El hombre moral o la finalidad

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Descripción

Nicolai Abramovich Mesa Redonda Licenciado en filosofía e historia U. Sorbona Maestrista de Filosofía Política y Ética U. Sorbona

EL HOMBRE MORAL O LA FINALIDAD En la Antigüedad el mundo se concebía como una totalidad armoniosa en la que la idea de finalidad encontraba todo su sentido. Los descubrimientos científicos y la filosofía de la época moderna contribuyeron a que pierda cierta importancia, particularmente en el universo de la física. Sin embargo, la noción toma y tiene que cobrar verdadera trascendencia al ser rehabilitada y aplicada al mundo humano o mundo de la ética. © Miguel Picchio / www.winay.org

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“La Naturaleza no hace nada en vano”.

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n medio sin finalidad es como un electrón libre, se mueve, y crea efectos ciertamente, pero no tiene una tendencia clara. En efecto, en el mundo natural, la bellísima idea aristotélica griega, según la cual todo elemento posible o virtual tiende a volverse un elemento efectivo o real, se resume claramente por la célebre frase del filósofo: “La Naturaleza no hace nada en vano”. En aquel mundo, concebido como una totalidad armoniosa, la idea del movimiento browniano arbitrario no hubiera podido tener lugar alguno. Sin embargo, si la idea de un mundo físico hecho de tendencia natural de todo cuerpo y de todo movimiento hacia el cumplimiento de su finalidad, se mostró falsa científicamente: la sustancia de la idea en sí no tiene razón de ser totalmente proscrita. Movimiento Browniano Arbitrario: es el movimiento aleatorio o indeterminado que efectúan los átomos

En el mundo antiguo, las ciencias convergían en una armónica unidad, y las unas se explicaban por las otras. Cicerón, por citar un ejemplo, señala cómo la Física llama a la Lógica, la cual llama a la Ética.

La organización del mundo invita al cuestionamiento sobre él mismo, lo cual lleva a la idea de orden, lo cual sirve la mesa para el deseo de reglas sobre la manera de actuar correctamente: las reglas físicas son principio de las reglas morales.

Para los antiguos, la racionalidad humana se presentaba, sin lugar a dudas, como la característica esencial del hombre en el universo; sin embargo, la disociación entre el mundo humano y el mundo natural no tenía lugar de ser, puesto que todo ser forma parte del todo armónico o cosmos. Ciertamente, con Platón se pasa de un cuestionamiento natural a un cuestionamiento sobre la naturaleza humana, pero no hay que olvidar que, en todo caso, el vínculo entre el mundo natural y el mundo humano persiste de manera intrínseca. El mismo Platón rinde clara cuenta de ello al responder a la genial frase del sofista Protágoras: “El hombre es la medida de toda cosa” por la célebre frase “Dios es la medida de toda cosa”, haciendo así referencia al principio de Razón o de Idea que rige todo objeto analizado por el hombre. El mundo moderno introduce un elemento nuevo y clave: la radical diferencia entre el ser humano dotado de razón y el resto del universo. El hombre es uno, el mundo es otro. Los descubrimientos de Copérnico y Giordano Bruno no dejaban lugar a una concepción de la Tierra al centro del universo y de este último como una totalidad armoniosa. Si el mundo no puede ser más una totalidad, el ser humano y su Razón, por su lado, se presentan como refugios de valores y certezas inquebrantables. Sin embargo, un riesgo se presenta al horizonte: el método cartesiano lograría que el hombre se vuelva “como dominador y posesor de la Naturaleza”. La posibilidad de una deriva, la cual se actualizó en ciertos representantes de lo que se denomina el mundo moderno, es manifiesta: la sumisión a la creencia

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de la omnipotencia de la Razón. Los científicos e intelectuales se dedican a tratar de comprender el mundo confiando plenamente en la razón humana y en sus infinitas capacidades. Descubrimientos científicos, evolución de la ciencia y de la medicina se acumulan, un problema salta súbitamente: “¿se acumulan en el nombre de qué?” El saber por el saber, el saber porque se tiene la capacidad de saber. Entre el caos de la totalidad armónica y la exultación de la razón humana como refugio de valores, la noción de finalidad se desvaneció. La inercia le aconsejó la tumba.

conocimiento que son el tiempo y el espacio y es allí que reside la originalidad profunda de su idealismo. El hombre conoce sólo y únicamente desde su estructura espacio-temporal. El hombre es irreductiblemente tiempo y espacio. Desde un punto de vista práctico, es decir jurídico-moral, el individuo kantiano se caracteriza por su “espontaneidad” o su carácter de “agente libre”.

Kant se presenta a la vez como un heredero y como un innovador de los aportes del mundo moderno como lo atestigua el incomparable edificio filosófico que constituye su criticismo. Heredero de la concepción racionalista del hombre, crítico del culto abnegado a la razón. Ciertamente, la esfera del hombre es radicalmente diferente al resto del universo: El hombre kantiano se caracteriza, desde un punto de vista teórico, por su finitud radical. Su estructura o configuración hace que intuya por intermedio de las formas a priori del

en el mundo.

La esencial libertad del hombre le da la posibilidad de crear y de irrumpir

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Kant se refiere a dos nociones esenciales, las cuales rehabilitan esencialmente la idea de finalidad y su valor fundamental: el ideal en el plano teórico y la libertad en el plano práctico. En efecto, con respecto a la racionalidad teórica, Kant postula la diferencia entre entendimiento y Razón. Las ideas de Mundo, de Dios y de Alma son “ideas puras de la Razón”, las cuales no pueden llegar a conocerse.

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Sin embargo, el filósofo les acuerda un bellísimo papel esencial: las ideas metafísicas no tendrán más valor de conocimiento, tendrán valor de “ideal regulador”. En efecto, las ideas se muestran, entonces, como sistemas perfectos que sirven de modelo para la realidad. Son, por definición, esencialmente inalcanzables y tienen como papel profundo de dinamizar la realidad, la cual tendrá como fin o finalidad de acercarse lo más posible a estos modelos. La distinción precisa entre “lo que es” y “lo que tiene que ser” reintroduce y revaloriza la noción aristotélica de finalidad, de manera innovadora y original: todo ser tiende indefinida, infinita y eternamente hacia un deber-ser, toda realidad tiende sin cesar hacia su ideal. Con respecto a la racionalidad práctica, la libertad se define como el acuerdo entre la voluntad y el entendimiento o voluntad racional. La libertad es la autonomía o el acto mediante el cual el sujeto moral decide obedecer a la ley que se ha dado él mismo en tanto que sujeto universal, renunciando así a todas las determinaciones sensibles o animales. Si la característica esencial del sujeto práctico es su libertad y que ésta se define como autonomía, entonces, el ser humano, en tanto que esencialmente agente libre o espontáneo, tiende a la realización de su libertad, es decir, a la moralidad. O dicho de otra manera: la moralidad, autonomía o libertad digna es la finalidad del ser humano. Como lo dice el propio Kant, para el ser humano se trata de “ser digno de ser humano”. Un ser humano es digno única y solamente si tiende hacia la realización de la moralidad.

El sujeto moral se presenta, entonces, como la finalidad del ser humano. El sujeto aprende y se vuelve verdaderamente libre aprendiendo a ser moral. De esta manera, la finalidad es rehabilitada mediante el concepto de ética o moral, el cual se transforma en el

horizonte hacia el cual todo individuo debe tender mediante sus actos. La originalidad reside en darle a la moral el doble valor de medio y de fin. La libertad se realiza mediante actos morales que, justamente, intentan o buscan ser morales. La idea de finalidad, en un principio físico y luego olvidada, encuentra una rehabilitación, revalorización y revigorización dentro del universo de la racionalidad humana. Deja de ser un objetivo preciso para transformarse en un horizonte hacia el cual la realidad y el ser humano en particular deben acercarse lo más posible. De esta manera, la finalidad tiene como función esencial la de guiar y la de estructurar no sólo la realidad, sino también la acción humana en el nombre de la realización de su libertad y de su dignidad. Sin finalidad no hay orden ni estructura. Si en el mundo de la naturaleza la ausencia de finalidad y la arbitrariedad browniana reinan, en el mundo humano, tales fenómenos llevan lógicamente a la dislocación y al caos. La espontánea y libre acción humana no tiene verdadero valor ni unidad sin finalidad. La función de esta noción es, entonces, esencial puesto que se presenta como la única manera mediante la cual el accionar humano ético y político puede tomar una estructura unitaria. De la misma manera que la ciencia elimina la finalidad en el nombre de la arbitrariedad, el mundo humano tiene como deber eliminar la arbitrariedad gracias a la finalidad. La rehabilitación y la toma de conciencia del valor profundo de esta noción permiten el regreso de la “razón de ser” de todo acto, lo cual no debe jamás ser perdida de vista ya que si no se cae no solamente en la acción arbitraria y desordenada tanto en ética como en política, sino que se pierde toda dignidad humana o lo que viene a ser lo mismo, toda humanidad, para volverse prácticamente —es decir jurídica y moralmente— en lo equivalente de un electrón arbitrariamente libre. Es la finalidad lo que le da una verdadera unión y coherencia tanto lógica como ética a toda acción práctica. El hombre libre no puede ni debe actuar nunca en vano en el nombre de su dignidad o humanidad.

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