casas, de las ventanas, de las chimeneas, lo supo aun antes de verlos, Napoleón Castañeda, su madre, sus hermanos, muertos, dispersos en la gramilla, la gente, los perros guardianes, la hacienda y una ola roja que avanzaba a borbotones, cubriendo el campo, su pecho angustiado ahogaba las lágrimas y entonces, cuando iba a volverse espantado, un hombre de negro, rastra de plata, barbas blancas, ojos lucíferos, le decía “allá está tu Destino”, y le señalaba al Sur, Usted trató de escapar, se dio cuenta de que era un sueño y deliberadamente despertó; era un sueño, demasiado horrible para ser verdad, por suerte, ¿por suerte?, diecisiete años después está aquí, con la sangre de su familia derramada a su espalda y en el corazón este dolor atroz, huyendo de los asesinos, volando en las patas de sus caballos al sur, pero, ¿qué tortuosos mecanismos tiene el espíritu humano?, ¿de qué manera pudo Usted haber palpitado eso, tanto tiempo atrás? Como si hubiera tocado con el alma el tope del sufrimiento, Juan Manuel, enciende su imaginación una extraña euforia, un deseo de vivir morboso, un sentimiento como de que algo le espera, no sabe qué ni dónde, y el ánimo empañado en la sempiterna aventura; no le han matado, Juan Manuel; entonces he de vivir; nunca tuvo más lúcida conciencia de estar vivo que ahora, mientras huye de los soldados de Taboada, hacia el Sur.

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Al lado de la casa de mi Tataviejo, separada por una medianera, se levantaba la de las Beltrán. Digo “las” y no “los”, como se acostumbra para denominar a las familias, pues, como se verá, en ésta se manifestaba con predominancia –y no sólo en el aspecto numérico– la presencia totalizadora de las mujeres. En efecto, el hombre de la casa, que por alguna causa desconocida para mí parecía vivir el menor tiempo posible en ella, era por añadidura uno de aquellos individuos opacos, de carácter contemporizador y conformista, que parecen hacer un objetivo importante de sus vidas el pasar desapercibidos (con el tiempo este hombre se separó de su esposa, y, según me dijeron se fue a vivir con otra mujer, pero eso ocurrió bastante después). - 157 -

Las niñas de la casa eran cinco. La mayor tenía en ese entonces veinte años. Seguíala en orden descendente La Beba, de 18 –de ella se diría luego y se confirmaría más tarde que se acostaba con mi abuelo–, y las siguientes de 13, 9 y 7 años. Con estas tres últimas correteaba yo una mañana, en su casa, cuando a la mayor se le ocurrió jugar a los maridos. Enseguida me di cuenta de que era un juego prohibido, pues me propusieron que lo hiciéramos debajo de una cama. Jugarían conmigo por turnos; mientras lo hacíamos con una, las otras vigilarían. La más chica pasó primero, la mayor nos miraba y dirigía, arrodillada a un costado de la cama, la del medio vigilaba la puerta. La chiquilla se acostó bocarriba. Rosana, la de trece, me indicó que me acostara encima de ella. Luego que lo hice, nos enseñó cómo teníamos que movernos. “Más, más, muévanse más”, nos decía, desde el costado de la cama. Yo me sentía un poco incómodo, pero me despertaba curiosidad y cierta excitación el asunto. Pronto le tocó el turno a la de nueve años y repetimos el juego. Cuando llegó el momento de que entrara la mayor, la de 13, yo me negué. En parte por un poco de temor instintivo, pues era casi una mujer ya, en parte, porque estaba cansado. Apenas hube salido escuchamos a la madre de las chicas gritarnos desde la cocina que me andaba buscando mi abuela. Mi abuela me levantó en brazos. Con una agudeza proverbial, había sospechado algo (cierto es que las chicas y su madre tenían su buena fama de “yiras”) y me preguntó: ¿Qué estaban haciendo con esas chinitas? Luego de pensarlo un instante, repliqué: - 158 -

–Jugábamos a los maridos. –¡¿Qué?! –se sorprendió mi abuela. –¿Y cómo es eso? –Las chicas se acostaban, después yo tenía que moverme encima –narré, sin vacilar. –¡Chinitas clandestinas! –renegó mi abuela. –¡No vas a jugar más con ellas!... Efectivamente, mis abuelos controlaron que las Beltrán se mantuviesen alejadas de mí. Por mi parte, tampoco las extrañé.

Una tarde, cuando tenía ya cerca de doce años, estábamos sentados con mi Tataviejo en la galería exterior de la casa. Yo había ido a visitarlo –por esos tiempos vivíamos ya en el barrio Los Lapachos–, era una tardecita tibia. Estábamos sentados en silencio, tranquilos, cuando llegó don Beltrán en bicicleta. Lo vimos pasar disminuyendo la velocidad por la calle, a unos quince metros de nosotros, para detenerse en el cordón de la casa. No sé en qué momento se levantó mi abuelo y estuvo junto a él. Lo vi pegarle un tremendo golpe, uno solo, velocísimo golpe con la mano abierta, a don Beltrán, y derribarlo. No le había dado tiempo de bajarse de la bicicleta, que cayó también, con ruido de metales y timbre.

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Lo vi después a don Beltrán levantarse despacio, tocándose la cara y dirigirse, con la cabeza gacha, hacia el portón de su casa, llevando la bicicleta al lado. Sentí pena por él. Sin embargo, no pude dejar de asombrarme de la audacia de mi abuelo. Don Beltrán sería en esa época un hombre de unos cuarenta y cinco años, fuerte y no pequeño. Mi abuelo andaba ya por los sesenta y tres. Ese hijuna granputa había andado hablando mal de mí– me dijo, al sentarse de nuevo en el sillón a mi lado–. Ahora va a aprender a morder un poco al bocado. Bastaba que alguien le viniera con el cuento de habladurías sobre él, para que se empeñara en buscar al supuesto responsable y lo golpeara. Así era el Viejo. Por eso no tenía amigos en el barrio.

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Me habían comprado un sulkiciclo, que consistía mi medio de locomoción habitual toda vez que salía de casa. Por las mañanas acompañaba a mi Mamavieja a comprar la carne, cosa que ella prefería hacer personalmente en vez de mandar a la Petiza (muchacha muy hermosa, a nuestro servicio entonces y asediada debido a aquella causa por mi padre, mis tíos y mi abuelo), mi abuela tenía por cierto que nadie podía determinar como ella cuáles eran los mejores cortes para la comida de la familia. Salía rampante con mi sulkiciclo por delante de la Mamavieja, asombrándola siempre con mi velocidad en el - 161 -

vehículo y me alejaba por la franja de tierra entre la vereda y el pavimento, deteniéndome sólo al llegar a las esquinas, pues no me estaba permitido cruzar las calles aún. Pese a ello, bajaba con el aparato a cuestas, impaciente por subir a la otra franja, obligando a mi abuela a correr para ayudarme y protegerme de los automóviles. Una vez mi abuela perdió el equilibrio en uno de los escalones de la casa y se cayó, quebrándose la muñeca. Le habían inmovilizado el brazo, colgándoselo además del cuello, por medio de un pañuelo. Padecía tanto dolor que no dejaba un momento de quejarse y llorar. Solo con ella, yo me sentía tan hondamente angustiado que me ganaba la desesperación. Caminaba de aquí para allá por la casa llena de gemidos, buscando algo que hacer para poder calmar a mi abuela. Como no hallaba nada, terminé llorando y abrazándome a ella, que con su brazo sano me había levantado y me apretaba contra su pecho. En medio de la incertidumbre y la desesperación, una idea, que me pareció instantáneamente salvadora, se me ocurrió. Por una transposición mágica, quise transmitir la energía que me llenaba al conducir mi sulkiciclo, a la mano herida de mi Mamaviejita; energía que yo consideraba generarse en el aparato y cuyo agente natural deberían ser las riendas. Bajando de un salto de los brazos de la anciana, fui a buscar mi sulkiciclo. Cuando lo tuve, obligué a mi abuela a que se sentara y a que tomara con su mano fracturada las riendas del vehículo. “Agarrá, agarrá, esto te va a curar”, le dije. Tal era mi convicción, que mi abuela rompió a reír. Ello fue la prueba, para mí, de la eficacia del remedio que había imaginado. - 162 -

Una noche se me ocurrió espiarla a mi abuela cuando se bañaba. Hacía rato que me rondaba en la cabeza la pregunta de cómo se vería mi abuela cuando se encerraba en el baño, y luego de unos instantes, yo veía los hilos plateados de la ducha desencadenarse, cayendo en abanico, a través de la ventanita iluminada. Anduve inusualmente reflexivo, caminando modosamente con las manos atrás, o sentándome en el sillón más apartado de la sala, acechando al momento en que comenzaran los preparativos de mi abuela para el baño. Como nadie había reparado en mí, sólo por una feliz conjunción de circunstancias y no por mi disimulo, ya que como se sabe cuando más llama la atención un niño es cuando trata de pasar desapercibido, apenas vi a la anciana dirigirse con su toallón en el brazo hacia el baño, volé a la parte trasera. Había planeado al detalle cómo subiría y hasta lo había ensayado en un momento en que nadie me veía. El doble rectángulo de luz se recortó sobre la oscura pared. La ventana de montantes se hallaba como a dos metros de altura sobre el suelo, –altura que para los escasos cien centímetros que yo contaría en ese tiempo, parecía una enormidad, pero ese obstáculo como se verá no detuvo mi curiosidad. Además, ni siquiera había pensado en ello como un obstáculo, sino sólo como un problema para mi ingenio. Sobre la misma pared adonde daban las ventanas del baño, lindando con la puerta trasera de la cocina se había practicado, al construir la casa, una ancha entrada para la pileta de lavar ropa. Recubierta de estucado, tenía la forma de una gran bisagra, con la abertura de su ángulo hacia arriba; poseía un borde extenso, que sobresalía como una mesa angosta, del término de la - 163 -

abertura. Trepé primero allí y deslizándome con cuidado por el borde hasta quedar suspendido con un pie sobre la pileta, alcancé con la mano derecha la arista inferior de la ventana. Para mi fortuna, un viejo aparador había quedado allí, depositado, no sé con qué objeto, desde hacía un tiempo; así que, una vez alcanzado su techo, me fue sencillo subirme a la ventana. Los hilos de plata del agua habían empezado a caer… Vi una escena extraordinaria. Bajo la lluvia plateada, distinguí la cabellera ondulada, larguísima, de mi abuela; era una cabellera negra, con hermosas vetas grisáceas, de tanto en tanto; las espigas de las trenzas –mi abuela no se mostraba jamás en público con el pelo suelto– habían marcado de tal modo aquel cabello, que las guedejas se me antojaron torneadas serpientes de bronce, que descendieran sobre las espaldas de la anciana como en las antiguas estatuas persas, en deslumbrante abanico, bajo del cual, surgía el cuerpo en escorzo, los muslos trigueños, las pantorrillas fuertes y los pequeños pies, increíblemente lozanos. Esta visión sólo me produjo deslumbramiento y susto, pues la presencia viva surgida de pronto ante mis ojos y la noción del inaccesible secreto que estaba presenciando llenaron bruscamente de miedo a mi corazón, ya que en el momento de planificar la acción no había pensado en lo que vería, sino solamente en los modos de llevarla a cabo. Así, los recuerdos que narro fueron captados por mis ojos en un fugaz instante, pues apenas vislumbrada esta escena emprendí lo más rápido que pude la fuga. Bajé alelado y pensativo. Por varios días anduve serio, introvertido; de algún modo, me sentía más sabio. Aunque también con culpa. Pero a - 164 -

nadie le conté jamás esta aventura, que fue quedando, con el tiempo, cada vez más relegada en mi memoria.

Al lado de esta galería adonde daban las ventanas del baño, hacia la derecha, corría un sector alargado, ancho y rectangular, del patio que se prolongaba en forma de ele por detrás de la casa; este último era el que poseía mayor extensión. Allí, limitando al final de nuestro territorio, había una fila de pinos de tronco grueso y muy altos, a los que gustábamos subir, en busca de sus petrificadas frutas y desde cuyas ramas podía otearse gran parte de la villa, y el campanario de la iglesia, que tanto nos agradaba, en forma de aguja cónica, sobre un techo de tejas coloradas. En el gran patio trasero había otros árboles; una cerca –que con el tiempo hubo que segar, pues se iba demasiado sobre la casa de las Beltrán– dos limoneros, naranjos y una planta de granada que era mi delicia; en ordenadas parcelas rectangulares se cultivaba lechugas, tomates, zanahorias, remolachas, rabanitos y sobre la esquina extrema, hacia el lado de los Condé, bajo los pinos, se derramaban, desbordando la maraña de tallos e hojas, las sandías y los zapallos. Hacia ese lado derecho, más angosto, que flanqueaba la casa, el Tataviejo había edificado una estructura de troncos de algarrobo blanco, colocados simétricamente por pares formando una galería, de unos dos metros de altura, cuyo techo consistía en un encatrado hecho con delgados listones de madera dura, pintada de verde y del cual colgaban en el verano, los racimos de uvas rosadas, negras, blancas, cuyas exuberantes hojas formaban un techo abigarrado, o cuyas serpenteantes guías subían por los pilares de madera - 165 -

desde cada tallo, plantados alrededor de cada uno de los pilares, en muy cuidados canteros de tierra negra. El piso era también de tierra, apisonada, no sé si con deliberación o por el desfile permanente de pasos; lo cierto es que poseía una consistencia tan pétrea como si hubiera sido mosaico. Aquel lugar, al que llamábamos “el encatrado” era en el verano el ámbito más concurrido de la casa. Bajo su techo umbrío de hojas acorazonadas sentábanse por las mañanas a conversar mis abuelos, con algún pariente o conocido cuyas visitas nunca faltaban, y a quienes observaba yo siempre con curiosidad, gente de campo, con bombachas cuadriculadas y botas, sombreros anchos los hombres, trenzas renegridas y polleras con flores, acampanadas, las mujeres, quienes se sentaban junto a mis abuelos, en sillas de madera rústica y asiento de cuero con pelo, trenzado, les servía mate la Petiza. Mi Tataviejo poseía un mate enchapado en plata, con repujado de figuras extrañas y antiguas que yo del todo no discernía; el tal mate se me antojaba un huevo de algún ave metálica, y me ponía a pensar en los pajaritos de plata que saldrían de ahí si ella hubiese venido a empollarlo. Me los imaginaba elevarse, volando dificultosamente, con un ruido sibilante, hacia la luna, que brillaba en medio de un negro cielo nocturno (me parecía irrazonable asociar a un animal de plata con el día). Aquel mate hacía juego con dos gavetas, primorosamente labradas, del mismo material. Los hombres y las mujeres que visitaban a mis abuelos hablaban casi exclusivamente en quichua. Allí bajo el encatrado, solía ayudar mi abuelo a limpiar rabanitos. - 166 -

Pero la función más trascendente que se cumplía en ese sitio, era la cena de Navidad. Aquella noche se reunían junto a nosotros, provenientes de muchos lugares de Santiago, familiares y amigos de mis abuelos, de mi padre y de nuestros tíos. Desde la mañana comenzaban los preparativos. La hechura de los diferentes tipos de comidas criollas– y algunas árabes, como el kipi– por las mujeres, el carneo de los cabritos, lechones y gallinas por mi abuelo, y su sazonado por mi tío Jaime, de tal forma que pudieran ser introducidos temprano en los hornos de barro. Mi papá y mi tío Manuel se ocupaban de las bebidas; preparaban brebajes raros, con menta y anís para las mujeres, y el imprescindible clericó, néctar que se libaba luego de la fiesta en gran cantidad. Las celebraciones empezaban temprano. Luego del trajín con los carneos se armaba una larguísima mesa uniendo tablones; encima se colocaban manteles blancos. Mi abuelo preparaba, ese mediodía, un exquisito churrasco, del modo en que solía hacerlo él, cocido según decía por abajo en brasas suaves y por arriba con los rayos del sol. Al promediar el almuerzo empezaban a advertirse los primeros ojos brillosos. Una larga siesta mitigaba después el sopor del almuerzo y las libaciones. Por la noche, entre rasguidos de guitarra, cuentos en castellano y en quichua, olores a cabrito asado, a licor, a hojas, a flores, a humedad de la tierra y a pólvora de los cohetes, con cielos constelados por cañitas voladoras, gritos de niños jugando y brindis anticipados, celebrábamos la Nochebuena. Los menores reptábamos de aquí para allá por entre las mesas, jugando con cohetes, las mujeres participaban más o menos discretamente de la farra, sentadas a la derecha de sus maridos y los hombres contaban cuentos, tocaban la guitarra, o algunos, como mi papá, se dormían. A mi - 167 -

padre lo reputaban “amargado” o “aburrido” a causa de que no soportaba por mucho tiempo la fiesta; muy enseguida de terminada la cena, comenzaba a cabecear y pronto se iba a dormir. Después de la misa de gallo, conseguían a veces obligarlo a cantar dos o tres boleros, imitando a Lucho Gatica, antes de que se escabullera de nuevo, aprovechando la menor oportunidad. En aquellos cinco días de festejos –pues algunos habían venido del campo y debían aprovechar bien el viaje– el encatrado y el parral eran escenario de múltiples reuniones. Y en la noche del Año Nuevo, noche honda y misteriosa, culminaba ese extraordinario tiempo. ¿Por qué mis mayores andaban en esa noche como por un mundo de espíritus, por qué las canciones, los juegos y hasta las risas eran más graves? ¿Por qué lloraban? No olvidaré una de esas noches. Tal vez yo tendría tres años. Se habían apagado los ecos de la fiesta. Había pasado el revuelo de los abrazos y la sirena, ya en el cielo se espaciaban cañitas voladoras y las bombas. Todo empezaba a aplacarse a nuestro alrededor. Con esa especie de cansancio y ensimismamiento que sobrevienen luego de los banquetes y las libaciones, aquí y allá se habían formado grupos, desparramados por el patio y bajo el encatrado, que conversaban tranquilamente, o sencillamente estaban, unos al lado de los otros, mientras algunas mujeres comenzaban a recoger las fuentes y los platos. Nosotros –Tataviejo, la Mamavieja, tío Manuel yo– nos habíamos ubicado en la galería, frente al jardín, a contemplar la noche, yo en una sillita, ellos en los sillones de metal. Cuando de improviso mi tío Manuel, que hasta ese momento permaneciera impasible, apagó un sollozo y se fue casi corriendo hacia dentro. Yo me quedé allí: desde mi - 168 -

sillita podía ver todo lo que sucedía, ya que estaba la puerta sin cerrar. Mi tío Manuel fue a sentarse en el doble sillón de madera y cuero que había frente al gran reloj, en el comedor. En el acto mi Mamaviejita fue por detrás. Le abrazó y el hombre apoyó su cabeza en el pecho de mi madre; rompió a sollozar. Como si hubieran respondido a un llamado, empezaron a confluir, desde los distintos patios de la casa, mi Tataviejo, tío Jaime, mi papá y mi tía Alba. Se sentaron todos en el sillón, junto a Manuel y su madre, el Tataviejo y mi tía Alba a su derecha, tío Jaime y mi papá a los lados, sobre los posabrazos. Demudados, se quedaron allí, sin moverse y como impresionados ante algo inexplicable, acompañando al hermano mayor, al hijo que escondía su rostro en el pecho de la Madre. En mi memoria se grabaron como un grupo escultórico de algún expresionista. Desde mi sillita los observaba conmovido. Por la ventana abierta y por la puerta, entraban en el salón, atravesando los árboles y las enredaderas del jardín, las luces temblorosas de la calle; algún estallido, de cuando en cuando, echaba un matiz rojizo o azulado desde el cielo; nadie hablaba; desde el patio posterior nos llegaban los ecos dulzones de un fox-trot. Y en el salón, oscuro y silencioso, se oyeron las dos campanadas hondas, espaciadas, del reloj. Al frente de la casa, bajo la galería, de la cual se descendía por dos escalones de color rojo, que abarcaban toda su extensión, en una franja de terreno partida en dos por una veredita de mosaico que comunicaba la galería con el portón, había un jardín. Era la obra de mi Tataviejo. Allí había plantado rosas –rosas blancas, amarillas, rojas y un tipo especial de forma - 169 -

muy distinta, con pétalos blancos, cuyos tallos crecían más arriba que la cabeza de un hombre, llamada “rosa altea”–, claveles, “conejillos”, hacia un costado, dos áloes y hacia el otro, sobre la verja que separaba nuestro jardín con el de las Beltrán, avanzando un poco sobre la ventana por un alambre a propósito extendido, una enredadera de aquellas que germinan flores azuladas en forma de campanillas, y el cedrón de flores blancas. Marcando el límite exterior del jardín, una fila de ligustros cuidadosamente nivelados, que se quebraba en ángulo recto al llegar al portón para avanzar por los lados de la vereda hacia la galería, y se coronaba en un pórtico formado por los tallos más altos de dos de las rosas “alteas”, unidos en arco. En el verano, al cubrirse de grandes flores blancas, aquel pórtico recordaba las coronaciones florales de la antigüedad. A mi padre ha de haberle parecido muy cursi todo aquello, pues unos años más adelante, cuando fuimos a vivir allí, recomendó a mi abuelo separar las plantas, dejándolas con su forma natural.

En esa época, cerca de mis cuatro años, fue que tuve por primera vez aquella visión, aquel tipo de percepción que consiste en imaginar detalladamente lo que está sucediendo lejos de uno mismo, hasta que nuestro espíritu, por el anonadamiento de los sentidos, consigue transportarse al lugar de los sucesos y contemplarlos, con la particularidad de que nuestro cuerpo permanece en otro lado. Ahora creo que para los niños, en quienes no incide aún la batería de prejuicios que obstruyen los sentidos de los adultos hasta insensibilizarlos, ni han absorbido la teología cientificista del siglo, que ridiculiza cualquier - 170 -

fenómeno que no sea medible con aparatos de algún tipo, en los niños, decía, esta clase de vivencias se producen de un modo natural, y no representan nada extraordinario, razón por la cual no me sorprendió demasiado en ese momento el estar viendo, con los ojos cerrados y entre paredes lo que sucedía afuera, sino que, con lógica de niño, me limité a aceptarlo; ni siquiera se lo conté a nadie, luego: tan poco importante me parecía entonces aquello. Fue durante un día de la celebración de los fieles Difuntos. Mi Tataviejo, que andaba tramitando su jubilación, se dedicaba en ese lapso a vender relojes a sus conocidos, en representación de la casa “Auriol”, por concesión de la cual poseía un muestrario, en su habitación, de todo tipo de relojes, de oro y de plata, con rubíes, masculinos y femeninos, todos con sus pulseras o con cadenas, algunos despertadores empotrados en primorosos mueblecitos tallados, otros simulando ostras, con tapa en estuches de terciopelo negro, carmesí o violeta, cuidadosamente guardados lejos de mi alcance, pues se me reconocía en esos tiempos una sistemática propensión a desarmar los objetos para investigar su interior, tan pertinaz, que desafiaba la paciencia y la ira de mis mayores. Por cierto, yo andaba maquinando ya el modo como llegar a los relojes sin que me viera mi abuelo, pues mi mayor ambición, convertida casi en doloroso deseo, en esa época, era poder darle cuerda a un reloj. Tal acto me había sido prohibido expresamente, como otros de parecido cariz, bajo la impresión, según creo, que causara mi hazaña de desarmar el violín de mi padre y partir su pequeña caja por la mitad, golpeándola contra el respaldo de una cama (con el propósito, claro, de averiguar cuál era el origen de la - 171 -

música). Aquella mañana, aprovechando que mis abuelos habían ido a la iglesia, dejándome con toda clase de recomendaciones al cuidado solamente de la Petiza, encontré una oportunidad. Sentado sobre la cama de mi abuelo, simulando estar concentrado en una revista con fotografías, esperé a que la Petiza se retirara a cumplir con sus tareas de la cocina. Apenas los sonidos que me llegaban me dieron la seguridad de que la muchacha estaba bien ocupada, me encaramé en el travesaño posterior de la cama y comencé a bajar del placard los codiciados estuches de terciopelo con los relojes dentro. Cuidadosamente, los fui depositando sobre el cubrecama mullido. Bajé tres, que me parecieron suficientes para empezar. Al abrirlos, cada uno de ellos me deslumbró con una constelación de brillos fastuosos. En cada caja había siete u ocho aparatos. Los extraje de sus receptáculos, hechos a su medida y a su forma, para lo cual debí ejercer una leve presión, y los fui acercando alternativamente y con lentitud a mi oído. Ninguno tenía cuerda. Yo se las daría. Para evitar interrupciones, me metí con mi precioso cargamento adentro de un ropero y cerré la puerta. Al principio me cegó la oscuridad, pero enseguida mis ojos se acostumbraron. Cuando esto sucedió, me instalé cómodamente sobre una pila de ropa almacenada, y entre los trajes de mi abuelo, que colgaban de las perchas, me di a la agradable tarea de dar cuerda, uno por uno, a cada reloj. Estaba concentrado en esta ocupación, cuando alcancé a oír que me llamaban; de lejos, oí que me llamaban: “Juan Cruz”, “Juan Cruz”. Eran las voces de mis abuelos. ¿Dónde estaban? Las oía distantes. No sé por - 172 -

qué cerré los ojos. No contesté y me quedé allí quieto, con los ojos cerrados. Empecé a ver la calle, en la que el tránsito de vehículos se había anulado, recorrida por grupos de familias y procesantes que se dirigían al cementerio. El día estaba nublado; vi el frente de la casa, vi a mi abuela parada, sin saber qué hacer, en la vereda; pasaban a esa hora cientos de hombres, de mujeres, de viejos, de niños, en un fluir incesante y pausado; de alguna callecita lateral brotaba una procesión, compuesta por gentes opacas por el polvo, quien sabe de cuan distantes caminos, con la angarilla al hombro de los punteros, sobre la cual una antigua Virgen engalanada y polvorienta se elevaba; como escupida por el caserío aparecía la procesión, al ritmo monótono del bombo, y al llegar al refugio torcía su rumbo, en sentido inverso a quienes iban al cementerio, para encaminarse a la capilla del Santo Cristo, donde el cura gotoso y malhumorado le daría su bendición; vi a mi abuelo, que caminaba a grandes trancos por entre la multitud, con su rostro potente preocupado; lo vi circundar una a una las manzanas arboladas de la Villa, preguntando en cada casa donde sabía que había niños de mi edad, llamándome a los gritos por entre el vocerío apagado de los peregrinos; vi a la Petiza, afligida, restregándose las manos sobre el delantal con cuadros rojos, tratando de disculparse con mi abuela, que no la escuchaba, pues cada vez que la Petiza se le arrimaba ella caminaba unos pasos en sentido contrario, dejándola con las frases a medio terminar; todo esto lo vi desde mi encierro en el ropero. Tataviejo volvió desalentado de su búsqueda y se quedaron los dos, con mi Mamaviejita, desconcertados, frente al portón de la casa, un rato, agobiados - 173 -

por no haberme podido hallar. Mi abuelo fue a hacer la denuncia en la policía y mi abuela, luego de una nueva ronda infructuosa, entró al recibidor y se desplomó a llorar sobre un sillón. Yo oí sus sollozos. Ahora bien, hasta este instante, había permanecido como un espectador ingrávido, que contemplara desde un lugar del espacio todo el despliegue de la escena, pero a quien, por pertenecer a otra dimensión, le estuviera vedado el participar, con mi alma sobrevolando y padeciendo las tribulaciones de mis abuelos, pero con mi cuerpo inmóvil, sin acertar a responder sus llamados, pues donde residían mis órganos físicos de comunicación, mi conciencia no estaba, y desde donde ella estaba al parecer me era imposible producir ningún tipo de señal que pusiera de manifiesto mi presencia ante mis queridos abuelos. Pero los sollozos de mi Mamaviejita fueron algo que aquella disfunción que me aquejaba no pudo soportar y, aunque no la llamé, ni me moví siquiera, según creo, ya que mi conciencia regresaba a mí solo paulatinamente y aun no había llegado a posesionarme en el grado que me permitiera manejar mis actos, algún aviso debí de haber emitido, pues mi abuela presintió dónde me hallaba. Cesó su llanto –esto también lo vi–, para levantarse y caminar con resolución al ropero dentro del cual yo estaba y abrir una de sus puertas, hallándome entonces allí acurrucado, entre las ropas, rodeado de relojes y todavía con los ojos fuertemente cerrados. Me levantó profiriendo exclamaciones y me cubrió de besos, riendo y llorando, dándole gracias a la Virgen y preguntándome por qué me había metido allí, pregunta a la que yo atinaba a responder diciendo que deseaba dar cuerda a los relojes y solamente allí se “podía oír bien la maquinita y saber que lo - 174 -

había hecho bien”. De ese modo terminó aquella pequeña aventura que puso en vilo a mis abuelos y a mí me reveló un camino de la percepción, que por distintas razones, estaba destinado a permanecer mucho tiempo disimulado luego, pero que aun sería factor esencial en otros episodios importantes de mi vida.

Noticias de los diarios

El gobierno del General Perón suprime los feriados religiosos y las contribuciones fiscales.

Pascual Pérez obtiene el título mundial de boxeo - 175 -

Se realiza con éxito el primer festival de Cannes, estrellas de todo el mundo lo dotan de gran brillo.

PODEROSA BOMBA POSEE ESTADOS UNIDOS En el atolón de Micronesia se procedió al estallido de la Bomba H, mantenida en secreto hasta ahora por los Estados Unidos. Esta bomba posee un poder de destrucción mayor en cien veces a las bombas atómicas que fueron lanzadas en 1945 sobre Nagasaki e Hiroshima, en Japón.

Escalan el pico más alto del mundo. Dos alpinistas, un nepalés y un neocelandés, lograron escalar el Everest, de 8.840 metros de altura. DESCONTENTO EN LA IGLESIA POR LAS MEDIDAS DE PERÓN

Extraña obra se estrena en Europa. Su autor es Samuel Becket, y su título “Esperando a Godot”.

Derrocan en Colombia a Laureano Gómez, asume en su lugar Rojas Pinilla. - 176 -

CELEBRAN EN SANTIAGO DEL ESTERO EL IV CENTENARIO Con motivo de los actos celebratorios del 400 aniversario de la fundación de Santiago del Estero, arribó a nuestra ciudad el general Perón. El presidente llegó en un tren especial, frente a una impresionante comitiva oficial y militar. Desde la estación se trasladó a la nueva sede del Gobierno provincial, para dejarla oficialmente inaugurada. Allí le esperaba una inmensa multitud.

En Brea Pozo nació un cabrito con dos cabezas.

Asume la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica el general Dwigth Eisenhower.

Falleció el pintor Henri Matisse

Argentina derrota a España en un encuentro amistoso de fútbol.

Murió Enrique Jardiel Poncela - 177 -

El general Eisenhower declara que el final de la guerra de Corea dejará un saldo positivo para Occidente.

Mujer de mala vida es hallada muerta en un basural.

Asesinatos en masa en Brasil.

Fallecen los padres del cine: Auguste y Luis Lumiére.

Impresionante desfile militar en los funerales de José Stalin

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Al lado de la casa de mi abuelo –en sentido opuesto a la casa de las Beltrán– vivía un sastre y su familia. Tenía la misma edad de mi abuelo, pero no su carácter ni su presencia. Su mujer –una - 178 -

vieja remilgada y coqueta, pero durísima en su temperamento– lo había confinado a la pieza de la servidumbre; lo llamaba por las mañanas, cuando se levantaba, para que les cebara mate. Algunos de los miembros de esta familia complicada, eran personajes singulares. Lisandro –aquel diputado del que hablamos a un principio– era uno de ellos. Otro era Beni, un individuo huraño y gigantesco, oficial de la policía secreta. Y dos hermanas, una solterona, la otra divorciada y con un hijo, que solía divertirse haciéndome pelear con algún otro chico de mi edad. El tal muchacho –un atorrante risueño– es ahora médico. Y sigue siendo, al parecer, un atorrante simpático, que se dedica a seducir a todas las enfermeras y doctoras que puede. Esta gente descendía de una familia que había tenido lustre en algún tiempo colonial, ahora venida a menos. Al viejito Remigio Condé le apasionaban las novelitas de cowboys, “Yoan”, solía decirme, cuando me veía llegar, ya a mis nueve o diez años: “¿No tienes una de covóy para cambiarme?”. El juntaba revistas que los otros de su familia tiraban: Vea y Lea, Leoplán, semanarios de historietas o novelitas policiales, para cambiarlas por las “de covóy”. Remigio conocía todas las posibilidades. Se podía cambiar covoy x covoy (era impresionante cuánto leía; en los descansos de una siesta y una tarde, podía leerse uno de los libritos entero), policial x covoy, 3 Leoplanes x 1 de covoy… así hasta donde dieran las posibilidades editoriales de entonces. Beni una vez le había pegado a su padre, en defensa de la Jovata, que en realidad era una arpía. La vida del pobre viejo tenía esos avatares. Tal vez por eso Dios lo premió dándole - 179 -

larga vida: el viejo aun vive hoy, tranquilo y contento, en la casa que fuera escenario de sus desventuras. Tiene 93 años y lo acompaña un gran perro de policía. Lisandro –el otrora playboy y diputado– murió en la peor de las desgracias, solo y atendiendo un quiosquito, que había puesto para justificar sus días. Beni –hace poco lo ha visto– está fofo y achacoso, al punto que parece tener más edad que su padre. Los otros hijos andan lejos. De vez en cuando lo visita su bisnieta –la hija del atorrante– una chiquilla de 16 o 17 años, quien bajo sus arranques de niña conflictuada guarda una personalidad rica y vivaz. En tiempos en que yo era niño aún, mi abuelo cometió con él una de sus frecuentes barbaridades. Fue en la época en que al viejo Remigio se le daba por el trago. Casi todas las tardes salía, siempre de saco y corbata, sombrero hongo y zapatos brillantes: un dandy. Volvía –o lo traían– a eso de las tres o cuatro de la mañana, hecho una piltrafa. A veces, lo encontraban tirado en la calle, al lado de un cordón, donde algún alma caritativa lo había arrimado para que no lo pisara algún auto. En una de esas borracheras, parece que consiguió llegar hasta su casa, pero no pudo acertar con la llave en el agujero de la cerradura. Tuvo entonces la malhadada idea irse a dormir en el jardín de mi abuelo. Cuando se levantó el bárbaro de mi abuelo y lo vio al viejo tirado sobre sus dalias y rosales, le agarró un ataque de furia –no muy difícil en él–. Lo levantó como a una bolsa, para despertarlo a sopapos. Después, alzándolo del fondillo del pantalón y el cuello del saco, lo transportó en vilo hasta el lugar donde termina la vereda; allí lo - 180 -

tiró, en la calle, sobre la basura. El hombre que venía recogiéndola con su carrito ayudó al pobre viejo a llegar hasta su casa, donde tuvo que soportar aun los gritos de su perversa mujer.

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Era tiempo de primavera. La vegetación estaba aún salpicada de humedad. Caminaba yo por el sendero hacia la casa de mi tía; a los lados se enmarañaban los arbustos silvestres. Era zona de mucha vegetación y de quintas. El Cruce queda a mitad de camino entre Santiago y La Banda. Es una franja extensa y descansada; zona de cabarets y prostíbulos, que aún yo no conocía, y de pequeños agricultores. Enclavada sobre la ruta, había una fábrica, negra y patética, que denominábamos “la fábrica de humo”, pero lo era en realidad de carbón activado. Me interné por el caminito que llevaba a la finca de mis tíos. Por al lado mío pasó un muchacho descalzo, llevando una cabra, atada con una soga del pescuezo. ¿Para qué servirá?, pensé (la cabra, no el muchacho). Mi miró con interés, pero no dijo nada. De pronto, se abrió ante mí un ancho descampado, no muy por debajo del lugar en que finalizaba el senderito por donde yo andaba. Un declive suave conducía hacia él; la hondonada estaba rodeada de árboles, a uno y otro lado podían verse los techos de algunas casitas, el suelo se cubría con una corta capa de césped. Suscitaba una interesante sensación el desembocar de súbito en aquel lugar, después del tortuoso senderito casi invadido por la vegetación silvestre; una impresión como la que, en un día nublado, provoca el repentino abrirse de las nubes dejando pasar de súbito la claridad del cielo. En aquel lugar había dos o tres muchachitos que hacían volar sus barriletes. En silencio, - 182 -

competían por remontar más alto cada uno el suyo. Me quedé allí un rato, a contemplarlos.

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María Concepción iba con la bolsa colgando del brazo hacia la verdulería. Juan Cruz a su lado, en el sulkiciclo. Era una - 183 -

tardecita –como las seis de la tarde– fresca y nublada. María llevaba un saquito tejido, de hilo. De repente apareció Potí en su bicicletita, viniendo de la esquina. Corría a toda velocidad por el veredón. Ya casi llegaba a ellos, de frente. Parecía dispuesto a embestirlos. María Concepción trató de echarse a un lado. Fue entonces cuando Potí se encendió. Cobró fuego, realmente, se abalanzó llameante hacia la abuela de Juan Cruz. Ella sintió que el niño expectoraba un sonido desesperado y se lanzaba a sus brazos suplicando ayuda y llorando. La bicicletita cayó a un lado sin control y desapareció. Después Potí también desapareció. Esa noche se enteraron de la muerte del niño. A la hora en que lo habían visto María y Juan Cruz estaba en la casa quinta, a unos veinte kilómetros de allí. Había estallado una de las incubadoras mientras la cargaban y lo había rociado con querosén ardiendo. Él jugaba a un costado de la máquina. Su padre no había podido apagar el fuego, y tuvo que ver al único hijo que tenía, consumirse en sus brazos. Nadie podía consolar a Lisandro Condé esa noche. Estaba como ido.

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Segunda parte

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Me acuerdo cuando caí del árbol. Acabábamos de llegar de Santiago, en sulki. Era un día de plomo, mi papá se había ido a acostar un poco, adentro del rancho y mi mamá, lo recuerdo, estaba tomando mate con la dueña, bajo del alero. Era un rancho lindo, y muy grande. ¿De quién sería? No me acuerdo. Había varias monturas con sus pellones de oveja ordenadas sobre un palenque. Lazos de tiento, colgados, y calabazas. Me fui a jugar. Miré un pino altísimo que había y se me ocurrió escalarlo. Claro, a medida que me acercaba a la punta del árbol, las ramas se hacían más finas. Se doblaban bajo mi peso. Hasta que se quebró una, y me vine como un peñasco para abajo. Debo de haber caído como de cinco metros. No sé qué hubiera sido de mí si la vara de un carro no me enganchaba el elástico del pantalón, por la espalda. Vi venir hacia mí esos cuchillos de quebracho en aquel instante y sentí el tirón en la espalda. Quedé bailando en el aire como esas pelotas que vienen con un elástico para hacerlas regresar a la mano, unos segundos, después caí. El golpe ya no fue tanto. Pese a ello, me abrió una herida muy grande en el músculo interno de la pantorrilla. Me quité el leño y de inmediato brotó de la abertura un borbotón de sangre y se volcó hacia fuera la grasa con venitas de mi pierna regordeta. Mi mamá me había dicho una vez: “No andes saltando de esa forma porque algún día, te vas a herir, y te van a salir las tripas”. Yo vi la grasa que se salía y pensé que eran las tripas. “Si te salen las tripas, te mueres”, había dicho mi mamá. - 187 -

Comencé a gritar. Mi mamá estaba con solera larga, me acuerdo, una solera con festones, blanca con flores celestes. El pelo color caoba le caía, en dos trenzas, sobre el pecho. Mi mamá estaba tomando mate con la señora de la casa. Yo las miraba tomar mate, de lejos, y gritaba. “Mamá, estoy herido…”, “Mamá, me están saliendo las tripas”. Y ellas, que no me habían visto caer porque estaban de espaldas, se daban vuelta hacia mí y se reían, pues pensaban que era otra de mis exageraciones. “Levantate, Juancrucito, vení”, me decía mamá, desde la sombra de alero. “Ya te he dicho que no andes saltando”. Ellas pensaban que yo me había caído por andar saltando en el suelo y que no era nada. Pero esto era algo serio. Me toqué la herida con la mano y levantando la palma ensangrentada, se la mostré de lejos a mi mamá. “Mirá, mamá, la sangre”, grité, llorando. Entonces se dieron cuenta, y vinieron corriendo. Me levantaron en brazos y me llevaron adentro, preocupadas y renegando con mi incapacidad para quedarme quieto alguna vez. Pobre mi padre, tanto sacrificio por mí. Agotado como estaba tuvo que ensillar el caballo para ir de nuevo a Santiago. Recién habíamos llegado y ya teníamos que volver. El camino era largo y arisco, por el monte lleno de espinas. En realidad no había camino. Se andaba por las sendas que habían abierto las ruedas de los carros, siempre con el machete listo para ganarles a las ramas que se cruzaban. A mí me gustaba, cuando pasábamos por un tramo cerrado, forzando las ramas, oír el ruido de las espinas en el guardamontes. Ese quebrarse de ramas secas a nuestro paso. Me hacía sentir fuerte, que nada nos detenía, y asombrado. - 188 -

Y el silencio del monte a la siesta. En el campo de Santiago el sol castiga como llamaradas. Los árboles parece que se agachan, ningún tono deja de lado el amarillo. Amarillo en los troncos, amarillo en la tierra, amarillo en las ramas. Las hojas dentadas, verde oscuro, tienen siempre un toque de amarillo. Los contrastes se perfilan en ocre y marrón. Y ese polvo fino de la tierra, que invade a los animales y las plantas sin apuro. Por allí pasamos, con mi padre, en medio de la siesta. El sol enceguecía. Qué silencio había. Ningún ruido. El monte parecía un animal con la lengua afuera, agonizando en medio del desierto. Se oían quebrarse las ramas sobre el guardamonte, cuando pasábamos. Y el toc-toc de las patas del caballo. Me adormecía apoyado en el pecho de mi padre, quien con una mano me tomaba de la cintura y con la obra llevaba la rienda. Me adormecía sobre el apero, con la cabeza apoyada en su pecho. Miraba las gotas de sudor espeso que abrían surco apartando la tierra sobre el cogote del caballo. El polvillo pesado, flotando bajo el resplandor. Me tocaba la frente mojada, para retirar las manos con las uñas negras. De polvillo. Mi padre no decía nada. Guardaba el resuello para resistir el sol. Su gran sombrero me tapaba un poco y yo tenía también un sombrero. Me dormí.

. Ya era de noche cuando llegamos a Santiago. Ahí nomás fuimos al hospital. Llenos de tierra. “Hay que hacerle seis puntos”, dijo el doctor. “Pero primero vamos a desinfectar esta herida. Es muy profunda”. El doctor Cortéz me cosió. Mi papá decía que era un gran doctor. El doctor Cortéz nunca fue rico. - 189 -

Me acuerdo, años después, lo veía pasar por las calles de Santiago en su bicicleta, yendo para el hospital. Muchos lo tenían a menos al doctor Cortéz, porque no era rico. Nunca se había visto en Santiago que un médico no se enriqueciera con las enfermedades de sus pacientes. Si el doctor Cortéz no se ha hecho rico, si anda en bicicleta –pensaba la gente–, algo de malo debe tener. Y no iban muchos a su consultorio. Pero mi papá decía que por eso, justamente, era bueno. El doctor Cortéz me cosió, y por primera vez vi la vivienda que mi papá había alquilado, para trasladarnos a la ciudad. No era una casa como las otras. Tenía paredes de lona. Una pieza con paredes de lona y otra común, de ladrillos revocados. Por las mañanas mi papá me cambiaba las vendas, luego de echarme sulfatiazol: me contaba historias. Mi papá siempre me estaba contando historias. No era de hablar mucho mi papá. Pero cuando se largaba podía hablar horas y hasta días enteros. Sólo tenía que encontrar oídos adecuados. Su inteligencia e imaginación eran maravillosas, su erudición extraordinaria. Su voz, melodiosa y bella, educada, como la de un actor, fascinaba. Siempre que estábamos solos mi papá hablaba sin cesar. Yo, a mis tres años, me sentía orgulloso de ello. Me daba cuenta que él creía que yo era capaz de comprenderlo. Y de hecho, creo que lo era. En esa casa fuimos a vivir después. Poco tiempo después debe de haber sido, porque no recuerdo nada de lo que sucedió en el período antes de que fuéramos allí. Era una casa con piso de tierra, que había sido levantada en el fondo de otra casa, con

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el propósito deliberado de alquilarla. A mi mamá no le gustaba. Le daba vergüenza vivir allí, según creo. A mí no me parecía un barrio tan pobre. Claro, había algunos ranchos, pero también casitas lindas. Si uno lo comparaba con Nueva York, hubiese dicho “esto es un gueto”. Pero para Santiago, que no conocía edificios de más de dos plantas, aquello era algo moderno. Creo que el barrio donde vivíamos se situaba en el límite justo donde comienza a dibujarse la indigencia, pero desde donde pueden vislumbrarse también los contornos de la comodidad. Se llamaba “Villa Constantina”. Vivimos un año allí. Pero el tiempo es más extenso para los niños. Ahora sé que estuvimos sólo un año allí, mas fueron tantos los detalles que impresionaban mi imaginación en ese lapso, que bien podría compararse la experiencia con cinco o seis años normales en la vida de un adulto medio. Las calles eran de tierra y sólo algunas casas tenían veredas, por lo general de ladrillos rústicos. En un extenso perímetro convivían desde algún “caserón” de dos pisos, hasta el humilde ranchito de una sola pieza. Pero creo que en ninguno faltaba el patio. Para las familias de aquel tiempo, fueran humildes o pudientes, el patio era un elemento casi tan importante como el aire o el agua. Allí se juntaban las familias, a conversar, a tomar mate o a celebrar. No había casa en Santiago, por huraña que fuera, que no tuviese familiares o amigos para invitar, el fin de semana. A mí me parecía un barrio interminable. Cuando iba a la escuela, primero con mi madre, después solo, trataba de ir - 191 -

siempre por diferentes caminos. Todos los días descubría asuntos o cosas muy interesantes. Me habían inscripto en la escuela Zorrilla, que marcaba la frontera entre nuestro barrio y el centro. Directamente en primero “inferior” (antes los jardines infantiles eran escasos y no se los consideraba imprescindibles). Aún no había cumplido los cuatro años. Creo que mi papá y mi mamá querían hacer de mí un “niño prodigio”. Me habían enseñado a leer a los tres años. A esa edad deslumbraba a los amigos de mis padres, con la hazaña de leer cualquier noticia del diario. Y aquel año me inscribieron también en piano. Un día mi mamá me preguntó: “¿Qué quieres estudiar: violín o piano?”. Yo dije “piano” después de pensar un poco, pero dije “piano” como podría haber dicho contrabajo o celesta, si me lo hubiesen preguntado, pues no tenía la menor idea de lo que era un piano (del violín tenía un muy mal recuerdo: hacía poco, me habían dado una tremenda paliza por intentar saber qué tenía adentro el violín de mi padre; para ello, lo había partido por la mitad, golpeándolo contra el grueso espaldar de una cama). Así fue que elegí estudiar piano.

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Ellos se peleaban a cada rato. Mi padre con mi madre. Una vez a mi padre lo llevaron preso, en Villa Constantina, porque le había dejado a mi mamá el ojo hinchado. Mi mamá había ido a la policía y lo denunció. Ella mostró el ojo –me parece– y a mi papá lo llevaron. Yo sentí esa rara congoja, como náusea, cuando vinieron dos policías y se lo llevaron. Quería morirme, pegarme un tiro en la cabeza o algo, pero no dije nada. Después mi mamá se quedó sola conmigo y Fernando, que entonces apenas caminaba, y se ponía rodajas de papa en el ojo morado. Dentro de mi sufrimiento, no dejaba de parecerme interesante ver en qué tiempo el ojo de mi madre había ido hinchándose, y tomando ese color amoratado. Las cosas sucedieron de la siguiente forma: Recuerdo que habíamos salido, ella y yo. Era un día nublado, como a las dos de la tarde. Mi madre me había puesto las mejores ropas y ella estaba, me parece, muy bien arreglada. Se había calzado un traje sastre de terciopelo, verde oscuro, y en la cabeza una boina del mismo material, pero de color bordeaux. Le cubría el rostro hasta la nariz una redecilla, que en ese tiempo se usaba y de su hombro colgaba una ancha cartera forrada. Fuimos a visitar las obras de la casa que mis padres estaban construyendo con un crédito del Banco Hipotecario, y estuvimos un rato en lo de las Aliagas. Después, me acuerdo que fuimos a esperar al colectivo de La Banda. Era una línea nueva con ómnibus muy lindos, entonces azules y colorados. Más tarde los cambiaron y pusieron ómnibus amarillos. Pero en aquel tiempo eran todavía azules y colorados. Allí está el conflicto, lo sé, pero - 193 -

yo no puedo recordar bien en qué consistió. No sé adónde fuimos, no me acuerdo. Me acuerdo de que mi mamá lo llamó a mi padre de un teléfono público, a la casa de un vecino, y él atendió. Mi mamá le dijo que íbamos a estar un rato en la casa de la tía Mariana, y algunas cosas más que no recuerdo. Después me dejó a mí realmente en lo de mi tía Mariana, pero ella se fue. Cuando vino a buscarme, no cesaba de recordarme: “No lo olvides, hijo”, me decía mi mamá. Y me hacía repetir lo que yo tenía que decir. Recuerdo que volvimos y mi papá estaba en pijama y alpargatas bajo la luz amarilla. Encima, sin afeitar. Mi mamá, con su vestido de terciopelo, parecía una reina al lado de un mendigo. Discutieron mucho, yo no sé por qué. Gritaban. Yo tuve miedo y me fui a la cocina. Hasta que mi papá la pegó. Y yo la vi a mi madre, sentada en la cama, llorando. Entonces mi papá me agarró a mí y me empezó a preguntar adónde habíamos ido. Que le dijera la verdad, decía. Parecía un loco. “Hemos estado en la casa de la tía Mariana todo el tiempo”, repetía yo. Algo debía ver mi papá en mi rostro pues se ponía muy nervioso, y me sacudía por los hombros, gritándome: “Decí la verdad, mal hijo! ¡Decí la verdad!” Pero yo repetía: “Estuvimos los dos en casa de la tía Mariana”, aunque sabía que estaba mintiendo. ¡Pollerudo, maricón!, me gritó mi papá con asco. ¡Traidor! ¡Cómo me dolió! Me quedé sentado solo en un rincón, sobre el piso de ladrillo, mirando a mi padre que caminaba como un león, en círculo, y a mi mamá que lloraba. Fernando se había puesto a llorar también. Yo quería llorar, pero no podía. Me

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agarraban como ganas de reírme, sentí en la boca un cosquilleo como de hormigas. Al día siguiente, lo llevaron a él. Recuerdo la tristeza que me dio cuando lo vi aparecer de regreso, un tiempo después. Tenía la ropa arrugada y estaba muy barbudo, Yo quería que volviera y cada día lo esperaba en la calle simulando jugar. Ese día estaba jugando con un camioncito que me habían hecho con latas de sardinas y estaba nublado. Todo el día lo había esperado. Y vino al atardecer. Fui corriendo a abrazarlo y le pregunté: “¡Papá!, ¿te han hecho algo?”. “No, mi hijito. No me han hecho nada”, dijo él y me abrazó también. Yo entonces pude llorar.

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El Conservatorio Bellini & Santirso funcionaba en una de esas viviendas de familias antiguas, que abundaban en el centro de Santiago, denominadas comúnmente “casas chorizo”. Esto se debía a su forma alargada, su frente era relativamente estrecho, pero si uno entraba descubría una gran cantidad de habitaciones, patios y galerías, que se multiplicaban como por arte de magia hacia atrás. Las habitaciones de adelante –donde se dictaban las clases– estaban siempre tan limpias, que daba miedo entrar. Contrastando frontalmente con los ámbitos que Juan Cruz estaba acostumbrado a frecuentar, ambientes de barrios, calles de tierra, amoblamientos sencillos, ya desde el hall de entrada, con su olor a desodorante de pino, su presuntuoso moblaje rococó, tenues cortinas combinadas con otras densas de terciopelo morado, que cerraban totalmente cualquier infiltración, proveniente del “sucio” mundo exterior, el conservatorio Bellini & Santirso se presentaba para Juan Cruz como una zona amenazante del planeta. Los alumnos –en su gran mayoría, mujeres– debían esperar en un patiecito interno, por cuya alta claraboya filtraban atenuados los rayos de sol, sobre unos sillones de jardín con coloridos almohadones, situados alrededor de una mesita de metal con plataforma de bicre, sobre la cual y ocupándola casi por entero había un gran macetón con begonias de tamaño gigante. Las muchachitas –casi todas seis a ocho años, por ser del turno de Juan Cruz– se sentaban con sus pies aún lejos del suelo, e iban acicaladas como para un desfile, zoquetes blancos y zapatos o sandalias lustrosos. Algunas veces se cruzaban con los mayores, que los ignoraban directamente, o los miraban con displicencia cuando alguno de los niños osaba dirigirles la - 196 -

palabra. No había dejado de notar Juan Cruz que los pocos niños que allí concurrían eran casi todos débiles, amariconados, había uno, ya mayor, quizás de unos dieciocho años a la sazón, que se movía y hablaba claramente como lo que su abuelo le había enseñado lo hacían los “mamafloros”. Se llamaba López, y era la delicia de las viejas, por lo atento y aplicado. La apoteosis de su nombre estalló cuando, luego de recibirse de profesor superior, obtuvo una beca para viajar a Europa, por intermedio de cierta organización de Intercambio Cultural. La vieja Eloísa Pierinni de Estévez, cuando hablaba de Europa daba la impresión de que se ponía en trance. Desgraciadamente Juan Cruz no tenía aún edad suficiente como para suscitar una conversación animada con su profesora; en verdad, carecía del coraje para siquiera intentarla. Tal temor a la mujer se debía más a la intimidación permanente que padecía por parte de su madre, en el sentido de que debía ser un alumno modelo (caso contrario “a la menor queja de la profesora, sería desollado vivo”). Los niños toman en serio las palabras de sus padres. Al menos hasta los seis o siete años. Pero él había oído a los alumnos mayores sacar el tema predilecto de la vieja, el de un sobrino bailarín que tenía en Europa, recurso que bastaba para introducirla en una especie de orgasmo psicológico, suave y sostenido, que la llevaba a hablar sin pausa hasta que transcurría el turno, cosa que la obligaba a clasificar con un ocho o un nueve apresurado al vivillo, aunque no hubiese tocado su lección. Ella contó, compungida, en una de esas veces, un accidente que había tenido su sobrino. Durante un ensayo, le - 197 -

había estallado el tendón de Aquiles, y había caído para no levantarse. Aquella escena se pintó vívida en la imaginación de Juan Cruz, y se figuró sin dificultad la desesperación del bailarín, cuando supo que ya no podía bailar. En la flor de su carrera, la fatalidad lo había dejado inválido. Algunos años después, hojeando una revista, Juan Cruz se halló con una fotografía de aquel hombre, quien ahora dirigía un cuerpo de baile en París. Desde la página colorida le miraba un rostro hermoso, prematuramente envejecido, cuyos ojos transmitían una tristeza indescriptible. Juan Cruz se asombró de hallarlo tan parecido a como él se lo había figurado. Un joven canoso, prematuramente aventajado. “Este es el rostro –se dijo– de la frustración”. El momento más dramático de este insoportable acartonamiento social que debía padecer Juan Cruz, llegaba con los exámenes de fin de curso. Venían otras profesoras, de Buenos Aires, aún más severas y amaneradas que la Pierinni y su hija, para examinar a los alumnos en el piano de cola, misterioso instrumento que permanecía durante el año en una habitación inhollada, con el único objeto de servir a los exámenes. El primero fue para Juan Cruz una experiencia demoledora, más extensa en su percepción que la del subneolítico Ulises de Itaka. En su mente de cuatro años y medio, se desdibujaban las jerarquías y funciones de los profesores, de igual modo que la denominación de los ciclos, etapas de aprendizaje y sistema de calificaciones. Sabía que el Conservatorio dependía de uno mayor en Buenos Aires, y éste a su vez era avalado por otro de la lejana Italia. Que sus libretas de calificaciones debían ir hasta allí –a Buenos Aires–, donde - 198 -

serían analizadas, para regresar luego con los “Vº B” o desaprobadas, que en los exámenes finales y el otorgamiento de los certificados debían recurrir, en complicadas idas y vueltas, a la capital. Esto se presentaba a su mente como un galimatías compuesto por multiplicidad de planos grises, como los del Proceso Kafkiano, al cual no comprendía pero le producía un inevitable temor, y cuyos representantes más acabados eran aquellas flacas profesoras que venían, especialmente para tomar los exámenes, desde Buenos Aires. Los alumnos pasaban de a uno al Sancta Sanctorum –un salón imponente, en el cual apenas trascendía un resplandor del sol a través de los cortinones púrpura de los ventanas– en cuyo centro se levantaba una tarima de unos veinte centímetros de altura tapizada en verde y encima de ella, negro, monumental, reluciendo como un monstruo mecánico de grandes y perfectos dientes marfilinos, con una gifgantesca aleta de graciosa curva sostenida por un fino travesaño nacarado, el piano de cola, temible artefacto de acceso prohibido en circunstancias normales y cuyo menor sonido inarmónico al ser pulsado bastaría para descalificar al trémulo aprendiz que rinde el examen y condenarlo a repetir el año. A unos tres metros de distancia, sentadas alrededor de una mesa “Luis XVI”, mantelillos de macramé, teteras y pocillos de bronce, masitas sobre servilletas festoneadas y fuentes cuyas asas simulaban ángeles, cuatro mujeres, largas, blancas, cual otros tantos fantasmas que hubiesen huido directamente de sus catafalcos para introducirse en el penumbroso salón y tomar examen a los alumnos del Bellini. Más tarde, Juan Cruz llegó a darse cuenta de que todo aquello era una gran farsa, una gigantesca puesta en escena, pues - 199 -

bastaba con que los pupilos no se atrasaran en ninguna cuota para que, aunque tuvieran notas bajas durante todo el año, las subieran como por arte de magia el mismo día en que pagaban la cuota y debían llevar la libreta a su casa. Igual método de evaluación se utilizaba para los exámenes finales. La vieja Pierinni de Estévez era, por lo demás, cruel y cicatera. Martirizaba a Juan Cruz con sus gritos, y cada vez que se equivocaba en una nota al pulsar el piano, le golpeaba en los dedos, con un lápiz de metal que usaba para las calificaciones. Una vez, enfurecida por una mala lección, le puso un cero en la libreta. Esto fue motivo de tortura interior para él, por tres días. Más al cabo de ese tiempo, cuando Eleonora fue a pagar la cuota, el cero se transformó como por arte de magia en ocho. Juan Cruz se asombró íntimamente por tal mutación, mientras la vieja comunicaba a su madre lo bien que se había desempeñado él durante ese bimestre, sin perder en lo más mínimo la compostura. La vieja y su madre habían tenido un escarceo, cuando fueron a inscribirlo. La vieja, en la puerta de entrada, le había dicho que no estaba permitido inscribir niños de menos de seis años. Juan Cruz tenía cuatro. Luego de algunos regateos, había aceptado consignar su nombre en la lista de alumnos. Con una condición: ante las examinadoras que venían de Buenos Aires, debía mentir que ya tenía seis años. En el camino de regreso, Juan Cruz le dijo a su madre que era una suerte que “la señora no sabía que a mí me faltaban tres meses para cumplir los cuatro”. “Igual te hubiera inscripto –le contestó ella– a esa vieja lo único que le interesa es la plata”. - 200 -

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4

A mi mamá ya se le había ido el moretón de los ojos cuando llegó el carnaval. En ese tiempo se hacían los famosos corsos en Santiago. Y desfile de carrozas en la plaza. A mí y a Fernando nos llevaron, disfrazados, a la plaza Libertad (que en aquel tiempo se llamaba “Juan Domingo Perón”). Me acuerdo que mi mamá se preocupó mucho por los disfraces. Todas las tardes, como desde un mes antes, se juntaban en la casa de las señoras dueñas de todo el terreno, a coser los disfraces. Mi mamá nos llevaba a mí y a Fernando para medirnos la gorra, la chaqueta, los cintos. Nos iban a disfrazar de cadetes militares. Eso quería mi mamá que fuéramos, cuando termináramos la primaria: cadetes militares. Y después, tal vez, marinos. Recuerdo las conversaciones que tenían sobre las espadas, porque había una sola de metal, con su vaina y presilla. La plata no había alcanzado para comprar otra. De entrada se decidió que la llevaría yo, por ser el mayor. Pero había que conseguir una para Fernando, aunque fuera de menor calidad. Al final, un carpintero amigo de la familia le hizo una de madera pintada. Tenía que llevarla todo el tiempo en la mano, pues no se pudo conseguir una funda para colgársela de la cintura. La casa de las señoras dueñas del terreno era mucho más grande que la nuestra. Para decirlo de una vez, aquella era una casa de verdad. La nuestra era apenas un toldo de lona junto a una pieza sin revocar. Había muchos muebles y muy limpios en la casa de las señoras, todo estaba bien ordenado. Pero a mí me gustaba más la casa nuestra. No me preocupaba en lo más - 202 -

mínimo la diferencia, aunque a los grandes me parecía que sí. Allí cosió mi mamá con las señoras –que en realidad eran dos solteronas– nuestros uniformes. De uniformes blancos, con brillantes entorchados en el pecho y las charreteras, fuimos al desfile. ¡Qué noche hermosa! Mi padre y mi madre caminaban atrás, del brazo, y nosotros adelante desenvainando las espadas. La gente se detenía y nos miraba, alabando nuestros disfraces. Había olor a agua de río en el aire, desde los balcones volaban las serpentinas. Oíamos el bullicio y la algarabía. La gente iba y venía, sonriendo, girando y tirándose papel picado, por las veredas y por las angostas calles. Cuánta gente. Todos bien vestidos, todos con las mejores ropas. Era una noche fresca, el cielo tachonado de estrellas. Llegamos a la plaza y estaba llena de luces. Habían decorado los árboles con foquitos de color, había armazones que prendían y apagaban, formando figuras y palabras. A la Catedral le habían puesto luces moradas, azules y doradas, iluminando de abajo el inmenso edificio colonial, que parecía volar. Algunos jugaban con agua, tirándoles chorritos simbólicos a las mujeres, con sus pomos. Nosotros caminábamos. Caminábamos entre la gente y mirábamos. De vez en cuando nuestros padres se encontraban con algún conocido y se detenían a conversar. Lo que me llamaba la atención a mí es que la gente cuando andaba bien vestida, conversaba de una manera diferente a sus días de ropas corrientes. Se esforzaban por usar un lenguaje florido, trataban de decir “cosas importantes”. Pero, eso era lindo también. “Quieren vestir de fiesta a las palabras”, pensaba yo. Y me agradaba escucharlos, aunque no entendiera mucho de lo que decían. - 203 -

Cuando empezó el desfile de carrozas mi papá nos alzaba en sus hombros por turno para que pudiéramos mirar. La multitud nos envolvía. Desfilaban las carrozas cargadas de adornos y decorados. Inmensos carros con cuadros vivientes, algunos habían incorporado entre sus elementos hasta caballos. Bellas muchachas, jóvenes y gente madura formaban las composiciones vivas que pasaban lentamente alrededor de la plaza, entre los aplausos. A mí me impresionó mucho “La leyenda de Anahí”. Sobre un tablado habían construido un bosque de troncos y ramas, con gran arte. Alrededor del tronco enhiesto que ocupaba el centro del escenario, varios soldados españoles, barbados, rudos, con cascos fulgurantes, armaduras y sables desenvainados, asumían actitudes agresivas. Un sacerdote embozado, con un libro en las manos y el Rosario colgándole desde la cintura a los pies, velaba a La Condenada. Sobre el poste, atadas sus manos a la espalda, Anahí, la princesa indígena. Desfallecía su cuerpo semidesnudo, pero su rostro se mantenía altivo y la mirada desafiante. A sus pies, un entramado de ramas, entre los que unos focos rojizos simulaban el fuego, alumbrando desde abajo con un fulgor patético la escena. ¡La princesa!... qué hermosa era. De sus cabellos brillantes, emergía una flor colorada. Un grupo de yanaconas tocaba en sus timbales sones monótonos. En una esquina, medio oculto, un indio arrodillado en el suelo, lloraba. Después pasaron carrozas de la corte de Isabel y Fernando, cuando derrotaron a los Moros; del descubrimiento de América, de la Revolución de Mayo, del Rezabaile y de la Salamanca… cuando llegó la hora de los premios lo ganó la leyenda de Anahí. Yo sentí como si me hubieran premiado a mí y aplaudí mucho. - 204 -

Pudimos entonces verla desfilar tres o cuatro veces más, alrededor de la plaza, esta vez exhibiendo la copa del premio, que llenaba en alto uno de los indios. La gente pedía. “¡otra!”... ¡Qué noche hermosa! Cansados y contentos volvimos a casa, y al día siguiente yo me pasé contándole nuestro paseo, con lujo de detalles, a mi amigo Julio González. El sábado siguiente fuimos al baile del club Villa Constantina, que además hacía su concurso de disfraces de adultos e infantiles. Nosotros desfilamos, con Fernando. Y sacamos el primer premio. Mi madre aún atesora las fotos de todo aquello.

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5 Como había visto que el loro –colorido, grandote– se colgaba cabeza debajo del aro de bicicleta que le habían puesto pendiente con un cable en la rama de un algarrobo, Juan Cruz quiso imitarlo. Acercó una silla, trepó al algarrobo, se deslizó por la rama, y se colgó, doblando las piernas para apresar el aro. El golpe que se dio con el suelo en la cabeza lo desvaneció. Al despertar, halló el rostro iracundo de su madre, que mientras le ponía compresas en el chichón, lo retaba. A los cuatro años, ya iba a primer grado. La escuela estaba a unas diez cuadras de distancia. Juan Cruz las hacía solo, caminando. A mitad de camino, a un costado de la ruta, vivía un compañerito más o menos de su edad. Gente muy humilde, Juan Cruz lo buscaba, todas las mañanas y desde allí iban juntos. Un día, la maestra le dio un tremendo tirón de oreja al amiguito de Juan Cruz. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no dijo nada de ello a sus padres, luego. El hecho sublevó a Juan cruz. Al día siguiente, cuando pasó a buscarlo, ordenó al niño que la llamara a su madre. Cuando la joven mujer acudió, Juan Cruz le contó el incidente. Esa misma mañana la madre se presentó en la escuela a reclamar por el trato dado a su hijo. La maestra echaba chispas cuando volvió a entrar al grado. “¡No te da vergüenza de ser tan chismoso!”, le espetó a Juan Cruz. El no contestó nada y se sintió muy incómodo. Aprendió algo: si sostenía la mirada de quienes lo increpaban, éstos, finalmente, terminaban por desconcertarse. Tristes tiempos los de Villa Constantina. De ellos se desprendían, como los retazos de un cielo azul tras los - 206 -

nubarrones de una borrasca, los lindos momentos de juegos, con dos o tres chicos de la vecindad, los paseos solitarios por las vías del ferrocarril… Pero no alcanzaban. Sus padres peleaban allá como nunca; empezaba a intuir que había algo extraño, pecaminoso, en la conducta de su madre… Ni siquiera la calesita, fea y primitiva, presentaba atractivos para la percepción aguda del niño. Una tarde lo dejaron solo con la muchacha, una mujer gorda y sensual. Juan Cruz oyó que lo llamaba desde la pieza. Empezó a tocarlo, luego de bajarle el pantalón. Con una mirada extraña y una especie de jadeo, la mujer se acostó luego, abriendo las piernas. Juan Cruz vio su vulva peluda frente a él. Se sintió luego levantado y depositado sobre la mujer. Ella empezó a moverse. Al principio la dejó hacer, estaba desorientado, no sabía si aquello era un juego, como el de las chiquillas de las Beltrán. Después, protestó. La mujer, luego de intentar convencerlo para seguir, desistió del asunto. Pero le prohibió terminantemente que se lo contara a su padre. Al día siguiente, la muchacha no vino. Juan Cruz se levantó con el pitito hinchado como un toscano. Llorando por el dolor que le daba al orinar, le contó lo sucedido a su padre. Lo llevaron al hospital. Le colocaron una inyección. Y luego de algunas horas, se curó. No, no había buenos recuerdos de Villa Constantina. Por eso se alegró cuando se trasladaron a la casa nueva.

Noticias de los diarios - 207 -

VIETNAM, DIVISIÓN DEL PAÍS Luego de la retirada de las tropas francesas de Indochina el país ha quedado dividido en dos mitades. La parte norte, llamada República Democrática de Vietnam, quedó controlada por los comunistas. La parte sur, República de Vietnam, queda bajo la tutela de Estados Unidos.

Falleció el teólogo y antropólogo Pierre Teihlhard de Chardin

Según el gobierno peronista la celebración de Corpus Christi fue aprovechada políticamente por la oposición.

Una joven escritora escandaliza a Francia La publicación de “Bonjour tristesse”, escrita por la novelista de 19 años Francoise Sagan y recientemente publicada, ha recibido numerosas manifestaciones de rechazo, tanto moral como literario, en los más destacados círculos de la sociedad francesa.

LA MARINA DE GUERRA SE REBELA CONTRA PERÓN, BOMBARDEAN PLAZA DE MAYO. NO SE SABE - 208 -

CON EXACTITUD CIVILES.

LA

CANTIDAD

DE

MUERTOS

El abate Pierre funda “Emaús”.

El salteño José Armando Caro es el interventor peronista en Santiago.

HORDAS DE BANDIDOS INCENDIAN NUMEROSOS TEMPLOS EN LA CAPITAL.

OSVALDO STROESSNER ELEGIDO PARA GOBERNAR PARAGUAY.

Otorgan el premio Gouncourt a la escritora Simone de Beauvoir

Falleció el poeta Cesare Pavese

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6

–Algunos han dicho que mi padre era un inservible, porque ni siquiera sabía montar. Pero se equivocan, Celina. La bóveda gris del cielo se perdía desmadrada tras los algarrobos lejanos. El patio de tierra y las paredes llenos de olor a hojas de eucalipto. –¿Te agrada con menta el mate, o con poleo?… Mi padre era un hombre sensible. Un lujo excesivo para esta tierra bárbara. A lo lejos se oye apagado el gritar de un tero. Una bandada de catas, apacible, atraviesa la bóveda y se posa en la oscura fronda de un eucalipto cercano, fundiéndose con su hojarasca. –Mi padre sufrió mucho en esta tierra. La prueba es que se murió a los treinta y tres años. ¿Sabes por qué me puso de nombre Eleonora? Es una historia muy linda, pero triste. “Vivía en Santiago un médico inglés, que se había instalado hacía poco, con su esposa y su hija, viniendo del Paraguay. Este era uno de esos científicos preocupados, por encima de todo, en sus investigaciones, así que para la sociedad de aquel tiempo resultaba raro; decían que era un poco loco, porque no se lo veía jamás en una reunión social, y además parece que era un tanto descuidado con su familia. Se instalaron en una casa pequeña de la ciudad; eran bastante pobres, aunque como médico él adquirió luego cierta notoriedad.

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“Por aquellos tiempos mi padre brillaba en la sociedad. Era alto, de cabellera ondulada y oscura, que llevaba bien peinada con raya al costado, y unas patillas espesas que avanzaban sobre su rostro pálido casi hasta alcanzar los pómulos. Tenía labios carnosos, de fino dibujo, y unos ojos profundos, con pestañas largas como los flecos de una cortina. Tocaba muy bien la guitarra y era concertista de piano. Toda su vida se había dedicado al arte; no había en Santiago quien poseyera una pinacoteca como la suya. Había allí litografías numerosas de Doré, aguafuertes de Daumier… óleos de Gómez Cornet, de Schiaffino y, en un tiempo en que aún nadie reparaba en ellos, de Juan Carlos Castagnino y Policastro. Todo esto le puede parecer inútil a un inmigrante piamontés, por ejemplo, pero en nuestras familias de tradición –en las que todavía quedaban esas dotes– eran las que poseían más valor. “Te imaginarás entonces, que a mi papá no le faltaban pretendientes. Bastaba que él entrara en una reunión para que todo el ámbito sufriera un cambio instantáneo. “Ahí está Belisario Reynafé… muchachas– ¡Quién será la dichosa…!

–cuchicheaban

las

“Y los hombres se apresuraban a agasajarlo, pues a su par tenían asegurado ser el centro de la reunión. “En ese tiempo mi papá tenía veintiún años. Fue cuando conoció a Eleonora. La hija del inglés. “Eleonora tenía dieciséis años. Hablaba a la perfección el castellano, pues había llegado al Paraguay, con sus padres, cuando era una niña de sólo cinco. Allí había permanecido - 211 -

durante siete años, hasta que vinieron a Santiago. Así que su tonada era una dulce mezcla de la nuestra y la guaranítica, apenas con una leve dureza en las consonantes. Su padre era un entusiasta de lo criollo. Amaba Santiago, y estaba haciendo trámites para adoptar un apellido castellano. Pero, salvo poquísimas excepciones, la sociedad no lo quería. Yo no sé por qué en Santiago se detestaba tanto al “Gringo”, en aquel tiempo, aunque eso empezaba a cambiar, a impulso de las familias más progresistas. Tampoco entiendo por qué al árabe, en cambio, muy pronto se lo había aceptado. Bueno, lo cierto es que Eleonora era una chica muy refinada –había sido educada en un colegio de la Orden de los Caballeros del Fuego– y ciertamente, hermosa. “Mi padre se enamoró de ella. Al principio, no: hay que contemplar que él estaba muy acostumbrado a ser perseguido por las mujeres; así que trató de dar cuenta de la inglesita como lo había hecho, hasta el momento, con todas sus rápidas conquistas. Mas el aplomo y el pudor de la niña transformaron su interés y lo llevaron a mirar con creciente interés las virtudes de Eleonora. “Fue un romance dulce pero también tempestuoso. Mientras no pasó de un juego, la familia no me preocupó. Pero apenas consideraron que mi padre estaba en trance de formalizar el vínculo, comenzó un tira y afloja que al fin, los llevaría al desenlace fatal. “Nuestra familia venía ya, en lo pecuniario, en franca decadencia. Habían quedado muy lejos los tiempos en que Juan Cruz Reynafé –abuelo de mi padre–, siendo ministro de Juárez - 212 -

Celman, asombrara a los vecinos haciendo fundir enteramente en oro la campana de nuestra capilla. En tiempos de mi padre, ya uno de los hermanos había tenido que empezar a trabajar en una oficina de los Tribunales, como simple administrativo. El mantenimiento de la casa se hacía cada vez más pesado. Se comenzó a mirar entonces, con especial atención, la “salida” matrimonial. Por aquel tiempo, se habían consolidado en Santiago varias fortunas árabes. Despreciados y ridiculizados al comienzo, estos feos inmigrantes habían logrado hacer excelentes negocios y se habían convertido, a la fecha, en los concentradores del 50% del poder económico de la provincia. Los árabes, luego de la etapa acumulatoria, muchos de ellos ya con su segunda o tercera generación en el país, estaban ansiosos por establecer vínculos familiares con los nombres tradicionales de la región. “A una de esas familias árabes, perteneció mi mamá. “Mi abuela paterna –ella era una Henestrosa–, encontró el modo de que mi padre conociera y comenzara a salir con Esmeralda Zuaín. Hay que comprender que mi padre no era de resistirse mucho a los designios familiares, menos si iban acompañados con la seducción de una mujer bonita. En beneficio de mi madre, debo reconocer que ella era una de las muchachas más hermosas de la ciudad. “Sucedió una tragedia. Quedó grávida Esmeralda. Pero eso no hubiese sido nada. Eleonora (es como para creerlo), la inglesita, estaba embarazada de tres meses, ya. Cuando mi madre le dijo a mi padre su novedad, él ya andaba con el problema de Eleonora martillándole en la cabeza. - 213 -

“Se generó una tormenta familiar; el loco de Belisario había preñado a dos jovencitas al mismo tiempo (bien que abuela Felicitas sabía muy bien lo que procuraba cuando favorecía largos períodos de vacaciones de su nieto con la turquita, en su casa de Belén, en Catamarca). Se imponía una decisión. “El casamiento era indeclinable. Pero había que optar por una de las dos. La otra, quedaría para siempre estigmatizada. Todo Santiago comentaba ya el asunto. La elección de mi padre fue Eleonora. La de mi familia, Esmeralda. “Belisario se casó con Esmeralda (ya se sabe). La turquita era muy rica. Eleonora, sólo una bonita chica, con un padre medio loco. “La ceremonia fue con todo el boato. Hay un silencio repentino. Es ya caída la oración. Celina ha prendido un farol y lo ha colocado, silenciosamente, en un horcón que sostiene el encatrado de una parra, muy cerca de donde conversan las mujeres. La narradora parece vacilar. –¿Y qué pasó con Eleonora?– pregunta por fin Celina. – Estaba buscando el modo de no ser melodramática…– dice mi madre. Eleonora se suicidó. El médico inglés y su mujer tuvieron otros hijos y hoy son una familia respetable de Santiago. “Del embarazo de Esmeralda Zuaín, nací yo. Mi padre, que se había vuelto un hombre triste, quiso bautizarme Eleonora.

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“En los años siguientes nacieron mis otras hermanas. Después, como si hubiera cumplido un deber que lo hubiese dejado seco, Belisario Reynafé se aquietó, pareció perder interés por todo. Permanecía sentado en un sillón, indiferente a lo que sucedía, sin tocar ya la guitarra ni el piano, hablando sólo cuando le hablaban, y aun así, en monosílabos. Yo lo recuerdo de esa manera. Tenía doce años cuando él murió”.

¿Por qué tiemblo? Esta turbulencia que siento, este vértigo, como el retumbar de innumerables tambores en mi cerebro ¿qué es? (Eleonora se retuerce desnuda sobre las ásperas sábanas del catre. Tiene el pecho con ecos.) Por qué tiemblo y siento este fuego en la sangre. Tengo miedo y todo está lleno de muertos. ¡Que se vayan! Yo sólo quiero a mi padre. ¡No me toquen, muertos! Vos sí, padre, tuyo es mi cuerpo, mis pies y la suavidad de mis senos. Tómalos, padre, acércate y cubre con la frescura de tu piel mi incendio. (Una lechuza fosforece en la noche.) Y no vienes. Todo da vueltas. No me dejes, padre, que estoy sola. ¿Y dónde está el farsante de mi marido, dónde están mis hijos? Ah, aquí están. Aquí están Juan Cruz y Fernando. Cómo duermen ellos, dichosos mis hijos. ¿No sería mejor que murieran sin conocer este mundo cruel que nos rodea? Para sentir lo que yo siento, este dolor, esta náusea, ¿no sería mejor que no crecieran? ¡Oh, Diosito, Diosito, perdoname por lo que estoy diciendo! Estoy loca, creo que ya estoy loca y la culpa es de él, - 215 -

de ese falso poeta. Ah, cómo me quema este cuerpo; me refriego y no hago más que bañarme en sudor, aumentar las náuseas. Ven, padre, ¿adónde andas? No, ustedes no, vayansé. Vete padrino Atanasio, es bueno que te hayas muerto, por lo que quisiste hacer conmigo cuando tenía doce años. Vete Manuela, negra maldita, vete. Padre, ¿no me quieres? ¿Por qué no te acercas, padre? Ah… aquí estás… ¿por qué vienes descalzo, con la ropa hecha pedazos?... Pobre, pobre querido, te han lastimado aves de picos curvos, te han arañado con sus garras. Pero estás bien, papá, tan hermoso como estabas. No te han tocado los gusanos. Ven, padre mío, ¿no quieres tocar la guitarra? Oh, qué tonta, qué te digo, si vienes tan cansado… ¿Dónde estuviste, que hace tantas noches no me visitas? Y tu cabello está blanco… ¡todo tu cuerpo está blanco! Pero no hablemos, papá, no hace falta. Ven, ven aquí, junto a mí. Cubre con tu cuerpo largo mi cuerpo, apaga el fuego de mi alma, toma en tus manos mi cintura, calma mi aliento con tu voz. Y olvidémonos esta encarnación tan torpe, que durante el día me impide estar con vos. Eleonora se ha dormido, con el espeso pelo mojado en sudor. Un leve resplandor violáceo comienza a delinear los objetos, en la pobrísima habitación.

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El traslado a la casa propia mejoró por un tiempo la relación entre Eleonora y Julián. La organización de los muebles que habían ido adquiriendo en esos cinco años de matrimonio, la decoración de los ámbitos –comedor, cocina, baño, dos habitaciones y galerías adelante y atrás, todo bastante espacioso –, la nueva rutina, en fin, de manejarse bajo un techo nuevo y sin condicionamientos, permitía mantener lo suficientemente ocupados los cerebros de los jóvenes esposos como para postergar conflictos aunque siguieran latentes. Cuando los dos miembros de la pareja son de carácter fuerte y temperamental, los niños soportan presiones que a veces pueden tornarse muy dolorosas. Para ese momento, especialmente Juan Cruz, debido a su carácter atrevido y contestatario, pero también Fernando, estaban habituados a recibir castigos por los motivos más insignificantes, o hasta en ocasiones por algún capricho de sus padres. Asumían actitudes diferentes ante ese castigo. Mientras Fernando lo recibía con resignación, como un corderito, que no entendía muy bien en qué había fallado, Juan Cruz se enfurecía y gritaba, usando la más groseras de las palabras que le había enseñado su abuelo para contestar los azotes y los retos de sus padres. Los cansaba. Aun siendo un infante de apenas cinco años, ellos no podían doblegarlo. En esos tiempos fue en que él se hizo el propósito de no llorar, por más dura que fuese la agresión. Una vez –muy tarde, bajo la luz amarilla del comedor– su madre lo azotó, pero él no derramó una sola lágrima, ni se quejó. Se quedó, enhiesto como un pequeño poste, mirándola fijamente, transmitiéndole todo el odio que le inspiraba esa mujer que lo atacaba. Fue entonces cuando ella le dijo: “¿Qué - 217 -

mirada horrible tienes!... ¡Mirada de diablo!” Las palabras que se dicen a un niño deberían ser siempre sopesadas antes de pronunciarse. En el corazón de cinco años de Juan Cruz, se grabó ese mensaje, como una culpa: “Tengo mirada de diablo”. Nunca olvidaría estos conceptos.

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La casa tenía adelante un espacio muy amplio destinado a jardín, al fondo, un extenso patio de cincuenta por diez, ambos, el jardín y el patio se comunicaban a través de un ancho pasillo, que –pared de por medio– lindaba con una similar disposición en la casa de los vecinos. Estos eran también un matrimonio joven, con un hijo de la edad de Fernando. Y otro recién nacido. El hombre descendía de una antigua y linajuda familia santiagueña –pero esto hubiera podido descubrirse sólo auscultando su genealogía. Por lo demás, el Carincho Villagra era uno de esos obesos, extraños, de miembros flacos y largos y sólo el tronco y la cabeza gordos, como si se hubiesen suspendido una sandía y un melón entre estacas. Fuera de su desagradable aspecto físico, tal condición se agravaba con un petulante bigotito a lo Hitler, que llevaba cuidadosamente recortado sobre el labio. El Carincho era un individuo estentóreo, grosero, que se ufanaba de tener sangre italiana en las venas. Su padre le había hablado muy bien de los europeos y de haberse casado con una gringa (una carnosa y ramplona muchacha, a quien el Gordo martirizaba). Carincho era uno de esos rarísimos especímenes – pero existente – de gordo con mal carácter. Como el barrio era nuevo había allí, cuando Julián y Eleonora se instalaron, solamente cuatro o cinco casas. Al lado de la casa del Gordo vivía su hermano, individuo más bajo y educado que el Carincho, pero no menos malhumorado; enfrente los Aliaga, parientes por lado materno de Eleonora, (una familia compuesta por el viejo, que nunca estaba, una vieja con cara de - 219 -

vizcachón, tres hermanos, dos chicas de Divito, una cenicienta y un hermano menor, inevitablemente engominado; al lado de las Aliaga, también enfrente, las Pérez Posse, un par de solteronas comehostias. Hacia atrás había solo dos casas: la de los Mc Cormick, un hombre grandote de bigote con una mujer petisa, bien formada, atildada y tres hijas, todos rubios; y la de Manuel Castañeda, hermano de Juan, aún sin habitar.

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Cuando pudo finalizar con la organización de su casa, Eleonora se sintió a sus anchas. Estaba bastante cerca del centro de la ciudad –unas quince cuadras– y tenía a sus primas enfrente para dejar a los chicos cuando deseara salir. Las solteronas Pérez Posse habían ofrecido sus servicios, también, en el mismo sentido. Una excitación particular la ganó cuando al fin terminaron las vacaciones. Julián tuvo que volver a su lejana escuela de campo y ella quedó sola… ¡y libre!... en la ciudad. Pronto reavivó sus conexiones sociales. Empezó a salir con tranquilidad, como en los mejores tiempos. Juan Cruz y Fernando eran grandes –al menos, lo bastante como para acostarse solos, cuando tenían sueño– y no la estorbaban ya. Era una suerte, después de todo, que fueran dos hermanos, tan seguidos. Entretenidos con sus juegos, ni se acordaban de que no estaba la madre. Un hecho fortuito vino a enriquecer aquel período de su vida. Un hombre que había significado mucho para su vida, a quien conociera durante su breve función de maestra en el campo, había sido trasladado a la ciudad. Ahora, en ausencia de Julián, podría verlo cuantas veces quisiera. Eduardo Méndez era el tipo más atractivo que conociera en su vida. Cuarentón ya, alto, de voz potente y sonrisa ancha, tenía todo lo que una mujer entera podría desear en un varón: sensualidad, cultura, don de gentes. El único inconveniente estaba en que Eduardo… era sacerdote. Pero esto no significaba ningún obstáculo para una mujer como ella, de pensamiento moderno y liberal. - 221 -

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Juan Cruz y Fernando jugaban a veces con dos chicos de su misma edad, que vivían en un humilde ranchito casi en el linde con el monte. A poco de llegar a la nueva casa, vinieron las fiestas de Reyes Magos. Esa noche cenaron con pan dulce y sidra. Al día siguiente, temprano, Juan Cruz y Fernando salieron a las calles de tierra con su cosecha de regalos, pistolas interplanetarias, que lanzaban balas de goma hacia un blanco con figuras de cohetes y platos voladores, una pelota cada uno, cascos. Los niños del ranchito los miraban asombrados. –¿Y a ustedes que les han traído? Preguntó Fernando –Nada– dijo el mayor de los hermanos. –¡Por qué? –Mi mamá me ha dicho que los Reyes Magos están pobres y no pueden traernos nada a nosotros. Juan Cruz sintió que se le trababa algo en la garganta. Tuvo ganas de llorar. Fue a preguntarle a su papá: – Papá, ¿por qué a los chicos del ranchito los Reyes no les han traído nada y a nosotros nos han traído tantas cosas? El poeta no supo qué contestar. Pasó el tiempo. - 223 -

Al año siguiente, la noche víspera de Reyes, Juan Cruz y Fernando se sintieron despertados por su padre, que los sacudía suavemente por los hombros. Se levantaron somnolientos y fueron al comedor, como les indicaba él. –Miren– les dijo, señalando con el dedo a un gran paquete había encima de la biblioteca– ahí están los juguetes. Vamos a sacarlos. Hay juguetes para ustedes y para los chicos del ranchito. –Los niños quedaron perplejos. –Yo soy vuestro Rey Mago. Ahora ustedes van a ser los Reyes Magos de los niños del ranchito. Van a llevarles sus juguetes y dejárselos en la ventana.

Eleonora se enojó mucho por la cuestión de los juguetes de Reyes. ¿Quién era este idiota para querer arreglar el mundo? ¿Se creía un Mesías? Y eso de ir a despertarlos a los hicos y sacarlos de su inocencia… Juan Cruz tenía cinco años, Fernando tres… ¿qué podían comprender ellos? El tipo que vivía en el ranchito era albañil, y capaz que ganaba más que el estúpido de Julián. Pero un borracho. Y este otro idiota iba a gastar su sueldo en juguetes para los hijos de aquel vago. Lo odiaba. La última pelea había sido terrible. Ella sacó el revólver y le apuntó al cerebro. Él tal vez pensó que no iba a ser capaz de matarlo. Se equivocaba. Estaba decidida a hacerlo. No lo mató porque en el último momento, en el último instante, cuando ya tenía amartillada el arma, pensó que iría a la cárcel. Era de día y en un barrio tan silencioso hubiera sido imposible ocultar el - 224 -

estampido. Como si el infierno se hubiera introducido en su vida con aquel animal de su marido, ahora la había dejado de nuevo embarazada. No venía casi nunca a la ciudad… pero cuando venía la dejaba preñada… ¡suerte maldita! Mas aunque fuera así, con su hijo en las entrañas, se iría. Lo había reflexionado muy bien, ya. No pasaría el próximo invierno sin que ella se hubiese librado, para siempre, de este miserable individuo.

A veces nos venían a visitar mi tía Lorena, con su novio, Luciano Zamora. La hermana de mi mamá era una mujer alta y delgada, pálida, de bucles negros hasta los hombros; parecía salida de un novelón romántico. Su amabilidad no bastaba para disimular un carácter nervioso en exceso. Mi “tío” Luciano, por el contrario, era un tipo manso y bonachón, alto, rubio, de límpidos ojos azules, medio rechoncho. Lorena nos enseñó un juego, en el cual, debíamos escribir los números del uno al cuatro, enfilados hacia abajo y tocándose de este modo:

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Después, diciendo “uno, dos, tres, cuatro, ¡ahí está tu retrato!” debíamos unir los extremos con una línea curva, de la siguiente manera:

“¡Ahí estás vos, Luciano, ahí estás vos!..” Le decía a su novio. Efectivamente el resultado del juego tenía cierto parecido con el perfil de Luciano. No dejaba de asombrarme aquella coincidencia. A veces nos venía a visitar también mi tío abuelo Arsenio, hermano del padre de mi mamá. En ese tiempo andaba con bastón. Era un tipo conversador y parsimonioso; causaba una impresión grotesca el verlo de traje, con un zapato en un pie y una alpargata en el otro. Se había pegado un tiro en ese pie, cargando la escopeta. Nunca curó bien de aquella infección. Mi tío en ese tiempo era intendente de Garza, puesto por “La Libertadora”. Mi mamá se lucía ante él con mis notas y con mi inteligencia. Una vez –poco tiempo antes de que ella se fuera– me hizo pasar un mal rato a causa de ello. La cosa ocurrió así: - 226 -

Yo hubiera tenido que repetir el primer grado “superior” a causa del cambio de morada, hecho antes de terminar el periodo. Mis padres, que a toda costa querían sacarme un niño prodigio, no se resignaban a ello. Entonces me pusieron a estudiar para que rindiera el superior libre, y pasara directamente a segundo. Así conservaría esa dudosa ventaja que llevaba a los otros alumnos, todos mayores que yo (me habían inscripto en la escuela a los cuatro años). El examen coincidió con una de las visitas de mi tío Arsenio. Llegué a casa, luego de rendir y me lo hallé sentado en la cocina, conversando con mi mamá. El camino había sido para mí una agonía. –¿Cómo te ha ido? ¿Rendirse bien?– me preguntó mi mamá. Apenas lo hizo rompí a llorar. La maestra, luego de examinarme, no me había dicho nada, respecto de si estaba bien o mal. Era una muy seca, y yo había temido preguntarle. Después, me había mandado de vuelta a mi grado. Primero “superior”… Yo había interpretado esto como una señal inequívoca de mi mal rendimiento. Si me mandaban de nuevo a formar con mis antiguos compañeros, quería decir que no pasaría a segundo grado. Tenía tanto terror a la admonición de mis padres (más a su desprecio que a los golpes), que la angustia más cruel se adueñó de mí, desde ese momento. Caminé las ocho cuadras que separaban a la Escuela Urquiza de mi casa conteniendo las lágrimas. - 227 -

Al día siguiente, mi madre fue a la escuela, para averiguar qué había sucedido. Le dijeron que había rendido muy bien, y pronto me trasladarían al Segundo grado.

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Julián y Azucena caminaron lentamente por los senderos del parque, tomados del brazo. Se habían encontrado hacía unos instantes. Por su expresión y su silencio el poeta comprendió que la muchacha se traía algo bajo el coleto. Decidió esperar: seguramente enseguida lo sacaría. –¿Nos sentamos Julián?– dijo ella. Fueron a ubicarse en un banco semioculto en la penumbra, frente a la Escuela Industrial, bajo un gigantesco eucalipto. –Ya es tiempo de que te diga algo– empezó Azucena. “Sonamos”, pensó el poeta. Ya se imaginaba lo que era ese “algo”. –Sí –contestó–, cómo no: lo que quieras. Ya hace mucho tiempo que llevamos este noviazgo clandestino, Julián. - 228 -

“Noviazgo”, pensó el poeta. No se acordaba de haber hablado de ello. Mi madre lo sabe. Mi padre, aunque se hace el tonto, lo sabe también. Mis amigas me preguntan cuándo vamos a formalizar… ¡Todo el mundo lo sabe en Santiago, Julián, hasta tu mujer! Ese no era el tema –pensó Julián Castañeda. Las mujeres siempre abordan los problemas por el ángulo equivocado. –Debemos decidirnos ahora, Julián. Te separas de tu mujer y nos casamos como corresponde… o no nos veremos más– exigió Azucena. –No nos veremos más– contestó el poeta, casi como hablando consigo mismo. Sorprendida por la rapidez de la respuesta, la muchacha se quedó contemplándolo con los ojos muy abiertos. En el rostro de Julián –mirada clavada en algún punto de la escuela, enfrente– se había pintado la dureza de su determinación. Azucena no supo qué hacer. Se sintió ridícula, ultrajada. Después, se levantó de golpe y se fue llorando. El poeta la observó esfumarse, entre las sombras de los árboles, con su vestido blanco agitándose en la brisa.

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12 Desde muy pequeño, Juan Cruz fue pegador. A poco de llegar a su nueva escuela, tuvo oportunidad de demostrarlo. Lo habían destinado a un aula que estaba al fondo, frente al segundo patio de la escuela. Era un lugar agradable y tranquilo. En los recreos, se llenaba de voces y niños. Había en ese primer grado “A”, un niño al que todos temían. Manolo tenía fama de loco peligroso. Con frecuencia atacaba sin razón a sus compañeros, descargando sobre ellos una furia inexplicable. Era, por lo demás, grande para su edad –seis años– y poderoso. Presentaba rasgos eslavos en su rostro rubicundo. Al salir al recreo, un día, Manolo empujó a Juan Cruz, que se había puesto en su camino. Juan Cruz le devolvió el empujón (y ya estaba preparado para cualquier otra medida). El irascible muchacho tiró un bofetón con la mano abierta hacia el rostro de Juan Cruz. Recibió el bofetón, pero aprovechó esa apertura para conectar un certero puñetazo, uno solo, en la mandíbula de su oponente. Manolo cayó como un títere al que se le hubieran cortado los hilos. Juan Cruz recibió una ovación. El otro se levantó, medio atontado, y se fue, tambaleándose, sin presentar - 230 -

más pelea. En aquel tiempo acababa de aparecer un boxeador potentísimo, a quien el periodismo denominaba “Juan Martillo”, los compañeros de Juan Cruz, a partir de su victoria sobre Manolo, lo llamaban “Juan Martillo”. Su abuelo Rodrigo, le había enseñado que no debía rehuir nunca una pelea.

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Mi madre solía salir por las tardes; nosotros quedábamos en la casa de las Pérez Posse o en las Aliaga. A eso de las seis, o siete, ella salía. Se vestía con mucha elegancia. Era bellísima; cuando iba por la calle, la gente se daba vuelta a mirarla. Y vestía muy bien, con gusto y distinción. Las señoritas Pérez Posse eran dos hermanas, de alrededor de cuarenta años cada una, creo. Una de ellas –Dalma– era feísima. Sobre un cuerpo grande y torpe, tenía una cabezota de gredas indomables, como implantada directamente sobre los hombros, prescindiendo del cuello. Su cara redonda terminaba en un ridículo mentón, con forma de pelotita de ping-pong; desde esa cara chata le miraban a uno sus ojos inmensos, oscuros y tristes, encima de una nariz ridícula, pequeñísima, con un par de agujeros gigantescos, que exponían su interior al público con obscenidad. Se llamaba Dalma Pérez Posse. Nosotros con mi hermano la habíamos bautizado “perro bull-dog”. La segunda, Laura, delgada y alta, no era tan fea, pero no se quedaba atrás respecto de su hermana en lo que se refería a severidad. Cuando nos tocaba quedarnos con ellas, sabíamos que seríamos - 232 -

vigilados como prisioneros. No nos permitían jugar en la calle ni ensuciarnos. Debíamos permanecer allí, con ellas, hasta que regresara mi madre o fuese hora de dormir. Un día, a la hora de la siesta, como yo me aburría, me habían dado unas revistas para que mirarse las figuras. Estaba solo, mi madre se había llevado consigo a Fernando. Ellas bordaban. Me puse a mirar una revista El Hogar. “Osvaldo Alcón, la revelación el año”, leí. “Hamlet es tal vez, uno de los personajes...”. Como fondo, se oía la conversación incesante de las señoritas. Debían estarle sacando el cuero a medio mundo, pero yo no percibía el sentido de la conversación, sino palabras aisladas. –Señorita…– me atreví a interrumpir. La conversación cesó. –¿Qué sucede? –¿Por qué será que muchas de las palabras que ustedes dicen yo las encuentro aquí? Pregunté. –Porque sos un chico malcriado, que escuchas las conversaciones de los mayores, en vez de atender a tus cosas– me respondió la señorita Dalma. La odié. Me quedé callado, incómodo. Detestaba a los mayores. Detestaba sus maneras de suficiencia respecto de los chicos. Casi todos ellos creían que nosotros éramos unos imbéciles, incapaces de comprender nada, a los que siempre debían estar corrigiendo. Algo de esos pensamientos debe haber trascendido en mi expresión, porque la señorita Dalma me dijo: - 233 -

–Vete a leer al jardín. Así no vas a escuchar más la conversación de los mayores. Un día, al venir de la escuela, sentí que desde la vereda de enfrente me gritaban. Era Beto, un lustrín de mi edad, que siempre estaba provocándome. Ya me tenía cansado. La calle Independencia es una calle anchísima, de doble mano. Sin pensarlo tiré los útiles y fui a buscar a mi adversario. Él dejó el cajón y avanzó hacia mí. Nos pusimos a golpearnos con entusiasmo, en el medio exactamente de la calle. Los autos pasaban a nuestro lado, esquivándonos. Desde el remolino de la pelea, alcancé a ver de reojo a las Pérez Posse, que pasaban en un coche de plaza y casi se caían por mirarme, escandalizadas. Volaron a contárselo a mi madre. Derroté al Beto, pero la paliza que no recibí de él me la propinó mi madre, luego. Por culpa de las malditas solteronas. Más tarde, cuando mi mamá no vivía ya con nosotros, solíamos estar con Fernando atorranteando en la vereda, cuando llegaban ellas. De vestidos largos y sombreros anticuados, caminaban tomadas del brazo, levantando la nariz y sin mirar a los costados, cual si fuesen la viva encarnación de la decencia. Las dejábamos pasar, y luego, haciendo la voz finita, decíamos rápidamente: – “Perro Bull-Dog”. Se paraban, ofendidas, y se daban vuelta. Nosotros mirábamos para arriba. Decidían seguir su camino. – “Perro BullDog”, de nuevo. - 234 -

Otra vez se paraban. Nos miraban con rencor. Pero no más de eso. Nosotros teníamos el respaldo de mi abuelo Rodrigo. Y eso era no poco peligroso, como se verá más adelante, para quien se atreviera a atacarnos. Tampoco nos dejarían ya nunca más con las solteronas. Ni con ninguna otra persona. La Abuela había venido para quedarse, siempre, junto a nosotros, incluso hasta cuando ya hubiéramos cumplido los 21 años. La gente mayor se solía asombrar de que con cuatro años, yo me manejara solo. En colectivo o a pie iba y volvía al centro sin problemas. Por las mañanas, me solían dar veinte centavos, para el sanguche. Un día, mi papá me quiso dar un poco más. Mi madre no se lo permitió. Pero, luego, entrando silencioso al baño, él me puso en el bolsillo del guardapolvo cincuenta centavos… A partir de allí, se estableció un pacto secreto entre nosotros. Cuando mi padre estaba, siempre agregaba un suplemento a lo que me daba mamá. Mi madre era muy tacaña. Como a la tarde tenía que ir a piano, necesariamente debía tomar el colectivo, pues quedaba lejos. Me daba lo justo para el boleto –cuarenta centavos– y me enseñaba que tratara de pasar sin pagar. Si lo lograba debía devolverle a ella las monedas, a mi regreso. En aquel tiempo los colectivos tenían chofer y guarda. El chofer sólo manejaba, mientras que el guarda iba por los asientos, cobrando los boletos. Yo me había hecho amigo de casi todos ellos, menos de uno: “el negro”. Era un mulato engominado y de mal carácter, que no perdonaba el boleto a nadie. Los otros no me cobraban: él sí. Mi madre sabía de esto. Así que, al volver, me preguntaba ansiosa: - 235 -

–¿Quién iba? Si yo contestaba “el negro”, significaba que me habían cobrado el boleto y no habría devolución de las monedas. Si la respuesta era “Pedro” o “Mamerto”, ella extendía la mano. Yo debía depositar allí, inexorablemente, las cuatro monedas de diez. Parece que yo era bastante simpático, cuando niño – seguramente como casi todo chico de cuatro años. Pronto me conquisté al “negro”, quien decidió no cobrarme más boleto, un día. Ahora bien, yo había reflexionado ya sobre el tema, llegando a la conclusión de que para mí era igual pérdida que se llevara las monedas el guarda o mi mamá. En ese tiempo salían revistitas semanales, que me gustaban mucho. “Rayo Rojo”, valía cuarenta centavos. Dos boletos de colectivo. “Misterix”, setenta centavos. Tres boletos. Decidí seguir haciéndole creer a mi madre que me cobraban boleto. De tal manera, tres o cuatro veces por semana (de entrada comprendí que no debía hacerlo todos los días, pues hubiese sido sospechoso), antes que mi madre preguntara, yo decía, con acento fúnebre, al regresar: –El “Negro”–. Ella seguía entonces con sus afanes, sin exigirme la devolución. Cuando se iba a cumplir con sus obligaciones sociales, me quedaba leyendo las revistas de historietas, que compraba con mis ganancias. Pronto comprobé las ventajas del sistema. Con cinco viajes de colectivo ahorrados, compraba el “Pif–Paf”, revista grande y colorida, también semanal. Con ocho viajes, el “Patoruzito”, revista más grande aún, y que traía “Tarzán”, “Don Pascual”, - 236 -

“Jim de la Jungla” y “Vito Nervio”. Había otras. “Poncho Negro”, “Bucaneros”, “Patoruzú”… eso sin contar las mexicanas, que traían “Tom y Jerry”, “La Zorra y el Cuervo”, “Archie”... El panorama que se me abría, en este campo, era vastísimo. El sistema no duró demasiado, sin embargo, pues poco tiempo después de inventado, mi mamá se fue. Y mi papá, por suerte, me permitiría comprar revistas con mayor libertad. Aunque siempre refunfuñando sobre el tiempo que yo perdía leyendo tales aventuras, en vez de cultivar mi pensamiento con los Clásicos de la Literatura Universal. Como él había hecho en su adolescencia. –Leé a Victor Hugo, chango… a Stendhal… aprovechá tu tiempo ahora… cuando seas grande, no vas a poder leer… Yo pude leer muy poco desde los veinte años en adelante– repetía, los domingos cuando se quedaba en casa y podía verme pasar horas con mis revistas de aventuras. –¡Ya vas a ver! – profetizaba: –¡te vas a lamentar de no haberme hecho caso, y haber perdido tanto tiempo leyendo esas historietas!... La profecía no se cumplió. Jamás me arrepentí de aquellas lecturas. Aunque por entonces no lo sabía, me había tocado transitar de la niñez a la adolescencia justo en el momento en que Argentina alumbró una pléyade extraordinaria de argumentistas y dibujantes. Como Héctor J. Oesterheld, Hugo Pratt, Alberto Breccia, José Luis Salinas, y decenas más. De ellos recibí conceptos e imágenes que hoy considero parte de la mejor Educación a la que tendría acceso jamás.

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–Quisiera que me reconozcas aunque sea el treinta por ciento del valor de la casa– dijo Eleonora. No te olvides que somos dos, con el que llevo en las entrañas. El poeta la miró en silencio. Bajó los párpados sobre sus ojos inmensos, negros como un pozo profundo. –No admito ninguna negociación sobre este tema. Las palabras eran articuladas de tal modo que exasperaban a la mujer. Detestaba ella esa gala que hacía él, hasta en los momentos más dramáticos, de su voz cultivada, de su dicción perfecta. –Si anhelas irte –continuó–, puedes hacerlo. Será tu voluntad. Pero los niños se quedarán conmigo. No estoy de acuerdo con la separación. No porque te ame. Por ellos. Además, ¿Qué podrías darles? No tienes a dónde ir. –Está bien –dijo ella–. No me iré. Pero quiero que me hagas una promesa. - 238 -

–Dilo– contestó él. –Que no vas a intentar tocarme: a partir de ahora, viviremos como si estuviéramos separados. Julián Castañeda no contestó nada. Se levantó con lentitud y se fue hacia el patio. –¡Promételo! ¡Prometelo!– le gritó ella. Pero no hubo respuesta. Eleonora se sintió impotente, desolada. Entonces fue que pensó aquel plan desesperado: se iría igual, sólo que ahora no le diría nada a él. Se iría, cuando él no estuviera. Y se llevaría a los dos niños.

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Juan Cruz despertó sobresaltado. –¡Miserable ramera!– oyó que gritaba su padre. – ¡Ah, vos, vos, tienes cara para decirme suciedades a mí, hijo de puta fracasado, pobretón con ínfulas de poeta! –¡Quién mierda te crees que sos vos! ¡Mala madre, mala mujer, eso es lo que sos! ¡Jamás has sido capaz de comprender tu papel en el mundo! ¡Pero no pido que lo hagas, sería demasiado para tu cerebro de mosquito!... ¡Sólo te pido que no te comportes, delante de todos, como una gran puta!– gritó Julián. Juan Cruz sintió que su corazón empezaba a galopar locamente, como otras veces. Le daban pavor las peleas de sus padres. Era un tipo de violencia que no podía soportar. Sintió otra vez subirle desde el estómago la náusea, esa náusea que le desesperaba, pues no terminaba jamás de resolverse y le agobiaba desde adentro. Entonces oyó ruido de vidrios rotos. Se - 240 -

levantó descalzo y fue a espiar la escena desde la puerta de la habitación. En el comedor, su padre pegaba puñetazos en el rostro de su madre. Por un instante vio el rostro de su madre, ya con un hematoma morado sobre uno de los pómulos. De repente ella se zafó de sus manos y corrió hacia el bargueño. De su costado sacó un atizador de hierro liviano que colgaba de un gancho. Juan Cruz vio su corto camisón rosa flotando, al volverse con el hierro en la mano. Julián Castañeda trató de tomarla nuevamente, pero un golpe veloz le alcanzó en plena cara. Pese a ello, finalmente logró inmovilizar a su esposa, y con violencia redoblada, tornó a golpearla. Eleonora cayó. Julián Castañeda sangraba de la frente. Como un poseído, empezó a pegar patadas en el cuerpo de su mujer. Ella se cubrió como pudo, sin intentar ya defenderse. Finalmente, se quedó inmóvil, en posición fetal, temblando y acurrucada contra un rincón. El niño miró hacia la penumbra de su habitación. Fernando dormía: su frente redonda y pálida fosforecía en la oscuridad. Juan Cruz sintió ternura por su hermano, enseguida pavor, melancolía, dolor, vértigo y una alucinación en la que el techo de la casa daba vueltas como una calesita. Entonces comenzó a temblar; luego cayó al suelo, llorando en silencio. Por fin pudo arrastrase hasta la cama. Allí se tapó hasta la cabeza y siguió llorando hasta que se durmió.

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Noticias de los diarios

EL PRESIDENTE GETULIO VARGAS SE SUICIDÓ AL DEMANDARLE LAS FUERZAS ARMADAS SU RENUNCIA A LA PRIMERA MAGISTRATURA DE BRASIL.

Gran repercusión del filme “La Strada”, de Federico Fellini.

DERROCAN AL GOBIERNO DE PERÓN. ASUME LA PRESIDENCIA EL GENERAL LONARDI. DECLARA QUE “NO HABRÁ NI VENCEDORES NI VENCIDOS”.

El vicealmirante Gabriel Maleville gobierna Santiago del Estero en nombre de la Revolución Libertadora

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ALEMANIA OCCIDENTAL ES INCORPORADA A LA OTAN.

Estados Unidos denuncia el apoyo soviético a las incursiones de los terroristas palestinos contra el estado de Israel.

ASUME LA PRESIDENCIA EL GENERAL ARAMBURU.

Detienen en México al agitador nacionalista cubano Fidel Castro

Falleció el general Lonardi

El general Aramburu ha tomado duras medidas represivas en la República Argentina. Luego de la intervención de la CGT, se ha dictado la prisión y el confinamiento de dirigentes políticos y sindicales. Pero tal vez el pico más alto de esta violencia sea el fusilamiento masivo de dirigentes peronistas militares y civiles, luego del levantamiento del 9 de junio de 1956.

Falleció el pintor Maurice Utrillo - 243 -

Un animal extraordinario genera temor y asombro en los aledaños del departamento capital, en Santiago. Se trata de una alimaña que por las noches mata ovejas y cabritos, sólo para devorarles el corazón. Se forman piquetes de pobladores para rastrearlo.

Luego del secuestro del cadáver de Eva Perón, de la CGT, por un comando de los Servicios de Inteligencia al mando de su jefe, el teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, el cuerpo embalsamado fue introducido en secreto en el departamento del mayor Antonio Arandia, quien se ofreció a custodiarlo. Allí sucedió un hecho trágico. Pensando que los peronistas podían venir en cualquier momento a buscarlo, el mayor Arandia dormía con la pistola cargaba bajo de la almohada. Una noche se despertó sobresaltado por un ruido y al ver una sombra que se movía disparó varios balazos. Luego descubrió que había dado muerte a su mujer embarazada, quien se había levantado para ir al baño.

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Rompococo tiene en su brazo izquierdo, apretándola por su cintura, a la princesita. En la otra mano, la filosa espada. Camina por sobre la muralla del castillo, quiere llegar hasta el último torreón para escapar desde allí a través de una escalinata de piedra. Gatito, con su espada luciente, sombrero y botas de mosquetero, lo persigue de cerca. En los ojos de la princesita hay un brillo de esperanza. Juan Cruz se ha dormido con la cabeza llena de imágenes. Utiliza los personajes de las historietas y los cuentos, e inventa con ellos aventuras nuevas. Nunca se aburre. Juan Cruz; vive dos vidas. Una, la de lo exterior, otra, la de la imaginación. Se distrae en exceso, a veces. Va por la calle imaginando historias, y se olvida de que existe. Una vez, se metió tanto dentro de una historia imaginaria que su cuerpo se fue relajando, los músculos distendiendo… e insensiblemente abrió la mano en la que llevaba su portafolio. Llegó a la escuela sin útiles: los había - 245 -

perdido en el camino, sin darse cuenta. Otra vez, había subido al colectivo mecánicamente, dejando sus métodos de piano en el asiento donde esperara. Los métodos recién comprados… Liszt, Bellini, Haydn… los más caros… su madre le pegó a causa de ello. Un ruido inusual lo despertó. Miró a su costado, Fernando durmiendo en la cama de al lado. Sintió una sensación dulcemente melancólica en el pecho. El niño de cinco años sintió ternura por su hermano de tres. Fernando dormía con la expresión despojada y triste de los niños ausentes. Sentado en su cama, Juan Cruz oyó ruidos de nuevo y percibió que había luz en el comedor. Tuvo un poco de miedo pero se levantó. Su madre había salido por la tarde, y no había vuelto, al menos hasta que ellos se durmieron. Fernando se había dormido primero. Miró de nuevo su rostro manchado con tierra, su frente anchísima, abultada, sus ojos que aún cerrados, eran grandes, su cabello castaño y fino en desorden. Oyó risas. Caminó hacia el comedor, de donde provenían. Estaba descalzo y en calzoncillos, aún con la camisa que se pusiera para jugar, a la tarde. Desde la puerta sin hoja que comunicaba los dormitorios y el baño con el comedor, los vio. En la cabecera, dando la espalda a los dormitorios, estaba Eleonora. Radiante, su cabello enrulado, despidiendo vibraciones, reía; aun vestía la ropa elegante y fina con que saliera a la tarde. Sobre la mesa, pata de chancho en rodajas, sobre una fuente de loza, bocaditos, una ensalada roja, blanca, veteada, con una pátina de mayonesa, una fuentecilla de repostería con masas, champán. Precisamente en ese momento, - 246 -

su madre le estaba sirviendo una copa de champán al cura Méndez. Había sido el estampido del corcho lo que lo despertó. Vio de frente al cura y el cura lo vio a él. Se quedó parado, en el arco que formaba la puerta, los pies desnudos y en calzoncillos, inmóvil. Allí sintió por primera vez en su corazón aquella especie de congoja, aquella sensación de desesperanzada indiferencia, que luego, durante toda su vida, tantas veces volvería. Y sintió deseos de caminar, caminar por un campo largo y desierto, libre, sin ver a nadie, sólo él y los pájaros, sólo él y el camino, las hojas de los árboles cayendo a su costado por el otoño, caminar hacia ningún lugar, viajar sin destino, sin fin, dejarse llevar por sus pasos, evitar los obstáculos que aparecieran en el camino y seguir, seguir, nunca parar, nunca mirar a los costados, no poseer nada, no reparar en nada, sólo en la inmensidad del camino, solo adentro de sí mismo. Por el gesto en la cara del cura Méndez su mamá se dio cuenta que algo pasaba y volvió la cabeza. Se inmovilizó la escena. Pese a que su madre sonrió, por un brillo en su mirada Juan Cruz comprendió cuánto les fastidiaba. Quedaron allí, él en la puerta, descalzo, ellos sentados ante la mesa, mirándose.

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–Chango, qué lindo culito que tienes– dijo el muchacho, alto y flaco, desde atrás. Debía tener unos diez años; Juan Cruz iba con Fernando. Era Quini. Siempre le molestaba, cuando salían de la escuela. Y tenía que aguantarlo como diez cuadras, pues por desgracia vivía cerca de su casa. Juan Cruz le temía. Era demasiado grande y duro como para pelearlo. Juan Cruz tenía recién siete años. –¡Qué lindo culito, mamita!– repitió el otro, detrás. Era la primera vez que lo asediaba yendo con Fernando. Fernando había empezado a ir a la escuela hacía algunos días. Juan Cruz se dijo que no podía quedar mal ante su hermano. Y su hermano le contaría luego al Tataviejo. Así que no le quedaban muchas alternativas. Como a un Kamikaze. –¡Eh! ¡Tesoro!... ¡Presentame a tu hermana!– seguía jodiendo el otro, como a dos pasos por detrás. Fernando miró a su hermano. - 248 -

–¡Mamita!... ¡Dejemé tocarle el culito!... – oyó Juan Cruz, casi junto a su oreja. Y antes que la mano del otro terminara de rozar la parte trasera del guardapolvo de Juan Cruz manaba sangre de su ceja, pues había recibido un puñetazo como un rayo. Asombrado de su propia presteza, Juan Cruz volvió a golpear sin perder tiempo, esta vez en el pómulo. Recién allí el otro reaccionó y logró aplicarle un fortísmo puñetazo en el ojo. Pero ya los transeúntes los separaban, un hombre trataba de calmar a Quini y otro instaba a los chicos a seguir en paz su camino. Quini sangraba profusamente de la ceja. Después de aquello, Juan Cruz se dijo que debía temer la revancha de Quini. Por un tiempo, anduvo en la calle con cierta aprensión. Pero el muchacho nunca más los molestó. Simplemente, cuando se encontraban, hacía como que no los había visto.

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En el invierno crudo de 1955 sucedieron dos hechos tremendos para Juan Cruz. El alejamiento de su madre y el derrocamiento de Perón. Ambas circunstancias las viviría él como asordinadas, confundido por la magnitud de sucesos que en muchos de sus significados se le escapaban, pero que lo sumían en un vórtice de sentimientos oscuros y dolorosos. Su madre se fue como planeara, llevándolos con ella en ausencia del marido. Juan Cruz recuerda, entre malos sueños y explicaciones huecas, habitaciones extrañas, rostros de gente que no conocía, sobresaltos. Después de nuevo su casa. Una mañana se despertó de nuevo en su casa. Miró hacia un costado: Fernando. Se levantó. Llovía. Su padre contemplaba la lejanía por la ventana, constelada de gotas. –¿Dónde está mi mamá?– le preguntó. Julián Castañeda lo miró con sus ojos grandes. – Se fue a Buenos Aires– contestó. - 250 -

–¿Para qué? – La tiene que ver el médico. Se hizo un silencio. –Va a demorar mucho tiempo. La tienen que internar en un sanatorio. Juan Cruz comprendió que su madre no volvería más. Su padre, mirando la llovizna a través de la ventana, lloraba. Usando de un abogado y de la policía el poeta había logrado arrebatarle los muchachitos a Eleonora, antes de que viajara. Ella había huido de él, deambulando de casa en casa mientras conseguía el dinero para irse a Buenos Aires. El cansancio, su vientre de siete meses, la soledad, la habían derrotado. Entregó a los niños sin resistencia, finalmente y se fue sola, con el embrión ya casi maduro en las entrañas. A la mañana siguiente vieron llegar a la Mamavieja, con dos valijas. No sintieron gran alegría, como hubiera sido en otras circunstancias. Todo adquiría matices patéticos: se estaban desarrollando hechos demasiado graves, sin la menor posibilidad de que ellos participaran en su gestación. Juan Cruz se sentía como un inválido de pies y manos en medio de la batalla. La Mamavieja se quedó a vivir. Nunca le perdonaría el abuelo que se hubiese ido así de su casa, sin consultarle siquiera, para ocuparse de los pichones. Los frutos ácidos de otra vida de desavenencias, se estaban mostrando: la Mamavieja era fuerte, - 251 -

ahora, con el apoyo de todos sus hijos, grandes y talentosos, que la veneraban. Pese a su infinita bondad, llegaría a ser cruel en algunos actos, con el viejo, a quien parecía necesitar sólo para cobrarse antiguos agravios. El tío Manuel y su esposa habían venido del campo; su casa estaba terminada. Pronto la habitarían. Jaime también apareció dos o tres veces; el Tataviejo iba y venía. La casa se pobló, como nunca antes, de Castañedas. El tiempo comenzó a deslizarse ahora con otro sentido. Cambió el aspecto de la casa. Juan Cruz se detenía a veces, algunos años más tarde, ante un adorno colgante, de terciopelo relleno con algodón, que perteneciera a su madre y quedara olvidado en la manivela del ropero grande. Ese solo objeto se desprendía tan nítidamente del conjunto, era con tal evidencia el componente de otro orden, que resultaba un extranjero, el testimonio inmóvil de un tiempo roto, en su continuidad familiar, para siempre. En aquel invierno Juan Cruz fue varias veces al cine. Daban una película en episodios: “El superhombre”, todos los domingos. En blanco y negro. Su padre los llevaba hasta la puerta del cine (“Petit Palé , Petit. Palé”) a la una y media, y los pasaba a buscar, cuando terminaba. “Noticias Argentinas”, de relleno. En una de esas veces Juan Cruz vio aquellas escenas que no olvidaría en toda su vida. Fue en un noticiero. Recuerda, las imágenes oscuras, el sonido de las sirenas, el miedo, el miedo, la voz del locutor: “Bombardean Plaza de Mayo”. Luego los cadáveres, algunos sin brazos, algunos sin cabeza, cadáveres de hombres jóvenes y mujeres mutilados, gente corriendo, la - 252 -

cinta parpadeando, los ojos abiertos de Juan Cruz, la muerte, el miedo, el miedo. Se veía a los aviones pasar rasando y la gente correr buscando resguardarse, el estallido; después los muertos, esta vez era de verdad, no era de novela sin saber muy bien por qué Juan Cruz lo supo y su corazón se estrujó, percibió la preocupación inmensa en el rostro de Perón apareciendo, hablando con voz quebrada, “un odio desmedido se ha desatado en contra de mis queridos descamisados”, Perón –el Tataviejo– Perón– el Tataviejo, “un odio desmedido se ha desatado en contra de mis queridos descamisados”. Salió del cine con el rostro serio, mudo. El padre no le preguntó qué le pasaba. Ya conocía esos extraños estados de ensimismamiento que atacaban a su pequeño hijo, de vez en cuando. Era preferible dejar que se le fueran solos, sin hablarlo. Después, llegó aquel duro septiembre en que el padre, el abuelo, trajinaban afligidos, escuchaban la radio, siguiendo hora a hora las noticias, apareció el tío Jaime, Juan Cruz vio la culata del revólver asomando bajo el saco, algo inmenso y extraño sucedía, vino el tío Manuel también, se vivía un clima de luto en la casa y sin embargo, en la calle, había quienes festejaban. El chico de las Aliagas, dos años más que él, se había subido al techo de sus casas, habían puesto una bandera argentina, inmensa, provocativa y gritaba: “Viva el general Lonardi”, “Viva la Revolución Libertadora”. Los Aliaga habían andado, él veía a las mujeres, las chicas de Divito, bajar de un Jeep con altoparlantes, habían andado organizando los festejos (“radicales”, le había dicho la Mamavieja, “ellos son radicales” ), “radicales”, “radicales”, pensó Juan Cruz y esa palabra se grabó en su mente como una imprecación; “subí al techo, vos - 253 -

también”, le dijo la Mamavieja y Juan Cruz se subió al techo y se puso a gritar, con todas sus fuerzas: “Viva Perón, carajo”, y Puppy, el chico de los Aliaga, se le cagaba de risa desde el techo de enfrente le decía: “Callate pelotudo, Perón ha huido como un cobarde, viva Lonardi, viva Aramburu, viva la revolución libertadora”, “radicales”, pensó Juan Cruz y le tiró una pedrada que el otro contestó y se desató una batalla de ladrillos de techo a techo hasta que su abuela le gritó desde abajo “Bajate mi hijo, por favor, ya está”. Por primera vez en su vida sintió la impotencia ante lo irremediable, sintió que todo lo terrible sucedía, sucedía, y nadie, ni sus padres, ni su Tataviejo, ninguna fuerza en el mundo podía hacer nada para evitarlo. La tensión de aquel día fue al llegar la noche algo insoportable y Juan Cruz lloró, lloró hasta quedar dormido. La tristeza silenciosa se apoderó de los días. Una tarde volvió su papá del trabajo y dijo: “Hay que esconder las fotos de Perón y Evita, están persiguiendo a los peronistas”, y Juan Cruz los vio, con su abuela, afanarse en subir al placard más alto los dos cuadros que antes tuvieran en el comedor, taparlos con toda clase de trastos viejos hasta que desaparecieron y finalmente poner encima de ellos, como una ironía, su viejo sulkiciclo. Después vio a su padre salir al patio, armar una pilita en un rincón y quemar los libros. Quemar los libros. Quemar los libros. Día a día llegaban las noticias, preocupantes; no las del diario, las otras, la de aquella red oral y clandestina, de parientes, de compañeros, de amigos: “Di Pietro traicionó, se dio vuelta como una media ese hijo de puta, Fulano traicionó, Mengano traicionó, Perengano traicionó…”, traidor, traidor; otra palabra de fuego para la mente niña de Juan Cruz. Casi todos - 254 -

traicionan, muy pocos son valientes, hace falta mucho valor para resistir. A uno del Sindicato de Maestros que se había pasado de bando, lo bautizaron sus tíos “Alma de Gallina”. El mote le quedó para siempre y muchos años después, durante las renovadas luchas sindicales, sus tíos y su padre se referían a él sólo por ese apelativo. “Alma de gallina”. El cobarde es el peor hijo de punta, decía su abuelo. Preferible es el enemigo que te ataca de frente, a ese yo lo aprecio, decía el abuelo, pero al traidor hay que pegarle un tiro en la cabeza. Uno solo, y de calibre pequeño, para no gastar munición en el hijunagranputa.

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e Piensa que no debería huir, Juan Manuel, pero también si tiene sentido enfrentase solo contra cincuenta hombres, soy el menos valiente de los Castañeda, piensa, mi padre acompañó al general Quiroga en Oncativo y La Tablada, no había guerreros más temerarios: él y Peñaloza, que en ese tiempo era un muchacho, su padre era amigo de Peñaloza, Juan Manuel, y Usted no fue capaz de impedir que lo asesinaran desarmado:

La Patria es un dolor que aun no tiene bautismo sobre tu carne pesa lo que un recién nacido.

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Es una sombra que le encoge el corazón como un falso soplo, la tierra en polvareda, como un pájaro oscuro atravesando los siglos, llevando consigo el dolor de tanta sangre, tanta lucha, la Patria en manos de los otros y en usted la impotencia, la muerte venciéndolo, no doy más, piensa, hemos nacido para existir como salvajes, matando y muriendo, degollando, emborrachándonos con sangre de hermanos, los ingleses sin esforzarse consiguieron lo que buscaban, la Patria en manos de los otros, pronto serán ellos los dueños de todo lo que se haga en la Nación, ¡ay, Nación Argentina!, ¡ay, Santiago del Estero, Madre de la Patria! ¡Ay, Catamarca, Salta, La Rioja!, han decretado a sangre y fuego vuestras muertes. Pero no moriremos, se dice Juan Manuel –aun sin saber de qué manera puede eso ser posible.

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Ahora que la madre no estaba, el Abuelo iba a almorzar todos los días en la casa de Julián Castañeda. Le veían llegar, los niños, en tiempos de vacaciones, cuando doblaba la esquina y aparecía, con paso rápido, a una cuadra de distancia. Algo se modificaba sustancialmente al estar el abuelo en casa. Los niños se sentían protegidos, respaldados. Sin haberlo analizado racionalmente, Juan Cruz y Fernando percibían cierta inestabilidad, cierta incomprensibilidad en las actitudes del poeta. Su personalidad era demasiado compleja, demasiado llena de matices para la capacidad de discernimiento de sus hijos. Los seres humanos precisan de conductas claras por parte de quienes cumplen un rol referencial en la familia. El carácter pétreo del viajo, su mentalidad, muchas veces arbitrariamente maniquea pero de adhesiones y rechazos nítidos, se presentaba con - 258 -

seguridad fascinante a los ojos de los niños, cuya mente adiestrada por las historietas precisaba hallar en el mundo héroes con quienes identificarse. Ese individuo alto, de rasgos netos y bellamente masculinos, ojos claros y mirada arrogante, voz fortísima, que parecía absolutamente seguro de cada cosa que decía, desplazó de un modo arrollador a la imagen del sensible poeta, como referencia paternal, en la dúctil afectividad de los niños. Por otra parte, él estaba en la casa más tiempo que su verdadero padre. En un período en que se graban ciertos arquetipos, cuya sensibilización se había agudizado por la ausencia de la madre, la figura poco comunicativa y con frecuencia ausente del padre se fue desdibujando para dar paso a dos gigantescos, verdaderos tótems, a partir de entonces omnipresentes en la vida de los niños: la Mamavieja, el Tataviejo. Ella, figura silenciosa, lenta, ostentaba aquel magnetismo sobrenatural de quien posee un conocimiento transmitido por atavismos ancestrales. Mujer de baja estatura, nota acentuada por sus cabellos que llevaba larguísimos, armados en dos trenzas, arrolladas sobre su cabeza formando un rodete; rostro moreno, de finos rasgos indígenas, la expresión de su rostro poseía una solemnidad que estremecía, ese tipo de solemnidad que se percibe en seres habituados a transitar caminos por donde se borran los límites de lo concreto y la metafísica. Un rostro casi inexpresivo, surcado de finísimas líneas que lo recorrían arriba y abajo. Las manos, delicadas en su contorno pero curtidas por los trabajos y los años, parecían sobrevolar los objetos, con el desplazarse calmo de las gaviotas cuando - 259 -

planean. Su voz tenía una extraordinaria particularidad; por más bajo que fuera su acento, de cualquier lugar de la casa en que se estuviera percibíanse sus palabras. Poseía tal maestría –tal vez innata– en la articulación, que no le necesitaba esforzarse ni levantar la voz para hacerse oír, aun en medio de los ruidos. Sus frases daban la impresión de que fueran colocadas, partiendo de su boca, junto al mismo oído del interlocutor. Más tarde, ya de grande, Juan Cruz pediría por favor a su abuela que no hablara cuando quería dormir la siesta. Bastaba que ella pronunciara una sola frase para que él se despertara; tal era la claridad de su dicción. Los ojos de la Mamavieja, del color de la caoba, pequeños, circundados de arrugas, parecían mirar desde una caverna hondísima, donde habitase la historia milenaria de nuestra humanidad. El Tataviejo –un Tamerlán, un Facundo– , por el contrario, era un individuo exuberante, altivo, de movimientos rápidos y vigor temible. Su temperamento exaltado, al encerrase en los modales medidos y la conducta austera que él trataba de asumir, daba una impresión similar a la que transmitiría una pila radiactiva encerrada en una caja de metal. Se tenía, al estar en su presencia, la sensación de estar contemplando un volcán siempre a punto de estallar. Caminaba como lo haría un militar, lo que, dada su natural elegancia, causaba un efecto impresionante y le otorgaba autoridad. Usaba el pelo cortado al rape en los costados y su frente amplísima, con dos entradas, parecía continuarse, hacia atrás, formando un óvalo perfecto, en sus cabellos suaves y ondulados, negros, que él llevaba siempre aplastados con fijador. A los sesenta años, Rodrigo Castañeda presentaba un porcentaje mediano de cabellos grises, armoniosamente - 260 -

combinados con los oscuros. La mirada de sus ojos verde claro podía compararse a la del halcón o el águila, y sin duda era tan peligrosa o más que la de aquellas aves. Las manos medianas, de piel seca, se parecían en su perfección a las del David de Miguel Ángel, y sabían levantarse con distinción o mesura, para acompañar algún párrafo de su rica conversación. Por razones que no le son posibles al narrador explicar, Rodrigo Castañeda, pese a no haber recibido jamás educación escolar, poseía un manejo de la lengua, la dicción y la voz propios de un conferencista. Quizás la cultura de un tiempo en que casi no existían las comunicaciones electrónicas, los vastos silencios del campo, los ejercicios narrativos en las ruedas junto al fogón, la prueba constante de arrear miles de cabezas de ganado… se nos ocurre suponer… Pero hemos conocido a otros individuos, contemporáneos aquellos, y no estaban dotados con parecidos talentos. Lo cierto es que el Tataviejo poseía tal expresividad en su voz, metálica, gruesa, tal riqueza de matices, dicción tan perfecta y manejo tan variado del lenguaje, que su conversación magnetizaba. Unido a estos factores, contaba con el bagaje de experiencias propio de un hombre que ha conocido y protagonizado, en su vida, numerosas aventuras. Juan Cruz y Fernando se hallaban, entonces, con que convivían ahora en su casa junto a dos seres que resultaban ante ellos extraordinarios, difícilmente igualables en la población exterior, y hasta en algunos personajes de novelas.

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Los dos hermanos –Jaime y Julián– fueron dejados cesantes de sus trabajos como maestros. Sólo Manuel conservó su ubicación –tal vez porque trabajaba en un lugar tan inhóspito que a nadie le interesaba reemplazarlo. Como quiera que fuese, Julián ya había decidido renunciar a su puesto, para venir a quedarse con los niños y su madre, en la ciudad. Pero había planeado hacerlo con lentitud, preparando alguna colocación segura en Santiago, antes de abandonar la escuelita. La “Revolución Libertadora” aceleró su propósito, dejándolo, de la noche a la mañana, literalmente en la calle. - 262 -

Desde hacía algunos meses, el poeta se había ido acercando a la radio; escribiendo guiones para algunos locutores primero, tomando luego, personalmente, una audición semanal. Se dijo que allí estaba la primera puerta a donde debía llamar. No era una posibilidad demasiado cierta: la emisora estaba manejada por capitales privados en su cincuenta por ciento, mientras el otro cincuenta por ciento pertenecía al Estado. Los directores y personal jerárquico surgían del acuerdo entre los accionistas y el Estado. Y ahora el estado era antiperonista. El gobierno del hosco general Aramburu había comprendido el importantísimo rol de las radios en el país –por esos tiempos, el único medio masivo de difusión– y había extremado el control de la cadena nacional, purgándola cuidadosamente de peronistas. Julián Castañeda se presentó ante el despacho del director una tarde de enero. Pese al calor, vestía riguroso traje negro. Esperó unos minutos en la antesala y pronto lo hicieron pasar. El doctor Galíndez era un individuo de aspecto severo y elegante, porteño, designado hace dos meses para conducir la emisora santiagueña. Ya conocía al poeta y lo respetaba. Julián Castañeda estaba seguro de que tenía muy en cuenta a su talento. Cuando le planteó su situación, Galíndez, luego de hablar un poco de su deseo de dotar a la radio de un buen equipo humano, que la catapultara al primer nivel en el norte, le manifestó que vería con mucho gusto su incorporación como guionista en tal equipo. –Naturalmente, lo tomaremos como contratado. Es lo que se estila, le iremos renovando el contrato cada tres meses, hasta que el directorio decida efectivizarlo. - 263 -

Entonces, el poeta consideró llegado el momento de hacer una advertencia: –Doctor Galíndez –dijo–, usted me está dando una gran oportunidad, con lo cual demuestra su aprecio por mí. Creo que no debo defraudar su aprecio, ocultando algo que tiene importancia y puede poner en peligro la confianza que usted deposita en mí. “Debo decirle que soy peronista”. El otro carraspeó y lo miró fijamente. El poeta siguió: –Tenga en cuenta que digo “soy”, y no “he sido”. Sucede que, a diferencia de muchos que hoy se golpean el pecho arrepentidos por esa causa, yo considero que voy a seguir siendo peronista. Mientras alguien no me demuestre que estoy equivocado. El director extrajo un largo cigarrillo norteamericano de una pitillera de nácar con filetes dorados, y lo encendió con un objeto que tenía la forma de una sirena tetuda, de cuyas nalgas esbozadas salía un feo mecanismo de metal que, al abrirse, dejaba al descubierto una mecha encendida. –Bien– dijo el poeta– eso es lo que quería decirle, señor director, antes de firmar cualquier contrato. Sé que no es ninguna carta de recomendación, pero por hidalguía, no puedo ocultarlo. El director aspiró el humo con lentitud, y lo expulsó luego formando arandelas. Julián le esperó pacientemente, inmóvil. - 264 -

–Mire, Castañeda– dijo, al fin–, personalmente soy un individuo apolítico. Tal vez fue por esa razón que me designaron aquí. El hombre hizo otra pausa. Luego continuó: –Pero comprendo las motivaciones que llevan a los ciudadanos a tener su ideología. Aunque no las comparta. Sonó el teléfono. Con gesto automático Galíndez corrió la manija que había a un costado del aparato y se oyó el timbrazo resonar en otra oficina a la distancia. –¿Pensó usted que yo no sabía de su extracción política la ofrecerle el cargo?– dijo el director, para responder casi sin pausa a su propia retórica–: Yo lo sabía muy bien. Pero también sabía de su inteligencia y de su seriedad. Mirándolo a los ojos, continuó: –Usted es un hombre joven, Castañeda, pero muy inteligente. Estoy seguro, créalo, estoy segurísimo de que usted no confunde arte con agitación ni política con panfleto. Mientras aquí conserve esa distinción, no va a tener ningún problema. Yo, creo en su talento. Y para la radio, quiero su talento. Lo demás, si en la vida privada es peronista o radical, a mí no me interesa. Lo cierto es que no había en Santiago, en ese momento, otro escritor con la capacidad asombrosa de producción que ostentaba Julián Castañeda, ni quien lo igualara en su imaginación y conocimiento del gusto popular. Galíndez, astuto hombre de radio, comprendía esto. Las cartas, desde que empezaron los programas de Castañeda, se habían duplicado. - 265 -

Este hombre sabía generar ese nexo mágico, magnético, entre el emisor y el receptor del mensaje radial. Julián Castañeda compró, con los últimos pesos que le quedaban, un vino tres cuartos para su madre y una bandeja de masitas de Apolo para su hijos. Con tales exquisiteces celebraron, esa noche, su nombramiento.

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El tío Jaime se había escondido en la casa vacía de Manuel. Nadie sabía que se alojaba allí. Juan Cruz, por la nochecita y al mediodía, le llevaba las comidas. La Mamavieja preparaba el plato de guiso de pollo, sanguches, pan, amorosamente, todos los días: lo tapaba con otro plato hondo, lo envolvía en un repasador y hacía arriba un nudo. Se lo daba a Juan Cruz. “Vete por aquí, sin que te vea nadie”, y Juan Cruz salía, pisando el escombro de la tapia que había volteado el ventarrón, dejando un gran hueco atrás, pasaba por al lado del corral de chanchos, se metía entre los yuyales que subían hasta mucho más arriba de su cabeza, llegaba inadvertido hasta el patio trasero de la casa de - 266 -

Manuel –las casas estaban construidas de tal modo que se daban las espaldas, con un espacio de unos 200 metros entre sí, donde crecía un yuyal salvaje en el que habían marcado un senderito los pasos de los niños y los animales. Silbaba, cortito, como le habían enseñado. Veía aparecer el ojo de su tío Jaime por la rendija del postigo. Después le abrían la puerta y rápido como una sombra entraba. A un costado del “quipu” con comida que los dedos de su tío desanudaban, sobre el escritorio marrón con papeles, había un revólver, 38 largo, inmenso, grisáceo, cargado, y una caja de balas junto a él. Juan Cruz aprendió a vivir como un perseguido a los cinco años. En la casa se hablaba en voz bajita, y se callaba con un temor supersticioso cuando el tema empezaba a rozar demasiado lo político. Su mente grabó palabras de conversaciones donde se hablaba de “fusilamiento del general Valle”, de la “Resistencia Peronista”. Más tarde, dos o tres años más tarde, cuando empezara a aficionarse a los libros de arte, esa etapa quedaría simbolizada patéticamente en un cuadro, cuyas figuras y colores se grabarían para siempre en la imaginación de Juan Cruz. Bastaba con que pensara “1955”, para que en su mente apareciera, con la nitidez estremecedora de los sueños, aquel cuadro: “El 3 de Mayo”, Francisco de Goya. Una tarde fue a llevar la comida al tío Jaime y notó que algo raro pasaba. Había un auto negro, frente al jardín de la casa. Dos hombres de traje, uno de ellos fumando, conversaban, apoyados en la verja. Al verlo venir, callaron. “Policías”, pensó Juan Cruz. En vez de detenerse, siguió de largo, pasando muy cerca de ellos. Apenas llegó a la casa de los Rivas, que aún estaba en - 267 -

construcción, dejó el plato y dando una complicada vuelta por entre los matorrales volvió. De tras la alambrada del Hogar– Escuela, entre los yuyos, observó agazapado lo que sucedía. Había logrado llegar justo al frente de la casa, sin que lo vieran. Por unos minutos, no sucedió nada. Luego, vio abrirse la puerta. Los hombres ante la verja se enderezaron. Del rectángulo oscuro emergieron dos más, de civil como los otros y en el medio su tío, con una valija en la mano. Su expresión era serena, pero como la de alguien resignado. De repente, una idea ominosa se presentó en su pensamiento, como un estallido. Su corazón comenzó a galoparle en el pecho: “Los comandos civiles”, pensó, y esa denominación temible le congeló la sangre… ¿Y si no era la policía?... ¿Si eran los comandos civiles? Juan Cruz sabía, por las narraciones de los mayores, que esos lúgubres individuos eran las manos asesinas de “la libertadora”. Decidió jugarse y como un gato se subió en lo alto de un inmenso eucalipto (desde allí saltaría al monte, si intentaban pillarlo, y se perdería entre los matorrales), gritó, justo en el momento en que su tío iba a subir al asiento trasero del auto: –¡Tío Jaime! ¡Tío Jaime! ¿A dónde te llevan, tío Jaime? Todos se detuvieron y le miraron. Pero nadie reaccionó con violencia. Luego de unos segundos, su tío le reconoció y dijo: –Es la policía, hijo. Avisale a la mamá y dile que no se preocupe, es la policía. Ya voy a salir. –Somos de Investigaciones, muchacho– dijo uno de ellos, canoso– decile a tu mamá que no se preocupe, que le vamos a tomar declaración y va a salir. - 268 -

Pese a ello, Juan Cruz esperó que se fuera el auto negro antes de bajarse del eucalipto. Después, voló a avisarle a la Mamavieja.

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La mañana estaba fría y gris. Por fin el tren llegó a Retiro. Una marea humana empezó a deslizarse hacia las puertas, para derramarse luego en los andenes de la monstruosa estación. Había sido un viaje largo y penoso. Olores de todo tipo, gente desagradable, animales, borrachos. Eleonora esperó a que descendiera casi toda la gente, antes de levantarse. Llamó al guarda, que acertaba a pasar por allí, para que la ayudara con las valijas. El hombre –de unos cuarenta años, bigote prematuramente canoso– la miró con frialdad y dijo: –No puedo, señora, disculpe. Estoy muy ocupado. - 269 -

Maldiciéndolo, forcejeó como pudo con las dos grandes valijas, hasta que logró depositarlas sobre el andén. Debería pagar un changarín para hacerlas llevar hasta el depósito. –Su vientre de ocho meses casi le impedía cualquier tipo de esfuerzo. Cuando lo hizo, caminó hasta encontrar un teléfono público. Sacó la libretita de direcciones. ¿Por quién empezaría? –Santa María., tu eres mi guía –pensó y cerrando los ojos, abrió en cualquier página. Leyó: “Sánchez Iramaín, Federico. Abogado”. Marcó lentamente: 7-1… 9-5-2… 6… 0. Los números de las grandes ciudades eran interminables. –¿Aló?– contestó una femenina voz. –Sí –dijo Eleonora– ¿es la casa del doctor Sánchez Iramaín? –Así es –, dijo la voz – ¿qué desea? –¿Podría hablar con él? –¿Quién lo llama? –Eleonora Reynafé. –Un momentito por favor. Veré si puede atenderla. Esperó. –¿Hola?– una voz masculina. –¿Doctor Sánchez Iramaín? Soy Eleonora Reynafé. De Santiago del Estero. Sobrina del doctor Rojas. Sí, sí. No, estoy - 270 -

en Buenos Aires. Necesito hablarlo, doctor… bueno, mire, me acabo de separar de mi marido… sí, en forma definitiva… sucede, doctor, que no conozco a nadie aquí, y… –Hija, yo lamento muchísimo lo que le ocurre, pero por desdicha para usted yo debo viajar mañana mismo a Francia… mis pasajes están reservados… Volveré dentro de tres meses y si entonces puedo serle de utilidad… Eleonora sintió un sabor amargo en la lengua. –… Ah, no olvide darle mis afectuosos saludos al doctor rojas, si lo ve– decía el otro. Cortó. De nuevo empezó su rogativa interior: Santa María. Tú eres mi guía…. “Elina Nuñez de Terán”. Marcó. La señora no estaba. ¿Si cuando volvería? No, no había una fecha exacta. La señora estaba en Salta. Como el viaje era muy largo, posiblemente se quedaría un tiempo allí. Santa María, Tú eres mi guía… No era su guía, evidentemente. Todos a quienes llamaba, cuando daba con ellos, le contestaban con frialdad, en forma vaga, o directamente la rechazaban. Acabó las monedas que tenía y miró el reloj: la una y media. Por primera vez, tomó - 271 -

conciencia de su completa, total soledad. Sintió una punzada en el vientre. Su hijo se movía. Compró un sanguche de milanesa en un carrito ambulante, y se sentó a comerlo en uno de los bancos sucios con grasa y tierra de la estación. De pronto le pareció que el mundo era inmenso y desconocido y ella se había quedado ciega, sorda y muda.

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La radio era, en esa época sin televisión, el eje de una gran cantidad de expectativas, anhelos y gratificaciones. Cualquier información importante, fuera en su aspecto noticioso, fuera en el científico o artístico, tenía que pasar alguna vez por la radio. La población de la provincia tenía en ella su principal fuente de noticias y esparcimiento. En las oficinas, los talleres, las fiestas familiares, la radio era una compañera permanente. Las tertulias sociales estaban siempre matizadas con referencias a algún tema - 272 -

radiofónico, o a sus locutores o personajes. Se tejían conjeturas y especulaciones sobre la vida personal de tal o cual figura: bastaba con tener algún puesto en la radio–aunque fuese administrativo–, para ser un personaje destacado, en el Santiago de los ‘50. Toda esa atención pública se reflejaba en la situación económica de la radio. Niña mimada de la sociedad, sus avisos se cotizaban a un excelente nivel y su estabilidad económica era indudable. A esta expectativa social había que responder con eficiencia, razón comprendida entonces por los directivos, quienes trataban de que cada detalle de la programación y el nivel artístico de la emisora estuviese cuidadosamente planificado. No se emitía una sola audición, un solo aviso radial, que no estuviese revisado, ensayado y aprobado, buscando para cada tema la voz apropiada, para cada producto a anunciar, el tono y la inflexión que resultara más sugerente. Un mundo de personas se movía, entonces, alrededor de ese medio. Actores, locutores, técnicos de sonido, animadores, poetas, pintores que deseaban dar a conocer su obra, escritores que aspiraban a que se les conceda un programa, colegiales, que deseaban anunciar su próximo viaje de estudios o una kermesse, más colegiales, que deseaban conocer de cerca al locutor de tal o cual programa y coquetear con él, mujeres fatales, tránsfugas y diletantes, tucumanos, riojanos, porteños, peruanos, bolivianos, bailarinas de flamenco y ventrílocuos, saltimbanquis y músicos, pianistas de jazz y ejecutores de sihku, charango, pincullo, o cualquier instrumento que se pudiera imaginar; reinas de belleza y dirigentes vecinales, políticos deseosos de quedar bien con el - 273 -

gobierno militar, médicos ansiosos por dar a conocer sus teorías sobre la prevención o cura de tal o cual enfermedad, excéntricos, vociferando día a día sobre el genio que se perdía con no abrirle las puertas de la radio, a él… Cada mañana, las ocho y media, Julián Castañeda ingresaba a ese mundo. Y, luego de una interrupción que iba desde las doce a las dieciocho, se quedaba en él a veces hasta muy altas horas de la noche. Por gusto. Le fascinaba este ambiente, para el cual sintió que había nacido, y cuyo dinamismo se prolongaba, hasta ser indistinguible de su vida familiar. Allí comenzó aquel desfile de personajes grotescos u originales que Juan Cruz no olvidaría, y que dotarían de una riqueza extraordinaria a la vida cotidiana del poeta Castañeda y sus hijos, por espacio de muchos años. Julián Castañeda, entonces, escribía la mayor parte de los guiones para los programas radiales y, también, los textos de sus anuncios. Cada tarde había alguna audición en vivo en el salón teatro Auditórium, con gran afluencia de público. Estas demandaban un esfuerzo especial, pues se debía manejar, como en un guión para teatro, las acciones y movimientos de gran cantidad de gente diversa, músicos, recitadores, iluminadores, sonidistas… Se difundían dos radioteatros; por suerte, cada compañía contaba con su guionista –por lo general el mismo director de la obra– y Julián sólo tenía que leer los diálogos, por si se hubiera deslizado algún error grueso de sintaxis. El poeta creó un programa semanal, que llevó el nivel de audiencia a picos inusitados: “La hora de las madres”. Se irradiaba los sábados, a las diez de la noche y era uno de los más - 274 -

esperados por el público. Las muchachas demoraban su salida al baile hasta escucharlo completo: madres e hijos lloraban, aferrados al receptor; el teléfono de la emisora no daba tregua a esa hora. Julián Castañeda escribía cuidadosamente, corrigiendo una vez y otra vez, cada palabra de esta audición y lo recitaba personalmente. Su voz grave, de matices emotivos y asombrosamente elástica, hacía vibrar el alma de los oyentes. Se convirtió así, por obra del reconocimiento popular, en “el poeta de las madres”. El mundo de la radio le iba a dar muchas satisfacciones, halagos y afectos al poeta. Pero también dolores de cabeza, algunas veces provocadas por su propio carácter. Su excesivo orgullo, la conciencia, a veces un poco exaltada, de su propio talento, y su absoluta incapacidad para el menor gesto que pudiera interpretarse como de adulación al poder, le iban a impedir, más adelante, hacer allí una brillante carrera. En esos tiempos el joven poeta escribía con fervor. Liberado de las horas de clase y de la preocupación que le generaba antes su mujer, pudo dedicarse de plano a su vocación. Poseía, además, una fertilidad asombrosa en su imaginación, y una capacidad de trabajo que le permitía escribir una tras otra las páginas de sus obras, prácticamente sin descansar. Empezó una novela a la que llamó “El aura de Anabell Lee”, cuyo argumento era la historia de un músico, un joven violinista de provincias. Lleno de ansias de gloria el joven se va a París, donde luego de múltiples peripecias y de chocar por varios años - 275 -

con la pétrea coraza del sistema, que le impide sin chance el acceso a los circuitos consagrados, se convierte en animador de tertulias de bohemios y morfinómanos. Allí conoce a Anabell Lee, una poetisa angelical y tuberculosa, que le inspira en momentos de éxtasis algunos de los pasajes más sublimes de su finalmente inconclusa sinfonía. La poetisa muere, por su enfermedad, a los veinticinco años y el músico, desesperado, se suicida arrojándose al Sena. Entre sus papeles se halla la inconclusa sinfonía, que sus amigos logran hacer llegar al director de la filarmónica de Hamburgo. Estrenada con gran éxito, la obra recorre Europa, llenando de gloria póstuma al nombre del autor. Por sugerencia de una de sus anotaciones, se ha bautizado a la gran composición “El aura de Anabell Lee”. En base a este argumento central, el poeta escribía con fervor, cada noche, un capítulo de su novela.

f Quinientos hombres en los llanos encendidos persiguiendo a un grupo de valientes, quinientos hombres sanguinarios, incendiando, saqueando, violando las mujeres de todas los poblaciones, y usted en medio de ellos. Castañeda, hay que obedecer al comandante, para eso nos han educado, se dice, pero no lo satisface, aquella guerra injusta le ha dejado llagas en el alma, quien podía obligarlo a luchar en contra de la Patria, a acompañar a los asesinos orientales a sueldo, a los - 276 -

brasileños, sólo el miedo, el temor por su familia, por su madre, el temor de perder todas esas distinciones y comodidades que a lo largo de los años han ganado, pero no duerme por las noches, los ojitos de los niños el pavor de las madres, los perseguidos, los torturados, los degollados personalmente por los bestias de Sández e Irrazábal, hay exterminar a esos bárbaros, dicen, es el lenguaje de Mitre, los bárbaros son ellos, hay que terminar con el Chacho Peñaloza, el Chacho pelea una guerra justa. Usted lo sabe Juan Manuel Castañeda, pero tiene miedo, le tiene miedo a Taboada, ese animal despiadado y frío, que se recubre con los modales de la tilinguería pero es un asesino sin corazón, apenas se murió el general Ibarra, su tío, traicionó su memoria, no fue capaz de enfrentarlo como macho cuando vivía, pero ahí estaba agazapado con sus hermanos para adueñarse del poder; mas nadie se atrevió a decirlo, salvo unos pocos, como don Pío Achával y le costó la vida. Usted no lo hizo, Juan Manuel, y es una vergüenza que le muerde el alma.

24

Jaime fue puesto en libertad a los dos días. Pero no recuperó su puesto de maestro. Los de Investigaciones –algunos de ellos conocidos– le recomendaron que “se quedara quieto” en política, por un tiempo. Jaime era soltero y no tenía urgencias económicas por el momento, pero se puso a buscar trabajo de inmediato. Como el Viejo se había quedado solo al venirse la - 277 -

Mamavieja, Jaime se fue a vivir con él. Al mediodía, se presentaba también, para los almuerzos. Juan Cruz reflexionaba, al recordar aquella etapa, sobre lo que parecía ser un don de la Mamavieja: ella tenía la virtud, dondequiera que estuviese, de reunir alrededor de sí a todos los miembros de la familia. Por circunstancias que no parecían lógicas, de muy difícil encadenamiento, los sucesos se desarrollaban de tal modo siempre, que los Castañeda terminaban acudiendo, como los peregrinos de la Meca, al lugar donde estuviera la Mamavieja. Jaime consiguió en poco tiempo –gracias a un empresario peronista– un puesto cuyo título era más rimbombante que el poder real que detentaba: Gerente de la Cámara Empresaria y Comercial de Santiago del Estero. La Cámara Empresaria, en verdad, una asociación de comerciantes, ya que en Santiago las dos o tres industrias que había eran extranjeras, y no estaban adheridas, era una institución gremial, creada para dar sustento nacional a la CGE y agrupaba a la mayor parte de los pequeños capitalistas santiagueños. Colmo su nacimiento estuvo ligado al del peronismo, integrando una de las tácticas de oposición al gran empresariado oligárquico, también con su caída había quedado de algún modo en desgracia. Los fondos eran escasos y provenían exclusivamente de los socios, muchos de los cuales – como suele suceder– se habían alejado, por miedo, presiones o especulación. Steigger, su presidente –un self-made-man germano-criollo– era individuo afecto a los desafíos. En plena etapa de persecución y revanchismos, tuvo la valentía de designar a uno de los más conocidos dirigentes juveniles del peronismo, al frente de las actividades administrativas de esa entidad. Estas eran bastante reducidas, a decir verdad; consistían - 278 -

principalmente en la organización de ficheros, donde se anotaban las cuotas sociales y el mantenimiento de un regular volumen de correspondencia formal. Los “dominios” de Jaime constaban de tres habitaciones, en una casa antigua. Se las había convertido en oficinas, archivo y sala de reuniones. Además había una cocina y un baño, bastante cómodos. Todo el personal, aparte del gerente, era una flaca, silenciosa secretaria y un ordenanza. De cualquier modo, aquel era un puesto socialmente destacado. Lo “empresario”, por más que se trate de no mucho más que un título, siempre goza de un prestigio particular, como se sabe. La Mamavieja, con su nunca del todo avenido castellano –por su raigambre quichua– quiso contarle a sus amistades del importante cargo que ahora ocupaba su hijo. Solía venir una verdulera del campo, trayendo colgadas junto al apero ristras de ajo, bolsas con calabacines, docas, naranjas, bolanchao y amchi. María Concepción la recibió ansiosa por compartir esa noticia de la designación con ella. Juan Cruz la miraba conversar, desde su pequeña estatura, al pie del caballo. La noche anterior Jaime había asumido su cargo, pronunciando su discurso ante un selecto público. –Usted no sabe, doña Serena, la gente que había anoche, cuando le han dao el cargo a mi hijo Jaime… había gente de mucha plata, curas, doctores… Y cuando le ha tocado hablar a él… qué bien ha hablado… ¡Usté no sabe cómo lo aplaudían!... ¡Qué papelón ha hecho!... Ella creía que “papelón” era el superlativo de “gran papel”… Juan Cruz se dio cuenta del error, pero no se atrevió a corregirla.

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Sin embargo, la otra mujer entendió, perfectamente, lo que en su exultación la Mamavieja quería decir. –Y qué puesto le han dado?– preguntó la verdulera. –Él es el que ordena… no me acuerdo el nombre…– contestó la Mamavieja… –es el que les ordena a todos… –Será ordenanza…. –¡Sí! –, aprobó la iletrada anciana: –¡ordenanza, lo han nombrao!...

Para una mujer que había tenido que luchar con la miseria para sobrevivir, atravesando con los niños en brazos los campos desolados, buscando algún cultivo sin vigilancia para hurtar zapallos y así dar de comer a sus criaturas, durmiendo bajo cuatro palos cubiertos con trapos viejos, en medio de las alimañas, a merced del viento feroz del desierto santiagueño, la descollante situación a que estaban llegando esos hijos constituía un verdadero milagro cotidiano. Si se observara desde una óptica ciudadana aquel contentamiento, ese sentimiento de realización de doña María Concepción, podría preguntase que hay de importante en un simple locutor de radio provinciana, un gris administrador de una asociación de Pequeñas Empresas, o un director de escuelita rural. Mas las cosas y los sucesos se ven de acuerdo a la proporción entre lo que poseemos y el medio. Para María Concepción, mujer proveniente de una región postergada, de origen humilde, y que había llegado a simas de - 280 -

pobreza, de desesperación, abandonada a su suerte por su propio marido, haber logrado hacer estudiar a sus hijos, y que éstos llegaran a ser personas más o menos destacadas en la sencilla sociedad de la capital de Santiago –sociedad que, como unidad política y económica, era el eje de las actividades provincianas– era en su percepción un halago tal vez más intenso que los que podrían haber sentido, en escala, los familiares de Franklin Delano Roosevelt, cuando este llegó a la presidencia de Norteamérica. Así lo manifestaba ella cuantas veces podía, aunque no fuese con palabras; y hasta el momento de su muerte, ninguna circunstancia, por más que se presentase aciaga, podría ya echar sombra sobre la plenitud que le daban y le darían las conquistas sociales, económicas, culturales, de sus hijos. Las cuales se acrecentarían bastante más, llegando dos de ellos hasta a ocupar lugares de la mayor jerarquía institucional en el Gobierno mismo de la Provincia de Santiago del Estero.

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El huevo era de un tamaño gigantesco y de color azulino. Pese a ser tan grande y pesado, flotaba. Se mantenía, vibrando, ceca del techo, a la altura del placard. El huevo era en un principio manejable, al parecer producto de la voluntad, pero adquiría, a poco de manifestarse, vida propia. Y crecía: como - 281 -

una fuerza indetenible, iba creciendo. Palpitaba como un corazón, con un ritmo más lento, generando un sonido sordo, apenas audible, semejante al golpe del palillo empenachado con algodón sobre el timbal. A cada latido, iba creciendo, con energía contenida por su epidermis, una piel fina y brillante, celeste-metálica, de lisura perfecta. El huevo despedía una luminosidad azulada. Juan Cruz, desde la cama, sentía una delectación divertida por la lisura total del huevo, que le suscitaba agradables escalofríos. Cuanto más se acercaba a él, tanto más impresionaba su imaginación esa lisura supramundana. Su sola cercanía le generaba sensaciones gozosas, una cosquilla en el cuello, cerca de la garganta, y en el paladar, formando un plano inclinado cuyo extremo anterior iba a descasar en la nuca. La zona de placer se situaba allí; el mayor regocijo de Juan Cruz se originaba en la conciencia de que él lo había creado. Juan Cruz había creado El huevo. Podía repetirlo a su antojo, cuantas veces quisiera, por las noches, cuando se acostaba. Era bastante el reflejo de la luz de la cocina, encendida. O, aunque fuese en la oscuridad, con un resplandor de luna, lo gestaba: hacía falta sólo dotarlo de una mayor luminosidad inmanente. Lo lanzaba desde su imaginación, lo proyectaba sobre la atmosfera de la pieza, con una sencilla concentración de energía mental. Y allí aparecía, flotando en el aire, cerca del techo. O sobre el dintel de la puerta. A partir de entonces, tenía una existencia absolutamente real, independiente. E iba creciendo. Juan Cruz se estremecía de placer –su lisura absoluta le daba placer, le ponía carne de gallina al pensar en el contacto entre la forma y su propia piel–, y por el raro temor que suscitaba el haber creado un ser… vivo. - 282 -

El huevo palpitaba y crecía; Juan Cruz lo contemplaba inmóvil, desde la cama, desnudo entre las sábanas. Crecía y se acercaba, a medida que su volumen iba ocupando toda la habitación. A su derecha dormía Fernando, con inocencia. El huevo llegaba ya a ser del tamaño de un Zeppelin. La lisura, a pocos centímetros de la mirada de Juan Cruz, mostraba su absoluta ausencia de poros, más lisa que si fuera de mármol, infinitamente más lisa que la piedra más perfecta. Se imaginaba que su respiración hubiera empañado el huevo, si fuera de cristal y lo tenía ya casi rozando su nariz. Sólo veía una superficie, ahora, llenando todo su cuerpo, una sensación de serena laxitud lo envolvía, se sentía abrazar totalmente por aquella forma inmensa, que generaba una simbiosis lenta con su psiquis y con su soma, se introducía con serenidad en ella, como en una tibia laguna; ya no existían los límites del cuerpo, nada provocaba dolor o separatidad… entonces, su cuerpo desaparecía, consustanciado con El huevo. Y se quedaba dormido.

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En una exposición de pinturas que se hizo en el Museo de Bellas Artes, Julián conoció a Dalia. Se enamoró de ella en poco - 283 -

tiempo. Más esto fue posible porque ella le permitió seguir viéndola. Había un inconveniente. Dalia era casada. Su esposo era Fernández Hueyo, uno de los pintores más exitosos de Santiago. La relación ilegal pronto se hizo más intensa y trascendió. Entonces se inició un litigio cruel, que culminó con la separación del matrimonio. Fernández Hueyo se fue de su casa, y ambos decidieron tramitar ante los tribunales la cuestión. Julián protagonizó un incidente bochornoso en el Juzgado, cuando él y su abogado pretendieron participar de una audiencia. Finalmente, el joven poeta quedó dueño de la mujer del otro y de su casa. Luego de la evacuación del pintor, durante muchos años iría a pasar allí las noches y algunos días. Fernández Hueyo había tenido con Dalia dos hijos, varón y mujer, que al tiempo de su separación contaban con entre siete él y nueve años ella.

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Julián Castañeda se quedó parado en el patio de entrada del rancho. No pudo evitar un cierto rechazo y como un estremecimiento inducido al parecer por ese edificio, que si no estuviese sucio y rodeado de malezas, podría haber sido considerado “un caserón”. Estaba parado aún en el patio de tierra, dudando de entrar, cuando salió el brujo. Se sobresaltó. Había aparecido sin ruido, como botado por las tinieblas. Le miraba. Julián Castañeda no supo qué decir. El brujo en tanto seguía inmóvil y en silencio, rodeado de perros graves, que parecían compartir su observación del recién llegado. Los cabellos, partidos en el medio, le caían a los costados, como si recién se levantara de dormir. La ropa, de arpillera blanca, estaba casi marrón de suciedad. –¿Usted es Gerardo?– preguntó Julián. El brujo no contestó de inmediato. Lo siguió estudiando atentamente, con sus ojos chiquitos. Por fin dijo: –Ya sé a qué vienes. Pasá. Y dándose vuelta volvió a entrar seguido por los perros. Julián vaciló un poco, pero enseguida lo siguió. Entró a una espaciosa habitación con una mesa en una esquina. Detrás de la mesa, en la que no pudo distinguir claramente qué había, una mujer alta y muy vieja sostenía con los brazos en alto una luz como de fósforo en cada mano. La mesa era el único mueble en la sala. De los techos colgaban elementos variados: cacerolas, trozos de carne preparada en - 285 -

charqui, calabazas, y unos raros bultos como pelotas de trapo con cabelleras humanas. Gerardo estaba parado frente a la mesa, frente a la vieja, dando la espalda a la puerta. –Acercate, no tengas miedo– dijo. Julián se había quedado parado en la puerta. La cortina de arpillera marrón cayó tras su espalda aumentando el resplandor de las manos de la vieja por contraste. Afuera se oía muy lejana alguna bocina de auto. –Gerardo, quiero… empezó Julián, en voz muy baja. –Ya sé, no digas nada– le interrumpió el brujo con su extraña voz como un susurro – Ya estoy trabajando con vos. Tienes que quedarte un rato callado y esperar. El brujo había tomado entre sus dedos un puñado de semillas como de chañar y las manipulaba dentro de un cuenco de arcilla que reposaba en la mesa. Cerró los ojos y pareció rezar. En la habitación había demasiado silencio. La vieja permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos; se oía sólo el ruidito de las semillas en la vasija. –La mujer que quieres va a ser tuya– dijo el brujo al fin–. Pero por una época nomás.

De tanto frecuentarlo, Julián se hizo amigo del brujo. En todos esos meses intensos, de lucha por la mujer del otro, se - 286 -

generó una creciente dependencia del poeta respecto del poder de su nuevo amigo. No era un brujo grande. Apenas uno mediano. Y se dedicaba a la magia negra. Tal vez por eso su fuerza alcanzó a conseguir para Julián a Dalia, pero no para sobrepasar el poder de la Mamavieja. Efectivamente, trabajando con fotos, con pelos y pedazos de ropa, Gerardo destruyó para siempre el matrimonio del pintor Fernández Hueyo y Dalia. Finalmente Julián Castañeda se quedó con la mujer y con su casa. Ella tenía dos hijos –un varón y una mujer– que gracias a los oficios del brujo pudo retener. Dalia lo había enviado a buscar su amistad, y de alguna manera ella veía la relación entre su amante y Gerardo como una prolongación de su poder personal. En otros tiempos, el brujo y la mujer habían sido muy compinches. Pero el brujo sabía que, finalmente, no lo iba a poder conservar. Por eso le había dicho a Julián el primer día: “por una época nomás”. La Mamavieja detestaba a Dalia.

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–¿Cómo es un brujo Maejita? –Hay muchas clases de brujos. –¿Pero cómo es el que anda con mi papá? –Ese es un brujito. Practica magia negra. –¿Y qué otra magia hay? –Muchos tipos de magia. Pero se puede nombrar, para decir rápido, magia negra y magia blanca. Dentro de las magias negras, están las magias fuertes y las magias débiles. Pero en las magias blancas están las más fuertes de todas. –¡Contá, Maejita! –¡Para qué, muchacho! ¡Esas son cosas de Mandingui! –¡Pero yo quiero saber, Viejita! –Bueno, te voy a contar, para que sepas nomás, para que no te agarren descuidado, nomás, cuando seas grande. Después te voy a enseñar los tres agujeros y las tres recetas, para que defiendas. “Los brujos que hacen magia negra, son peligrosos, pero no tanto. Se los puede derrotar, con mucho espíritu, o con coraje. Como esa vez que tu Tataviejo lo arrastró al Nicanor. Pero los brujos de magia blanca no. El único que los puede derrotar es Dios. “Había en Brea Pozo un brujo de magia negra que me había querido hacer mal a mí. Era cuando andaba noviando con tu - 288 -

abuelo. Este brujo era gordo, peludo y tenía aasí las tetas colgando, como de mujer. Se peinaba con la raya al medio también. Eran los tiempos en que yo me estaba por casar. “Esa tarde, toda la tarde había estado trabajando con el vestido de novia. Había anochecido y yo me había quedado dormida. Tenía el vestido en las manos. Redepente me despierto, con una cosa que me molestaba. Me picaba en la cabeza y no sabía qué me pasaba. El farol se había apagado. Lo prendo, me busco y nada, pero me picaba. Miro el vestido y primero no veo nada, pero después, me doy cuenta de que se movía algo; veo… ¡un montón de piojitos blancos, chiquititos, pero en gran cantidad! ¡Me habían estado caminando en todo el cuerpo! “Ahí nomás Tatapedro, que era muy poderoso, me ha sacado y me ha preparado un lavaje, que no me ha dejado ni un piojo. Pero me decía Tatapedro: “Agradecé a María que te has despertado! ¡Si no después no íbamos a saber nada!” Porque cuando los piojos entran en el cuerpo, después no se los ve y la persona muere. “Cuando l’hei contado al Rodrigo lo que me había pasado, ahí nomás lo ha ido a buscar al brujo. “Justo había estado en la casa, el Nicanor. Tu abuelo empezó a los gritos, del caballo nomás (tu abuelo era muy bárbaro cuando se enojaba). El brujo había salido con la casa abierta, las tetas al aire (porque a él le gustaba que vean que tenía tetas de mujer). Nadie se le animaba, le tenían miedo a su brujería. Tu abuelo (que entonces tenía 21 años) lo estaba esperando con el - 289 -

lazo en la mano. Apenitas había salido a la puerta, tu abuelo lo había enlazado como un ternero. Así, arrastrando, lo había traído hasta La Noria. Cuando lo hi visto…; todo empapado de sangre. El brujo se ha arrodillado a pedirme disculpas… ¡si no, el Rodrigo lo mataba!... “Bueno, este brujo me quería mal a mí porque el Rodrigo había andado en trances con la sobrina. Y como se iba a casar conmigo, el brujo estaba enojado. No lo había podido acollarar. De esa chinita es que después nació Otumpa. Y fijate lo que son las cosas: Otumpa, al final, lo fue a matar a mi hermano.

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–Un hombre se enfrenta en la vida con tres grandes peligros, que son tres agujeros –me dijo mi Mamaviejita, cuando yo era un niño. Pero a los tres los puede enfrentar y derrotar, porque para eso Dios al hombre le da tres filos. “El primer agujero es la boca de la Salamanca”. Hizo un silencio, para que yo grabara. “El segundo agujero es la cavidad de la mujer. Otro silencio. “El tercer agujero, el propio corazón. Silencio. –En la salamanca, lugar en el que se entra a veces sin darse cuenta, vas a encontrar los dos objetivos más perversos que puede fijarse un hombre: la riqueza y el poder. “En el segundo agujero, te vas a hallar con otro de los enemigos: la búsqueda del placer sin fin. “En el tercer agujero, tu corazón, está el peligro más grande: la debilidad”. Se quedó callado. Cuando hubo transcurrido un tiempo suficiente como para no temer pasar por inoportuno, pregunté: –¿Y los tres filos, Mamaviejita? - 291 -

–Eso no te lo puedo decir, guagüitay –dijo ella–. Los vas a ir descubriendo vos solo, a medida que avances en la vida. Después me dijo mi abuela que para las mujercitas los peligros eran tres filos: estos eran, el facón del diablo, que le infundían al clavársele, las ambiciones del dinero y los objetos; el pishco del hombre, que por tras él las sujetaba a su tiranía; y la propia hermosura, que podía llevarlas a caer en la degradación más vil.

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Y bueno. Ya me había ido de casa. Todavía no estaba totalmente hecho, pero ya no se volvería atrás. Ir a la escuela para seguir padeciendo a la zarta de imbéciles de los profesores y mis compañeros me resultaba imposible ya. Literalmente. No lo soportaba. No había uno, uno solo entre aquellos tarados y pitucas que tuviera un gramo de cerebro, un milésimo de ingenio, una pizca de humanidad. Eran como muñecos de cera, movidos por resortes mecánicos. El ambiente de aquella escuela me resultaba insoportable. Haber llegado a tercer año ya era para mí un esfuerzo excesivo. Las mujeres eran allí las que marcaban las normas. No sólo por mayoría, sino porque el joven de esa edad empieza a depender sexualmente de ellas. Allí concurrían las muchachas de esa insoportable clase media de provincias, donde se acumula la mayor carga de estupidez y cinismo que uno pueda imaginar. Sus modelos eran las familias antiguas (casi todas muy venidas a menos) que fijaban las reglas sociales y descargaban sobre el conjunto de aquel sector, lleno de inseguridades interiores, todo su resentimiento. El resultado era un grupo de pensamiento conservador, prejuicioso al extremo, excesivo en su esfuerzo por diferenciarse de las clases humildes, a las que tenían horror pues alguna vez, varios de estos pequeño burgueses habían pertenecido a ellas. En esa edad de que hablo –catorce o quince años– la mujer (mis numerosas compañeras) empezaban a convertirse en un tipo de persona que solía producir, como una - 293 -

fábrica, aquella mentalidad familiar: un agujero perfumado, entre un par de bellas piernas, de relativamente difícil acceso: la dificultad disminuía proporcionalmente en relación directa con la acumulación de determinados factores –prestigio, título universitario, dinero, en ese orden– ostentado por el pretendiente. El agujero precisaba en ese entonces –a causa de las tradiciones sociales– de ser adornado con algunos otros elementos “intelectuales”, como ser, un profesorado de piano, inglés, latín o declamación. Pero para lo que verdaderamente se adiestraba la imaginación de aquellas pobres chiquillas, desde la infancia, era para manejar con astucia digna de un canciller florentino del quatrocento la aproximación y acceso a su agujero, y obtener, con infinitas argucias, el mayor valor de cambio posible. No sé en qué pelotudo momento estuvo mi papá, cuando me echó en aquel nido de víboras a los once años. Quizás (las cosas más graves pueden suceder por tales pequeñeces) la razón fuera sólo que esa escuela quedaba muy cerca de la casa. A los tipos que más me gustaban de entre más compañeros, los iban echando. La mayoría de los varones eran una manga de maricones infelices. Pero había algunos contados con buenos sentimientos y un poco de ingenio. A esos los echaban. En mi curso había sólo dos. Un día, el Loco Félix Obenmaier pidió permiso para ir al baño, a la profesora de Matemáticas. Unos segundos antes había hecho lo mismo Zulema Rubiolo, una de las más hermosas y desarrolladas de nuestras compañeras. Al rato que saliera el Loco se escucharon unos alaridos, provenientes del baño de las - 294 -

mujeres. Parecía que se estuviera asesinando a alguien. Fueron preceptores y profesoras y se armó un revuelo de proporciones. Nosotros también nos amontonamos en la galería. Entonces se lo vio al Loco Obenmaier salir despacito, con cara de perro apaleado. Se le había ocurrido ir a espiar a Zulema mientras orinaba. Con tal mala fortuna que Zulema levantó la mirada, y descubrió la cabeza del Loco asomando por sobre la pared (eran baños sin techos inmediatos). Al día siguiente el Loco no concurrió a clase y después ya no lo vi más. Lo extrañé mucho. El Loco era uno de los pocos tipos inteligentes que había allí (había muy pocos, en serio). Algún tiempo después, yo venía de la Escuela de Música y se paró a mi lado un auto impresionante. Era el Loco. Me ofreció llevarme a casa y a mí me sorprendió que se acordara de mí. Casi nunca había hablado conmigo. El Loco era de una familia muy rica, y sin embargo, un tipo sin ostentaciones en ese plano. Cuando me llevó a mi casa fue que vi por primera vez un auto que bajara las ventanillas con sólo apretar un botón. Me encantó. Me acuerdo que le pedí, con el auto estacionado, que las bajara y las subiera dos o tres veces. Para ver. Si lo pienso bien, eso que había hecho el Loco no era muy grave. ¿Quién puede no tentarse de ver qué tiene entre las piernas un ser tan bello, tan diferente a uno mismo, a esa edad? Máxime si ella misma creaba esa expectativa, con cierta ambigüedad muy insinuante en su conducta. Pero la señorita Kreiburg –una señorita de unos cincuenta años, más dura que el diamante, lo garantizo– y el señor Verdugo (se llamaba así, aunque no lo crean), directora y vicedirector, no lo consideraron de tal forma. Y lo echaron. De esa manera iban echando de - 295 -

aquella miserable escuela a todo tipo o tipa que tuviera un poquito de valor. Al tiempo que yo narro en estos recuerdos, ya no quedaba cerca de mí nadie con quien se pudiera sostener un diálogo más o menos pasable, ni entre los alumnos ni entre los profesores, ni a quien se le ocurriera algún acto que denotara la menor chispa de talento. A Carrizo, el otro loco simpático de mi curso, ya lo habían echado también, por amonestaciones. La señorita Kreiburd y Verdugo reinaban entonces sobre un verdadero cementerio intelectual, con zombies jóvenes y zombies ancianos, que realizaban al dedillo todo lo programado. Se dedicaron con unción a organizar estúpidos actos de homenajes al Padre del Aula y al Vencedor del Paraguay, donde bonitas descerebradas recitaban interminables estrofas pseudomodernistas en memoria de los hijos de puta; los trajeados y enjoyadas de los elegidos entre los profesores, leían discursos; todo muy lindo, nadie tenía que moverse ni hablar, las preceptoras merodeaban como aves de presa al acecho y nosotros teníamos que permanecer de pie como tarados durante tres horas, hasta cerca de la una de la tarde. En casa teníamos que decir, ante las miradas inquisitivas “hoy hubo acto en la escuela”. Y los padres asentirían, respetuosos y satisfechos. Me lo imagino, porque en ese tiempo mi padre andaba en otra cosa. Se anoticiaba de mi decadencia escolar sólo por los aplazos en mi libreta. Seguramente no imaginaba que a mí me interesaba un bledo “terminar mi carrera”. Lo único que me dolía era el dolor de ellos: mi papá, mi abuela y mi abuelo. Los veía sufrir y me amargaba la existencia. Por desgracia no pude hallar un modo de aprobar las materias sin estudiar. Bueno. Así es que aquella escuela se volvió, para mí, sencillamente imbancable. - 296 -

Y decidí buscar nuevos rumbos. Aunque solo tuviera trece años – (casi catorce, bah)–.

Noticias de los diarios

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Un joven de una prestigiosa familia santiagueña se quitó la vida de un tiro en la cabeza. Lo hizo disparándose con una escopeta, para lo cual, cruzó una madera delgada sobre el disparador y la apretó luego con los pies. Enigma acerca de los motivos de esta grave decisión.

2.115.871 votos en blanco en las elecciones de 1957, testimonian la presencia del peronismo proscripto.

EL PRINCIPE DE MÓNACO SE CASÓ CON LA ACTRIZ GRACE KELLY.

Arturo Frondizi es el nuevo presidente de Argentina

El capitán Francisco Manrique impulsa la creación del Fondo Nacional de las Artes.

VLADISLAW GOMULKA ES REELECTO SECRETARIO GENERAL DEL PARTIDO COMUNISTA SOVIÉTICO.

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Causan escozor en el gobierno las alusiones satíricas de la revista humorístico-política “Tía Vicenta”, que dirige J.C. Colombres (Landrú”).

El doctor Oscar Alende señala, en entrevista periodística, que la Argentina está atravesando una dura crisis económica, debido a las desacertadas medidas de la Revolución Libertadora.

El doctor Francois Duvallier gana las elecciones en Haití. La oposición denuncia persecución, torturas y cárcel de sus miembros.

La Unión Soviética colocó un perro en el espacio.

Falleció el pintor Diego Rivera

El poeta español Juan Ramón Jiménez obtiene el Premio Nobel de Literatura

Ofensiva guerrillera contra el dictador Batista, en Cuba. Dentro de una escalada militar y propagandística, el gran corredor de automóviles Juan Manuel Fangio es secuestrado por - 299 -

las fuerzas de Fidel Castro, quienes luego lo dejan en libertad.

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Julián vivía en aquel tiempo entre poetas, pintores, locos y las bellas mujeres que muchas veces rondan por esos círculos. Se había hecho muy allegado a un grupo donde parecía confluir el espíritu hegeliano; cada uno de sus miembros, más allá de su mayor o menor destreza para su arte, era un verdadero personaje –en el sentido dramático–, cuya principal obra, quizá no siempre consciente, era la propia vida. Bernardo Burgo era un poeta de unos veinticinco años, de voz aterciopelada, barba negra como Ciro el Persa, que no poseía en su indumentaria corriente, impecable, ningún elemento extravagante, pero en quien, sólo de verlo, uno percibía un aire que daba la seguridad de que ese no era un “hombre común”. Juan José Domínguez, personaje extraño y atormentado, poseía un caudal de emociones y cierta comprensión del universo, que, por desdicha para él, no hallaban canales suficientes como para expresarse. Todo en él daba la impresión de una gran fuerza potencial, de un volcán interior, y sus ojos transmitían la desesperación de no siempre poder llegar a transmitir esos sonidos. Su padre, Martín J. Martínez, semejaba un habitante de la salamanca… Tal vez lo fuera. Osvaldo Rocca, como un Anteo criollo, era tal vez el más lúcido y fuerte de aquellos artistas. Su pintura tenía el vigor de - 301 -

la pasión, unido al oficio propio de un trabajo sistemático. Entrañable amigo de sus amigos, todo su ser transmitía una viril transparencia, una bondad de roble, donde se apoyaban, como en un pilar, los sentimientos muchas veces extraviados de los poetas. Luis Lozia poseía el carácter más parecido que se ha visto al que uno supone debía de tener Van Gogh. Hasta físicamente – aunque un poco mejorados– sus rasgos se le asemejaban. Individuo muy inteligente, como casi todos aquellos artistas, transmitía un alma atormentada, y su vida era un torbellino, de historias que se hubieran dicho imaginadas por un surrealista. “Tuto” Scarpetti Muñoz era como un surtidor de movimientos, gestos y palabras. Gordo, picado de viruela, de labios gruesos y morbosamente sensuales, Scarpetti se expresaba con abundancia de voces groseras y su amaneramiento, sumado a cierta indiferencia hacia las mujeres, hacía sospechar que fuese marcha-atrás. Su pintura, poseía la misma grandilocuencia de sus modales. Alba Maniatina Garnier era una aparición tenue. Su figura daba la impresión de pertenecer a otro mundo. Tengo el recuerdo de ella como si nunca la hubiese escuchado hablar. La historia milenaria de Santiago parecía cargar las espaldas de aquella poeta y al mirar sus ojos, uno experimentaba la sensación de estarse asomando a una baranda, desde donde se divisaban distancias infinitas, pasadizos abismales. Portantieri, parecía ser verdaderamente homosexual. Alto, buen mozo, de bigotito cuidado y cabello entrecano, con cierto - 302 -

aire de Clark Gable, cuando comenzaba a hablar producía una impresión grotesca, debida al contraste entre su estampa viril y esa vocecita aflautada que tenía. Vivía solo, en un pequeñísimo departamento, que alquilaba. Sus pinturas –por lo general témperas–, a las que solía decorar con detalles y constelaciones de polvo de oro, constituían un prodigio de manierismo y meticulosidad. Felipe Carreño era un revolucionario nacionalista. Su gran sensibilidad intelectual lo acercaba a los artistas, sin embargo, más que a los políticos. Poseía una librería exquisita, llamada Tinkunaku, y editaba una revista con el mismo nombre. Alrededor de los 60, fundó el Movimiento Indoamericano, un grupo inspirado en el partido de Haya de la Torre. Era uno de los amigos que más estimaba Julián. Y Juan Cruz lo sentía como un hermano de su padre. Jorge Colman: un individuo gregario y bondadoso. Rengueaba de un pie, era gordo, se peinaba a la gomina, siempre llevaba traje y tenía la frente perlada de gotas de sudor. La natural ingenuidad de su carácter, comprendida por él mismo, lo había llevado a especializarse en poesía infantil. Estos eran los principales protagonistas del ámbito artístico donde se movía Julián. Alrededor de ellos giraban mujeres de todo tipo, poetas y poetastros, intelectuales anarquistas, rosacruces, teósofos y saltimbanquis, violoncelistas, concertistas de erkencho y sihkuri, cantantes, vedettes trashumantes. Aquel mundo, colorido, fascinaba a Juan Cruz. Pero al mismo tiempo le inspiraba un cierto temor. - 303 -

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El tiempo había adquirido otras características para Juan Cruz. A partir del ausentamiento de su madre y la instalación de la Mamavieja en la casa, el orden y la relación temporal se había modificado por completo. Ya no existían los horarios tan rígidos y la mayor elasticidad de su abuela en lo que se refería a vestimenta redundaba en los niños de una manera benéfica. La Mamavieja solía repetir que Eleonora “los tenía mal vestidos”, citando para corroborar su decir aquella vez en que él fuera a visitarlos a Villa Evita con los fondillos del pantalón roto. Juan Cruz sabía que eso, pese a ser cierto, no era más que un accidente, pues nadie conocía su decisión de ir a visitar a los abuelos; se le había ocurrido de repente, durante un paseo en bicicleta por los aledaños de su casa. El no había reparado en que la ropa que usaba para jugar, sucia de tierra y rasgada, debía ser cambiada para una visita. La Mamavieja, deseosa de hallar defectos en Eleonora, había interpretado los fondillos gastados como una clara muestra de desamor. Por el contrario, Eleonora solía poner especial cuidado en el vestuario de sus hijos. Pero la animosidad existente entre las dos mujeres, llevó a la anciana a ignorar todo antecedente que no fuera demostrativo de los descuidos supuestos de la madre de Juan Cruz. Haciéndolo sacarse el pantalón, se había puesto a zurcirlo, ayudándose con un foco, mientras el niño esperaba en calzoncillos, sentado junto a su abuelo. - 305 -

Cuando la Mamavieja decía que su madre los tenía “mal vestidos”, Juan Cruz recordaba que en realidad ella solía higienizarlos hasta la exageración, y los martirizaba calzándoles ropas almidonadas y zapatos duros y brillantes, a más de endurecer sistemáticamente sus cabellos con fijador. Por ello, pese a no estar de acuerdo con lo que se decía, callaba, pues aunque ahora andaba menos acicalado, también se sentía más libre. La Mamavieja, como mujer de campo que era, solía conformarse con un nivel menos exigente de limpieza corporal, no los perfumaba demasiado, ni se fijaba mucho si los zapatos estaban lustrados. Si bien ejercía vigilancia sobre los horarios de los niños, la anciana tenía una manera amable de mostrar su presencia. Su elasticidad beneficiaba a los nietos, principalmente en lo referido a horarios de regreso. Mientras su madre solía enfurecerse y hasta pegarles coscorrones si volvían tarde, la Mamavieja los esperaba en la puerta, averiguaba los motivos de la demora y les mostraba luego solamente con su expresión lo preocupada que había estado. Igualmente elástica era con el dinero. Entonces Juan Cruz comenzó a ejercer su determinación sobre una más amplia gama de actos personales, sin temor a ser reprimido. Únicamente a la ida al conservatorio tomaba el colectivo, y eso sólo si hacía mucho calor. Ahorraba los excedentes y con ellos compraba revistas. Rayo Rojo, Misterix, Patoruzito… Ya no necesitaba ocultarlas. Así que fue formando, en el cajón más bajo del ropero de su pieza, una colección

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envidiable, cuya provisión pronto precisaría de otros cajones para albergar su prosperidad. Las caminatas de regreso le dotaban de una especial oportunidad para ejercitar su imaginación. Todo le atraía, todo le llamaba la atención. El colectivo había cambiado de paradas: ahora debía cruzar la plaza para tomarlo. Esto le llevó a descubrir una nueva zona. Los mayores se asombraban al verlo andar por el centro, entre los automóviles, tranquilo pese a ser tan pequeñito. Varias veces le preguntaron si se había perdido; a él, los grandes le parecían, en general, un poco torpes. Se creían fuertes y sabedores de muchas cosas, pero resultaban casi siempre bastante ignorantes, e increíblemente simplistas. Solía verlo en la plaza a don Estévez, el marido de su profesora de piano, siempre impecable en grado superlativo, siempre con trajes, corbatas, zapatos y sombreros a tono con la hora, el lugar, la estación. Pasaba los días sentado en un banco, haciéndose lustrar o mirando transcurrir la gente. A Juan Cruz le daba la impresión de que este viejo prejuicioso y elegante debía de haber sido un mantenido toda la vida. Jamás le había visto hacer algo que justificara su existencia. Se había hecho amigo de varios lustrines, y se quedaba ratos con ellos, a conversar. Y en el quiosco de Cachín, un niño de su edad cuyos padres poseían el más surtido puesto de revistas que había en el centro. En uno de esos cruces de la plaza fue que presenció aquella pelea. Un tipo con acento español se bajó vociferante de un taxi, y enseguida bajó también el taxista. El tipo era petisito, vestía todo de blanco, tenía un corte de pelo y bigote a lo Doménico Modugno. El taxista era un gordo. “A mi - 307 -

madre nadie la insulta”, gritaba el español, tirando trompadas al aire. Varios taxistas –el lugar era una parada– se interpusieron para evitar que el gordo lo machucara. El español peló un cuchillo: Juan Cruz los miraba de muy cerca. El tal cuchillo era uno de aquellos cubiertos de mesa redondeados, tan inofensivo que causaba risa. “Te voy a hacer pedazos”, vociferaba el español, mientras retrocedía. Al otro lo sujetaban entre cuatro. Entonces apareció en escena la mujer del gallego: una gorda que le duplicaba en tamaño, rubia en exceso, pintarrajeada, ceñida en una blusa vaporosa y una falda acampanada, con flores… “No, Vitito, déjalo, no lo mates, Vitito, por favor”, chillaba, mientras se prendía del brazo al petiso. Como si hubiera estado esperando algo así, Vitito empezó a sacudirse con gran alharaca, gritando: “Dejame mujé… que lo mato… ¡por mi vida, que lo mato!” Un grupo de aburridos transeúntes se había detenido y observaba la escena con santiagueño escepticismo. Juan Cruz tuvo compasión del pobre tipo; imaginó lo duro que podría haber sido para el gordo, en cambio, si en vez de este gusano se hubiese tenido que enfrentar con el Tataviejo. El regreso por la calle Independencia era toda una aventura. Una tarde descubrió una biblioteca. Nunca la había visto, pese que estaba al lado de la escuela a donde iba todos los días. Tal vez por las mañanas estuviese cerrada, pensó. Era un edificio antiguo y alto, más bien pequeño si se comparaba con la monumentalidad de la escuela (podía ser esa otra razón para que no lo hubiera notado antes). Un edificio que hacía ingenua ostentación de esas molduras, arcadas y pilares decorativos con que se construían los locales públicos cien años atrás. Entró. La biblioteca estaba totalmente desierta. Una chica flaquita, de - 308 -

anteojos, anotaba algo en un cuaderno, al fondo. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo de anaqueles repletos de libros, guardados tras puertas de vidrio. Juan Cruz se detuvo un momento, asombrado cerca de la entrada. –¿Qué deseas, niño?– le preguntó la chica, acercándose. –Quisiera un libro– murmuró Juan Cruz. –¿Lo quieres para leer aquí? ¿O para llevarlo?... –¿Se pueden llevar los libros? Repreguntó Juan Cruz. La chica le explicó que todos podían leer los libros allí, sin cargo. Mas para poder llevarlos, Juan Cruz debía hacerse socio. Si él decidía asociarse, le harían una ficha, donde anotarían los títulos que llevaba y sólo luego de devolverlos podría sacar otros. Esto requería el pago de una cuota mensual. –¿Cuánto cuesta la cuota?– quiso saber el niño. –Un peso– contestó la bibliotecaria. Juan Cruz tenía un peso. Preguntó: –¿Puedo hacerme socio ahora y llevar un libro? –Claro– dijo la chica , y fue a sacar una caja de zapatos, donde guardaba las fichas en blanco. Le tomó los datos y le entregó un papelito a cambio del dinero que recibió. –¿Puedo llevar un libro, ahora?– insistió Juan Cruz (se le había ocurrido que era imposible leer un libro allí; tendría que - 309 -

quedarse varios días; necesariamente había que llevarlos a la casa). –Sí, sí, como no– dijo la chica, amable – ¿Qué título quieres? Se veía que la muchacha estaba sorprendida por la resolución de aquel infante de cinco años. Juan Cruz meditaba. –¿Tiene algo de Pulgarcito?– dijo al fin. –Sí, sí. Tenemos. La chica acercó una escalera con rueditas y se subió a ella. Enseguida bajó con cuatro o cinco libros, delgados de lomo pero anchos en superficie, ornados lujosamente con dibujos de colores y los puso sobre la mesa. Juan Cruz los hojeó con fruición. “Este”, decidió por fin. Volvió a su casa esa tarde con una felicidad sin límites, regodeándose durante todo el camino con la próxima lectura del libro ilustrado que llevaba bajo su brazo. La Mamavieja lo vio encerrarse en su pieza y se preguntó en qué nueva aventura andaría. Un invisible cordón umbilical unía a aquella anciana con su nieto. A Juan Cruz le aconteció una de aquellas tardes esa experiencia mágica que no se repetiría. El dejà vu. Venía caminando por la vereda roja del hogar escuela, ya muy cerca de su casa. Casi superaba la capilla, a cuya misma altura había una especie de banco rectangular, de ladrillo revocado, sirviendo de base a un caño largo, altísimo, pintado de rojo antióxido, que iba afinándose hacia arriba y del cual no se sabía para qué estaba - 310 -

allí. Iba a superar también esa construcción, pasándo al lado, cuando vio una revista abierta, sobre el banco de material. Una revista Patoruzito, nueva… Alguien debía de haber estado leyéndola y se fue, dejándola ahí, tal vez apurado por haber visto llegar sorpresivamente al colectivo. La levantó para examinarla: no la tenía. Contento, pero indeciso aun por escrúpulos de una hipotética reprensión, empezó a hojearla. Entonces fue que la situación se cargó de magia. En el instante mismo en que llegó con sus ojos a la página anterior, el segundo previo al momento sobrenatural, lo supo. El ya había vivido esa situación. Exactamente, aunque racionalmente sabía que no había sido así. Pero, ¿en otra dimensión? Había efectuado cada uno de los gestos que repetía ahora, cada idea que gestaba su cabeza. Sabía que iba a hallar en la página siguiente tal episodio de Mandrake el Mago y así fue. Sabía que había leído esa historieta, pese a no haberla visto nunca antes y lo comprobó. Cuadrito por cuadrito, palabra por palabra, fue reconociendo el argumento. Pero no tenía esa revista. Estaba seguro. Recién acababa de llegar a los quioscos. Había visto sólo su tapa, en el centro. Era como si estuviese viviendo dos veces la misma situación, en todos sus detalles, pero en universos paralelos, diacrónicos sólo en grado infinitesimal. Dejá vu. Algunos años después leyó esta denominación en una historia del surrealismo. Su conciencia captó con pasmo lo extraordinario del momento. Cuando se difuminó esa ilusión, pues se dio cuenta de que la historieta de Vito Nervio era una que no había visto antes, guardó la revista entre sus métodos de piano y se la llevó a su casa. - 311 -

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Mendieta era un petiso que vivía a la vueltita de casa, pasando un poco la esquina y trabajaba en el banco. No sé en qué banco trabajaba, creo que en el de La Nación y por ello era muy respetado. En ese tiempo los tipos que trabajaban en un banco eran muy respetados. Dije petiso pero en realidad era casi un enano, con malformaciones físicas apenas perceptibles– cierta torsión extraña en el tronco, una inclinación anormal del cuello– pero que con prontitud lo presentaban como contrahecho. Su cabezota se movía como un ser independiente sobre los hombros estrechos; en ella rutilaban los vidrios de gruesos anteojos, borrando casi la pequeña nariz, apenas apuntalada por debajo de un bigotito a lo Juan Cepillo. El pantalón, siempre muy ancho y arriba, dando la impresión de que el hombrecito se ataba el cinto sobre los pechos, completaba la impresión grotesca de esta figura. Por si todo ello fuera poco, Mendieta hablaba con una voz como de chicharra y una tonada que no era la nuestra. Claro, Mendieta era tucumano. Vivía solo en una casa tan grande como las de todos, situación que algunos le envidaban. Su único vínculo familiar conocido era la madre, una viejita sigilosa y empuntillada, que de vez en cuando aparecía fugazmente sólo para luego desaparecer. Por esa cruel tendencia de los humanos a burlarse de los contrahechos, Mendieta constituía el personaje de una gran parte de las historias jocosas que pergeñaba el barrio. Como además, tenía mal carácter, nos cuidábamos muy bien de hacerle alguna broma pesada. En su presencia, lo tratábamos como si fuese un hombre normal.

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Creíamos que por su pequeña estatura podía ser un individuo débil. A eso se debía el que cuando deseábamos disminuir en su machismo a alguien, le decíamos “no sos capaz de enfrentarte ni con Mendieta”. Por cargarlo a mi tío Jaime, que era un tipo muy burlón, una vez le dije: – No me jodas, o te voy a hacer parar con Mendieta. –Sí– me contestó, agarrándose con toda la mano los genitales por sobre el pantalón–, a éste me lo va a hacer parar Mendieta. Mi tío tenía esas salidas. Otra vez –un tiempo más adelante– mi hermano, por cargarlo, le dijo: –¡Qué panza, tío!– refregando su vientre voluminoso con la mano– : ¿de cuántos meses estás? Mi tío le contestó: – Ya está naciendo–, y agarrándose el bulto por sobre el pantalón–: ¡vení tocalo, ya está sacando la cabecita! La creencia en la supuesta debilidad de Mendieta me llevó a cometer un error que me costó caro. Era una noche de verano. Alrededor de Mendieta nos habíamos reunido un grupo de chicos. Él tenía esa predisposición a juntarse con nosotros, quizá porque únicamente con niños o adolescentes podía sentirse ejerciendo cierta superioridad. Estábamos, entonces, reunidos y charlando no sé de qué cosa, cuando se empezó a generar una desavenencia entre - 314 -

nosotros. Él me hizo una broma que yo contesté. No le gustó nada y su contrarréplica fue un poco agresiva. En vez de quedarme callado, lo zaherí peor. Nunca imaginé que me pegaría. Sentí su mano, grande en exceso en relación con su estatura, aprisionarme del cuello, y luego me dio dos sopapos. Más que el dolor, mi sufrimiento provino de la vergüenza de ser golpeado delante de mis amigos por quien yo consideraba un gusano. Me fui a casa mudo y profundamente humillado. A nadie le conté lo sucedido. No consideraba digno que un hombre normal, como mi padre o mi abuelo, tomara revancha por mí sobre el enano. Pero me hice una promesa, que juré cumplir: cuando tuviera dieciséis años –en ese entonces contaba diez–, el mismo día que cumpliera años, como celebración iría a su casa, lo llamaría y sin decirle nada le pegaría una paliza. Estaba seguro de que ni siquiera se defendería. Si lo intentaba, peor para él.

La vida sexual de Mendieta era otra de nuestras fuentes de especulación. En ese interés coincidíamos adolescentes y adultos. Imaginábamos formas distorsionadas de relación, que entablaría trabajosamente el enano con prostitutas o mujeres de baja estofa (por ser el individuo informe, se nos aparecía como una aberración la idea de que pudiese establecer relaciones normales con el sexo opuesto; así que aplicábamos nuestra propia perversidad a suponer y desarrollar en largas descripciones las más variadas noches de lujuria a que se - 315 -

entregaría el petiso, siempre en la clandestinidad y el amparo de las tinieblas). Cualquier acercamiento del enano al otro sexo, debía ser, según nuestro criterio, algo esencialmente siniestro. Para peor, el pobre defectuoso había intentado seducir a una exuberante sirvienta, que lo rechazó de plano, y luego salió a difundir la historia por el vecindario. Las mentes de los vecinos se encargaron luego de aderezar el chisme con los más tortuosos detalles sobre supuestas violencias y obscenidades. Pasaron los años y Mendieta se casó, con una posterior sirvienta. Las malas lenguas dijeron que claro, cómo no se va a casar una infeliz como ella con un empleado bancario, a la sazón muy jerarquizado. Lo cierto es que la muchacha era bastante linda y bondadosa, una de esas morenitas sólidas y silenciosas de nuestra tierra. Yo tenía ya dieciséis años y vivía en otro barrio, cuando esto sucedió. Por esos tiempos, me había encontrado con Mendieta dos o tres veces en la calle. Más como iría a sucederme frecuentemente con mis rencores, al acordarme de mi promesa de golpearlo cuando creciera, de inmediato la deseché. Yo era un muchacho de 1,70 m de altura ya; Mendieta me llegaba al pecho. Me saludó sonriente, cariñoso y yo, al pensar que ese era el tipo a quien me había prometido golpear, me conmoví estúpidamente y me arrepentí en el acto. Con un sentimiento parecido al que nos afecta al ver luego de muchos años a algún familiar, le estreché la mano.

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Como a los diez años aprendimos a masturbarnos. Bueno, Fernando tenía ocho, pero se benefició con mi nuevo conocimiento. Yo había vislumbrado un cierto camino, es verdad, pero el que nos dio la clave fue Carlos Manzi. Subiendo a un caño de la luz, había descubierto que el roce de mis genitales con el caño me producía cierta cosquillita y un estremecimiento agradable. Un día, conversando con Carlos, él preguntó: –¿Vos sabes hacerte la paja? – Sí – le contesté. Pero cuando le referí mi método del caño, movió la cabeza negativamente. –Yo sé una forma mejor. A mí me ha enseñado un grande–, dijo, y me indicó detalladamente. Cuando llegué a casa, me encerré en el baño y la puse en práctica. El resultado me entusiasmó. Esa misma tarde, compartí la experiencia con mi hermano. Más tarde la perfeccionamos, con la inclusión de fotografías de mujeres. Comprábamos las revistas “Dinamita” y “Cabeza Fresca”, donde se publicaban gran cantidad de mujeres, la mayoría solamente con la parte inferior de la bikini. Las fotos eran de pésima calidad, pero había un detalle que me llamaba la atención, en especial: las tetas de las mujeres –inmensas, en su mayor parte–, no tenían pezones. Semejaban gigantescas garrapatas, pues eran lisas en toda su superficie. Parece que la - 317 -

mojigatería de la censura condicionaba de tal forma a aquellas publicaciones. Lo cierto es que en mí tuvo el efecto de provocarme serias dudas, acerca de si existirían realmente mujeres así; sin pezones en los pechos. Como mi conocimiento de las mujeres era tan nulo, lo poco visto no alcanzaba para dotar de alguna seguridad a mi memoria. Escondíamos celosamente las revistas arriba de un placar. A la siesta las consultábamos; pronto hacíamos concursos con Fernando, para ver quién eyaculaba más lejos, o quien terminaba más rápido. Los premios consistían en bolitas de porcelana, lápices o revistas.

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Me había llevado, mi tía Lorena, a la casa de un matrimonio amigo de mi madre, para que su marido no se enterase de que yo me había escapado de casa, pues él era muy compinche de mi papá y además –dijo mi tía Lorena– blando de carácter. El tal matrimonio, donde también predominaba la mujer, una gorda cuyos abuelos, según decía, habían venido a éstas tierras con los primeros colonizadores, alrededor de 1580 –mucho tiempo, sí– y habían sido en algunos casos próceres destacados. Eso a mí no me interesaba en absoluto y me preguntaba para qué tenía que decirme la mujer aquellas cosas; finalmente conjeturé que buscaba algún tema como para conversar. Me sirvieron matecocido con tortilla casera, mi tía se fue y yo me quedé allí, sin escuchar los cotorreos de la gorda y sus dos hijas como de mi edad– otras dos gordas feas y pegajosas– pues mi preocupación ahora consistía en hallar un modo de entrar a casa para buscar algo de ropa para llevar. Mi tía me había comprado ya el pasaje en el Mixto, un tren calamitoso que pasaba a las once menos diez por La Banda; eran alrededor de las seis. Solamente tenía lo puesto, un trajecito gris de lana, un chaleco, corbata negra, zapatos escolares y diez pesos en el bolsillo, que había pensado guardar por si necesitara un taxi en Buenos Aires. Hacía frío. Con el fondo del parloteo górdico, establecí el propósito de esperar hasta que oscureciera y entrar clandestinamente a mi habitación, la cual daba con sus ventanas había una ampliación sin terminar, que mi padre había hecho construir en el patio trasero de mi casa. - 319 -

Desembarazándome como pude de las gordas, empecé a caminar; habían desde allí unas veinticinco cuadras hasta mi casa. Era ya la oración. La avenida Belgrano con su acequia en el medio y sus árboles comenzaba a tomar ese tono insoportablemente melancólico de la hora de los suicidios; los autos escasos que transitaban dejando estelas de humo lechoso en el aire y alguno que otro mateo con su farol a querosén titilando pasaban al lado de mí hacia atrás y se me figuraban lánguidos integrantes de una caravana mortuoria que no cesaba; mi corazón estaba en ese estadio de la congoja en que los sentimientos se anulan, por preservar la pervivencia de la razón; me sentía como un muñeco de trapo, roto por dentro, quebrada la columna sentimental que me otorgaba el equilibrio, moviente por una energía externa que no controlaba ni podía modificar, manifestación concreta de aquello que había intuido al formar mis labios alguna vez los sonidos de esa palabra: fatalidad. Dolor de las calles recorridas una y otra vez con mis zapatillas de niño, con mis zapatos de adolescente, pensando en Pinocho, Gepetto, Rompecoco o Pulgarcito, más tarde en Ernie Pike, Vito Nervio, El Eternauta, o tensando mis piernas sobre los pedales de la bicicleta para llegar a la Alsina antes que el camión que iba delante de mí. Calle Belgrano recorrida con mi padre y mis tíos con carteles que decían “Bienvenidos compañeros Vandor y José Alonso”, “62 Organizaciones Peronistas”, en medio del grupito de hombres y mujeres que caminaban silenciosos hasta el Sindicato de Maestros y de allí a la CGT, entre el miedo, los ojos saltones, seguidos de cerca por los autos azules, escoltados por hombres nerviosos de bigote y camperas que ya había aprendido a distinguir como del tenebroso SIDE. Esquina Avellaneda donde olvidé una vez un portafolio con todos los - 320 -

métodos de piano, 9 de Julio donde vivía Susana, Caseros donde una vez, yendo con el loco Maciel no pude resistir la tentación de tomar en mi palma la teta redonda de una hermosa mujer con solera, Belgrano de la Academia de Bellas Artes. Con sigilo escalé la tapia trasera de mi casa y entré. Por la ventanilla de vidrio de la cocina espié para dentro, trepándome en la banqueta. Bajo la amarilla luz, mi Mamaviejita conversaba con Fernando; no había nadie, más que ellos dos. Mi corazón estaba como si lo hubieran echado al fuego; odié a mi padre y tuve ganas de gritar y llorar arrodillado; mas la fatalidad era imposible ya de gobernar y con lentitud me dirigí, frío por lo externo como un robot, hacia la ventana de mi habitación. Entré sin hacer ruido; sobre el placar estaba mi valijita de pintor. La desalojé meticulosamente de óleos, paleta, pinceles, espátulas, aguarrás, aceite de lino, barniz de damar, y, luego de abrir los cajones del ropero con sumo sigilo, sin prender la luz, empecé a ubicar en su lugar algunas camisetas de abrigo, un pulóver, un calzoncillo y un Superanuario de la revista “Frontera”.

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Tercera parte

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1 Mi padre pertenece a esa clase de tipos que siempre le están corrigiendo algo a uno. Como si ello fuera poco, su deslumbrante solvencia en el plano intelectual, su elocuencia y su dicción perfecta, a más de su prestancia física, le dotan de una plataforma inatacable para ser crítico sin concesiones. Tal vez la pobreza de su infancia o un atavismo de nuestra historia vertiginosa le dotaron, bajo su refinamiento exterior, de un carácter díscolo, en algunos casos cruel. Ningún hombre es sólo una persona. Probablemente, quienes llegan a asumir la multiplicidad de personalidades que componen su yo profundo tengan más chances de perfección. Al menos, seguramente su temperamento es mucho más sutil e inquietante que el de quienes llamamos “hombres normales”. Julián Castañeda era un individuo que transmitía la impresión de estar en permanente ebullición interna. Sus actos no poseían esa cohesión casi mecánica con que organizan sus vidas la mayoría de los seres comunes de las clases medias. Por el contrario, sus reacciones más graves, aquellas que podían significar modificaciones profundas en su destino y el de quienes lo acompañábamos, eran por lo general impredecibles. Este tipo de condición, al parecer frecuente en ciertos hombres de nuestra raza arrancó a Di Lullo, un eminente aunque desordenado y ecléctico investigador santiagueño, algunos juicios peyorativos. Inquieto por la inextricable personalidad del - 323 -

mestizo, a la cual llamó “perversa duplicidad”, se sintió necesitado, para tranquilizar una conciencia pese a todo racionalista, de apelar al burdo bastón de la “castidad racial”. Rescatando entonces la coherencia de conducta de un ente ideal, que contraponía a la imprevisibilidad perniciosa del mestizo hispano-aborigen, creó un tipo idóneo al que denominó “español puro”. Pese a su honesta y riquísima investigación de nuestra historia y costumbres, Di Lullo no llegó a comprender que tal coherencia proviene esencialmente de factores culturales y que la coherencia de los alemanes, por ejemplo, esconde bajo ese orden formal, tremendas energías dolorosamente contenidas por una cárcel conceptual, presión que en muchos momentos de la historia llevó a esos pueblos a liberarse de tal corsé a través de orgías fatídicas. Igualmente sucedía con griegos y romanos, la percepción de las clases dominantes patentizada en la política de “pan y circo”, no es otra cosa que la de una necesidad de catarsis colectiva periódica, que, organizada desde arriba, se orientaba a impedir estallidos que pusieran en peligro una “coherencia” que sólo favorecía a los privilegiados. Víctor Hugo nos habla de las grotescas parodias al rey y la nobleza en ciertas fiestas populares, bajo la mirada benevolente de los autócratas; el feudalismo aplicaba una vez más las lecciones políticas de la historia. Pero Di Lullo, apresurado por hallar una fórmula esquemática, deja de lado la reflexión sobre ellas y apela al sencillo recurso de la pureza racial. Lástima. Precisamente la riqueza de nuestra cultura está en que durante centurias se - 324 -

aplicaban en las costumbres de los pueblos originarios, fórmulas psicológicas que los europeos llegan a comprender, recién, luego de siglos de evolución. Aquellas difundidas por Jung y luego genialmente desplegadas por Herman Hesse en su Steppenwolf, eran ya parte de la cultura aborigen americana desde hacía al menos mil años, y son las que, venciendo el cepo del dominio español, dejaron su sello perenne en nuestra raza mestiza. Julián Castañeda era un exponente refinado y arquetípico de aquella cultura, que uno de nuestros triunfantes mercenarios intelectuales llamó “bárbara”. Precisamente por ello fue que la “intelligentzia” mediocre –especialmente el sector que se llamaba a sí mismo “liberal” – de esta sojuzgada provincia, lo enterró en vida. Intuyeron que era un emergencia genial de los monstruos oscuros de nuestra cultura atávica, una gema deslumbrante nacida de los estratos más profundos del verdadero llajta, y lo rechazaron con horror, como el sobreviviente sepulcral de una ideología que imaginaban para siempre aplastada. Él, por su parte, no supo calibrar acertadamente la magnitud y la eficiencia del enemigo. Ebrio con su propio talento – especialmente en su primera juventud–, henchido por las palpitaciones hondas que sentía impulsándole desde lo siglos, se lanzó con quijotesca soberbia contra todas y cada una de las instituciones de la “coherencia” dependiente. Jamás calculó sus pasos, nunca apeló a la diplomacia. Creía en la supremacía escatológica del talento, era un idealista de la justicia –una

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justicia donde la perfección debía señorear por peso natural. Fue despedazado de a poco. La calumnia, la injuria, el desprecio organizado, la agresión violenta, la cárcel: nada le fue escatimado. Y hoy muy pocos saben que en Santiago del Estero se gestó y abortó, junto a un puñado de artistas ignotos, un poeta extraordinario que se llamaba Julián Castañeda. A su lado se hundieron aquellos de sus pares con quienes compartió una etapa riquísima de la historia santiagueña, algunos de los cuales reciben un intento de reconocimiento por primera vez en este libro.

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–Mostrame tu pishco– le dijo el Negro Bravo a Juan Cruz. –¿Para qué?– preguntó el niño. –Vamos a medir. Vamos a ver quién lo tiene más grande. –No– dijo Juan Cruz– Eso es una pelotudez que hacen los pendejos. Había pescado al vuelo la intención del otro, un muchachón cuatro años mayor que él. Lo que buscaba era hacerlo bajarse el pantalón. Después empezaría a tocarlo, para terminar seguramente pidiéndole que se agache para meterle su pishco en el culo. Así había hecho con Albertito, el sobrino de Carincho Villagra. Pero “Albertito” era un gil, un changuito “del centro”, medio mariconcito además, como muchos de los del centro. A Juan Cruz no lo iba a joder así nomás. –Dejá de hinchar las pelotas Negro. O sos marcha-atrás – masculló Juan Cruz. – Mejor sigamos hablando de minas. –¡Yo solamente quería medir los pishcos!– protestó el otro – ¡Sos muy desconfiado vos! - 327 -

–A Juan Confiado le rompieron el culo– sentenció Juan Cruz. El Negro sacudió la cabeza, derrotado, al parecer. Habían estado hablando de lo que tenían bajo las ropas las mujeres, un poco en base a imaginación, otro poco a revistas pornográficas, pues ninguno de los dos había visto jamás una mujer desnuda. El negro alardeaba de frecuentes encames con prostitutas, pero ciertos detalles de sus descripciones hacían dudar al menos de un porcentaje de su narración. Hablando de tetas, culos y otras intimidades se les habían parado los pitos. Entonces fue que el Negro empezó a insistir con el asunto de la medida. –¡Mirá, cómo yo no tengo vergüenza y te muestro mi pishco!– dijo el Negro Bravo inesperadamente, bajándose el pantalón de un manotazo. Apareció su pequeño pene, duro, imprevisiblemente blanco, rodeado en la base por pelitos escasos y desordenados. A Juan Cruz le asqueó la exhibición. –Rajá, Negro, rajá– dijo Juan Cruz. ¡Si tienes ganas de medir andá culiala a tu hermana!– Se levantó y se fue. Mientras caminaba se volvió a colgar la honda en el cuello. Salió del montecito y se fue a su casa.

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3

El mundo adquirió características diferentes para Juan Cruz y Fernando. Ya no estaban sujetos a los mismos horarios y la presencia de la Mamavieja llenaba el ámbito con una energía más calma. La anciana –al igual que su marido– pertenecía a la clase de personas que respaldan cualquier acción de sus hijos, aunque fuesen erróneas. Ahora los niños percibían la casa como un refugio. Acabados los trastornos que derivaban de las constantes peleas entre sus padres, el lugar parecía haberse aquietado definitivamente. Pronto comenzaron a desviarse, pues podían cometer cualquier travesura, sin perder la seguridad de que serían protegidos. El barrio poco a poco se iba acrecentando. Una casa aquí, otra allá, como en un juego de dominó se iban llenando los espacios vacíos. Donde hacían sólo unos meses se abrieran zanjas y pozos, ahora se levantaban coquetas edificaciones, donde otrora tierra seca, ahora jardincillos. Avanzada de la clase media, el barrio estaba enclavado entre cuatro realidades diferentes. Hacia el norte, lindaba con los aledaños de “el centro”, la región privilegiada de la ciudad donde se apiñaban familias en su mayoría pudientes, o con aspecto de serlo. Al sur, si uno se aventuraba a cruzar un tupido montecillo se levantaba un conglomerado urbano de similares características a Villa Evita, aunque de casas más pequeñas y arquitectura más simple. - 329 -

Por el este, señoreaba un rancherío extenso y miserable, y más allá, el río, ancho, majestuoso y ocre. Al oeste, luego de atravesar un campo con naranjas y palmeras que pertenecía a la Nación, al llegar a la avenida, se presentaban de improviso los palacetes de gente adinerada, que había constituido allí su zona residencial. Entre ellos se erigía la residencia del gobernador. Allí fue donde el abuelo Rodrigo lo viera a Roca, aquella vez. Juan Cruz y Fernando conocían hasta el último recodo de la barriada y el monte. Sabían en cual casa en construcción había un hoyo para ocultar algo. En qué lugar del monte los vagabundos habían armado una “casita” de yuyos para guarecerse. Había en el barrio un chico apenas mayor que Juan Cruz. Era a la vez su compañero y rival. Con el tiempo se fue convirtiendo cada vez más en lo segundo, por culpa de su madre. Se llamaba Carlos Rojas. Provenía de familias destacadas, cosa que su progenitora no perdía oportunidad de comentar. Su padre era sobrino de Ricardo Rojas, así que él resultaba ser sobrino-nieto. Su madre, descendiente del gobernador Castro. Apenas llegaron al barrio –uno o dos años después que los Castañeda– los muchachos se juntaron para jugar. Con la crueldad propia de los niños, Juan Cruz abandonó a Fernando. Instigado por Carlos Rojas, le prohibía que los siguiera. Si lo hacía de todos modos, le pegaba. Allí quedaba Fernando, desolado, con el rostro bañado en lágrimas, mientras los otros se alejaban. Juan Cruz sentía una congoja en el pecho, pero la ahogaba. No era de machos sentir aquello: de tal modo justificaba su perfidia. - 330 -

Carlos era un muchachito pedante y pituco, que bajo la protección de su madre, actuaba como si fuese de una raza superior. Por esa extraña sugestión que poseen los caracteres imperativos, Juan Cruz se allanó a los caprichos del otro, durante una primera etapa, quedando como segundón de sus iniciativas. Una tarde destrozaron a cascotazos los vidrios de una casa perteneciente a un joven empresario, afecto a ciertas orgías, que al parecer la poseía con ese fin. El individuo –un tal Ricci– denunció a la policía y el comisario envió a investigar. Julio Abate (el mismo a quien hacía unos años Juan Cruz y Fernando regalaran aquellos juguetes, en la noche de Reyes), soploneó de lo lindo, contándole al policía que él había visto desde una distancia cuando Juan Cruz y Carlos Manzi despedazaban uno por uno los vidrios del ventanal, jugando “a la puntería” (era una vidriera de unos tres metros cuadrados, en la parte de atrás de la casa; se componía de pequeños cuadros de vidrio escarchado, montados en una cuadrícula de metal; “yo cuento hasta tres y tiramos”, había dicho Carlos, “uno, dos y tres”, ¡placpliplín!, cayó el primer cuadrito de vidrio, destrozado por el ladrillazo de Carlos; Juan Cruz se había quedado con el ladrillo en la mano, esperando a ver si el otro realmente tiraba; “¡Bah,!, ¡cagón!, me has dejado tirar a mí solo!”, dijo Carlos, “bueno, ahora tiro yo también, vamos de nuevo”, contestó Juan Cruz: “Uno, dos, tres”, ¡plactumplin!, esta vez fue Juan Cruz solamente quien tiró, cayó otro vidrio; “bueno, vamos en serio, los dos”, dijo Carlos, “uno, dos, tres” y esta vez sí, ¡plash!, ¡tumb! ¡pim!, y ¡pim! y ¡pam!, estallaban los vidrios como fuegos de artificio mientras los muchachos iban tirando a gran velocidad todos los peñascos que habían amontonado en el suelo, junto a sus pies). La delación de Julio Abate le hizo - 331 -

pensar a Juan Cruz que no valía la pena ser bondadoso con algunos pobres y le pegó muy duramente cuando lo pillaron, con Carlos. Una tarde Juan Cruz lo había ido a buscar a su amigo. Su madre, una mujer ordinaria y petisa, gordita, de cabello enrulado como una persa, muy blanca, pecosa y de nariz pequeña terminada en pomponcito, le lanzó una retahíla de insultos sin saludarlo: –¡Mocoso atrevido! ¡Sinvergüenza!– le gritó–, ¡salvaje!... ¡Vos sos el que lo pervierte a mi hijo! ¡Por tu culpa andamos en boca de la policía! ¡Pero cómo no vas a ser así! ¡Si no tienes madre! ¡sos un abandonado! ¡Te pasas todo el día vagando!... ¡Mandate a mudar de aquí, atorrante! ¡No te quiero ver más que lo vengas a buscar a Carlitos!... Juan Cruz se fue, cabizbajo. Al llegar a su casa, le esperaba otra reconvención: –¡Qué han andado haciendo, muchacho…!– le recriminó la Mamavieja–; ¡Aquí ha venido el agente, diciendo que ustedes le han roto todos los vidrios al Ricci! ¡Qué no los han llevado presos porque son chicos! ¡Pero nosotros vamos a tener que pagar! ¡Seguro que te ha llevao ese sabandija de Rojas! ¡Ese te tiene enseñao! ¿Qué no sos machito vos, que te dejas gobernar! ¡Dejalo que venga ese pituco para acá! ¡Carpiendo lo vua’a sacar! Juan Cruz se quedó encerrado esa tarde, menos por temor a la amenaza del agente que por voluntario acto de compunción. Desde el escritorio de su papá, donde había empezado a hojear - 332 -

un libro con figuras renacentistas, oyó como la Mamavieja lo echaba a Carlos Rojas, que había venido a buscarlo, en bicicleta. –¡Muchacho atrevido! ¡malcriado!– le decía–, ¡No lo voy a dejar a mi hijo que se junte más con vos! ¡Por tu culpa lo ha venido a buscar la policía!... Mandate a mudar.. ¡ya! A través de las hendijas de la cortina exterior de madera, Juan Cruz vio el rostro asustado de su amigo y la vuelta rampante con que huyó de su abuela, saliendo como un bólido, en la bicicleta, de regreso a su casa.

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4

Julián Castañeda pronto se convirtió en un hombre clave para la radio. Dinámico, sin problemas de horario –fruto de su separación– podía escribir un programa brillante en media hora. Era capaz de quedarse hasta las once o doce de la noche si hacía falta, y no vacilaba en reemplazar al locutor en alguna emisión especial. Además de su talento literario, poseía una voz bella, bien modulada, una excelente dicción y capacidad para improvisar, si era preciso. En tiempos cuando las radios solían prohibir la improvisación a sus locutores, autorizando a ello sólo a contados actores o expertos, Julián Castañeda se constituyó pronto en uno de aquellos privilegiados. Era un joven increíblemente talentoso: demasiado, como se verá, para ser tolerado mucho tiempo en un ambiente donde la mediocridad, la envidia y las acechanzas mutuas son moneda corriente. El hombre muy brillante corre el riesgo de ser odiado por muchos, si no se adiestra escrupulosamente en disimular un poco su talento. Julián, elegante y dúctil, era para colmo de males un galán de éxito entre las mujeres. El resentimiento de una de ellas lo empujaría a cierta situación caótica dentro de la radio, más adelante. En general, el poeta sabía granjearse la simpatía y la admiración del personal subalterno, ordenanzas, operadores, técnicos de sonido, escenógrafos, etcétera, ante quienes aparecía, de algún modo, como una reivindicación de su clase. - 334 -

Por el otro lado, también los altos jefes estaban conformes con él. Era en los niveles medios, locutores, animadores, periodistas y especialmente quienes se consideraban a sí mismos “intelectuales”, donde generaba un rechazo que llegaba a veces hasta el rencor. Esa inquina sin fundamento fáctico era aún más peligrosa cuando asumía el aspecto exterior de la camaradería y la fingida amistad. Virasoro, un gordo gigantesco, jovial, que aspiraba a hacer carrera en la radio (y efectivamente la hizo), pertenecía a esta ralea coprofágica de “amigos-enemigos”! Aparentaba no haber entre los compañeros de la radio otro más leal y afectuoso hacia Julián. Pero no perdía oportunidad, cuando se encontraba a solas con el director (el chisme es el arma más eficaz que existe), de echar alguna denuncia sobre la personalidad o las intenciones del poeta. Con la particular sensibilidad de los escaladores, comprendía que lo más irritativo para un jefe era la posibilidad de surgiera alguien con ribetes competitivos hacia él. Pues bien; incesantemente, Virasoro señalaba tal o cual actitud de Julián Castañeda, que, de acuerdo a su interpretación, indicaba a las claras su ambición por ocupar en el corto plazo, el puesto de director de la radio. El cambio de gobierno, en 1958, con su consiguiente cambio del director, dejó por un tiempo sin basamento al trabajo avieso del gordo. Más no tardaría este personaje en hacerse de la confianza del nuevo jefe, gracias al recurso infalible de la adulación. Desde allí recomenzaría su paciente labor de socavamiento hacia el prestigio de quien consideraba, en realidad, como un obstáculo para sus propias ambiciones.

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El Salón Teatro Auditórium estaba atestado. Gente en los pasillos que no se resignaba a quedar fuera. Gente que iba y venía sobre el escenario, preparando los micrófonos, las decoraciones. Juan Cruz, desde su pequeña estatura, mirando todo aquello con gusto. Le agradaba ese bullir impersonal y festivo de las multitudes. Le agradaba mirar, descubrir un rostro, una nariz particular o un peinado extraño, unos ojos diferentes, manos a las que les faltaba un dedo o les sobraban carnes, entre el montón. Juan Cruz tenía reservado un asiento, en primera fila. Hacia allí se dirigió. Ni siquiera se dio cuenta que unas mujeres, a los costados, cuchicheaban sobre la inconveniencia de reservar asientos para niños, mientras algunos adultos debían permanecer parados. Juan Cruz era el hijo del flamante Director Artístico de la radio. Leónidas, un operador larguirucho y de bigotes, lo saludó con la mano desde arriba. Entraban y salían hombres y mujeres por la juntura del telón. Luego que se dieron por terminados los aprestos, al parecer, todo quedó inmóvil sobre el escenario, por unos minutos, las pesadas cortinas rojas daban un aspecto imponente al lugar, en realidad no tan grande como parecía. La luz de los reflectores arrancaba brillos agudos a los cuatro micrófonos, que como puños de acero, erguíanse en diferentes posiciones. Un morocho motoso, con algunas canas, sacó la cabeza por entre las cortinas de improviso, provocando carcajadas. Rápidamente la cabeza desapareció, dejando como testimonio de su veracidad sólo el temblor de los pliegues en las cortinas por unos instantes. De pronto, comenzó a abrirse el telón hacia los costados. A esta sola acción, la multitud estalló en aplausos. Aparecieron como en el desdoblamiento de un abanico los músicos y el locutor: “Con ustedes… Las Voces del Mishky Mayu”… (dos guitarras, bombo, bandoneón). Negros - 336 -

ropajes gauchos, un poco incongruentes con las figuras regordetas, bonachonas de quienes que los llevaban, pañuelos blancos en los cuellos. Antes de que terminara de abrirse el telón, el locutor anunció con una andanada de palabras el comienzo del programa especial. Elegante en su traje crema, cabello aplastado con gomina, los aplausos acompañaban sin cesar su introito. Era el locutor preferido de Julián. Dúctil, buen mozo, de movimientos medidos, pulcro en su vestuario. En privado, Julián Castañeda sostenía que Luis T. Paz y Pedro Pablo Gorosito eran los únicos locutores profesionales con que contaba la radio. “Las Voces del Mishky Mayu” ejecutaron (en su sentido bélico) una seguidilla de chacareras. El público celebraba, con aplausos desmedidos y jarana, las chingueadas del bandoneonista. Luis T. Paz intercalaba glosas rimadas y parecía tentado. Continuó el espectáculo. Desfilaron artistas de mayor nivel: el dúo Marambio-Trullenque, Silvera Landriel, Argentino Ledesma, Alma García, el ballet folclórico de Bailón Peralta Luna. Algo en la voz del animador hizo presentir que se avecinaba el momento central del espectáculo. Enseguida lo convirtió a palabras racionales, anunciando al destacado cantor y su grupo. Entre los aplausos sostenidos, un hombre opaco, de unos cuarenta y cinco años, avanzó hacia el asiento que había en medio y se sentó. Juan Cruz lo observaba con atención. Su rostro achinado tenía muchas arrugas, los ojitos miraban como desde una infinita distancia, el bigote –dos rayas delgaditas– le daban a su faz talante sardónico. A Juan Cruz no le cayó simpático el cantor. Todo, desde su traje oscuro a rayitas, hasta su voz cascada, le pareció contrario a lo que había esperado - 337 -

hallar. Ese hombre sencillo, que se parecía a su tío Arsenio, no podía ser una estrella del Espectáculo… Atahualpa Yupanqui comenzó con la presentación de los instrumentos que lo acompañaban. En una especie de exposición didáctica, fue presentando al público el erke, el erkencho, el pincullo, la trutruca… Esta última le pareció graciocísima a Juan Cruz: era un muy largo tubo de caña tacuara, que ocupaba la mitad del escenario y tenía un cuerno en su final. Emitía un sonido áspero, potente, semejante al mugido de un animal. Después de tal desfile comenzó la actuación. Una música compleja, ejecutada a media voz, penetró el silencio de la multitud. Su padre había hablado mucho de Atahualpa Yupanqui. Además de cantor era poeta y excelente compositor. Juan Cruz había imaginado a un hombre alto, de aspecto similar al de Carlos Cores, de voz potente y sonrisa fácil. Era la idea que él tenía del artista de éxito. En su lugar apareció aquel sujeto achaparrado y gris, de marcada tonada tucumana y voz ronca. Pese a que con los años su razón iría descubriendo las grandes virtudes de aquel artista, a Juan Cruz le sería muy difícil borrar de su espíritu aquel primer sentimiento de decepción. La fiesta culminó brillantemente con la presentación del equipo artístico, autor de los programas; ellos posaron para las fotos con el afamado cantor. Juan Cruz divisó a su padre pero no se atrevió a saludarlo. Él, en cambio, le hizo señas y le dedicó una ancha sonrisa desde el escenario.

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5

Lautaro Murúa llegó acompañado por los camarógrafos y actores. Julián Castañeda fue, sonriente, a estrecharles las manos. Con ellos llegó también Asunción. Era un hermoso día de sol en el invierno. El asado crepitaba sobre las parrillas, envolviendo con humo blanco las copas de los paraísos. Bajo el sol. Rodrigo Castañeda sostenía que el churrasco, para ser perfecto, debía hacerse bajo el sol. María Concepción iba y venía y ordenaba a la Petiza, que comenzaba a servir, enganchando inevitablemente las miradas en sus prodigiosas tetas. Las miradas eran como líneas transparentes, que se gestaban en los agradecidos ojos de los varones y se prolongaban hasta las tetas como maduros limones de la Petiza, formando bonitas tramas, finas y azuladas, al entrecruzarse bajo los paraísos. A Lautaro Murúa le ofrecieron la cabecera pero no aceptó. Julián Castañeda recordó la anécdota que algunos atribuían a Napoleón y otros a Carlomagno. De cuando alguien intentó hacer levantar a un individuo en la cabecera para que se la cediera a él, y el Emperador lo detuvo, exclamando: “No se preocupe. La cabecera está donde me siento yo”. - 339 -

Asunción San Marcos, pensó Julián Castañeda, mientras afectaba escuchar el diálogo de los actores. Asunción San Marcos. La muchacha se había sentado a la izquierda, en diagonal a Julián; el poeta Bernardo Burgo le hablaba cadenciosamente –hasta los oídos de Julián llegaban como un zumbido de royos los rumores de su voz gruesa–. Ella escuchaba. Las aletas de su nariz como las de un animal en celo, abiertas al viento en espera de las sensuales ondas, te esperan, no, tendrá ella las mismas inquietudes que yo, valdrá el albur, debo hablarla, no debe pasar de hoy; el poeta Juan José Domínguez lo sacudió el brazo. –¡Che, viejo, no te interludiés tan hondo con la hipermusa y decime de qué sentina puedo rescatar otro tubo de vinacho sanguino!–… Él hablaba así. Julián le indicó la heladera. La bella actriz Fanny Olivera estaba al lado de Asunción. El marido de Fanny, un hombre de cuerpo pesado y anteojos, grandes bigotes, principiaba, sin abandonar su habitual ensimismamiento, el ataque a las humeantes costillitas precursoras, con ensalada de lechuga, tomate, cebolla y remolacha. Las alternativas; ensaladas de achicoria, y rusa. Este es el camino del artista– decía Lautaro Murúa–, creer o reventar. De cualquier manera, siempre están los que te revientan. Al ser artista uno oye, tarde o temprano, el látigo sordo de ese que llevamos adentro… el indoamericano como dice el amigo aquí.

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El Negro Felipe Carreño apenas asintió, hermético. Se había sentado al lado del actor, sus rasgos, pese a ser joven, semejaban los de un ídolo antiguo, tallado en quebracho colorado. –Nos queda oír ese llamado a morirnos, viejo; vos podrás ser un actor de éxito, haciendo a Shakespeare, pero brillás por fuera: por dentro, te vas muriendo. La vida está aquí –y señaló el suelo–; de aquí salen los personajes y las historias nuestras. Asunción se reía, ajena a la conversación central, qué le estaría diciendo Bernardo Burgo. El Loco Lozia hizo un gesto de fastidio y se acercó al grupo que dialogaba sobre arte. Habló la pintora Anika Di Piettri, mujer muy rubia que hacía poco había venido de Buenos Aires y se había enamorado de Santiago del Estero (y del poeta Juan José Domínguez): –Yo considero que la esencialidad del hecho artístico es universal… “Asunción”, pensó el poeta Julián Castañeda. Ella miraba hacia otro lado. –Sí, pero…– interrumpió el Negro Carreño, aunque después hizo un largo silencio. El Negro Felipe Carreño elegía con excesivo cuidado las palabras, hasta un punto que exasperaba a sus interlocutores. –Todo arte, antes de ser universal tiene que ser nacional – sentenció–. Es una premisa demostrada por la historia. Hablo de Nación, claro, como el conjunto de elementos naturales que congregan a determinados grupos humanos y no de las meras divisiones geográficas, que por otra parte son divisiones dictadas artificialmente por los imperialismos (el Negro decía “imperialismos”, no “imperialismo”, pues sostenía - 341 -

que a la fecha –1957– dos imperialismos se disputaban el mundo: el norteamericano y el ruso). –Pero no se puede negar ciertos códigos expresivos que son universales – dijo el pintor Osvaldo Rocca–; de otra manera estaríamos negando la experiencia histórica de la humanidad. –Antes de ser universal, un arte debe expresar las particularidades de su pueblo– repitió Carreño, firme en sus trece. –En la era del imperialismo y la tecnotrónica se diluyen las fronteras nacionales; las únicas divisiones reales son las determinadas por las clases sociales. Lo que vos llamas “pueblo”, yo lo comprendo, quiere decir en realidad “proletariado”, dijo Rocca. –No –replicó, inusitadamente vivo, Carreño.– Lo que yo llamo “pueblo”, es pueblo. Con todas sus clases sociales. En los países coloniales la contradicción no es “burguesía– proletariado”, sino “imperialismo-nación”. Es una contradicción económica y cultural. –Sí. Pero eso no borra la explotación de una clase sobre las otras– aseguró Rocca. –Creo que nos estamos yendo un poco del tema– terció cautelosamente María. “Asunción”, pensó el poeta Julián Castañeda. Los ojos terciopelo marrón se posaron en él un momento, como si hubieran oído su pensar. - 342 -

–No, no, no– intervino Manuel Castañeda, que hasta el momento había escuchado en silencio–. Si me disculpa, señor Murúa, con todo el resto que le debo, creo que no nos estamos oyendo. Por el contrario, me parece que en realidad no se puede hablar de arte en abstracto, menos aún en los momentos por los que atraviesa nuestra nación. En una nación como la nuestra, cuya economía ha sido enajenada, cuya política no es más que el servil instrumento de poderes extranacionales y cuya cultura ha sido históricamente sepultada, hablar de arte en abstracto significaría una defección. Ni más ni menos que eso es lo que quiere el imperialismo. Coincido con el amigo Carreño en que aquí la lucha es una cuestión del pueblo como Nación, contra el imperialismo y una minoría enquistada en el poder. No creo en la lucha de clases para este país. Quizá después, cerca del año 2000… pero no. No creo y no quiero que se dé. La idea del amigo pintor Osvaldo Rocca, a quien admiro en su arte, me parece respetable, pero no se aplica a nuestro país. Es más, tengo la impresión de que la lucha de clases es uno más de los señuelos que nos ponen desde afuera, para desviarnos del camino correcto. Fíjense hasta qué punto estamos colonizados culturalmente que no nos atrevemos a encarar un camino propio, nacional. Cuando tomamos conciencia de que estamos sojuzgados, hasta en el pensamiento, por los europeos y los yanquis… ¿qué elegimos para canalizar nuestras rebeldías? El fascismo o el comunismo… ¡doctrinas europeas!... ¡Si no necesitamos de ellas, para hacer nuestra revolución! No comprenderlo, nos puede llevar a caer en brazos del otro imperialismo, el soviético, que espera agazapado toda pieza que se le pueda escapar a su rival. - 343 -

–Coincido con Manuel– dijo el Negro Carreño. –No, se equivoca, amigo– afirmó el pintor Rocca.– Con toda humildad les digo que ustedes no hacen un enfoque científico del problema. La Unión Soviética no es imperialista. El imperialismo –ya lo definió Lenin–, es la etapa superior del capitalismo. ¿Y cómo puede ser imperialista un país donde no existe el capitalismo? –Mire amigo– exclamó Rodrigo Castañeda desde un ángulo, con voz potente– aquí ya lo dijo el general Perón: hay dos imperialismos; el capitalista y el comunista. Y punto. O no me va a decir que usted lo quiere refutar al general Perón. –No, sí se puede discutir, papá–, dijo Manuel, un poco embarazado. –Yo también pienso como usted, pero quien le dice que no nos equivocamos… –No nos equivocamos– sostuvo Carreño. –Busquemos puntos de coincidencia– dijo Alba Maniatina Garnier–, pues, creo que todos quienes compartimos esta mesa tenemos un solo color, que se llama Patria. Y es lo que nos une. Por encima de ideologías o proposiciones teóricas, como hombres y mujeres, artistas o no, que aspiramos a un mañana mejor para la Patria. Aquí estamos peronistas, comunistas, nacionalistas, pero tenemos un solo enemigo: la dictadura militar proimperialista. Y una sola meta: la liberación de la Patria. Por ella, debemos dejar cualquier división entre nosotros.

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La intervención de la escritora produjo un silencio emocionado. Para aquellos seres sensibles, la advocación amada, en tiempos tan difíciles, tenía el poder de estremecerlos. –¡Llegan los choricitos!– anunció la Petiza, ajena a todo, mientras iba proveyendo a cada plato, desde la fuente, que llevaba prieta sobre la cintura. Perezosamente las miradas volvieron a formar en el aire un tejido centrípeto, con tensión central y organizadora en sus tetas. Por algunos minutos, se oyó sólo el ruido de los maxilares, y el tintineo de las botellas al rozar los vasos.

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g Qué se le da Castañeda, le había dicho el sargento mayor Floreal Ferrara, ahora que estamos ganando, ponerse en esas reflexiones, tenemos armamentos de primera, ropa de Manchester, patacones a granel y no hemos perdido ni una batalla, a los riojanos los hemos aplastado, a los catamarqueños también, los tucumanos ya casi no hacen resistencia, si estamos bien, pero yo he nacido con aquel orden, había contestado usted, de niño he aprendido el aprecio y la veneración por el general Quiroga, Vicente Peñaloza y los mismos a quienes ahora estamos destrozando, mi corazón no da más, Ferrara, el mundo se ha puesto patas pa’ arriba, hasta dónde puede uno aguantar le había dicho usted, y entonces él: ¡pero no sea tan sentimental Castañeda, qué otra cosa es Varela y los que le siguen sino una banda de forajidos, no representan a nadie, no se va a hacer tanto problema por él, ya está vencido; ni por Peñaloza, que en paz descanse, al fin y al cabo, con todo lo valiente no era otra cosa, si lo ve bien, que un gaucho de mierda, entonces fue que Usted le cruzó un cachetazo y el sargento mayor Ferrara, chorreando sangre del labio se le quedó mirando, sin saber si estarse quieto o disparar, con la mano agarrándose la boca y la camisa manchada, la camisa de Manchester, hasta que usted le dijo, disculpemé amigo, disculpemé mi amigo, los nervios me han jugado una mala pasada, no es nada, así somos los hombres, había dicho él, pero a partir de entonces Ferrara se distanció y usted se daba cuenta que había empezado a mirarle como a un enfermo.

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6

El pequeño Juan Cruz creía que únicamente se maquillaban las mujeres, pero la profesora de piano le dijo que no era así. No convencido, fue a preguntarle a su padre y él le dijo que sí podía dejarse maquillar, sin peligro. Volvió y se sentó, dócil. Se sentía duro con el trajecito negro, pantalón corto, medias blancas y zapatos de charol. Si estuviera su madre le hubiese gustado verlo. No sé. “todos los artistas se maquillan antes de subir al escenario”, le había dicho la profesora. Así que él era un artista. Le gustaba esa profesora, una chica nueva que había incorporado el Conservatorio seleccionándola de entre sus egresadas. No debía tener más de 18 años, y era muy suave en el trato. Tan diferente a la vieja arpía, que pegaba con el lápiz de metal sobre los dedos cuando uno se equivocaba. Lástima que la mamá no estaba. Su primer concierto: no debía pensar en la mamá. El padre le había dicho a Juan Cruz que su mamá no llevaba una vida decente; todos los días se lo repetía además algún miembro de la familia. Alguien había deslizado ciertas veces la palabra “prostituta”. No sabía muy claramente lo que era una prostituta, se decía lo mismo de la Bety Aliaga, que andaba con muchos hombres, de noche. Es malo que una mujer ande de noche con muchos hombres. Pero un dolor agudo le daba y como el aire que escapa de un globo - 347 -

aparecía por instantes la figura sonriente de su mamá y él se alegraba. “No debo recordar a mi mamá”, pensó Juan Cruz. A Juan Cruz le venía incomodidad cuando la Mamavieja, hablando con cualquier grande o con muchos, decía que eran unos pobres huérfanos –él y Fernando–, que su madre los había abandonado. Odiaba esa palabreja “huérfanos”, a veces sentía deseos de sacársela de encima con agua y jabón, como una mancha que llevara encima. Esa mancha en la nuca, que le molestaba, por cuya culpa la vieja Estévez le había llamado a la atención tantas veces: “¡Que te pasa! ¡Dejá de encoger tanto los hombros! ¡Eso es un tic nervioso, de atolondrado nomás que sos!” Tic nervioso. Con mucha voluntad él había vencido ese cosquilleo insoportable en la espalda, a la altura de la cervical, pero no se había ido, qué esperanza, sino se había metido adentro, bien adentro. Y su abuela dele machacar con eso de los pobres huerfanitos. Él se sentía bien, fuerte y robusto, lo que decía su abuela le dolía como un agravio, ¿por qué aquél discurso lacrimógeno sobre su destino?, no necesitaba dar lástima, y tampoco estaba bien hablar tanto y tan mal de alguien que ya no estaba, pero así estaban las cosas, ellos eran grandes y sabían, “vos sos un chico, no sabes nada de la vida”. Por rebeldía Juan Cruz se pasaba mucho tiempo fantaseando con la figura de su mamá, la recreaba, hermosa y altiva como era, le daban ganas de preguntarle al Tataviejo, él nunca hablaba de la mamá, pero tenía temor, si él también le decía que ella era mala, hubiera sido fatal, entonces nunca lo hizo y se quedó con la ilusión de que en silencio su venerado abuelo valoraba de algún modo a su madre. - 348 -

Después sentía culpa, le habían dicho que si traicionaba a su familia pensando mucho en su madre, Dios lo iba a reprobar. Las manos suaves de la profesora le quitaron un poco de rubor que se le había pegado en las pestañas; había terminado de pasar la almohadilla de algodón sobre su rostro. Juan Cruz lo lamentó sin pensarlo. La bonita chica púsole un espejo al frente: “¿Qué te parece?”, preguntó. Le parecía que lo había convertido en un payaso, con los cachetes absurdamente rojos, pero no dijo nada. Preguntó en cambio: –¿Ya debo salir a tocar? –Andá acercándote a las bambalinas y esperá allí, cuando te toque el turno la señora de Estévez te va a avisar. La Biblioteca Sarmiento estaba llena de gente en su salón de conciertos. Detrás de las cortinas divisó caras blancas, vestidos pavorosos, cabezas engominadas, trajes negros, fotógrafos. La Vieja le susurró imperiosamente, al fin: –Ahora vos, Castañeda… ojo con equivocarte, ¿eh? Salió como le había enseñado su padre al escenario. Lo aplaudieron. “Tienes que inclinarte, pero no brutalmente, sino apenas una leve inclinación, con elegancia, para saludar”. Al parecer lo hizo bien, pues su padre aprobó con un movimiento apenas perceptible desde la platea. Vio los arquitrabes y las majestuosas columnas de los altos techos del salón, se sentó, despaciosamente, en el taburete frente al piano (el piano, Gorlero, Gorlero, las teclas chocando contra el silencio de la playa, las gaviotas, el día nublado, frescor, la familia). - 349 -

Tocó: Silasoladó-redosidomi-famiremisilasolasila solasila soladó… Mifasolsol lasolfamire… se dejó llevar por la “Marcha Turca” de Mozart, mirando la partitura sólo por cumplimiento. La había practicado tanto que sus manos la conocían de memoria. Antes de retirarse, en medio de los aplausos, recordó de nuevo a su padre: “Tienes que inclinarte para saludar, no bruscamente, debes hacerlo con gracia, dignamente, con lentitud y gravedad, no sonrías, sólo una leve, elegante inclinación, una sola vez, apenas una leve inclinación, natural, sin endurecer el cuerpo”. Lo hizo y se fue.

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Noticias de los diarios

Signos de descontento en las Fuerzas Armadas con el gobierno del doctor Arturo Frondizi. Por otra parte, el Estado se vio en la obligación de emitir bonos para un nuevo empréstito. Falleció Humphrey Bogart Eduardo Miguel Gobierna Santiago del Estero CAPTURAN UN GRUPO GUERRILLERO EN TUCUMÁN. SE TRATA DE “LOS UTURUNCUS” ENTRE CUYOS INTEGRANTES HABÍA UN CURA. Falleció el modisto Christian Dior. Lautaro Murúa filma en Santiago El prestigioso actor y director chileno se encuentra en Santiago del Estero, filmando la película Shunko. Esta obra pertenece al escritor santiagueño Jorge Washington Ábalos. Junto a Murúa arribaron a nuestra ciudad otros destacados actores, como Francisco Petrone, quien ocupará un rol central en el film. También tendrá destacada actuación nuestra comprovinciana, la actriz Fanny Olivera de Paz.

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AL SER LEVANTADA LA PROSCRIPCIÓN DEL PERONISMO, ESTE SE IMPONE ELECTORALMENTE EN TODO EL PAIS. LAS FF.AA. ANUNCIAN QUE “NO PERMITIRÁN UNA NUEVA ERA DE LA TIRANÍA” Huelga de los ferroviarios. Visita la Argentina el presidente Eisenhower. LOS CUBANOS EXPULSARON LA NORTEAMERICANA EN BAHÍA COCHINOS.

INVASIÓN

Cuestionan severamente la entrevista concedida por el presidente argentino Arturo Frondizi al guerrillero cubanoargentino Ernesto “Che” Guevara.

Éxito de ventas inusitado del cantante tucumano “Palito” Ortega. MILITARES DERROCAN AL PRESIDENTE FRONDIZI. ASUME JOSÉ MARÍA GUIDO, CON ACUERDO DE LAS FF.AA.

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Belisario Reynafé estaba sentado con Adeodato Gondra, Juan Cancela, Lucía Montiel y Teresita Smith en la vereda del Jockey Club, cuando se sintió eso, un ruido como de una tropilla de potros viniendo del norte, y gritos. Al principio no se vio nada, mas no tardó en aparecer un grupo de chicos y muchachos, gritando como locos y tirando piedras para todos lados. Pero eso había sido nada más que la avanzada: una multitud de miserables, hombres, mujeres, viejos; enardecidos, hicieron su entrada en tropel a la plaza, por calle Tucumán. Destrozaban todo lo que se oponía a su paso. Una columna se dirigió a la izquierda, (después Belisario se enteró de que habían ido a atacar el diario El Progreso). Otra columna fue hacia la Catedral; la rodearon y comenzaron a apedrear la residencia del Obispo. Belisario, que era socialista, sintió luchar dentro de sí nuevamente la teoría con la práctica. Más no tuvo tiempo de reflexionar demasiado: la turba se dirigió derechamente al Jockey Club. Tropezando, empujándose los hombres y las mujeres elegantes se metieron por las dos puertas, para cerrarlas luego. Afuera se oía el fragor de los insultos, las pedradas y de vez en cuando el tintinear de algún vidrio roto. Junto a Belisario, Adeodato Gondra explicaba a las mujeres los móviles de la chusma. Un suboficial del ejército había asesinado a balazos a un mayor. Parece que tenía celos de su novia con él, y por un asunto mínimo le descerrajó el cargador - 353 -

de su revólver en el pecho. El Tribunal Militar lo condenó a muerte. Pero el tipo era muy popular entre el populacho. Parece que había sido un buen boxeador, además de repartir todos los días la comida que sobraba del “rancho” entre los menesterosos. Dice que se formaban colas larguísimas, atrás del Regimiento y el cabo les iba sirviendo personalmente la sobra del locro, los guisos y las carbonadas. El “Gaucho” Castro –demagogo como él solo– al ver que la chusma se rebelaba peligrosamente, asumió, como Gobernador su demanda de pedir el indulto del asesino al Presidente. El general Justo descansaba en ese momento en Mar del Plata. Desde allí, desde la playa, con mano firme desechó el ruego, y firmó la sentencia de muerte. Y ahora parece que ya lo han fusilado. Por eso éstos animales están tan enardecidos. –¡Pero van a destruir la ciudad!– exclamó Amalita Santini. –No– contestó Adeodato–, ya se les va a pasar. Estos negros han nacido para ser esclavos. Belisario Reynafé rumiaba taciturno, quien sabe qué pensamientos, en un rincón de la sala. Apareció Ana María Jiménez y le dijo: –¡Qué cara de enojado!... Entonces, al mirar sus ojos celestes, él se olvidó de todos los problemas.

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Yo estaba mirando diluirse el crepúsculo hacia la esquina, entre los cipreses, cuando vi aparecer a aquella mujer alta, toda de negro. La acompañaban, a un lado y otro, un muchachito y una chiquilla, más o menos de las mismas edades que yo y Fernando –pensé– flacos, rubios. Ambos de gris. La chiquilla traía un gran moño rosa prendiendo sus cabellos. Modelándose contra el verde claro de las enredaderas, el ocre de nuestra calle de tierra y el negro lustroso de la vereda, el terceto creaba una composición interesante, pero quién sabe por cual instinto animal de los que tengo, me puse alerta. Algo no me gustó del asunto y sin que nadie me lo hubiera dicho supe que venían a nuestra casa. Los vi venir desde el horizonte, alineándose con el fondo oscuro de los cipreses, la mujer con sombrero, su rostro como una mancha blanca contra los cipreses, lo mismo las cabelleras rubias de sus hijos. La mujer llegó hasta mí y me pellizcó suavemente en la mejilla; noté el guante de malla negra sobre la mano blanca, un tanto gorda. Las uñas pintadas de rojo, calcáreas, estaban muy bien cuidadas; me recordaron los muestrarios de tonos de lacas que había visto en la farmacia. Me enteré que los chicos eran Pocho y Diana; la mujer me dijo que ellos iban a ser como “mis hermanitos”. Fernando, de espaldas a nosotros, cavaba un hoyito para sacar chilalos, como a veinte metros de distancia, frente a la casa de Máximo Piedra; por un - 355 -

instante me sentí confuso, un poco desolado y me volví con los ojos para buscar a mi hermano. En el acto él sintió la mirada en su espalda; se dio vuelta, se levantó y vino, con sus ojos bondadosos y claros en mi ayuda. Fernando se acercó mirando con esa calma que él tiene y la mujer dijo: “¿Este es Fernando?”… “No, si va a ser Frondizi”, pensé yo, pero contesté: “Sí, éste es Fernando, mi hermano”. Enseguida la mujer se presentó ante mi abuela, que disimuló apenas su rechazo y entre ambas sacaron sillas al jardín, pues la tarde estaba tibia. La chiquita Diana, se ubicó mustia al lado de su madre, y Pocho vino intentando jugar con nosotros. Cuando llegó mi papá de la radio las encontró allí, tomando mate dulce con moroncitos. Parece que todo había sido deliberado, para oficializar la cuestión. Mi papá le dio un beso en la boca y esto me dio tanta rabia que en el acto le espeté a su hijo (que era casi de mi edad): –¿Te animas a pelearle a Fernando? –¡Bah!... ¡A éste lo hago cagar!– dijo Pocho, mirando a mi hermano desde su flaca estatura. “No sabe dónde se mete”, me regocijé yo por dentro. Fernando, a los ocho años, era un tigre. –A ver, si sos macho, mojale la oreja– lo incité. Pocho se humedeció los dedos con saliva y no había terminado de estirar la mano cuando ya estaba retrocediendo por la terrible trompada en el ojo que le encajó mi hermano. Intentó defenderse, pero recibía una y otra vez los puños sobre la cara, hasta que al final cayó, con el morrudo rapaz encima, y si no hubiese sido por los gritos de mi padre y Dalia quien sabe cómo - 356 -

hubiera terminado. Mi papá se acercó furibundo a Fernando, pero mi abuela, con esa voz pasada que no sé cómo hacía para que se escuchara de lejos le advirtió: –No lo vayas a tocar al muchacho. Entonces mi papá frenó sus impulsos y se limitó a interesarse por la salud de Pocho, que sangraba abundantemente por la nariz. Además de la sangre le quedó un ojo hinchado. Yo pasé mi brazo derecho por sobre el hombro de mi hermano y me quedé allí, mirando, orgulloso. “Este niñito de mamá le quería pelear a Fernando… qué boludo”, pensé. No, nosotros éramos muy duros. Así comenzó nuestra relación con Pocho y Diana.

Demasiados duros éramos, y ésta fue una contradicción que me persiguió toda la vida. Por educación y por sangre poseíamos una percepción refinada de los sucesos y la realidad, así como los elementos intelectuales para elaborarla. Pero había adentro de nosotros aquello, aquel extraño ingrediente que no gobernábamos, algo como un núcleo de energía autónoma, que nos dotaba de una capacidad de violencia al parecer sin límites. Era una energía neutra, desde el punto de vista moral. Es decir, no era rencor, ni miedo, ni adhesión a tal o cual principio; sólo era una fuerza contenida, en reposo, que se disparaba como un ariete en contra de cualquier objeto que la activara desde fuera. - 357 -

Nosotros podíamos activarla a voluntad: bastaba con que nos propusiéramos atacar a alguien. Entonces, sin odio, como una indiferente acción de la naturaleza, aplicábamos esa violencia a quien eligiéramos como blanco.

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Sí. Sé que he sido demasiado violento, para una sociedad civilizada. Muchas veces mi abuela me decía: “Hijo, usted ha salido muy salvaje, parece que hubiera heredado a su abuelo, en el carácter”. Sí. No era necesario para demostrar mi fuerza, cuando tenía once años, que tomara en mis brazos a Luisito, lo levantara hasta la altura de mi cabeza y de allí lo dejara caer como una piedra al suelo. Luisito se golpeó en el coxis y comenzó a manarle sangre por la boca. Confieso que me asusté, pero no esbocé un solo gesto de conmiseración; Fernando, que estaba también asustado, sólo atinaba a mirarlo con sus ojos claros. Solamente le dije: “Andá a tu casa, maricón”, y lo dejé marchar, con ese hilo de sangre que le corría desde la boca, como un perro apaleado. Tampoco fue necesario lo que le hicimos a Quique. Quique me había dado un ladrillazo en la frente y luego huyó a esconderse en su casa. Me dejó un corte al lado de la ceja, pero no me quejé. Una tarde lo agarramos, Kuki, Fernando y yo, junto al Hogar Escuela. Lo golpeamos tanto que no pudo levantarse. Cuando lo hallaron sus hermanas, tuvieron que llevarlo al hospital. Tenía la costilla quebrada. Mucha violencia, mucha, si se tiene en cuenta que éramos unos niños. Cuando peleé con Rica veía cómo su cara se iba amoratando, sus dientes caían y todo el cuerpo se le manchaba con la sangre que le arrancaban mis puñetazos: algo en mí sentía compasión y me - 359 -

conmovía, pero me era imposible parar; al desatarse mi energía me había convertido en una especie de máquina de destrucción, cuyo mecanismo de freno funcionaba únicamente al ver de rodillas al adversario. Sí. Era muy violento, yo. No sé de dónde me vendría eso.

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Carlos Manzi me mostró algo que me dejó boquiabierto. Sobre una hoja en blanco, con cinco o seis trazos seguros, había plasmado la figura de Bólido. Ambos teníamos nueve años: para mí fue como una escena de magia. Consciente del impacto producido, Carlos, con lápiz firme, repitió la acción. Con el Patoruzú abierto un lado, se concentró en la tarea; los ojos le saltaban de la revista a la hoja, de la hoja a la revista, y esta vez, una exacta copia de “Langostino, navegante independiente” apareció ante mí. Desde muy pequeño me habían inculcado un fuerte espíritu de competencia y la noción vaga de que nadie debía ser superior a mí en actividades artísticas o intelectuales. Por otro lado, la madre de Carlos, mujer sumamente apegada a sus hijos, exacerbaba al máximo tal competencia entre nosotros. Estaba empeñada seriamente en demostrarme –y tal vez demostrarse ella misma– la superioridad de sus hijos sobre nosotros. No me dejaba pasar, los fines de bimestre (pues yo debía pasar cotidianamente por frente a su casa) sin detenerse para comparar mis boletines de clasificaciones con los de Carlos. Así que cuando Carlos aprendió a dibujar, ambos vivieron como un triunfo completo mi perplejidad y mi conmoción, por la habilidad del muchachito en copiar con exactitud los personajes de historieta. Me hirió la sonrisa malévola de esa mujer regordeta, vulgar, colorada, de cabello grasoso y - 361 -

enrulado. Caviloso, en el camino de vuelta a mi casa, decidí obligarme a dibujar. Hasta poder hacerlo aún mejor que Carlos Rojas. Ese fue el comienzo de mi vocación por las artes plásticas.

Un día estaba afanado cavando unos hoyitos en el patio, cuando apareció Fernando que no podía más de la risa. Cuando Fernando largaba esa risita casi secreta y maliciosa, significaba que había hecho algo que consideraba, a la vez, heroico e ilegal. –Vení, Juan Cruz, vení –me dijo, siempre con la sonrisita. –¿Qué pasa?– le pregunté. Me miró un momento, como asombrado por la magnitud de lo que me iba a decir. –Lo he culiado a Doménico– manifestó luego, con voz sacramental. –¿Cómo?– le pregunté. –Sí… lo he culiado –repitió–: lo he convencido de que se deje culiar regalándole una revista Rayo Rojo. ¡Vení! si vos quieres vamos a culiarlo los dos! Doménico era el hijo de unos italianos muy pobres; tendría unos ocho años a la sazón, y hacía mandados para los Aliaga, como un modo de ganarse unas monedas y la comida. Me dejó pensando. - 362 -

–¡Vení, vamos! ¡Es fácil! ¡Vamos a ofertarle un Rayo Rojo o un Misterix y lo culiamos los dos!... Me levanté sin dudar y juntos, fuimos hasta mi cajón con revistas. –Para que se deje culiar por los dos vamos a ofrecerle un Misterix– dije. No sin pena seleccioné uno de los más viejos. ¡Doménico!...– gritó Fernando desde la calle, en frente a la casa de las Aliaga. Estaba que no cabía en sí por su papel de conductor en la acción. El tanito asomó su cabeza rubia por tras de la verja. Sus ojos, azules y recelosos, nos escudriñaron un instante. –¿Qué?– preguntó. –Vení, te queremos hablar– dijo Fernando, seductor (Fernando debía tener, por ese tiempo unos siete años). Doménico se acercó, remolón. Por su expresión comprendí que ya sabía el requerimiento que le íbamos a hacer. Antes de que llegara a nosotros, Fernando agitó sonriente el Misterix ante él. Todo el mensaje estaba explícito en la mirada clara y expresiva de mi hermano. Doménico se hizo el tonto. Fernando, entonces, fue más claro: –Vamos…– le dijo, haciendo al mismo tiempo un significativo movimiento de la cabeza y la ceja al costado–, por este Misterix… nuevito… yo y mi hermano… - 363 -

Doménico afectó dudar unos segundos. Luego contestó. –Bueno… vamos… pero un ratito nomás, ¿no? Fuimos a la casa de Máximo Piedra, que en ese tiempo estaba en construcción y nos metimos en el medio de los yuyos del ancho patio. –Date vuelta y bajate el pantalón– dijo Fernando, con aire de quien sabe perfectamente lo que se debe hacer. Yo estaba asombrado y orgulloso de mi hermano. Y él, que se daba cuenta, estaba más orgulloso aún. –Hacete parar el pishco Juan Cruz – me indicó, mientras él se lo masajeaba. Después, dirigiéndose al italianito: –¡Agachate! –Despacito, ¿no?– pidió el chico. Y poco a poco, luego de escupírselo, Fernando le introdujo se pequeño pene hasta que desapareció por el orificio entre las nalgas. Después se quedó quietito, gozando de su hazaña, mientras me miraba y sonreía. Cuando Doménico protestó, Fernando me hizo pasar a mí, que repetí la acción en todos sus detalles. Finalmente nos fuimos, todos contentos; nosotros con lo que considerábamos una gran picardía, Doménico, con su Misterix. Por desgracia, nuestra aventura trascendió, y todo terminó muy mal. - 364 -

Fernando le contó a Julio y Aarón Núñez primero y Aarón – que ya era un muchacho como de trece años– quiso participar del asunto. Más tarde, se enteraron los Soraide: Héctor y Cachilo. También ingresaron a la ronda. Doménico era un niño de poco carácter, no se negaba. Además, con esto iba sacando sus ganancias: figuritas, teras de porcelana, revistas, una pelota. Pronto hubo una procesión de rapaces merodeando al italianito, formando unas escenas que me recordaban tristemente a las de los perros en celo. De a ratos desaparecían entre los yuyos, para emerger de allí como a la media hora, con caras entre culposas y contentas. Doménico seguía acumulando chucherías. Hasta que sucedió lo de Froilán. Yo me había apartado ya del juego, asqueado por el enjambramiento humano, así que contaré el asunto como me lo narró Fernando. Una tarde, como ya se había hecho habitual, salió Doménico seguido por una nutrida muchedumbre –venían hasta de otros barrios– rumbo al montecito. Pronto lo rodearon, y al llegar a una de las “casitas” de retamas, lo hicieron desnudarse (a esa altura las técnicas se habían perfeccionado: ya la barra no se conformaba con que se bajara el pantalón y se agachara, sino que debía desnudarse totalmente y echarse boca abajo, en el suelo). Así, fueron introduciéndose uno tras otro en el culito de Doménico y dejando, como siempre, su regalo al lado. Hasta que llegó el turno de Froilán. - 365 -

Desde un principio, Doménico había temido por la presencia de Froilán, y había aceptado ir solo con la reiterada promesa de que Froilán únicamente miraría. Pero la promesa no se cumplió. Froilán era un muchachón como de dieciocho años. Para peor, según Fernando, tenía un pene descomunal. El tipo, que conocía cosas del sexo que nosotros ignorábamos, dice que había llevado un tarrito con vaselina y se untaba. Cuando lo penetró, varios de los secuaces de Froilán tuvieron que taparle la boca y sujetarlo al italianito. Dice que se desesperaba como un loco y quería gritar. Fernando me contó que no solamente le metió el pishco, como hacíamos nosotros, sino que también se le movía encima. “Por qué será” me preguntaba yo. “Encima, lo orinó entero”, me contaba Fernando, ignorante al igual que yo sobre la existencia de la eyaculación seminal. Doménico salió inconsolable, sucio y lastimado de aquella función. Y ya no pudo ocultar más lo que había venido sucediendo. Las Aliaga, acompañadas por la madre del niño (al padre, un vendedor ambulante, lo inmovilizó la vergüenza), fueron a la policía. A Froilán no pudieron pillarlo. Se había esfumado. Parece que a nosotros, por suerte, el tanito no nos mencionó. O tal vez porque éramos demasiado niños, nadie nos preguntó nada sobre este asunto, jamás.

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Jaime camina solo en medio de la noche. Tiembla, más que de frío, por el paquete que lleva bajo del brazo y lo que se dispone a hacer. Tiene que fijarse bien, si lo ve el centinela, seguramente va a disparar. Hace poco mataron a una parejita que se había acercado inocentemente hasta allí. Las hojas húmedas de los yuyos le mojan el pantalón, siente en la planta de goma la blandura del suelo. Está ahora bajo la garita del soldado de guardia, pegado al muro del regimiento. “Un poco más allá”– Jaime lo sabe muy bien, como subteniente le tocó hacer de jefe de guardia varias veces, aquí mismo – la ventana del baño del Casino de Oficiales. Se acerca con cuidado a la pared, es demasiado alta y él petizo; no alcanza. La noche se ha puesto fría y más negra. Tantea el suelo, en busca de algo en lo que hacer pie. Por fin encuentra dos pedazos de ladrillo. Con cuidado, los acomoda y se sube a ellos. Después desenvuelve el objeto, semejante a una caja de zapatos. Lo introduce por la ventana y lo va haciendo descender lentamente atado con un piolín. Cuando toca el suelo, suelta el policía piolín. Y se va. Tres cuadras y media se ha alejado, presuroso, cuando siente el estallido y luego, tableteo de ametralladoras. Sonríe, y se sube a un colectivo que viene de La Banda. - 367 -

La caja ha estallado. El baño externo del Casino de Oficiales del Regimiento 18 de Infantería queda sembrado de panfletos, impresos con letras muy grandes, proclamando: ¡Muera Aramburu! ¡Perón vuelve!

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–No hay peor profesión que la de comerciante– dice mi padre–; ¡miserable destino el de estar siempre al acecho del prójimo, para sacarle un centavo más! Y sin producir nada: el comerciante es un vil intermediario, que gana dinero con el trabajo de los otros. – No creas que es mejor el abogado– dice el pintor Osvaldo Rocca–. Y sin embargo, ellos dominan el mundo. – Después de todo, está bien que sea así. Jesucristo dijo: “No pertenezco al mundo y el mundo me aborrecerá”. Ergo, el mundo, para los viles. Para los hombres sublimes, el Reino de los Cielos, la paz de la creación, la delectación del espíritu, el arte, la poesía… –Eso es justamente lo que ellos quieren que nosotros pensemos– dijo Rocca–, así ellos seguirán dominando el mundo y nosotros cagándonos de hambre, pintando paisajes como Van Gogh o escribiendo poesía. –Mirá Osvaldo, aún siendo dueños de todos los objetos del mundo, ellos no podrán sospechar siquiera el placer celestial a que llegamos los artistas en los momentos sublimes. Pero ¿es necesario explicarte esto a vos? –No, Julián, no es así la cosa y vos lo sabes. ¿Acaso no tienes que andar trabajando en dos o tres partes para mantener a tus - 369 -

hijos y a tu madre? ¿No le llevas vos la correspondencia comercial a Steigger? Y allí tienes que cumplir un horario. De ocho a doce, de dos a seis. Y luego, de seis a once de la noche, a la radio. También en la radio dependes de la voluntad de los comerciantes, pues si ellos no te compran el espacio, chau programa. ¿Y? ¿A qué hora escribes poesía? ¿A qué hora sos feliz? Mientras los que lucran con tu arte veranean, vos te cagas sudando ante el micrófono y no puedes comprar una bicicleta para tus changuitos. No, Julián. Ellos manejan todo. La burguesía. La única manera de que esto cambie, es una revolución. Entonces, sí, los artistas tendremos nuestro lugar. Pero para eso tenemos que luchar, organizarnos, construir poder… no solamente soñar. –Pero ellos dependen de nosotros, Osvaldo, nosotros tenemos el genio… Mirá, te aseguro que si yo dejara de hacer mis poemas y libretos para sus programas, ellos serían capaces de arrodillarse para que regresara… – ¡No te engañes. Julián! ¡Tienes demasiado amor propio! ¡Ellos son muy poderosos! ¡Con tu forma de pensar, te puede doler mucho si caes algún día! Ojalá que no, pero por favor, pensá objetivamente… De otra manera, cualquier hondazo del destino puede afectarte para siempre.

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Aquella casa antigua escondía algo ominoso en la atmósfera que la rodeaba. Un gran jardín descuidado, un frontis segundo imperio, pasillos a los costados, árboles raquíticos por falta de riego. El conjunto daba un aspecto desolado. Una noche, como a las once, pasé por allí saliendo de la Academia. Tenía doce años. Mi espíritu se sobrecogió apenas pisé su vereda. Entonces escuché los gritos. Un hombre y una mujer, presumiblemente un matrimonio, se peleaban. No pude impedir detenerme para escuchar. Los viejos árboles cruzaban mil veces las sombras de sus gajos, sobre la fachada. Y en medio de un triste caos de plantas desflecadas sobre un jardín mohoso emergía la casa. Escuche con patética nitidez los insultos que se prodigaban los esposos. Era una noche húmeda. Había algo tan trágico en aquella discusión, se transmitía a través de sus timbres tanto rencor, tanta frustración, miseria, degradación, violencia contenidas, que me afectó seriamente el ánimo, como si me hubieran inyectado un emoliente. Recuerdo que me quedé parado allí, escuchando aquellas voces, cultas pero soeces durante un largo rato, sin poder moverme; aunque me quería ir, me quedé allí, con una congoja que por momentos se me volvía irresistible. Cuando por fin me marché, lo hice con el corazón abatido, y una náusea, que casi me derriba antes de llegar a la esquina de la avenida Belgrano y 3 de Febrero. - 371 -

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Jaime era más bien bajo y tirando a regordete. Pasaba bastante tiempo en casa, pues tenía sus movimientos restringidos por advertencia de la policía. Por las noches, en el verano, bajo la galería con enredaderas, contaba a los niños sus chistes. Sabía una cantidad increíble de chistes, casi todos un poco subidos de tono: A un soldadito nuevo lo tenía podrido un sargento, cargándolo por el apellido. El soldadito se llamaba Pascual Angulo. El sargento, todos los días, pasaba revista a la formación y se paraba siempre ante él. – “¡Cómo se llama, soldado!”– le preguntaba. – “Pascual Angulo”, decía el soldado. – “¡Le rompo el culo!”, gritaba el sargento. “Juá, juá, juá, juá!”, se reía todo el batallón. Al otro día, de nuevo: – “¡Cómo se llama, soldado!” –¡Pascual Angulo!” – “¡Le rompo el culo! - 372 -

“Juá, juá, juá, juá” Una noche, al soldado se le ocurrió una idea: “Lo voy a joder a este hijo de puta”, se dijo. “Cuando me pregunte, en vez de Pascual Angulo, le voy a decir ‘Angulo Pascual’. Así no me va a poder embromar”. Al día siguiente, cuando el sargento pregunta: – “¡Cómo se llama, soldado!” El soldado responde: – “Angulo, Pascual” Y el sargento, vocifera: – “¡Le rompo igual!” “Juá, juá, juá, juá”…

Jaime, pese a su carácter jovial, había heredado esa capacidad de violencia, temible, de los Castañeda. Esa inconsciencia con que cometían ciertos actos, muchas veces irremediables, parecía transmitirse por la sangre a los miembros de la familia y no había modo de dominarla. Juan Cruz conocía aquellos arrebatos. Y había aprendido a situarse bien lejos cuando sobrevenían. Una noche le tocó presenciar, oculto, una escena pavorosa. La gata de un vecino había tenido crías hace poco. Uno de los gatitos solía entrar con frecuencia a la casa, pues la abuela le - 373 -

daba leche, dentro de una cazuela, en la veranda de la cocina. Esa noche, una noche calurosa, Jaime dormía en la cama de dos plazas, que fuera de los padres de Juan Cruz. Julián no había vuelto aún. Juan Cruz se había levantado a orinar. El aire estaba pesado y las puertas y ventanas abiertas. No había ni una estrella en el cielo. Al parecer el gatito había entrado a la casa y no podía salir. Desde algún lugar se oía su maullar lastimero. Juan Cruz percibió que Jaime se revolvía en la cama grande e intuyó que estaba furioso. Pensó en buscar al gatito y mandarlo con su madre. Pero no se atrevió. Vacilando, se quedó parado entre el baño y la habitación, oculto tras un ángulo de la pared. Estaba en calzoncillos, descalzo y un inexplicable temor se había introducido en su espíritu. Se quedó quieto, esperando que sus ojos se habituaran a la profunda oscuridad. El gatito seguía maullando. En eso Jaime se levantó. Fue como un torbellino. Se tiró al suelo –Juan Cruz escuchó el ruido de sus rodillas al golpear contra el mosaico–, en un santiamén descubrió al gatito y lo atrapó con su mano inmensa. Después. Sucedió… con un movimiento brutal y velocísimo, lo estrelló contra el piso… Juan Cruz sintió que su corazón se le estremecía... Se escuchó un reventón horrible, un maullido atroz, y luego una masa negruzca se esparcía por el suelo, formando una mancha multiforme, que fue a salpicar una parte de la pared. –¡Gato y la gran puta madre que te parió! –masculló Jaime–, ¡ahora me vas a dejar dormir!... En sus ojos había una mirada demoníaca. Cuando escuchó roncar a su tío, Juan Cruz se fue despacio a su habitación, se deslizó bajo las sábanas… y se puso a llorar. - 374 -

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En la estación había mucha gente. Gente de todo tipo, pero con mayoría de aquella que suele llevar bultos con comida, gallinas, loros, harina en saco y esas cosas. Yo tenía que viajar en un vagón de segunda clase. Sentí una ansiedad intensa cuando oí el pitar de la locomotora, que venía de Tucumán. Tenía miedo de perder el tren. Así que apenas llegó, busqué un rapidez el número de vagón que me había tocado y subí de un salto. Debí esperar cerca de quince minutos adentro, pero me quedé tranquilo. No quería tampoco que alguien me reconociera, y eso hubiese sido más fácil en el andén. Por ello, me senté en el lado interior de la fila, en un asiento de a dos. No había nadie entre mí y la ventana. Eran cerca ya de las once. Me aquejaba otro temor; el de que por alguna causa mi boleto no estuviese bien y me obligaran a bajar. A causa de eso, me impacientaba para que el tren saliera y alguien legalizara el viaje. El tiempo pasaba con una lentitud extraordinaria. Ni siquiera me animaba a preguntar la hora, por miedo que al darse vuelta, la persona me dijera: “¡Hola Juancrucito! ¿A dónde vas?”. Por fin, el tren se puso en movimiento. Apareció el guarda con su uniforme gris, por la puerta que daba al baño. Tras él, había entrado un rostro conocido… ¡Mi tío Arsenio!... ¡Dios mío, no debía verme!.... Increíblemente parecido a Atahualpa Yupanqui, mi tío Arsenio avanzó rengueando por el pasillo. Hacía poco se había baleado un pie por accidente, limpiando la escopeta. Buscaba un - 375 -

asiento vacío. ¡Con tal que no llegue hasta aquí! ¿Qué hago si se sienta a mi lado? ¡Qué le digo? Bueno, él es de la familia de mi mamá. Pero no se lleva mal con mi papá, tampoco. Empecé a hacer fuerza para pasar desapercibido. El guarda del tren ya estaba llegando hasta mí. Después que me picó el boleto, vi a mi tío Arsenio, sentándose cerca de la entrada, como a diez metros de distancia, pero con la cara hacia mí. Me achiqué todo lo que pude en el asiento de madera. ¿Iría a Buenos Aires? ¡Qué fallo! No, seguramente se bajaría en Garza. Era cerca. Había que aguantar un poco. El Mixto. Horrible tren. Comprendí su fama. Me torturaban los olores, el asiento durísimo y la preocupación porque me habían dicho que ese tren demoraba el doble. Tratando de hacerme chiquito para que mi tío Arsenio no me viera, me quedé dormido. El día aquel había sido agotador. Me desperté percibiendo una suave luminosidad. Abrí los ojos, no vi más que algo vagamente blanco. Toqué mi cara. Me habían puesto una toalla encima. La aparté, sorprendido. Lo primero que vi es que mi tío Arsenio ya no estaba. Bien. Había bajado en Garza. Luego, al sol por la ventana y a mi lado una bella muchacha. –Te estaba dando el sol en la cara– me dijo. Su voz tenía un registro más bien grave. Le agradecí y me puse a observarla. Debía tener unos veinte años. Era del tipo aborigen –esos rostros de rasgos netos y equilibrados; mostraba unas tetas que imaginé con la consistencia del pomelo maduro (yo nunca había visto tetas, más que en las fotos censuradas de la revista Cabeza Fresca, por eso las imaginaba sin pezones) y un par de piernas cobrizas, gruesas - 376 -

y bien formadas, escapando con serenidad a su breve falda gris. Por mi parte, no tenía la más mínima experiencia en iniciar tratos con una mujer desconocida; no supe qué decir. A ella parecía hacerle gracia el modo como yo la miraba. Se dio cuenta de mi deseo de conversar y de mi turbación. Para ayudarme, preguntó: –¿Cuántos años tienes? Era lo último que hubiese querido que me preguntara. –Este… trece, bueno, casi catorce, bah…. Sucede que cumplo los años en setiembre– dije (estábamos en julio). Nos había tocado, en pleno invierno, un día caliente. Hablamos de ello, de nuestros objetivos en aquel viaje, aunque de un modo muy escueto. No quería yo desarrollar demasiado los temas personales, por mi situación. ¿Pero de qué otra cosa hubiéramos podido hablar? Ella era una muchacha sencilla, y mi lenguaje en aquellos tiempos tampoco poseía gran vuelo. Me dijo que iba a Buenos Aires por primera vez, a buscar trabajo. Le dije que yo también viajaba por primera vez, a visitar a mi abuela enferma. Y allí la conversación se agotó. Por suerte, luego de esas palabras la muchacha desenvolvió una fuente y me convidó con unos sanguches (que agradecí con fervor). Enseguida ella se durmió. Calculé que serían las dos de la tarde.

La primera chica de la que me enamoré fue la Nora Alonso. Era una preciosa adolescente de rasgos finos, tez pálida y una melenita lacia color quebracho, que le caía acentuando con - 377 -

suavidad el contorno ovalado de su rostro. Ella andaba en tercer año, también, pero en otra sección. Una noche fui a una fiesta en su casa. El ambiente era demasiado “chic” para mi experiencia hasta entonces. Me sentí cohibido. Pasé toda la velada hablando estupideces con unos muchachos que conocía, sin atreverme a sacarla a bailar. Tal vez fue lo mejor, pues posiblemente si la invitaba lo hubiese arruinado todo. Sucede que yo era muy “patadura”. Aunque no tenía conciencia cabal de ello, al principio. Es que al empezar a ir a los bailes, se me había ocurrido la absurda idea de que cada uno bailaba como quería, sin necesidad de aprender ningún esquema. Solamente me aferraba a mi pareja y trataba de llevar el ritmo. Algo que me sorprendía y me provocaba desasosiego, era que las chicas bailaban una o dos piezas conmigo y enseguida me pedían que nos fuéramos a sentar. Claro, las acababa pisando. Para peor, en ese tiempo los hombres usábamos unos zapatos gruesos y abotinados. Pero en mí comenzó a desarrollarse un incómodo sentimiento de inferioridad. ¿Cómo a los otros muchachos de mi edad no les ocurría eso? Bailaban durante mucho tiempo, muchísimo más de lo que a mí me soportaban las chicas… incluso muchachos notoriamente menos agraciados que yo… “¿seré antipático, aburrido?”, pensé. Empecé a creer que había algo en mí que me hacía desagradable. Estaba casi seguro de que no era físico: mirándome en el espejo comprobaba, aun si eliminaba un 50% de lo que podía haber de auto-valoración subjetiva, que yo era al menos tan buenmozo como los que tenían el mayor éxito con las chicas. Esto de que se fueran a sentar en la segunda pieza –o a veces en la primera nomás– me empezó a preocupar. Además, el baile era prácticamente el único medio por el cual yo podía entablar relación con las - 378 -

mujeres. Mi crianza, alejada de algún contacto habitual con chicas de mi edad, las había convertido para mí en un misterio, repentinamente apetecible, pero al cual no sabía muy bien cómo acercarme. De manera simultánea, me enamoré de Clarita Suasnávar. Era una niña de belleza clásica, hija de un militar. La saqué a bailar, y me pareció que me trataba con la benevolencia que suele aplicarse a los minusválidos. No dejé de notar las sonrisas malévolas de sus amigos, que nos miraban. Esa noche bailó dos o tres veces conmigo y ahora comprendo que fue una actitud samaritana. Pese a mi fracaso, seguí tratando de conquistarla. Como andábamos en el mismo curso, conseguí que la celadora me permitiera sentarme a su lado, compartiendo el banco. Pero mis desmañados intentos, consiguieron apenas la concesión de una tibia amistad. A poco me dijeron algo que únicamente yo, con mi ceguera de amor, no había advertido: Clarita estaba “de novia” con un bello muchacho de acuosos ojos tristes, a quien conocía. Lo odié. Más o menos al mismo tiempo me enamoré de las siguientes muchachas: Inés Gardini, Peky Autalán, María Eugenia Bissan, María Laura Estévez, Liliana Gutiérrez, Amelia Owen, Norma San Vicente, y alguna otra que tal vez hoy se me escape. Conformaban en conjunto, un muestrario de casi todos los tipos femeninos de belleza posibles de hallar en chicas de mi edad. Las había ido descubriendo principalmente en la escuela –con excepción de Peky Autalán, que cursaba el primer año de la Academia de Bellas Artes–. Ninguna, creo, llegó a enterarse de los sentimientos que sustentaba en mi corazón hacia ellas. Todo eso fue en 1962, en cuya primavera, yo cumplía los trece años. - 379 -

El crepúsculo había caído sobre los campos. Transitábamos ya la provincia de Buenos Aires. Por fin. Dieciocho horas sobre el tren y aun no llegábamos. A mi lado dormitaba la escultural muchacha que iba a buscar trabajo, seguramente de fámula. Su pierna, cuya sinuosidad en escorzo veía difuminarse en la penumbra, se apoyaba levemente, desde la deliciosa rodilla hasta la cadera, sobre la mía. No me atreví a mirarla plenamente. Pero con el costado del ojo, calculé la distancia que separaba a mi mano izquierda, sobre mi muslo, de aquella superficie que imaginé tersa. Miré al asiento del frente. Una viejecita dormía, apoyada en sus bultos. La oscuridad se adensaba y aún no había prendido las luces del tren. Creo que estuve cerca de quince minutos acercando mi mano, milímetro a milímetro, a la pierna codiciada. Por fin, sentí que la rozaba con el dedo meñique. Me estremecí. Dejé la mano quieta un momento, para ver si la joven reaccionaba. La miré de reojo. Su hermoso pecho subía y bajaba con ritmo. Dormitaba, al parecer. Con extremo cuidado, apoyé mi meñique sobre el comienzo del muslo y lo moví un poco, subiendo y bajando, sobre su piel. La miré. Ninguna reacción. Entonces fui apoyando, uno a uno, el anular, el medio, el índice, el pulgar y por fin la palma completa. Mi cuerpo se llenó de una vibración cálida. Sentí el muslo tensarse bajo mi mano, y comprendí que la muchacha sólo simulaba dormir. Con gran alegría, apreté con fuerza mi palma sobre su pierna: luego la fui corriendo hacia arriba y adentro de la pollera, buscando las zonas más íntimas. La textura de esa piel y sus curvas hondas absorbieron por completo mi consciencia. Mi suspensor CA-SI a duras penas contenía los embates de la erección. Sentí en mis dedos la vertiginosa impresión de una zona más suave y húmeda y una punzada en los genitales. En ese momento, la mano firme - 380 -

de la muchacha aferró la mía y tranquilamente, la retiró de su entrepierna, para depositarla de nuevo sobre mi pantalón. Hizo todo esto sin abrir los ojos, ni cambiar siquiera de posición. Al frente, la viejita nos miró, por un momento, con mirada vidriosa, desde la oscuridad. Luego se dio vuelta y continuó durmiendo.

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16

Mire Castañeda –dijo el director–, aquí las decisiones el único que las toma soy yo, ¿comprendido? Era un individuo imponente por su tamaño, de unos cincuenta años, engominado y con fuerte olor a “Old Spice”. “¿Qué bicho le habrá picado?”, pensó Julián. Hasta el presente no habían tenido problemas. Pero en los últimos días se había puesto quisquilloso. Le estaba haciendo cuestión por nimiedades. –Señor Ovando– afirmó el poeta– ya habíamos hablado con usted sobre la necesidad de contratar a un cantor de música mexicana. Usted lo había aprobado. Además, este muchacho… Carlitos del Cerro, es un colaborador permanente y desinteresado de la radio… Tiene familia e hijos, pasa aprietos económicos y canta muy bien. Usted mismo me dijo, hace días, que le parecía muy bien que lo convocáramos para el nuevo espectáculo semanal. –¡Pero nada de eso lo autoriza a usted para firmar un contrato de doce meses, sin mi conocimiento! ¡Sepa usted que aquí, el único que tiene un manejo pormenorizado del panorama económico de esta radio, soy yo! ¡La situación está fluctuando día a día! ¡el gobierno quiere ajustar los gastos! ¿No vio la huelga de los bancarios? ¿Y cómo el gobierno les cortó el pelo y - 382 -

los llevó a trabajar con la policía? ¿O no lee los diarios usted? ¿No escucha el informativo? ¡Falta plata en el país! ¡Hay que hacer austeridad! ¡Cómo se va a tomar la atribución de contratar a un tipo… por un año! ¿Y si no hay presupuesto? –Entonces, señor Ovando, no comprendo cuáles son los deberes y atribuciones de un director Artístico. Si no puede siquiera contratar a un artista, no tengo ni más ni menos funciones que la de cualquier oficinista. El gigantesco jefe se quedó callado. ¿Vendría por allí el problema?... La nueva jerarquía de Julián Castañeda como director artístico, ¿estaría creando suspicacias en el director? El cargo había sido creado para él y había surgido durante la visita del director de la red nacional. Este, un hombre joven e inteligente, hacía reconocido apenas verlo el talento de Julián. Personalmente había recomendado que se lo designara como responsable de la faz artística de la emisora. Que, bien mirado, era lo central. Con cierta ingenuidad, el poeta había pensado que esto preanunciaba su efectivización en el empleo y el buen inicio de una carrera. Se había auto convencido de que bastaría con aplicar su capacidad, sin alardes, para que las cosas anduvieran sobre rieles. Pronto empezó a sospechar que sería todo lo contrario. –Señor Ovando…– Julián Castañeda quiso conciliar– créame que la única intención que tengo es la de librarlo de andar ocupándose de las pequeñeces… Usted, con tantas ocupaciones como tiene, no puede estar molestándose con los pormenores del quehacer artístico de la radio… Para contratar un cantorcito o hacer arreglar un equipo… - 383 -

Ovando lo interrumpió: –¡Puedo y debo, Castañeda! ¡Yo debo conocer hasta el último detalle del funcionamiento de esta radio! ¡Para eso me han designado con la más alta autoridad! ¡No para que esté aquí como un mero figurón! ¡Así que, a partir de ahora, sepa bien que ninguna resolución, por pequeña que a usted le parezca, debe tomarse sin mi conocimiento! ¡Y tráigame también los libretos de las audiciones, para que se los apruebe!

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17

Eleonora sintió que el cuerpo se le partía en dos pedazos. Se tocó la frente: el sudor el corría hacia los costados, empapándole los cabellos. Cerró los ojos. Vio con claridad, en colores tenues, la figura de su padre. Sombrero panamá, traje de hilo. La sonrisa a flor de labios. Se vio a sí misma, con pasitos tambaleantes, corriendo hacia él. Se sintió levantada… percibió la fragancia dulzona de la loción fresca entremezclándose en suaves vaharadas con el aliento a cigarros españoles y gin… Después, el pecho extenso de su padre, como un remanso en el que se podía dormir sin miedos, la textura suave de sus mejillas... sintió paz, una paz inexpresable, y sonrió. –Quedate tranquila m´mija. Yo lo llamé a mi muchacho, y se viene con un taxi… te vamos a llevar al hospital –oyó que le decía la voz de doña Priscilla–. No tengas miedo, m’ijita… ya vas a ver que todo andará muy bien. ¡Qué buena mujer doña Priscilla! Eleonora no quiso abrir los ojos. No quiso hallarse de nuevo con las paredes verdosas del altillo, con la ropa amontonada en cualquier parte, con la pequeñez y la incomodidad del lugar. Pero fue inútil. La imagen de su padre se había esfumado. Le fue imposible recuperarla.

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Después de fracasar en sus intentos por conseguir ayuda de alguna de las familias santiagueñas a quienes venía recomendada, Eleonora no tuvo otra alternativa que ir a ofrecerse, puerta por puerta, como sirvienta. Había elegido Flores, un barrio de clase media, para empezar. Allí se unían la posibilidad de sus habitantes para pagar un sueldo aceptable, con la circunstancia de que las casas no eran muy grandes. En el estado en que andaba, con el vientre pesándole como una tinaja llena de agua, no era mucho el esfuerzo que podría realizar. Pensó que si la tomaban, sería más por compasión que por necesidad. Y en realidad fue así. Doña Priscilla era una profesora de francés jubilada, viuda, con dos hijos grandes que la ayudaban, pero vivían fuera de la casa. Al ver a Eleonora, la anciana quedó impresionada por la belleza y distinción de la muchacha. La tomó en el acto, aun a sabiendas de que lo más probable era que continuara haciendo ella casi todas las tareas de la casa, antes del alumbramiento. Eleonora se esforzó mucho y hasta el último momento no quiso dejar de lavar los platos, limpiar los pisos y cocinar. Doña Priscilla le había tomado un cariño maternal. Ayudaba en la limpieza, hacía las compras para las comidas y aliviaba en lo posible cualquier trabajo de la embarazada. Si Eleonora dejaba alguna noche los platos, para lavarlos al día siguiente, en un descuido la anciana lo hacía. Eleonora optó entonces por dejar todo siempre limpio y en su lugar, cada vez. Aunque estuviera agotada, no se iba a dormir sin dar brillo a la cocina. Medardo, el hijo mayor de doña Priscilla, llegó agitado. Entre los dos la subieron al taxi, y la llevaron al Hospital Italiano. Por - 386 -

suerte, doña Priscilla era de ese origen; tenía muchos conocidos entre los médicos del hospital, incluyendo al director. La atendieron con delicadeza, y le dieron una habitación para ella sola. Cerca de las tres de la madrugada llegaron los dolores finales. Se sintió deslizar sobre la camilla, y fue percibiendo uno a uno los preparativos para el parto. Tomó con fuerza los manubrios de los costados y comenzó a hacer fuerza apretando los labios. El nacimiento fue rápido y sencillo. El doctor, sacándose la mascarilla, la miró sonriente. –Es una nena– le dijo–. Y muy bien nacida. Eleonora escuchó su llanto finito y se sintió feliz. Todo su cuerpo se relajó, tuvo ganas de dormir. Afuera la esperaban doña Priscilla y sus hijos. Habían velado pacientemente por ella: como si fuesen de la familia. Pensó que nunca podría agradecer bastante a esta gente. Sin conocerla, sin saber nada de ella, la habían ayudado tanto, la habían acogido en su hogar. Al contrario de aquellas familias provincianas, que habiendo sido amigos de sus padres y sus abuelos le cerraban las puertas en la cara, con esa hipocresía cortés que era infinitamente peor al rechazo franco. ¡Después decían que los porteños eran fríos y duros! ¡Tonterías! Hay gente bondadosa y sensible en todas partes. Y tal vez la hay en mayor cantidad aquí, entre la multitud de habitantes, donde no se desarrollan esas relaciones sinuosas, falsamente amables, que se cultivan en los pueblos chicos. - 387 -

Tomada de la mano de doña Priscilla, Eleonora fue sintiendo que el sueño la ganaba, de a poco. Mientras se alejaba de la tangibilidad de los objetos, trató de pensar qué nombre le pondría a su chiquilla. De repente, alguna palabra le produjo un sacudón y la despabiló. La conciencia de su situación se presentó por un instante con nitidez abismal, ante ella. Era una mujercita atemorizada y sola, que ahora tenía a un ser humano bajo su responsabilidad. Su hija, su minúscula hija, estaba inerme e indefensa ante el universo… dependería de ella hasta para los más mínimos movimientos, para su limpieza, para ingerir alimento. ¿Qué iba a hacer? Prefirió no pensar en ello, y finalmente se durmió.

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18

Manuel Castañeda se arrebujó entre las sábanas. La noche se había puesto fresca y él no podía dormir. A su lado, yacía su hijo, enfermo. Una nube destapó la luna; su luz entró por la ventana del rancho. Años lejanos, años de la infancia. Frustraciones, dolores. Desprecios. Trabajo pesado desde que podía recordar, miedo, soledad. Su vida había sido triste. Pensamientos mezclados con imágenes, fantasmas y voces cotidianas se mezclaron en su mente. Una somnolencia intranquila lo fue tomando. De repente se despertó sobresaltado: Cusi había hecho un ruido sordo, como si le faltara el aire. Su cuerpo se había estremecido en un sacudón. Después, había boqueado. Manuel levantó la linterna del suelo y le alumbró el rostro. Estaba pálido… el corazón le dio un vuelco. “¡Cusi!, ¡Cusi!”, le susurró, sacudiéndolo: “¡Despertate, hijito!”. Nada. El cuerpecito de cinco años no se movía. Manuel apoyó su oreja en el pechito. Apenas se oían los latidos del corazón. Parecía haberse asordinado. Puso su cara junto a la boca del niño. La respiración era un soplito, casi imperceptible. “¡Dios mío!”… Manuel se levantó, febril. Se había acostado vestido. Se puso las botas y corrió a preparar el sulki. Envolvió al niño en un poncho y una frazada, y poniéndolo cuidadosamente en el asiento, a su lado, partió. Tendrían que llegar a Salavina, a veinticinco kilómetros. Recién allí tendrían alguna posibilidad de encontrar un médico. Se internó por la picada pálida bajo la luna, entre los retorcidos gajos de los chañares, con el corazón hecho pedazos y - 389 -

unas ganas de llorar que lo encorvaban. “Padre, padre”, murmuraba, mas no hallaba sosiego en la oración. “¡¿Cusi?!, llamaba quedo, sin atreverse a mirar para el costado, donde percibía con la esquina del ojo el bultito inmóvil. Las espinas de un vinal le arañaron la piel después de arrancarle un pedazo de camisa. Tiritaba de frío o de fiebre. Al mismo tiempo sentía que le chorreaba la transpiración. “¡Puta madre que lo parió!”. No podía llorar. Azotaba al caballo para que corriera más, sin lograr que aparejara ni por cerca el ritmo infernal que habían adquirido sus pensamientos. Figuras, imágenes sin ojos, mortajas flotantes, desfilaban en su mente en un aquelarre vertiginoso. Kilómetros, kilómetros. El polvo se elevaba en nubes, tras de él, y la brisa lo echaba de nuevo sobre los pasajeros del coche delgado, tirado por negro caballo. Los pelos finísimos de Manuel estaban blancos de tierra, desordenados, como retamas crespas al viento. La mano de Manuel apretaba el látigo, la mano de dedos delgados, como una garra, levantándose y bajando una y otra vez sobre el aterrorizado animal. “Miserere mei, Deus… Secundum magnam misericordiam tuam... Et secundum multitudinem miserationum tuarum... Dele iniquitatem meam...”, inaudito, el triste canto sonó en sus entrañas saliendo –¿quién sabe de dónde?– como si viniera de todo el bosque. Entraba y salía de los túneles de ramas, entre chistidos de lechuzas, crujidos de gajos quebrados, chirridos de grillos, zumbidos de insectos. El aire, ¿estaba fresco? La casa del doctor tenía un pedazo de pared descascarada. La puerta se sacudió al recibir los aldabonazos. “¡Ah, maestro!”… “¡Qué anda buscando, amigo!”… “¡Por favor, doctor, tengo a mi hijito enfermo, atiéndame rápido!”. .. “¡Falta más don Manuel, pase, pase!”. Con sumo cuidado, Manuel depositó al niño en la - 390 -

camilla del amarillento consultorio. El doctor le tocó la frente. Después, sacó el estetoscopio y lo apoyó en el pecho del muchachito. Lo miró a Manuel. Levantó la manita del niño, sin atreverse a hablar. Luego la dejó caer, inerte. “Maestro…”, dijo. “Don Manuel… este chico ha fallecido”. Manuel cayó de rodillas al suelo.

–¡Ay, Dios bendito!– exclamó la Mamavieja. Estaba sentada en la cama, con los cabellos ondulados, larguísimos, cayéndole a los costados. A su lado, cada uno en su cama. Fernando dormía y Juan Cruz recién se despertaba. – ¿Qué pasa Maejita?– preguntó Juan Cruz. – No hei podido dormir. – ¿Por qué? – Cada vez que me iba quedando dormida, sentía que una cosa, como un chiquito de meses, me gateaba encima y lloraba. – Debes haber estado soñando abuela. – No soñaba, m’ijo. No soñaba. Era como si se ahogara. Así me hacía, ¿ve?, como si quisiera rasguñar con las manitos, para salir de algo que lo ahogaba. Juan Cruz se quedó callado. Comprendía que su abuela hablaba de una cosa seria.

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–Algo va a suceder– dijo la Mamavieja, con tono trágico–. ¡Dios nos libre y nos guarde! La Mamavieja escondió la cara entre las manos y se puso a sollozar. Juan Cruz se levantó de un salto y fue abrazarla.

Trajeron el cadáver una mañana agresiva de primavera. La gente –familiares, amigos– se arremolinaba en la casa nueva de Manolito. Juan Cruz miraba las motas de polvo flotando en la franja de sol que proyectaba la persiana sobre el piso del comedor cuando lo llamaron. La Mamavieja los tomó de la mano y los condujo por las veredas de las dos cuadras entre los extremos del ángulo recto que conformaba la vivienda de Julián Castañeda con la de Manuel. El cajoncito oscuro había sido depositado en la sala de estar, sobre un soporte metálico, al igual que los inmensos candelabros, labrados con figuras pseudoclásicas de angelitos, rubicundos y gordezuelos. Juan Cruz se asomó a la luneta de vidrio y vio la carita de su primo. Cabellito lacio, nariz respingada; tenía expresión de tristeza. No se diferenciaba de un niño dormido. Fue la primera vez que Juan Cruz vio a un ser humano muerto. No era tan perturbador como lo supusiera. Igualmente le indujo cierto malestar. Un paño blanco, bordado con puntillas, le rodeaba la cabeza. Sólo sintió incomodidad; no sabía cómo actuar. Se dio cuenta que era una reacción nerviosa. Cuando la tristeza era muy grande, Juan Cruz la convertía en una especie de indiferencia, por algún proceso interior indiscernible. Como si se auto-anestesiara el alma. Caminó hacia la otra habitación. Allí estaba su tío Manuel. Postrado. El grupo de los hermanos y parientes le rodeaba. Su - 392 -

tío ni se dio cuenta de la presencia de Juan Cruz. Parecía que el muerto era él. Tenía la mirada fija en el techo, un temblor esporádico le recorría la cara. De repente lanzó un sollozo horrible y se agachó. Hubo otros hombres que lloraron. Juan Cruz se acordó de la estampa en el libro de lectura que representaba la muerte de Moreno. Sintió un dolor agudo en los ojos. No pudo llorar. Siguió a la otra habitación. Allí estaba la tía Doro, rodeada de mujeres. Lloraba, se quejaba como si le doliera algo en el cuerpo. Tenía la cara amoratada, con puntos blancos. Tampoco advirtió la presencia de Juan Cruz. Entonces, él salió hacia el patio. Atravesando el montecito caminó hacia su casa. Deseaba llorar. Tenía que llorar. Entró por la cocina, fue al baño. No supo qué hacer. No había caso. No lloraba. Se recostó en el lecho y de repente, sin que su voluntad participara, sintió que unas pocas lágrimas le mojaban el rostro. Se adormiló en esa posición. Un ruidito en el comedor lo despertó. Decidió levantarse y volver al velatorio. Debía ser cerca del mediodía. Al pasar por la sala se halló a su padre, besando en la boca a una mujer rubia y gorda. Dalia. Estaban sentados muy juntitos, el cuerpo pequeño de su padre resultaba un poco grotesco contra la mole de Dalia. Ella se había sacado los zapatos. Se veían los dedos de sus pies, gorditos y blancos, de puntillas bajo la malla finísima de la media transparente. Juan Cruz no se detuvo ni apuró la marcha. Al verlo pasar su padre tragó un suspiro de alarma y se tapó la boca. Juan Cruz no se dio vuelta. Salió a la calle intensamente iluminada por el sol… “Pecado”, pensó. No porque lo fuera el besar a una mujer, sino por hacerlo mientras velaban a Cusi. Sintió rechazo interior, muy hondo, hacia su padre. Por la vereda - 393 -

calcinada cruzó una lagartija. Verdaderamente el mundo era odioso. No valía la pena preocuparse por él.

Noticias de los diarios

ELVIS PRESLEY LLAMADO AL SERVICIO MILITAR.

Visita los Estados Unidos el premier soviético Nikita Kruschev.

Un cohete ruso llega por primera vez a la Luna

Asombra la belleza modernista de Brasilia, la nueva capital del Brasil.

KONRAD ADENAUER NUEVAMENTE CANCILLER DE ALEMANIA FEDERAL.

Se suicidó la actriz Marilyn Monroe - 394 -

Adolf Eichman, cuyo caso tuvo gran repercusión en Argentina, fue condenado a muerte en Israel. Como se recordará, el criminal de guerra nazi fue capturado por agentes secretos en Buenos Aires, en un operativo novelesco.

Un extraño cabrito, cuya cabeza presentaba rasgos humanoides, nació muerto en Añatuya, Santiago del Estero.

Sale a la luz una organización terrorista en España. Se trata de la ETA, Euzhadi Ta Askatasuna. Dicen luchar por la independencia del País Vasco.

EL CARDENAL MONTI CONSAGRADO PAPA. USARÁ EL NOMBRE DE PAULO VI.

El ayatollah Ruhollah Khomeini es arrestado por las fuerzas especiales del Sha de Persia. Se lo acusa de incitar a la rebelión del pueblo.

Falleció el poeta Juan Carlos Dávalos

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YURI GAGARIN, UN SOVIÉTICO: ASTRONAUTA DE LA HISTORIA.

EL

PRIMER

19

Había en el barrio cuatro muchachitas más o menos de la edad de Juan Cruz y Fernando. Eran las hijas de Rubén Villagra y de los McCormick. Conscientes del medio en que vivían, sus familias las cuidaban celosamente. Las cuatro eran rubias –más acentuadamente las de Villagra– y bastante bonitas. La mayor de las Villagra, “Gordi”, podía haber sido una encarnación infantil –aunque en una mediocre, vulgar copia– del personaje femenino central de “La Primavera” de Botticelli. Su hermana, que la seguía en edad (“Lilita”), tenía el aspecto de una belleza escandinava. Juan Cruz le hallaba algunos rasgos de Aleta, la mujer del Príncipe Valiente. Las dos hermanas eran idiotas y rústicas, pero muy pretenciosas. Victoria, la mayor de las McCormick, contaba con dos años más que Juan Cruz. De piernas recias y nalgas inobjetables, tenía sin embargo una nariz demasiado redonda, con los agujeros en exhibición, que arruinaba el conjunto dándole a su rostro cierto parentesco formal con el de una cabra. Aparte de - 396 -

ello tenía un carácter agrio. Juan Cruz suponía que no estaba orgullosa de su pelo –enrulado, de color como el de la chala seca– pues lo llevaba excesivamente corto, igual que un varón. Silvia, su hermana, era un poco más bella. De torso delgado, sus piernas recordaban las de El Ángel Azul. Su bonita cara tenía también ciertas reminiscencias caprinas, aunque perceptibles sólo para un observador muy agudo –como Juan Cruz–. La mirada debía volver al cuerpo, entonces, para dejar de lado aquel malestar. Selva, la hermana más pequeña, no contaba. Era demasiado niña aún. Por cercanía, Juan Cruz y Fernando frecuentaban más a las chicas de los Villagra. Sus padres no alentaban aquel contacto. Las Villagra eran un típico exponente de lo que Arturo Jauretche denominó “el mediopelo”. Descendían de una antigua familia que entre sus próceres contaba con quien fuera el primer gobernador unitario de Santiago (en realidad sólo un pelele de los Taboada). Su apellido figuraba ya entre los colonizadores, allá por 1706, pero ellos gustaban destacar particularmente al mencionado individuo. Rubén, penúltimo descendiente, era maestro de escuela. Recién a los cuarenta años había podido acceder a la casa propia, y tenía dificultades financieras debido a la necesidad de proveer sustento también al grupo externo que formaban los dos hijos de su primer matrimonio y su ex mujer. A él y a Carincho, su hermano –simple dependiente de comercio– les resultaba muy difícil asumir esa doble realidad a que los había condenado la historia: por una parte, la parentela de alcurnia y sus amistades de infancia, ahora doctores, - 397 -

licenciados o gente, aunque más no fuese en apariencia, adinerada; por el otro, la comunidad barrial, compuesta por vecinos en su mayoría provenientes de los estratos productivos de la sociedad. Por tiempos afectaban ignorar su origen, integrándose formalmente a los vecinos; pero sus mujeres – especialmente la de Rubén– no toleraban demasiado esta representación, razón por la que transcurrían largos períodos enclaustrados, tras las rejas de sus viviendas. El caso es que, como no eran aceptados igualitariamente tampoco en las clases pudientes –la mujer de Rubén era sólo una estridente hija de inmigrantes italianos– vivían sumidos en esa agónica situación jerárquica de quienes carecen de referentes sociales claros. Uno de los hijos de Rubén –Heraldo, el menor–, ya desde los seis o siete años mostraba características marcadas de ambigüedad genérica. Más tarde Juan Cruz oyó a su tío Manuel contarle a su padre una historia, según la cual, un médico de Buenos Aires iba a operar al changuito, pues habían venido en su constitución, esbozados, los aparatos genitales de los dos sexos. Abundando en la descripción, Manuel decía que Heraldo no poseía testículos. En lugar de ellos, debajo de un pene anormalmente breve, ostentaba una vulva femenina. El dilema era cuál sexo, en definitiva, le irían a dejar. Para dilucidar eso estaban trabajando –siempre según el tío Manuel– psiquiatras y especialistas. Juan Cruz y Fernando muchas veces lo habían invitado a jugar “al doctor”. Eso les daba oportunidad de hacerlo acostar bocabajo y bajarle el pantalón. Le pinchaban entonces atrás, con un palito de escoba, diciéndole que le estaban poniendo una - 398 -

inyección. En realidad era sólo una excusa para admirar sus nalgas, rubicundas, gorditas. Por temor a su padre no se atrevían a avanzar más. Generalmente lo asignaban a papeles femeninos en las representaciones teatrales. Pero no se les había ocurrido mirarle la parte de adelante estando desnudo. Por ello, Juan Cruz ignoraba aquello que ahora contaba su tío Manuel. Por causa del afeminadito Heraldo se armó una vez un incidente de proporciones entre Villagra y el abuelo de Juan Cruz. Fue durante los carnavales del año 1959. Juan Cruz y Fernando jugaban a mojarse de un modo algo brutal con la Gordi y la Lilita. Varones contra mujeres. Las Lotito, dos niñas de su edad, observaban envidiosas detrás de sus rejas. Su madre, una viuda comehostias, no les permitía jugar. Durante horas, varones y chicas competían, aguzando el ingenio para sorprender a los rivales y mojarlos –algunas veces de un modo muy agresivo– con bombitas o baldes. Junto a las Villagra, estaban Victoria y Silvita McCormick. Los varones le habían tomado tirria a Heraldito, pues se alineaba siempre en el bando de las mujeres. En realidad él jugaba poco, más bien hacía el papel de espía, colocándose en lugares elevados, desde donde avisaba a sus compinches femeninas por dónde venían los atacantes. Pese a ello, a veces, en el calor de los enfrentamientos, se animaba a reventarle a algún muchacho una bombita en la espalda. “Un maricón”, propiamente, según la cultura de los Castañeda. Juan Cruz y Fernando habían logrado con mucho trabajo acercarse en cuclillas, sin que los vieran, a la verja de los - 399 -

Villagra, tras la cual asomaban las cabelleras blondas de la Gordi y Lilita. Estaban intrigadas porque desde hacía rato no los veían. Cuando Juan Cruz se disponía a descargar sobre ellas un tremendo baldazo, se oyó un potente chillido, alertándolas: Heraldo. –¡Chiiicas! ¡Chiiicas! ¡Ahí están los varones!– gritaba, sentado como un estilita sobre un pilar interior de la tapia. Mostrando sus piernas adorables al volar de las faldas las muchachas huyeron. Juan Cruz y Fernando se quedaron sin saber qué hacer, chasqueados, en la vereda. Con rencor, Juan Cruz le gruñó: –¡Maricón de mierda!… Pese a que lo había dicho en voz baja, el padre de Heraldo lo escuchó y se puso como una fiera. ¡Heraldo! ¡No te dejes insultar por ese salvaje! ¡Agarrá un ladrillo y dale por la cabeza!... Heraldo, obediente, saltó como una gacela a la vereda, en donde había una pila de cascotes para construcción. Con medio ladrillo en la mano se acercó, sinuosamente agresivo, a los muchachos. De un brinco, Juan Cruz estuvo encima de él; le aferró la blanca muñeca como una garra y solamente apretándosela lo obligó a tirar al suelo su proyectil. Con otro movimiento lo obligó a arrodillarse, retorciéndose de dolor. Heraldo lanzó un gemido. Juan Cruz lo largó. Pero Rubén Villagra, su padre, había saltado la verja; en pijama y chancletas, ya estaba al lado de Juan Cruz. Tomándolo de la camisa con la - 400 -

mano izquierda le propinó con la derecha un tremendo bofetón. La potencia del golpe tiró al muchachito como a dos metros de distancia, sobre el barro. Juan Cruz no acusó el dolor. Su orgullo le impedía quejarse. Mirando con odio al agresor, se incorporó; luego caminó con paso regular hacia su casa, abandonando el balde que había llevado. Fernando miraba la escena conmovido y asustado. Se dirigió recto hacia donde descansaba su abuelo. El Tataviejo dormía la siesta en una hamaca paraguaya, tendida entre dos árboles. Con un suave sacudón Juan Cruz lo despertó. Cuando el hombre abrió los ojos verdes, sólo atinó a contener un sollozo. La mirada de esa majestuosa cabeza se volvió profunda en su comunión con el dolor del niño. Por unos segundos lo dejó serenarse, sin tocarlo, sólo mirándolo. Juan Cruz acalló pronto su descarga. Entonces el poderoso anciano adivinó: –¿Quién te ha pegado? –Rubén Villagra me ha pegado–. Dijo Juan Cruz. No hubo más palabras. Como si se preparase para ir a una oficina, el Tataviejo se calzó y ató los cordones de los zapatos, de un modo al parecer indiferente, se ajustó el cinto y salió. Conocedores del carácter de Rodrigo Castañeda, los Villagra se habían preparado. Carincho y Rubén se habían puesto en actitud de alerta, cuidando su vereda. Desde el momento en que pisó la calle, el Tataviejo los increpó con su voz dura y potente. Los Villagra avanzaron, lanzándole puteadas, cada uno con un garrote en la mano. Rodrigo Castañeda retrocedió y dándose vuelta entró velozmente a su casa. - 401 -

–¡Ah, cagón! ¡Te escapas! ¡Vení, peleá como macho!– le gritaron. De repente emergió de la umbrosa entrada con enredaderas portando un facón doble filo. Solía dejarlo encima del aparador con vitrina del comedor, para aliviarse de su peso, cuando descansaba. El refulgente cuchillo español metía miedo de sólo verlo. Tan es así que los Villagra, como unidos por una soga, emprendieron la fuga. Pero antes de que lo hicieran, con velocidad increíble Rodrigo Castañeda había saltado sobre ellos lanzándoles un voleo rasante, que dejó la gorda nalga de Carincho rayada y manchada de sangre, bajo el fondillo abierto en línea recta. –¡Ay! ¡Asesino! ¡Con arma me atacas!– gritaba Carincho imponiendo dolorosa premura a su gigantesco cuerpo. Se dejaron tragar por la casa en un santiamén. El atacante se plantó en la vereda del mayor de los Villagra y desde allí los insultaba. Rodrigo Castañeda tenía un vocabulario asombrosamente surtido cuando se trataba de agraviar. Los dos hermanos Villagra, ofuscados y ofendidos, hacían esfuerzos aparatosos para librarse de los brazos de sus mujeres, quienes “les impedían” supuestamente, volver a lanzarse a la brega. –¡Dejame, mujer!– berreaba el gordo Carincho– ¡Lo voy a achurar a ese viejo! Sus mujeres era más fuerte que ellos, al parecer. No salieron. - 402 -

Cuando se cansó de proclamar todas las miserias que conocía de los Villagra, con bastantes exageraciones, Rodrigo Castañeda resolvió regresar a su casa. Tras todas las persianas, un público abigarrado no perdía detalle de la confrontación. Luego de desaparecer por algunos minutos en su morada, el Tataviejo salió de nuevo. Y colocando un sillón plegable y una mesita al lado, se sentó en la vereda, a tomar mate con bizcochitos salados.

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Estábamos alrededor Fernando, Carlos Rojas, su primo y yo, sobre la mesa del juego de comedor art-déco el dibujo perfecto del tigre, lo hice yo dije; Fernando me miró, mentira, lo has calcado, la Mamavieja después que se fueron todos le dijo: por qué le has hecho eso a tu hermano, si él dice que lo ha dibujado vos tienes que decir sí, la sangre defiende la sangre, no desmientas. Noche, las revistas norteamericanas de historietas apelan cada vez con mayor frecuencia a la morbosidad, la necesidad de violencia de una sociedad donde el hombre no es protagonista, dice, revista “Vea y Lea”, el ojo reventado por un punzón en el recuadro, siesta, ruidos en la calle, salimos, una mujer llorando, ataja a un tipo que viene con un cuchillo en la mano, por detrás una multitud siguiéndolos y mirando, adelante un hombre de bigote, lo conozco, es el padre de Juan Luis, huyendo, Laura, la que era muchacha nuestra, gritando, dejalo a mi marido, desgraciado, la sangre debe enturbiar la mirada de un ojo en el hombre, siento una leve náusea, se para, vete, vete, le dice, haciéndole señas con la mano, el otro avanza con el cuchillo –la sangre en el rostro del padre de Juan Luis, chorreando, mojando la camisa celeste, la sangre, la sangre, - 404 -

otro día, pasa un borracho, salimos a ver con Fernando, “¡no vale ni aca la plata!”, dice a los gritos, se cae y en el suelo sigue gritando, “no vale ni aca la plata”, llora, filósofo, dice mi tío Manuel, Hola Juancrucito me dice Henri, qué tipo, pintón, fisicoculturista, tan buen tipo, lo admiro, me regala revistas que ya leyó, Patoruzú, Rayo Rojo, Henri, un anuario de Bucaneros, finalmente resultó ser trolo, le gusta el pomo, casi me desmayo cuando me entero, qué cosa, las mujeres locas por su pinta y su voz y él trolo perdido, los albañiles, “cabeza de león”, me dicen, por mis rulos desordenados, a mí me da vergüenza, los cascos alemanes no me salen bien, practicar, debes practicar, Facundo enarbola en El Tala una bandera que no es argentina, que es de su invención. Es un palo negro con una calavera y huesos cruzados en el centro, ¿cómo ha conseguido éste ocre Giorgio De Chirico?, ¡ah, cómo quisiera ser Giorgio De Chirico!, la novia de Orlando, una petisita muy linda, porteñita, duerme con él, canchero Orlando, me levanto para ir al baño y veo su pierna hasta el comienzo de sus nalgas la bombachita marrón, una pierna levantada la otra cubierta por la sábana con la punta del pie saliendo, apuntando hacia los anaqueles donde reposan la colección de Tipperary, “Vidas de Grandes Pintores”, “Van Gogh”, “La revolución permanente”, de Trotsky. El joven debe ante todas las cosa aprender la Perspectiva para la justa medida de las cosas: después estudiará copiando buenos dibujos, para acostumbrarse al contorno correcto: luego dibujará el natural, para ver la razón de las cosas que aprendió antes; y últimamente debe ver y examinar las obras de varios Maestros, para adquirir facilidad en practicar lo que ya ha aprendido. - 405 -

Me gustaría decir de mi paso por la escuela primaria “aquí quedaron los momentos más hermosos de mi vida”, como la propaganda televisiva de los mormones. Lamentablemente no puedo. Ni siquiera el antiguo edificio, de agradable estilo español, ha quedado en pie. Fue derribado por una de las dictaduras militares. Hicieron lo mismo con todos los edificios escolares de estilo antiguo que quedaban, y levantaron en sus lugares una serie de estructuras que se parecen más al búnker de Somoza que a escuelas. Adivinen de qué color las pintaron. Sí. Verde sapo. Así son las escuelas ahora en Santiago. Bah, realmente no puedo decir, tampoco, que tenga malos recuerdos. Para mí fue un largo período más bien neutro, una disciplina aceptada sin reflexión. Las maestras me trataban muy bien, en general. Esto sucedía, según creo, por tres razones: primero, porque la directora era mi madrina de bautismo, segundo porque mi padre pasaba en aquellos momentos por uno de los más altos niveles en su prestigio; por último, se consideraba –no sé si con verdadera razón– que yo era un niño “muy” inteligente. Una sola vez me llamaron la atención. Fue porque casi lo maté a golpes a un compañerito, de apellido Galeano. Por lo - 406 -

demás, todas estas preferencias a las que no me sentía realmente acreedor, lograban sólo que me sintiera como un bicho raro.

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Julián se sentó ante los micrófonos. Con una seña, el operador lanzó la cortina: “Sueño de amor”, de Lizt. Otra señal, y desde la sala contigua, Pedro Pablo Gorosito anunció el programa. Después desde su mesa, separada por un vidrio de la de Julián, levantó el pulgar y esbozó una sonrisa. Julián sonrió también al rostro con auriculares. Luego hizo otra señal al operador. Hendió el aire un violín con la “Serenata” de Schubert. –En un tiempo no muy lejano y en una pequeña ciudad del campo santiagueño…– la voz del poeta era grave, lisa como la gamuza, vibrante de matices emocionales contenidos. “… una mujer no tan bella como buena, se enamoró del Don Juan del lugar...” Aníbal Ireneo Luna, con los auriculares puestos, observaba en tensión cada uno de los gestos del poeta, para proporcionar en el momento preciso el fondo musical apropiado. No perdía una palabra. Fuera del interés profesional, el tema lo apresaba. - 407 -

–Llevada por su cariño, cometió el error de entregarse a él. No habían podido disuadirla los consejos de sus padres, ni la nefasta fama de su amado. En toda la provincia –una provincia tan extensa como para contener tres veces la superficie de Suiza– miles de hombres y mujeres habían encendido la radio. Los aparatos de difusión, encerrados en sus muebles de madera lustrosa, se convertían en el centro de una rueda, formada por la familia y algunos vecinos más pobres, que no tenían radio. –…la boda fue una hermosa fiesta. Concurrieron invitados de cinco leguas a la redonda, y decían las comadres que no habían visto en muchos años novia más donosa y feliz que nuestra jovencita Aurelia. Nada hacía presagiar aún el dramático desenlace que tendría este amor fatal. Todo era alegría y gozo, aún, en la vida de Aurelia Santa María. La cortina indicaba pausa comercial. Enseguida una musiquilla moderna, y la voz de Pedro Pablo Gorosito: –Por más vuelta que le dé… para trajes: ¡Sabaté! Después, la voz en cinta de Luis Anglade: –¡Rodando, rodando, las cuotas se van pagando!... –Auspicia este programa: ¡Neumáticos Cincotta!... ¡el campeón de las cuotas!... Un espacio en la radio era muy cotizado. Los productores aguzaban el ingenio para captar con rimas sencillas el - 408 -

subconsciente colectivo. Julián mismo salía por los negocios a buscar sus propios avisadores. –Los primeros tiempos fueron felices –continuó el poeta con la narración. –El hombre trabajaba, llevando arreos a otras provincias; no faltaba el sustento en la casa. Los niños que nacieron –un varoncito y una mujer– se criaban gordos y tranquilos. “Pero poco a poco, las ausencias del marido se fueron haciendo más prolongadas y los salarios más escasos. Empezaron a llegar murmuraciones a los oídos de Aurelia, que hablaban de infidelidades aquí y allá… “La buena y fiel mujer no prestó atención a esos chismes. ‘Debe haber llovido en alguna parte y ellos no pueden pasar con las vacas’, se decía, cuando el hombre demoraba en volver. Y así, inventaba mil justificaciones, para no ver la triste realidad de que su hombre ya no la amaba. Cualquier ocasión era buena para el infiel, quien se iba por lapsos cada vez más prolongados, con la primera mariposa que encontraba. “Hasta que un día, un día triste de invierno, se fue para no volver… Aurelia quedó sola, con sus dos niños. El menor todavía tomaba su alimento de los senos de su madre. “Comenzó un período triste y doloroso en la vida de la bondadosa joven. Todas las puertas se le cerraban, todos los créditos se le habían cortado. Nadie quería hacerse cargo de la mujer abandonada.

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“Al fin, tuvo que dejar el sencillo pero cómodo rancho que le habían prestado los padres a su marido. Al verla sola, sus suegros la echaron sin contemplaciones. Cortina musical. (Serenata, de Schubert). –La calidad inglesa en casimir, la encontrará usted en Sastrería Sirena… Sastrería Sirena, Independencia dos cuarenta y cinco. Cortina musical (Tico-Tico no fubá, Xavier Cugat). Más propagandas. Luego, cortina musical con Serena de Schubert. –La joven madre, con un hijo en brazos y otra niñita prendiéndosele de las polleras, decidió emprender camino, a pie hacia la ciudad. “Si llego a Santiago, pensó, encontraré trabajo y podré dar de comer a mis hijos”. La pampa estéril y los montes inclementes la vieron pasar con sus retoños. El sol cayendo como un baño de plomo derretido hacía penoso el andar, el viento norte obnubilaba los sentidos, el polvillo atroz cegaba los ojos. Cada vez le era más difícil seguir adelante. Cada vez le costaba más conservar la conciencia. El páramo infecundo tragaba los lamentos quejumbrosos de la pobrecilla, quien veía más y más lejana su posibilidad de llegar a la ciudad ansiada. “Arribada la oración de un día agobiante, cayó rendida en un pequeño claro del monte de quimiles. Decidió pernoctar allí. Para ello, se arrimó al tallo de un algarrobo gigantesco, y acomodó como pudo, su cuerpo esmirriado y los de sus niños en el suelo, entre las raíces como serpientes del vegetal. Allí, en esa apertura del monte, fue que sucedió la tragedia”. (Cortina: Serenata…) - 410 -

Locutor: Están ustedes escuchando “La hora de las madres”, el programa más exitoso de la noche santiagueña, conducido por el poeta y libretista Julián Castañeda. Cortina: Serenata. Yuxtapuesta: grabación del lanzamiento de un cohete espacial. Locutor: –Trasládese con la velocidad de un cohete y la suavidad de un trasatlántico (se oye ahora burbujeos de agua)… Obtenga su Impala modelo 59 en Casimiro Pucheta, su concesionario amigo… (Cortina: Doménico Modugno canta “Volare”)… –Si desea un caminar perfecto, como si se trasladara sobre una alfombra de nubes, venga a calzados Loira, en Pellegrini y Absalón Rojas… (Así, varias propagandas). Luego de la repetida Serenata: –Aurelia dormía, agotada por el inmenso esfuerzo de la jornada, cuando su sexto sentido de madre la despertó. Le había parecido oír ruidos, como de ramas que se quebraban. “Asustada, miró alrededor. No encontró nada. Miró nuevamente y sin saber por qué, levantó sus ojos hacia el follaje. Lo que vio la dejó paralizada… Su cuerpo se galvanizó al sacudón del miedo. Todos sus músculos fueron recorridos por un estremecimiento matriz. “Entre la oscuridad de las frondas, desde las ramas de un gigantesco quebracho, dos ojos llameantes la contemplaban. Era un tigre. Y su actitud era la del que se dispone a atacar. - 411 -

“En un segundo alucinante Aurelia pensó levantar a sus hijos en brazos y escapar. Pero después comprendió que le sería imposible. El tigre los perseguiría, y le sería más fácil aun terminar con ellos… “¡Mis hijitos!...” Este solo pensamiento le golpeaba en el cerebro… ¿Cómo iba a hacer para proteger a sus hijos? “Oh, sentimiento incomparable de madre!... ¡Oh, afecto vital y eterno, sin el cual la mísera humanidad se encontraría desde hace milenios perdida!... La madre, en el crucial momento, no meditó siquiera un instante sobre su salvación personal… le interesaba solo y exclusivamente el apartar a sus amados retoños de las feroces fauces del fiero animal de presa… “Entonces, en un rapto de suprema decisión, se incorporó… y se plantó serena frente a los ojos del tigre, interponiéndose entre él y el lugar donde dormían, en párvula ignorancia, sus dos hijos queridos… Ya lo había resuelto. Enfrentaría a pecho descubierto y con las manos desnudas al poderoso felino. “El tigre atacó. Con todo su cuerpo impulsando el ominoso salto, se abatió rugiente sobre aquella figurita patética que lo desafiaba. Destelló por unos instantes sobre sus colmillos feroces, la luna, que había escapado desde su envoltorio de nubes. Los cuerpos, el del animal, grande, elástico y poderoso, el de la madre, enjuto, desmirriado, flébil, chocaron; las garras surcaron huellas sangrantes… “La mujer, con increíble fortaleza, se trenzó en desesperada contienda con la bestia… En su fervor, creía posible inferirle heridas sobre la tersa piel, con sus endebles uñas femeninas… - 412 -

“Rodaron por el suelo, la madre convertida en una masa ensangrentada, el tigre sorprendido de la tenaz resistencia de su presa… “Por fin, la mujer quedó inmóvil. Había cesado en ella toda vida, sin lograr contener ya por más tiempo al animal. Como un testimonio triste, su mano yerta, que había fenecido aferrando una oreja del felino, cayó a un costado con un sacudón de cabeza de la fiera. “Cual compendio ancestral del poder encarnado, la bestia majestuosa se paseó rugiente por el escenario de su victoria… Con ojos inyectados observó a los niños que dormían… ya pareció que se lanzaría sobre su tierna carne, manjar deleitoso para su paladar cebado… “Pero algo extraordinario sucedió. En vez de devorarlos, en vez de devorar a la madre, el depredador se detuvo, como inmovilizado por una fuerza superior. Miró a un lado y a otro, cual si comprendiese en un relámpago de lucidez, el gesto tremendo en que acababa de participar… cabeceó un poco, como caviloso… Y luego, se retiró, en silencio, sin tocar siquiera a los niñitos que no habían salido de su ensueño. “La madre, es el legado más sublime con que dotara a la naturaleza de los seres el aliento generosísimo de Dios… La fortaleza de su amor supera cualquier armadura gestada por el odio, la estulticia, la violencia… Inquebrantable afecto, no hay potencia en el mundo que pueda deshacerlo… ante su energía abismal –que es la misma energía de la vida, interponiéndose erguida ante el embate pérfido de la muerte, la fiera, invicta - 413 -

frente a los más poderosos animales, incluyendo el mismo hombre con sus armas letales, tuvo que retirarse, derrotada… por el amor excelso de una madre… “La bestia ganó, en la materia… pero el alma indomable de esa madre, la venció en lo más profundo y atávico de su ser animal…”. Llegado este punto, el llanto de los radioescuchas se derramaba con regularidad universal. La Mamavieja, tal vez su oyente más fiel, ahogaba los sollozos apretándose la boca con un pañuelo floreado. “Un matrimonio que viajaba, en sulki, hacia Santiago encontró a los niños al amanecer, aun dormidos. Al ver el cuerpo lacerado comprendieron la tragedia. “Era una pareja sin hijos. Decidieron llevarse consigo a los niños y adoptarlos. A partir de entonces los criaron como propios, sin que les faltara nada. “Hoy son un hombre y una mujer de bien, que guardan en su memoria la venerada imagen de esa madre, una madre que supo dar su vida para que ellos vivieran, enaltecida por la narración sincera y emocionada de sus padres adoptivos… “Y

así

termina

nuestro

capítulo

de

hoy…”.

Historias semejantes se sucedían, semana a semana en “La hora de las madres”. Luego las familias se iban a la mesa de la cena conmovidas por los relatos del poeta. Combinando - 414 -

influencias de Vargas Vila, Rubén Darío y las traducciones de Víctor Hugo difundidas por la editorial Tor, Julián Castañeda había sabido captar el alma popular, principalmente porque él vivía y sentía igual que sus oyentes.

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Mi padre está llorando, sentado junto a la radio. El puente carretero se acerca al final de la curva. Me acuerdo. Me acuerdo de aquella noche, yo tenía seis años. Habíamos estado jugando con Fernando en la casa de Churro hasta el anochecer. Extrañados porque nadie nos llamaba, volvimos. Y encontramos a nuestro padre solo, llorando. El puente carretero se acerca, lo advierto en medio de los recuerdos, veo los eucaliptos abajo, al inmenso río Dulce, a lo lejos el Puente Negro, se superpone otro recuerdo: las veces que crucé, por desafiar al destino, ese puente angosto por sobre las vías y una vez que vino el tren, para que no me destrozara tuve que colgarme sobre el abismo; el tren pasó casi encima de mis manos y yo me admiré de mi propio coraje, se lo conté a mi abuelo; él me dijo: “No ande haciendo macanas, muchacho, la vida se arriesga únicamente por algo que valga la pena, el honor, la familia o la Patria, ninguna otra cosa”, el Puente Negro. Entrando al Puente Carretero regresa la imagen de mi padre, sentado frente a su escritorio lleno de papeles, llorando por la muerte del general Valle. Esa mañana han fusilado a 16 peronistas, dijo la radio, por levantarse contra el - 415 -

gobierno de Aramburu. ¿Por qué lloras?, le pregunto. Mi padre está llorando por la muerte del general Valle. Los han matado en los basurales, valientes soldados de la Patria y hombres del pueblo que tuvieron el coraje de acompañarlos. Los yanquis, me dice mi padre entre sollozos. Ellos están tras estos miserables asesinos. Hijo, ¡cómo me duele esta Patria!, dice mi padre, yo me conmuevo y lloro, como otras veces sin saber muy bien porqué, con el pecho atravesado por las emociones, seis años y un dolor que no entiendo, Fernando nos mira con sus ojos claros, con una mano toma la de mi padre y con la otra me abraza. La Sublevación ha sido totalmente aplastada, dice la radio. El puente carretero queda atrás, vamos entrando a la ciudad de La Banda.

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El Niño Troeba y Juan Cruz estaban sentados sobre el alto murallón de Salud Pública. Desde allí miraban el partido. Eran como las seis de la tarde. –¿Nunca has culiado una gallina? – preguntó el Niño Troeba. Juan Cruz lo miró, para ver si hablaba en serio. –¿Estás loco vos? –No, en serio –dijo el Niño–. Es lindo. –¿Vos has culiado alguna? –Claro. Cuando no me ve nadie, agarro alguna en el gallinero de casa. - 417 -

Ambos se quedaron en silencio. A Juan cruz, que era muy imaginativo, le dio asco el asunto. Pero no dijo nada. –La macana –siguió el Niño Troeba, reflexivo– es que se mueren. Cada vez que culio una se me muere. Mi mamá se asusta, cree que anda una comadreja, o algún bicho raro. Por eso yo dejo pasar un tiempo, antes de agarrarme otra. ¡Pero es muy lindo! ¡Probá y vas a ver!

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Durante el primer año de Escuela Profesional no llegué a percibir con claridad el ambiente enrarecido y ruin que allí campeaba. Venía de los idílicos grados finales de la Escuela Urquiza, un sitio a donde concurrían niños de muchos sectores de la sociedad, pero con predominio de los más humildes. Por mucho tiempo gratificó mi imaginación la hermosa noche de despedida en la Escuela Urquiza y las siguientes vacaciones fueron las de mi primer romance. Tenía 11 años, y hasta entonces no había pensado que pudiese atraer a alguna muchacha. Aquellos escarceos involuntarios con las Beltrán, o el atropello de la sirvienta, habían quedado como sucesos más bien de tipo marginal en mi memoria, totalmente despojados de matices sentimentales. Fueron sólo accidentes –pensaba yo– provocados por fuerzas externas, hasta con alguna connotación maligna. Lo que empezó en aquella despedida fue diferente. - 418 -

Era una estrellada noche de principios de verano. Noviembre perfumaba el aire con sus florecillas maduras. La escuela lucía brillante de luces, guirnaldas y serpentinas. Las maestras y la directora se habían esmerado en la decoración del patio donde se haría la fiesta. Había mucha gente, padres y familiares de los niños que terminaban su ciclo primario. Mi padre no estaba. Él no iba nunca a mis fiestas escolares. Decía que eran estúpidas. A los costados, bajo las galerías, habían colocado mesas largas, con manteles de papel frisado y guardas, entre las cuales se mostraban, en platitos de cartón, bocadillos, sanguches, milanesas, empanadas. Y gaseosas de todo tipo y vino para los grandes. Cada niño podía llevar a su rincón su plato y una gaseosa mediana. La cosa era a la canasta: mi abuela me había preparado una fuente rebosante de milanesas. Llevaba esa noche un pantalón corto de color azul oscuro, nuevecito y bien planchado, zapatos de charol, camisa blanca manga corta y corbata roja. Los rulos de mi cabeza lanzaban destellos de brillantina. Mi abuela me había puesto unas gotas de su “Extracto Altai”, en las mejillas y bajo de ambas orejas. Después de los discursos, la entrega de diplomas y los moqueos, empezó el baile. Las chicas rodeaban al hombre que manejaba la amplificación, pidiéndole música moderna. Atronaban los parlantes, en el patio. Divertido y perplejo vi salir a mis compañeros y compañeras a bailar, hasta llenarse la pista. A mí nunca se me había dado por bailar, ni tenía idea de cómo se hacía. Los vi girar tomados de la cintura, felices y yo también sentí felicidad. En eso estaba cuando sentí que me tironeaban de la mano. Era Elena Saynt. “No sé bailar”, le dije, pero me tomó del brazo y me llevó hasta la pista. Me sentí arrebatado por sus - 419 -

manos amables. Por los parlantes sonaba “Adán y Eva”, en versión castellana de Bobby Capó. Elena Saynt era una niña alta, escultural. Me llevaba un año de edad y una cabeza de altura. Sin embargo parecía sentirse muy cómoda conmigo. Casi todos mis compañeros me llevaban en realidad uno o dos años. Con aquel famoso asunto de mi gran inteligencia me habían obligado a hacer en menos tiempo mis primeros grados, tanto en la escuela como en piano. Hasta el momento eso no me incomodaba. Cuando llegó el intermedio nos fuimos a sentar, pero enseguida empezó la música de nuevo y dos o tres chicas vinieron a sacarme. Yo estaba contento. Bailé algunas piezas con dos de ellas y al rato volvió a invitarme Elena. Cuando estábamos en la pista pusieron un lento de Paul Anka y ella me apretó contra su pecho. Sentí el perfume de su pelo y la tersura de su mejilla contra mi frente. Los temas románticos se sucedían: Tony Vilar, Elvis Presley, Los Panchos, Los Plateros… “Es lindo bailar”, pensaba yo, mientras Elena Saynt presionaba mis clavículas con sus tetas potentes, induciéndome una cosquillita agradable, una humedad en el bálano: “y fácil; sólo hay que dejarse llevar”. A los dos o tres días hicimos la fiesta privada de nuestra promoción, en la casa de Mariela Ricartez. Era una flaca alta y de piernas gruesas, como una mamboretá. Yo fui con mi platito y mi gaseosa, otra vez. Se hizo en una terraza, y tenía un aspecto más íntimo. No había padres ni maestros. Todos nos sentíamos más sueltos. Cuando llegó la hora de bailar, para mi asombro, varias compañeras se disputaron mi favor. Nuevamente Elena Saynt hacía lo imposible para disfrutarme en exclusividad. Alguien introdujo el juego de la escoba (uno de los concurrentes - 420 -

toma una escoba, se la entrega a otro de su sexo que está bailando y se va con su pareja; el que se queda con la escoba, debe buscar a su vez otro a quien quitársela); a cada rato aparecía por mí Elena Saynt. Había otra muchacha que parecía empecinada en bailar conmigo: Delfina Cáceres. Esto no hacía más que aumentar mi pasmo, pues durante todo el ciclo jamás me había tomado en cuenta, yo me figuraba hasta entonces, que le caía muy antipático. Delfina tenía mal carácter. No perdía oportunidad de recordarnos que era nieta de Cáceres, el que había sido gobernador. También era una muchacha alta y muy desarrollada, especialmente de piernas. Rody Márquez y yo descubrimos que algunas veces solía ir sin bombacha a la escuela. Rody inventó la treta de tirar el borrador de goma al suelo: por abajo del banco, espiábamos sus nacientes pilosidades, por ese entonces indescifrables para nosotros. Una vez, no sé por qué causa, ella se enojó conmigo. Sin levantarse, giró como una luz en su banco y me clavó una escuadra en la cabeza. No quise pegarla –hubiese sido un bochorno pelear a golpes con una mujer– y tuve que ir a la dirección para que me curaran. Aquella loca era quien ahora me sacaba a bailar. Me apretaba como para estrujarme, transpiraba y lanzaba resoplidos. Era una muchacha de carácter, no se podía negar. Pero a mí no me gustaba el asunto. Siempre me dieron mala espina las mujeres con demasiado carácter. Encuentro en ellas algo contra natura, como si en su constitución genética hubiera algún oculto fraude. Así que, esa noche, yo también busqué bailar, únicamente, con Elena Saynt. Aquellas vacaciones previstas al inicio de la secundaria, consistieron para mí fundamentalmente en ir cuantas veces - 421 -

podía a la casa de mi abuelo. El resto del tiempo lo utilizaba en prepararme para el examen de ingreso. Mi padre se proponía inscribirme además en la Academia de Bellas Artes –por mi facilidad para el dibujo–; yo quería cambiar los estudios de Piano, que venía haciendo desde mis cuatro años, por Guitarra, en la Escuela de Música. Por si todo esto fuera poco, Julián Castañeda proyectaba inscribirme en Inglés: –total, vas a ir solamente dos veces por semana–, me dijo. Así fue que también mi papá me organizó el tiempo para que ejercitara todas estas cosas. Me dio una gran alegría el descubrir que Elena Saynt vivía en el mismo barrio que mi abuelo. Una noche, sentado con Fernando en la verja de la escuela 43, la vi pasar en bicicleta. Ella me vio y dando media vuelta vino hacia mí. Elena era decidida, pero también muy femenina, maternal diría. Eso me gustaba. Solía pasear con sus amigas por las tardes, en bicicleta, sobre las veredas del inmenso edificio de la escuela. Una razón más para acudir todas las noches a la casa de mi abuelo. Cargaba a mi hermano en el caño de mi bicicleta y partíamos, al atardecer, hacia Villa Evita. “Pórtense bien muchachos”, nos decía la Mamaviejita. El barrio de mi primera infancia, con sus casas amplias, elegantes, sus enredaderas colgando en los frentes, sus canteros en el bulevar, repletos de alelíes, jazmines, dalias y conejillos afelpados, mi barrio, me acogía como un útero. La fragancia del aire me envolvía con la brisa del verano y me parecía volar. Pasábamos, solamente, con Fernando, por frente a la casa de Elena Saynt; al divisarnos, ella salía, en su bicicleta. La veíamos aparecer, viniendo hacia nosotros con sus vestidos claros, casi siempre acompañada de una amiga, por las - 422 -

sinuosas callecitas del sector donde vivía. Yo le había dicho a Fernando que era mi novia. Antes, se lo había dicho a ella. Bajo las redes de sombra y luz de los coposos paraísos solíamos conversar durante horas. A veces, llegamos a tomarnos por unos instantes de las manos, momento en que Fernando y la amiga miraban hacia otro lado. En esto consistió nuestro noviazgo. Cuando terminaron las vacaciones, tomamos diferentes caminos y nos dejamos de ver. La volví a encontrar, en la calle, muchos años después. Era una mujer casada. Apenas si me saludó.

25

Cuando entré a primer año de la secundaria todo me parecía muy lindo. Había chicas bonitas en mi curso, en realidad toda la escuela era un muestrario de ellas. Todavía yo no había sentido el bichito fuerte del enamoramiento. Me había prendado, sí, suavemente, de las dos únicas muchachas de mi edad que había en el barrio (dos nenas bastante aceptables), pero como algo liviano, un juego de la imaginación sin mucha importancia. Recién en tercer año me agarraría. Aún faltaban dos para eso y yo tenía once. En tercer año me enamoraría de todo el mundo: hasta de las preceptoras. Especialmente de una muy gambuda que se llamaba Eugenia Uranga. Pero aún faltaba un poco para eso. Por de pronto, iba a la escuela por la mañana, iba a la - 423 -

Academia de Bellas Artes de seis a once de la noche, y los lunes miércoles y viernes, a piano. Que tal. Ninguno de los fastidiosos estudios me costaba demasiado esfuerzo. Pero tampoco me interesaban en lo más mínimo. Podía hacerlos bien, si me lo proponía. El caso era que habitualmente solía sentir rechazo por ellos. Mi papá me había inscripto ahora en la Escuela Provincial de Música. Allí… “a empezar a nuevo”... Pues los siete años de estudios en aquella Academia privada, donde ya había obtenido, incluso, un diploma de “Maestro Elemental”… la Escuela del Estado no me los reconocía. Muy cantarinamente me lo dijo la gorda cara de vaca que me tocó de profesora. Maldita la gracia que me hizo. Creo que en aquel momento mismo fue que pensé huir de allí, apenas se me presentase la primera oportunidad. Me había pasado horas y horas de mi vida infantil venciendo el hartazgo, que me provocaba hormigueos inaguantables en la cervical, sentadito frente al piano, repitiendo, una y otra vez, miles de ejercicios, acordes, melodías: Kohler, Czerny, Mozart, Lizt, Beethoven, cargando esos grandes manuales con partituras bajo mi brazo, memorizando definiciones y conceptos de la Teoría Musical, estudiando solfeo…* yendo y viniendo a la siesta, inviernos y veranos, desde 1953, al Conservatorio… ¿para que ahora, en 1960, tuviese que “empezar todo de nuevo”? En algún momento me escaparía de esa condena. No lo planeé. Pero mi subconciencia empezó a dibujar, sencillamente, el propósito.

* Tomando en solfa alguna de aquellas sesiones domésticas, donde mi madre me tomaba las lecciones de solfeo antes de ir al - 424 -

conservatorio, mi tío Jaime narraba una anécdota ocurrida, según él, un mediodía en que la presión de mi madre y lo extenso de la lección me habían angustiado, y a los requerimientos de repetir la lectura en el método, habría solfeado yo: “la… pu… ta… que… te… parió”, a mi madre, en vez de nombrar las notas, mientras lloraba, agobiado por la monótona repetición propia del sistema. Anécdota inventada, por cierto, pues hubiera recibido un fuerte castigo si de verdad lo hubiese hecho. Aunque sin duda descriptivo del rechazo interior con que este niño de seis años, que yo entonces era, emprendía tales trabajos, y la sensibilidad del tío Jaime para captarlo.

En primer año de la secundaria nos hicieron comprar Facundo, para la clase de castellano y para mí fue una revelación. La profesora era una vieja petiza, retacona. Tenía una nariz de tres dedos de largo, una boca chiquita, como de tiburón; siempre parecía estar oliendo mierda. No se sonreía ni por equivocación. Tras sus anteojos gruesos, sus ojillos nos miraban con asco, como a la distancia. Parece que se creía de lo más noble y aristocrática, la muy cagona. Lo cierto fue que me devoré el libro del pelado abominable en dos días. Lo anecdótico para mí fue que, contra las intenciones del viejo infeliz de Sarmiento, en vez de producirme repudio hacia la “barbarie” de Facundo Quiroga, la historia me despertó un fuerte sentimiento de admiración hacia él. Nadie me había dicho nunca algo de Facundo Quiroga –al menos, en ese momento no - 425 -

lo recordaba–, pero, de alguna manera, yo iba reconociendo ocultos en la trama, los rasgos profundos de un tipo de identidad colectiva, muy nuestra, una serie de rasgos arquetípicos, que hallaba presentes en conductas que viera y me narraran muchas veces mis abuelos. Sin que me lo asignaran como deber –la profesora nos exigía solamente leer dos o tres capítulos; bebí entonces la vida de Facundo en el libro de su principal detractor, y escudriñé las frases, por ver si hallaba algún dato adicional sobre su personalidad avasallante. A partir de entonces nació en mí un gran afecto por el caudillo riojano, sentimiento que aún conservo. Cuando pienso en las fracciones políticas que edifican teorías filosóficas para demostrar la razón de su causa, me acuerdo de lo que decía Aldous Huxley, en el diálogo de uno de sus personajes, acerca de que si la filosofía no tiene como objeto transportar a un lenguaje “científico” los sentimientos más profundos de los individuos, es solamente un juego inútil. Sentimientos como los que nacieron en mí, a favor de Facundo Quiroga, aquella vez, son los que llevados al plano de la sistematización filosófica se convierten luego, si las circunstancias lo permiten, en políticas de estado o motivaciones de una guerra. Aquel año 1960 fue para mí, entonces, el de los descubrimientos intelectuales. Entusiasmado con las posibilidades que ofrecía el ciclo secundario, emprendía el estudio de todas las materias con interés. En la Academia de Bellas Artes teníamos un profesor de inglés de origen alemán (aunque él decía que era checoslovaco). Había venido de Europa - 426 -

huyendo de la guerra. Este profesor –un personaje caricaturesco, alto, calvo, anteojitos redondos, un poco torpe y de movimientos demasiado rápidos, como la mayoría de los alemanes–, Mr. Hartmann, tenía particular respeto hacia mí, por la facilidad que tenía para aprender el idioma, especialmente en lo que hacía a la pronunciación. Yo lo interceptaba en los recreos o antes de las clases, para indagar acerca de la Segunda Guerra Mundial, tema que le incomodaba e invariablemente eludía. Puesto que era la época de mis historietas y mis lecturas de la vida de Rommel, a quien admiraba, me costaba resignarme a que el único tipo de origen alemán que conocía me negara sus –para mí– invalorables experiencias. Nunca pude averiguar qué historia secreta ocultaba este profesor de traje y talante gris, que había huido de Alemania en plena guerra, primero a Gran Bretaña, luego a Canadá y desde allí a la Argentina. Interiormente le profesaba cierto rechazo –aunque me guardaba de que lo notara– pues lo suponía casi con seguridad un espía o un traidor a su patria. Por la mañana, en la Escuela Profesional, teníamos otra profesora de inglés –missis Bassline– que no elevaba el concepto que me habían dejado los europeos conocidos hasta el momento. Inglesa, era una vieja de cuerpo macizo, similar al de un toro e igual a él dotado de una cabeza pesada; ojos verdes, acuosos, duros; belfo, baboso y ancho, sobre él una franja de bozo dorado, grueso y coronando la cabezota unos cabellos grasosos, rubios, enrulados y escasos, que al caerle a los costados daban a ese feo rostro la sugestión siniestra de una Gorgona. Esta mujer, irascible y soez, vestía normalmente ropas arrugadas, de tonos chillones y tenía exactamente aquel aspecto - 427 -

para el cual tan bien sienta la palabra alemana “kistch”. Carrizo –el que expulsaron poco después del “Loco” Obenmayer– la hacía rabiar en todas las clases. Negro motoso, de rostro mulato y facciones virilmente agradables, de carácter simpático, Carrizo era uno de aquellos santiagueños astutos que simulan ser lentos y respetuosos pero en realidad poseen un pensamiento que va diez veces más rápido que el de sus interlocutores, e íntimamente se ríen de ellos. A propósito, pronunciaba mal cada palabra de las lecciones, para despertar las risas del alumnado – en especial las chicas: –Pasa Carrizo– decía missis Bassline, con su horrible pronunciación del castellano, que nadie debía cuestionar–, a dar su lección. Perezosamente, el negrazón se levantaba, impacientando ya a la inglesa con su demora en salir del banco. Luego, tardaba unos instantes larguísimos para hallar la lección del día. Todavía hacía algunas miradas a un lado y a otro, buscando complicidad, antes de comenzar. –¡Rápido!– barbotaba missis Bassline– ¿Crees que yo he venido a soportar tus payasadas?... Esto era precisamente lo que Carrizo buscaba. Desde el fondo del aula empezaban a brotar las primeras risas contenidas. –Converta… converta… ¡convertation!– simulaba titubear el genial Carrizo. –¡Pero qué lesson es! ¡Qué número tiene! ¡No sabes número vos! - 428 -

–¡Ah, iés ¡ ¡Anchouri mishi Bassline*! ¡Tienes rajao!– La hilaridad se extendía. Carrizo volvía a comenzar: –Les… les… les… ¡léson tú! –Juá, juá, juá…– reían algunos, abiertamente ya. –Gut mónin– leía Carrizo– ¡Ar show e pupo? ¡Nooo! ¡Ay am a ticha!... –¡Estúpido!– gritaba la Bassline, regando con saliva a los alumnos de los primeros bancos –¡Lea de nuevo! ¡Y sacá la mano de la bolsilla! El curso se sacudía de risa, aunque asordinadamente, pues la inglesa amonestaba con suma facilidad. Pese a ello, el intrépido Carrizo la desafiaba. ¡Pobre! ¡Así le fue también! Llegó a las quince amonestaciones y lo echaron. La mayor parte de ellas se las había puesto la Bassline. (*Mishi: en quichua, “gato”, o “gata”.)

26

Eleonora había conseguido trabajo. Una tarde, caminando por la calle Paraná, había visto un cartel que decía: “El Redomón y su ballet folclórico”. Y abajo, en letras pequeñas, “se necesitan bailarinas”. Vaciló un poco antes de tocar el timbre. La puerta se abrió; apareció una mujer de unos cincuenta años, rubia y de - 429 -

anteojos. “Vengo por el aviso”– pronunció apenas Eleonora. “¿Es soltera?, preguntó la mujer. “Sí”, mintió ella. La mujer la miró de arriba abajo como si fuese un florero. “Pase”–, le dijo. El ballet del Redomón ensayaba en ese momento. Tuvo que esperar más de media hora, en una de las sillas que se alineaban contra la pared. Observó las evoluciones de las bailarinas, extemporáneas, pues para ensayar cielitos y chacareras se habían puesto mallas de gimnasia y zapatillas de danzas clásicas. Ninguna había que no fuese joven y bonita. El Redomón señoreaba en medio de las mujeres y los estilizados bailarines. A diferencia de ellos, era un hombre macizo y alto, de rasgos brutales en un rostro aquilino; aun de lejos se notaba el cuero de esa faz estragado por alguna antigua viruela. Un bigotazo negro y el pelo lacio, achatado hacia atrás, acentuaban la expresión de filosa autoridad que emanaba de sus facciones. Era el único tipo marcadamente aborigen que se veía allí; incluso daba la impresión –por sus manos bastas, sus movimientos amplios– de haber trabajado en las rudas tareas del campo. Los demás pertenecían a ese tipo tan común en Buenos Aires: castaños y rubicundos, mezcla de genes itálicos, piamonteses, sardos, alemanes, checoslovacos, rusos. Seres ambiguos, de una belleza exterior inobjetable, blanda, narices pequeñas, piernas perfectas. El Redomón, en cambio, era el indio gigantesco del sur, con una dosis de español; poseía esa vitalidad bárbara, ese rebullir de energías, como el trueno interior de un volcán, que trascendía sus gestos viriles y sus rasgos aunque él intentara asordinarlas. Paradójicamente, pese a su fealdad, era más atractivo como hombre que todos los bailarines bellísimos que lo rodeaban.

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Era el único, además, que iba vestido de gaucho. Calzaba bombacha a cuadros pequeños, chaleco bordado y botas negras. En un momento del ensayo, Eleonora sintió su mirada mordaz estudiándola; por un segundo intentó sostenerla, mas no aguantó y tuvo que bajar los ojos. A su lado se habían sentado otras tres chicas que venían también por el aviso. Al terminar el ensayo el Redomón se dirigió a ellas. Conversó un poco con cada una, les preguntó edad, antecedentes. Eleonora creyó descubrir un destello en su mirada cuando le dijo que era santiagueña. “Pero usted debe ser de buena familia”, opinó él, observándola. Eleonora enrojeció, pero contestó solamente: “Así es”, y luego para cambiar de tema le preguntó de dónde era él. Era de San Juan. Les fue tomando, luego de ordenar que se les proveyera de mallas y pusieran música, una corta prueba de baile. Inexplicablemente Eleonora, que había llegado primera, fue dejada para el final. No quiso protestar, pero cuando llegó su turno, se acercó y dijo: –Señor… ¿me permitiría bailar vestida? No estoy acostumbrada a usar estas mallas, y tengo miedo de fallar… ¡por favor!... El Redomón lanzó una risa atronadora y luego le hizo un gesto condescendiente: “está bien, m’ija… a ver como se defiende…”. Las otras chicas eran bonitas y habían bailado, en general, bastante bien. El Redomón las había contemplado impertérrito, - 431 -

para despedirlas con una sonrisa y una vaga promesa luego. Pese a su temor, Eleonora decidió lanzarse a la pista. El hombre le ordenó que bailase chacarera. Luego cielito, zamba, pericón. Llamó a uno de sus efebos para acompañarla en ellos. Finalmente le dijo: –Bueno, gracias m’ija. Vaya con Maysha para que le tome los datos. Hasta pronto. Y se perdió en su camarín. Maysha había sido la mujer de anteojos que la recibiera en la puerta. Luego de que hubiese anotado todos sus datos documentales, Eleonora se atrevió a preguntar: –¿Me irá a aceptar… usted qué piensa? Masha la miró con ojos grises. –¿No se lo dijo? ¡Usted ya está aceptada, mijita! Eleonora regresó a la casa caminando sobre nubes. Cuando Priscilla abrió la puerta la abrazó, riéndose, y luego bailó haciendo dar volteretas en el aire a su hija de tres meses. La niña se sonreía, y Priscilla lloró.

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–Vos sos un pelotudo– le dijo Jaime a Julián–. Vos no te curas más. –Burrero, tú no comprendes los elementos más sutiles del alma humana. Hay sentimientos cuyos matices son inexpresables en palabras…– empezó a explicar Julián. –¡Qué alma ni qué la mierda!– interrumpió gritando, Jaime–: ¡Lo que vos quieres es coger! ¡Qué me vienes con “sentimientos inexpresables”! ¡A vos lo único que te interesa es encamarte! –Pero burrero, escuchame, querido– insistió el poeta, con voz deliberadamente modulada en tonos suaves, para exasperar a su - 433 -

hermano. Julián usaba esos apelativos para bautizar a sus hermanos, amigos y compañeros de trabajo: “burrero”, “viejo lobo de mar”, “hermano de gaviota, suerte de caracol”. El proyectaba sobre su derredor un mundo personal de hallazgos sonoros, provenientes en la mayoría de los casos de sus lecturas. –La historia querido hermano, se compone de innumerables actos de amor sublime, incomprensibles casi siempre para la mentalidad vulgar… –¡Claaaro! ¿Yo soy el vulgar para vos!... ¡Hijo de puta!... ¡Como si no te hubiera visto desde que has nacido, cagándote en el calzoncillo y comiendo moco!.... Así era esta relación entre hermanos, ambos talentosos, ambos de una ductilidad verbal extraordinaria, Julián para el discurso retórico, Jaime para el retruécano y el chiste ingenioso, sorpresivo. Prácticamente no podían estar juntos sin discutir. A veces se descubrían, escondidos entre sus frases, resentimientos feroces, dolores hondos, que generaban una agresividad casi insostenible. Pero se necesitaban y se atraían como el imán a la picadura de hierro. Y al parecer se amaban, con ese tipo de afecto transido y obsesivo de los seres que han sufrido mucho. –Te van a meter en cana, pedazo de pelotudo. Todo el mundo lo sabe, el tipo te va a denunciar en cualquier momento. No solamente le metes los cuernos, sino que le estás haciendo violación de domicilio. ¡Te va a cagar! Y yo no te voy a sacar. ¡Tiene razón! ¿Quién carajo te manda a meterte con una mujer casada? ¡No me digas que no tienes capacidad para conseguirte - 434 -

una chica joven, sin compromisos! ¡Te vas a meter con esa vieja, la nariz como choto de gringo! –Si te serenas un poquito, burrero, podrás llegar a comprender algo de lo que realmente sucede. El tipo es un desgraciado… tortura a su mujer, jamás le ha permitido expresarse como ser humano... la anula… Para él, Dalia es una sirvienta y una hembra para llevar a la cama. No se le ocurrió jamás pensar en su esposa como un ser sensible, plena de inefables sentimientos. Por eso, cuando ella encontró en mí la comprensión que necesitaba su espíritu encarcelado, se sintió rediviva… ¡pobrecita!... –¡Sí! ¡Pobrecita, pobrecita! ¡Para vos todas son pobrecitas, hasta que te las coges! –Hermano –alegó aun Julián con el gesto al mismo tiempo agobiado y comprensivo de quien desgrana verdades eternas sólo para recibir agravios de la chusma y aún así los perdona – ¿Te das cuenta cómo tú precipitas siempre a los temas sublimes casi hasta rozarse con el fango? La relación carnal, en nosotros, es apenas un complemento –incluso prescindible– que integra la honda comunión que han logrado, a través del lenguaje del arte, nuestros espíritus. –¡Prescindible! ¡Hijo de puta! ¡Qué mierda va a ser prescindible! –gritó Jaime– ¡Como si no te conociera! ¡Que no te preste la cachucha y vas a ver cómo se acaban los vuelos del espíritu! ¡A mí no me vas a convencer con frases rebuscadas! ¡Vos vas en cana y yo ni te pienso ayudar! Y si me lo llegas a pedir, ¿sabes qué te contesto?: ¡chupame el pingo! - 435 -

Retrocediendo mientras se agarraba, aparatosamente, el bulto que formaba el pantalón junto con los testículos bajo su prominente panza y repitiendo: “¡Tomá, chúpame bien el pingo!”, llegó hasta su bicicleta cornuda, la montó y se fue. Julián lo miró alejarse, atacado por un acceso de risa.

28 Luego de la muerte de Cusi, Manuel pidió su traslado a la ciudad. Se instaló por fin en la vivienda que edificara hacía unos años. El traslado, que fuera anhelado antaño como un momento triunfal, se hizo ahora penoso bajo el peso terrible de la muerte del hijo primogénito. Manuel jamás se recuperó de aquella pérdida. Las facciones de los hombres se modifican de una manera notable luego de haber probado el lanzazo de la muerte. Dos arrugas como zanjas aparecieron a los costados de su boca (esa boca de labios finos y sonrisa radiante), y los ojos de Manuel adquirieron una lejanía que ya no se fue. Parecía cernirse sobre su frente ancha una sombra perpetua que cargaba el ceño, y la nariz, fina, aguileña, sobresalía con aguda nitidez de aquel hispánico rostro moreno. A partir de entonces Manuel fue un hombre cansado. - 436 -

Tiempos de tristeza para los peronistas. Perón ausente y el barco a la deriva. Yo percibía en el aire como el hálito de un gigante prisionero, desconcertado y sometido por la fuerza, un doloroso proceso de hibernación. Por esos tiempos fue lo de los Uturuncos. Un grupo de muchachos nacionalistas habían tomado las armas y se habían ido al monte. Se hablaba de ellos en voz baja, con respeto, con esperanza, en las ruedas del mate. Un general y algunos oficiales del ejército habían prometido una movilización simultánea a las acciones de los guerrilleros. Mi tío Jaime especulaba con supuestos apoyos y huelgas progresivas de la CGT. Nada de eso sucedió. Después de la toma de la Comisaría de Frías –una importante ciudad santiagueña–, lo que había comenzado como un éxito se fue transformando en desastre. El puñado de decididos se internó en los cerros de Tucumán y Catamarca. El tiempo, la falta de apoyos reales y el acoso del aparato represivo los fue desgastando, desorganizando progresivamente. Finalmente detuvieron a los Uturuncos en los montes tucumanos. Ninguna movilización, ni popular ni militar los respaldó. Uriondo y Seravalle (el comandante Puma), llegaron a Santiago rodeados de un halo de romanticismo y policías. Los vi entrar en la jefatura, altivos, con las manos esposadas adelante. –¡Esos son machos!– me dijo mi tío Manuel en voz baja. - 437 -

En mi imaginación de niño aquellos rostros, el de Seravalle, macizo, de frente amplia y aire arrogante, y el de Uriondo, pálido y alto como un noble español, con bigotazos negros a lo Zapata, quedarían grabados para siempre.

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En la casa de mi tío Manuel había un sitio que me seducía; su oficina. Una habitación austera –limpia, ordenada–, con un escritorio al lado de la ventana, cuatro sillas, un sofá y una biblioteca. En sus anaqueles inferiores, exactamente a mi altura, se desplegaba una colección completa de Selecciones del Reader’s Digest. De por sí me parecía un hecho extraordinario que alguien pudiera tener una colección completa de alguna revista. Me satisfacía recorrer con los dedos la abigarrada hilera para extraer los números más antiguos –si mal no recuerdo de 1940 ó 41– y leer sus artículos sobre la Segunda Guerra Mundial. Aun esto me parecía extraordinario. Que unos artículos estuvieran siendo escritos al mismo tiempo que sucedían ciertos hechos, épicos en mi percepción proyectada, y que se conservaran intactos allí como por milagro. A poco de pensar tuve la sospecha de que el - 438 -

inicio de la publicación coincidiendo casi con el de la guerra no debía ser casual. Pero mi intuición no pasaba de allí; me faltaban elementos en aquel entonces para una interpretación más racional. Con Selecciones me sucedió algo semejante a lo del Facundo. Sus artículos eran, como debía esperarse de una revista norteamericana, abiertamente parciales hacia los aliados. Pese a ello, por ciertas predisposiciones profundas de mi espíritu, yo encontraba siempre elementos por justificar una opinión favorable al eje, particularmente a los alemanes. Mi abuelo me había hablado desde los primeros años de mi infancia sobre los nazis, de quienes le seducía su exaltación del valor y el orden magnífico en monumental acción. Seguramente ese aleccionamiento, primero creó en mí un sólido sistema de anticuerpos ideológicos, ya que ninguna propaganda aliadófila, por refinada que fuera, podía persuadirme de su supuesta “perversidad” en la Guerra. Por el contrario, casi toda la etapa de mi infancia en que comienza a despertárseme la creatividad y un pensamiento sistemático, está llena de admiración e interés por los nacionalsocialistas alemanes, sus ideas, sus métodos de combate, su organización estatal, sus uniformes y sus hazañas de guerra. Hasta en una valoración estética me afirmaba para aquella predilección. Al confrontarlos con los refinados, elegantes oficiales alemanes y japoneses, los yanquis me parecían grandes palurdos vestidos de fajina, y los ingleses apenas burócratas con cascos. Debo haber tenido unos diez años cuando descubrí en la librería Difusión un tomo soberbio sobre la vida del Mariscal - 439 -

Rommel y la Guerra del Desierto. Mi padre, que nunca me negaba un libro, me autorizó a sacarlo a su nombre de la librería. De aquel tomo gigantesco leí sólo las descripciones de batallas, pero invertía mi tiempo libre de los fines de semana y las vacaciones mirando las numerosas fotos de Rommel y de su Panzerdivision; Montgomery se había pasado varias horas mirando la fotografía de su rival antes de iniciar la campaña. El Mariscal sostenía que se debía conocer lo más posible el carácter del enemigo, hasta el punto de ser capaz de predecir con gran aproximación cuáles serían sus pensamientos y por ende sus posibles acciones. Montgomery no me caía tan antipático, por el hecho de parecerse a uno de mis tíos abuelos. Su escudriñamiento fisiológico me impresionó favorablemente. Por mi temprana vocación artística, tenía yo la tendencia a tratar de deducir las intenciones, el carácter y hasta las ideas políticas de la gente a través de las formas exteriores que habían ido adquiriendo con los años los accidentes de sus rostros u otras partes de sus cuerpos, como las manos. Aprendí a dibujar en detalle los tanques de Rommel. En laboriosas jornadas sabatinas y dominicales gestaba historietas bélicas, donde al revés de la corriente general, los alemanes eran los nobles héroes y los yanquis e ingleses insidiosos delincuentes. Había leído mucho las revistas Frontera y Hora Cero, en las cuales una racional interpretación del corresponsal de guerra Ernie Pike había servido para darme aquella perspectiva menos panfletaria de los sucesos. También los dibujos de Hugo Pratt, Solano López y otros excelentes colaboradores de estas revistas, fueron invalorables para mi educación en aquel campo. Mi universo bélico se componía de - 440 -

una zona privilegiada de afecto a los alemanes, japoneses e italianos, rechazo a los norteamericanos, ingleses y soviéticos, y desprecio a los franceses, eslovenos, polacos, en fin, aquel sector que componían las columnas mendicantes de los ejércitos. Por no echar sombras sobre mis héroes, en mis historietas los marginaba de la acción. Una tarde, cuando volvía de piano, había conocido por casualidad a Luis Videz, un historietista profesional, quien pronto se convirtió en mi profesor. Me maravilló el saber que él había dibujado episodios de “Poncho Negro”, una historieta famosa en aquel tiempo. Con su ayuda, adquirí algunos elementos que me afirmarían, durante aquel período “historietístico”. Pienso que toda aquella más o menos manifiesta simpatía por los nacionalsocialistas que sustentaba mi familia paterna, se debía no tanto a una identificación como proyecto sino al hecho de haber sido, en su momento, la única fuerza que se atreviera a enfrentar con posibilidades de éxito a los grandes imperialismos. De aquel sentimiento expresado en el vulgar aforismo “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”, mis familiares creaban sus adhesiones políticas internacionales, favorables a todo aquel –como sucedería, por ejemplo con Nasser– que pusiera en jaque de un modo u otro a los intereses norteamericanos o ingleses. No vacilaron pues, a principios de los 60, cuando se lanza la carrera espacial, en transferir su preferencia hacia la nación abstracta de los soviéticos. Mi tío Manuel solía comentar como un logro personal los avances de los rusos; toda la familia celebró el lanzamiento del Sputnik y la - 441 -

perrita Laika, y deploró algún éxito de los norteamericanos en esta puja. Sin embargo, el entusiasmo de mis parientes tenía caracteres exclusivamente competitivos, casi deportivos diría. Vacunados por la prédica anticomunista de Perón y los cuadros del peronismo, condicionaban aquella adhesión a los soviéticos –a quienes llamaban, invariablemente, “rusos”–, limitándola al campo de lo estrictamente espacial. Por mi parte, sin duda a raíz de mis lecturas sobre las vidas de Rommel y Napoleón –a quien también admiraba, al igual que mi abuelo– sentía un rechazo emocional por todo lo que fuera “comunista”. Un gran período de mi vida (quizá uno de los más importantes si es cierto que en la infancia se definen factores esenciales del temperamento) estuvo signado por estas aversiones y afectos en el campo ideológico. No es que yo hubiera sido un niño intelectual. Más bien creo que fui lo contrario de la imagen que esa calificación supone: ágil, fuerte, de modales rudos y agresivos, nada en mi exterior hacía sospechar a priori una refinada educación. Pero el precoz adiestramiento que mis padres me dieran y una cierta inexplicable tendencia a la introversión cíclica hacían de mí una extraña especie de “rufiancillo-ilustrado”.

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A lo mejor yo estaba huyendo al mismo tiempo de muchas cosas. De mi padre, es cierto, pero también de la escuela. De la Academia. De la chatura social, la mediocridad feroz. La violencia de un mundo donde se sonreía sólo para conseguir algo. Desde chico como un animal acorralado. No me gustaba el mundo de los humanos. Perpetuamente me agredía. Y como tenía miedo, atacaba. Estaba siempre alerta. Era mi modo de vivir. No se tiene idea de las cosas extraordinarias que puede generar el miedo. Toda Alemania Occidental es producto del miedo y fíjense la muralla china. Y los satélites espías, que sirven también para transmitir campeonatos de fútbol a todo el mundo. Bueno. En mí también produjo habilidades - 443 -

extraordinarias. Pero al principio sólo pensaba en huir. Era mi modo de vida. Huir hacia adelante. Ahora estaba huyendo, a los trece años. La Academia de Bellas Artes fue una de las más estúpidas cosas que me pasó en la vida. Claro, como todo, tuvo algunos aspectos buenos. Pues me empecé a enterar allí de que todo lo mejor sucede a escondidas. Como cuando le mirábamos las gambas a la Agostini. La Agostini era una gringa hermosa, alta, un poco parecida en el cuerpo a Jayne Mansfield. Con Rody esperábamos a que la Agostini montara su caballete en el taller y luego hacíamos lo propio. Nos poníamos en línea, a los flancos, listos para ver. La Agostini usaba faldas cortas –creo que por sagacidad– y acampanadas: nos enloquecía. Sus piernas eran sinuosas, duras y largas, perfectamente depiladas. Se sentaba abriéndolas como al descuido, con el tablero protegiendo su torso, e incluso la cara –y nosotros con Rody detrás, mirando, como conejos a la serpiente. Qué cosa. Por ratos, cuando parecía concentrarse en su cuadro, empezaba a bambolear lentamente una de las piernas, abriendo y cerrando, rítmicamente, el acimut formado por los muslos. Nos llevaba al borde de la agonía. Rody, el Gringo y yo éramos los más chicos de la Academia. Los únicos chicos, bah. Todos los demás eran adultos. Recién en el tercer año vimos incorporarse al primero a dos chicas y un muchacho de nuestra edad. Bueno, por suerte éramos tres – aunque tampoco fuimos unidos: como los burros de la fábula, cada uno tiraba para su lado. Rody era hijo del director de la escuela, un escultor. Esto no ayudaba en nada. Rody era lo suficientemente individualista como para no preocuparse en lo - 444 -

más mínimo por echarnos una mano. Y cabeza hueca. Así que él vivía su limbo personal. Los demás, podíamos cagarnos. El Director era un tipo petizo, aburrido, cultivador de una falsa suavidad que escondía un carácter rígido, reaccionario. Su padre había sido escultor también y creo que él lo único que hizo fue aferrarse al método: lo demás le vino por añadidura. No era un creador, era un técnico. Creo que Rody me guardaba un poco de rencor por algo que le hiciera una vez, cuando éramos compañeros de sexto grado en la escuela primaria, pero no sé. Si había rencor, él lo ocultaba muy bien. Rody tenía un año más que yo. Lo cierto es que cierta vez, en el aula de primaria, discutimos no sé por qué pequeñez. Me dijo que me iba a dar una paliza. Yo no quería pelear dentro de la escuela; tenía fama de duro y doña Matilde, la directora, que era muy amiga de mi padre, me había pedido por favor que no la hiciera quedar mal (ella se sentía como una pariente). Pero Rody me había dicho que me iba a hacer cagar a golpes. “Te voy a esperar a la salida, le dije: ahí vamos a ver si sos tan machito”. “Bueno”, me contestó. A la salida lo esperé. Él formaba al último porque era petizo. Cuando lo vi, me acerqué. Trató de escabullirse entre la multitud de guardapolvos blancos; no lo consiguió. Lo pillé de la corbata, y acercándole mi cara le mascullé frente a su nariz: “Bien. Vamos a pelear ahora”. Rody estaba mudo. Parecía a punto de orinarse de miedo. Me dio asco. “No, no”, decía él. Le pegué una sola trompada, que le llenó de puntitos blancos la cara colorada, y se puso a llorar. Recién entonces lo dejé ir. “Cuidá tu jeta otra vez, mariconcito”, le dije como despedida. Yo no soy rencoroso. Una vez que peleo con un tipo, me olvido del asunto. Pero tengo que pelear, si hay algo. Me gusta - 445 -

enfrentar los problemas porque no puedo ser de esos que andan siglos disimulando, guardándose las broncas y haciendo falsas sonrisas. No. Eso me enloquecería. Si yo con un tipo veo que hay problemas, voy y le digo: “Bueno, vamos para allá”, y lo obligo a pelear. O si no quiere, aunque sea le pego una piña, para amedrentarlo y que no joda más. Como mi abuelo; él también es así. En un sentido contrario, si alguien me cae simpático, también se lo digo, o se lo hago notar. Si es un chango, le digo: “Hermano, sos un hermano”. Y si es una mina, bueno, si me encuentro solo con ella, bueno, de cualquier modo le digo “te quiero”. No escondo mis sentimientos yo. Hasta los trece años que tengo –casi catorce, bah– ninguno que fuera de mi edad o poco más me ganó una pelea. Salvo una en la que salí empatado, ahora que me acuerdo; sí, aquella vez me golpeó tanto el otro que agarré un poco de miedo. Un poco nomás. Bueno. Pero estaba hablando de la Academia. Cuando entré a la Academia, funcionaba en el edificio de otra escuela pues no tenía uno propio. El tal edificio era un mamotreto monstruoso, perteneciente a una escuela técnica y estaba situado frente a un parque (este era su único aspecto agradable). El parque más grande y hermoso de la ciudad. Allí iban las parejas a acariciarse y conversar como en ronroneos; a mí me encantaba mirarlas, y lo juro, no me daba calentura sino una tranquila alegría. Veía que eran felices y yo también era feliz. Para entrar a la Academia nos tomaron un tonto examen de ingreso. Y claro, como yo era el supuesto niño prodigio y aún no sospechaba del todo el miserable mambo en que me estaba

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metiendo, me esmeré con los estudios y saqué un puntaje de los más altos (igual como había hecho en la escuela). Empecé a ir a la Academia a los once años. ¡Qué locos mis viejos! A los cuatro años me habían metido en piano. A los once, la obsesión por “cultivarme” de mis progenitores había acumulado sobre mí ya las siguientes obligaciones, a saber: por la mañana, tenía que ir a la Escuela Profesional; lunes, miércoles y viernes, de dos a cuatro, a la Escuela de Música; martes y jueves, de cinco a siete, a ASICANA, a aprender inglés, y todas las tardes –menos sábados y domingos– de siete a once de la noche, la Academia de Bellas Artes. Puaj. Menos mal que mi abuelo había fomentado el lado insurrecto de mi personalidad. Si no, tantas malditas franelas intelectuales me hubieran convertido de seguro en un mariconazo. ¿Conté ya que mi padre me había enseñado a leer a los tres años? Sí. Lo hacía con buena intención, seguro. Pero, ¿qué es bueno? Te meten la cabeza en el torniquete, como los antiguos mayas, para que coincida con los parámetros de la maldita estructura social. Pero yo me zafé de todos, gracias a mi Tataviejo. Empezando por los verdugos mayores, mis profesores, que salvo dos o tres excepciones eran unos farsantes mediocres. Desde el primer día de clase los tarados de los profesores se sentían en la obligación de hacer bromas a costa del Gringo o de mí, pues éramos los únicos chicos de la clase. A la Academia iban tipos y tipas grandes, algunos hasta medio reventados, empleados bancarios y dependientes, maestras que por la noche querían acumular otro título, para ascender luego. Tipos casados, canosos y panzones; con nosotros, claro, todos se - 447 -

sentían “de vuelta”. A Rody lo habían puesto en la otra sección, pero como él era hijo del director, no lo jodían tanto. A nosotros sí nos verdugueaban. En broma. Pero con bromas de esas que te joden la vida. En clase, arrancaban risas al público gracias a nosotros, los profesores. En los recreos, algunos de nuestros compañeros. Para peor el Gringo, que era un año y medio mayor que yo, y había tenido la suerte de crecer antes, me llamaba “petizo” y en no pocas oportunidades se sacaba el dogal transfiriéndolo a mí. En aquel estado de indefensión que se vivía, para mí, se entiende entonces que cualquier rasgo de solidaridad fuese tomado como el ungüento por el incendiado. No me olvido lo que pasó con Alegre, ya que hablamos de eso. Alegre era un joven de unos 19 años, un niño bien, tenía una motoneta –me acuerdo. La piel de Judas. Pero como era grande, los profesores se lo bancaban. Yo, lo confieso, le tenía temor y me mantenía más bien apartado del tipo. Una tarde, antes de entrar, Álvarez, un tipo mersón de bigote finito, que siempre andaba insoportablemente perfumado, acicalado y hablaba como un porteño maricón, me empezó a joder. Me cargaba, pero de una manera cruel. Como yo me enojé, eso le inspiró la idea de golpearme. Primero me agarró de la oreja y al sacudírmelo, levantó la mano para pegarme un sopapo: “Pendejo de mierda”, me decía. No sé de dónde, saltó Alegre y lo tomó de la muñeca. “Mirá maricón hijo de puta, le dijo, si lo llegas a tocar a Juan Cruz te rompo la jeta”. Álvarez se puso amarillo y yo vi en sus ojos el miedo. “Está bien, loco (a Alegre le decían “el loco”), no te enojes, no te enojes, era una bromita nomás”, decía el marica. A partir de allí no me jodió más. Pero mi corazón se emocionó tanto con esa ayuda, aún más, según creo por inesperada, que a - 448 -

partir de entonces me convertí en silencioso admirador de aquel díscolo muchacho. Bueno. Pero otra de las cosas que me jodían era el estúpido acartonamiento de aquel ambiente, situación para la que complotaban por igual los profesores y la mayoría de los alumnos. Y otra: ¿me pueden decir para qué carajo teníamos que estudiar en una escuela de artes plásticas, materias como Inglés, Matemáticas o Francés? Sí, está bien, enriquecen el acervo intelectual –suponiendo que hubiesen estado bien enseñadas, cosa que tampoco era así–, pero también distraen mucho tiempo del objetivo central. Nos pasábamos horas haciendo logaritmos y al cabo de un año no habíamos aprendido a pintar una boba naturaleza muerta, aunque fuera sencilla. Por otro lado, quienes hacíamos paralelamente la secundaria, teníamos que trabajar doblemente pues teníamos similares materias, y lo peor, con diferentes textos e interpretaciones distintas de iguales asuntos. Pero las materias que más me jeringaban eran “Sistema de Composición”, “Morfología” y (sí, no se asombren), Dibujo. Claro, no era que me jodiese dibujar, para eso había entrado en la Academia; lo que me jodía era el deschavetado histórico que lo enseñaba. Pero vamos por partes. La primera que mencioné, “sistema de composición” la dictaba un arquitecto cordobés. Un tipo que parecía vivo por milagro: era casi un esqueleto con ropa. Poseía un carácter agrio como el vinagre y para clasificar era despiadado, el muy hijo de puta. Jamás lo he visto sonreír. Sus clases eran soporíferas. Yo hacía prodigios de voluntad para no caer frito del banco pues, que a las diez de la noche un fulano empiece a hablar con voz de espectro irremediable, - 449 -

especialmente si uno ha ido a gimnasia y ha jugado sóftbol obligatorio en la escuela por la tarde, es francamente inhumano. Lo que me terminaba de aniquilar –yo tenía tendencia a la desprolijidad– era la carpeta. El maldito gusano nos daba para hacer unos trabajos que no eran de plástica sino de ingeniería. Había que meter escuadra, regla T, “rotring” y demás chirimbolos y no había que deslizar ni una manchita. Si el zombie encontraba una manchita, un punto menos. En los míos encontraba varias, y por poco no fui a rendir. Me esforcé. Pero cómo me costó, ¡ay! Rombos, paralelas, trapezoides, triángulos, círculos, yuxtapuestos, tangentes, formando infernales tramas. En fin. Todo muy a lo McEntire, ¿saben? (condenado cabrón). Se imaginan yo, con mi carácter fogoso y mis ganas de vivirlo todo a los once años, sentado allí como un idiota haciendo esas rayitas con regla de cálculo. Para peor mi padre me compraba sin chistar los malditos aparatos que el hijo de puta me pedía, y lo veía sufrir preguntándose por qué yo no lo compensaba un poco aunque fuera, poniendo más empeño. Qué trampa, me quiero morir. Parecía que allí nos querían sacar a todos dibujantes técnicos o proyectistas de astronaves. No sé por qué había tanta obsesión por la geometría. El plomo de Dibujo, un tal Indelicatto, tenía el mismo berretín. Era un porteño, irascible, impaciente, que no se cansaba de hacer notar su porteñez y su estúpida ascendencia italiana, como si tales cuestiones fueran un lujo. Bueno, para muchos lo son. Nos enloquecía con dibujos geométricos. Los más viejos, los más derrotados por el sistema, aquellos que han estado en la máquina de la sociedad-occidental-y-cristiana toda su perra vida, como un tal Juárez, por ejemplo, ponían una - 450 -

beatífica prolijidad en las tareas y lograban trabajos perfectos, sin una mancha, medibles por todos sus ángulos. Con ello me mataban. “¿Cómo Juárez puede y usted no?”, me gritaba en la oreja al porteño. Es que yo no estaba domado, amigo (pienso ahora, y por suerte, hasta la fecha no lo estoy). La carpeta que nos obligaba a llevar era el acabóse. Debía tener sesenta centímetros de ancho por noventa. Así que uno tenía que andar como un boludo por la calle, con semejante estructura y luego bancar sus disloques, pues nunca estaba conforme con lo que se hacía. Bah. Cuando llegaba la hora de Dibujo y nos encaminábamos al taller yo temblaba. Pensar que desde los nueve años había soñado con sentarme a una mesa profesional de dibujante. Cuando al fin podía hacerlo, me agarraba este tarado. De tal modo, lo que había sido para mí una vocación hermosa, se iba convirtiendo, por obra de infelices como el de Sistema de Composición o este Indelicatto, en una verdadera tortura.

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h Clavada en una lanza va por el aire la cabeza del Chacho Peñaloza. El fuego de los incendios ilumina como un extraño día la noche. Ilumina de abajo. Los relinchos de los caballos, la polvareda, forman composiciones gigantescas sobre las anchas callejuelas, el tronar de los disparos aterra a los niños y a los perros. Rojo, anaranjado, bruma blanquecina, es una orgía de alaridos y retumbar de cascos. La canalla enardecida celebrando su victoria: ha muerto el Chacho Peñaloza. No ha muerto. Ha sido asesinado. Sentado en su silla, inerme, como becerro aquel guerrero indómito ha sido atravesado por la lanza cobarde de Irrazábal. El miedo mató al valor. “Que lo maten, que lo rematen a balazos”, gritaba enloquecido de - 452 -

miedo el asesino: Sarmiento temblaba de miedo y de impotencia ante la popularidad del Chacho; y por miedo, lo hizo matar–, dijo después Alberdi. En medio de los incendios, la polvareda y el pánico de los pobres vecinos, traen la cabeza del Chacho, quien fuera venerado en esas tierras. Tal parece que Mitre se ha propuesto destruir todo lo justo, ensuciar todo lo sacro, envilecer todo lo noble que había en nuestra Patria. Esto piensa, Juan Manuel Castañeda, Sargento Mayor de Caballería, mientras ve venir por el aire la cabeza querida del Chacho. Esto piensa, pero no se atreve a hablar. Y escondiendo la cara en un brazo, larga un sollozo.

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En el año 1958 mi padre tuvo una alegría. El gobierno de Eduardo Miguel, que había triunfado con los votos peronistas, aprobó su creatura: la Dirección de Cinematografía y Radiodifusión de Santiago. Naturalmente, mi padre fue nombrado director. Tenía 29 años. Yo, nueve. - 453 -

El nombre era bastante más ambicioso que la realidad de la nueva repartición. Dependía del Consejo Provincial de Educación y tenía categoría de escuela primaria. Sin embargo, Julián se encargaría de hacer mucho más destacado su rol. Para su ubicación le habían otorgado un sótano en un edificio del gobierno. Como todo patrimonio, la Dirección de Cinematografía y Radiodifusión poseía un proyector antiguo, que había donado la Embajada de Alemania, una “Estanciera”, un escritorio, dos mesas, sillas y una máquina de escribir. Como único personal, mi padre, y Tévez, que cumplía compendiándolas en su persona tareas de ordenanza, chofer, técnico en proyección y electricista. Tévez era un individuo tosco y fuerte, de elevada estatura, que a poco de comenzar tuvo algunos roces con mi padre, pero que al fin lo acompañó fielmente en su carrera. Ciertamente, mi padre debió reconocer también que había cometido uno que otro exceso con su empleado. ¿Qué era la DCR? Julián Castañera había tenido la idea de gestar un organismo, que aprovechando los medios audiovisuales y electrónicos, pusiera a nuestra provincia al nivel de los métodos más avanzados en materia de Educación. Pretendía impulsar el uso del cine, las diapositivas y la radio –en ese tiempo aún no había llegado la televisión a Santiago–, al servicio de un proyecto educacional. Ese proyecto tenía una fuerte orientación nacional y antiimperialista. Su objetivo era potenciar las características naturales de la cultura regional, y devolverlas como mensaje de elevado nivel estético, integradas a la metodología educativa. De tal forma, la proyección de - 454 -

películas constituía solamente una primera etapa rudimentaria, para acceder paulatinamente (así lo esperaba mi padre) a la elaboración de un material cinematográfico y radial propio de la zona. La DCR debía ser, entonces, un foco de difusión cultural y a la vez gestor de inquietudes tecnológicas en todo el ámbito docente. Con este ambicioso plan, Julián Castañeda y Tévez se lanzaron a una épica tarea: recorrer las escuelas del campo santiagueño, llevando el cine. Para ellos fue de un valor extraordinario la ayuda de Lautaro Murúa, quien al terminar el rodaje de “Shunko”, les envió como donación una copia nuevecita. Realizada íntegramente en Santiago del Estero, esa película llevaba a la pantalla una historia y un lenguaje comprensibles para nuestra gente y jerarquizaba, al tomarla como objeto de creación artística, la cultura hasta entonces desvalorizada del hombre santiagueño. Creo que en ninguna parte esa obra fue tan bien vista como en Santiago. Hasta el último rincón del campo santiagueño, donde no llegaban ni los trenes ni los colectivos, llegaban mi padre y Tévez, para proyectar “Shunko”. Junto a ellos solía embarcarme, a veces. Atravesábamos caminos interminables, en medio del bochorno y la polvareda; las ramas espinudas se quebraban crujiendo estampidos en el silencio; se oía sólo el motor de la camioneta, matizado por algún graznido de pájaros, en la picada. Yo miraba caer, recostado en el asiento de atrás, la tierra que se - 455 -

deslizaba como una lluvia marrón, granulada, sobre la cara exterior de los vidrios. Por las rendijas entraba un asperjamiento incesante de ese polvillo como talco, ocre. Llegábamos al atardecer. La escuela; dos o tres piecitas de adobe, mezclándose en la penumbra con los dedos implorantes de los algarrobos y los mistoles. En medio del patiecito, un mástil, con la bandera izada. Alrededor, un grupo de niños flacos, oscuros, impávidos, en quienes solamente parecían vivir los ojos anhelantes; hombres taciturnos y emocionados, con sombreros negros y ropas grises, pañuelos al cuello; mujeres silenciosas de largos vestidos: y las maestras. En ocasiones, un solo hombre o una mujer hacían las veces de director, maestro y ordenanza. Llegábamos. Un magnetismo de callado afecto nos envolvía; en el tímido apretón de unas manos rudas, en el acento quichua de un saludo susurrado o en el fulgor de unos ojos negros. Casi siempre, en los lugares donde llegábamos la gente no conocía el cine. Tévez armaba los equipos. Montaba la pantalla, conectaba el cablerío al grupo electrógeno, colocaba el filme, observado hasta en los últimos detalles por el pueblo. Mi padre departía con autoridades y maestras. Me asombraba su capacidad para aparecer pulcro, luego de haber llegado convertidos en fantasmas blancos por la tierra. Llevaba en su valija el cepillo de ropa, un peine y brillantina. Le bastaba un lavatorio con agua y un espejo, para recuperar su aspecto de poeta romántico y elegante. Jamás me explicó, pese a mis requerimientos, la causa por la cual usaba únicamente corbatas negras. Tomaba el micrófono. Su voz modulaba matices deliciosos en un registro grave. Aquellos discursos eran un verdadero - 456 -

espectáculo. Habían sido preparados meticulosamente; cada palabra tenía un sentido preciso, cada inflexión de la voz concurría a reforzar tal o cual concepto sobre los sentimientos del auditorio. Pálido, con sus manos grandes aleteando como palomas, de traje gris o marrón, mi padre era como una aparición que hubiese gestado la misma tierra, para reivindicar en su refinamiento exquisito y su belleza varonil, a nuestra raza sojuzgada. Después del discurso, las películas. Algunos documentales en color, dibujos didácticos, generalmente sobre prevención de enfermedades y por fin, el plato fuerte: Shunko. Nos olvidábamos del ruidoso motor de la máquina y del grupo electrógeno a querosén. Como si estuviésemos hechizados, nadie osaba hablar desde el comienzo hasta el final de la película. Había un detalle que conmovía mi sensibilidad infantil: el tamaño de la pantalla. Era, ante mis ojos, verdaderamente inmensa. Montada sobre una estructura de caños de aluminio, por su altura permitía que ninguno dejara de ver cada detalle de la película, aunque se encontrara entre los últimos. Este hecho me emocionaba, pues, ante mi imaginación, aparecía como un acto portentoso y justiciero el permitir que unas gentes sencillas, parias genuinos de todo confort, pudieran ver el cine casi como en las más modernas salas de la ciudad.

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Mi abuela se había encargado de presentar como sordamente pecaminoso a todo lo relacionado con el sexo. La mujer, entonces, como agente de la tentación, era en esa ideología un ser sencillamente perverso. Mi abuela padecía con cada uno de los numerosos romances de mi padre, más que nada, creo, por - 458 -

el temor de perder un protagonismo recuperado inesperadamente con el alejamiento de mi madre. Pero también por esa cultura atávica que se le había infundido, plagada de tabúes y represiones, que contribuyera a consolidar la conducta disoluta de mi abuelo. Ella estaba constantemente rezongando en contra de cada mujer que se acercaba a nosotros, enlazada afectivamente con mi papá. Y nos inculcaba, sistemáticamente, su rencor acendrado por toda relación de pareja. Por eso nosotros, cuando veíamos en alguna plaza a un muchacho besando una mujer, sentíamos esa sensación de contrita vergüenza, y cierta culpa imprecisa.

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Habíamos ido a proyectar cine a una escuela de la ciudad. Bulle la multitud, compuesta en su mayoría por alumnas del ciclo secundario. Con sus guardapolvos blancos y sus moños, formaban un conjunto bullicioso y vital. Desde el inicio de la función, una muchacha de unos catorce años, a quien yo conocía, no se había separado ni un minuto de mi padre. En realidad esa muchacha me había gustado en secreto, desde hacía - 459 -

tiempo. Rubia, alta, de piernas voluptuosas, Marcia Melaninno había revoloteado toda la tarde alrededor del poeta. Yo estaba asombrado. Tenía 12 años, y despertaba en mí la pubertad. Me parecía grotesco que una chica tan joven se sintiese atraída por un hombre maduro. Acentuaba esa impresión el hecho de que ella vistiera aquel guardapolvo blanco. Mi padre, en realidad, tenía sólo 32 años. Pero ante mí, por ser su hijo, debía ser un símbolo de lo que entraba ya en el mundo distante de los adultos. Y Marta era aún casi una niña. Además, notaba que los profesores miraban con aprensión reprobatoria aquellos diálogos insinuantes, entre la alumna y quien había ido allí con una autoridad. Cuando escuché que mi padre dijo, al despedirse: “El sábado a la noche te paso a buscar”, mi cara se puso caliente, como si yo hubiese cometido algún pecado. Luego se dieron un beso en la mejilla; entonces me retiré a escondidas, presa de la consternación.

Noticias de los diarios

JOHN F. KENNEDY, PRIMER PRESIDENTE CATÓLICO DE LOS ESTADOS UNIDOS.

Asesinan a Patricio Lumumba, líder revolucionario del Congo. - 460 -

Renunció el presidente de Brasil, Janio Quadros

La crisis económica es inédita en la Argentina. Gran preocupación de los sectores empresariales.

Falleció el escritor Hermann Hesse

EL RADICAL HUMBERTO ILLIA GANÓ ELECCIONES, CON LA PROSCRIPCIÓN PERONISMO.

LAS DEL

Pequeño grupo guerrillero actuaba clandestinamente en la localidad de Taco Ralo. Fueron capturados por las Fuerzas de Seguridad y se investiga su origen.

Fue creada una organización para los derechos humanos en el mundo. Se la denominará “Amnesty International”.

SANGRIENTOS COMBATES NORTEAMERICANOS Y VIETNAMITAS. - 461 -

ENTRE

Manuela Vargas obtuvo el Premio Teatro de las Naciones.

EL PRESIDENTE ILLIA ANULÓ LOS CONTRATOS PETROLEROS.

El Sha de Irán, Rehza Pahlevi, ofreció una fastuosa fiesta para 3.000 personas. Participaron figuras del jet set internacional.

El dirigente peronista John William Cooke declaró que se usarán todos los medios, sin excluir la violencia armada, para recuperar el poder para el pueblo.

AUGUSTO VANDOR Y JOSÉ ALONSO VISITAN SANTIAGO.

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i Todavía lo acompañaron a derrotar al general Celedonio Gutiérrez, en Los Ceibos; la batalla era un confuso polvaderal en el que no se entendía nada, gritos y relinchos, Derqui había azuzado bajo cuerda a Gutiérrez y tejía intriga tras intriga para que nosotros nos fuéramos enfrentando, destruyéndonos y ahorrándoles trabajo a los porteños… políticos. Negociaban la - 463 -

libertad de la Patria, mientras aquí nos hacíamos mierda entre hermanos. Piensa Juan Manuel Castañeda mientras escapa entre el polvo azul de la campaña, bajo la luna: en la distancia se avista la lucecita de la estancia “La Brava”, tal vez su amigo Galileo Cenni lo proteja, se dice. Persecución cruel fue la que terminó con la carrera de Celedonio, guerrero valeroso, ¿habremos hecho bien cuando lo combatimos?, diez mil pesos, trecientas cabezas de ganado, uniformes nuevos para la tropa le dieron como premio los unitarios a Taboada, más los agasajos en Tucumán, las muchachas de tetas lozanas, el buen vino, la holganza, el aplauso de los cajetillas... plata de Mitre, plata de los ingleses y sus cipayos, para vender la Patria, ahora lo entiendo bien, se dijo Castañeda: o, para decirlo bien, ¿para qué carajo mentirme a mí mismo?, ya lo entendía en aquel tiempo, sólo que era un cagón, no me animaba a actuar de acuerdo a la verdad, acallada mi propia conciencia con justificaciones que los propios recovecos de la conducta taimada del Traidor inducían; era demasiado buena la paga, el prestigio, la seguridad para la familia, los hijos, “como le va, Mayor Castañeda”, “¿fue a ver la ópera?”, la gente “distinguida” de la ciudad, “adiós, mi Mayor Castañeda”, los sacerdotes, las doncellas, todo se fue a la mierda y está bien que así sea, este dolor antiguo al que no hallaba origen ahora tiene un padrino y es el odio, nadie podrá frenarlo, y ya sabe quién es, Castañeda; un paria, un paria fantasmal, que discurre galopando desde los milenios por la

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antigua Tharsis, el Alto Perú y la Mesopotamia Argentina, pasando por Toledo y Compostela.

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A los once años había hecho algunos avances en materia sexual. Para nosotros, en esa etapa, lo sexual pasaba únicamente por la masturbación. Practicando en conjunto, a veces, o - 465 -

compartiendo nuestras experiencias, Fernando y yo habíamos alcanzado un manejo técnico bastante preciso del asunto. Uno de los mejores actos que habíamos logrado, era el que denominábamos “paja con las Aliaga”. Las Aliaga en ese tiempo eran veinteañeras. Vivían al frente, con su madre y un hermano. En el verano, acostumbraban a usar shorts. Claro, para nosotros, el short era una cosa de locos, pues en Santiago muy pocas lo usaban. Ya he dicho que esas muchachas eran “chicas de Divito”. Especialmente en la menor se combinaban unas piernas perfectas, con sus pechos redondos, y el rostro muy bello (aunque un poco triste). Más tarde me enteré que esa tristeza provenía de dos abortos. Claro, éramos tan carecidos en materia de mujeres, que ver en short a las Aliaga representaba en nuestra imaginación casi un Streep-tease continuado. A eso de las ocho de la noche, instalaban una mesita en el jardín y se ponían a tomar cerveza. A esa hora comenzaban nuestras erecciones. Esperábamos a que oscureciera del todo y nos instalábamos en el mejor lugar para ver. Nuestra casa poseía una verja de ladrillo revocado, más o menos de un metro y medio de altura. Ella nos daba un parapeto ideal. Con el brazo izquierdo apoyado en la verja, dejando uno o dos metros de distancia entre nosotros, resguardados adicionalmente por la copa frondosa del paraíso en la vereda, observábamos las piernas, las nalgas y los movimientos sinuosos de las Aliaga. Y con toda tranquilidad y unción, nos masturbábamos.

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Les estaba contando de la Academia. Ah, sí; les decía que había materias que para mí eran una tortura. Aunque pensándolo - 467 -

bien, creo que en realidad no eran las materias, sino los tarados que las dictaban. Mi propio padrino era profesor de filosofía allí. Y era también uno de los peores farsantes, represores e idiotas que conocí. Jamás pude comprender por qué mi padre sentía admiración hacia ese tipo. En “Morfología” teníamos un médico gordo (sí, ya sé, parece un estúpido chiste, pero así era, qué le vamos a hacer); un cerdo eructador, que venía a clase con chaqueta de médico y todo, para acentuar la pobre impresión que me producía. Llegaba, se sentaba, eructaba un poco mirando la libreta y empezaba, con esa voz triple que tenía, a lanzar lo que debía entenderse como chanzas. A mí y a Roberto, claro, nos agarraba de puntos. Se daba el lujo de cargarnos todo el tiempo y después pasarnos a dar la lección, el muy hijo de puta. En primer año le di un escarmiento. Durante todo el período no estudié ni una sola vez, y cuando me pasaba al frente, me ponía cero. “La próxima semana te voy a pasar de nuevo, y ¡guay de vos si no sabes!”, me decía el cerdo gringo. No me pasaba. Sorpresivamente, diez o quince días después, sacaba la libreta, eructaba y con toda deliberación pronunciaba mi nombre. Me quería agarrar, el muy puerco. Era una lucha entre él y yo. Mas para el caso hubiese sido lo mismo que me llamara antes o después: por las dudas, yo jamás estudiaba. Si lo hubiera sabido, tal vez el cerdo de Lo Bianco se hubiese ahorrado el tenderme emboscadas. Llegué a fin de año con cero absoluto. Morfología fue la única materia que llevé a rendir directamente a marzo. Durante las vacaciones, con tranquilidad y paciencia, estudié el libro de - 468 -

punta a punta. No dejé un solo tema del programa sin estudiar. Incluso me documenté en otros textos, ampliando la información en volúmenes de Anatomía y enciclopedias que conseguí en la biblioteca pública. Éramos tres para rendir. Esa noche hacía un calor de matarse. El gordo estaba con su estúpida chaqueta de médico, rosada, y el sudor le corría por la panza. Di vuelta el bolillero, saqué dos bolitas. –Elegí una– jadeó Lo Bianco. –No, elija usted– le contesté. –Ah, te la das de cancherito– siseó. Yo lo vi decidido a darme un baile. En efecto, cuando terminé de exponer sin errores los temas de la bolilla que él había ordenado, empezó a preguntarme de otra. No era justo, pero acepté el desafío. El cerdo parecía cada vez más abatido por mis conocimientos. Perdió la paciencia. Cuando terminé con la segunda bolilla, empezó a hacerme preguntas de todo el programa, de una manera burdamente arbitraria. Pero lo reventé. Lo destruí. No había tema que yo no supiera. Me di el lujo de dibujarle un esqueleto en el pizarrón, y nombrarle, señalándolos en él, todos los huesos del cuerpo humano. Luego los músculos, hasta los más pequeños. Estaba lívido. Al fin, se dio por vencido. –Si hubieras estudiado así durante el año, no te hubieras llevado la materia a rendir– me dijo. - 469 -

–Bueno. Creo que igual aprobé el curso, ¿no?– contesté. –Me miró con cierto rencor y me mandó a esperar afuera la boleta de clasificación. Al rato, me llamó para dármela–. –Ocho– dijo. –Pero si no me equivoqué en nada– protesté. –Mirá chango– alegó–; si te hubiera puesto diez, no se justificaría que te hubiese enviado a rendir. Me pareció una lógica imbécil, pero no dije una palabra. Solamente lo desprecié con la mirada. Al año siguiente, lo tuve de nuevo. Se la pasó vociferando que si yo no fuese tan vago y estudiara un poco, sería un alumno “diez puntos”, y que no se explicaba porque no lo hacía. Pero esta vez no me envió a rendir. ¿Saben a quién se parecía este gordo? Al actor, inglés según creo, Peter Ustinov. Un tipo desagradable, sí. Jamás me gustaron los gordos y si son rubios, de piel colorada y pecosos, menos aún.

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En un rincón de la sala el Loco Lozia metía la mano entre las piernas gordas y blancas de una pintora cordobesa. Ella se quejaba y el Loco le tapaba la risita con su boca barbuda. A su lado Bernardo Burgo, Juan José Domínguez, Gombrowitz y Martínez Howard se habían enzarzado en una discusión de borrachos. Eran las doce de la noche. La luz, cercana a la mesa, con una pantalla como de garito, proyectaba su haz creciente sobre el desorden de los puchos torcidos, restos de pizza, latas de cerveza vacías, botellas verdosas, servilletas de papel, sanguches de jamón y quedo, kipis a medio comer, chimichurri volcado sobre el mantel de hule, pimientos morrones, migas. La barba de Reynaldo Pastor, en meditación trascendental frente a su alta copa de cerveza, reflejaba a ratos la luz, que se movía por una u otra modificación del aire humoso al desplazarse alguien. El sudor le chorreaba desde la frente ancha, bajando en hermosas líneas transparentes por su patilla mocha, su barba, para derramarse luego sobre el pecho de la camisa a cuadros, que aparecía empapada. No hacía mucho calor. Pero Reynaldo sudaba como un animal. Quien sabe en qué estaría pensando. Fallabrino conversaba con el gordito Jorge Colmann, que lo miraba con una sonrisa idiota por haber tomado algunos tintillos de más. Fallabrino. Riojano. Ocres, marrones, texturas pétreas, bordes tajantes, ladrillo en la tela. Hablaba del ingrato oficio de pintor, mientras el gordo le decía a todo que sí. Fallabrino hablaba de la compulsión irrefrenable hacia el suicidio que - 471 -

aqueja al artista y el gordo sonreía, como si le estuvieran contando el final de la Bella Durmiente. Pero se sentían gratificados, los dos. Al frente, el negro René Carreño conversaba con Clementina Rosa Quenel. Apenas movían los labios, mientras sus cuerpos permanecían rígidos, como dos estatuas. En ese momento, Ifigenia sacó el inválido. Ifigenia era una muchacha tetuda y puta, pero no por dinero sino por ideología. Vivía con su viejo padre postrado en silla de ruedas. Aquí lo traje para que comparta un poco la alegría, chicos– exclamó y se fue a sentar al lado de Reynaldo, dejando al viejo en el haz de luz. Semejante a un sobreviviente de Auschwitz, el escracho esbozó algo que debía de significar una sonrisa. Luego levantó una garra descarnada. Bernardo Burgo le puso un vaso de vino al instante, y, para sorpresa de muchos, el vejete se lo mandó al buche sin hesitar. Ifigenia lo quería hacer calentar a Reynaldo, pero el filósofo estaba pétreo. Era al único que no había podido llevar a la cama hasta el momento, y el asunto se le había convertido en una cuestión de honor. El filósofo practicaba su precepto de no acostarse con mujeres que no le resultaran genuinamente “carismáticas”. Al parecer Ifigenia no le había impresionado. Esto la enardecía como los mil diablos. Ifigenia era rubia y más bien alargada; a Reynaldo, tal vez un poco por racionalismo estetizante, le fascinaban las mujeres anchas, morenas, aindiadas. - 472 -

Qué locos hermosos. Julián contemplaba todo, mientras su mano atesoraba el pecho terso de Asunción, en silencio. Había tomado bastante vino. Pero la escena en sí era tan rica, que no hubiese hecho falta. Se acercó un poco más a la mujer. Y se sintió feliz.

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Un tiempo atrás yo había conocido el estudio de Fernández Hueyo. Fue en las vacaciones, aun antes de ingresar en la Academia de Bellas Artes, después de haber terminado la primaria. Esa misma mañana había ido a la casa de la señora de Carreño, esposa de Mario Roberto, que era una eximia profesora de Historia del Arte. Había agarrado la bicicleta y me había dicho: “Bueno, voy a ir a la casa de esa señora de Carreño y luego a la de la mujer de Fernández Hueyo, para que mi papá me deje de hinchar las bolas”. Mi papá me embromaba constantemente, desde que acepté ingresar en Bellas Artes, diciéndome que visitara a esa mujer –la Carreño– y al ex taller de Fernández Hueyo. “Aprovechá, antes de que termine de llevar sus cosas”, decía, refiriéndose a Fernández Hueyo. “A lo mejor puedes encontrar allí algo que te sirva. O por lo menos, vete a conocer cómo es el atelier de un pintor”. Mi papá era un disoluto. No sólo le quitaba la mujer al otro, sino que además comía en su casa, y por si eso fuera poco, le mandaba luego al hijo para que escarbe entre sus cosas y vea si podía robarle algo. A mí me ponía muy incómodo este asunto. Creo que mi viejo era así porque cuando chico fue pobre, y de repente se había convertido en un tipo bastante destacado gracias a su propio talento. Estos tipos así figuran entre lo más difícil de soportar. Parece que se creía un semidiós, o algo así. Al menos, actuaba como si se lo creyera. Bueno. Lo cierto es que ese día había amanecido nublado y a mí me gustaban los días nublados. Sentía mi mente muy clara en esos días y no experimentaba pasiones. Era lo mejor para mí. Ver todo sin entusiasmarme con nada. Me dije, entonces: “Voy a ver a esa gente”, y salí en mi bicicleta. La casa de la señora de Carreño quedaba cerca de la de Fernández Hueyo. Resolví llegar primero allí. Me atendió personalmente, y - 474 -

me hizo pasar a una oficina primorosa que tenía, en un primer piso. Resultó ser una mujer encantadora, la de Carreño. Yo me sentí seducido por ella. Era muy joven, tal vez tendría unos veinte años, recién. Sus rasgos, orientales o aborígenes, eran refinadísimos, y sus modales suaves, su tonada, que me pareció salteña, le daban ese encanto que sólo poseen algunas mujeres del norte. Sentada contra la ventana, por la cual entraba la tenue luz de la mañana gris, que atravesando una fina cortina recogida la aureolaba, se combinaban en su rostro y las plegaduras de su ropa esas gradaciones de sombras suaves de que hablaba Leonardo: “Las sombras que el pintor debe imitar en sus obras son las que apenas se advierten, y están tan desechas, que no se ve donde acaban”, y también, en otra parte de su Tratado de pintura, “El rostro de una persona que esté en un sitio oscuro de una habitación, tiene siempre un graciosísimo efecto de claro y oscuro; pues se advierte que la sombra del dicho rostro la causa la oscuridad del paraje; y la parte iluminada recibe luz del resplandor del aire; con cuyo aumento de sombras y luces quedará la cabeza en grandísimo relieve, y en la masa del claro serán casi imperceptibles las medias tintas; y por consiguiente hará la cabeza un bellísimo efecto”. Ana María Villarreal –así se llamaba la joven– me regaló dos cajas de reproducciones, que había traído de Italia. Luego yo me fui, embelesado con aquella mujer. Nunca más la vi, pero esa media hora que estuve con ella fue para mí una inolvidable lección de arte, y gracias a las cajas de reproducciones que me regalara, aprendí a amar a Giorgio De Chirico, Max Ernest, Salvador Dalí, Umberto Boccioni y Carlo Carrá.

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A poco llegué a la casa de Fernández Hueyo. O mejor, a la que fuera su casa. Mi humor estaba cambiando. Toqué el timbre. Salió Dalia, la amante de mi papá. Era una mujer grandota y blanca. Exageró sus efusiones, y me hizo pasar. “Sí, querido, subí, subí” (el taller estaba arriba). Era una casa con mármoles, muy grande. A un costado de la escalera de mármol, había una escultura del padre de Rody que me impresionó mal. Medio cuerpo de mujer, grande y tetuda, amamantando a su hijo, vaciada en yeso. Tenía esos rasgos estereotipados del santiagueño que han hecho algunos plásticos para vender sus obras a los turistas. Una humillación. Cabezota de imbécil, labios estúpidos y gruesos, crenchas ásperas, manos grandes, expresión resignada. Boludeces. Los santiagueños no somos así. En todo caso, hay gente así, pero no forman un arquetipo. Así es como nos quiere ver el porteño o el europeo. Y estos degenerados fabrican esas carotas en serie: “pinturas y esculturas bien santiagueñas”, para venderles a los otros hijos de puta, que se van satisfechos con la reafirmación de que los norteños somos la especie de monos que ellos pensaban. Bueno. Por mí, pueden reventar. Para peor estaba todo oscuro, y la escultura parecía una momia. Me dijo que subiera solo, que el taller estaba al lado del primer descanso, en un entrepiso a la izquierda. Que revolviera todo lo que quisiera. Antes de llegar me llevé otro susto. Justamente en el descanso, escondida casi en un ángulo que formaba la pared con la escalera, había otra estatua, de tamaño natural. El yeso se había puesto amarillo y de pronto se le aparecía a uno como una presencia viva. Esta me gustó más, cuando me pasó el susto. Era una mujer, también tetuda, joven, de bello cuerpo, tal vez un - 476 -

poquito gruesa de miembros. ¿De quién sería? No lo averigüé. Tiempo después, Fernández Hueyo se la llevó. ¡Qué tallercito se gastaba este Fernández Hueyo! Se ve que no era como Van Gogh. Con razón mi papá se abusaba. Su asunto era también una reivindicación social. Un salón grande, con caballetes diseminados aquí y allá, un ventanal, desde donde se veían los árboles lejanos del río, mesas anchas, cabezas en yeso y arcilla, manos, pies tallados en granito, piedras de todo tipo, clasificadas con números, lupas, muchos pinceles, espátulas, lápices, tizas de pastel, gran cantidad de instrumentos de medición y dibujo, barras de carbonilla. Empecé a examinar todo aquello un poco apesadumbrado y con timidez. No podía sacarme de la cabeza la idea de que mi padre estaba cometiendo con aquel hombre la infamia que al sospecharla en mi madre durante mi niñez, me llenaron el corazón con aquella amargura intensa, angustiosa, que sinceramente no le deseaba a nadie. Resolví pues a desgano los desordenados objetos del pintor, y como debía llevar algo para complacer a mi padre, tomé por fin dos o tres cajas pequeñas de un óleo ennegrecido que hallé y una caja de lápices al pastel. Con ellos, bajé, a preguntarle a la mujer si podría llevármelos. –Pero sí, m’ijito– articuló, con esa voz nasal que tenía. –Qué lástima que el tipo se llevó casi todo lo más valioso, ¿eso nomás quieres llevar? Allí arriba queda una buena paleta, y algunos pinceles de pelo de marta, que pueden serte muy útiles. El tipo. Le decía “el tipo”, a su marido. Le agradecí. Le dije que mi padre ya me había comprado una paleta, aunque fuese - 477 -

mentira, y también pinceles. Y me fui, con las pelotas por el suelo. Aquella maldita gorda me había arruinado la mañana.

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Alrededor del año sesenta, Eleonora había logrado una posición que podría llamarse sólida. Dueña de un negocio de perfumería, había adquirido una casa bastante amplia, en el barrio de Caballito, en Buenos Aires. Mi hermanita Liliana estaba interna en un colegio de monjas, lo cual permitía a su madre desenvolverse con soltura durante la semana. Eleonora había buscado con pertinacia relacionarse con familias “bien”. Pensaba al hacerlo –según sostenía– más en su hija que en ella. Había logrado un éxito razonable y por ese entonces, unos seis años desde su llegada a la capital, podía exhibir un moderado racimo de miembros de la clase media, muchos de ellos profesionales, con quienes alternaba con términos de amistad. Martín Gazzetti era uno de ellos. Pero con él las cosas se habían profundizado un poco más. Reacia por cálculo y experiencia a los compromisos sentimentales, Eleonora no había podido resistir, sin embargo, los encantos de este maduro abogado. Martín –38 años, separado– encarnaba el tipo ideal del Hollywood de los ‘50. Alto, musculoso sin llegar a robusto, peinado impecablemente su cabello entrecano, gastaba un bigotito que le daba un aire a Clark Gable, de lo cual era seguramente consciente, pues toda su conducta sugería, a quien lo observara, reminiscencias del actor. Eleonora se enamoró de él. A sus instancias, se inscribió como socia de un club privado y aprendió a jugar al tenis. - 479 -

También en ese campo él era un maestro. La mujer sintió que renacía en ella el ánimo adolescente. Mas a poco de andar, aquel romance comenzó a adquirir tonos tristes. La personalidad de Martín, a medida que iba develándosele en sus planos íntimos, mostraba facetas inesperadas, negativas y peligrosas. El refinado galán era propenso a cometer crueldades en la intimidad. Pese a ello, la relación duró casi cuatro años. Pero no tuvo un final feliz.

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Otro plomo redomado era “Corchito” Hernández, el de Matemáticas. Era un farsante de esos que te sonríen todo el tiempo y si deben cortarte el cogote lo hacen sin modificar su expresión. Petisito y atildado, vestía de traje aunque hicieran 45º de calor. Nos hacía la vida imposible con las malditas ecuaciones y logaritmos. No resultaba posible dejar de estudiar, pues era implacable para las notas. Pero si uno lo observaba un poco, podía hallarle la vuelta y adivinar más o menos cuándo lo iba a interrogar. Su psicología era sencilla. Tal vez provendría de allí su crueldad. Una de las materias que más me gustaban era Pintura, que por una ironía me había tocado con el tipo al cual mi papá gorreara. Pero fue todo un hidalgo: a mí me trató siempre muy bien, ni se le ocurrió tomarse revancha. Es más, hasta me invitó una vez a conocer su taller. Por mi parte, quedé agradecido para siempre por esta actitud de Fernández Hueyo. Grabado también estaba entre mis preferidas. Teníamos con Teté García; un gran tipo, de esos que siempre andan malhumorados pero que en su corazón tienen mucha generosidad, además de ser el dibujante y grabador más talentoso que he conocido. Y pará de contar. Escultura teníamos con un viejo carcamán que además era pintor, prestigioso en ese campo sin que yo me explicara por qué. El viejo me tenía tirria. Yo destilaba una onda subversiva, ya desde niño, y el viejo era un compendio de lo retrógrado y conservador. Figurate que iba de traje, al taller de escultura, donde se trabajaba con yeso, arcilla, aceites, hierros y alambres de todo tipo. Es cierto que se ponía encima un delantal - 481 -

blanco, pero –no sé cómo hacía– jamás se lo ensuciaba. Era grandote, y su rostro me recordaba al del coronel Cañones. Un día me echó del taller, porque yo estaba cantando, bajito: “Los muchachos calvinistas Todos unidos triunfaremos, Y como siempre daremos, Un grito de corazón: ¡Viva Calvino, viva Calvino, viva Calvino!”

Con la melodía de la marcha, claro. Me dejó llegar hasta ahí, y se me acercó amenazante. Me dijo que vaya afuera, que lo tenía cansado. En ese tiempo el peronismo estaba proscripto: el viejo guanaco se hacía cargo de la ideología de los milicos. –Pero profesor… –alegué–, ¿por qué me saca? Si yo sólo canté “viva Calvino”. ¿Acaso con eso ofendo a alguien? ¡Calvino murió hace muchos años! Esto no hizo sino empeorar la cosa. El viejo se puso rojo y me escupió que saliera porque si no me iba a sacar él de un brazo. El muy hijo de puta me dejó las dos horas afuera, y encima me aplicó cinco amonestaciones: “Por faltarle el respeto a un profesor”. De las materias teóricas me resultaban pasables Historia del Arte y Psicología. La de Historia era una rubia insípida cuyo - 482 -

marido, un gordo como de cien kilos, se reventó cayendo de un quinto piso tratando de salir del ascensor atascado. Esa materia me parecía interesante por sus contenidos, pese a lo aburrida que era la mujer. Debo decir en su favor que no era de las que creen que si uno no estudia deben crucificarlo. Psicología me agradaba porque la profesora era una mujer muy femenina y bondadosa, aunque de modales en exceso afectados. Pronto tendría una razón más: me enamoré de su hija, una muchachita muy simpática, de trece años. En Inglés teníamos un fulano que decía ser checoeslovaco, pero yo sospechaba que en realidad era alemán y lo ocultaba por haber huido de la guerra. Tenía una historia medio rara. Según lo que pude sacarle con mucho trabajo, había logrado salir de Alemania en 1942, hallando refugio en Inglaterra. No era judío, pero –según él– todo era muy malo en Alemania por esa época. Íntimamente, yo lo despreciaba. Por mi formación, no podía dejar de verlo como un traidor. Además sospechaba que, tras de su historia, se ocultaba la de un doble espía. ¿Por qué habría de venir a Santiago del Estero un tipo que consiguiera asilo de Inglaterra?

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La segunda derrota de Pocho fue en su propia casa. Fernando y Juan Cruz habían ido de visita, llevados por su padre. Era el atardecer, y jugaban corriendo por los pasillos. En eso Pocho le dijo a Juan Cruz que él conocía a alguien capaz de golpearlo feo. Juan Cruz dijo que entre los de su edad eso no era posible. –Vive aquí, al lado– instigó Pecho. Fueron a buscarlo. Se trataba de un muchachito alto, de músculos largos, fibrosos. Para que no se enteraran los grandes, combinaron la pelea en la escalera de servicio. Abelardo –así se llamaba el “pollo” de Pecho– entraría por atrás, pues su casa lindaba pared de por medio con la de Pecho. Cuando Pecho, Fernando y Juan Cruz llegaban a la escalera de servicio, Abelardo y otro que lo acompañaba ya habían sorteado la tapia y bajaban a los saltos los escalones. Juan Cruz lo dejó venir: cuando lo tuvo cerca, subió los dos primeros escalones y le dio una poderosa trompada en pleno pómulo derecho. En el acto brotó una mancha de sangre. Abelardo quedó suspendido y azorado, un instante. La segunda trompada la acertó en la nariz, y esta vez le bañó el pecho de sangre. Tironeado por su amigo, el flaco rapaz atinó a huir sollozando por las escaleras; Juan Cruz lo observó, con austeridad triunfal, desde su bastión conquistado. Pocho estaba lelo. Esa crueldad fría de Juan Cruz, esa eficiencia impersonal en el ataque, la capacidad de aterrorizar al enemigo en una primera, alucinante incursión, - 484 -

admiraban a Fernando. ¿De dónde la sacaría? “Mi abuelo debe de haberle enseñado”, pensaba.

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41 Cuando llegué a tercer año la situación estaba, a decir verdad, bastante insoportable para mí. Había aprendido a tomar cerveza, a fumar, y tenía cierta inclinación hacia todo lo que fuera marginal. En las vacaciones del 61, con doce años recién cumplidos, me la pasé encerrado, leyendo voluminosos libros con las biografías de Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Modigliani, Utrillo y Rimbaud. Aquello influyó mucho en esa etapa de mi vida. Antes había leído bastante, es cierto, pero hitorias como “Bomba”, o la colección de Salgari. Era evidente que ya de entonces sustentaba tendencias hacia lo transgresivo, pues, de la novela “Tom Sawyer”, leída a los nueve años, lo que más me impresionó fue la personalidad de Huckleberry Finn. Recuerdo que compré, por esa causa, el libro de Twain que trataba sobre ese personaje. Me decepcionó. Al parecer su autor, asustado por su propia creatura, no desarrolló en la segunda novela las potencialidades disolventes que, en Tom Sawyer, había insinuado para la personalidad Huck. Cuando entré en la Academia empecé a leer vidas de pintores. Como es natural, mi padre me había comprado enseguida las de los “clásicos”. Así que primero me introduje en el quattroccento, época de la cual el único que me resultó atractivo en su personalidad fue Miguel Ángel (ah, y Andrea Mantegna). Los post-impresionistas fueron para mí un descubrimiento. Yo entré a su pintura, realmente, a través de sus vidas. Me conmovía la sensibilidad y el dolor de Van Gogh. Me parecía hermoso e interesante el hecho de que Henri Marie de Toulouse-Lautrec y Monza, siendo un Conde, viviese entre - 486 -

prostitutas y truhanes; antes que una degradación, lo percibía como el grado más alto del refinamiento, el de quien está por encima de las distinciones mayores que es capaz de brindar la sociedad, y vuelve sus ojos sabios hacia los lugares donde puede hallar la personalidad profunda e intrincada de su pueblo, lo inconsciente colectivo. Gauguin me enseñaba cuestiones valiosísimas acerca de la sensualidad, amaba a Modigliani como si fuese mi hermano y el terrible resentimiento de Utrillo hacia las mujeres, aquella escena –pues yo leía como si fuese un filme– donde Utrillo, borracho, voltea de una trompada a una prostituta embarazada y luego empieza a darle patadas en el vientre, y aquella otra en la cual Suzanne Valadon, para acostarse con Cezanne, emborracha a Utrillo infante, que observa entre vahos el acto sexual de su madre, desde su cuna, me producían la sensación de colocarme, con la respiración cortada, ante un foso, donde bullían los misterios más insondables del alma humana. Así es el arte, me decía. Como las amapolas, que surgen de entre el inmundo fango. Algo que me trajo problemas en la vida es que siempre intenté aplicar lo que aprendía de los libros. Con doce años de edad, comencé a intentar vivir como los “pintores malditos”. Así es que me propuse investigar en todos los vicios. Salía de noche, frecuentaba los lugares más siniestros, buscaba relacionarme con los homosexuales, las prostitutas y los ladrones. Sin embargo, un poco porque esa gente no me tomaba en serio y me mantenía a cierta distancia, otro poco por la vigilancia de mi padre, no pude siempre llevar mis investigaciones hasta donde yo quería. - 487 -

Me hice amigo de todos los homosexuales que frecuentaban las tabernas. Las prostitutas, por lo general, me alejaban: para ellas constituía una molestia. Había una que me impresionaba mucho. Le decían “María Echate”. Era una gorda monumental, medio vieja ya, que prefería la compañía de los invertidos. Su aspecto era patético, con sus rollos de grasa a la vista bajo la pollera, ajustada y cortísima casi hasta mostrar las voluminosas nalgas (en un tiempo en que las mujeres normales jamás la usaban más arriba de sus rodillas) y su cara de torta, granujienta, pintada de un modo que parecía destinado deliberadamente a hacerla ridícula. Bajo la escasa luz de aquellos piringundines, la María Echate aparecía como una monstruosa muñeca de cera, fabricada para sintetizar en su expresión impersonal todo lo sórdido que había en aquel submundo. Con el tiempo descubrí que tenía dos hijas, una de ellas muy hermosa. Pero eso fue bastante después. Entre los homosexuales, había uno que había sido campeón de levantamiento de pesas. Tenía un físico privilegiado, un rostro muy bello, y era un excelente cantor de tangos. Cuando subía al escenario, volvía locas a las mujeres. Pero él las odiaba. Otro, un flaco que tenía como cuarenta años, resultaba grotesco por su fealdad. Tenía una voz muy gruesa y por más esfuerzos que hiciera no podía ocultar la sombra negra de su barba dura. Sus padres eran propietarios de un “mueble”. A mí me parecía increíble que ese tipo fuera marcha-atrás. Hasta que una noche se ofreció a acompañarme. Y cerca de la Academia, de pronto me apretó contra una pared y empezó a manosearme los genitales. Yo lo rechacé, claro. Mi relación con ellos tenía sólo motivaciones científicas. - 488 -

Aquel fue el tiempo en que ya habían empezado a pudrirme la escuela, la academia, las clases de inglés y todas las demás huevadas a que me veía sometido.

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Y los grillos, Carmencita sentada sobre mí en la perezosa, pantaloncito corto, se me para el pito, me siento mal, la luna, me dice ella, con sentimiento de culpa, es una niña, pero yo también soy un niño, por qué me pasa esto, no importa, y me dejo llevar por el placer, la ternura, la noche de verano, ruedas, areratucan-parera, los Píccoli de Torino, Teatro 25 de Mayo, mi padre de traje negro, Pietro Antonuccio pintando con los dedos, no cantes en la noche pues van a despertar los muertos, música de rock-and-roll, la Beba, gambas hermosas, qué tetas, pelo con spray, qué buenmozo es tu padre me dice, me enseña a bailar el nuevo ritmo del twist. Una tarde de otoño subí a la sierra Y al sembrador, sembrando, miré risueño ¡Desde que existen hombres sobre la tierra Nunca se ha trabajado con tanto empeño! Mi padre, afeitándose en el baño y recitando en la mañana: Acaso tú imaginas que me equivoco; Acaso por ser niño, te asombre mucho - 490 -

El soberano impulso que mi alma enciende; Por los que no trabajan, trabajo y lucho, Si el mundo no lo sabe, ¡Dios lo comprende!

Sherlock Time está analizando con su lupa un trozo de pergamino en el Mar Muerto. Hoy es el egoísmo torpe maestro/a quien rendimos culto de varios modos. Hay un muchacho que toca como los dioses, Héctor Peña, de La Banda, tiene una guitarra eléctrica con forma de triángulo, de metal, Lalo Guzmán me la deja tocar encendida, un día, ¡me la deja tocar, no lo creo!, soltate, changuito, me dice, y yo ando recordando que toqué una guitarra eléctrica por varios días. Fue en una noche todavía más fría que ésta. Éramos cuatro amigos jugando al truco, en mi chalet, en Vicente López. Cuatro amigos jugando al truco en el “laboratorio”. Así llamábamos al altillo donde yo hacía aeromodelismo y donde Favalli y el “Pelado” Lucas jugaban a armar un microláser, baila, muchacha, baila, el Negro palmotea, Mingo sonríe, “y, pendejo”, me dice Nerio, pasándome una sevillana por la oreja, ya me cansó, saco el revólver 38 corto, negro cañón en la noche, Plaza Independencia, ¿y ahora?, le pregunto, vamos, no te vas a calentar por una broma, me dice, “Neira”, le gritan, estamos aburridos, el tipito en bicicleta desvencijada, pelado, de aspecto triste, se acerca, “vení”, le dice el Negro Bravo, sacando el pene, el tipito se arrima como pidiendo perdón, la gorra en la mano, - 491 -

“poné la cabecita”, le dice el Negro, el pobre tipo se arrodilla y el Negro le pega con la poronga endurecida en la calva, se oye un chasquido raro en la noche, todos nos reíamos y el tipo se sonríe también como un perro mojado. Fabio, las esperanzas cortesanas Prisiones son do el ambicioso muere Y donde al más astuto nacen canas Torciendo los autos a empujones y dejándolos cruzados en medio de las calles, vamos llegando a nuestra casa, todos borrachos de cerveza, nos sigue la policía, Nora, qué hermosos tus cabellos, hoy me voy a comprar el anuario de Frontera.

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Teresa era la criada de la actriz Lucía Hurtado. Eso lo supo Juan Cruz algún tiempo después. La conoció la noche en que se agarró su primera borrachera. Era invierno. Juan Cruz iba a cumplir catorce años y cursaba el tercero del magisterio. Una noche de sábado volvía a su casa luego de haber vagabundeado por la ciudad sin suerte. Serían cerca de las diez. Cuando iba a doblar hacia su casa por la Balcarce, viniendo de la Belgrano, le llamó la atención el sonido de una música. Era en el Hogar de Ancianos. Fue. Juan Cruz iba con su traje azul a rayas, el único que tenía para salir. Una fiesta de ancianos. Era gratis, y se veía comida y bebida por todos lados, pero solamente había viejos de más de sesenta años. No le interesó la comida; buscó una botella de vino tinto y fue a sentarse solo en un rincón del fondo, a beber. Entonces vio a aquella muchacha. Lo primero que le impresionó fue la dimensión de sus tetas. Parecían un par de toronjas para exportación. Debía de tener unos veinte años y era muy vulgar, pero despedía de sí gran sensualidad. Lo miraba a Juan Cruz con un brillo incitador. Por eso fue que se animó a invitarla a bailar. La acabó pisoteando: Juan Cruz no había aprendido a bailar aún. Pero pudo apretar el pecho con fuerza contra aquellas tetas - 493 -

y comprobar su solidez. Pese a que el asunto no le desagradaba ella no soportó seguir siendo pisada; pidió volver a los asientos. No le dio tiempo a preocuparse por ello, pues lo invitó a sentarse con una vieja que dijo era su abuela. La tal anciana, depositada en un sillón, ni se enteró de la presencia del muchacho. Se dedicaron a tomar varias copas haciendo fondo blanco, y la mujer demostró una endiablada superioridad sobre Juan Cruz en esta disciplina. Por aquel dichoso juego se emborrachó totalmente. Se dio cuenta cuando intentó salir. Al levantase para despedir a Teresa perdió el equilibrio y quedó con una rodilla en el suelo, como Colón. Trabajosamente se incorporó tomando la mano que ella le ofrecía, muerta de risa. “Está resbaloso el suelo”, barbulló, por decir algo. Al fin logró salir al frío exterior. Trató de caminar por la línea de baldosas en la vereda del Hogar Escuela, hasta que se acabó. Logró llegar a su casa, sin saber muy bien cómo. No había luz. Sintió pavor de que su padre pudiera verlo en ese estado. Decidió saltar el alambrado del patio y entrar a su pieza por la ventana. Cuando casi había conseguido superar el alambrado perdió el control de su cuerpo y se precipitó. Quedó colgando del faldón de su saco: se miró, desolado. ¡Su único traje, rasgado desde el pecho hasta el bolsillo! Tanto esfuerzo resultó innecesario. Su padre no había llegado aún. La Mamavieja lo oyó cuando intentaba escalar la ventana sin éxito y lo hizo entrar por la puerta de la cocina, ayudándolo como pudo. “¡Qué olor a vino muchacho!”, decía la Mamavieja. Lo ayudó a acostarse y lo tapó. Luego trajo un fuentón donde - 494 -

Juan Cruz vomitó hasta llenarlo. Al hacerlo se sintió un poco más relajado. El techo le daba vueltas. Juan Cruz comprobó que aquella frase vulgar era verídica. “¡Ay, que no se vaya a enterar tu papá!”, se preocupaba la Mamavieja, y lo instruía: “Cuando venga, hacete el dormido”. Después de un rato lo oyó llegar. Oyó su voz clara, un poco despectiva, pronunciando frases breves en el comedor. Lo imaginó sacándose el sombrero marrón si llevaba el traje marrón. Sintió que se acercaba y cerró los ojos. Su padre mantuvo un largo momento la mano sobre su frente. –¡Este chico está bañado en transpiración!– exclamó, sorprendido–: ¿Estará enfermo? –No– contestó su abuela. –Io lo’hi tapado mucho, por eso transpira. Hacían tres grados bajo cero.

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Nos encontrábamos con Teresa en las oficinas de Cine y Radio. El local que había conseguido mi padre era tan espacioso que alcanzó para instalar varias oficinas y organizar exposiciones monumentales en sus salones y patios. En ese entonces se realizaba una, con pintores y escultores de Santiago, Córdoba, Catamarca y La Rioja. Era de aquellas casas largas, antiguas, que parecen increíbles en una ciudad. Poseía siete grandes habitaciones. En la central, mi padre había hecho instalar el teléfono y su oficina de director. Cada habitación se había colmado de cuadros en las paredes. Todos los ámbitos estaban conectados por un largo y ancho pasillo –a la sazón también ornado por grandes óleos sobre arpillera, principalmente de Osvaldo Rocca– con culminación en un patio final arbolado. Allí nos encontrábamos con Teresa: la cosa resultó fácil pues la actriz Lucía Hurtado fue designada por ¿casualidad? Como asistente de mi papá. (Susana, venías de la escuela, yo me esforzaba por llegar antes sin importarme caminar cinco cuadras en sentido contrario de mi casa con el corazón a todo trapo, llegaba presuroso a la oficina, abría fuera de horario y te esperaba, como si estuviese encargado del lugar, un día te invité a mirar la exposición, entraste con tu amiga, expliqué los cuadros con mano lo más disimuladamente posible apoyada sobre el costado de mi camisa para ocultar el zurcido atroz que allí había, preferí quitarme el saco porque estaba aún peor, la mano tomada del cinto el tiempo que duró la - 496 -

visita, después ¿cuántas veces te vi?, no recuerdo, fui a tu casa una y otra vez, me recibías con afabilidad aunque venía en ella cierta distancia, tu madre mi profesora; Susana nunca me atreví a decirte que te amaba, cando tu madre me hablaba en la academia yo me acordaba de ti y me emocionaba; pero nunca me atreví a declararte mi amor, Susana). Teresa venía con la actriz o sin ella preservada de las sospechas. Íbamos a la última habitación, que mi padre destinaba a depósito y donde había un largo sofá. Tomábamos mate dulce, ella me hacía recostar en su pollera y me acariciaba el pelo, hablando de cualquier cosa. Cuando se inclinaba sobre mí sus toronjas se apoyaban en mi garganta, cortándome el aliento, pero yo ni mus, estaba cortado. Una tarde, acompañándola hasta su casa en medio de la oración me dijo: “¡Besame!” Entonces yo me acerqué, y colgándome de sus hombros le di un beso largo, húmedo… en la mejilla. Ella se largó con una de esas carcajadas y se fue. Por un tiempo largo anduve meditando acerca del sentido de su carcajada, sin acertar la solución, hasta que el Negro Bravo me dijo: “Pedazo de pelotudo… ¡tendrías que haberla besado en la jeta!”

Bueno. Ya estaba harto de todo aquello. Pero no sabía qué hacer. Una noche mi padre me encontró merodeando la puerta de un cumpleaños adonde no me habían invitado y me mandó de muy mala manera a casa. En ese tiempo me daba la obsesión por la ropa (aunque hay que decirlo: poseía un vestuario muy escaso). Le había encargado a Choco –el sastre– un traje negro de mi papá para que me lo achicase, hermoso traje, todos los días iba a controlar el avance de los trabajos. Como salí - 497 -

aplazado en una materia, mi padre fue sin decirme nada, retiró el traje a medio hacer y con una tijera grande lo cortó en tiras: “Mirá, me dijo, para que aprendas a no perder tiempo en macanas”. Quedó una almohadilla blanca deshilachada en el suelo, bajo la montaña de jirones negros, “mi traje”, pensé, fue como si me hubiera cortado la piel. Me fui a caminar por el monte y cuando estuve solo largué un poco de llanto. “Cuando te lo merezcas vas a tener un traje”, me había dicho. A causa de esa vieja menopáusica de Geografía que me había enchufado un tres por no llevar el mapa. Triste Le-Roy, ¿cómo iba a entrar en una fiesta de vaquero y camisa?, los demás vestían mucho mejor que yo, ya lo sabía y encima esto, se me corta la única posibilidad, en un sentido cruelmente literal. No había ninguna materia en la escuela ni en la Academia que me produjera el más mínimo entusiasmo. Lo único que me había interesado un poco había sido la historia de segundo año. Pero eso ya había pasado. No soportaba más a los tarados de los profesores, con su aire de austeridad los hombres y de “damas de sociedad” las mujeres, odiaba ese orden avieso donde ellos eran especies de tiranos. Me enloquecían de tedio los actos, las pruebas escritas me daban ganas de vomitar, las lecciones al frente terminaban siempre conmigo afuera, parado en el pasillo para esperar que la preceptora me amonestara. No, no soportaba más todo esto. Y mi padre empecinado en que tenía que andar bien en la escuela. A mí me dolía mucho, lo garanto, quiero a mi padre y representaba una cotidiana agonía verlo padecer por mí, pero no lo controlaba, en serio, todo pasaba por encima de mi voluntad. - 498 -

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Empecé a hacer la cuca primero un día a la semana, después dos, luego directamente me dedicaba todas las mañanas a vagabundear. Al principio le pedía a mi tío Manuel que firmara mis inasistencias. O a mi abuelo. Vi sollozar ahogadamente a mi abuelo por única vez en mi vida, a causa de aquel maldito aplazo y casi me muero. Pero no podía andar bien con la pandilla en la escuela, lo juro, ¡no podía! Mi abuelo me quería hablar, solo, pero no acertó a decir nada, alcanzó a lanzar una especie de rugido, uno solo, sus ojos se empañaron, se levantó y se fue casi corriendo. Yo quedé paralizado, fue como si me hubieran metido un cuchillo en el corazón. “Por favor, Dios”, murmuraba, cada noche: “concedeme andar bien en la escuela”, pero no había caso; tuve que seguir haciendo sufrir a mi familia, era mi sino, al parecer. Finalmente me echaron, y allí fue que decidí irme de casa, para no ver el dolor que provocaba con mis pecados.

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Él se pegó un tiro en la cabeza. Y como no se murió en el acto, se metió el caño del revólver en la boca y volvió a disparar. Juan José, Rodrigo y Manlio eran los más buenmozos de los catorce hermanos. Pero entre ellos el más buenmozo era Juan José. El más alto; su pelo era renegrido, lacio, y sus ojos azules. Sobre el rostro blanco de bellas facciones usaba un negro bigote recortado, que le dotaba de una elegancia sin par. Se había casado con una buena muchacha cordobesa. Criaba animales; enviaba algunos arreos al sur y había puesto su propia carnicería. A los veinticuatro años, le iba muy bien. Aquel médico rural tuvo la culpa. Cuando Juan José empezó a sentirse mal y pasaron dos días sin que se curara, lo llamaron. No quiso decirle lo que tenía. Juan José, desconfiado, se acercó a la persiana. Su esposa conversaba en voz baja con el doctor, al otro lado. “Creo que tiene cáncer”, escuchó: “una enfermedad incurable”. No voy a ser una carga para nadie, pensó Juan José. Cerró con llave la puerta, extrajo su 38 largo de la funda y se apuntó a la sien.

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Cuando se oyó el disparo la mujer y el médico corrieron a la habitación, pero no pudieron entrar. Estando en esos forcejeos fue que escucharon el segundo estampido. Al fin lograron abrir, rompiendo la cerradura con un hacha. Juan José estaba sentado en el sillón, con la cabeza despedazada. Se había pegado un tiro en la sien y otro, que entrándole por el paladar le había hecho volar los sesos. La autopsia que le hicieron en Santiago reveló que su enfermedad consistía en una inflamación del hígado.

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El pintor Fernández Hueyo estaba sentado con un amigo, en la confitería Ideal. Entonces fue que entró Julián Castañeda. Le acompañaba su abogado, un joven peronista igual que él. El ambiente se puso tenso. Julián Castañeda, en vez de buscar un lugar alejado, quiso ubicarse al lado de los otros. Enseguida las conversaciones en voz alta se llenaron de alusiones mutuas. Hasta que Fernández Hueyo no soportó más el asunto y se levantó. Al parecer iban a retirarse, con su amigo, sin buscar pelea. Pero Julián Castañeda se puso en pie de un salto y lo increpó. Lo insultó y lo desafió a pelear. Arzuaga, el abogado, se levantó también y como si fuese parte de su compromiso secundó a su compañero en los insultos y los empujones. Todos los hombres y las mujeres de la confitería estaban pendientes de ellos. Fue una escena lamentable. Fernández Hueyo no quiso pelear, se retiró entre las puyas de Julián y su abogado. –¿Por qué hiciste eso?– le dijo Manuel, cuando se enteró del asunto–, ya le quitaste la mujer. ¿No te basta? ¿Tenías también que abochornarlo?

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Estamos robando mandarinas en la finca del gringo cuando escuchamos un estampido y Fabián sale llorando y agarrándose el cuello, cartuchos con sal me dice Juan Carlos, como una luz nos vamos, apurate Fernando, el sol dotando de color a las hojas de los limoneros, pomelos redondos como tetas de madre, madre que no tengo, dulce sueño de amor Castañeda, usted es tan inteligente. ¡Lástima que no utilice esa inteligencia!, estoy podrido de que me digan que-soy-muy-inteligente-pero-no-usomi-inteligencia, ¿a qué llaman “usar la inteligencia”, ah, ya sé, estudiar, las boludeces que nos cuentan mintiendo Grosso– Ibáñez, Astolfi, Rosas tirano execrable, Facundo bestia primitiva, Perón tirano prófugo, todo bien para los grandes terratenientes, hablar en inglés fumar tabaco en pipa, hasta las prostitutas francesas son mejores que nuestras criollitas, ah, ya sé, para progresar en la vida, que te digan “doctor”, no importa que lo merezcas, que te lo digan, puedas hacer miradas de entendimiento con tus colegas aunque tapen una injusticia, o todas las injusticias, y tener, tener, tener, tener coche, casa linda, carné del Jockey Club, mujer rubia, cuanto más rubia mejor, si es posible de apellido extranjero, muy extranjero, de más nivel, - 503 -

pero no árabe ni asiático, claro, el europeo es trabajador el criollo vago, claro, los alemanes reconstruyeron, sí claro, los japoneses, sí claro, pero casarse con una japonesa no es de buen tono, no, se parecen un poco a los indios, sí, usar la inteligencia, Juan Cruz, para joder a la gente, es la ley del mercado. Jodes y te joden, ser abogado o escribano, sacarle por causa de un papelucho todo el sueldo a un pobre tipo con tres hijos, es el colmo de la distinción, “cómo le va doctor, bien y usté”, quitarle el arado y la tierra a otro tipo que trabajó veintiocho días de cada mes doce horas bajo el sol con su mujer y sus hijos, para que nosotros podamos comer verduras, frutas, carne, de un plumazo y sin ensuciarse las manos quitarle el campo, ¡eso es nivel, doctor!, ¡vio cómo rinde estudiar!, por qué no aplicas tu inteligencia Castañeda, vas por mal camino, vayansé a la putísima madre que los parió, no quiero joder a nadie ni que me jodan, soy un irresponsable asumido, no tendré casa linda, auto, mujer rubia, carnet del Rotary a mis hijos no les dirán con respeto sus maestros, “ah, vos sos hijo del doctor Castañeda”, no por doctor sino por gran empresa de curros, por gobernador de la provincia chupándole la media a los milicos apátridas, por embajador de la mano de Fundaciones Extranjeras, gran inteligencia: María Elena me mira por la ventana del primer piso en camisón ¡Es un pulover mágico Que hace para el tráfico, A esa chica yo le diii, Todo mi amooooor (Juan Ramón) - 504 -

en mis brazos la Estercita se ríe en su casa porque yo no sé bailar, la acabo pisando, ninguna me dura más de dos piezas, al fin me decido a pedirle a Mingo que me enseñe, bailamos delante de mi casa en la vereda bajo el paraíso, con Mingo haciendo de mujer, dos pasos adelante, uno para atrás – alternativa, al costado– sangría con vino tinto, un poquito de limón, guardapolvos blancos las chicas del Liceo, el Kakuy, “no te metas con esa mina, le gusta a mi amigo”, me dice el tipo, “y qué, tu amigo no es macho par venírmelo a decir él”, digo, “decile que me chupe el pingo”, tomábamos mate con mi abuela en la casa de mi tía Dorotea, eran como las nueve de la noche. Fernando en calzoncillos tiritando, cinco años, se había despertado, al no encontrar a nadie había venido cruzando el baldío y se había caído en un pozo, el pozo de los chanchos, “ay guagüitay, podían haberte comido”, Zborowsky vende bien algunos cuadros de Modigliani en Londres, Giovanna y Amadeo son felices, esperan otro hijo y proyectan un viaje por Italia. Pero el destino dispone otra cosa: víctima de su vida desarreglada, Modigliani sufre una recaída enfermando gravemente de nefritis, a lo cual se añaden nuevos asaltos de la tuberculosis. Hospitalizado el 22 de enero de 1920, después de una nueva crisis Amadeo muere, a los treintaiséis años. A la mañana siguiente, Giovanna, que los padres han llevado a su casa, se arroja de una ventana desde el quinto piso, mi padre quería que gane ese concurso, me escribió una poesía, llena de ángeles y oropeles que imitaba a Rubén Darío, a Santa Rosa de Lima, me desesperaba el no podérmela aprender de memoria la noche antes, pero a la mañana la escribí de un tirón, me - 505 -

avergonzó una maestra, se dio cuenta de que no era mía, me sometió a una prueba dándome otro tema, no pude, no pude, igual me dieron el segundo premio. Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos Godzilla el monstruo del mar, las hormigas gigantes avanzando sobre la ciudad, Andy Valdéz y los King´s, Dany Land triunfa en Buenos Aires, una noche lluviosa entro al club Bancario sin pagar entrada, increíblemente me sale a bailar una mujer como de veinticinco años, hermosa con rasgos de mora, baila conmigo toda la noche, vestida de negro, sale la luna entre los nubarrones y bailamos junto a la pileta, se va en silencio cuando le pregunto su nombre.

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j El Chacho estaba rodeado, como quiera se viese; difícil que se salve de ésta, había dicho el general Taboada, desde Córdoba lo ataca Marcos Paz, el General Campos viene de Catamarca, “y los bravos santiagueños”… ¡la puta que lo parió, vamos a destruir a nuestros hermanos, para que el hijuna gransiete de Mitre le lleve la cabeza de los últimos patriotas a los ingleses!, en cuanto pueda me alzo, esto no va más pensaba Usted Castañeda, el destino de nuestra familia es huir, pensaba, huir del Reino, por esa muerte en Toledo, huir de Quito, por la persecución del Obispo, emigrar de Entre Ríos con la esperanza de la Patria Grande sólo para verla caer una generación después, huir ahora de Santiago… lo estaba empezando a comprender Juan Manuel, en medio de la polvareda, nacimos para escapar, en la estancia La Brava lo esperan, para esconderlo un tiempo y después seguir huyendo, hacia el Sur ahora, quién sabe adónde más tarde, volver, ya estoy muy cansado, llevo en la sangre el cansancio de la huida, hay otros patriotas que luchan ¿por qué no se unió a Felipe Varela?, no, no se ha engañado Juan Manuel Castañeda, la causa de la Patria está derrotada, siento olor a muerte, son demasiados años de pelea, siglos de lucha, no tengo miedo pero ya me pesan en el alma las muertes, tengo demasiada experiencia para no - 507 -

comprenderlo: es la era de Mitre y Sarmiento, del librecambio y el iluminismo, “¡No es hora!”, canta el año junto al río, nos han cagado, Juan Manuel, quién sabe hasta cuándo, nos han derrotado, coronel Castañeda, han derrotado a la Patria.

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Estamos entrando a Buenos Aires dijo la muchacha de piernas gruesas a mi lado, yo empecé a ver muros sin revocar, techos altos, antenas de televisión. Todo me pareció muy sucio, pero me dije ha de ser por la noche nublada. En realidad yo venía con criterio optimista a Buenos Aires, predispuesto a encontrarla bien, así que esa primera decepción de paredes sucias, edificios feos, puentes renegridos por el hollín opté por disimularla. La repetición terminó por aburrirme, la muchacha hablaba a mi lado, repentinamente comunicativa, pero nada de lo que decía –algo sobre una pariente, posibilidad de trabajar en una fábrica, buenos sueldos, progreso– lograba interesarme. Un viejecito que venía caminando al parecer hacia el baño cayó de rodillas a mi costado, no sé cómo hizo, pero quedó de rodillas al lado de mí, mirándome como espantado, con su mano derecha sosteniéndolo del espaldar del asiento; yo me levanté y lo ayudé a incorporarse, gracias joven, me dijo y siguió, cuando iba llegando a la puerta se dio vuelta y me volvió a mirar. Había olor a sudores y a pie en el tren, pasamos junto a algo que parecía una cancha de tenis, ya estamos llegando me dijo la muchacha; me pareció que entrábamos en un túnel, el tren fue aminorando la marcha y cuando paró los que habían ido acercando sus bultos a la puerta empezaron a bajar desordenadamente, yo tuve miedo a que el tren se pusiera de - 509 -

nuevo en marcha, tomé mi valijita de pintor, me apretujé con los que bajaban hasta que logré salir a un andén inmenso y repleto de gente, caminé hacia donde todos iban. Aquello me abrumaba, jamás había estado en un edificio tan gigantesco, “el vientre de la ballena”, pensé, entonces caminé un rato sin rumbo, quería asimilar un poco lo que veía, los ruidos, aquella gente que me parecía tan elegante por contraste con quienes bajábamos del tren –porteños: mujeres rubias, ancianos con aspecto de ingleses, caballeros con impermeables impolutos, bastones o paraguas, blondas melenas alisadas con fijador, perfumes, rimmel, smog, Coca Cola es así, fume Marlboro, Phillip Morris, La Nación, Correo de la Tarde, La Asamblea Legislativa proclamó a Illia presidente, Exxon, Informes, Teléfono Público. Puse una moneda y marqué, mirando en la libretita. Una voz de mujer me contestó: “¡¿Mamá?!” dije, “Soy yo: Juan Cruz”.

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® Quipu Editorial. 1985.

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