El ideal universal del crimen
Descripción
El ideal universal del crimen
Carlos Rivera Lugo En mi ensayo ¡Ni una vida más para la toga! Hacia una consciencia jurídica postmoderna, que sirve de pre-‐texto para estos coloquios, hablaba yo de la guerra social –lo que eufemísticamente insistimos en llamar ola de criminalidad-‐ se va escalando y la única respuesta que se le sigue ocurriendo a las autoridades gubernamentales y a sectores significativos de la sociedad es la represiva. Es la ley del talión, ojo por ojo, diente por diente, la lógica retributiva tan en boga en estos tiempos, no sólo en nuestro país sino que a través del mundo. Decía yo en el ensayo antes citado que: “La crisis de legitimidad que hoy padece nuestro Estado de Derecho se debe al hecho de su creciente incapacidad para satisfacer las diversas demandas y expectativas que compiten en nuestro país. Si estamos inmersos en un proceso de desintegración social es por que la sociedad en la que vivimos ya no le ofrece opciones reales de progreso a un sector significativo de nuestra población.” La creciente fragmentación social nos revela una sociedad incapaz de articular una agenda social fundamentada esencialmente en el bien común, lo que va traspasando ya los límites mismos de la gobernabilidad: “En una sociedad crecientemente escindida como la nuestra, este sector marginado se consume en la frustración y el resentimiento. Desconfiado de los cauces tradicionales para adelantar sus intereses y aspiraciones, este sector marginado protagoniza un creciente conflicto social difícil de controlar. Para éste ya no existe un “contrato social” que obligue y beneficie al conjunto de la sociedad, si es que alguna vez realmente existió más allá del reino de las ilusiones. Y es que no existe tampoco una moralidad pública creíble en nuestro país sino una moralidad situacional. Cada cual arrima la brasa a su sartén según más le convenga.” Concluía yo en ese entonces que ante el cuadro descrito lo que resultaba realmente asombroso era “la espectacular incapacidad de los líderes del país para comprender la necesidad imperiosa de repensar y rediscutir las bases explicativas y legitimadoras de nuestro Estado de Derecho”. Huelga decir que nada ha cambiado fundamentalmente en cuanto al diagnóstico antes mencionado. La guerra social se ha profundizado y se sigue fundamentalmente cruzado de brazos frente a sus verdaderas causas. El crimen nuestro de cada día es en última instancia la manifestación de una nueva modalidad de la lucha de clases propia del actual orden civilizatorio capitalista, nueva modalidad ésta que se da en el contexto de un periodo de reestructuración del modo
de vida prevaleciente o, si se prefiere, de un periodo de transición hacia un nuevo modo de producción, de distribución y de relaciones sociales. Sin embargo, nuestra sociedad, a tono con el mundo del que forma parte, está empantanada dentro de un círculo vicioso de violencia y de negación frente a las raíces de la misma. Sólo saldrá de él a partir de la adopción imaginativa, decidida y ciertamente heroica de una nueva lógica que represente una contundente ruptura radical en relación a las formas con que hemos pretendido abordar la solución a los graves conflictos sociales y éticos que anidan en su seno. En estos días he estado abordando el tema de la violencia en el contexto internacional a través de una serie de artículos publicados en el semanario Claridad. Irak, Palestina, Afganistán, Estados Unidos, España, Puerto Rico, no importa, en cada uno de estos escenarios lo que se vive, bajo el manto de sus diversas formas y manifestaciones, es la barbarie contenida en el actual orden civilizatorio capitalista del que somos parte. Y hay que tomar urgentemente consciencia de que en cuanto a los conflictos subyacentes hemos definitivamente traspasado las puertas del infierno y, repito, sólo una acción realmente imaginativa, valiente y heroica nos podrá detener en el avance por sus derroteros abismales. En fin, cada día más nos adentramos en la barbarie. Cobra así mucha actualidad la advertencia del Maestro Hostos: “Hombres a medias, pueblos a medios, civilizados por un lado, salvajes por el otro, los hombres y los pueblos de este florecimiento (de la civilización) constituimos sociedades tan brillantes por fuera, como las sociedades prepotentes de la historia antigua, y tan tenebrosas por dentro como ellas. Debajo de cada epidermis social late una barbarie.” La lúgubre sentencia hostosiana identificaba las causas de la barbarie en “ese contraste entre el progreso material y el desarrollo moral” que se daba en sus tiempos, “las vergüenzas de las guerras de conquista, la desvergüenza de la primacía de la fuerza sobre el derecho”. Nada ha cambiado en el mundo desde entonces. Seguimos condenados a vivir el eterno retorno de la barbarie. Y frente a ella no hay inocentes ni culpables, ni víctimas ni transgresores. Todos somos culpables, todos somos víctimas, todos somos en fin parte del daño colateral de la barbarie. Todo orden civil es hoy en el fondo un campo de batalla. El filósofo francés Michel Foucault señala que la historia es la representación de un drama único: la eterna repetición de conquista y rebelión. En toda sociedad, nos dice, los gobiernos esgrimen su poder para disciplinar, reglamentar y castigar. Para ello codifican unas lógicas y normas, las que quedan inscritas aún en nuestros cuerpos queriendo reducirnos a la deplorable condición de sujetos temerosos, sumisos y reprimidos; un universo de lógicas y normas que “de ningún modo pretenden suavizar la violencia sino satisfacerla”. 2
La sociedad, advierte Foucault, puede aún parecer que está en paz, pero sólo la “promesa de sangre”, es decir, de represión y castigo, aunque velada, neutraliza el constante peligro de desorden y rebelión social. Sus lógicas y normas, pues, encierran numerosas violencias y dominaciones, lo que correlativamente engendra un patrón de combate, a veces latente a veces abierto, a través de la sociedad. En ese sentido, la sociedad actual está erigida sobre el interminable potencial para el combate. La política se desenmascara como lo que en el fondo es y siempre ha sido: la guerra por otros medios. Las relaciones de fuerza se desnudan ante nuestros ojos. Por debajo de las apariencias de paz, de los mercados globalizados; de la multiplicación exponencial de las riquezas y las miserias en medio de una desigualdad sin fin; del gran espectáculo de la sociedad del consumo; de las dependencias humillantes y las clausuras de oportunidades de progreso por medio de un trabajo significativo; de los contenidos escasamente pertinentes y las formas disciplinarias altamente alienantes de la educación; de la proliferación y venta de armas de todo tipo; de las autoridades esgrimidas so color de ley; de la parcialidad e hipocresía cada vez más asquerosa de las leyes; de las subordinaciones impuestas o consentidas entre las naciones y los pueblos; de las hipócritas negociaciones entre los estados, en fin, por debajo de todo este desorden se escucha el latir de una especie de guerra permanente, el estruendo cada vez más cercano de una batalla que la voracidad inherente a la civilización capitalista le ha impuesto a la humanidad. Las luchas contestatarias y transgresoras de los condenados y marginados de la tierra, sean tipificados éstos como luchadores, rebeldes, insurgentes, terroristas o criminales, representan las múltiples formas que asumen en la actualidad las acciones de guerra de los que se niegan a vivir y morir en el sometimiento complaciente ante ese orden civilizatorio asfixiante. En un sentido fundamental, ¿no es acaso el transgresor, en este contexto, el partero de una nueva sociedad y unos nuevos valores, en la medida en que nos evidencia las carencias e hipocresías del orden social y legal prevaleciente? ¿No representan sus acciones acaso un cuestionamiento y reto que nos debe llevar a una reevaluación de la calidad de la vida en común y los valores que animan lo social? Sí, todos son profetas, unos conscientes y articulados, otros inconscientes y tal vez atropellados, pero profetas al fin que con sus acciones predican a favor del fin del orden civilizatorio existente. La violencia ha tenido y tiene, pues, múltiples rostros. El campo de batalla actual que es la sociedad, no es de hechura estrictamente de los criminales o los terroristas. ¿Acaso no está marcada en general la propia autoridad de los Estados modernos por la violencia propia de una guerra social, tanto abierta como silenciosa, por medio del cual el poder político y económico hegemónico busca reinscribir y reproducir desigualdades y represiones? Como partícipes, conscientes o inconscientes del actual orden civilizatorio, todos y todas tenemos las manos ensangrentadas. Por ello, todos y todas somos responsables, no hay inocencia ni indiferencia que valga. En la búsqueda de 3
respuestas frente a la barbarie actual, hay que prestar más atención a los hechos históricos y a las raíces de los conflictos actuales. Hay que aprender a valorar a todos los muertos, sin excepciones. Hay que reconocer la legítima ira del otro para empezar a trazar el camino definitivo de la redención frente a las puertas del infierno. Esta y no otra es la única posible lógica de la paz ya que la vía de la fuerza y la represión retributiva se ha revelado, hace ya tiempo, como un camino que no lleva a ningún sitio. La lógica represiva y retributiva sólo tiende a contribuir a la reproducción y escalada de la barbarie. Las estrategias llamadas de seguridad que se han estado implantando están convirtiendo a nuestras comunidades y a nuestros países en grandes espacios carcelarios en detrimento de la libertad ciudadana. Ahora bien, la articulación de esta nueva lógica estratégica y dialógica requiere de la deconstrucción discursiva y política del ideal universal del crimen que subyace en el orden civilizatorio actual. En su novela Una investigación filosófica el autor británico Philip Kerr nos denuncia como el crimen se ha convertido en un ideal en la sociedad contemporánea, la fuente de una nueva sensibilidad estética francamente deshumanizante y alienante. Desde el cine, la televisión, los medios de comunicación informativos, los juegos de realidad virtual en video, el crimen se ha convertido en su principal fuente de inspiración. Incluso, los hechos que se relatan inspiran libros y películas, que a su vez sirven para reciclar y recrear realidades. Así, a través de este seductor espectáculo de imágenes violentas, se nos desaparecen los escandalosos contornos de la propia realidad, se nos insensibiliza en cuanto a sus significados. La realidad misma ha sido asesinada, el crimen perfecto, denuncia Jean Baudrillard. En fin, la realidad alimenta al arte y el arte a la realidad, en una especie de círculo vicioso alienante. Aún más, dirá Kerr que nuestros tiempos son testigos de un renacimiento del arte del asesinato y del crimen. Desde las mil y una maneras de destruir a un país con bombas inteligentes cuyo propósito es someter a sus pueblos ante el shock and awe de la indiscriminada devastación resultante; las ejecuciones extrajudiciales con cohetes perpetradas por el régimen israelí contra líderes palestinos; y los aviones y trenes convertidos en misiles mortíferos contra blancos del enemigo. Incluso, se ha redescubierto las variadas maneras en que a Jesús de Nazaret fue brutalmente torturado y finalmente crucificado. Es como si ya nos hubiésemos convertido en una cultura de sadistas y masoquistas en que la tragedia, el dolor y la sangre fuesen los únicos medios para la purificación de nuestras almas y corazones. Concluye Kerr: “Esta tendencia se fundamenta en la ingravidez del hombre moderno y en la precariedad de sus prejuicios. Parte de la idea de que todo conocimiento es provisional y de que no hay ninguna verdad absoluta, salvo la muerte.” En esta situación de desequilibrio existencial, pregunto, ¿puede hablarse de un orden moral que imponga límites a nuestras relaciones con el otro, límites a los medios usados para alcanzar nuestros fines sin que, a su vez, se deslegitimen éstos por estar enmarcados dentro de la lógica viciosa de la barbarie? Frente a ello, si hemos de liberarnos verdaderamente de las garras de la barbarie, la de unos y la de otros, se requiere, como bien apuntó Foucault, la elaboración de una 4
nueva forma de derecho que esté libre de toda relación de sometimiento. Si el Derecho es un discurso de poder, ¿cómo abordar los procesos de validación y legitimación de sus enunciados con el propósito de transvalorar ese poder, transformar su naturaleza, en fin, humanizarlo, democratizarlo? ¿Acaso no se ha encargado la experiencia, bajo la presente socioeconomía dual en la que coexisten la riqueza y la opulencia al lado de la pobreza y la marginación, de deconstruirle a los condenados y marginados de la tierra el principio formal de la igualdad de todos ante la ley? ¿Queda acaso alguien aún lo suficientemente inocente como para no entender que la idea de dicha igualdad constituye una de las mas monumentales ficciones jurídicas sobre la que se monta todo un Estado de Derecho que está predicado sustantivamente sobre la idea totalmente contraria, es decir, de que existen unos más iguales que otros? Sumida en la mayor de las indigencias, la falta de valores liberadores y moralmente edificantes, arropada por la ausencia de un diálogo vivo y consenso democrático entre sus diversas partes, única forma de garantizar la vida en común mediante el respeto pleno a la autonomía y libertad de cada cual, ¿es posible hoy la pretendida legitimación de antaño, es decir, la planteada y aspirada por el discurso de la Modernidad? Las instituciones y los procesos que en esencia integran hoy en nuestro país la llamada administración de la justicia, ¿no están acaso claramente desfasados a la luz de los requerimientos éticos y sociales de la sociedad contemporánea? ¿Será que las expectativas de la llamada sociedad civil claramente superan su capacidad para corresponder efectivamente a éstas? ¿Puede dicho sistema seguir operando sin atender los requerimientos de legitimación que hoy se le hacen? ¿No será que se requiere con urgencia una significativa reestructuración democrática de todo el sistema judicial que permita superar su presente ethos, en general comprometido, en la práctica, con la reproducción permanente de sus actuales estructuras de poder altamente jerarquizadas y opresivas? ¿No será que se necesita la articulación de una cultura jurídica contestataria o alternativa que nos encamine hacia un nuevo ethos verdaderamente democrático? ¿Puede funcionar así un Estado de Derecho, como discurso de poder disciplinario, que se ha quedado en cueros, lo que ha potenciado cada vez mayores resistencias a sus mecanismos de control? En el caso de Puerto Rico, ¿no se habrá criminalizado por sus propias acciones el propio Estado Liberal-‐Colonial puertorriqueño? ¿Estará éste seriamente desbancado y desfondado, es decir, habrá dejado de existir éste como foco único y homogéneo de fuerza y autoridad, si alguna vez lo fue? ¿No habrá que plantearse, pues, el desarrollo de estrategias e iniciativas civiles alternativas, tanto desde los márgenes del Estado como también en su interior -‐aunque no como parte-‐, que impacte su entramado de saberes, prácticas y mecanismos? ¿No habrá que forcejear para conseguir la incorporación de nuevos saberes y prácticas encaminadas a la reconceptualización del Derecho y de los procesos de administración de justicia 5
desde una perspectiva más humilde y liberadora, que trascienda la formalidad encubridora de injusticias y violencias que le caracterizan hoy? Las respuestas a todas estás interrogantes y a los retos civilizatorios antes mencionados, son altamente pertinentes a la hora de evaluar nuestras posibilidades reales de redención frente a las puertas del infierno. Mayagüez, Puerto Rico Abril 2004
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