El imaginario de la marginalidad: de la farsa del pensamiento único a la hegemonía del progresismo

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Descripción

El imaginario de la marginalidad: de la farsa del pensamiento único a la hegemonía del progresismo I don’t cede the premise that libertarianism is an inherently suicidal ideology. To anyone who would argue that fatal consequences are acceptable under libertarianism, I would say this: Stop. You’re doing it wrong. BRAD TRUN

Con gran recurrencia se oye a los intelectuales denunciar el así llamado pensamiento único. Actitud que, lejos de ser desafiante —como ellos aseguran— e ir contra corriente a la dinámica discursiva de la época, se ha vuelto un estándar en las críticas de los opinadores profesionales de la sociedad contemporánea. Argumentan que a lo largo del globo, de mano de instituciones internacionales, medios de comunicación y la academia, se ha instaurado la obligatoriedad de un mismo sistema de pensamiento. De este modo todos los discursos alternativos a la lógica del mercado, a la primacía del sector financiero pero también al orden tradicional de occidente serán relegados y se los tendrá como carentes de validez. Ese sector del mundo intelectual se valida a sí mismo, frente al escrutinio de sus colegas académicos, estudiantes y público general, por medio de la instrumentación de un discurso que en apariencia es contestatario contra el orden que impera en los círculos políticos. Para ello, estos pensadores y hombres de acción se refugian detrás de un imaginario que no por falso, como aquí se sugerirá, es menos disuasivo: ellos se asumen como marginales y parias de un sistema que se ha deshumanizado. Cabe preguntarse si es verdad que ellos son una fracción minoritaria en el gran mural del pensamiento político. Aquí sugerimos que no es así. Basta con echar un vistazo a las aulas y prestar atención a las voces que se elevan no con poco ruido. En realidad, sobre todo en los países latinoamericanos —aunque no por ello hay que descartar las academias europeas y norteamericanas—, es recurrente pensar que en los cubículos y en los salones de clases, sobre todo de las facultades de estudios sociales, no son pocos los que se asumen contrarios a lo que ellos mismos en primer lugar bautizaron como el pensamiento único. Incluso suponiendo que la marginalidad de estos sectores no es una ficción, salta a la vista una pregunta fundamental: ¿por qué triunfan y disuaden con tal facilidad?, ¿cuál es el atractivo de su discurso no ya para un puñado de estudiantes comprometidos, sino para las grandes masas que, sin necesidad de profundas consideraciones teóricas, adoptan para sí el imaginario victimista1 que han construido y «El victimismo como elemento de la atávica sombra cultural en los engranajes del (sub) desarrollo social, económico y político de la región, es uno de los principales imaginarios emocionales que alberga la historiografía nacionalista latinoamericana de la segunda mitad del

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replicado esos personajes? Una respuesta ingenua apuntaría a que son las condiciones socioeconómicas y la falta de libertad de emprendimiento las que permiten que esas ideas surjan y se instalen en la mente de las personas. Si esto fuera cierto, bastaría con alcanzar un nivel óptimo de libertad para solucionar el problema. No obstante, las experiencias recientes en América Latina nos demuestran que esto no es así. En países con grandes avances en lo que respecta a libertades económicas y que han visto un aumento sin precedentes en sus niveles de bienestar, el resurgimiento constante de las tentaciones populistas no es casual. Debe haber, por tanto, otros factores que se escapan del diagnóstico simplista de los liberales convencionales. Aquí argumentamos que se trata de la cultura. Habría que reconocer, haciendo acopio de honestidad intelectual, que muchas de sus diatribas no están del todo infundadas. La efectividad de un discurso va también en función a su parecido con lo que quienes reciben dicha narrativa perciben como la realidad. Para infortunio de los que se sientan detrás de un escritorio, los matices y el rigor son propios del mundo de los libros pero no necesariamente del campo de la acción. Basta con partir desde un conjunto de hechos que todos conocen. En este caso, la crítica a lo que ellos llaman el pensamiento único toma como punto de inicio las medidas tomadas por muchos de los gobiernos durante la década de los noventa. Estas políticas se caracterizaron por poner en marcha los puntos principales del Consenso de Washington2. La mesa estaba puesta para que estos intelectuales dieran por iniciada su embestida. Y lo que hicieron no pudo ser más efectivo: acuñaron el término neoliberalismo y, desde los radicales que veían con nostalgia el comunismo hasta los socialdemócratas modernos, lo emplearon en toda ocasión como referente de la decadencia de la época contemporánea. Una vez identificado el enemigo común, bastaba con hacer labor de reiteración, como si de un mantra se tratase, para que la idea calara en todos los estratos de la sociedad. Una empresa ambiciosa pero no por ello destinada al fracaso. Nadie, ni siquiera los más fervientes opositores de la izquierda, podrían negar que la estrategia fue brillante, tanto así que desde hace años la derecha, entendida como un todo genérico y no en sus matices —es decir bajo los términos limitados en que estos intelectuales plantean el debate o acaso la prédica—, ha buscado en todo momento, siempre desesperada y con muy poca fortuna, desligarse de ese apelativo.

siglo XX. Los intelectuales de la ciudad dependiente han construido un pensamiento sitiado. Sitiado por las conquistas, por el colonialismo, por el extranjero, por los imperios, por la pobreza, la ignorancia, la violencia y el poder». Lozoya, Johanna. 2011. En: https://www.academia.edu/343428/Imaginarios_de_la_ciudad_dependiente_latinoamericana 2 Podemos mencionar, entre otras, la eliminación de los déficits fiscales, el impulso a las privatizaciones de varias industrias y la firma de los tratados de libre comercio. 2

EL PENSAMIENTO ÚNICO Antes de elaborar cualquier consideración sobre el tema, resulta conveniente ir a las fuentes primarias. La definición de pensamiento único, tal y como se comprende en la actualidad, puede rastrearse en un artículo que el periodista Ignacio Ramonet, líder moral del movimiento altermundista, publicó en 1995 en el diario Le Monde Diplomatique. Con lenguaje bíblico y una labia de ínfulas grandilocuentes, aunque más bien vulgares, propia del sujeto que se ha imaginado a sí mismo como un outsider que de pronto ha alcanzado un estadio moralmente superior, el autor español comienza la prédica mediante la anunciación: Tras la caída del muro de Berlín, el desfonde de los regímenes comunistas y la desmoralización del socialismo, la arrogancia, la altanería y la insolencia de este nuevo evangelio se extiende con tal intensidad que podemos, sin exagerar, calificar este furor ideológico de moderno dogmatismo. 3

De hecho, el lenguaje en que los teóricos de la marginalidad presentan sus argumentos ha sido fundamental. No se trata de una simple exposición académica, sino de un juicio que debe ser revestido por las palabras que surgen de las entrañas del escritor. Considérese la elección del término dogmatismo. No es casual: la intención de Ramonet es la de decretar la existencia de una visión que se asume única, en contra de la idea tan posmoderna de la multiplicidad de discursos. Hay además un subtexto en el que el periodista asume el papel del derrotado —y junto a él, debemos inferir, están los miles de idealistas que hoy han de refugiarse en catacumbas con tal de resistir al pensamiento único—. Vale la pena mencionar que este fenómeno discursivo abreva de una tradición mucho más vieja, de modo que el sentimentalismo, la cursilería y la sensiblería no son en modo alguno una novedad en los discursos de aliento revolucionario y progresista. Siguiendo a Lozoya, se puede afirmar que no solo se trata de un pensamiento sitiado, sino también de un lenguaje, con sus códigos y maneras de expresar y replicar ideas pero sobre todo sentimientos. Es así que en estos imaginarios de la marginalidad, de la dependencia y de la derrota se vuelvan necesarios la confrontación visceral, el abandono de las formas de expresión comedidas y en cambio se opte por el encumbramiento de la voz plañidera del intelectual que pretende combatir un statu quo. No es que no haya puntos válidos detrás de las palabras vitriólicas de Ramonet. Lo cierto es que el final de la guerra fría tuvo como consecuencia la aparición de diversos textos y discursos en los que se planteaba la inevitabilidad de un orden económico y político para occidente. Si antes las herramientas del análisis hegeliano fueron empleadas casi exclusivamente por los socialistas, ahora eran los demócratas victoriosos y los simpatizantes de los mercados quienes asumían que una época había terminado y con esta los grandes conflictos teóricos en torno al orden social. Sin embargo, más adelante se verá que la historia desmintió tanto a Fukuyama como a Ramonet. 3

Ramonet, Ignacio. El pensamiento único. Le Monde Diplomatique. Nº 26. 1995. 3

Por ahora es preciso centrarnos en este último. Para ser fieles a su jerga, lo que falta es conocer quiénes son los apóstoles de este nuevo evangelio que, como sucede en la revelación, buscaría imponerse de forma unilateral sobre todos los pueblos con independencia de sus particularidades culturales. Dice el periodista: ¿Qué es el pensamiento único? La traducción en términos ideológicos con pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en particular las del capital internacional. Ha sido, por así decirlo, formulaba (sic) y definida desde 1.944, con ocasión de los acuerdos de Brenton-Woods (sic). Sus fuentes principales son las grandes instituciones económicas y monetarias –Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, Acuerdo General sobre Tarifas Aduaneras y de Comercio, Comisión Europea, Banco de Francia, etc.- que mediante su financiación vinculan al servicio de sus ideas, a través de todo el planeta, numerosos centros de investigación, universidades, fundaciones... las cuáles perfilan y expanden la buena nueva en sus ámbitos.

Más adelante se refutarán varios puntos erróneos en la diatriba plagada de lugares comunes de Ramonet. Por el momento lo que interesa es analizar hasta qué grado, en términos generales y no particulares, es satisfactoria esta definición. Siguiendo a Carlos Álvarez de Sotomayor4, los puntos de esta agenda ideológica y ante todo dogmática pueden sintetizarse de la siguiente manera: • Hegemonía de la economía sobre el resto de los dominios sociales. • La mano invisible del mercado. • La importancia de la competitividad. • El librecambismo. • Globalización económico-financiera. • División mundial del trabajo. • Desregulación sistémica de cualquier actividad de carácter social. • Privatizaciones. • Reducción del Estado en favor del mercado. En pocas palabras, lo que ellos identifican como el pensamiento único es, al menos en apariencia, el liberalismo, al que más tarde añadirán el prefijo «neo». Podría suponerse que bajo el paradigma de los posmodernos no habría mayores inconvenientes si esta fuera apenas una ideología minoritaria, ya que después de todo, de acuerdo a su premisa de arranque, entre la multiplicidad de discursos válidos y formas de entender el mundo estarían también los de los liberales. Naturalmente, este no es el caso para los intelectuales de la marginalidad. Por el contrario, ellos afirman que este sistema ideológico de carácter economicista, que pone énfasis en lo comercial y deja del lado lo humano, se ha transformado en verdad incuestionable y preponderante, lo que por sí mismo despoja de toda su validez al discurso.

Álvarez de Sotomayor, Carlos. Qué es el pensamiento único. INETemas, publicación del Instituto de Estudios Transnacionales de Córdoba. Año VI, número 16. Diciembre de 1999.

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Incongruencias conceptuales aparte, se entiende que la teoría crítica es la respuesta antitética de los posmodernos a las grandes instituciones occidentales. Claro que la visión de Ramonet y la de sus bienintencionados herederos anticapitalistas estaría incompleta si no se identificara antes una tesis fundacional, formulada en los años cincuenta, aunque de mayor repercusión en la década siguiente, por el sociólogo postmarxista Herbert Marcuse, de la escuela de Frankfurt, en su aclamado libro El hombre unidimensional. Piedra de toque en el discurso del progresismo que habría de permear occidente por lo que restaba de siglo, el autor teje entre las páginas de su obra una idea que es fundamental para entender la naturaleza del pensamiento de los intelectuales que acuden al imaginario de la marginalidad. Es en ese libro en el que se establece la noción de las necesidades artificiales, creadas no por la naturaleza del hombre sino por el sistema económico preponderante. Si, como dicen Marcuse y quienes lo siguieron, existe una estructura que ha entronizado el libre mercado como dogma social, entonces las personas se ven imposibilitadas de salirse de tal discurso. Es así como el hombre queda alienado, presa de un sistema del que ya no puede escindirse. Mientras que para el marxista clásico el modo de producción capitalista encuentra su adversario en la clase obrera que, al estar en constante lucha, eventualmente pondrá en jaque al sistema, para Marcuse esta clase ha sido incorporada de lleno a la sociedad capitalista mediante un control social y una aparente tolerancia. Los oprimidos han sido alienados de lo que los ortodoxos considerarían su rol histórico y dialéctico, forman parte de un andamiaje que los conlleva a ser partícipes de la perpetuación de esta maquinaria. La revolución, por lo tanto, se vuelve cada vez más difícil en aquellas sociedades donde hay una importante prosperidad material. Quienes están destinados a alzarse no encuentran los incentivos para hacerlo. De ahí que muchos de los seguidores de Marcuse, quien a pesar de todo seguía confiando en que los proletarios romperían el ciclo vicioso de su alienación5, considerasen que sería mucho más probable que los movimientos antisistémicos se dieran en otras periferias, especialmente en aquellas del tercer mundo. Dados estos factores, no es de sorprender, a juzgar por los críticos, que el ser humano esté imbuido de manera fatal en la lógica del consumismo, misma que solo puede hallar justificación bajo el modelo que ellos denominan neoliberal y que se constituye como forma única de pensar. Si antes, en el contexto de la guerra fría y de dos bloques opuestos, parecía posible generar en occidente un nuevo paradigma, la derrota del bloque del este habría de poner fin a semejante utopía. Los intelectuales de la marginalidad, a la luz del fin de la historia, fueron puestos detrás de un velo, localizado en un auditorio vacío de una ciudad abandonada. Con esto su voz había dejado de ser relevante en las discusiones. Así pues, los gobiernos, sin importar si en las papeletas se presentaban como de izquierda o derecha, seguirían reiterando en el plano de la acción los dogmas preestablecidos, sin que haya posibilidad de ofrecer «La transformación real está en manos de la clase obrera, una clase que en la situación actual de los Estados Unidos no es revolucionaria, porque la prosperidad económica hace que no esté dispuesta a participar en acciones revolucionarias. Esto sin duda no siempre será así. Un Estado capitalista, con su prosperidad y su pleno empleo, es inimaginable a la larga» en entrevista con Friedrich Hacker. Marcuse y la violencia. Suplemento de Redacción, Nº 16, junio de 1974. 5

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perspectivas distintas. Haciendo alarde de la fatalidad, Álvarez de Sotomayor declara lo siguiente: «La invasión está protagonizada por un pensamiento de carácter liberal que no admite ningún tipo de oposición: un "pensamiento único"»6.

LA HEGEMONÍA DE LA CULTURA Y DEL PENSAMIENTO Hecha la afirmación solo queda confirmarla o rechazarla. Ya lo habíamos adelantado, el imaginario de la marginalidad se legitima en tanto el discurso que han forjado los intelectuales parece ser tangencial a la realidad objetiva. Sin embargo, no resulta claro, dada la evidencia de las últimas décadas, que este alegato de Álvarez, de Ramonet o incluso de Marcuse, tenga suficientes fundamentos para ser aceptado como una verdad categórica. No cuando en este mismo tiempo, y a pesar de que la ingenuidad política hizo pensar a tantos que se había llegado a una época donde, en efecto, no quedaría más que consolidar la democracia y los mercados, en América Latina se ve un resurgimiento constante de las retóricas populistas. En los casos más radicales no hay vergüenza por parte de sus actores de presentarse ante el público general como socialistas. En realidad, el atractivo de estos personajes está en que ofrecen un discurso que de suyo es incompatible con el mercado y eso, una vez que sus oyentes se asumen también como marginales en el proceso capitalista, es tan convincente que dichos líderes no solo son una voz molesta dentro del sistema, sino que se vuelven una afrenta al paradigma mismo. En el contexto de sus críticas y embates, estos líderes se valen no de las palabras dóciles, sino que buscan validar una dialéctica de confrontación directa a los valores de la sociedad liberal. Al mismo tiempo, cuando estos líderes se hacen del poder, se convierten ellos mismos el paradigma y, a pesar de eso, de disponer de las instituciones y mecanismos, siguen asumiéndose como marginales, como una minoría en lucha constante contra los enemigos internos y externos. Una de las principales objeciones de los académicos liberales a las diatribas de los populistas es que, si uno revisa los datos —como pueden ser los famosos índices de libertad económica que elabora la Heritage Foundation o los rankings paupérrimos en el Doing Business— es fácil desmontar el mito de que lo que impera en las sociedades latinoamericanas es el liberalismo. Dicen, en todo caso, que lo que hay es un régimen corporativista que beneficia en mayor medida a quienes hacen lobby con el Estado. No vamos a contradecir esa idea, pero más vale aclarar que eso a los intelectuales de la marginalidad no les interesa en lo absoluto. Incluso si la sociedad en la que viven no hay ni siquiera indicios ni de libertad de mercado o de respeto irrestricto a los derechos de propiedad, estos personajes seguirán cultivando el éxito mientras atacan el modelo de los neoliberales, que dentro de su imaginario son todos: desde los neoconservadores, los centristas, pasando por los liberales clásicos, hasta los anarquistas de mercado. Podríamos, incluso, aterrizar un ejemplo concreto de este fenómeno. No deja de ser interesante que Ramonet en su descripción del pensamiento único mencione los acuerdos de Bretton-Woods, de los que habría de surgir el Fondo Monetario 6

Álvarez de Soto Mayor, Carlos, op. cit. 6

Internacional, principal blanco de las críticas inflamadas de los los altermundistas y, sorpresa, los liberales clásicos —esos mismos que de acuerdo a Ramonet y toda su grey son los principales promotores del organismo en cuestión—. Una aclaración pertinente para el que no se esperase esta noticia o bien para el que encuentre decepcionante este hecho: la creación del FMI debe remitirse a dos figuras que deberían generar cuando menos suspicacias. Uno de ellos fue Harry Dexter White, un comunista infiltrado en la administración norteamericana, segundo de a bordo del entonces Secretario del Tesoro. El otro personaje involucrado fue John Maynard Keynes, el mayor teórico del intervencionismo económico en el siglo XX y una figura que es siempre reivindicada por la socialdemocracia. No es que los liberales ataquen al FMI por la memoria infame de aquel infiltrado de la Unión Soviética o por una rivalidad intelectual contra el economista inglés. Eso, en todo caso, no sería más que una falacia por asociación. La crítica en realidad estriba en consideraciones tanto éticas como económicas, que también pueden extenderse para otras instituciones que, según Ramonet, cuentan con el beneplácito de los liberales. Remitámonos a 1963, fecha en que Henry Hazlitt publicó el artículo Undo the IMF System7. El enfoque que el autor adopta es económico: The real solution is to dismantle the International Monetary Fund system. This system has proved, in practice, a gigantic machine for world inflation. In the nearly 20 years of its existence, more and greater devaluations8 have occurred in national currencies than in any comparable period.

Si hay una ideología que ve con buenos ojos la inflación, sin duda no es el liberalismo y con toda seguridad se trata del keynesianismo, que pone énfasis en la necesidad tener cierto porcentaje de inflación como una fuerza que promueve el empleo9. Más recientemente, en 2011, con motivo de la crisis de Islandia, los economistas liberales, Philipp Bagus y David Howden advertían de la tendencia peligrosa del Fondo10: «The IMF was changing from a reactive agency, designed to aid countries

El texto puede ser consultado en http://mises.org/daily/4831/End-the-IMF Si para los liberales la estabilidad monetaria es un consenso, para los keynesianos dicha rigidez supone un problema fundamental. En términos de comercio, las devaluaciones permiten que la moneda nacional sea más competitiva, promoviendo las exportaciones y disminuyendo las importaciones. No hay en el decálogo liberal estándar un punto en el que se promuevan estas devaluaciones temporales, como sí las hay en el plan de los keynesianos y de los proteccionistas. 9 La principal preocupación keynesiana es la del paro. Aunque desprestigiada por numerosos economistas contemporáneos, la curva de Phillips, citada no pocas veces en la literatura keynesiana, muestra una relación inversa entre inflación y desempleo. Mientras más alta es la inflación, menor será la desocupación en la economía. 10 Otro de los grandes problemas del accionar del FMI del que hacen eco los liberales es el riesgo moral. En términos simples, un organismo que garantiza los rescates y solventar cualquier crisis genera incentivos perversos a que las economías tomen riesgos innecesarios o se decanten por opciones de inversión que en condiciones normales quizá ni siquiera serían consideradas. 7 8

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only after they required help and had exhausted all other options, to a proactive agency intruding in others' affairs before a need was even apparent»11.

Nos preguntamos, pues, si desmontar la mentira de Ramonet y sus congéneres es tan fácil, ¿no es esto suficiente para que las personas olviden los discursos populistas y acepten que el liberalismo no es lo que sus adversarios dicen que es? La pregunta es retórica. La respuesta que ofrecemos es cínica: no, de muy poco sirven estos argumentos aun cuando son ciertos, porque ya los prevaricadores de la marginalidad están un paso adelante, no en el terreno del rigor de la ciencia económica, sino en el ámbito de la cultura y las emociones. Una de las grandes fallas del liberalismo al momento de esgrimir su defensa es no considerar la totalidad y los matices de la argumentación contraria. No solo se da un combate a las ideas del libre mercado, sino también a muchas otras nociones culturales que, en la práctica, pueden ser igual o más trascendentes que un tema empresarial o fiscal. A fin de cuentas el ataque no es, en sí mismo, únicamente a la filosofía liberal, sino a la sociedad que permitió que el liberalismo surgiera, y con eso nos referimos a la civilización occidental, sus valores e instituciones. La pregunta que deviene inevitable es ¿qué es lo que fundamenta a occidente y cuáles son los pilares que lo sostienen? Podría parecer paradójico, al menos en un primer acercamiento, que muchos de los más feroces adversarios de este modelo civilizatorio hayan sido los que mejor han identificado estos valores. De otra manera no se explica la efectividad de sus embates, siempre dirigidos a los centros neurálgicos que se tienen en torno a la idea de occidente. Muchos liberales, sobre todo los contemporáneos que se sumaron al furor austriaco12, han preferido basar su análisis en consideraciones económicas y éticas, pero en la gran mayoría de los casos dejando lo cultural de lado, por considerarlo irrelevante o algo que no compete al análisis, toda vez que la cultura, desde esta perspectiva, no es ya un todo trascendente sino una elección individual. En ese sentido, si algo entendieron los postmarxistas que florecieron en los países europeos y en Norteamérica, al amparo de un orden híbrido13 opuesto a los regímenes comunistas del este, fue que para socavar un orden social primero han de erosionarse los valores que sostienen dicho modelo. Para eso también era necesario identificarlos con precisión. Tal fue la labor de la escuela de los Bagus, Philipps y Howden, David. Deep Freeze: Iceland's Economic Collapse, capítulo 3: The IMF, Moral Hazard, and the Temptation of Foreign Funds. 12 No es que la oleada relativista haya sido un fenómeno puramente austriaco —ahí están el Rothbard de sus últimos años, el joven Rockwell y por supuesto Hans Hermann-Hoppe para desmentirlo—. También sucedió entre los neoclásicos o aquellos contemporáneos cuyo campo de especialidad no es propiamente la teoría económica sino las ciencias jurídicas o la filosofía. Tampoco debería sorprender la adhesión de buena parte de estos liberales y autodenominados libertarios a los tanques de pensamiento y organizaciones convencionales, léase: CATO, HACER, CEDICE Libertad, Students For Liberty, Juan de Mariana, etcétera. A pesar de esto, sería ingenuo negar la aportación de los austroliberales a la cuestión del relativismo moral. Acaso sea que ellos, siendo más propensos al anarquismo que al gobierno limitado y al individualismo más radical, sobre el que no operan ya instituciones ni tradiciones más allá de la persona, reniegan de la necesidad de un paradigma axiológico mucho más vasto que el del simple NAP o principio de no agresión. 13 Empleamos aquí la definición de Carlos Rodríguez Braun. Por sistema híbrido nos referimos a un sistema donde si bien hay respeto a los derechos de propiedad, existe también un grado considerable de intervención. 11

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intelectuales de la marginalidad, que habrían de expandir su influencia en las academias occidentales, ya fuera en forma de teoría crítica, posmodernismo, o en los ámbitos del arte y la comunicación social. Los liberales que desdeñaron el plano cultural, con sus tradiciones y elementos que le eran propios a occidente, cedieron el terreno más fértil para operar un cambio en las ideas que dan todo el sentido al orden social imperante. A esa superestructura que no está en la propiedad de los medios de producción como lo creía Marx, sino en la hegemonía cultural como lo entendió Gramsci. Muchos de ellos incluso aceptaron —y en otros casos asumieron para sí mismos, implícita o explícitamente— la legitimidad del discurso de los progresistas culturales, argumentando que su filosofía, apelando al Principio de No Agresión, no podría inmiscuirse en estos temas. Nunca había sido más relevante la sentencia que Joseph Ratzinger hiciera sobre nuestra época: una dictadura del relativismo14. De ahí que los discursos antiliberales tengan tanto éxito. Un ejemplo radical de ello es el altermundismo aquí descrito. Estos intelectuales, además de criticar el capitalismo, también se erigen como los nuevos y revitalizados humanistas. Adoptan para sí una imagen de cualidades beatíficas que les permite transmitir un mensaje altamente efectivo del que ya ni siquiera es válido dudar. Desdeñan el orden tradicional de occidente y, en su recorrido emocional, pugnan por movimientos como el feminismo radical15 o el indigenismo como ideal romántico y superior16. Todas estas ideas pueden enmarcarse en lo que se conoce como la descolonización, un concepto que no se remite únicamente a la resistencia clásica contra un gobierno externo que impone su dominio sobre otro. Dentro de esta perspectiva la lucha tiene que darse más allá del terreno político y afincarse en las nociones culturales que permitan una verdadera liberación. Un país bien puede ganar su independencia y elegir a sus gobernantes, pero eso no garantiza que se haya dado una completa escisión de las viejas maneras de ver a las instituciones y al andamiaje social. En otras palabras, las naciones periféricas que lograron su autonomía se dieron cuenta de que este proceso no los había liberado de la necesidad de seguir formando parte de occidente. Se trataba de jóvenes que, aunque en apariencia emancipados, Diría el entonces cardenal que «[s]e va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja solo como medida última al propio yo y sus apetencias». 15 Cristina Carrasco intenta fundamentar esta tesis en su artículo Pensamiento único y género: más allá del paradigma del mercado, publicado por INETemas. Nos dice que «Un breve recorrido por la historia del pensamiento económico permite ver cómo se ha ido construyendo desde la economía este "pensamiento masculino androcéntrico" que solapa y refuerza con el neoliberal y ayuda a su legitimización (...). En definitiva, una visión del mundo diseñada y determinada por valores patriarcales». Por lo tanto, siguiendo la argumentación de Carrasco, el enfoque del feminismo del que ella hace eco no solo está en la economía, sino ante todo en los valores culturales. 16 Julia Nuño de la Rosa, en su panfleto El altermundismo como proyecto de emancipación social, lo describe en los siguientes términos: «El denominado movimiento altermundista, que surge por evolución de los movimientos sociales alternativos configurados en EE.UU y Europa en la década de los 60 del siglo pasado, nace como un movimiento de movimientos, en el que concurren sindicatos, partidos políticos de izquierda, organizaciones ecologistas, pacifistas y feministas, así como asociaciones indigenistas, antirracistas y grupos de ciudadanos que ponen el acento en la defensa de los derechos humanos, sociales o civiles.» 14

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tenían la necesidad de emular al padre y que, por lo mismo, eran incapaces de forjar su propio destino. Se infiere que para gestar una verdadera descolonización del pensamiento es necesario recurrir a aquellos imaginarios que por su naturaleza se oponen al orden occidental. En buena medida, esta es la tesis central de la historiadora y crítica de la arquitectura Marina Waisman, quien declaró lo siguiente: En los últimos decenios una serie de pueblos marginados han cobrado conciencia de sí mismos y de su propia posición en el mundo, y a partir de una toma de conciencia política se ha producido una toma de conciencia histórica y cultural. Se comenzó así a desconfiar del mito del progreso representado por la imitación de los grandes países desarrollados, y a apreciar los valores culturales seculares de los países menos favorecidos económica y técnicamente. El proceso de descolonización del mundo ha contribuido a esta toma de conciencia, y con ella se ha hecho asimismo más precisa la conciencia de la dependencia cultural por parte de aquellos pueblos que dejaron, quizá hace largo tiempo, la condición política de colonia, pero que no adquirieron al mismo tiempo una total autonomía económica y/o cultural17.

Waisman concluye que «se ha producido, pues, una necesidad de afirmación de valores propios, generalmente oscurecidos por la dependencia cultural». Si bien su enfoque es arquitectónico18, este puede perfectamente circunscribirse a la narrativa que sostienen los pensadores de la posmodernidad en torno a la necesidad de crear una identidad propia. Waisman, explica Lozoya19, «considera que las culturas arquitectónicas de América Latina están insertas en una tradición de constantes irrupciones de ideas ajenas en el desarrollo local, lo que dificulta notablemente el establecimiento de identidades propias». Esto bien puede leerse en clave alegórica con el fin de extrapolarlo hacia una idea general: no solo en la construcción de los espacios, los edificios y sus interiores está una irrupción occidental recurrente, sino también en el pensamiento tanto de los intelectuales, como de los políticos y de los civiles. Recuperando la idea de Marcuse, esto se traduce en una alienación de los sujetos que conforman la sociedad colonizada, todos ellos insertos en la espiral pensamiento del centro —es decir, Europa y su cultura— que parece inescapable a pesar de todos los intentos por romper el cerco de la dependencia. Esta mimesis cultural implica, de acuerdo a esta visión, no querer ser como uno podría ser sino aspirar a ser como el otro (ya ni siquiera ser un igual al otro), a quien históricamente, debido a nociones atávicas, se ha considerado superior o más refinado. Una vez que los dominados adoptan la cultura del exterior pueden experimentar, aunque sea brevemente, el espejismo de la satisfacción. Waisman, Marina. El interior de la historia. Historiografía arquitectónica para uso de latinoamericanos. 1990. 18 Argumenta Waisman que si bien existen algunos valores universales en torno al ideal arquitectónico, debe superarse la necesidad de juzgar las construcciones de los países periféricos con una escala eurocéntrica de valores. «Y en efecto», comenta Waisman, «si se ha de juzgar al Barroco americano con los sofisticados instrumentos necesarios para comprender a un Borromini o un Guarini, seguramente no habrá lugar en la historia ni para Santa Prisca de Taxco ni para el Sagrario de Bogotá». 19 Lozoya, Johanna. Ciudades sitiadas: cien años a través de una metáfora arquitectónica. 17

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Más adelante Waisman, en su examen del centro y la periferia, intentará abundar acerca de la pretensión de los conquistados de emular a quienes los dominan: La fuerza de las ideas —y de la propaganda— del mundo desarrollado, basada en la ideología de la modernidad, nos ha llevado a dar por sentado que el único camino hacia el progreso es el que esos países han recorrido, aceptando de hecho ese concepto de progreso. Intentamos seguirlo —cada vez desde más lejos— aún después de que se han hecho evidentes sus secuencias desastrosas para e! equilibrio del mundo20.

¿Qué secuelas?, ¿el aumento sin precedentes en la historia de los índices de bienestar21?, ¿o la disminución de la violencia22? Recordemos que no importan las verdades categóricas —y para muchos incómodas— tanto como el impacto emocional de una serie de premisas vagas e incluso manifiestamente falsas, pero de fácil aceptación, que permiten llegar a conclusiones «antihegemónicas». A propósito de la descolonización y de la lucha directa contra los centros culturales del mundo, el panfleto de Julia Nuño de la Rosa, en una sección ya de por sí cursi a la que se suman ecos carverianos —de qué hablamos cuando hablamos de altermundismo—, concluye con una serie de frases esclarecedoras sobre la agenda de los intelectuales de la marginalidad: Basándonos en la idea de Santos, por tanto, podemos concluir que no habrá emancipación humana real si no hay un espacio donde poner en común las diferentes concepciones de emancipación social que poseen colectivos de todo el mundo. Sólo a través de la traducción, podrá la diversidad del movimiento altermundista, impulsar un verdadero proyecto de emancipación global no-occidental23.

Ellos lo entienden a la perfección: para llevar a cabo su proyecto se requiere de un deslinde absoluto de lo que significa occidente. Considérese que dentro del paradigma centro-periferia, los valores que se asumen globales están determinados por aquellos que ostenta el centro. Dice Waisman que «los modelos provistos por el centro constituirán la base de todo desarrollo periférico, y en los casos en que esos modelos no puedan ser reproducidos, se conservará al menos la imagen del modelo central». De ahí

Waisman, Marina, op cit. La leyenda negra del progreso no es invención de posmodernos y posmarxistas. Aunque incluso podría tener orígenes anteriores, parece ser que la semilla de esta concepción nace de una actitud contraria a los frutos de la revolución industrial de Inglaterra. Imágenes de miseria, explotación, niños trabajando bajo nubes grises se volvieron parte del imaginario de intelectuales de la época. Friedrich Hayek se dedicó a desmontar el relato dantesco de la revolución industrial en su obra El capitalismo y los historiadores. Quizá el más chocante de los textos incluidos en esta compilación de ensayos es el de Hartwell, quien presenta datos duros en donde se demuestra el aumento del nivel de vida sin precedentes de los ingleses de 1800 a 1850. 22 Steven Pinker, en su extenso libro Los ángeles que llevamos dentro, se dedica a desmontar el mito de que hoy vivimos en el peor momento de la historia. Por lo contrario, lo que él concluye es que nunca antes, a pesar de que los conflictos no han cesado y de que los horrores continúen, el hombre ha experimentado una estabilidad como hoy. 23 Nuño de la Rosa, Julia, Op. cit. 20 21

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que, como piensen Santos o Nuño de la Rosa, se vuelva imprescindible romper lazos con el modelo de desarrollo occidental. Por lo pronto se ha descrito a grandes rasgos el sistema de pensamiento de los más radicales, de aquellos que declaran tener una lucha personal contra la cultura eurocéntrica tradicional y las instituciones que nacieron de ella. Lo que aquí se argumenta es que, en el marco de la auténtica hegemonía contemporánea —es decir, el relativismo progresista— en realidad no se necesitan discursos tan radicales: incluso la socialdemocracia moderna o incluso los mismos liberales pueden estar al servicio de su agenda. El pensamiento único, así como ellos lo entienden, no es más que un imaginario al que recurren solo para dar validez a sus argumentos y a sus programas de acción. A pesar de esto, queda claro que la noción de pensamiento preponderante no es del todo errónea. La diferencia estriba en qué es lo que se identifica como tal. Aventuramos una conclusión: es posible que el discurso de la marginalidad no sea tan minoritario como sus artífices lo presentan.

UN BARCO LENTO HACIA EL PROGRESISMO A lo largo de este ensayo se ha sugerido que el ataque al mal llamado pensamiento único sirve como una forma de articular y legitimar un discurso que, contrario a lo que los críticos de la marginalidad claman, se ha develado victorioso en el gran panorama político y cultural de occidente. También se ha dicho que esto no es propio solo de la izquierda, sino que también un sector de la derecha24 —mayoritario ahora nos atrevemos a afirmar— ha cedido a las presiones de esta retórica y, por consiguiente, ha moldeado su propio discurso en torno a dicho sistema de pensamiento. El resultado ha sido fatal para estos sectores, ya que ante el escrutinio del público se han desdibujado todos los rastros de identidad, quedando dos cosas: por una parte, meros retazos de lo que fuera una ideología bien definida; por otra, la caricatura que sus adversarios han pintado sobre ellos. Respecto al primer punto, podemos corroborarlo ante la clara indefinición de las derechas que se manifiesta en una generalización vulgar de lo que significan ya sea el conservadurismo o el libre mercado. En relación al segundo, ya que no es la derecha la que se define a sí misma sino que son sus opositores quienes moldean su imagen, estas categorías mencionadas con anterioridad generan un rechazo instintivo porque, digámoslo sin ambages, nadie quiere hoy en día ser identificado como un conservador, un reaccionario o un derechista, todos ellos enemigos de un pueblo genérico y místico. Muchos liberales objetarán que se les englobe dentro del espectro de la derecha, convencidos, como lo muestra el ya de por sí tendencioso diagrama de Nolan que muestra a los más puros en el cuadrante superior, de que su ideología por sí misma trasciende cualquier geometría política. Este argumento, que en esencia no es distinto al de los tercerposicionistas —es decir, los fascistas de esta época— que afirman no ser ni de izquierda ni de derecha, además de ser una forma de esnobismo intelectual también es una clara muestra del pavor que genera entre muchos la sola idea de pertenecer al bando enemigo.

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Dentro del marco del enfoque liberal, este predicamento sería resuelto diciendo que la categoría del pueblo, visto como un todo homogéneo y no en términos desagregados o discretos, es una reducción pobre de la sociedad propia de los modelos teóricos colectivistas. No hay falta de verdad en esto. Sin embargo no debería sorprendernos que incluso dentro del progresismo, contrario a lo que se explica típicamente, haya sectores que reivindiquen esta visión. Esto, sin duda, puede ser una afirmación chocante, incluso sacrílega. No obstante, lo que aquí se argumenta es que concebir a la persona no en términos globales sino individuales ha sido una de las características de la modernidad. Sería ingenuo afirmar que ideologías surgidas bajo un mismo paradigma no compartan puntos en común. Esto no quiere decir en modo alguno que la idea del individuo sea la misma entre progresistas y liberales. Existe un claro antagonismo, pero no se halla solo en la dicotomía individuo-colectividad, propia de los marxistas, sino en el matiz que desde el progresismo moderno se le otorga a la categoría individual y la manera en la que esta sirve para articular un discurso. El liberalismo clásico vio al individuo como la unidad fundamental de la sociedad, pero no necesariamente como una forma de ir contra ella y sus tradiciones. De ese individuo no se esperaba la rebeldía constante, porque en primer lugar no era pertinente asignar un rol histórico al sujeto. Podría, si él quisiera, adoptar ideas revolucionarias y expresarlas sin que por ello se le persiguiese; lo mismo podía ejercer la defensa del orden tradicional y llamar a las demás personas a seguir tal modelo. En este contexto, el Estado no tomaría partido, porque estaría concentrado en sus funciones fundamentales: la ley, la justicia y quizá la obra pública. Este liberalismo entendía que no era necesario reiterar en todo momento qué tipo de moral han de seguir las personas, pues para eso estaban las instituciones —propiedad, familia, leyes y un conjunto de valores hasta entonces universales— nacidas espontáneamente. Con eso, idealmente, se garantizaría una convergencia hacia la estabilidad. El progresismo moderno, casi siempre bajo la bandera de la socialdemocracia aunque no siempre acotado a ella, también busca reivindicar la individualidad, pero bajo un leitmotiv distinto, que es el de desafiar el orden establecido y las nociones que ellos consideran atávicas, como lo son los códigos de vestido o de comportamiento, los cánones estéticos, la familia tradicional, la religión o la defensa a la vida. Para ello se diseñan eslóganes que no apelan únicamente al pueblo, como sucediera en la propaganda comunista en la que lo que se buscaba era homogeneizar a los hombres, sino que alientan a expresar lo propio de la persona, siempre y cuando esta expresión sea novedosa y no un medio para reafirmar los valores de antaño. Podría decirse que el individuo posmoderno es un individuo distorsionado. Quien contra la hegemonía progresista se declara conservador o tradicionalista, ejerciendo el derecho a tener una opinión e identidad propias, no es visto como un sujeto funcional a las necesidades de los nuevos tiempos e incluso se le categoriza como una persona gris, sin identidad propia, un ser que, al formar parte de una masa, no puede pensar por sí mismo sino en función de lo que le inculcaron sus mayores o bien la sociedad convencional que los aliena. Vistas de manera independiente, estas dos maneras de interpretar al individuo se oponen la una a la otra. A pesar de eso, en la época contemporánea tienden a traslaparse de tal manera que da la impresión, lo mismo entre la gente común que en el 13

grueso de los intelectuales, de que lo que prima en el mundo moderno es la exacerbación del individuo y sus intereses en detrimento de cosas más nobles, no ya en un sentido trascendente sino en los términos de lo que podría denominarse una utopía de la inmanencia25. Se va formando, pues, una idea general y muchas veces tergiversada sobre tópicos que para ambas filosofías resultan torales. No obstante, a la luz de las grandes narrativas sociales, solo una de estas posturas habrá de triunfar e instaurarse como la norma, independientemente de que esta se imagine marginal. De otra forma no estaríamos hablando de una hegemonía en el pensamiento. La pregunta que nos ocupa en realidad es si acaso la derecha de esta era, pero más específicamente el liberal promedio, ha caído también, de algún modo, en esta trampa. La intuición nos diría que no. Muchos de ellos, por ejemplo, siguen reivindicando la apasionada defensa del egoísmo de Ayn Rand. Otros tantos que no se identifican con el objetivismo suelen articular sus argumentos desde el punto de vista del derecho natural. Los menos tienen como marco de referencia el utilitarismo. De esta serie de posiciones se deduce que los liberales, por principio, estarían al margen de los lineamientos que dictan los progresistas. Regresaremos a esta cuestión un poco más adelante. Por lo pronto se abordará la situación de lo que en términos vagos se entiende por la derecha tradicional. Bastaría con salir a la calle y hacer unas cuantas preguntas para llegar a la conclusión de que los sectores derechistas, todos por igual, se agrupan bajo la bandera del conservadurismo social, la economía de libre mercado e incluso muchas veces se les asocia con las tendencias autoritarias, reminiscentes bien de la cuestión militar, que siempre ha persistido en la mentalidad del latinoamericano —acaso no por el auge de las dictaduras sino por una tendencia histórica que desde las guerras de independencia ha visto al continente atravesar largos periodos bajo el mando de la autoridad militar y caudillista—, o bien de la figura de los presidentes surgidos del sector civil que, una vez hechos del poder, se han caracterizado por tomar medidas contundentes contra las guerrillas terroristas, el crimen organizado y el narcotráfico. La realidad es mucho más compleja y, aunque ofrecer una definición satisfactoria de la derecha se escapa de los alcances de este ensayo, cabe destacar que no porque estos partidos se presenten ante el electorado como la oposición tradicional a los izquierdistas —primero socialistas, luego evolucionados en socialdemócratas moderados— su retórica y sus líneas de acción sean en esencia distintas a aquellas de la izquierda. En los últimos años, sobre todo a partir de la década de los dos mil, se ha visto la persistencia entre la clase política de elementos hasta antes minoritarios. Asuntos como el lenguaje incluyente o las cuotas de género dejaron de formar parte de un programa exclusivo de las izquierdas. En cambio fueron bienvenidas por sus opositores, quizá como una forma de demostrar que la utopía del diálogo democrático funciona y de que incluso los conservadores pueden ponerse a tono con las innovaciones. Con más frecuencia se ve la aprobación de leyes que tienen como Con la modernidad se inaugura la primacía del hombre y su razón. Los valores nobles de hoy en día no son aquellos previos a los del mundo ilustrado. Libres de cualquier noción soteriológica en el contexto de una sociedad cada vez más secularizada, se puso el énfasis en ideas de lo más variadas pero siempre centradas en la persona, como lo puede ser la hermandad entre los pueblos que habría de desembocar en el auge del multiculturalismo.

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objetivo imponer una igualdad de representación no solo al interior de los partidos políticos o las instituciones públicas, sino también en las empresas privadas. Al mismo tiempo estos dos sectores, en apariencia opositores, reciben con beneplácito las iniciativas que obligan a los negocios privados a igualar sueldos a efectos de la equidad y no de la productividad. No se diga ya lo referente a las leyes que prohíben la discriminación dentro del marco de la propiedad privada, donde de facto se elimina la posibilidad de la libre asociación y se impone, con un ánimo bienhechor, la asociación forzada. Lo que resta preguntarnos es por qué se da esta confluencia hacia el igualitarismo, por qué resulta tan atractiva para los políticos, pero también para los intelectuales de esta derecha desdibujada. Y por qué, si los supuestos conservadores se montan al carro de la igualdad, siguen siendo percibidos como enemigos del progreso. Hundida bajo el peso de su propia medianía, la derecha contemporánea, más deslavada que nunca y temerosa de sí misma, parece tener más connotaciones míticas que auténticas. Los medios, los intelectuales y los políticos no dudan en invocar su nombre, todos menos los que, supuestamente, se encuentran ubicados en ese sector de las ideologías. A la luz pública es mejor negar cualquier filiación con ella y quienes, ingenuos, creen que desafían al sistema y se arrogan la investidura del conservadurismo o del libre mercado tardan muy poco en parchar su discurso, prestos en todo momento a hallar la salida retórica más rápida. Entonces aparecen varias palabras cuya sola mención ya nos revela la tragedia: derecha moderada, centroderecha, economía social de mercado, capitalismo popular o con rostro humano, etcétera. Términos que denotan la necesidad patológica de los supuestos derechistas contemporáneos de desligarse de sus raíces y de querer mezclarse, hasta quedar indistinguibles en esencia, con sus congéneres de la izquierda deslactosada que se presenta ante la sociedad como la única opción viable en estos tiempos. Qué mejor para el progresismo cultural y sus líderes que esto suceda. No habrá de qué preocuparse mientras la derecha sea mantenga mansa —un poco gruñona, no importa— y deseosa de participar de un juego político que perdieron antes de que sonara la primera campanada. Cabe preguntarse si fueron tan brillantes los progresistas o tan idiotas los de esa derecha timorata que poco ha logrado y que no consigue echar cimientos firmes. Mientras que los primeros han sido exitosos al momento de construir un relato aceptado y deseado por grandes sectores de la sociedad, los segundos son culpables no solo de ser incapaces de combatirlo sino de caer en la trampa propuesta por sus adversarios. De allí que muchos aboguen hoy en día por el punto medio, tan de moda en estas fechas donde correrse al centro parece la decisión más sensata, toda vez que la tibieza es la zona preferida de los perezosos y la que tanto seduce a jóvenes apáticos, más ansiosos de un discurso ecléctico que de un programa sin ambigüedades. Y ya que la batalla cultural se va perdiendo de calle, los modernos izquierdistas, al menos los que tienen esa amigable fachada de la institucionalidad y que se prestan siempre a la alternancia, no tienen por qué alarmarse cuando la derecha parece ganar algo de fuerza. Esa calma radica en un hecho muy simple y de suyo trascendente: no existen condiciones para que esa derecha que por momentos goza de los favores de la gente eche raíces y se afiance, a no ser que haya algo que detone un cambio cultural significativo; y esto no parece un escenario probable, no hoy cuando la derecha tiene 15

miedo a ser llamada derecha, cuando el conservadurismo es el peor de los epítetos y cuando los capitalistas no quieren ser capitalistas. Habrá que acusar de insalvable ingenuidad a quien no haya previsto el estado actual y raquítico de la derecha, tanto a los alarmistas de la izquierda que ven en cualquier rastro de libre mercado la derrota a su utopía, pero sobre todo a los derechistas que creyeron que una privatización o un muro hecho escombros bastarían para asegurar la permanencia de los valores liberales. Esta naïveté, propia de una generación que de tan iluminada por los destellos de los nuevos tiempos terminó por deslumbrarse, habría de devenir estertor y derrota. Nunca fueron más vigentes las palabras que en 1953 el preclaro teólogo y filósofo Francisco Canals pusiera por escrito en una de sus más memorables piezas: El derechismo y su inevitable deriva izquierdista26. Mientras la izquierda proclamaba que nada le parecería demasiado revolucionario, la derecha se esforzaba siempre por poner de relieve lo “moderado” y “prudente” de su actitud antirrevolucionaria, y se gloriaba por ello de poder mostrar, como testimonio de su amor a la libertad y al progreso, que no dejaba de ser considerada ella misma como revolucionaria por los “extremistas de la derecha”, por los “reaccionarios”. El resultado necesario de esta situación fue el constante desplazamiento hacia la izquierda, no sólo de la opinión y de los partidos, sino de la norma de valoración con que se juzgaba del derechismo y del izquierdismo de tal o cual actitud.

No sorprende en modo alguno que muchas banderas que antes eran propiedad exclusiva de la izquierda, ahora también son asumidas por los políticos e ideólogos de la derecha. La excusa no podría ser más conveniente, aunque no por ello sensata, y es que se ha aceptado como infalible el dogma secular que establece que «hay que ajustarnos a los nuevos tiempos» —y con ello su fatal corolario: rendirse a la fatalidad de que no queda más opción que recoger gran parte del discurso progresista—. No anticiparon estos personajes que la derecha iría con un rezago y que los electores verían en estas actitudes una mala calca de lo que los políticos progresistas ofrecían. La genialidad de Canals radica en el hecho de que, mucho antes de que este fenómeno empezara a ser tangible, en una época en la que hoy en día se asume que el sector político al que él pertenecía y criticaba tenía una actitud bien definida e inamovible ante ciertos temas, supo identificar que el problema de la derecha era estructural, que no estaba acotado por un momento histórico y que este no detendría su marcha en un futuro previsible. A Canals no le faltaba razón. Una vez dentro del juego del progresismo, nada evitaría el desplazamiento poco a poco hacia la izquierda. Y, por supuesto, en una sociedad donde el pensamiento cultural está formado por los intelectuales orgánicos del igualitarismo, parece poco probable que liberales y conservadores tengan la capacidad para dar una auténtica batalla. Máxime si los primeros gastan sus energías en tratar de convencerse inútilmente a sí mismos y a los pocos que los escuchan de que no son de derecha —de ahí, mal que les pese, la insistencia de este texto de incluirlos en este espectro—, o si los segundos insisten en sumarse a la carrera del estatismo. El texto, publicado inicialmente en la revista Cristiandad, fue más tarde recogido en Política española: pasado y futuro (1977)

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Quizá el pináculo de esta euforia progresista y del miedo a asumir la identidad del villano se dio en 2006, cuando Felipe Calderón, proveniente del Partido Acción Nacional —considerado por no pocos alarmistas como de extrema derecha— y recién electo por un estrecho margen a la presidencia de México, necesitado de ganar legitimidad ante un público azuzado por el caudillo socialista Andrés Manuel López Obrador, declaró que él se empeñaría en «rebasar a la izquierda por la izquierda»27. Esto es sintomático de algo que ya adelantábamos en la sección introductoria del presente ensayo: en las últimas décadas, pese a la debacle de la primera oleada de experimentos socialistas, se ha construido un imaginario de la marginalidad en el que la izquierda y el progresismo adoptan cualidades beatíficas y donde todo lo demás cae en el terreno de lo indeseable. Incluso quienes fueran parte de movimientos terroristas ven con nostalgia el tiempo de las armas y los actos de violencia: estaban luchando por un mundo distinto, mejor y, sobre todo, donde la igualdad fuera posible. Todavía más impactante resulta constatar que allá donde la izquierda ha triunfado se los llega a reivindicar. «No debiera sorprendernos», dice Agustín Laje, «es parte del “relato” transformar a los terroristas en “jóvenes idealistas”, borrando de la memoria a sus cientos de víctimas. O, si se quiere, haciéndolas desaparecer de la historia»28. Como se puede apreciar, en este imaginario se articula un juicio definitivo de los acontecimientos. Se establece, en términos vulgares, quiénes están con lo humano y quiénes arremeten contra ello. Pero no son nada más los inventores de esta narrativa quienes emplean esta retórica. También lo hacen sus adversarios, acaso de una forma más matizada pero al fin y al cabo coherente con sus premisas. Que la derecha huya de sí misma supone la validación de esta serie de creencias. Podría objetarse, desde la óptica liberal, que las derechas que han caído en este juego son aquellas que, por tradición, son más cercanas al colectivismo. Tales serían los demócratas cristianos o los nacionalistas cuya bandera es el anticomunismo en lugar de las «ideas de la libertad», cualesquiera que estas sean. ¿A qué nos referimos, pues, cuando afirmamos que también ellos están inmersos en la problemática aquí descrita? No a que el centro duro de su filosofía haya cedido a postulados que les eran ajenos. Tampoco a que los liberales no quieran ser reconocidos bajo esa etiqueta. Mucho menos a que exista el miedo a que se los llame capitalistas, pues ellos mismos son quienes han tratado históricamente de reivindicar la libertad de mercado. Nos referimos a que, en la pléyade de posiciones liberales, están aquellos que a pesar de su defensa a la propiedad privada pero como consecuencia de su visión relativista de los hechos y de las consecuencias que acarrea la libertad, tienden a aliarse, de manera tácita y muchas veces imperceptible, con quienes en primer lugar son objeto de sus críticas y refutaciones. En otras palabras, la modernidad ha arrastrado a un grupo nada despreciable de liberales —o libertarios, como ellos prefieren identificarse la mayoría de las veces— y los ha orillado a abandonar posicionamientos morales propios.

Notimex. (2006-10-09). Confirma Calderón que buscará rebasar por la izquierda a AMLO. La Crónica, edición digital: http://www.cronica.com.mx/notas/2006/265278.html 28 Laje Arrigoni, Agustín. (2012). El Día del Terrorista en el país de los Derechos Humanos. La prensa popular. http://www.laprensapopular.com.ar/6684/el-dia-del-terrorista-en-el-paisde-los-derechos-humanos 27

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En 1988 la feminista Peggy McIntosh publicó un panfleto, en ánimo de autoflagelación, titulado White Privilege: Unpacking the Invisible Knapsack en el que argumentaba que los blancos, por el hecho de nacer blancos, gozaban de un privilegio institucional —aun siendo pobres o marginados—. La publicación de ese texto tuvo una enorme repercusión en los años siguientes. De ser un ejercicio de culpa y lástima29, pasó a formar parte integral de los programas de estudio en los departamentos de estudios sociales de los Estados Unidos hasta que finalmente se cristalizó en la creación de la White Privilege Conference, un simposio pagado con impuestos al que incluso niños blancos son llevados por la fuerza a pedir perdón por sus culpas históricas30. Lo que por muchos años fue una suposición para satisfacer la narrativa del progresismo más radical, en 2015 se volvió una bandera de Cathy Reisenwitz31, colaboradora del CATO Institute. No es que lo anteriormente descrito haya sido un incidente aislado, acaso fue el más notorio debido al súbito viraje hacia aguas que antes eran solo transitadas por un sector incluso minoritario de la izquierda. Lo cierto es que, a diferencia de lo que sucedía con el liberalismo clásico, el libertarismo contemporáneo ha evolucionado no a pesar del progresismo postmarxista sino amparado por él. No podría ser de otra forma, ya que como se había mencionado brevemente en un apartado anterior, la reducción de todo un paradigma axiológico a la supeditación única al principio de la no agresión tiene como correlato necesario la caída del libertario en el abismo de la vulgaridad ideológica. Sitio perfecto para quienes, anclados en un idealismo ingenuo y de tintes igualitaristas, adoptan la postura de los relativistas que desprecian los factores objetivos de la realidad32. Es decir, este libertarismo deja de ser un elemento exterior y de confrontación para volverse parte funcional del andamiaje del relato hegemónico y que actúa dentro de ciertos límites previamente establecidos, creyendo que está fuera de ellos. Adopta, de manera tácita aunque no sin matices, la visión que del individuo tienen los progresistas modernos y se aparta de la postura liberal clásica. La predicción de Canals acerca de la inevitable deriva de la derecha y del liberalismo se cumple, pero desde ya mismo adelantamos que no lo hace necesariamente en términos dialéctico-materialistas. Para entender el fenómeno de la hegemonía cultural de nuestra época debemos remitirnos a Mencius Moldbug, el principal ideólogo detrás de la ilustración oscura. En las primeras páginas de A Gentle Introduction to Unqualified Reservations33, Moldbug hace un símil de la gran estructura social con una figura clave del imaginario mitológico del autor H.P. Lovecraft, en un Jared Taylor ha ofrecido una refutación clásica a esta idea. Puede ser encontrada en la siguiente liga: http://www.amren.com/archives/videos/white-privilege/ 30 Lyman, Izzy. (2013-03-08). Common Core: Indoctrinating Fourth Graders About ‘White Privilege’. Vía Watchdog Wire: http://watchdogwire.com/michigan/2013/10/28/commoncore-indoctrinating-fourth-graders-about-white-privilege/ 31 Cathy Reisenwitz vs Julie Borowski on Stossel Debating Privilege and Libertarianism https://www.youtube.com/watch?v=bNe6RFX7TXI 32 Por ejemplo, el libertario vulgar considera que no hay un orden cultural, institucional y moral objetivo sobre el cual las premisas del liberalismo funcionen mejor. 33 Mencius Moldbug es el seudónimo por el que mejor se conoce a Curtis Yarvin. Originalmente publicado en su blog, el texto entero al que hace mención este ensayo puede encontrarse en formato digital en la siguiente liga: http://www.moreright.net/moldbugebooks-neoreactionary-reading/ 29

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claro guiño a lo que en el siglo XVII hiciera Thomas Hobbes a modo de alegoría del gran Estado. Si para el filósofo inglés el Leviatán bíblico representa a aquella entidad que surge y deviene necesaria en un orden social, puesto que el hombre se comporta como el lobo de sí mismo, para Moldbug Cthulu representa una estructura que trasciende al Estado mismo y que, en términos gramascianos, podemos denominar como el sistema hegemónico. El autor imagina a esta criatura en el mar, nadando lentamente y sobre ella van todas las demás instituciones. Claro que si la mención de una criatura mítica levanta ciertas suspicacias en el lector posmoderno, bien podríamos cambiar el símil por el de una corriente que arrastra a los barcos que pasan por ella. Si en la concepción dialéctico-materialista se asume que hay fuerzas que se enfrentan y que una de ellas dará un paso inevitable hacia una siguiente etapa histórica, aquí consideramos que las fuerzas en principio antitéticas, siempre que estén montadas en la misma plataforma, generan que el sistema esté en equilibrio34. Si esto es cierto, entonces se puede deducir una consecuencia acaso más significativa: este orden institucional supone que todos los actores políticos e intelectuales avancen en conjunto a un mismo destino, sin importar que en un principio parezcan disociados por meras consideraciones de matices ideológicos. Siguiendo este argumento podemos considerar que la estructura actual no solo es un sistema, sino también un vector. La definición tradicional de la física nos dice que un vector es una magnitud definida por el origen, su módulo —es decir la longitud—, su dirección y sentido. La representación más sencilla es una flecha que parte del punto A para dirigirse hacia B. Como se ve a continuación:

La punta de la flecha indica el sentido en que se realiza la trayectoria. Esto por sí mismo ya debería aclarar a qué nos referimos cuando identificamos al sistema actual también como un vector. No solo la senda está marcada. De igual manera lo está el destino. En nuestro modelo no son dos fuerzas que van a extremos opuestos o que puedan optar por quedarse a mitad de camino. Después de todo el vector implica la inevitabilidad del desplazamiento. Para decirlo en términos más sencillos y recuperar la alegoría marítima: todos los que se montan en la misma corriente, incluso si van en distintos barcos, acabarán llegando al mismo punto. O bien todos los caminos conducen a Roma, y si esa Roma es la sociedad igualitaria, entonces más les valdría a los liberales clásicos buscar una ruta distinta. Digamos, por poner un ejemplo y seguir el ánimo grecolatino, avanzar no hacia Roma sino a Arcadia. El gran vicio del liberalismo actual es que muchos de sus intelectuales, y no solo los más heterodoxos, buscan colaborar con el mismo sistema y hacer concesiones a sus intelectuales y hacedores de políticas públicas. Tarea inútil, porque el resultado no será el deseado. Todos seguirán por la misma corriente, a menos que, como dice Moldbug,

34 Noción que, a decir verdad, no es de ninguna manera novedosa. Los defensores del sistema democrático señalan este aspecto como la gran virtud del sistema: el orden constitucional y el estado de derecho permiten que se dé un contrapeso respetuoso y eficiente de las distintas fuerzas políticas.

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Cthulhu decida de pronto nadar hacia la derecha y arrastrar con él a todos los demás; a menos que la hegemonía cultural deje de ser detentada por los progresistas.

NOTAS FINALES

No en pocas ocasiones se ha acusado de paranoia a los liberales que ven en la defensa de occidente y sus valores fundamentales como algo absolutamente necesario si es que se quiere aspirar a una sociedad libre. Se ha considerado incluso que la sola mención de términos como «marxismo cultural», «postmarxismo», «neomarxismo» devela los verdaderos colores del susodicho liberal: los de un conservador social, más preocupado por defender su moral que por promover la libertad. Sin embargo, la conclusión que se desprende de este examen que hemos hecho es que los libertarios relativistas cumplen el papel del idiota útil de una agenda en que en principio es antiliberal. Hay un motivo de suficiente peso para insistir en la defensa no solo del concepto etéreo de la libertad sino del orden tradicional de occidente. Una idea sin cimientos en tradiciones objetivas e instituciones claramente definidas no es más que una idea noble pero endeble. Los adversarios de occidente, aquellos que se imaginaron marginales y víctimas, así lo entendieron y es por eso que se rebelan y desafían con tanta insistencia, porque saben que de otra forma no podrían subvertir todo un paradigma cultural. Nadie sintetizó tan bien la crisis del paradigma liberal como el libertario Don Bordeaux, quien en un resbalón freudiano afirmó que: «No puedo abandonar el apoyo de mis principios fundacionales solo porque seguirlos pueda resultar fatal»35. Nada más patético ni más trágico que una ideología que acepta con resignación el suicidio. Y si ese es el caso inevitable con el liberalismo, más valdría nunca haberlo defendido.

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http://cafehayek.com/2013/06/immigration-the-practice-of-the-principle.html 20

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