El imaginario alquímico en el Modernismo

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El imaginario alquímico en el Modernismo

Isabel González Gil Universidad Complutense de Madrid

Simbolismo y Modernismo son sin duda calas obligadas de cualquier estudio que trace la evolución de esta categoría tan rica y polimorfa que es lo insólito en la literatura. No solo porque el entorno de la bohemia europea de finales del siglo XIX fue especialmente propicio para cualquiera de sus formas y manifestaciones: la defensa y apropiación de lo «otro», de lo «extraño», de lo «raro», constituyó además uno de los rasgos identitarios de dichas corrientes. El libro de ensayos que Rubén Darío dedicó a sus precursores en 1896 llevaba por título precisamente Los raros. Ya en su origen el término ‘modernista’ fue un apelativo desdeñoso para nombrar aquello que resultaba excéntrico en el mundo cultural de la época (cf. Veiga Grandal, 2001: 518). Si en otras partes de Europa ya desde el periodo romántico existía entre los escritores un fuerte afán de singularizarse frente a la clase burguesa, no fue hasta el fin de siglo, según Gonzalo Sobejano, cuando se produjo en España la primera oleada antiburguesa: «El burgués español de la Restauración se distingue por no distinguirse en nada, por ser moderado, mediocre, mediano en todo. […] Entáblase, pues, una pugna entre el individuo que, para singularizarse, acentúa sus cualidades extremas hasta la extravagancia, y la clase burguesa, anclada en su medianía sin horizontes» (Sobejano, 2009: ). El entusiasmo por lo insólito se refleja en múltiples aspectos de la existencia y escritura de los modernistas: desde su vestimenta y modo de vida hasta sus preferencias artísticas e intelectuales, pero en este artículo trataremos únicamente de una de las modalidades más características del Modernismo: la de las denominadas ciencias ocultas, y en particular la presencia de lo alquímico. 1. Lo insólito modernista. Claves del ocultismo finisecular Gracias a los estudios de Ricardo Gullón, Virginia Milner Garlitz, o Giovanni Allegra, entre otros, hoy es sabido que el fin de siglo fue un periodo de gran ebullición de las doctrinas esotéricas y de las prácticas ocultistas. Se produce un fenómeno paradójico, que es la divulgación masiva de enseñanzas y la puesta en práctica colectiva

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de artes que se suponen ocultas, marginales, intransmisibles, y que hasta la segunda mitad del siglo XIX habían discurrido efectivamente de manera soterrada y minoritaria. Uno de los factores fundamentales de su fortuna fue la emergencia de poderosos movimientos espirituales de ámbito internacional, como la Sociedad Teosófica fundada por H. P. Blavatsky —la universidad esotérica del siglo XIX, como la denominó Pierre Riffard (2008: 284)—, la antroposofía de Rudolf Steiner, o (únicamente en el ámbito francés pero de enorme influencia en el mundo de las artes y las letras gracias a los seis Salons des Rose†Croix), la Orden de la Rosa†Cruz de Joséphin Péladan. Por otra parte, las modas ocultistas como las mesas giratorias ocupaban a salones y tertulias en toda Europa. Antonio Gota habla en un artículo de 1911 de un «renacimiento» de la antigua magia. 1.1. Lo maravilloso pre-científico Sin embargo, las viejas doctrinas heterodoxas experimentaron forzosamente cambios al adaptarse a las nuevas circunstancias y mentalidad. El desarrollo paralelo y los nuevos hallazgos de las ciencias positivas produjeron un fenómeno paradójico: la aproximación, el enfoque científico de lo sobrenatural. Cuando estudiamos testimonios de la época, vemos que existe una ambivalencia de fondo: pues aunque estas doctrinas y prácticas se conciben como una respuesta al materialismo y positivismo imperante, el triunfo de la mentalidad positiva hace que al mismo tiempo se busque (tanto la comunidad científica como los propios esoteristas) una demostración empírica de los fenómenos ocultos para legitimarlos. Antonio Gota retrata en su artículo este afán y su dimensión internacional: En todas partes se estudia hoy el psiquismo científicamente; […] sabios del más alto renombre se entregan a las experiencias, sin otro objeto que el de hacer todavía más luz sobre tan trascendentes hechos. […] infinidad de Asociaciones científicas de varias capitales se consagran al estudio de los hechos metapsíquicos. Jamás se ha hecho tanto espiritismo como en el presente momento; pero jamás también ha habido tanta gente empeñada, decidida, en saber la verdad acerca del mismo (Gota, 1911: 55). Es lo que el profesor de medicina de la Universidad de Montepellier Joseph Grasset denominó lo «maravilloso pre-científico» en su libro de 1907 L’occultisme hier et aujourd’hui. Para él, el ocultismo no era el estudio de aquello que escapa a la ciencia, sino de unos hechos que, no perteneciendo todavía a la ciencia, eran susceptibles de pertenecerle: «Les faits occultes sont en marge ou dans le vestibule de la science, s’efforçant de conquérir le droit de figurer dans le texte du livre ou de franchir le seuil du palais» (Grasset, 1907: 9). 2

1.2. Vivencia de lo insólito Esta concepción –este limbo- es característica del fin de siglo. Es responsable en parte de un segundo fenómeno que hemos denominado «vivencia de lo insólito» para describir la relación del modernista y lo maravilloso y que hace referencia a la instalación de estos fenómenos o prácticas no solo en el ámbito de la ficción sino en la vida cotidiana. Entre los modernistas, fueron muchos los que se interesaron en las investigaciones de lo oculto, de cuyos avatares podían saber gracias a las conversaciones con los teósofos españoles en las tertulias o mediante la lectura de revistas esotéricas como Sophia. Valle-Inclán fue uno de los autores que en fecha más temprana se manifestó sobre dichos fenómenos. En 1892, publicaba en El Universal mexicano su artículo Psiquismo, donde recogía varias de las teorías en boga, y citaba a William Crookes, Pablo Gibier, Papius (sic.), Aksakoff, Ochorowicz, Sinnett o Lombroso. Valle-Inclán mantuvo siempre una actitud beligerante en defensa de lo maravilloso, como muestran los testimonios de la época y polémicas como la del caso Argamasilla, a quien está dedicada La lámpara maravillosa, y su supuesta metasomoscopia (visión a través de los cuerpos opacos). Ramón J. Sender transcribe por ejemplo en su libro Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia el relato del hijo de Valle sobre el enfado de don Ramón con el teósofo y ateneísta Mario Roso de Luna ―el mago de Logrosán― por su rechazo a la localización de un tesoro: El muchacho me contó lo siguiente, que yo escuché con asombro: «Papá estaba necesitado de dinero y llamó a don Mario para pedirle que localizara algún tesoro enterrado y así salir de dificultades. Prometió don Mario que lo haría y un mes más tarde como mi padre insistiera don Mario le dijo: está ya localizado el tesoro, cerca de Guadalajara, entre la ciudad y el río. Es un tesoro considerable en oro y piedras preciosas, enterrado por un rey moro. Los gnomos son propicios. Todo está a punto. Mi padre con esa promesa hizo gastos extraordinarios, pero más tarde, cuando esperaba tomar posesión del tesoro, le salió Roso de Luna con que había tenido una revelación que le impedía entregárselo. […] Así pues no hubo tesoro. Nosotros entonces le retiramos el saludo y tú comprenderás que era lo menos que podíamos hacer» (Sender, 1965: 135). Sirva esta anécdota para vislumbrar cómo en los círculos teosóficos los contornos de lo real y de lo fantástico se difuminan y hay una vivencia deliberada de lo insólito. De estos dos conceptos hay que partir para comprender los múltiples matices de la atracción ejercida por la alquimia y su imaginario. 3

2. El resurgimiento de la alquimia La alquimia vive en el periodo modernista un fugaz despertar, tras un declive progresivo desde finales del Renacimiento. En apenas dos décadas se fundan la Société Alchimique de France (1896), la Società Alchemica Italiana (1909) y la Alchemical Society (1912) y surgen revistas de difusión como Rosa Alchemica — L’Hyperchimie o The Journal of the Alchemical Society, según datos de Rodríguez Guerrero (2007). También en el ámbito de la ciencia oficial se busca establecer los fundamentos de este saber perdido del que nace la moderna química: en 1889, el químico e historiador francés Marcelin Berthelot publica Les Origines de l’Alchimie, y durante nueve años publicará ocho volúmenes de textos, traducciones y comentarios (cf. Monod-Herzen, 1978: 205). Poetas como Gabriele D’Annunzio, quien según Rodríguez Guerrero habría sido miembro de la sociedad italiana, o el dramaturgo sueco August Strindberg, se interesan en esta ciencia. Este segundo fue probablemente el último gran escritor alquimista conocido. Su libro autobiográfico Inferno (1898) queda como testimonio de la deriva agónica de sus experimentos y avances entre crisoles en París. Los periódicos españoles divulgaron su caso, gracias entre otros a los teósofos, que eran activos articulistas. Rafael Urbano dice de Strindberg en un texto publicado en el Heraldo de Girona y en La Autonomía en octubre de 1899 lo siguiente 1: «Strindberg es un gran místico, en el verdadero y más puro sentido de la palabra […]. Allí [En Inferno] se ve al protagonista desligarse de los vínculos más sagrados para levantar la punta del velo de Isis. […]. Strindberg en su sueño científico ha entrevisto una química nueva» (Urbano, 1899: 3). De esta alquimia práctica hubo ejemplos en España, aunque no hay constancia de que existiese una sociedad como la francesa o italiana. Como observa José Rodríguez Guerrero, la historia de la alquimia española es una «terra ignota» y muchas de sus obras han sido completamente olvidadas. Estos ejemplos los encontramos primero, claro está, entre los círculos teosóficos, en los que era habitual esta «vivencia de lo insólito» que apuntamos antes, espoleada a menudo por la penuria económica propia de 1

También en noviembre de 1904 un artículo sin firmar publicado en Alrededor del Mundo mencionaba cómo «Strindberg, el ilustre literato sueco, fabricó un poco de oro operado con sulfato de hierro, cromato de potasa y permanganato de potasa, cuyos pesos atómicos son precisamente del oro» (ap. Rodríguez Guerrero, 2007: 222). Además de alabanzas, también recibió críticas, como las de Óscar Widman en su extenso artículo sobre «La piedra filosofal» para Revista contemporánea en febrero de 1898, donde afirma que «estos experimentos, por otra parte, no tienen absolutamente ningún interés sino por lo curioso del hecho» (Widman, 1898: 247).

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la bohemia que hacía tanto más atractivo el intento de producción física del oro. El ejemplo que aporta Juan Sánchez Abril en Diálogos de alquimia (1929) concierne a uno de los impulsores del grupo teosófico español: el aristócrata José de Xifré y BëllowHamel. Rodríguez Guerrero relata a su respecto cómo Xifré recurre al alquimista Alphonse Jobert para que le ayude con sus serios problemas económicos mostrándole cómo transmutar la plata en oro; algo que no consiguió ya que «Xifré acabó por vender su suntuoso palacio madrileño en 1914 y se marchó a vivir a Suiza» (ap. Rodríguez Guerrero 2007: 205). Sin duda, podemos hablar de un imaginario alquímico y de un imaginario alquímico finisecular como dos objetos de estudio distintos. Este segundo a menudo se restringe a una serie de motivos que gozaron de una gran fortuna en el periodo (la Tabla de Esmeralda, la figura de Hermes Trismegisto, la Piedra filosofal, etc.), obviando otros símbolos fundamentales de lo alquímico. Hay que tener en cuenta que para el esoterismo finisecular la alquimia es, ante todo, la aplicación práctica de la ciencia hermética nacida en Egipto, aunque dependiendo de la fuente la genealogía remonta hacia uno u otro pasado legendario. 3. Lecturas del imaginario alquímico Hay algo que se conserva en la recepción finisecular y es su polisemia, sus múltiples lecturas. La alquimia nunca tuvo un sentido unívoco. Siempre estuvo a caballo entre el arte práctico, con unos horizontes concretos y materiales (lograr la realización de la Piedra que devolviese la perfección –el oro filosofal– a los metales; o la panacea universal, remedio de todas las enfermedades y capaz de devolver la juventud) y el significado espiritual, que hace de ella una doctrina mística. Hasta el siglo XX la alquimia nunca se desligó de su literalidad para ser solo una disciplina espiritual ni olvidó su trascendencia para quedar reducida a una práctica de laboratorio. En el fin de siglo, el imaginario alquímico resurge en toda su complejidad, con un sentido literal (no solo en la ficción, también en la vida con un Strindberg en su buhardilla parisina experimentando entre matraces) y un sentido místico de sus símbolos, pero a las lecturas literal y espiritual se le añade una nueva, una lectura metaliteraria que hace de ella una metáfora del proceso creador. Vamos a ver tres breves ejemplos, pero esclarecedores, de estas lecturas. 3.1. Lectura literal. Temas y motivos alquímicos en Morsamor En primer lugar, podemos hablar de un uso «literal» y literario de los motivos y temas alquímicos en la poesía y en la narrativa de corte fantástico, tanto en los autores 5

afiliados a una sociedad esotérica, como Lugones (Las fuerzas extrañas), como en escritores próximos, como Rubén Darío (un ejemplo de ello es su cuento «El rubí», perteneciente a Azul). La novela española donde mejor se plasma el imaginario alquímico decimonónico es probablemente Morsamor, la novela de aventuras de Juan Valera. Aunque su autor no profesara en la capilla modernista, sí que tuvo interés y conocimientos de teosofía 2. El argumento de la novela se construye sobre un tema alquímico: la transmutación, el rejuvenecimiento de Fray Miguel de Zuheros gracias al elixir preparado por el Padre Ambrosio, alquimista y mago. La panacea preparada por el Padre Ambrosio con «un extracto, una quintaesencia de la piedra filosofal» (Valera, 2000: 52) da una segunda oportunidad en la vida para alcanzar la gloria y redimirse a este fraile que a los 35 años, decepcionado de no haber logrado ni fortuna ni triunfo en el mundo, se había recluido en el convento. La transformación de Fray Miguel en Morsamor se acompaña de una serie de situaciones y motivos típicos del imaginario alquímico del fin de siglo. El primero de ellos, y probablemente aquel que gozó de una mayor fortuna entre las plumas modernistas, es el de la Tabla de Esmeralda. Este críptico texto, al que harán referencia como veremos también Valle y Lugones, fue en la época el epítome de la ciencia hermética. —Yo no puedo revelarte—le dijo—mi oculto saber. Se oponen a ello por sentencia unánime los iniciados y maestros. […]. Hermes, tres veces grande, con un buril de diamante hecho ascua grabó todo lo sustancial de la ciencia en una lámina de esmeralda y dejó escondida la lámina en la mayor de las pirámides de Egipto, en recóndito y estrecho aposento, adonde no podía llegarse sino por un revuelto e inextricable laberinto […]. Ni Aristóteles ni ninguno de los sabios que después ha habido, la han interpretado y comentado como se debe. Yo me lisonjeo de entender todo su sentido, pero no puedo ni quiero explicártele ni me entenderías aunque te lo explicase (Valera, 2000: 50). Si bien la fuente más antigua que han hallado los historiadores es un manuscrito árabe del siglo VI, en la época solo se conocía su versión latina (Kahn, 2002). Según la leyenda, ampliamente divulgada y repetida por los ocultistas finiseculares, la Tabula Joan Torres-Pou ahonda en esta relación en su artículo «Aspectos del Orientalismo en la obra de Juan Valera» (2007), a propósito de una carta escrita a Menéndez Pelayo en 1887 titulada «El budismo esotérico»: «En ella, Valera le dice a su amigo que, durante una estancia en Estados Unidos, ha hecho amistad con discípulos de la señora Blavatsky, […] y que los sucesos, principios y teorías que ha aprendido con ellos lo ha hecho sentirse tentado a emplear ese conocimiento en la fabricación de una novela en la que lo sobrenatural tenga un papel predominante (Artigas 646)» (Torres-Pou, 2007: 21).

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Smaragdina había sido encontrada por un iniciado en la tumba del mismo Hermes Trismegisto, y contenía las claves de la Opus Magnum. La referencia a este conocido motivo alquímico sirve de preámbulo a Valera para la escena de iniciación, otro topos de la literatura esotérica. El par dialéctico formado por el Padre Ambrosio y Fray Miguel reproduce la relación arquetípica entre maestro y discípulo, iniciado y neófito, que tan del gusto fue de simbolistas y modernistas: podemos ver recreaciones anteriores de la escena iniciática en el diálogo de Louis Ménard «Le voile d’Isis» 3, en el que Hermes inicia a su discípulo Asclepio; o en la novela póstuma de Villiers de l’Isle-Adam (1890), Axël, en el pasaje en que Maître Janus transmite los arcanos de la ciencia oculta a un aristocrático Axël. Al igual que en esta novela, la construcción de la atmósfera iniciática en Morsamor viene dada por el espacio (el laboratorio) y por ciertos objetos: una lámpara inextinguible, atributo del mago, libros de alquimia (Alegoría de Merlín) y toda una suerte de utensilios alquímicos: «En varios anaqueles multitud de vasijas de barro, ampolletas de vidrio, redomas y pomos, que contenían sin duda extrañas drogas; arrimados a la pared o suspendidos de ella dos esqueletos humanos y pájaros y reptiles disecados; en diversos poyos, en mesas, en hornillas y en anafes, retortas, embudos y vasos de metal y de arcilla» (Valera, 2000: 51). El libro de Morsamor también recoge otro aspecto fundamental del imaginario alquímico de fin de siglo: su asociación con lo demoníaco. Pese a la presentación del Padre Ambrosio como un gran sabio que practica una magia legítima, ambos (el sacerdote y el fraile) acabarán renegando de ella. Fray Miguel termina sus días sintiendo «acrecentarse su repugnancia hacia la ciencia profana», y queriendo «prepararse a bien morir y recibir la absolución de sus culpas, no de un sabio mago sino del fraile más cándido e ignorante que en el convento había» (ibíd.: 261), y el mismo Padre Ambrosio, temiendo haber sido ayudado por un íncubo o súcubo en sus prácticas, «se apartó del cultivo de la magia» (ibíd.: 263). La atracción modernista hacia la alquimia, la magia y otras artes heterodoxas fue siempre ambivalente. El mismo Baudelaire en Les fleurs du mal (1857) diabolizaba la figura de Hermes Trismegisto: «Sur l’oreiller du mal c’est Satan Trismégiste/ qui berce

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En su libro Rêveries d’un païen mystique (1876). No olvidemos que su autor, compañero de clase y amigo de Baudelaire, fue químico además de escritor y estudioso de la antigüedad griega. Ente otras obras de erudición, estudia y traduce los libros herméticos.

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longuement notre esprit enchanté,/ et le riche métal de notre volonté/ est tout vaporisé par ce savant chimiste» (Baudelaire, 1868: 79). También Valle-Inclán en la Clave IX «Rosas astrales» de El pasajero construye la rima del primer terceto Trismegisto (o Trysmegisto, como ortografía Valle) con Anticristo. 3.2. La alquimia mística en Valle-Inclán Pero la recepción no se limitó solo a temas y motivos en la narrativa fantástica. Como hemos mencionado antes, el universo alquímico siempre tuvo una lectura mística además de una técnica. Era en ella donde para muchos residía el valor de un saber que sin esta y a falta de comprobación empírica se reducía a ser una precursora extravagante de la ciencia química. Así, Papus dirá en el prefacio del libro de François Jollivet-Castelot, Comment on devient Alchimiste (1897), que la alquimia no es un antepasado «balbuciente» de la química, sino su parte metafísica, abandonada en la modernidad. Según JollivetCastelot, no era una ciencia muerta, sino una filosofía viva, con cuya divulgación pretendía expandir «quelques germes nouveaux dans les esprits dégoûtés de l’Analyse excessive et du Matérialisme impuissant» (Jollivet-Castelot, 1897: 9). Evelyn Underhill en su tratado La mística (1911) consideraba que la alquimia era uno de los tres diagramas que habían utilizado tradicionalmente los místicos para describir su experiencia espiritual. La búsqueda de la Piedra filosofal era la búsqueda de lo Absoluto, que requería un trabajo de transformación interior del hombre. Esta concepción parte de que el hombre «lleva dentro de sí, si pudiéramos encontrarla, la chispa o semilla de la perfección absoluta: la “tintura” que produce oro» (Underhill, 2006: 166). La Magnum Opus, culminación del trabajo alquímico sería, para Underhill, la trascendencia de la naturaleza inferior –escindida- del hombre, la unidad recobrada. Las imágenes alquímicas representarían las transformaciones psíquicas (Hutin, 2008) operadas mediante la ascesis, la purificación del ser. Esta lectura de los motivos alquímicos es la que prevalece en los ejercicios espirituales que publicó Ramón del Valle-Inclán en 1916, La lámpara maravillosa. «La Piedra del Sabio» es el título del último de los cinco apartados centrales de la obra. El símbolo representa una meta espiritual, el fin del peregrinaje del poeta: su Compostela interior: El corazón que pudiese amar todas las cosas sería un Universo. Esta verdad, alcanzada místicamente, hace a los magos, a los santos y a los poetas: Es el 8

oro filosofal de que habla simbólicamente el Gran Alberto: ¡La Piedra del Sabio! (1916: 228). Peregrino del mundo, edifica tu ciudad espiritual sobre la Piedra del Sabio. Hermano, pálido adolescente lleno de inquietud y de dudas, haz alto en el camino, aprende a ser centro y alma solitaria sobre el monte. Como los antiguos alquimistas buscaban el oro simbólico, sello de toda sabiduría, en el imán solar, busca tú la gracia de amor que no tienes (1916: 243). El cierre del libro, la última de las glosas, vuelve a insistir en el conocimiento amoroso como la clave para realizar la Gran Obra alquímica, que es el retorno a la unidad del Ser, para alcanzar lo que Valle-Inclán, siguiendo a su maestro el místico aragonés Miguel de Molinos, llamaba la quietud. «Peregrino sin destino, hermano, ama todas las cosas en la luz del día, y convertirás la negra carne del mundo en el áureo símbolo de la Piedra del Sabio» (1916: 246). Si la piedra filosofal es un motivo recurrente en la obra valleinclaniana, Valle no deja de referirse a otros motivos típicos del imaginario alquímico finisecular, en especial a la Tabla de Esmeralda, que es citada repetidas veces. Como sucede con otras referencias esotéricas, le importa más su «prestigio simbólico» y poder de evocación que la exactitud de sus aserciones. Pues si bien algunas citas aluden a un contenido presente en el texto, como la constitución trina del hombre y el cosmos: «Interpreta el símbolo trino del mundo con la clave trina de tu humanidad, según enseña la palabra fragante de misterio, guarda en la Tabla de Esmeralda» (1916: 223), en otras hay una interpretación libre, como el pasaje donde habla de un «libro cabalístico» cuya última frase se refiere al amor: «No hay otra verdad que las celestiales palabras con las que se cierra el libro cabalístico de La Tabla de Esmeralda: Te doy el amor en el cual está contenido el sumo conocimiento» (1916: 132); o aquel en el que el guía enseña al peregrino la visión gnóstica: «La eterna inmovilidad de la flecha no puede ser referida a la conjunción efímera con nuestros ojos, sino a la visión gnóstica que solo alcanzan los iniciados, como enseña la ciencia alejandrina guardada en la Tabla de Esmeralda» (1916: 214). No solo en el texto hay elementos alquímicos, también en los grabados de Moya del Pino que ilustran la obra. Uno de estos símbolos es el del huevo filosofal, que según Underhill representa «la sustancia o Primera Materia de la Gran Obra» (2006: 168), la correcta combinación de los tres elementos Azufre (materia), Sal (intelecto) y Mercurio (principio espiritual).

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Figura 1. Grabado de José Moya del Pino para la edición de 1916 de La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales.

Otro grabado en el que se observa la unión del Sol y la Luna remite al matrimonio alquímico, «la fusión del espíritu humano y el divino». Según Underhill, «bajo esta imagen se esconde el final secreto de la vida mística: esa unión inefable de lo finito y lo infinito —esa amorosa recepción de la vitalidad invasora de Dios— de la que procede el Magnum Opus: el ser humano espiritual o deificado» (2006: 170).

Figuras 2 y 3. Grabados de José Moya del Pino para la edición de 1916 de La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales.

3.3. «Nuestras ideas estéticas». Una lectura metaliteraria Además de estas dos lecturas clásicas de los símbolos alquímicos, existe en el Modernismo una tercera lectura. La simbología alquímica, diagrama de un proceso físico y/o espiritual, se adopta como símil del proceso creador. La asociación del poeta y el artista con el alquimista asoma tanto en comparaciones que podríamos llamar lúdicas como en meditaciones sobre la naturaleza del arte. La observamos en el retrato que hace Gómez de la Serna del poeta-alquimista en La Pluma en 1923, «La personalidad fantasmagórica de don Ramón»: En aquella época fue en la que se dedicó don Ramón a la alquimia misteriosa, no por encontrar la despreciable fórmula del oro, sino para encontrar la palabra creadora, la imagen en que más duradera pudiese ser la figuración. Es su época de Fausto. En sus ojos queda el fuego de sus manipulaciones y de sus hornillos, y llevaba a las tertulias ese brillo extraño. Fue su hora de leer en el gran Facistol los libros inmensos de los que cuelga una larga cinta como señal, pues, si se perdiese por donde se iba, se sería ya un extraviado eterno (1923: 77).

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En La lámpara maravillosa de Valle-Inclán, como hemos visto, la Piedra del Sabio era el final del peregrinaje del artista, a través de distintos «tránsitos estéticos» hacia una realización espiritual y estética. Sin embargo, la analogía entre creación literaria y alquimia se hace más explícita en el artículo de Leopoldo Lugones «Nuestras ideas estéticas», firmado como M.S.T. (Miembro de la Sociedad Teosófica), publicado en 1901 en la revista bonaerense Philadelphia y reproducido en 1902 en Sophia. Para Lugones, como buen platónico, la Belleza era uno de los tres atributos de la Unidad-realidad junto con la Verdad y el Bien. La literatura y el arte debían ser expresión de esa unidad cósmica. El autor emplea la simbología alquímica para describir este proceso. Para él, la ley de la analogía hermética (para referirse a la cual el autor cita una de las sentencias más famosas de la Tabla de Esmeralda) se manifiesta en el principal recurso poético: la metáfora: «(…) la poesía, parece como que ha presentido esto, siendo, desde las edades más remotas, declaradamente panteísta. La gran ley de la analogía, en virtud de la cual “lo que está arriba es como lo que está abajo”, tiene su formulación en la metáfora, alma de la poesía» (1902: 175). No sólo la analogía hermética sirve de logos al proceso creador, también la síntesis. Al igual que en la realización de la Gran Obra alquímica, para alcanzar la Belleza, dice Lugones, «es menester ir refundiendo en seres cada vez más sintéticos a los que lo son menos» (1902: 175). La unidad debía manifestarse mediante la personificación de lo inmaterial y la humanización de lo material, un proceso para el que Lugones se vale del símil alquímico nuevamente: Es, como se ve, la vieja fórmula de la Tabla de Esmeralda, aplicada en sentido alquímico: «fijar el volátil y volatilizar el fijo», pues «lo que está arriba es como lo que está abajo» y la Grande Obra consiste en restaurar la unidad substancial del Todo. «El mejor atanor es el hombre», añadían lo filósofos espagíricos, porque aquella unidad había de manifestarse en el espíritu humano. Ahora bien; la unidad de un ser complejo depende de la armonía de sus partes, y quien percibe tal armonía percibe al mismo tiempo tal unidad. Cuanto más elevado es el ser, más sintético, y para nosotros este es el ser humano, la síntesis universal, el microcosmos (1902: 180). Hemos bosquejado, a través de estas tres lecturas, tres caminos por los que los símbolos alquímicos se integran en el imaginario modernista, cómo esta ciencia olvidada resurge no solo como una expresión de lo insólito en la ficción o en la cotidianeidad de esta corriente esotérica de la bohemia finisecular, sino como metáfora del anhelo modernista de unidad en el cosmos, en el interior del hombre y en el arte.

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