\"El Guerrero Uteh en el Reino de Ramses II\"

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El Guerrero Uteh en el Reino de Ramses II

El Guerrero Uteh en el Reino de Ramses II

Hector Fernandez

Copyright © 2012 by Hector Fernandez. ISBN:

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978-1-4771-5230-0 978-1-4771-5231-7

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Contents Nota Preliminar:.......................................................................................7 Estimado Lector:......................................................................................9 Tema central de la Obra.........................................................................11 I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX. X. XI. XII. XIII. XIV. XV. XVI. XVII. XVIII. XIX. XX. XXI. XXII. XXIII. XXIV. XXV. XXVI. XXVII.

La Ciudad de Jetuaret. ...........................................................13 Un suceso inesperado.............................................................17 El Arquero.............................................................................23 La Fortaleza. ..........................................................................27 La llegada del Toro de Suteh. .................................................31 La Partida del Ejército............................................................34 Se paralizan las obras..............................................................37 Las advertencias de Ahmosés..................................................39 Las Nostalgias de Tahir...........................................................41 Un Emisario. .........................................................................43 Avisos Nefastos. .....................................................................47 El Desierto.............................................................................50 El Atentado............................................................................53 El Escogido............................................................................56 La Entrada A Cannan. ...........................................................58 Los Muros de Celesiria...........................................................62 La fuga del reyezuelo..............................................................66 Dos desertores Kecsitas. .........................................................69 El Valle de Orontes................................................................71 Inesperados Aliados................................................................73 La Ciudad de Hamat. ............................................................75 El encierro. ............................................................................77 El Retorno a Tebas.................................................................79 Ante los dioses. ......................................................................81 Malas Nuevas.........................................................................83 En la prisión de los hititas......................................................85 Una mala jugada del destino. .................................................87

XXVIII. En el Laberinto......................................................................89 XXIX. El Banquete de los Recién llegados.........................................91 XXX. La Tregua de Paz. ...................................................................94 XXXI. A la luz del día.......................................................................96 XXXII. El príncipe Cheta...................................................................98 XXXIII. Un pueblo cercano a Hattusa...............................................100 XXXIV. La estela o carta....................................................................102 XXXV. AhmOsés mata a un egipcio.................................................104 XXXVI. Costas Fenicias.....................................................................106 XXXVII. Las aguas de Kemeth............................................................108 XXXVIII. El templo de las Esfinges......................................................110 XXXIX. Las Arenas Negras................................................................112 Datos Bibliográficos.............................................................................115 E p i l o g o..........................................................................................117

NOTA PRELIMINAR: Un agradecimiento especial a mi familia a mi tia mi abuela mis padres mis hijos a mi amigo Julio A Pino, al periodista Imeldo Alvarez, Emilio Andani la doctora Era Acuna, mi buen amigo y traductor Sebastian Machado, Consejero Carlos Marino en fin todos aquellos que de una forma u otra me ayudaron con una sonrisa un aliento les estoy infinitamente agradecido. Escritor Hector A Ferr.

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ESTIMADO LECTOR: La Obra que leeran a continuacion fue escrita hace ya mucho tiempo, llevado por un gran interes en la arqueologia y la historia me di a la tarea de recopilar un monton de datos los cuales fui colocando con sumo cuidado como si fuese un enorme rompecabezas cuando todo estaba listo mire el rompecabezas y me dije solo falta darle forma. tenia escasamente 18 abriles, era aun muy joven para haber hecho algo asi, mi abuela y mi tia se conmovieron, la anciana me dijo emocionada . . . .“Es pequena pero enorme en sabiduria” . . . podia narrar parte de los sucesos que acaecieron durante la dinastia diecinueve del gran Astradon (Ramses II) casi como si hubiera estado alli me parecio tan fantastico que salte del asiento de la biblioteca y corriendo me diriji a contarle todo a mi abuela, sin notar el tiempo fui escribiendo line tras linea pero era perezoso y solo atine a hacer 180 paginas (menos en format de internet) me parecio tedioso hacer un manuscrito de mas de 180 paginas pues me aburria cuando leia mas de 400 paginas a la 401 empezaba a bostezar asi que pense que nunca haria bostesar a nadie haciendo un libro increiblemente largo por aquel entonces tenia serios problemas como estudiante llege a ser suspendido en varias asignaturas incluyendo literatura, espanol, quimica y la profesora de matematica llego a decirme que era inutil continuar ensenandome una materia que nunca entenderia en fin era un completo desastre como estudiante, para resumir la historia de mi vida les dire que si mi padre y un buen amigo mio no me hubieran ayudado esta obra jamas hubiera llegado a las manos de ustedes les agradecere mucho si perdonan cualquier error de la obra la cual esta originalmente como la hize hace mas de tres decadas.

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Tema central de la Obra A finales del Reinado de Seti I las viejas contiendas contra el Libano y Asiria habian quedado abandonadas en polvorientos rollos. La casa Real en su maximo explendor escogia a uno de sus favoritos el cuarto hijo de Seti, quien subiria al trono con esperanzas de poner el nombre de su padre en alto glorificando asi su nombre y el de Egipto, Las castas militares que otrora dedicabanse a faenas sedentarias preparaban a sus hijos para tiempos malos. He ahi que el nuevo Faraon hace un llamado a su pueblo y a las huestes aliadas del Mediterraneo, entre los veteranos corre la voz y Uteh un joven é inexperto guerrero decide acudir al llamado. DERECHOS RESERVADOS POR LA LIBRERIA DEL CONGRESO EN WASHINGTON DC RGT. No TXU-698-753

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I LA CIUDAD DE JETUARET El Dios sol surgió entre las virgenes aguas del Nilo é ilumino los húmedos juncos, entonces se escuchó un chasquido en la margen opuesta del río sagrado; era un enorme saurio, que perezoso, se sumergía dejando tras de sí una estela de burbujas. Mientras pájaros de extraños colores alzaban el vuelo, emitiendo agudos chillidos, describiendo círculos en el aire, y desapareciendo después en el horizonte. A golpe de remos, una embarcación de tosca ensambladura avanzaba hacia la ciudad de Jetuaret también conocida con el nombre de la Acrópolis de Tebas. En el timón un hombre de aproximadamente veintitrés años, de aspecto formidable y poderoso, anchos hombros, músculos que se dibujaban en su tez trigueña . . . En su mirada había el regocijo de quién se aproxima a un lugar mucho tiempo deseado. Por eso cuando la visión de la ciudad se hizo más nítida, sus ojos brillaron de alegría. Estaba llegando a la espléndida Dióspolis, ciudad sagrada de los dioses egipcios y desde donde partían miles de aguerridos aurígas en busca de conquistas, más allá del Valle del Nilo. Uteh, pues este era su nombre, arqueó la cabeza y empuñó con mayor vigor los remos. El recuerdo de la guerra atenazó a su joven corazón con la visión de las arenas teñidas de rojo y la contemplación de los cadáveres. Su padre había muerto en combate, luchando contra las tribus tehenas y él hubiera querido estar allí para acariciar su rostro ya sin vida y correr su misma suerte. La pequeña barca hendió un espeso ramal de hojas de papiro, y Uteh saltó a la orilla no sin antes coger la cesta donde llevaba las provisiones del viaje: pescado ahumado, vino, y pan. Tomó también la espada, el arco, y el 13

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carjac lleno de flechas de puntas afiladas. Arrimó la embarcación y echó a andar por el camino arenoso bordeado de palmeras y de bellos cocoteros. Las puertas de la ciudad estaban frente a él. Dos jóvenes egipcias se dirigían en esos momentos hacia el río, vestidas con unas túnicas que casi rozaban el suelo, las finas curvas del cuerpo de las muchachas resaltaban al ritmo de sus pasos. Uteh siempre había admirado a las hijas del Nilo, especialmente le llamaba la atención en ellas su carácter tímido que contrastaba con la vitalidad y energía que sin embargo poseían. Desde muy temprano las mujeres de esa tierra recibían todo el peso de una tradición milenaria, que las conducía a respetar y a obedecer al hombre con que se desposaran. Las jóvenes traían unos bulto de ropas dentro de una cesta de mimbre encima de sus cabezas, y a pesar del ondulante contoneo de sus caderas, estos se sostenían firmes sin riesgo de caerse. Iban al río a lavar, repitiendo así la costumbre ancestral de sus madres y abuelas. La ciudad lo recibió con su alboroto acostumbrado. Los chicos corrían descalzos vociferando a voz en cuello. Y uno de ellos le gritaba en son de mofa a un gentil adolescente que por sus atavíos y maneras elegantes, denotaba pertenecer a la casta noble, asi el niño harapiento ensayaba su peculiar ajuste de cuentas. Las casas egipcias, que eran en su mayoría de baja altura, construidas con ladrillos de barro, y no tenían ventanas ni aberturas para la ventilación. Tan sólo poseían una entrada, cubierta por una tenue tela para protegerla de la mirada de curiosos. Uteh vio un hombre delgado y vestido con desaliño que hablaba en voz alta y se quejaba de su miseria. Se trataba, comprendió el joven, de un paria que en opinión de los egipcios estaba poseído por los espíritus malignos, por lo que lo repudiaban. Al llegar al umbral de un antiguo taller de alfarería, Uteh se sentó a comer el pan y a tomar el vino que llevaba en la cesta. El viejo alfarero, de facciones duras y mirar inquieto, lo saludó mientras se quitaba con el dorso de la mano el sudor que le corría por la frente. El anciano vestía una tela a modo de delantal, que le protegía el pecho del sucio barro. —Que Ra ilumine tu camino.—dijo el alfarero. —Ra y Amón estén también contigo—respondió Uteh. Inclinándose sobre el horno el alfarero pareció continuar su labor, pero curioso, pregunto enseguida: —¿Andas en busca de trabajo y cobija? ¡Para esas cosas estos son tiempos difíciles!

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Uteh se demoró en responder, finalmente señaló:—He oído que el Faraón prepara el ejército para una nueva campaña. ¿Es así? —Has oído bien. Dicen que quienes se le unan regresarán llenos de gloria y riquezas. El nombre del poderoso Ramsés correrá de boca en boca y Hapi desbordará el Nilo, las tierras se irrigarán, los pescadores tendrán buena pesca y los labradores buena cosecha . . . —¡Que así sea! Que la paz sea contigo—dijo Uteh entre tanto se ponía de pie. Recogió el cesto, se echó el arco al hombro y se despidió con una leve inclinación de cabeza. Rápidamente se internó por una de las callejuelas de la gran ciudad. No había dado un centenar de pasos cuando se encontró con un grupo de soldados chardanos, que conducían en una silla de andas a quien parecía ser un personaje importante, un hombre gordo de nutridos cachetes, cubierto con una piel de leopardo, distintivo de las clases altas; sus macizos brazos mostraban opulentos brazaletes de plata de muy variadas formas. Uteh observó que la comitiva se detuvo delante de una herrería. Los soldados, armados con espadas y pequeños escudos, penetraron en el lugar. De repente cesaron los martillazos que venían de adentro. El herrero, un asirio de blanca caballera y piernas nervudas, se apresuró a saludar al singular visitante. Los chardanos a una señal del hombre obeso ayudaron a este a descender de la silla. —¡Loado sea el gran jefe chardano!—dijo el herrero—ya están la espada y el escudo encargados por el señor. La espada es dura, tan dura y formidable que partiría cien lanzas enemigas a la vez. —Bien, bien—respondió sonriendo el visitante—tráela, que quiero probarla. El herrero caminó hasta el fondo de su herrería y regresó con una espada corta de ancha hoja y un escudo de forma redonda, revestido con piel de cabra. —Aquí tiene mi señor—expresó el hombre de cabellos blancos en tono bajo y respetuoso. El jefe chardano, contrayendo la enorme barriga y abriendo las piernas levantó la espada hasta la altura de sus ojos y mirando a uno de los soldados le ordenó: —¡Eh, tú, atácame! El soldado, tras una breve vacilación, desenvainó la espada y se abalanzó contra su jefe, quién a pesar de su corpulencia logró parar diestramente el golpe, entonces fue el señor el que ripostó y las espadas chocaron con estruendo. El Noble se movía asombrosamente con agilidad y rapidez al igual que el espigado chardano. Fue cuando aquel tomó la iniciativa,

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despertando la admiración de los presentes, y empezó a golpear con inusitada furia, fuerza y habilidad, el escudo de su súbdito. Este esquivaba el ataque una y otra vez, hasta que de pronto el obeso espadachín levantó la espada y con una singular maniobra de la muñeca, le asestó un golpe al soldado que le hizo tambalear y caer al suelo. —¡Si hubiera sido en un combate real te habría aplastado!—exclamó entre jubilosas carcajadas el jefe. Luego, con la misma amplia sonrisa y aire de satisfacción se dirigió al herrero: —¡Buen trabajo el tuyo! Me has fabricado una espada excelente. El herrero con un brillo inteligente en la mirada, le respondió: —Una gran espada para un gran guerrero. El gordo entonces le gritó al soldado: —¡Ardei, págale! Uteh decidió en ese instante acercarse al jefe chardano, pues su singular manera de vencer a su contrincante, el inusual golpe que había asestado le recordó una historia que le contara hacia muchas lunas y soles su padre. —¡Amón te protega en la batalla! Soy hijo de guerrero y busco al arquero Sahir, gran señor. ¿Lo conoces?—dijo Uteh esperando la respuesta deseada. —¿Quién eres tú?—replicó el jefe mirando a Uteh con detenimiento. —Soy hijo del valeroso Ursil, que cayó peleando en las alturas del Sinaí. Mi nombre es Uteh. —¡Ah, ya comenzaba a decirme yo!. Hay algo en la fuerza de tu mirada y en la vibración de tu voz, que solamente puede recordarme a un guerrero de la bravura de tu buen padre.—Admitió con asombro el jefe.—¿Ves esta cicatriz en mi frente? Me la hizo un beduino con la punta de su lanza, y tu padre, que peleaba junto a mí, luchó con furia y valor hasta salvarme de la muerte. El fue un gran amigo mío, por eso lamenté su caída en las alturas del Sinaí. Pero bien, estás aquí. Supongo que has venido de muy lejos. Sígueme. Esta noche serás mi huésped preferido.

II Un suceso inesperado Minutos después Uteh seguía la silla de andas del importante jefe chardano por las estrechas callejuelas de la ciudad. Al llegar a un recodo de la plaza principal el paso se dificultó: una multitud se apretaba alrededor de los comerciantes que vociferaban sus mercancías traídas de Canaan, lugar de donde provenían la totalidad de las maderas preciosas, oro, y piedras finas. Uteh miró impresionado los vistosos colores y filigranas de las prendas, en particular los tejidos y las telas. Aunque tuvo que apresurarse pues el Noble lo conminó a que le siguiera hasta su mansión, pues estaba a punto la hora del almuerzo. La casa señorial no quedaba lejos y la rodeaba un alto muro. Ya Uteh, una vez adentro, pudo admirar el espléndido jardín, en cuyo centro había una hermosa estatuilla de mujer que sostenía un cántaro entre las manos. En torno a la estatua crecían flores rojas y amarillas de gran tamaño. La entrada de la casa era pequeña, pero dentro admiró la sala donde eran recibidos los huéspedes. Uteh sintió enseguida el agradable perfume del ambiente y se detuvo a contemplar los dos largos divanes trabajados con exquisito gusto. Uno tenía la forma de una media luna, y el otro se cerraba a manera de semicírculo, guarnecidos con varios cojines de piel de alce. Colgados en forma simétrica realzaban el lujo de la habitación numerosos tapices con imágenes de cazadores persiguiendo cervatillos. De pronto su mirada se detuvo en algo que le llamo la atención: era un ban-it que tenía el tamaño de un hombre. El marco de oro macizo resplandecía con notable esplendor. El joven se inclinó para contemplar con asombro la obra de arte . . . en ese instante apareció el jefe chardano vistiendo una sencilla túnica blanca 17

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de hilo que llegaba hasta los pies, y traslucía el frescor de los perfumes utilizados en el baño. Peteh—pues tal era su nombre—advirtió enseguida el arrobamiento de Uteh frente al insólito instrumento musical, y le explicó sonriente: —Tahir, mi sobrina, me complace tocando melodías en él en ocasiones especiales. Y dejándose caer en uno de los divanes suspiró. Después mirando bondadosamente a Uteh, dijo: —He tenido un día muy agitado, necesito descansar. Aún no se había reclinado cuando surgió un hombre alto y delgado como una caña brava, joven, de maneras diestras y mirada inteligente. —Anka. —A sus órdenes mi señor—respondió el sirviente. —Trae vino de palma. ¡Apúrate! Anka se marchó y minutos después regresó para servir el vino de palma. Primero llenó la copa de Peteh, luego, con su habitual elegancia, puso al alcance de Uteh otra copa de vino. Peteh, saboreando la bebida, comenzó a contar detalles del reciente encuentro entre el ejercito egipcio y los beduinos del Sinaí. Con orgullo alabó las proezas del ejercito chardano. Según él la notable victoria obtenida se debió al empuje de sus aguerridas tropas. Animado por el relato refirió al joven la hazaña de un amigo de su padre. En uno de los asaltos a una fortaleza enemiga el gran soldado se vio acorralado por más de diez beduinos, pero demostrando su fuerza y destreza, no se amedró y lanzándose contra ellos con tal ímpetu que les tomó por sorpresa, y atravesó a dos de un golpe, luego aprovechando la altura que le proporcionaban unos escalones rasgó la cara de un tercero que retrocedió dando alaridos, el resto se puso en fuga. No pasó demasiado tiempo para que Uteh comenzara a sentir sueño y un leve sopor lo invadiera. Trató de hacer un esfuerzo para atender las palabras de su interlocutor, pero Peteh, al darse cuenta que su amigo había tomado quizás demasiado, ordenó a Anka que lo ayudara a retirarse a una de las habitaciones. El sirviente lo tomó gentilmente por las axilas pero como Uteh era demasiado alto y musculoso, perdió el equilibrio y se cayó al piso con el visitante entre los brazos Entonces Peteh, con una amplia sonrisa exclamó: —Deja, yo lo llevo. Y agarrándolo por la cintura y los hombros se lo echó a la espalda y lo llevó hasta el cuarto de los huéspedes. “Quizás pueda ser valiente en el combate, mas no es bueno para el vino de palma”. comentó el jefe Chardano entre risas.

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Cuando Uteh despertó horas después tenía frente a sus ojos maravillosos dibujos de indescriptibles formas que componían el cielorraso, un conjunto de vivos colores: montañas, ríos, praderas, pájaros y flores, mezclados en filigranas espléndidas. Al moverse una dulce voz de mujer le habló en un susurro: —¿Pudiste descansar bien forastero? Sorprendido, se levantó al instante y quedó turbado al notar la presencia de una muchacha de unos dieciocho años, de baja estatura, talle delgado, brazos y piernas como torneadas por quien hubiese sabido manejar la arcilla. Los ojos de la joven eran grandes y su mirada cálida. Había en su rostro una bondad y dulzura que llamaban la atención. Ella advirtió lo que ocurría en el alma del forastero y sonrió en tímido silencio. —Tú debes ser Tahir. —Sí—respondió la muchacha sonrojándose—mi tío me dijo que habías venido de muy lejos. —Así es. Aunque ahora creo que el vino que tomé adormeció mis sentidos. —Te he traído esto—dijo—Tómalo te hará sentir mejor. Y le mostró una pequeña jarra que contenía un líquido oscuro. Uteh probó complacido el raro brebaje mirándola fijamente, aunque lo bebió a entrecortados sorbos pues el sabor le resultaba desagradable. Al devolverle la jarra, Tahir abandonó el aposento con un tintinear de joyas y anillos que llevaba como adorno en sus brazos. Al quedarse otra vez solo, Uteh pensó que sería bueno recorrer el resto de la casa. Salió de la habitación y avanzó por un largo pasillo hasta una puerta que conducía a una galería de grandes cortinas colgantes. En ese instante Ra descendía del cielo. Uteh separó una de las cortinas y se encontró en un patio al aire libre. Era un patio de forma cuadrada, en la parte superior de los muros que lo rodeaban se veía un saliente de bellos dinteles retocado por un capitel amarillo. Las columnas que sostenían las arcadas en los extremos tenían numerosas figuras y símbolos labrados. En el centro del patio había un estanque donde flotaban matas de lirios mecidos por la brisa. El ambiente, íntimo y acogedor, le resultaba un sedante, y comprendió que el líquido oscuro que le trajera la bella sobrina de Peteh estaba haciendo sus efectos reconfortantes, pues se sentía saludable, lleno de vigor. Tan ensimismado estaba que no advirtió inmediatamente a Tahir que caminaba desnuda hacia el estanque. La muchacha no se alteró, miró un instante a Uteh y siguió de largo. Con lánguidos movimientos se sumergió en las aguas, apartando

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los lirios con los brazos. Después empezó a nadar con lentitud. Uteh no sabía que hacer. Inicialmente pensó que debía irse, pero rápidamente comprendió que Tahir deseaba su presencia. Se maravilló de la belleza de la muchacha, de su fragilidad y atractivo. La piel de ella, dentro del estanque, lucía más blanca de lo que realmente era. A veces se quedaba inmóvil o daba pequeños giros con los hombros fuera del agua. Sus manos jugaban con las hojas de los lirios. De pronto Uteh sintió el natural deseo de bañarse junto a Tahir en el estanque. Cuando ya iba a desnudarse entró en el patio el sirviente Anka con el rostro desfigurado. En un hilo de vos dijo: —Señor, a ocurrido una desgracia. Mi Señor sufrió un repentino ataque. Ayúdeme a levantarlo, pues está tendido en el suelo . . . El resto de los guerreros han salido, y yo sólo es imposible . . . Uteh, comprendiendo que algo le ocurría a Peteh, giró sobre sus talones y corrió por el estrecho corredor. Al penetrar en la habitación del jefe chardano, sus pies tropezaron con un ánfora y notó el desorden de los muebles. Vio en el piso varios pergaminos, y más allá el cuerpo de Peteh, que se movía con las manos sobre el pecho, quejándose. Con la ayuda de Uteh y los sabios masajes pectorales de su servidor, poco a poco Peteh fue recobrándose, los colores le volvieron a la cara, sus labios se movieron para balbucir el nombre de su joven amigo, pero Uteh le indicó que no hablara. En ese momento y como una ráfaga entró Tahir sollozando. Llevaba puesto un vestido rosado de hilo y sandalias tejidas de piel de cocodrilo. Peteh sudaba, su rostro tenía largos surcos húmedos que le hacían reflejar un brillo amarillento. —¿Qué espíritu maligno turba tu cuerpo, tío?—preguntó Tahir. —No sé que es, sobrina mía. Siento un dolor en el pecho como si me estuviera mordiendo en él un cocodrilo. Pienso que mi pobre corazón . . . —Voy a mandar a buscar el médico. Enviaré por él a uno de tus guerreros. Uteh, preocupado, se sentó junto a Peteh, mientras Anka enderezaba el ánfora y ponía los pergaminos sobre un estante. Entonces, haciendo un gesto, su señor le indicó que le alcanzara los documentos. —Quiero mostrárselos a Uteh—dijo en voz muy tenue, haciendo un esfuerzo. —¿No será mejor después que te vea el médico? —No. Debe ser ahora—replicó Peteh y dirigiéndose a Uteh le dijo:

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Escúchame. Dentro de poco se celebrará una importante reunión a la cual asistirán los Jefes de las Tribus. Allí estará el Faraón Ramsés. Es lógico que si no me ve piense que yo no tengo interés en apoyarlo. Tú Uteh deberás ir en mi lugar. Uteh, nervioso, quiso decir algo, mas el jefe lo detuvo con un movimiento enérgico. —Sí, tú irás, amigo mío. Acabamos de conocernos, pero eres de la Estirpe de tu padre, y no importa más nada. Debes ver en ese lugar al arquero Sahir y entregarle este papiro. Anka irá contigo y te mostrará a ese hombre, conduciéndote a su presencia. ¿Has entendido bien? El joven asintió, tomó el documento y se puso de pie sin articular palabras. En ese momento apareció en el umbral de la habitación un individuo entrado en años, con una peluca blanca. Vestía con pulcritud un ancho ropón y en sus manos sostenía dos cajas de ébano de pequeño tamaño. Era el médico. Con paso resuelto el hombre se aproximó a Peteh, lo examinó detenidamente, tomó una de las cajas y la puso sobre el pecho del enfermo. Después comenzó a mascullar un conjuro invocando al dios Anubis. Uteh no podía entender bien los rituales del médico. Pero Tahir estaba tan conmovida que decidió marcharse y cumplir el encargo del jefe guerrero. El médico debía de permanecer cuatro días junto al enfermo, el tiempo establecido. Si no cumplía ese mandato del dios Anubis la vida del enfermo correría peligro. Pasaron los días y las fuerzas del obeso Peteh seguían disminuyendo. Poco a poco se fue convirtiendo en una sombra de lo que era, ojeras enormes cubrían en círculos sus ojos. A veces se ponía de pie, aunque sus pasos eran lentos, como si de pronto los años se le hubieran echado encima. A la caída de la tarde del cuarto día, Peteh le pidió a Tahir que tocara el ban-it. —¿Una de esas alegres melodías que te gustan tanto? —Sí. Y Tahir recogió una de sus tupidas trenzas, tomó el instrumento y se dispuso a tocar. Uteh, parado junto a uno de los tapices, contempló los ojos de la muchacha; aquella tarde ella le parecía más hermosa que nunca. Tahir rasgó las cuerdas del arpa, y sus arpegios rompieron el silencio de la habitación. La mente de Uteh se llenó de imágenes, se sintió flotar en el espacio al conjunto de la música, transportándolo a los tiempos en que él era un pilluelo y viajaba con su padre por numeroso paisajes de países exóticos. Uteh recordó la vez que llegó a ocultarse en un cargamento de cereales. Eran

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las provisiones del ejército. Ya iba a partir el cargamento, cuando uno de los soldados tuvo la repentina curiosidad de revisar detrás de los grandes sacos, y lo encontró a él. La cólera del padre se desbordó como el Nilo en la época de las lluvias. Tomó una fusta de cuero y le azotó sin misericordia. Tiempo después habría de comprender que pudo haber muerto en su aventura, pues la caravana tenía que cruzar el árido desierto. Pero en aquel momento del castigo paternal su ánimo se llenó de pesadumbre. Su padre cayó en la lucha contra los tehenus, en el momento más álgido de la batalla, dando grito a sus hombres de que avanzaran, él mismo avanzó temerario hasta que quebrada su espada y destrozado su escudo y su armadura, fue rematado por un cobarde. El mismo y anciano Faraón Seti que había dirigido el combate en su majestuoso carro de guerra, le rindió los honores póstumos al gran e inolvidable guerrero. Cuando Tahir dejó de tocar el arpa, Uteh recobró al sentido de la realidad, y se percató de que la abstracción en que había caído le impidió disfrutar totalmente de la música. “¿Por que habré recordado esas cosas con las melodías del instrumento?”, se dijo extrañado, sin poder explicarse el misterio. Tahir advirtió que él estaba como poseído por un estado de animo singular y se le quedó mirando con su ya habitual sonrisa. Peteh, comprendió: —Las bellas melodías de mi sobrina te hacen recordar muchas cosas. Uteh, recobrándose vivamente, respondió: —Sí, es verdad, la música despierta sensaciones inexplicables, recuerdos que parecían olvidados. Pensaba en mi niñez, y por un instante me vi junto a mi padre, y evoqué una aventura de aquellos tiempos. —Es bueno recordar la infancia. Quien recuerda a su padre es un hombre noble, y el tuyo fue el más grande. El estaría orgulloso de que tú fueras digno de su ejemplo. Su Ka se llenará de luz si así fuera. Mañana partirás con Anka a reunirte con Sahir. —Pronto recobrarás tu vitalidad—replicó Uteh. —Que así sea, amigo mio. Peteh miró a Uteh con sus ojos lánguidos, y le rogó a Tahir que continuara tocando el arpa.

III El Arquero Anka y uno de los guerreros alistaron un carro al cual uncieron un brioso corcel negro; había que andar un largo trecho. Anka por precaución tomó dátiles y vino de la despensa de la casa. El viejo Sahir vivía como un ermitaño en las afueras de la ciudad, y según lo contado por Peteh, estaba, hace años dirigiendo un grupo de guerreros cuando cayó en una emboscada tendida por las bárbaras hordas de los Tehenus y recibió un terrible mazazo en la pierna derecha que lo había convertido en un tullido. Siguiendo la milenaria tradición, Peteh, para despedir a Uteh, se llevó la mano cerrada al pecho y se dio un ligero golpe. Uteh lo imitó. A la hora de la partida, Tahir mostraba una acentuada melancolía y esto causó a Uteh un hondo sentimiento. Tahir, poniéndole una mano sobre el pecho a Uteh, le dijo: —Sé que viajarás lejos, pero regresarás victorioso. Amón guiará tus pasos por el árido desierto. Uteh montó en el carro, Anka azuzó el corcel y se pusieron en marcha. En el trayecto hacia las puertas de la ciudad, Uteh pensó con nostalgia en la quebrantada salud del jefe Chardano, y al evocar la tristeza de Tahir y su mirada llena de emoción, una dulce sensación calurosa inundó su sangre. No tuvo ojos para lo que ocurría en las calles y en las plazas. Iba ensimismado y meditativo. Junto a las puertas de la ciudad se aglomeraba una muchedumbre de peregrinos, comerciantes, mendigos harapientos, y gentes de todas clases. Aquí y allá se veían bestias de carga. Los tenderos se hacinaban a lo largo de los muros. Mientras atravesaban la explanada, Anka vio formarse en el lado izquierdo del carro una descomunal reyerta. Dos hombres altos y fornidos, golpeaban sin piedad a varios jóvenes que se defendían con unos toscos 23

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bastones, y gritaban a voz de cuello reclamando ayuda. Muchos se reían y otros alzaban los brazos como si la pelea fuera un espectáculo. Anka quiso que Uteh observara la escena, pero éste hizo un gesto de contrariedad, y siguió abstraído en sus cavilaciones. El camino no fue difícil. Luego de atravesar una ancha faja de dunas tropezaron con una tribu maschauschas que iba en la misma dirección. La mayoría iba cargada de bultos. Esta tribu procedía de tierras muy lejanas y se había aliado bajo juramento ceremonial al ejército egipcio. El Faraón les prometió grandes riquezas y el derecho de conquistar pueblos, que luego serían súbditos o esclavos de ellos. A Uteh le llamó la atención la longitud de sus lanzas, las cuales eran más alargadas y mayores que las vistas por él hasta la fecha. Las puntas de las lanzas de los miembros de aquella tribu eran muy agudas, y el brillo del metal resplandecía como gemas. Entre la empuñadura y la hoja tenían amarrada la cola de un leopardo. El guía o jefe de la tribu les preguntó el rumbo que llevaban y Anka, con palabra amables, le explicó. Para sorpresa de Uteh el jefe de la tribu maschuschas propuso avanzar juntos. Los mauchachas tenían buenas armas, pero no eran fuertes ni altos como él. Algunos eran tan pequeños que no podían ir armados con aquellas largas lanzas, difíciles de manejar, sino con unas cortas espadas. Tras larga marcha, llegó un momento en que el grupo de guerreros se separó del carro de Uteh. Ya que la región más árida e inclemente del desierto había sido vencida. Poco después, en medio de las ondulantes dunas, apareció una cabaña construida con pencas de palmeras y juncos entrelazados: era la solitaria y lejana vivienda del viejo Zahir. Anka, señalando la cabaña, hizo una señal con la voz y Uteh vio salir a un hombre de mediana estatura, de fuerte complexión, de cabellos blancos como la arena del desierto, vistiendo un sencillo mandil de tela. Sahir cojeaba de la pierna derecha. Después de varios pasos hacia el carro, el anciano se detuvo a esperar con aire de noble dignidad. Cuando el carro estuvo a unos metros del anciano, el caballo comenzó a relinchar y dar coces. De repente y en un silencio formidable, salió detrás de la cabaña un enorme león de coposa melena, el cual, mostrando los afilados colmillos, dio un temible rugido. Anka tuvo que luchar con el caballo para detenerlo. Uteh rápidamente se tiró del carro espada en mano, dispuesto a enfrentarse a la fiera. Mas, al notar la tranquila expresión de Zahir, se contuvo. El anciano, girando suavemente la cabeza, le clavó la mirada al león y éste se fue rumbo a la parte trasera de la cabaña.

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—Es sólo un celoso guardián de un viejo ermitaño como yo—explicó Zahir mirando de soslayo a Uteh—Amón te ha conducido hasta mi, buen Anka. —Sí mi señor. —¿Y tú quien eres?—interrogó el anciano volviéndose hacia Uteh. —Soy el hijo de Ursil, el Valeroso. —Sahir dulcificó su expresión, y avanzando un poco mas hasta el lado de Uteh, dijo: —Te pareces a él, es cierto. Y si no me equivoco, tú eres aquel pequeñín que vi hace muchas lunas. Ahora eres un hombre de estirpe guerrera. Y alzando las manos, expresó en voz alta: —¡Basta de charlas! Síganme. Después de arrimar el carro y acomodar el caballo, los visitantes entraron en la rústica cabaña, donde, además de una mesa, había varios asientos de madera. Anka, sin demora, se acomodó en uno de ellos. Y Uteh algo más circunspecto, en otro, buscando los ojos del anciano. Entonces Sahir tomó de un estante polvoriento una redonda vasija. —Es un vino hecho por mi, pero espero que les guste. Todos tomaron el vino. Al regresar la vasija a manos de Sahir, el viejo le preguntó a Anka por qué su amo no había venido, y Uteh adelantándose al sirviente intervino: —Peteh te manda saludos. Y de no ser por estar aquejado de un extraño mal, hubiera venido él mismo. El nos ha enviado en su nombre. —¿Y que me manda a decir ese chardano embustero? —Pronto habrá reunión de los altos jefes de tribus—explicó Uteh—Y Peteh no podrá asistir. Pero quiere que tu vayas en su lugar, confía en tu sabiduría. Se hizo un silencio. Afuera, el viento hacía silbar las arenas. Anka se movió intranquilo al notar el efecto que le había causado las palabras de Uteh. Este, igualmente, notó el grave rostro del anciano, por lo que dándole un giro a la conversación, dijo: —He venido del norte atravesando las más largas distancias, pensando en los consejos y lecciones de mi amado padre, por eso ardía en deseos de conocer al gran arquero Sahir, tan mencionado por Ursil, que su alma esté con Amón. —¡Oh!—suspiró Sahir, y luego acomodándose mejor en el asiento, expresó la satisfacción que sentía por aquellas dos noticias. La petición de Peteh y el saber que tenía en su humilde casa al hijo de Ursil. —¿Entonces estarías dispuesto a cooperar con nosotros, verdad?

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—Lo estoy de todo corazón—respondió Uteh. —¡Bien!—concluyó Sahir—No hay más que hablar. He sido siempre un fiel amigo de Peteh, y no pienso abandonarlo en este momento. Mañana temprano partiremos hacia el norte, a ver a Eluc, jefe de los maschauschas. Y tú inundas mi alma de alegría al verte seguir el ejemplo paterno. Los designios de Amón son inescrutables, que tu Ka, hijo mío, viva entre luces.

IV La Fortaleza Con los primeros resplandores del amanecer, Uteh despertó sobresaltado, al sentir una confusa mezcla rugidos de león y relinchos de caballo. De un salto se puso de pie con los músculos tensos. En ese momento apareció Sahir. —Perdona, hijo. Es que Arsak, mi león, no esta acostumbrado a ver gentes en la cabaña, y al ver caballos amarrados  .  .  . Debe de estar hambriento, hace casi dos lunas que no salgo de cacería. —Comprendo—dijo Uteh—la verdad es que no tuve buen dormir. Las pesadillas que tuve me asaltaron como demonios en el Deba, me siento algo inquieto. —Partamos antes de que la Barca de Ra se ponga encima de nuestras cabezas. El camino es largo. Voy a darle de comer a Arsak y a buscar mi buen vino de palma. Anka sin perder tiempo aseguró el dogal del caballo, arrimó y revisó las ruedas del carro, y minutos más tarde partieron hacia el Sur, en busca de la gran Fortaleza; una muralla de piedras gigantescas coronada por enormes salientes, donde tanto de día como de noche los soldados maschauschas vigilaban el camino que conducía al Este. El viaje transcurrió con algunos incidentes no dignos de contarse. Uteh y Sahir conversaron sobre diversos temas guerreros, y Anka dejaba oir sus criterios los cuales producian risa en Sahir que en ocasiones paraba para otear el horizonte. De pronto vieron la gigantesca mole de piedra de la fortaleza egipcia. Sahir acortó la carrera del hermoso caballo blanco que llevaba y ordenó que Anka detuviera el carro. Uteh quiso saber la causa y el arquero estaba explicándole que era necesario avanzar poco a poco, para no confundir 27

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a los habitantes de la muralla, cuando de las altas puertas de la Fortaleza salieron, como un relámpago, cinco jinetes maschauschas. Venían a galope tendido, con las lanzas enhiestas. En un instante estuvieron junto al carro de Sahir, y el jefe del grupo, dominando a la bestia que bufaba, expresó un breve discurso, con la lanza y el escudo en alto. Sahir, irguiéndose en el caballo respondió: —Quiero ver a Eluc . . . Soy el arquero Sahir. Y añadió otras palabras que Uteh apenas captó, pero estaba seguro que el anciano se había referido al jefe chardano. El jinete hizo girar su caballo y regresó por la ancha puerta de la muralla. —Adelante, sigámoslo—indicó Sahir, marchando junto al carro y continuando detrás de los otros cuatro jinetes. Un soldado que estaba de vigía hizo una señal, y con ruidos y chasquidos se abrió la gigantesca puerta de madera, dado paso a los recién llegados. En su interior, la Fortaleza era tan grande que podía albergar un ejercito de miles de hombres. Tan pronto transpusieron las primeros arcas de la mole de piedra, Uteh y Anka notaron cierta agitación y se lo comunicaron a Sahir. Una nutrida cantidad de guerreros y otras gentes contemplaban como tres hombres cortaban un madero en dos, con una especie de metal tensado en un arco. El repiqueteo de los martillos era ensordecedor. Le estaban dando el toque final a lo que habría de ser un gigantesco cerrojo de cobre. Más allá, otro grupo cargaba enormes y pesadas alforjas, y a juzgar por el esfuerzo que hacían, se trataba de numerosas y variadas provisiones destinadas al granero. Y más a la izquierda, algo retirados, un centenar de guerreros maschauschas realizaban prácticas de lucha corporal, dirigidos por Eluc, quien en ese momento reprendía colérico a un joven que fue vencido con facilidad. Eluc era un hombre de toscas facciones, andar torpe y rudo, brazos llamativamente largos, que le colgaban cerca de las rodillas, y un tórax abultado, pero lo que más advirtió Uteh fueron sus pies, que no se correspondían con el tamaño de sus manos. En verdad, más que un jefe militar, parecía un diestro y raro personaje. Sahir, ni tardo ni perezoso, se aproximó seguido de Uteh y de Anka. Eluc al darse cuenta de la presencia de Sahir y de sus acompañantes, sonrió suavizando sus duros rasgos. —Vaya, por fin sales de tu escondite—exclamó. —Sólo hay un camino para el guerrero. Las arenas del desierto son anchas como los designios de Ra.—Respondió en un murmullo sordo Sahir.

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—¿Que te trae por aquí? ¿Quienes son estos? Sahir entonces le explicó a Eluc quienes eran Uteh y Anka. Después, a grandes rasgos, le contó al amigo sus propósitos. —Vamos para mi recinto, allí hablaremos—respondió Eluc, y los tres le siguieron. El jefe maschauscha dirigió sus pasos hacia un extremo del patio, donde había una puerta. Descendieron hasta un oscuro pasadizo interior de la Fortaleza. Eluc encendió una tea y avanzó seguido por los recién llegados, hasta llegar a un amplio recinto ricamente adornado. Dos pieles de leopardos colgaban de la pared junto a lo que parecía ser un arsenal de armas: espadas, escudos, lanzas, puñales, flechas, arcos, todos ellos dispuestos cuidadosamente. En el centro había una mesa con varios banquillos a su alrededor. Volviéndose Eluc invitó a Sahir, a Uteh y a Anka a sentarse. “Hablemos”, indicó con un gesto ceremonioso. Sahir desenvolvió el papiro que traía amarrado a la cintura y entregándoselo a Eluc, explicó: —Este papiro fue escrito por el máximo Sacerdote del Faraón y solamente puede leerlo los altos Jefes de Tribu. Según la información que tengo, el Faraón vendrá dentro de poco, seguido de su séquito, y si Peteh no acude a la reunión, tendré, en nombre de él que representar al Ejército Chardano. Por eso es que estamos aquí. —¿Tú?—exclamó entre serio y risueño Eluc—¿Tú, que juraste no volver a pelear jamás bajo el reinado de ningún Faraón? —¡Espera! ¡Espera! Durante mucho tiempo yo capitaneé al Ejército de Setí, que Sebak Ra lo proteja en el mundo de Anubis, y tú sabes mejor que nadie que fui el mejor arquero y aún podría demostrar lo que digo. —¡Ja, ja, ja!—estalló Eluc en una estruendosa carcajada—Tú ya eres un león viejo y sin dientes . . . —Ríete de mí—ripostó Sahir con los ojos iluminados por una llama.—Por mi cuerpo corre sangre de guerreros. Todavía manejó las armas con pericia y fuerza. Las cicatrices que ves aun no están sanas y son mis atributos en el arte de la guerra. Eluc contempló al amigo con detenimiento y haciendo un movimiento de aquiescencia con las manos, dijo en serio: —Sé que sabes manejar con destreza la espada y la lanza, pero ¿aún podrías hacerlo, Sahir? —Puedo, Eluc. Y prefiero la lanza a la espada, con ella me siento más seguro. —Espero que conserves la habilidad de los años mozos, bien ya veremos, hablemos de lo nuestro . . .

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Uteh, que había seguido el diálogo con interés, se dio cuenta que Sahir deseaba hablar a solas con Eluc, y haciéndole una señal a Anka para que lo siguiera, se retiró en silencio a dar un paseo por el interior de la Fortaleza. Los dos se fueron dejando solos a los viejos amigos. Al desembocar a una amplia plataforma notaron un activo ir y venir de guerreros. Allá lejos junto al muro varios grupos conversaban. En lo alto, el sol brillaba como una bola de fuego, lanzando sus rayos por entre las nubes de un cielo inmensamente azul . . .

V La llegada del Toro de Suteh Habían pasado ya dos lunas cuando al despuntar el alba se corrió un gran rumor. Los centinelas, con alarma, escrutaron el horizonte desde los altos de la Fortaleza. Un Ejército como de mil hombres marchaba en dirección a ellos. Eluc, al ser informado subió a una atalaya y con rostro sereno observó durante minutos. Después haciendo un giro fue a buscar a Sahir y sus amigos, quiénes acaban de despertarse y se disponían a tomar un trozo de carne con una jarra de vino de palma. —Se aproxima el joven Faraón Ramsés,—informó al llegar junto a ellos—pero lo que me preocupa es que aún no ha llegado el Jefe de los Qahaqs. Solamente tenemos un pequeño grupo de na’arunas a nuestro servicio. ¿Que haremos? Sahir se levantó y arrascandose la cabeza preguntó si ya habían partido los mensajeros. Uteh y Anka prestaron atención y Eluc explicó que sí, que había dado ordenes oportunamente. “Ya debían haber regresado con la respuesta—dijo—pues se llevaron los caballos más ligeros que tenemos”. Sahir señaló que eso le daba mala espina. —Y a mí también—admitió Eluc—Pero debemos prepararnos para recibir al Faraón, el tiempo apremia. Sahir, Uteh y Anka terminaron de comer y salieron de prisa a cambiarse de ropas, para estar vestido de maneras más apropiadas. Eluc les explicó que él acudiría a organizar los asuntos en la Fortaleza de manera que todo estuviera en orden. Sahir se ciñó el faldellín más lujoso que tenía, un cinturón de piel y el llamativo claft egipcio que nunca dejaba. Uteh se puso su sallín ligero de color azul tenue y una sandalias de liber de palma de fino acabado. Anka simplemente esparció por sus ropas un poco de incienso. Cuando salieron 31

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a la explanada, vieron la llegada del Ejército Chardano. Con quinientos arqueros a la cabeza. En ese instante apareció Sahir y se puso al frente. Uteh y Anka vieron a un hombre joven, vestido con una largo túnica blanca, con un hermoso collarín bordado en el cuello, en que las hebras de oro relucían, y en la mano derecha el cetro real, el símbolo del poder, de la vida y de la muerte. Impresionaban la majestuosidad y el lujo; las sillas de andas estaban adornadas con valiosas incrustaciones de oro y plata. A sus pies, se advertían ricos cojines, y sobre ellos su inseparable tigresa, su mascota real. Los paladines o cargadores de la silla de andas eran nubios, los cuales ostentaban enormes pulseras de oro, que tintineaban al ritmo de sus pasos. Al llegar,se produjo un gran silencio a lo largo de la muralla, Varios jinetes realizaban la guardia ceremonial rindiendo el debido tributo. Seguido por dos sacerdotes, que esparcían mirra en el suelo al paso de la comitiva, el Faraón Ramsés se bajó de la silla y se dirigió a grandes zancadas hasta donde Eluc, que sostenía una lanza con el emblema del Ejército maschuascha. El Faraón tomó la lanza y la alzó por encima de su propia cabeza. Entonces se escuchó como un ruido de gong, producido por un instrumento musical, y las voces de los guerreros emitieron un sonido gutural como un ulular donde se mezclaba el aire guerrero con la devoción religiosa al Faraón. Luego se escuchó la voz del Consejero Real. Este era un anciano que vestía casi igual que el joven Ramsés, sólo que en vez de llevar el cetro real se apoyaba en un báculo de madera tallada, en el cual se distinguía la forma de la cabeza de una oveja. La voz del anciano era sonora y sus palabras fueron para loar las glorias del Faraón, los designios de las huestes guerreras, los deseos de su dios. Mientras hablaba el Consejero, Uteh observó al Faraón, que mantenia una postura de profundo hieratismo y solemnidad. Sus facciones delicadas y su mentón pequeño contrastaban con su mirada dura y enérgica, que revelaba un carácter decidido. Llamaba la atención su descomunal estatura. Uteh llegó a la convicción de que en aquella enorme multitud nadie era más alto que el Faraón. Se decía que poseía una fuerza legendaria, por lo que los guerreros y funcionarios le habían puesto en secreto y a media voz el Gran Toro de Suteh. De él se contaban numerosas leyendas e historias, incluso le otorgaban poderes sobrenaturales. Mirándolo, con ojos de guerrero, Uteh pensaba que para vencerlo, para derribarlo, era necesario sin dudas mucha astucia y gran habilidad.

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El anciano Consejero dejó establecido en su fogoso discurso parte de los objetivos del viaje y la presencia del Faraón, el Faraón Dios, enviado divino de Ra. Mezcló en sus palabras las alabanzas y las explicaciones, y terminó con una frase que estremeció a todos: “Arrasaremos las huestes enemigas”. Cuando lo dijo, los guerreros comenzaron a rugir como si fueran fieras heridas o dispuestas al ataque, y después brotó un estruendo ensordecedor, con los golpes producidos por sus lanzas agitadas contra las duras corazas de sus escudos. Uteh concentró su mirada en el rostro enmarcado bajo el claft de rayas azuladas: el Faraón continuaba inmutable. Finalmente el Toro de Suteh se irguió, y señalando al ejercito con su brazo derecho, dijo con voz retumbante: —Guerreros del Ejército egipcio y de las tribus aliadas, la conquista de las tierras del noroeste nos traerá abundante riquezas, las suficientes para alimentar a nuestras mujeres e hijas, nadaremos en la opulencia. Escuchen: cuando caigamos sobre las débiles costillas del Rey Cheta, se escuchará más allá de las arenas del desierto el lamento de su derrota. Nosotros pasaremos por encima de sus cabezas con nuestros potentes carros de guerra. El viento del Norte estará junto a nuestro Ejército. Amón está con nosotros. Después, se calló y cruzó los brazos volviendo a adoptar su actitud hierática, como una elevada estatua.

VI La Partida del Ejército Ese mismo día el Faraón Ramsés, el Conquistador, asesorado por los jefes, decidió dividir en cuatro secciones el poderoso Ejército que encabezaba, para atacar al Rey Cheta o Hitita. Cada sección recibió el nombre de un dios: Path, Amón, Ra y Suteh. Las tropas fueron estructuradas en un orden estratégico adecuado a los fines que se proponían lograr. Los guerreros mientras repasaban sus armas, iban y venían por los alrededores de la Fortaleza intercambiando historias, comentando los sucesos, unos quejándose de falta de flechas, otros afilando sus espadas. Uteh contemplaba el movimiento del inmenso ejército con espíritu reflexivo. Desde la caída de la tarde el ánimo se le llenó de nostalgias. Pensaba en la dulce Tahir y recordaba las instrucciones y palabras de Peteh. Cuando pensaba en Tahir, el corazón le latía en el pecho como un pájaro asustado. La imagen de la muchacha le llegaba a rachas, como saliendo de un torbellino de humo y de vapores. Sus hermosos ojos, su voz, la figura grácil, el aire de misterio y ternura que brotaba de su ser, lo envolvio en un estado de embriaguez, extasis y deleiteal mismo tiempo. Algo abstraído, Uteh entró en el aposento en el instante en que Anka llenaba una vejiga con vino de palma. —¿Nos abandonas a mí y a Sahir? —Debo regresar a Jetuaret. El Amo debe estar ansioso de conocer las nuevas noticias. Me espera un largo viaje. —Que Amón guíe tus pasos. Llévale saludos a tu Amo, y si es posible, dile a Tahir que le ofrezca oraciones a Ra por nuestra victoria, y que la recuerdo. Anka, entonces, clavó su mirada en el rostro triste del joven guerrero y sonrió mientras asentía. 34

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Un rato después de que Anka partiera, las puertas de la Fortaleza se abrieron de par en par, y todos los guerreros se movieron hacia la explanada. El Faraón, seguido por el Consejero y otros jefes, se puso al frente de las tropas. Y una vez más arengó a los presentes conminándoles a consagrarse durante seis lunas a escuchar las plegarias del Sumo Sacerdote. Estas ceremonias eran muy importantes para los guerreros egipcios, pues ellas podían determinar la victoria o la derrota en el campo de batalla. El Sumo Sacerdote invocaría a los dioses tutelares para que los protegiesen. Uteh conocía aquellas costumbres, pues su padre le había explicado que el Faraón dedicaba noches enteras a la invocación, y cuando luchaba, la serpiente de Nehbet cubría sus espaldas. Junto a Sahir y Eluc vio alejarse a los altos y robustos guerreros. Pronto Ra en su Barca inaccesible se ocultaría. Eluc fue el primero en hablar: Sólo nos queda esperar por el mensaje con la orden de partir hacia el territorio Amorita—Palestina Septentrional. Allí quedará parte de nuestro ejército. Tú, Sahir, te pondrás al frente de los arqueros. Creo que los guerreros na’arunas harán una barrera resistente, pero el joven Ramsés tendrá que mantener el orden entre esos salvajes, que se creen enviados de los dioses. Uteh, impaciente escuchaba y pensaba cuál iba a ser su tarea en la batalla. Se movió intranquilo, pero guardó respetuoso silencio. Tanto el ejército maschuascha como el chardano debían recorrer un largo y accidentado camino hacia las costas fenicias. Centenares de hombres atravesarían las dunas del desierto, desafiando el shasin, aquel viento traicionero y sorpresivo, que era capaz de levantar, torbellinos con fuerza suficiente como para enterrar bajo una montaña de arena a un ejército entero. Infinidad de asnos, bestias de trabajo forzado portarían banderas y cargarían vituallas. Aquella caravana de animales con el avituallamiento necesario para la travesía, era siempre un espectáculo, una imagen que se proyectaba bajo el sol en medio del desierto como hecha por las manos de Amón. El calor sería como de costumbre espantoso, pero el claft, ese suave y ligero pañuelo de listas parecido a un tocado, cubriría la cabeza de los guerreros, para aliviarlos de los rayos del sol. Lo más inquietante sería el agua y el alimento. El agua sobre todo pues ella sería siempre la vida, la salvación. Lograr que se conservara y no produjera enfermedades en las largas travesías era la preocupación de los jefes. Los alimentos podrían escasear hasta que las bestias de carga llegaran a un lugar de avituallamiento y los guerreros saciaran su hambre, pero el

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agua sería siempre la vida, mas, también, orden y disciplina, cohesión y confianza. Uteh lo comprendía todo, lo razonaba con silenciosa contemplación. Por eso no se extrañaba de ver cómo muchos hombres llevaban como un tesoro singular vejigas con vino, para las ocasiones imprevistas. Iba a comenzar el suntuoso despliegue de armas y hombres. El Imperio egipcio se prestaba una vez más a demostrar su poderío, llevando la guerra a los lejanos países del Oriente. Era una multitud organizada militarmente, un ariete, un gigantesco puño que salía en busca del enemigo. Los escudos y las lanzas brillaban. Los rostros de los hombres reflejaban la solemnidad del momento. Amón es grande, y todo lo iluminará.—se dijo Uteh.

VII Se paralizan las obras La ciudad de Jetuaret bullía en medio de sus ocupaciones habituales. Los comentarios corrían por las plazas, sobre los viajes del Faraón y los preparativos de guerra. Muchos decían que se había enviado ejércitos a tierras lejanas, utilizando mercenarios. En las márgenes de los ríos las mujeres se quejaban de los problemas domésticos y de los constantes reclutamientos de sus esposos e hijos, pero hablaban entre ellas de manera discreta, para que no la oyeran los funcionarios, ni los guardias que velaban por el orden y el acatamiento a las leyes y deberes. En la zona donde las obras arquitectónicas estaban recibiendo gran impulso, todo era actividad. Aquella mañana, el sirio Asmir estaba disgustado. Su adusta y apergaminada cara mostraba la molestia que sentía. Había tenido una noche cargada de presagios y de hechos lamentables. Una jarra de barro, con forma de ave, que él apreciaba por su belleza y utilidad, se había roto accidentalmente. Rota, hecha pedazos, la jarra parecía una mala señal. Cuando fue a beber agua, advirtió que la otra vasija estaba vacía, y los papiros que le había traído Rajih, con las instrucciones acerca del estudio que estaba realizando, se veían esparcidos por el suelo . . . Asmir el sirio trabajaba en el equipo de los arquitectos y aprendices, y su deber por aquellos días era evaluar con precisión las características y la dureza del suelo donde se levantaba la obra. Asimismo debía analizar las propiedades reales de la zona, para determinar si allí el suelo podía soportar las cargas de los bloques de piedra destinados para el impulso de la construcción así que dejando todo como estaba decidió ir al lugar de la obra. Sus ojos reflejaban inteligencia y rica imaginación. Alto, con hombros estrechos pero fuertes, iba y venía observando el entorno. En aquel momento 37

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se ocupaba de dirigir el traslado de los enormes bloques, y el ascenso de los mismos por la rampa. Durante buen rato estuvo revisando las cuñas, los troncos, las amarras necesarias. Tenía a su mando un grupo de hombre de diversas egnias. Habían nubios, sirios como él, quahacs. La mayoría procedían del Noroeste, de más allá de las tierras rojas. Llegaron buscando trabajo bajo el sofocante sol del desierto. Otros eran prisioneros, esclavos movilizados bajo la mirada de los guardias. El trabajo más complejo lo hacían los jefes de obras, los cuales, junto al arquitecto, respondían de la buena marcha de la construcción. Y como Asmir era un jefe de obra, debía estudiar el grosor y tamaño de los bloques utilizados en las naves que formarían un gran templo. Asmir tenía mucha experiencia, y por eso sabía si el terreno no era lo suficientemente sólido, es decir, si los substratos de asperón, mezclados al óxido fórrico de color rojo y lila eran débiles, la composición del suelo se depreciaba y su calidad no ofrecía las seguridades señaladas por los arquitectos. Asmir tomó los pergaminos y los volvió a revisar. Entretenido en sus pensamientos y preocupaciones no pudo percatarse del silencioso deslizamiento de uno de los enormes bloques de granito, que ya amenazaba con caer sobre la muchedumbre de obreros que trabajan debajo de él. Las cuñas que lo sujetaban estaban quebradas . . . pero todos se mantenían en sus puestos sin advertir el gran peligro. En ese instante Asmir levantó la cabeza . . . salió corriendo velozmente, dando angustiadas voces a los que martillaban debajo, mas, el corrimiento fatal del inmenso bloque fue aun más rápido, y cuando los trabajadores israelitas que estában expuestos al mortal accidente se percataron de él ya era tarde, la inmensa piedra los arrasó en su formidable caída y estruendo. El espanto y el terror cundió por todo el campo de trabajo. Los lamentos y quejidos de los hombres atrapados por la ferocidad de la piedra se alzaban hacia el cielo como vuelos de pájaros. Asmir pensó en los heridos y los muertos, y en sus familias. Luego de haber podido remover el peñasco y salvar a los supervivientes del desastre, Asmir informó a su Jefe Rajih, y este recibió estrictas ordenes de parar la construcción por parte del arquitecto principal. Ya la Tesorería Real no iba a dar más apoyo para la Obra. —¿Que sucederá ahora?—exclamo con infinita pesadumbre Asmir, mientras levantaba sus ojos al cielo para interrogar a las divinidades.s

VIII Las advertencias de Ahmosés Ahmosés era hijo de una hermana de Seti, el Profeta. Era aquel un hombrecito sabio y juicioso, y a la vez humilde. Su rostro dibujaba una nariz común en Egipto, curva y fina, frente abombada, tez trigueña y mirada profunda. Siempre se vestía de manera sencilla y sin adornos llamativos. Hablaba pausadamente, y en un tono bajo, como si quisiera que sus palabras se delizaran delicadamente en los oídos de quienes lo escuchaban. La alta nobleza le criticaba que siendo el hijo de un Faraón, no hiciera uso de su linaje y de los distintivos que le pertenecían. Desde niño había mostrado un temperamento muy enigmático. Mientras los muchachos de su edad corrían y hacían travesuras, el pequeño Ahmosés se sentaba solitario en el templo de Amón o en el patio de la gran casa familiar, o se iba a escuchar a los sabios y a los médicos. Y cuando ya tuvo edad para ello, comenzó a asistir a las reuniones de los jefes de los pueblos aliados, donde en presencia del mismo Ramsés daba sus opiniones. A Ahmosés le gustaba recorrer las estrechas calles, ir hacia el mercado, saludando las gentes en la plaza. Todos sabían que era acérrimo defensor de los hijos de Israel, y que sólo perdía su ecuanimidad cuando se enteraba de una injusticia. Desde hacia algunas lunas, Ahmosés estaba preocupado por las noticias que corrían en torno a la guerra. Sabiendo que el peligro era inminente y que muchos de los aliados a un no habían dado una respuesta concluyente, penso oportuno ir a visitar al Faraón en persona, el cual en ocasiones de este indole gustaba pedirle consejo; Avanzó resueltamente por los pasillos de la majestuosa casa, salió al patio central y se dirigió al salón del trono, donde 39

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en esos momentos sabía que se hallaba el Faraón Ramsés, en espera de un mensajero importante. Una vez entrado en el salón saludó, y ya en presencia del heredero de Seti le dijo estas palabras: —Gran Faraón, Omnipotente Astradón, vengo a comunicarte que estando la guerra a las puertas de Jetuaret, los hijos de Israel temen por sus vidas pues saben muy bien del peligro que corren sus familias, muchos estan siendo obligados y otros no tienen alternativa, son esclavos sin recursos y los que han podido comprar su libertad, los han traicionado y les han dado muerte al escapar . . . Ahmosés iba a continuar, pero la grave voz de su Señor retumbó en el salón, mientras se erguía en toda su gigantesca estatura. —¡Detente! ¿Bienes a insinuarme que le conceda la libertad a los israelitas? Ellos son una tribu bárbara, que no posee religión ni poder alguno. Ellos nacieron para construir nuestras pirámides al golpe del látigo. ¿Puede ser de otra manera Ahmosés? Somos un Imperio y nos alimentamos de esos pueblos del mismo modo que la hembra del tigre alimenta sus crias. Siempre ha sido y será así. Se produjo, antes las palabras del Faraón, un profundo y pesado silencio. Los sacerdotes conociendo la irá del Hijo de Seti el Profeta se movieron inquietos. Pero Ahmosés, ante la turbación de todos, replicó con similar ira: Si no terminas con la opresión de esos pueblos, los dioses del Deba maldecirán a Egipto. La traición cundirá por todo tu ejercito, y un alo mortal caerá como fuego demoledor sobre tus carros de guerra que retrocederán ante el empuje brutal del enemigo y tu ejercito perecerá. Una vez dicho esto Ahmosés irritado dio media vuelta y se alejó del salón imperial traspasando el umbral dorado. Los ojos de Ramsés brillaron con un nítido fulgor, entre tanto se escuchaban las sandalias de Ahmosés alejándose por los oscuros pasillos. Los consejeros no sabían que hacer abrumados ante tal situacion.

IX LAS NOSTALGIAS DE TAHIR E sa tarde Tahir se sentía algo inquieta desde la noche anterior. Un raro sopor invadía su cuerpo joven. A sus ojos volvía sempiternamente la fuerte imagen de Uteh, la tenía grabada en el corazón, en la garganta, y en el vientre. Su última mirada antes de partir, aquellas fuerte manos que nunca pudo tocar, la espalda y el pecho formidables, y la insospechada ternura de su sonrisa. Así pensaba Tahir mientras su tío la miraba de soslayo y comprendía. Ella temía por la vida del joven guerrero, sabía que él en busca de gloria sería temerario en el combate, mientras ella quedaba en su casa entregada a la tarea milenaria de las mujeres: esperar que los hombres regreseran de la guerra. Aquella mañana ella decidió caminar a orillas del Río sagrado, justo en el instante que la Barca de Ra aparecía en el horizonte, mientras miraba el disco del sol aparecer por la margen oriental del Nilo, lagrimas de agradecimiento corrieron por sus pálidas mejillas. Era bello vivir en tiempos del gran Egipto, era bello amar al guerrero Uteh, y era cálido presentir su abrazo . . . En la tarde el sol se sumergiría en la Casa de los Muertos: Occidente, luego de recorrer el resto de las Doce Casas del cielo y sus constelaciones, allí sabía Tahir estaban almacenados todos los enigmas del Universo y de su pequeña vida. Allí estaba la respuesta que ella ansiaba conocer sobre el amor de Uteh. Se inclinó sobre el agua sagrada y mansa, vio batir por la alegre brisa los verdes juncos, e hizo votos litúrgicos por el Ka de su amado. Volvió a mirar hacia Occidente, y deseó secretamente verse caminar algún día por las llanuras del Deba, iluminada por las vestales divinas, allí donde 41

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se ocultaban los misterios y los develamientos de la rica y ancha tradición infinita de su pueblo. Tahir para llegar hasta las orillas del gran río había caminado por varias calles. Le impresionaba el laberinto de chosas de barro, los niños desnudos que la miraban con asombro, con sus ojos grandes y su tez olivácea. En un patio notó como unas mujeres preparaban bebidas. Un panadero inclinado junto a su horno hacia pan. De una choza salía el ruido de una sierra, y en otra el retintin de los martillos sobre el metal. Ella recordaba la vez que estuvo con Peteh en los talleres del templo, un lugar religioso donde los herreros, carpinteros y orfebres trabajaban de manera más organizada y con ropas menos sucias. De pronto vio venir por el río un barco como de diez metros de largo con la proa y la popa levantadas. Cerca de la popa advirtió una cabina confortable llena de cojines protejida por un toldo de colores combinados, las gentes que iban eran varias, los hombres pequeños y delgados vestían una falda hecha de lino, desnudos de la cintura hacia arriba con collares rojos y azules, también iban dos mujeres con vestidos sueltos semitransparentes sostenidos en los hombros que las cubría desde el cuello a los tobillos; iban riendo parloteando y algunos reclinados en cojines de seda inclinados el uno hacia el otro, y mirando un pequeño tablero de juego rectangular. Sobresalía una pareja, un joven y una muchacha. El joven portaba adornos de oro guarnecidos de lapislázuli y coralina, con una hoja en la frente en forma de cabeza de cobra, insignias de la realeza. ¿Quien sería ese apuesto joven? La muchacha llevaba solamente un hermoso tocado. La escena llenó a Tahir de nostalgia, y sintió de nuevo una leve ola de calor. Los remeros de piel pardusca, iban gritando a cada remada, y cerca de ellos un negro alto y fuerte marcaba los tiempos de la remada con un gong de bronce, boom, boom . . . Tahir se extasió con el cántico de los remeros que vibraba al unísono de la melodia encantada: ¡Que bella es mi hora! Tú has vivificado mi corazón. Tú eres para mi como el jardín de hierbas aromáticas.

Luego, Tahir dio la espalda al gran Río y se fue en dirección a su casa.

X Un Emisario El Consejero Real del Faraón ordenó a Eluc que enviara un emisario de su total confianza y de probada fidelidad, que escoltado por un grupo de soldados chardanos fuera a cumplir su misión. Eluc meditó un instante las palabras del Consejero Real y de pronto sonrió para sí, pues enseguida le vino a la mente el joven y dispuesto hijo del valeroso Ursil. Dirigiendose donde Uteh que en ese momento se dedicaba a pulir sus armas y entrenar con la espada le preguntó con fuerza: —¿Te atreverías a mostrarte en la presencia misma del divino Astradón y su corte? Uteh entonces también sonrió para decir prontamente —Estoy presto. Y esa misma mañana el joven partió hacia el resplandeciente Palacio acompañado de una pequeña escolta. Eluc y Sahir le dijeron adiós con la mirada esperanzada desde los altos de la muralla. Al poco rato Uteh galopaba bajo el ardiente sol del desierto. Mientras cabalgaban Uteh soñaba con las leyendas que de niño siempre escuchara en torno a los Faraones y sus palacios, presto a ver las maravillas que a su joven y temeraria vida se le fueran mostrando. Uteh no ignoraba que una jornada no llegarían. Tendrían que pasar la noche bajo la luna en algún lugar adecuado. De esta manera arribaron a un estrecho valle en el cual no crecía ni una hoja ni una flor. Era un lugar árido como todo el desierto, de rocas requemadas. Cuando los guerreros se acomodaron, Uteh buscó un declive apropiado y se dispuso a descansar. Antes de dormir dirigió una oración a Ra que ya se había ocultado, y luego 43

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dedicó sus pensamientos a su padre, y el ancho río que corría junto a su antigua casa. Entonces a su mente y a su imaginación sobrevinieron los tantos sueños de sus niñez y de su país agrario, recordó el shaduf, que hacía bombear el agua sobre una canasta, tuvo una visión de los cultivos, vio el papiro naciente sobre la tierra oscura, y a su padre educándolo en el arte de la siembra y la cosecha, en el difícil arte de la guerra y en especial el de la espada, en el amor del árbol y todos sus misterios, le decía que en ellos habitaban misteriosos guardianes que protegían a los hombres que sabían muy bien como venerarlos. Tradiciones más antiguas que las mismas lluvias acudieron a la mente del joven, el culto también al Nilo y su agua benéfica, que en sus periódicos desbordamientos anegaba las tierras y hacía posible la vida y el mismo Imperio egipcio. Uteh sabía ademas que el arte de los Escribas sería imposible sin las hojas de papiro, los Escribas eran celosos protectores de la Alta Tradición del Imperio y de su cultura, en esas hojas estaba escrito “El Libro de los Muertos”, que contaba del gran viaje de los hombres en su segunda vida por la región del Deba, donde los esperaba el Toro de Amentis, y de aquellos imprescindibles rituales que debían de realizar los familiares del difunto para proteger el alma del muerto de los peligros del Valle de los dioses, pues podían asaltarlo demonios. Por eso cada egipcio dedicaba horas enteras a la salud y protección de sus seres queridos que ya habían pasado a otra vida . . . Uteh, recordó como desde niño había sentido gran inclinacion por las actividades militares de su padre y a su mente regresó el recuerdo de la tremenda zurra que recibiese cuando sin que nadie lo viese se escondió en un fardo que llevaba provisiones a las fortalezas del Delta, la colera de su progenitor fue tanta que el castigo duró treinta lunas, de improviso se dio cuenta que hacia tiempo que no rendía el culto de veneración al Gran Ursil. Pero eso no lo atemorizó en medio de la noche oscura del desierto con la posible aparición de un grifo demoníaco, llegado a hacerle expiar su olvido. El sabía que en esos instantes estaba realizando el mejor culto que un hijo puede ofrecer a su padre: seguir sus nobles enseñanzas, continuar su ejemplo, ser tan valeroso como él. Para ello estaba presto a la batalla contra los hititas, para ello pelearía bajo las ordenes del hijo de Seti. Casi no pudo dormir Uteh con los pensamientos que lo asaltaban. Mas al amanecer continuó la fatigosa marcha, junto a sus hombres, y por fin divisó a los lejos las puertas de la gran ciudad, las murallas y las torres. Al atravesar la plaza principal vieron una gran procesión: sacerdotisas,

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mujeres jóvenes que vestían pulcras túnicas blancas. Se rapaban la cabeza, se untaban olorosos aceites y se postraban ante una descomunal figura de granito, todas oraban y clamaban por el favor de los dioses en aquella hora decisiva para Egipto. Uteh sabía que los dioses no podían dejar de escucharlas, las mujeres sacerdotisas eran parte de una antigua tradición que se perdía en la noche de los tiempos, era el raro culto al principio femenino de la naturaleza, el culto a la Madre Tierra, a la Madre Luna, a la impenetrable e impredecible Diosa Isis. Por eso el cántico que entonaban las mujeres rememoraba esa lejana condición cuando el sexo femenino avasallaba con su poder y su gloria al resto de los hombres, y poseía misterios que nadie a podido todavía comprender. Por el río que bordeaba la plaza y la ciudad cruzaban amplias embarcaciones. El movimiento y el tránsito de las gentes era tal, que señalaba con énfasis que aquella ciudad era el centro de un Imperio, donde todos los mercados y todos los peregrinos convergían. Así Uteh llegó por fin junto a las enormes piedras que defendían la entrada al Palacio. El joven hizo los signos debidos y esperados, y les mostró el anillo con figura de serpiente que le había dado el Consejero como identificación Real, los guardias enseguida se apartaron y le dejaron el paso libre. El hijo de Ursil caminó solo por un amplio pasillo ricamente adornado, que desembocó en un primer salón de color púrpura, luego en un segundo violeta, cada recinto tenía también su olor peculiar, eran parecidos a los perfumes que sintiera en la casa de Peteh pero mucho mas fuertes, los espacios estaban adornados y guarnecidos con muebles al estilo sirio y asiatico, al llegar a la tercer habitación un alto dignatario que vestía una larga túnica dorada y llevaba una de esas tupidas pelucas que resguardaban del sol, se le acercó y con un gesto ceremonioso hizo que le siguiera hasta llegar a una gran puerta de metal protegida por dos guardias egipcios, que desembocó en el regio salón Imperial, este no tenia columnas algunas y sus paredes estaban coloreadas con infinidad de simbolos reales. En el centro estaba el trono pero estaba vacío. Uteh quedó a solas de nuevo frente al Trono, el dignatario se había marchado, como los instantes pasaban pudo fijarse en los detalles de la regia silla. Los brazos del mueble estaban tallado con los rasgos de una cabra salvaje, mientras el dosel semejaba las garras de un águila, y el respaldar mostraba las fauces terribles de un león. Ensimismado en la contemplación del lugar y del trono no advirtió la llegada de un hombrecito adornado con

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un claft, era el Escriba del Imperio. Entonces se escuchó un ruido armonios de címbalos, y el gran Toro de Suteh entró y se colocó delante de él. Todos los que habían entrado al salón, incluyendo Uteh se echaron de hinojos, sólo a un gesto se incorporaron suavemente pero sin osar mirar al rostro al Faraón, no muy distante, la sombra escurridisa de un leopardo acechaba a solo unos pasos del monarca. —Este es mi plan de batalla, Enviado—dijo Ramsés II para comenzar a explicar.—Las tropas se dividirán en tenazas, dos alas inmensas, mientras los soldados chardanos entraran por el centro arrasando. Paralelamente enviaremos unos dos mil hombres en navios para desembarcar en Tiro y Sidon. De esta manera penetraremos en la frontera enemiga y obligaremos al enemigo a dar una batalla decisiva. Uteh adivinaba en las palabras del Faraón que este estaba al tanto de las artimañas del enemigo que trataría de dividir a los aliados y hacer traicionar a los mercenarios. Por eso quería acabar rápido, impidiendo al enemigo ejecutar un plan de respuesta o de contrapartida. Uteh una vez tuvo permiso para hacerlo, replicó —Tus Ordenes serán cumplidas. Tus omnipotentes palabras serán llevadas a la acción. Comunicaré a los jefes tal como lo escuché de tus labios sagrados. El rostro del Faraón lo escuchó impasible y poderoso, luego mirándolo con intensidad le ordenó que se acercara, lo escrutó y le preguntó: —¿Por que tu cara y tu cuerpo no están marcados por cicatrices como el resto de los guerreros? —Esta será mi primera batalla, Señor. Ramsés le miró con indulgencia y luego volvió a preguntar como probando al joven. —¿Cual hombre crees que es más bello, el que no lleva ninguna cicatriz y su piel es sedosa como el de una joven, o aquel de piel hirsuta y cuerpo marcado por las batallas? —Ninguno de los dos, Señor—replicó ladinamente Uteh. El Faraón no pudo evitar una leve sonrisa de su hierático rostro. Uteh regresó al desierto e inició una nueva jornada “El Faraón es un hombre de pensamientos sutiles” pensó.

XI Avisos Nefastos Horas después que se hubo marchado Uteh, Men-Kar el Consejero de la Casa de la Veneración y amigo de Ramsés desde la infancia, se personó en el Palacio dispuesto a hablar con el Faraón. Daba vueltas en círculos impacientes el Consejero con sus zapatillas de piel de tigre, luego se sentó en un bello diván de franjas azafranadas y magentas, la salluela oscura que llevaba contrastaba con los vivos colores del regio asiento. cuando entró el Faraón aquel se apresuró a hincarse de rodillas y rendirle tributo. Ramsés le exhortó a que hablase. Señor, han llegado informantes, nobles peregrinos que cuentan que el enemigo toma la iniciativa y se desplaza con todo su poder muy cerca de la frontera sur. El Faraón se puso en pie, alzó la cabeza y dio unos pasos hacia el extremo del salón. Preocupado visiblemente se mantuvo en silencio. Finalmente dio una palmada y apareció un dignatario. Entonces le ordenó a Men-Kar que repitiera lo que había dicho. Luego dirigiéndose a este último el Faraón dijo: —Tenemos que movilizar todas nuestras reservas. El enemigo ha descubierto nuestros planes, la táctica de la sorpresa se derrumba. Avisa a los jefes militares de la ciudad. El dignatario, entonces se atrevió a opinar: —¿Y si lanzáramos todas nuestras fuerzas sobre la avanzada enemiga? Quizás ellos no esperen de nosotros una reacción semejante. El Faraón, entonces, volvió a preguntar a Men-Kar: —¿De que tamaño es la fuerza hitita que está más cerca de nosotros? ¿Te han informado de ello los peregrinos? 47

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—En verdad dicen que no es muy grande, aunque está formada fundamentalmente por jinetes . . . —Era lo que sospechaba. Es sólo una avanzada ágil, el grueso de las tropas permanecen detrás y quien sabe si intenten desorientarnos usando falsos espias. No haremos nada si los atacamos inmediatamente, esas tropas son sólo un señuelo. Y mirando al Alto Dignatario, volvió a decir con fuerza el Faraón —Lo importante en estos instantes es que el consejo de guerra se reúna. Partan a sus puestos. El Faraón una vez quedó solo en espera de los jefes militares pensaba “Tenemos que trazar sobre la marcha una nueva estrategia, un nuevo plan de ataque y quizás de defensa . . .” Ramsés parecía, mientras esperaba, una inmensa pantera enjaulada. Mandó a buscar al jefe del ejército Egipcio, debía darle las ordenes pertinentes. No era de noche aun y ya los militares se habian congregado, se acordó tomar planes de contingencia para la protección de la ciudad, y desplegar tropas de emergencia frente al Nilo, en su vertiente oriental. Ramsés ordenó también el avituallamiento inmediato de la ciudad, diciendo que era necesario llenar los graneros hasta los bordes. El Faraón hizo comparecer al Escriba mayor y dictó el documento oficial. Mientras esto ocurria un dignatario se apareció con un nuevo e inoportuno visitante, se trataba de un hombre corpulento de tez bronceada que vestía como un hebreo. Después de hacer el saludo habitual, expresó ser el jefe mayor de obras pesadas, el responsable de las columnas de Karnak. El Faraón hizo una señal asentimiento y el hombre corpulento le dijo que no disponía de esclavos suficientes a su servicio, pues la mayor parte de los que le habian asignado abandonaron las canteras de Hammanat y Aswan para incorporarse al Ejército real. —Ya estaba enterado—dijo Ramsés. El hombre corpulento se quedó sorprendido. —.Pero, Señor, las obras se ponen en peligro—señaló con un aire de sumisión y respeto. Con un movimiento nervioso el Monarca levantandose del trono, dijo algo cansado—Hay que paralizar las obras de ingeniería, todo debe ahora subordinarse a los planes militares. Mis dignatarios le explicarán los pormenores. Esa eran las malas noticias para el sirio Asmir, y para las mujeres de Egipto pues verían marchar a sus hombres ignorando si regresarían.

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En las calles de Tebas las muchedumbres continuaban agitadas, había orden de racionamiento, hasta se había fijado un consumo familiar de agua diario, hombres armados, jinetes emplumados con colores de guerra se veían por las plazas y en los mercados. Ramsés no ignoraba que estaba llevando a su pueblo al borde del abismo impredecible de la guerra, pero todo se justificaba ante sus ojos por la gloria de los dioses y la grandeza de Egipto y su reinado. Confiaba, tenía absoluta confianza, que él haría lo que no hicieron sus ancestros y conquistaría las más lejanas tierra de cultivos, las ricas ciudades, y el Imperio Hitita. Todo eso era posible, porque grande era Amón, y él mismo.

XII El Desierto En el Palacio Real todo presagiaba que la guerra estaba a punto de cobrar la inmediata realidad de las batallas. El ambiente era de gran inquietud y abierta agitacion. Los Sacerdotes entraban y salían de las cámaras sagradas con ofrendas y en el enorme Patio central los dignatarios se reunían con el rostro tenso. La inmediata proximidad del enfrentamiento entre el ejército egipcio y el hitita había transformado las rutinarias costumbres. Del Imperio Hitita se conocia tan poco que las interrogaciones saltaban de boca en boca. Eran las mismas interrogantes acerca de las tribus Amoritas de las cuales apenas si se sabía que eran nómadas descendientes de la raza semita, pueblo especializado en la caza y en el arte de la cerámica. Pero, en general la información que se tenía, era escasa y provenía de viajantes fenicios o asirios. Esa mañana el cuerpo de guerreros egipcios se establecieron con todo su armamento frente a Palacio, con su enorme despliegue de carros de combate, lanzas, espadas y briosos caballos. Un hombre alto y fornido de quijada saliente pasó revista de los soldados y examinó los pertrechos. Todo estaba en orden, pero el ambiente parecía una colmena, envuelto en el estruendo de las armas y el relinchar de los caballos entre las voces de mando, las risotadas e improperios, de los más viejos, que observaban preocupados el nerviosismo de los jóvenes. De repente el Faraón apareció ante ellos, armado con una inmensa espada con incrustaciones de oro, en sus muñecas podían verse dos hermosos brazaletes del metal repujado, la muchedumbre se aplacó al instante, haciendo un corto silencio para de nuevo reanudar las murmuraciones. 50

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Cuatro guerreros se apresuraron a ayudarlo a bajar del carro de combate, pero Ramsés con un gesto soberbio los obligó a retroceder, su bella túnica blanca labrada con filigramas de plata, batía al viento cuando les dijo a sus hombres selectos: —Hoy, antes que Amón Ra se ponga encima de nuestras cabezas marcharemos a combatir a los hititas. Después mirando al cielo hizo la señal de partir. El desierto en las primera horas del día se mostró calmado, pero a medida que Ra se remontó en el horizonte un aire cálido comenzó a batir las arenas levantado espirales de polvo sobre los hombres armados. Ramsés que iba en el centro de sus tropas, encima de un poderoso carro dorado con escudos forjados y cubiertos con piel de león y dos cabezas de cabra a ambos lados, volvía la cabeza para observar sus tropas y el ánimo de los guerreros. Comprobando el Faraón que una cierta porción de las tropas iba quedando rezagada, se bajó del carro vestido con su mandil y su magnifico claft dorado coronado por un círculo de tela que le cubría en forma de media luna parte del pecho y la espalda, y le dijo al Jefe Chardiano: —Sube tú al carro y entrégame el escudo de batalla. Continuaré a pie. Eluc se inclinó con admiración y tendiéndole su escudo se volvió para contemplar la reacción de sus hombres, ahora todos avanzaban como una gran masa compacta y formidable, mientras vitoreaban a Ramsés. Uteh iba al frente de los carros de batalla mientras escuchaba el silbido del viento y el bramar de los animales. Luego de casi toda una jornada de camino y cuando ya el sol se inclinaba Ramsés ordenó detenerse. En ese instante el trotar de un caballo a galope hizo volver la vista a todos. Era un Mensajero. Eluc se aproximó a él. Era un hombre de unos 30 años, de rostro surcado por una enorme cicatriz. Conversaron en silencio. Un Mensajero hitita que decía traía una propuesta de paz para Ramsés. Aunque los egipcios no querían desistir de la guerra, pues estaba en juego infinitas riquezas además de la gloria que pudieran conquistar, no estaba demás escuchar al enviado, más aun, si tal vez lo que traía era una paz que favoreciera grandemente al Imperio del Nilo. Por eso Eluc lo escuchó en silencio, sopesando sus palabras. —El Rey Cheta quisiera un encuentro de vital importancia, mi soberano a dispuesto que su Visir y un enviado de confianza viajen lo antes posible como embajadores de paz.

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—Pasa una noche en el campamento del Faraón. quizás mañana puedas verlo. Yo por mi parte le adelantaré las nuevas de tu Rey. —Nuestras concesiones están animadas por el espíritu de la paz. Son sinceras, nuestros dioses no quieren ver sangre, y quieren vivir en buena vencidad con el Imperio egipcio—el hitita calló y Eluc asintio. Finalmente los egipcios y los chardanos se unieron a las tropas maschuaschas. Uteh que se había quedado algo rezagado, se unió al grupo. Llevaba uno de esos fardos pesados que le hacen la vida engorrosa a un legionario. Pero el joven guerrero lo soportaba con estoicismo. Un hombre delgado y no muy viejo de tez amarillenta iba y venia de fila en fila inspecionando si todo estaba en orden. Sus sandalias se hundían pesadamente en la arena, y su cara hosca se avinagraba aun más, gruñía y fustigaba con un corto latigo a los perezosos y le gritaba a otro que sorprendía acuclillado sobre la marcha. La tropa avanzaba en silencio escuchandose sólo el bramir de las bestias de carga. Uteh sintió que a medida que el tiempo corría el cansancio se apoderaba de sus piernas las cuales comenzaban ya a dolerle, inquieto se preguntaba si Sahir se habría rezagado en las ultimas filas de arqueros. Los rayos de Ra fueron perdiendo fuerza y un espeso manto cubria las arenas adueñandose del polvoroso desierto. Ramsés, entonces, levantó el brazo para que el ejército hiciese el alto correspondiente, los hombres se ocuparon de armar las tiendas de campaña, se escuchó el sonido de un cuerno en señal de retiro. Uteh rompió el orden y girando sobre sus talones fue a buscar un lugar para descansar.

XIII El Atentado Después que el Mensajero hubiera hablado en lengua hitita con Eluc este fue de inmediato a informarle al Faraón quien lo escuchara de pie y con los brazos cruzados. El grueso del ejercito hitita permanecía a la espera de las conversaciones. Su rey mantenía en alto la moral de sus tropas. Mutawali este era su nombre, Rey de reyes, amado y temido por su pueblo,era considerado entre sus subditos, como un hechizero con poderes maleficos, se decia que la extraña desaparicion de los pobladores de Irunn, habia sido uno de sus fecundos sortilegios Hattusa capital del gran país Cheta o hitita,era un vasto territorio que se extendia sobre una fertil llanura, y en medio de esta, florecia casi silvestre el cultivo. La caza de animales no era una necesidad. Al tener conocimiento de que iban a ser atacados por los egipcios se tomaron las medidas pertinentes, y todos con la excepción de los niños, los viejos, los enfermos y las mujeres se movilizaron. Del temido rey Cheta se hablaba de boca de sus más allegados consejeros de los extraños y misteriosos conjuros a los cuales se sometía. Este Rey había hecho algunas excurciones más alla del norte, logrando dominar pequeños pueblos nómadas. Tauro y Amano también cayeron bajo su férrea mano. El rey Muwatalli presuroso por los graves acontecimientos llamó a su Escriba más hábil y a su tesorero principal y dictó la orden de que todo el oro que poseía, más las riquezas de su reino, fueran puestas a disposición de la guerra, de manera que pudiesen comprar las armas suficiente a sus vecinos como para enfrentar a semejante imperio, también se reclutarían los hombres necesarios de los otros pueblos cercanos como Arad, Massa, Iruna, Pedasa. Se envió además por los aliados, los cuales se pusieron en camino de la capital amenazada. 53

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Entre tanto ya la noche cubría el campamento militar egipcio, los hombres ante el frío nocturno e inclemente del desierto se tapaban con mantas y encendían fuego, momentos después de haber recibido el informe de Eluc. Ramsés entró a su tienda con imperturbable calma. Desde allí escuchaba murmullos y voces, risas mezclados con el restallar de latigos, la fabricación de las flechas incendiarias, el endurecimiento de la punta de las lanzas. En verdad los chardanos se esmeraban en la preparación militar, hombres escogidos se ocupaban de mover los pesados fardos y de bajar de encima de los asnos casi exhaustos las necesarias proviciones. La entrada de la tienda del Faraón no tenía en aquel momento ningún guerrero cuidandola, Ramsés no quería que se le molestase, a pesar de las objeciones del capitán de los quahuac. El Monarca se limitó a evadir al insistente guerrero —No te nececito ahora, vete. El capitán no insistió más y se retiró finalmente. Los más viejos guerreros conocían de la extrema indiferencia con que tomaba el Faraón los peligros. Ya la noche descendía sobre el campamento, un aliento frio se filtraba por entre las gruesas telas de las tiendas de campaña. Algunos guerreros abrigados con pesadas pieles, conversaban delante de sus tiendas y otros caminaban diseminados por doquier. Al amanecer, se sintió un alarido uno de los servidores personales de Ramsés salió horrorizado de la gigantesca tienda. Al instante Eluc, Sahir y otros jefes corrieron hacia allá espada en mano, numerosos soldados se arremolinaron en torno a la tienda del Faraón. Alguien había entrado sigiliosamente a los aposentos reales con el afan de asesinarlo mientras este dormía Todos quedaron mirando como Ramsés con el rostro contraído paso por delante de los asombrados guerreros arrastrando un cuerpo que arrojó ante la vista de los demás, le había partido la nuca y se veía un puñal clavado en su cuello. Más que un reto, su fiera actitud constituía una clara advertencia. El murmullo existente cesó como cesa la tempestad en el mar, gradual y atropelladamente. Al minuto, un silencio total abarcó el espacio. El viento silbaba. La voz dura del Faraón se escuchó por encima de las cabezas de la multitud. —Ahora sabemos que es lo que realmente quiere el Rey Hitita. Eluc estaba trastornado por la vil traición perpetrada por los hititas, el mismo se sentía culpable de lo que pasó. El Faraón tan sólo lo había mirado con furia y desdén por su ineptitud al no reconocer detrás del mensajero de paz a un miserable asesino. Sin embargo Ramsés le respetó la vida, ni

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siquiera lo amonestó públicamente. Tal parecía que apreciaba demasiado sus cualidades como militar para ponerlo en peligro en un momento tan decisivo como ese, justo en el instante en que se iba a ordenar el inicio de la guerra. Eluc todo eso lo sabía y suspiró con alivio. Su condición de gran soldado lo hubo de salvar. Pero de desde lo acontecido bajo la tela de campaña del Faraón decidió ser excesivamente celoso en su custodia, decidido también a morir antes de ver caído en descrédito su nombre ganado en mil batallas y hazañas heroicas. Por ello el viejo Sahir no se inmutó cuando vio al mismo Eluc guardando posta frente a la tienda de su Rey.

XIV El Escogido Llamados por Eluc los más importantes jefes guerreros se habían reunido en el centro del campamento militar y en una enorme casa de campaña. Eluc habló de esta manera: —De este Concilio debe salir la elección de un guerrero de absoluta confianza que tome el mando de quienes están encargados de proteger la vida del Faraón. No podemos permitir que se repita otro ataque de nuevo. Una vez que Eluc hubiera hablado empezaron las deliberaciones sobre quien debía ser el escogido, hasta que el viejo Sahir dijo —Yo propongo a Uteh. —Demasiado joven y no tiene experiencia—replicó uno de los jefes. —Uteh es de la estirpe de Ursil, el más bravo guerrero egipcio—volvió a decir Sahir. Eluc meditó unos largos minutos antes de intervenir en la discusión, finalmente dijo muy lentamente. —Es cierto Uteh es demasiado joven e inexperto, pero es un hombre fuerte e inteligente, ha demostrado incluso sagacidad y está ansioso por demostrar todas sus aptitudes . . . —Muy joven.—Repitió el jefe guerrero. Sahir dijo: —Los Altos dignatarios verán con complacencia a un miembro del linaje guerrero de Uteh. Esa decisión nos favorecerá a nosotros ante la mirada del Faraón. —Pues bien. Que sea Uteh el escogido—afirmó sentencioso Eluc. Eluc propuso mandar a buscar rapidamente al joven guerrero. De inmediato alguien salió a localizarlo. No le costó mucho trabajo hallarlo: Uteh estaba jugando con un soldado de baja estatura y fuerte complexión, 56

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en el centro de un coro entusiasta. El juego consistía en pasar la punta de un brilloso cuchillo entre los dedos de la mano. Uteh habia apostado un brazalete de oro fino y ponia gran empeño en no perder. El metal saltaba de dedo en dedo al ritmo de las palmadas serias de los presentes, hasta que de pronto, el filo del arma se tiño de rojo. Uteh sonrió satisfecho, había derrotado a su oponente. El guerrero que lo buscaba se acercó y le dijo que Sahir y Eluc lo reclamaban con urgencia para un asunto muy importante. Tan pronto estuvo junto a ellos, Eluc le expresó: —El Concilio te ha elegido para cuidar der la vida del Faraón, y deberás responder con tu cabeza.—Dijo Eluc. —Mi vida hace mucho que pertenece al Imperio Señor. Mi padre la dedicó a Egipto el día en que yo fui engendrado. Los tres hombres entraron en el interior de la tienda de campaña imperial, el propio Faraón les ordenó pasar El Faraón sonrió complacido y preguntó: —¿Que medidas tomaran para el día de mañana cuando mis huestes entren en batalla? —Ya hablé con los guardias.—dijo Uteh—Y tienen precisas instrucciones. El principal oficial después de mi estará encargado de desplegar una línea de lanzas infranqueables a 300 codos delante de ti. En la retaguardia y cubriendo los flancos habrá una tropa de hombres a caballos precedidos por arqueros escogidos. Junto a ti Señor estaré yo con la espada desenvainada y 40 hombres selectos. Además por los cuernos de guerra seremos informados de cualquier desplazamiento enemigo hacia nuestra dirección. Las retaguardia chardana nunca se alejará demasiado de nosotros. El Toro de Suteh se irguió en su gigantesca y colosal figura para decir: —Buen plan. De mi seguridad depende el resultado de la batalla. Ha resguardo podré seguir el curso del combate y darle las instrucciones debidas a mis edecanes para que la trasmitan a todo lo largo del frente. Mañana saldrá el sol de nuestra victoria. Ra se retirará contento de nosotros. Los pueblos de Arad y Pedasa se arrepentirán de haber apoyado al pérfido hitita. Prepárate para un espectáculo terrible. Los cadáveres cubrirán los valles y la sangre teñirá las arenas, el shasin no podrá ahogar el lamento de los moribundos. Mas nuestros carros de guerra avanzarán para mi gloria hasta conquistar la cabeza del Rey enemigo. Uteh lo miró con admiración y respeto, casi con veneración. En verdad el Toro de Suteh era digno de ser el Faraón de Egipto.

XV LA ENTRADA A CANNAN Con los primeros rayos de Ra, el campamento comenzó a agitarse. La gritería de los conductores de asnos.que azuzaban a los más perezosos, se confundian con el relinchar de los caballos y el agetreo de los soldados. Se notaba que una fuerza profunda movía las tropas. La determinación de vencer estaba marcada en los rostros de los guerreros, los que habían librado miles de batallas y también los que por primera vez enfrentaban los peligros de la contienda. Los más viejos sabían que a la postre la guerra la determinaba el valor y el empuje de los más jovenes, por eso trataban de animarlos, de darles valor. El miedo y la perdida de la seguridad que en ocasiones roe los huesos y se mete dentro del corazón, es lo que hace temblar y retroceder en los enfrentamientos. Los viejos comenzaron a entonar canciones guerreras, y al poco rato todo el ejército las coreaba, hasta que las canciones devinieron himnos gritos, rugidos de gargantas colericas Uteh frente a la entrada de la tienda de Ramsés, contemplaba la escena con arrobo, de pronto vio llegar a Sahir que lo saludó con cara sonriente. —¿Todo va bien? —Si. —¿La guardia discurrió sin problemas nuevos? —Solo me preocupó la visión del cielo, la tempestad que se dibujaba en la distancia pero el Soberano a dormido sin interrupción. —Creo que debes descansar, pues pronto partiremos a pelear. El cielo era ya de un color claro, como el azul transparente de los lagos. La noche había realmente afectado a Uteh. Entró en la tienda y tomó la bolsa de piel en la que tenía el delicioso vino de palma, y bebió con buen 58

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ánimo, tratando de despejarse, y después se echó un chorro del sabroso líquido por la cabeza. En eso apareció Eluc, quien le dijo: —Estamos a punto de salir, vamos hacia Palestina. ¡Que Nebeth proteja al Faraón y a sus guerreros!—grito alejandose. Uteh se ciñó el mandil y se abrochó las sandalias, tomó la espada y la lanza. Ya la legión estaba en pie de guerra. Los guerreros iban de aquí para allá. Un chardano que pasó corriendo, casi lo tumba. Uteh caminó por entre las tiendas que ya estaban siendo levantadas a toda prisa. Sahir se le acercó nuevamente y le comunicó que la tropas se ponían en camino. Minutos después, iniciaron la marcha. Ese día el ejército llegó hasta los lindes de la misma Palestina sin que el enemigo le obstaculizara el avance. El Faraón creyó prudente mandar dos hombres a que observaran el movimiento de las huestes enemigas. Al comprobar que no se trataba de una trampa, envió la primera legión, integrada por Na’arunas y Quahacs, que entraran en la ciudad de Canaan como demonios, saqueando y matando a quien se le opusieron. Gran parte de sus habitantes se habían refugiado en la fortaleza cananita, pero la mayoría en actitud de defenderla. Cuando Ramsés entró en la ciudad, los cuerpos de los soldados enemigos estaban diseminados por doquier. El gran Toro de Suteh entró pisado los cadáveres. Un rato despues se detuvo frente a una casa en la que un amorita había sido clavado contra las paredes de la misma con un potente lansazo. Se apeó y arrancó la lanza. —Es estraño—dijo—que este reyezuelo aliado del soberano hitita, haya dejado tan pocos hombres defendiendo la ciudad de Canaan. Si su intención es hacerse fuerte en la Fortaleza, entraré en ella y los aplastaré, y a él mismo le aplastaré su sucio cráneo. De un salto montó en su carro y fustigó con furia al brioso corsel, que salió en estampidas. Los guerreros le abrieron paso al Monarca. Uteh vio cómo el Faraón daba ánimos a los legionarios rezagados. Había que alcanzar Celesiria. Allí estaba la Fortaleza de piedra donde posiblemente se encontraría el cobarde rey enemigo. Ramsés dejó como apoyo un pequeño grupo de guerreros en las cercanías del lado Genazaret. El cuerpo de los legionarios Quahacs permaneció, con cierto recelo, en la posición ordenada. Los na’arunas hicierón un círculo alrededor de los carros que transportaban las provisiones. El lugar era una planicie baja de fertil vejetación. A lo lejos se divisaban las montañas formando una barrera divisoria, en contraste con el azul del cielo. Detrás de las parduzcas colinas se hallaba la antigua ciudad de Damasco, y a unos

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pasos el lago de Genazeret con sus aguas verdosas saturadas de musgos. Ya la última fila de hombres se había perdido en la lejanía. Un veterano Quahacs habló con sequedad: —Los soldados están molestos. Estamos corriendo el riesgo de ser atacados por sorpresa. Esta situación no nos gusta. Además, desde que partimos no hemos podido probar el vino. El jefe de los Quahacs lo miró de hito a hito y le respondió. —Hay que estar alerta. El Faraón ordenó que nos mantuvieramos en espera de su aviso. No sabemos que tiempo estaremos aquí. No queda otro remedio. El veterano dio media vuelta y se fue refunfuñando. Los hombres se habián acomodado bajo los toldos improvisados. Otros se esparcieron en cuclillas con las espaldas de ancha hoja al alcance de la mano. El tiempo pasó y no se veía aparecer ningún mensajero. El jefe de los Quahacs comenzó a temer una insubordinación. Esto causaría el rompimiento de la disciplina y de la moral. El comprendía la medida del Faraón, había que tener grupos de reservas para detener ataques sorpresivos o cortar si fuese necesario la retirada de los enemigos. El Copero mayor finalmente dispuso entregar una porción de vino, pues el tiempo se volvía tedioso, monótono, y Ra continuaba calentando las infinitas dunas. De pronto, a lo lejos, se vío venir a un jinete. El jinete venía a toda prisa. Los hombres comenzarón a ponerse de pie y a tomar las armas. Pero el caballo del jinete fue mermando la carrera y terminó caminando a pasos cortos. Enseguida notaron que el jinete estaba herido. Traía la espalda doblada y la cabeza le colgaba. Su cuerpo resbaló y cayó. Los soldados corrierón a auxiliarlo. Tenía un pedazo de flecha clavado en el homóplato derecho. Lo cargaron en vilo y lo llevaron hasta las carretas. Allí el jinete entre balbuceos, dijo que habían surgido unos bárbaros de no se sabe donde, y que atacaron por sorpresa a las tropas egipcias. Cuando se esforzaban por explicar más lo ocurrido, un buche de sangre ahogó sus palabras y murió con el rostro contraído y la cabeza ladeada. Los comentarios se oyeron en numerosos círculos guerreros. Y el jefe de los guerreros Quahacs, sin perder más tiempo, ordenó partir lo más rápido posible hacia los muros de la Ciudad. La legión se había desplegado por la inmensa llanura, en el horizonte se vislumbraba la tierra de Palestina. Las fuerzas hititas se encontraban ahí agazapadas, muy cerca de sus caravanas

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de avituallamiento que les llegaban de sus ciudades y de sus hasta ahora inexpugnables fortalezas. Cuando ambos ejércitos estuvieron a menos de tres mil codos de distancia, el Toro de Suteh dio la orden, y los carros de guerra se desplegaron a inmensa velocidad, los cuernos de guerra sonaron y las tropas mercenarias avanzaron por los laterales, en el centro protegiendo la vanguardia los duros guerreros chardanos, seguidos por Na’arunas y Quahacs. Uteh se encontraba a la diestra de Ramsés II. Flechas encendidas y piedras volantes cayeron sobre el ejercito invasor, una de las columnas se partió en dos, los jinetes hititas se lanzaron sobre ellos. El Faraón sin inmutarse hizo un gesto y el grueso formidable de sus tropas avanzaron por el mismo centro desplegando su infinita caballería y a los increíbles lanceros. El golpe fue tan formidable que los carros de guerra hititas se volcaron, y las empalizadas de madera, refugio de los arqueros, cayeron arrasadas por la furia del hijo de Seti. El resto fue historia, Cannan quedaba abierto a los egipcios, las ciudades fueron incendiadas y saqueadas. De esta manera el aliado más occidental de los hititas quedaba aplastado, el reyesuelo canaanita corrió a refugiarse en la Fortaleza de Celesiria, pues el último reducto de su caballería había sido exterminado a orillas del lago Genazaret. Las tropas egipcias entonces comenzaron a reagruparse, se improvisó un campamento en una fresca planicie para los heridos. Ramsés repartió vino y alimentos entre sus tropas, y luego decidió recorrerlas a pie para alimentar el espíritu batallador de sus hombres. Uteh como siempre iba a su lado, en esas ultimas horas no sólo era ya su guardián sino también su hombre de confianza. Esto último llenaba al valeroso Uteh de regocijo interior, y de una dulce confianza en su destino como guerrero, también lo conducía a mirar a su padre con una sonrisa de orgullo, en realidad él podría convertirse en un buen y digno hijo del gran Ursil. Pero Sahir estaba más contento y satisfecho que el propio Uteh, veía al joven con la ternura de aquel hijo que perdió junto a él en una batalla, y sus ojos se llenaban de pasión al ver al núbil guerrero empuñar las misma riendas del carro de combate del Faraón. Su dicha no podía ser más grande.

XVI Los Muros de Celesiria En medio de los miles de guerreros que marchaban hacia la ciudad de Celesiria, Uteh iba en apretada fila. Tras el paso apurado, comenzó a sentir un ligero calambre en las piernas. Finalmente al atardecer se divisaron las formidables murallas de Celesiria, Uteh notó que las murallas eran lo suficientemente altas como para resistir el ataque, Ramses envio en seguida a sus guerreros mas diestros a fabricar escaleras, rapidamente se generalizó el intento de ascención, en lo alto se escuchaba el griterío de los defensores que la juzgaban inexpugnable. Viendo entonces Eluc y Uteh que era ese un momento desicivo se acercaron al Faraón. —Queremos pedirte un gran favor, Señor, permitenos ser los primeros en escalar la muralla.—Conosco bien el valor de mis guerreros, pero de sobra se que los enviaría a una muerte segura, los primeros recibiran el aliento fetido de la serpiente. Ramses obviamente se referia a las flechas envenenadas que tratarian de romper el primer cerco. —Señor, habló Uteh, como guerrero, debo probar mi valor y mi destreza en el combate, dejeme ser el primero en ascender —Pide otra cosa. —Nos condenas, Señor, a la ignominia, el Ka de nuestros ancestros no lo entenderá jamás. La invocación del Ka realizada por Uteh hizo mover el rostro impasible de su Señor. —Bien, vayan entonces, pero llevaras mi espada, su brillo y su poder cegaran a las huestes enemigas. Ramses con el brazo extendido dio la señal de ataque. 62

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Uteh tomó la espada con incrustasiones de oro y marfil, exquisitamente labrada por mano de orfebres que la leyenda suponía mágicos; sabía que ahí estaba la fuerza del Imperio más grande del mundo y que todos los dioses del Deba lo protegerían. Se colocó delante de las inmensas escaleras de madera, prestas a iniciar el asalto, los hombres armados con inmensa cuerdas, entre los arqueros que lanzaban flechas encendidas y los madero con punta en forma de proyectil. Levantó en alto la espada y como una vez lo hiciera el legendario Ursil lanzó su pecho sobre la muralla enemiga. Peligrosas piedras volaron entorno suyo, nueve flecha se clavaron en su escudo, uno de sus hombres fue decapitado de una pedrada, pero pronto asió una cuerda oportunamente lanzada sobre el muro, clavada por una viga de hierro en una de las torres. Tensó la fibra del cordel, arqueó la espalda y poniendo un pie en el muro inició el acenso. Los arqueros egipcios gritaban y lanzaban flechas para proteger su subida, mientras otros bravos guerreros lo seguían. Uteh estuvo a punto de caer al abismo cuando una flecha encendida le atravezó el codo, mas la partió con los dientes, se impulsó y alcanzó la cima. En ella un formidable lubita vestido con pieles lo esperaba con una maza, el golpe le quebró el escudo, no tenía tiempo para asir la espada del Faraón y dando un salto golpeó con el pie el pecho de su adversario, mientras que con sus mazisas manos le asió el cuello, ambos rodaron con violencia, en ese mismo instante otros cinco tehenus se abalanzaron sobre él. Uteh sintió la muerte acechándolo pero ante la inminencia de ver caer la espada de Ramsés II en poder del enemigo se acordó de ella y alzándola abatió de un tajo a dos guerreros, mientras clavaba con saña a un tercero, el resto retrocedió, eso era lo que los egipcios necesitaban, pues por un momento estuvo la torre despejada, y por ahí se deslizó la avalancha de los sitiadores. Uteh que ya estaba en la cima fue alcanzado por una lluvia de flechas encendidas que surcando el cielo, brillo a escasa distancia de su cuerpo inmediatamente trato de avanzar por un estrecho corredor, abajo las chozas de barro y paja de la ciudad ardían, los pocos sobrevivientes en su mayoría licios y lubitas provenientes quizás del Ribla, o de las altas tierras de Uruk, que corrían desaforados, dando imponentes gritos, mientras eran perseguidos por los sitiadores. Estos barbaros eran fieles al culto de la diosa Innana, que veneraban como los egipcios a las cabras y bebían de sus craneos para que les diera valor y fuerza e incluso longevidad. Los Lubitas que tenían todo el cuerpo pintarrajeado y lucían gorros de cabeza de carnero, luchaban como bestias salvajes tal si no quisieran aceptar su

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clara derrota, esas tribus poseían una fuerza increible. Uteh vio asombrado como un guerrero lubita agarró por la cintura a dos chardanos y los arrojó violentamente contra el muro rompiendoles el craneo. Uteh fue en ese momento herido en una pierna por un lanzaso, la herida no era profunda, pero además recibió un gran golpe en la cabeza y sus piernas se aflojaron, todo comenzó a dar vueltas a su alrededor sintiendo un sabor amargo en la boca, un hilo de sangre cayó desde lo más alto del muro empapandole los ojos y tuvo que limpiarse con el dorso de la mano para lograr ver, un dolor agudo le aplastó las sienes. Al incorporarse se palpó la pierna y pudo ver cientos de cadáveres diseminados aquí y allá enseguida penso en Sahir y en Eluc. —¿Estaran heridos? se preguntó, la cabeza le seguia dando vueltas, incluso después de tomada la fortaleza. Anduvo dando tumbos por la ciudad que no era igual a la gran Tebas. Las casas de Celesiria eran más pequeñas, no tenían plantas sembradas a los lados Al introducirce por un callejón escuchó ruidos de hombres corriendo y una gran algarabia de mujeres. Al momento vio a un guerrero chardano con una mujer al hombro, ella gemia y lanzaba golpes al aire. Uteh tras largos esfuerzos, logró hacerle entender al chardano que debía incorporarse a su Legión pues se había extraviado debido a sus heridas entre las humaredas de la batalla y su enorme confución. El guerrero chardano en forma vaga le replicó que las huestes del Faraón iban en dirección hacia la fortaleza enemiga de Kadesh. Entre tanto los salvajes mashauschas y los aguerridos chardanos hacian una barrera de hombres para contener una avalancha sorpresiva, de nuevos enemigos que intentaban recapturar Celesiria desde afuera. Licios y Lubitas trepaban como leopardos por los cantos de la muralla. Los maschauschas los esperaban lanzas en mano. La situacion se tornó dificíl. Pero Anubis quizo que arribara la legión de soldados acantonados en el lago Genazeret. Tan pronto entraron arremetieron contra los intrusos. Uteh, que a pesar de que cojeaba del pie izquierdo se había incoporado a las tropas que ahora defendian Celeresia; y entonces se colocó,en el centro del empuje arrollador de sus propios hombres. Un Lubita se le vino encima hacha en mano, y sólo tuvo tiempo de recoger un escudo para cubrirse. El hacha del Lubita se estrelló con violencia y le provocó una herida no muy profunda en el antebrazo. Uteh entonces retrocedió y cuando el Lubita volvió a atacar, le hundió el escudo en pleno rostro y el enemigo cayó fulminado, por lo que sin demora tomó el hacha que el enemigo había soltado.

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Lo menos una veintena de jinetes Licios enterraron sus lanzas y dando un giro, abandonaron el combate. Un legendario quahacs trepó por el cobertijo de una de las casas y saltó sobre un lubita que venía a caballo. Lo tumbó en medio de la calle, mas el lubita se defendio tan bravamente que Uteh tuvo que acudir en ayuda de su compañero de armas. Una vez muerto el enemigo de un formidable puñetazo, el joven corrió hacia el cuadrúpedo y trató de montarse en el animal, pero el mismo se encabritó y emprendió la carrera, sin embargo Uteh no soltó el caballo, a pesar de que lo arrastraba en su veloz carrera. Uteh, pudo al fin dominarlo y montado en él cruzar las puertas de la ciudad en dirección a Kadesh. Pronto volvió a regresar a su mente la memoria de sus amigos. “¿Habrán muerto en combate?” La incertidumbre por el paradero de Sahir y Eluc amilanaban su espíritu en aquella hora decisiva. Por su parte el Faraón al comprobar que se hallaban separadas las legiones principales, en un desesperado intento por sitiar Ascalon y Dapur habia enviado parte del grueso que retenia en las costas de la region boscosa de Bay integrada por un destacamento de los guerreros Nalunas y con renovada audacia asaltaba cuanta ciudad fortificada se interpusiese en su camino. Ramses habia logrado extenderse a todo lo largo del brazo occidental la llamada tierra fertil o media luna como también era conocida. Las ciudades fortificadas al norte de Kadesh debían ser igualmente saqueadas e incendiadas, no debia quedar nada que resultase más tarde focos de rebelión.

XVII La fuga del reyezuelo Después de rebasar los obeliscos de la ciudad, Uteh había emprendido un acelerado trote por el centro del valle rumbo a la Fortaleza de Kadesh al que había llegado junto a las mismas avanzadas de su Faraón. Se quito el claft con una mueca de dolor y cortó un trozo de tela, con la cual se puso una venda en el muslo herido, los párpados y la boca se le llenaron de polvo y arena. Cuando se aproximó a las puertas de la fortaleza, las legiones iniciaban el derribo de la entrada principal. Un largo y grueso tronco sostenido e impulsado por cientos de manos, golpeaban al unisono con gran estruendo. Finalmente la puerta cedió,y los soldados del Faraón entraron impetuosamente. Cuando Uteh entró cabalgando un humo espeso y negro se desprendía del interior de la fortaleza, la candela devoraba las chozas. Las teas prendidas se hallaban esparcidas por el suelo, un hombre gemía atrapado bajo una viga de madera que comenzaba a arder. Aún peleaban algunos guerreros en lo alto de la muralla. Para sorpresa de Uteh, el que peleaba en la muralla era Eluc. Uteh tomó una lanza del suelo y con pericia asombrosa atravezó la coraza del enemigo de Eluc, quien al advertir la presencia del amigo le gritó alzando los brazos: —¡Que Ra te proteja a ti y al Faraón! ¿Donde has estado metido muchacho? En la ciudad de Celesiria. Perdí el conocimiento en medio de la batalla. Fui herido. ¿Dónde está Sahir? ¿Dónde están los demás guerreros? El reyesuelo huyó cobardemente después que el Faraón rodeó la fortaleza. Ramsés lo está persiguiendo con una legión de arqueros, estaba hecho una furia, el carro parecía llevado por el mismisimo Anubis. ¡Cómo pudo escapar ese maldito! 66

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Eluc, riendose, montó sobre el anca del alazán que cabalgaba Uteh, y salieron a toda velocidad. Más adelante trotaron en silencio. En las laderas de la colina una cortina de viento se metía por las cavernas. El animal descendió por un abrupto desfiladero. Las patas le resbalaban por la tierra pedregosa. El chirriar del viento hería los oídos de Uteh, el escabroso camino desembocó en un sendero que se bifurcaba, y avanzaron por una árida meseta salpicadas por mustias zarsas, hasta llegar a una llanura coronada a lo lejos por los picos blanquesinos de las cordilleras montañosas. Esta llanura, cubierta de abundante pasto estaba dividida por un río. No muy lejos le salió al paso el Valle Orontes, donde se suponía estaba acampado el ejercito Hitita. Al llegar a la rivera del río, Eluc y Uteh decidieron cortar algunos arbustos de un viejo álamo caído, sus fuerte ramas, entrelazadas, servirían para cruzar a nado con el caballo. Uteh amarró los tallos lo mejor que pudo y los colocó a los costados del alazán, ya que así tendría menos dificultad para luchar contra el caudal de agua. La bestia afirmó sus patas en la tierra arcillosa y resopló. Eluc fue el primero en meterse en el agua. —Si hay algo que me hace hervir la sangre es tener que cruzar los rios sucios y endemoniados. Uteh revizó su cintura en busca de la daga y palpó el hacha y el mazo que llevaba en el lomo del caballo. Al ver la operación de Uteh, su viejo amigo expresó que al menos no había perdido las armas, ni la preciada bolsa de cuero. —Confiemos en que podremos alcanzar los cuerpos rezagados de la legión del Faraón—dijo Uteh. —Hay que tener cuidado por estos parajes. No me gustan nada. Debe evitarse las laderas y los barrancos inaccesibles. Muchas de estas montañas esconden en sus cuevas terribles tribus de Moabitas, no quisiera vermelas con esos salvajes. —Que ocurre con esos Moabitas?—indagó Uteh, con gesto desdeñoso. —Escucha muchacho voy a contarte algo que jamás olvidaré. Yo pertenecía al cuerpo de lanzeros cuando era tan joven como tú. Fue en la época gloriosa del gran Seti I. El príncipe de Cesarea visitó Tebas en calidad de invitado especial, en cuanto estuvo frente al trono, se posternó de hinojos ante el Faraón y con lagrimas en los ojos le rogó al omnipotente Seti que salvara a su pueblo de la desgracia que lo asolaba. El Faraón entonces lo interrogó y el príncipe de Cesarea, sin dejar de llorar, contó que bárbaros Moabitas habían violado a sus mujeres, habían quemado vivos a los hijos de su pueblo y matado sin piedad. Después, entregó unos regios presentes y se animaron los festejos del recibimiento. El Faraón Seti decidió

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escarmentar a las tribus asesinas. Reunió un ejercito de veinte mil hombres bien armados, atravesó las tierras de Idumea y llegó hasta los más lejanos confines de la tierra de Moab. Cuando al fin divisamos a los moabitas y el ejercito de Seti cayó con sus legiones sobre los bárbaros, se entabló una cruenta batalla, y a pesar de que por cada moabita había diez soldados egipcios, estos comenzaron a darles muertes a las tropas del Faraón, les abrían el pecho a los soldados para extraerles el corazón. En fin, muchacho, tuvimos que batirnos en retirada. De aquello no quiero acordarme. Fue una terrible experiencia—Sí, tienes razón—respondió Uteh—, es mejor andar con cuidado por estos parajes. Eluc asintió en silencio, sin dejar de mirar preocupado hacia los desfiladeros. Con extremo cuidado los animales y los dos hombres bajaron por un escarpado camino que los alejaba de las dificiles y peligrosas montañas, al hacerlo un alud piedras se desprendió de la cima, provocando que Eluc cayese al suelo pero sin afortunadamente el menor daño para el guerrero.

XVIII Dos desertores Kecsitas Eluc y Uteh trataron de darle alcance al ejército. El sudor les corría abundante por las espaldas de los guerreros. Eluc, a veces, miraba a lo alto, y Uteh se secaba con la punta del claft. Tomó de la aljaba de la vejiga y se mojo los labios con el dulce vino. Eluc lo imitó. Apurando el caballo, divisaron las legiones y tras un sobre esfuerzo se acercaron al carro del Faraón Ramsés quien dio la señal de alto. El Monarca dio la orden de acampar y un joven maschuasha corrió entre las filas gritando la orden. Pero los aurigas o conductores de carros qahuacs protestaron por el súbito alto. Adujeron que ese alto retrasaría enormemente el encuentro, lo que podría ocasionar el debilitamiento de sus tropas. Los jefes de las divisiones fueron a discutir con los aurigas y el vocerío de las tribus quahuac se elevó como se eleva el fuego en la hojarasca. El Faraón acudió veloz en su carro de guerra. De un salto puso pie en tierra y furioso agarró por la trenza a uno de los líderes quahuacs y lo arrastró como si fuera un pelele. —¿Quién eres tú para desobedecer las órdenes de tus superiores? ¿Eres acaso un vil traidor?—dijo el Monarca, y el interpelado arrastrado clamó clemencia desde el suelo. —Perdón, perdón. De pronto, uno de los jefes egipcios se acercó al Faraón y le dijo algo en el oído. Ramsés suavizó las líneas de su rostro y se apartó del hombre caído, el cual, asutado, fue a unirse con sus compatriotas. Uno de los soldados de la guardia imperial se acercó a Ramsés para preguntarle: —Señor ¿Que hacemos con estos hombres? ¿Los empalamos hasta que larguen el pellejo y los devoren los chacales del desierto? 69

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El Faraón tomó el latigo y comenzó a golpear con violencia, un soldado trajo sal y cubrió sus heridas con ella, los desertores comenzaron a dar alaridos de clemencia. Ramsés, entonces los interrogó —El ejercito hitita ha abandonado el territorio de Kadesh y huye por el río Orantes rumbo a Hamaht.—le gritó desde el suelo el traidor. El Faraón impartió ante las nuevas noticias otras ordenes y decidió salir a buscar a los hititas. Una vez dichas estas palabras el Faraón ordenó levantar el campamento. Perdonó a los dos prisioneros hititas y a la mañana siguiente las legiones se movieron hacia el noroeste. Después de una larga travesía el Monarca decidió dar un descanzo. Los quahacs mantenían su descontento, pero se dedicaron a tomar vino shanki, que según sus ancestros debía tomarse antes de las batallas, ya que tenía las propiedad de hacerlos invulnerables. Entonces en ese instante se escuchó un griterio: se acercaba velozmente un guerrero anunciando que traían amarrados a dos prisioneros mas. El Monarca hizo una señal para que le quitaran las amarras cuando tuvo ante sí a los prisioneros. Kadi se acercó a uno de ellos y en lengua acadia quiso obtener información, pero sin lograrlo. —Creo, mi Rey, que estos hombres no entienden. —Prueba otra vez—recomendó Ramsés. Quizás no hablan esa lengua. Kadi entonces les habló en otras lenguas, pero los dos hititas miraban oscamente a su interlocutor. La furia del Faraón se desató. Kadi y el jefe quahacs se apartaron. El Monarca tomando a uno por el cuello y comenzó asarandearlo violentamente, mas el hombre no habló y murió estrangulado. El otro lejos de decidirse a hablar, prefirió morir también antes de confesar. Cuando los dos cadáveres estaban en el suelo, el Faraón los miró asombrado, lleno de ira. A grandes pasos se metió en su tienda, sin mirar a Kadi ni a los jefes que lo miraban esperando órdenes.

XIX EL VALLE DE ORONTES Con el alba, las legiones marcharon a paso rápido por las márgenes del río Orontes, en medio del valle dormido en el vasto país Cheta. El viento silbaba, el polvo se abatía contra los rostros de los soldados. El cielo se puso gris, de un gris áspero y penumbroso. El carro del Faraón se adelantó a las tropas egipcias más de lo normal. Parecía como si los dos corceles que tiraban del carro fueran a convertirse en ave. Uteh y Eluc preocupados corrian igualmente con sus también briosos caballos, exortando a los soldados de que avanzaran a unirse al Faraón. El ejército se había reducido cuando, por órdenes del Faraón, se quedó parte de la legión de Amón en los lindes del lago Genazaret. La tribu chardana marchaba con paso firme y seguro. Las caras de los guerreros traslucían orgullo, con los yelmos coronados por una media luna y un pequeño círculo. De pronto algo estremeció el Valle, desde abajo de las rocas y ocultos tras las hierbas el ejercito hitita se lanzó por sorpresa sobre las tropas egipcias. Llegaban de todas partes aullando como demonios. Fue tal la sorpresa que el ejército y sus legionarios quedaron cercados, más aun cuando el grueso de las tropas chardanas estaba rezagadas. Los caballos heridos en el vientre por las lanzas se revolcaban en el polvo, las legiones giraban enloquecidas en círculos; ante la vista del gran carro de Ramsés un movimiento de tropas hititas se desprendió en su búsqueda. Uteh ordenó al conductor del carro que corriera en dirección al río, por donde debían de venir las tropas chardanas, él junto a un reducido numero de valientes detendría al enemigo. Uteh rápidamente se vio peleando con tres hombres al mismo tiempo. Uno de ellos era enorme, de brazos fornidos, con la piel rapada de su cuero 71

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cabelludo brillando como el metal, del cual se libró Uteh con su larga lanza golpendole el cráneo. Mientrás enfrentaba al segundo vio como el carro de Ramsés era rodeado por el enemigo. Entre tanto uno de los hititas, aprovechando el descuido de Uteh le hirió en el pecho y levantó su espada para cercenar de un tajo la cabeza del hijo de Ursil. Uteh creyendo llegada la hora prostrimera, pensó en su padre y miró a Ra, de pronto el guerrero se estremeció con su cuello atravesado por una flecha. Era Sahir que en compañía de Eluc llegaba en su auxilio. Uteh recobrándose, le asestó un golpe con la espada a un tercer enemigo y logró matarlo. Aunque se dio cuenta enseguida que el ejército egipcio había caído en una trampa, bien urdida por los hititas, y la situación exigía redoblar los esfuerzos. —¿Has perdido fuerza muchacho?—le preguntó Sahir. —Te creí muerto viejo amigo—le dijo Uteh. —Adelante muchacho. Yo de todas formas tendré que morir montado sobre mi alazán, ahora o más tarde cuando Ra lo disponga. Eluc mientras tanto intentando parar el golpe de una lanza fue abatido por una piedra. Sahir había quedado indefenso momentáneamente, tratando hacer incorporar a Uteh. Este último con una mano libre mantenía a raya a más de un adversario, pero de pronto entró en juego la caballería hitita, Uteh, Sahir y Eluc, golpeados y sacudidos, desprovistos de armas, fueron apresados. —Pertenecen a la comitiva del Faraón no los maten—dijo el jefe—ahora serán nuestros prisioneros.

XX Inesperados Aliados La situación era desesperada. Uteh sólo tuvo tiempo de mirar en dirección del río Orantes hacia donde se dirigía el carro de Ramsés. En ese momento el carro fue alcanzado por la caballería enemiga, intentando guiar más aprisa perdió el control del carro y este se volcó. Entre tanto Uteh y sus amigos eran llevados prisioneros el Toro de Suteh haciéndole honor a su nombre combatía a pie totalmente solo contra seis fieros hititas. Con energía inaudita abatía su espada dorada contra las armas enemigas, gritando, rugiendo, que no sería agarrado vivo. Los guerreros aunque despavoridos ante semejante fuerza, y la descomunal estatura de Ramsés que peleaba como mil demonios enfurecidos, al llamado de sus jefes arreciaban el ataque contra el Faraón con la esperanza de la victoria sobre los egipcios. Así llegaron hasta el río. El Toro de Suteh se sumergió hasta la cintura, cuando los enemigos pretendieron seguirlo vieron que el agua les tocaba el cuello. Ramsés rió y aprovechando la ventaja se lanzó como una tromba sobre ellos. Pero al final el Faraón hubiera caído si no es que llegan unos inesperados aliados, que habían contemplado desde la margen oeste del río el gran peligro que atravesaba el Rey. El enemigo huyó cobardemente, entre tanto Ramsés se reponía del combate y trataba de reorganizar a sus desperdigadas fuerzas militares. Entre tanto las fuerzas ahora diezmadas del Faraón, al ser atacadas por sorpresa, se reponían. Los soldados recién llegados ayudaron al Faraón a salir del río, y el gigante escupiendo agua, rugiendo como un tigre, y pisando tierra firme le gritó a las tropas que habían acudido en apoyo de su ejército: 73

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—Si Uds me secundan los compensaré con grandes riquezas. ¡Adelante! El jefe de las fuerzas, un hombre casi tan alto como Ramsés, de hombros poderosos cubiertos con una piel de tigre, sonrió enseñando su blanca y filosa dentadura y respondió que seguiría apoyandolos, y exortó a su gente a enfrentarse a los hititas, quienes ahora debían batirse con guerreros frescos. El Faraón no perdió tiempo. A grandes zancadas cohesionó a sus tropas y rápidamente guió a sus hombres hacia las alturas de Damasco, pues él comprendió que era la única manera de salvar la situación frente a la emboscada. Enseguida concibió un plan de coger vivo a Muwatalis o a la hiena de su hermano Hatusil. Eso significaría la victoria. Muwatalis había abandonado el campo de batalla para refugiarse al sur del Valle de Orantes. La única forma de cortarle la retirada era escoger la ruta que atravesaba el Valle. El Faraón pensó que quizás Muwatalis había tomado el camino de Apamea o de Laodicea. En realidad consideró dividir al ejército y adentrarse por aquellos parajes en busca del jefe que huía. Pero en vez de esto mandó un centenar de soldados a rastrear los bosques de Apamea, y si el rey enmigo se escondía allí sería fácil apresarlo pues contaba con soldados sirios que conocían la zona. Cuando ya aquel grupo de soldados tomaba la ruta de los bosques aparecieron de improviso en el lindero gigantes de descomunal estatura, tanto que los soldados egipcios se iumpresionaron. Un soldado le dijo al Monarca: —Es la tribu de los rafaitas. estos hombres habitan el este del río Jordan. Pero por suerte son gentes muy pacíficas y amigos de la pesca. —Esos hombres si desearan pelear, conquistarían decenas de países. —exclamó el Faraón. —Así es mi Rey. ellos adoran un dios con cabeza de toro, desprecian la carne, y no tienen a bien luchar con adversarios que son tres veces más pequeños. La fuerzas la emplean para la paz y la pesca. —Son gentes extrañas en verdad—volvió a comentar el Faraón y los volvió a contemplar con el señor fruncido.

XXI La Ciudad de Hamat Las tropas hititas tenían la orden de conducir a los prisioneros tomados al ejército del Faraón más allá de las tierras de Hamath. El destino de los prisioneros se convertíria en incierto. El jefe de las huestes que conducía a los prisioneros egipcios era un hombre de abundante cabellera, cejas pobladas y canosas, más o menos de la edad del viejo Sahir. Sus brazos eran largos y peludos; sus gestos nerviosos y dominates. El que más padecía con la fatigosa marcha era el viejo Sahir. Eluc, con su cabeza herida y la mirada extraviada murmuraba cosas inteligibles, Uteh con el pecho adolorido y tembloroso, los animaba a proseguir, aguantando en algunas ocasiones a sus amigos, sabía que caer significaba la muerte. Tan pronto llegaron los hititas con los prisioneros a los límites de la ciudad de Hamath, revisaron las amarras puestas a estos. -Karquemish está a seis lunas de aquí—explicó el jefe hitita. El plan saldrá bien. Hay que llegar lo antes posible, para ponerlos a buen resguardo. Su interlocutor era un guerrero hitita de estatura media, cara adusta y quijada cuadrada. La ciudad de Karquemish era muy parecida a Tebas. Aunque las casas eran mucho más bajas, algunas poseían fuertes vigas de adobe. Eran casas fabricadas con un barro amarillento. El viento soplaba con fuerza levantando remolinos de polvo que se enroscaban en los maderos salientes del techo. La ciudad parecía desierta. Los soldados se detuvieron y el jefe ordenó de manera brusca proseguir la marcha. Uteh calculaba que el número de prisioneros alcazaba la cantidad de veinte. Sin decir palabra alguna observó a aquellos guardianes con un gesto repulsivo, mostrando su verdadero desagrado, como si estos fueron animales venenosos, el jefe de ellos se dio cuenta de la exprecion de Uteh y arrugando 75

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el entrecejo, ordenó que lo obligaran a caminar más a prisa. Uteh al sentir que lo pinchaban con la lanza comenzó a mover sus piernas. El trayecto no fue largo. No bien hubieron desandado varias callejuelas llegaron a una plaza en la que se alzaba un templo sirio de piedras. Atravesaron la entrada de una enorme casa en forma de cubo, especie de edificación contigua al templo, con un amplio patio. Las paredes de la casa eran de bloques de piedra basálticas, en las cuales el cincel y el martillo aun no habían concluido sus finos trazos hieraticos. El jefe ordenó a los prisioneros que se echaran al suelo. Poco después aparecieron varios hombres que por su estampa no parecían guerreros. Traían un olor a unguentos aromáticos, y sus vestidos eran muy extraños. Usaban una larga túnica que los cubría hasta los pies. En los hombros llevaban una piel de tigre. Sus cabezas iban protegidas por una tela parecida al claft egipcio, aunque diferente del clásico triángulo, su forma era redonda. Tenían brazaletes de oro con un símbolo conocido por Uteh: una cabra. Y debajo de los pies de la cabra una serpiente enroscada. El jefe de las tropas hititas que conducía a los prisioneros saludó inclinando su cabeza y el hombre de los brazaletes que caminaba al frente de los demás que lo acompañaban correspondió con una leve inclinación y hizo una señal. Los hititas entonces procedieron a vendarles los ojos a los prisioneros. -¿Por qué toman estas medidas?—se preguntó Uteh. y mientras los vendaban observó atentamente los alrededores.

XXII El encierro Uteh, Sahir, Eluc y los demás prisioneros fueron trasladados más tarde a un lugar situado en las afueras de la ciudad, donde había preparado una mastada para encerrarlos, especie de pequeña fortaleza, de muros de piedra altas coronada por un cifo, sobre este en posicion canonica el Dios Teshub sosteniendo en su mano la serpiente del poder supremo. Tocaron un extraño instrumento que producía un tañido de címbalo, y los hicieron entrar. A Uteh aquel sonido le produjo un escalofrío que le recorrió el espinazo y un torbellino de pensamientos se apoderó de su mente. De esta forma fueron llevado a la humedad de un pasadizo subterráneo, cuando a Uteh le quitaron la venda vio que estaba a solas en una habitación de piedra, en cuyo centro se veía un trono de proporciones asombrosas. Sentado en el trono se veía una estatua sagrada, un dios de cuernos punteguagudos, con una boca pronunciada. En la mano portaba un báculo y sus ojos eran huecos. A Uteh y el resto de los prisioneros los hicieron descender por una escalera. El polvo y la humedad de siglos los estremeció. Al final de la escalera sus pies pisaron suelo granuloso. Entonces prendieron los guardianes varias antorchas humedecidas con recina para que ardieran mejor. El espacio se iluminó y Uteh pudo ver una cámara parecida a las cámaras mortuorias diseñadas por los arquitectos asirios. Todos pensaron que finalmente habían llegado a su destino, pero no fue así. Los guardias los hicieron pasar a otra cámara de paredes pintadas con signos que Uteh no entendía. Dibujos de reyes hititas en guerra con las tribus nómadas y otras alegorías. Uteh y seis prisioneros más quedaron bajo la custodia de los guerreros armados con lanzas y escudos; ellos aún seguían con las manos atadas. 77

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Estaban tan cansados los prisioneros que al tenderse en el suelo quedaron inmediatamente dormidos. Aunque a Uteh un fuerte calambre lo despertó. Entonces advirtió que le habían desatado las manos. Mientras se frotaba la pierna vio llegar a un hombre regordete que traían en sus redondas manos una ánfora, que por su olor supo que era comida. El resto de los prisioneros rechazaron el alimento pues se encontraban aterrados sis animos de comer, sabían que los hititas les aplicarían las mismas leyes de los egipcios y le cortarían las manos. Mas Uteh no pensaba así. Quería tener fuerzas y el instinto de sobrevivencia se le agudizó. Supuso que sus amigos estarían cerca, y levantó la voz indagando por ellos. —¡Amigos! —¿Eres tu joven amigo?—se escuchó la voz cansada de Sahir. —Aquí estoy—dijo el valeroso Ursil en medio del laberinto de pequeñas grutas de piedras. —Debemos resistir—expresó Uteh.—Resistir y ver como escapar. Uteh estaba seguro de dos cosas: Primero escapar de allí no sería fácil. Y segundo huir de la ciudad tampoco. No podia confiar en nadie, estaba obligado a pensar bien como tenía que actuar, sin prisa pero con intensidad y coraje, o la muerte los asecharia sin remedio.

XXIII El Retorno a Tebas Las tropas que el Faraón enviara más allá de las colinas de Emeso por los llanos de Apamea regresaron después de un minucioso rastreo. Todo parecía indicar que el Rey Hatusil no se había dirijido al Sur sino al Norte, quizás hacia la ciudad de Karquemish. El rastreo fue agotador e implacable. Anunque después de todo ya era inútil seguir la búsqueda, las tropas de Ramsés estaban desmenbradas, muchos habían muerto, tenían que descansar y sobre todo lograr nuevos avituallamientos y relevo de soldados. El ejército egipcio se había reducido notablemente más aun si se incluía las tropas enviadas como apoyo a Shabatur y Celesiria, al sur de las tierras rojizas. El grueso de la legión integrada por egipcios chardanos y quahuacs fueron agrupándose a medida que la orden dada por el Monarca a través de los mensajeros era cumplida. El Faraón con tristeza dio la orden de regresar a Tebas pero lo hizo en son de victoria, pues según él se había logrado alcanzar los mas caros sueños de sus ancestros: Sentirse dueños y señores absolutos de Palestina y de Siria. Ahora se escucharían cantos de alabanzas y se contarían historias, que se trasmuitirian de generacion en generacion levantandose obeliscos que terminarian tallandose en los sagrados pergaminos de Amon-Ra. En la ciudad fue recibido con vítores, cínicos dignatarios, altos jefes de Nomos, los jefes aurigas los mismos que lo abandonaron entre las huestes enemigas. Justamente los que habían huido serían ahora los más entusiastas corifeos del Monarca y de su victoria. El Faraón para hacer olvidar las calamidades de la guerra y realzar el animo de sus hombres mandó a esculpir en templos y casas de tributo estas palabras:

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“Salve guerrero insigne que reanimas nuestros corazones. Has salvado a tus soldados y a los conductores de nuestros carro. ¡Oh, tú, Hijo de Amón! ¡Tú, el altivo que con brazo poderoso destruyes el país de Hatti! Eres un espléndido campeador. Un gran Rey. Posees un corazón de Héroe. Eres el primero en el tumulto de la batalla. Ni todos los países han podido resistirte”. La gran ciudad de Jetuaret estaría de fiesta. Ese día del regreso se escucharon los cánticos. Se dejaron oír el ban—it en las casas de los opulentos. La bebida se derrocharía. Los muchachos en sus juegos corrieron por las plazas y patios con espadas y escudos de bambú. Los poderosos jefes que pelearon junto al Faraón contarían sus hazañas y como salvaron al Toro de Suteh, sin escatimar palabras ni temer al recuerdo posterior que podría pensar en exageraciones o mentiras. Cuando al fin entraron en la ciudad, todos salieron a recibir al Faraón y a los legionarios con frenético entusiasmo. Sin pensar en los muertos y en los prisioneros.

XXIV Ante los dioses Desde la Casa Real de Tanis llegaron las noticias del regreso del Faraón y los preparativos se intensificaron velozmente. Los egipcios pusieron extremo cuidado en escoger todo aquello que agradara al Monarca porque de no ser así podría costarles la vida. Los sacerdotes se movilizaron con grandes rollos de papiro, los escribas, encargados de contar con estricta parcialidad los alimentos que entraban en los depósitos o bodegas de la Casa real. Los graneros fueron supervisados por los almaceneros. Las mujeres se encargaron de perfumar con inciensos aromáticos los recintos del palacio. Ramsés II arribó con las huestes mercenarias y con gran parte de su ejército. A pesar de los aires de victoria, el Monarca en su rostro traslucía que sus pensamientos estaban lejos ya que en el fondo de su corazón no ignoraba que la victoria solamente había sido a medias. Pudo conquistar tierras que sus antecesores ni siquiera habían ambicionado por temor a la magnitud de la empresa. Los portadores de la silla de andas donde iba el Monarca ascendieron hasta la escalinata principal que conducía a la puerta de la Casa Real, seguidos por hombres de su séquito. tan pronto llegó el Faraón encaminó sus pasos al santuario Heb-sed, que se hallaba construído junto al palacio, en el centro de un amplio patio. Allí se reunió con los sacerdotes de Amón—Ra, Horate y Paht, pues era costumbre de que los reyes rindieran culto a los dioses luego del regreso de las campañas militares. De no ser así el hecho significaría una ofensa para el pueblo entero de Egipto. —Ramsés comenzó rezar de hinojos, con los brazos extendidos hacia adelante. Al cabo de un rato, el Faraón escuchó un ruido detrás de él y al virar el rostro pudo ver que se trataba de su sobrino Ahmosés. Le hizo una 81

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señal con la mano que le indicaba que debia esperar a que él terminara las oraciones y levantando los brazos hacia Amón-Ra exlaclamó: Padre mío, a pesar de que he aplastado inmesericorde las frente chatas de mis enemigos, que avanzara como ningún Faraón lo hiciera antes sobre las tierra de Cannan, no me haz concedido la victoria final. He perdido muchos hombres y sus dioses se niegan a rendirse ante nosotros. Esos dioses asiáticos y estúpidos que no pueden compararse ante la grandeza tuya. ¿Por que entonces tantos percances? No puedo entender tu silencio, Señor. Luego recordando a Ahmosés, el defensor de los israelitas, Ramsés se volvió hacia él. —Tú antes que nadie me vaticinastes mi derrota. ¿Eres tú un enviado de los dioses? Tú que hablas como Menes y posees una extraña sabiduría . . . dime, ¿que es lo que ha ocurrido? Ahmosés se acercó a su Faraón para decirle: —No liberaste a los israelitas y su Dios te ha castigado por semejante soberbia. El Dios de Israel no perdona y trama el dominio del Universo para sus hijos, cuando ya las piedras de Egipto y de tu Imperio sean solamente eso, piedras, ellos enseñorearan al mundo. —Blasfemas. ¿Crees acaso que puede haber un Dios superior a mi padre Amón Ra? Israel era aparentemente un pueblo joven que adoraba a un extraño dios que repudiaba las imágenes y los ídolos. Un pueblo que no comía carne de cerdo, ni pescado sin escamas, raros ritos con los cuales pretendían diferenciarse del resto de las tribus del Nilo. Hablaban también de una Tierra Prometida y de ser los primogénitos del Dios único. Muy extraño era en realidad ese pueblo. El Faraón no alcanzaba a comprender que era lo que pretendía el joven Príncipe con su protección, incluso se preguntaba “¿Algún desconocido linaje de sangre lo unirá a esos esclavos? En es instante hizo su aparición en la sala del trono la princesa madre de Ahmosés, quien había escuchado la conversación y temiendo la ira del Faraón se apresuró a decir en una sonrisa alagadora: -¡Loado seas gran Rey! No sé que discutis, pero quisiera recordarte el banquete que se dará esta noche y creo que debes escoger a las bailarinas. —Ocúpate de eso hermana—respondió Ramsés—Ahora necesito estar solo. La princesa, inclinándose, salió de la sala real llevándose literalmente arrastras a su hijo. —¿Estas loco?—le decía. ¿Como le dices esas cosas al soberano?”

XXV Malas Nuevas El caracter del Toro de Suteh empeoraba a la vista de todos. Había tenido incluso el Faraón un súbito ataque de furia y todo lo que encontró a su paso lo destruyó. Uno de los arquitectos reales, que tenía a su cargo la terminación del Templo de Karnak, discutía acaloradamente con Amuth, un consejero del Faraón, cuando en ese mismo instante apareció Ramsés. Amuth era un hombre delgado y de hablar nervioso, muy parco y cuidadoso en sus palabras. Al contrario de Hotep que era muy hablador y tenía una joroba en la espalda. Ambos habían estado discutiéndo si el pueblo hitita era o no un pueblo culto y religioso. El Consejero alegaba de que a pesar de que el gobierno hitita era regido por un Pankus o asamblea, el sitema era dominado por leyes disciplinarias. “Son grandes constructores, pero muy adustos”. Con la aparición del Faraón la conversación se convirtió en un murmullo. No obstante, Hotep contó con misterio de la furia pasada del Faraón, cuando supo de la infausta noticia de la muerte de su amigo de la infancia MenKar el cual había sido asesinado por las tribus bárbaras amoritas, que osaron traspasar la frontera egipcia y capturar al amigo de Ramsés que se encontraba casería. Ramsés se veía desde entonces muy abatido. Ahoras se le veía también paseando con el Sumo Sacerdote. Y en ocasiones partía veloz en su carro de caza, conduciendo los caballos entre las arenas del templo de Karnak y perdiendose en medio de las columnatas, buscando aliento en el poder sublime de Amón, el Dios ancestro de Atón, creador de las nueve divinidades. 83

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El Faraón a pesar de su pesadumbre no olvidaba las cosas del reino y ahora con los focos rebeldes de Asiria y Palestina, la situación se volvía peligrosa y muy tensa para el Reino del Valle del Nilo . . . Durante siglos las tribus bárbaras del norte luchaban por destruír al imperio egipcio. Las tribus tehenas, amoritas, asirias y cercanas a Fenicia. No sólo violaban la frontera sino que se aliaban a las tropas del litoral. Se trataba, en realidad, de una larga contienda que tenía a ratos expresiones críticas, como las que ocurrían en ese instante. Ramsés volvió a impartir ordenes, había que ser prudentes y estar preparados para lo peor. Entre tanto libraba ahora una batalla diplomática con los hititas, que se traslucía en el ir venir de muchos funcionarios por el Palacio Real.

XXVI En la prisión de los hititas Uteh, Sahir, Eluc y los demás prisioneros no habían sido olvidados en Tebas y el Faraón y sus consejeros hacían esfuerzos por liberarlos mediante negociaciones. La vida de ellos, entre tanto, en aquellas lejanas murallas que rodeaban el viejo templo de las afueras de Karquemish en las tierras de Hamat, era terrible. Cada día la comida disminuía y el hambre roía las entrañas de los bravos hombres. Lo peor del encierro era que los guardias mantenían a los amigos separados, aun cuando trabajaban en las galerías levantando un muro de granito en una de las alas del templo. Uteh veía a muchos de sus compañeros flaquear y los animaba recordandoles su vida en el ejército. Una de esas noches uno de los prisioneros se le acercó y le dijo —El jefe de los guardias ha hecho un comentario interesante. Estuvo hablando de un documento, de un mensaje que el príncipe Chetsir Hatussil, el hermano del rey Muwatalis, quería hacer llegar al Faraón Ramsés II . . .—¿Estas seguro?—dijo Uteh, alzando la cabeza. —Sí. Yo mismo lo escuché. Estuvo hablando de poner fin a la guerra, de intercambiar prisioneros. —¡Esa es una buena noticia! Con mucho sigilo y cuidado trata de que todos los prisioneros se enteren, y ahora hay que cuidarse más, luchar y no dejarse provocar. Cuando el prisionero se hubo alejado Uteh reflexionó en la noticia, era algo esperanzador, un verdadero manjar, una inmensa llena de asados y de vino bajo las palmeras del Nilo. Las galerías intrincada de pasadizos donde yacía Uteh, había sido construida por el señor Shubilulina más conocido como el Dios de las 85

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Tormentas, en tiempos de las guerras de los hurritas aliados a los hititas, cuando juntos invadieron Siria. Uteh ignoraba todo esto, como desconocía también un malvado plan cheta para con la fortaleza el cual pondría en peligro la vida de los prisioneros. Al despertar la mañana luego de haber recibido las noticias sobre las posibles negociaciones, Uteh vio parado frente a él a uno de los odiados guardias chetas, con su larga saya rodeada an la cintura, con el rostro surcado de cicatrices. El guardia cheta le sonreía con malignidad y le daba golpecitos an las piernas con la punta de la lanza ¿Que quería?, pensó el joven.

XXVII Una mala jugada del destino Uteh y seis prisioneros más, entre ellos algunos chardanos, fueron sacados sin explicaciones del recinto carcelario. Conducido por cuatro guardias entre los que se destacaba el cheta que despertara a Uteh con la lanza llegaron a un gran patio interior que parecía un santuario o heb-sed. Los prisioneros rebasaron dos altas puertas que tenían grabadas en su superficie una cabeza de cabras y llegaron a salón rectangular de numerosas columnas cuadradas con enormes doseles de igual forma. En el centro se veía una imponente estatua del rey Al Akadi, era una figura de alabastro y el escultor se había afanado en denotar la ferocidad del rostro, el piso era de piedras basálticas, al fondo columnas de estilo un tanto similar al protohitita-nesita, algo raro de hallar pero que aun se mantenia con la misma viveza del heteo-hurrita el cual tenía como origen una antiquisima leyenda donde el Universo Nut se conformaba de cimientos de piedras de geometría circular que reposaban sobre las espaldas de la Diosa creadora de los cielos y la tierra. Uteh pensó que había llegado al final de la caminata y se puso a contemplar los detalles del salón, pero pronto advirtió que no. Los guardias los condujeron hacia el extremo derecho donde se veía una puerta de bronce repujado. Dos largas serpientes con enormes colmillos y gruesas lenguas aparecían entrelazadas. Los guardias, sin prisa, guiaron a Uteh y a los seis guerreros cautivos a lo largo de una rampa o pendiente que se abría al final del nuevo salón y entraba como una gigantesca abertura en lo profundo de las columnas. A medida que caminaban la luz se volatizaba, las sombras ganaban terreno y el entorno se volvía oscuro y aborrecible. Los guardias tuvieron entonces que encender grandes teas humeantes a medida que la fila de los egipcios 87

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penetraba en las sombras. Uteh comenzó a repertirse para sí un palabra que retumbaba en su mente: “Laberinto, Laberinto, Laberinto”. El recordaba historias de pueblos extraños, gobernados por un rey asesino que mataba por placer y que para realizar sus fines maléficos ordenaba construir laberintos de la muerte. A Uteh se le unió la palabra Laberinto con: Muerte y Laberinto,sus pasos fueron más lentos aunque los guardias los empujaban con la punta de las lanzas. La fila de prisioneros continuó. sabiendo todos que enfrentaban un destino incierto.

XXVIII En el Laberinto Arrastrando los pies por la estrecha rampa, Uteh y los demás prisioneros avanzaban dando tropezones, envueltos por las tinieblas, para finalmente llegar a una especie de abertura triángular semi-obstruidas por piedras del tamaño de la cabeza de un hombre. Los guardianes los obligaron a entrar a gatas por la tenebrosa abertura y mientras ellos se desplazaban uno de los guardias le habló al oído a otro y entonces alguien golpeó una cuña que se hallaba inscrustada en la pared. y que servia de tapon, inmediatamente un chorro enorme de arena escapó por la abertura, la pared como por arte de magia comenzo a descender. Los guardias retrocedieron en forma organizada, y los prisioneros quedaron atrapados en la boca de un túnel que despedía un olor nauseabundo. Uteh y sus compañeros se dieron cuenta de que los guardias huían riéndose, dando voces poblando el espacio de ecos siniestros. En esos momentos se escuchó una voz que parecía venir del otro lado de la pared: —Soy el Alto Sacerdote Antal. Sabemos que son uds bravos guerreros egipcios, y tu Uteh un hombre de confianza de Ramsés. Si nos facilitan información pueden todavía salvarse del terrible laberinto donde estan alojados. —El Hijo del Valeroso Ursil, no traiciona a los suyos—replicó con furia Uteh. —Tus amigos, Sahir y Eluc han quedado también incomunicados—replicó el sacerdote.—Esperando la muerte. Una vez dijo esto el sacerdote Antal dejó de oir su voz y el silencio volvió a sobrecoger el lugar. 89

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Nada podía hacer Uteh por sus fieles amigos, sólo encomendar sus votos al Ka de Sahir y al Ka de Eluc, en espera de que un milagro ocurriera, en aquel espantoso sepulcro. Sahir y Eluc aguardaban entre tanto con dignidad y sabiduría sus destinos, ya no temían, su vidas estaban de antemano ofrendadas a los dioses y a la gloría del Supremo Astradón. Seguiría viviendo en la memoria de sus gentes y por los bellos caminos del Deba. Trastornados por las palabras del sacerdote Antal y por el cruel abandono en el laberinto, no se dieron exacta cuenta los prisioneros de lo que ocurria. Pronto escucharon un sonido como el que produce el agua cuando corre entre las rocas. Guardaron silencio y Uteh recogió del piso una de las teas encendidas que se quedó en un descuido de los carceleros, y pudieron entonces comprobar que se hallaban en una enorme cámara mortuoria. A la débil luz de la tea encendida pudieron ver que en el centro de la cámara estaba un sarcófago de dimensiones extraordinarias. Uteh iluminando la tapa del ataud descubrió una inscripción en lengua sáncrita. Ni Uteh ni ninguno de los que estaba allí entendía lo que decia la escritura. Estaban paralizados, cuando de pronto una voz cascada y gangosa, una voz de ultratumba, se dejó oír, era una voz que musitaba: “Yo Shubilulima, Rey de reyes, Conquistador de Siria y Karmeshis con el favor del Dios de las Tormentas doy descanso a mi cuerpo después de librar cien batallas y de hacer postrar de hinojos a los que se decían soberanos y no eran más que polvo que arrastra el viento”. Entonces se sintió un risa lúgubre y se distinguió casi sepultado en una maraña de huesos y cráneos a un hombre esquelético más parecido a un fantasma que a un ser humano. —Soy de la tribu Gasga y llevo aquí creo que milenios, me he alimentado de la carroña de cadáveres y sus huesos . . . El valeroso Uteh miró con espanto al hombre como teniendo la intención de golpearlo, tan repugante y aborrecible le parecía, se contuvo, luego se sentó sobre una piedra entre las sombras que lo rodeaban. Ahora Uteh solamente pensaba en escapar, colocado al borde del espanto decidió invocar la grandeza de su estirpe y no cejar hasta lograr vencer todos los obstáculos. Comprendió que ese era el infernal tormento que le deparaba el Sacerdote Antal, por negarse a colaborar con el enemigo. No obstante, él persistiría en su actitud. Invocó a su padre, a los dioses, y se quedó dormido, mientrás la tea seguía temblando entre sus manos.

XXIX El Banquete de los Recién llegados Más de sesenta bailarinas fueron minuciosamente escogidas para danzar ante Ramsés II. Los consejeros, funcionarios y jefes guerreros se prepararon para asistir. Peteh que ya había mejorado, decidió también asistir al palacio en compañia de su sobrina y de su asistente Anka. Desde horas tempranas la casa de Peteh se deshizo en un agitado ir y venir. Tahir—decía Peteh—debes ir ataviada como una reina, y tú Anka engalanate con el mejor faldellín de lana traída del Asia. Cuando Tahir concluyó de vestirse y adornase Peteh la miró como descubriendo lo que guardaba en su interior. —Ya sé, no lo digas, piensas en Uteh. Cuando el obeso jefe chardano, su sobrina Tahir, y su sirviente Anka llegaron al palacio del Faraón estaban bastante entristecidos. Mientras atravezaban las calles de Tebas pudieron ver que reinaba un singular silencio. Ladridos de perros y reclamos de niños vagabundos en las estrechas callejuelas, pero los habitantes de la ciudad imperial se escabullían en las humildes chozas, y eso era significativo. Tebas no estaba alegre a pesar de las fiestas del Faraón en su palacio. El Faraón quería que se glorificara su acción guerrera y se le rindiera culto jubilosamente para la glorificación de los poderes mágicos del Imperio, siguiendo así las antiguas tradiciones, que se remontaban a los tiempos en que Abydos era la necrópolis de Tanita, y en las que, según contaban los más ancianos, el rey debía morir y ser el intermediario de los guerreros muertos ante los dioses en la vida sobrenatural, pero con el tiempo el culto había ido cambiando y sólo ahora se ofrecía en holocausto un buey, el Buey Apis el cual daba vigor al Faraón y lo convertía en un dios renovado 91

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y fortalecido capaz de aplastar a los enemigos y lograr las crecidas del Nilo para las buenas cosechas. Kadi, el anciano del báculo, se ocupaba de los pormenores del festín. Los edecanes de las divisiones principales fueron llegando, seguidos de los altos dignatarios, de los sacerdotes y de las sacerdotizas. Esclavos nubios adornaron con exquisito gusto los platos de oro, montados en formas de patos y de cisnes de vistosos colores. Los músicos de la orquesta se preparaban para hacer sonar los instrumentos. Ramsés no esperó que Kadi lo anunciara. Entró con un andar enérgico. Con altiva mirada se detuvo ante el amplio conglomerado y Kadi y los demás se inclinaron con solemne humildad ante el soberano. El gigante se sentó en un alto diván tallado con garras de león, bajo la iluminación de teas crepitantes. Iba vestido con una regia túnica negra que le cubría el cuerpo hasta los pies, con sandalias de igual color. Se apoyó en uno de los brazos del asiento, con el rostro indiferente en una mezcla de cansancio e ironía. Entre tanto Peteh, Tahir y Anka llegaban como invitados al salón imperial. La joven Sahir había llorado muchas lunas en silencio y miraba el rostro de su tío sin pronunciar palabra, sin embargo ahora una vez estuvo en el Palacio Real se encontraba esperanzada. —Que nadie se entere de nuestro luto. Pero hablaremos a los consejeros del Faraón sobre la suerte de nuestros amigos.—Dijo Peteh a Sahir. En el salón principal del Palacio decenas de bailarinas festejaban, todos disfrutaban tomando diversos vinos en copas suntuosas, y los nubios con el dorso desnudo y un faldellín pequeño, servían carne de ternero, aves, guisantes, pan, y otras comidas y bebidas. El Faraón detuvo su mirada en una de las bailarinas que le pareció las más bella, era Tahir. Pero en eso entraron al salón cuatro forasteros cubiertos con pieles de leopardo. Traían en las cabezas gorros de la misma piel y colgándoles en las espaldas colas del bello felino. Los recién llegados se inclinaron con parsimonia y elegancia ante el Faraón y uno de ellos dijo: —El pequeño leopardo de la tribu Gasga saluda al poderoso y omnipotente Faraón Ramsés II, Rey de reyes, Señor del desierto y dueño absoluto de las aguas sagradas del Nilo. Nuestro Rey te recuerda el pacto sellado hace ya muchas lunas. Aquí tienes un presente—y señaló con el brazo para los hombres que lo acompañaban. Estos con su ya usual solemnidad se adelantaron trayendo en las manos una lanuda piel. No bien hubieron desenvuelto el obsequio, una

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exclamación recorrió el salón. Y el Faraón hizo un gesto admirativo. Era una espada de hierro con empuñadura de oro; un puñal de identica materia y un escudo, pequeño, de oro repujado en relieves con la figura de un león en postura de ataque. A Ramsés le agradó la espada. La empuñadura tenía la cabeza de Horus, el halcón divino. Ramsés la tomó en las manos, la sopesó con satisfacción, y el anciano Kadi invitó a sentarse a los recién llegados. Si más preambulos, estos comunicaron al Faraón que los hititas querían llegar a un acuerdo juicioso, sin explicar de inmediato los pormenores. El festín continuó.

XXX La Tregua de Paz La ciudad estaba revuelta en un ir y venir de egipcios, hebreos, nubios y otras tribus. La muchedumbre se agolpaba en los talleres, donde el ruido de los martillos, cinceles y sierras se escuchaba desde horas tempranas. Kadi le trasmitió al arquitecto principal que las obras podían reanudarse. El Faraón había dado ya la autorización y él mismo se personó en las obras acompañado de un escriba y de un jefe constructor. Mientras observaba el traslado y selección de los bloques de piedra desde las canteras, Ramsés no dejaba de pensar en las palabras del mensajero de la tribu Gasga y en los planes de paz que le ofrecía el Rey hitita. La astucia del Faraón era mayor que su audacia, sabía que aun existían escollos. Los libios y cananeos volverían seguro a violar las fronteras de Egitpto para saquear y matar, cosas inadmisibles e insoportables. El sirio Asmir fue mandado a llamar, por el Arquitecto principal de las obras recién paralizadas, el Faraón había enviado a inspeccionarlas, y que los familiares de los muertos y heridos de un accidente ocurrido en la construcción fueran retribuidos convenientemente. Asmir estaba feliz. Se inclinó sobre el piso y besó la arena de la edificación. Pronto estaría de nuevo trabajando. Seis Embajadores del reino Hitita perteneciente al Pankus, especie de asamblea integrada por la nobleza, esperaban para reunirse con Ramsés. Los seis enviados caminaron por el medio de un tronar de címbalos, altos dignatarios los acompañaron ante el Salón donde estaba sentado regiamente el Faraón, de pronto este comenzó a reirse, los embajadores miraban a Ramsés impresionados por su hilaridad. Después aquel les pidió que explicaran mejor lo que deseaban. Su pésimo babilonio llenó de confución a los embajadores. Pero luego la conversación derivo hacia la lengua acadia 94

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y estos explicaron que eran enviados del rey Muwatalis para firmar una alianza de paz. Se hizo silencio y uno de los Embajadores se adelantó ceremoniosamente hasta estar frente a Ramsés II y desplegó un dorado documento, que tenía la rubrica del mismo Rey Muwatalis, leyó: “En plenitud de mis poderes y como Rey y Señor de Hattusa hago saber en nombre de mi pueblo y mío, que estoy dispuesto a cesar todo tipo de hostilidades. La tregua de paz se mantendrá. Habrá un intercambio de prisioneros. Las fronteras no serán violadas.” Ramsés escuchó sopesando cada palabra del Enviado y mirando detenidamente al Embajador hititita, expresó: —Díganle al Rey Cheta que sus palabras transmiten nobleza y sabiduría. Díganle también que mis soldados respetaran las fronteras. Yo Rey del Alto y Bajo Nilo dejo constancia de ello. Así sea escrito. Los Embajadores con sus túnicas que rozaban el suelo hicieron grandes muestras de agradecimientos y se retiraron. En el Palacio del Faraón continuó la fiesta con más brío, decenas de bailarinas saltaron literalmente al centro del salón y los címbalos volvieron a retumbar. Cintas multicolores fueron lanzadas al aire, entre tanto Tahir y Peteh regresaban a su Casa esperanzados con el regreso de sus valientes amigos.

XXXI A la luz del día Uteh no hacía más que pensar en sus amigos. ¿Como estaran? ¿Habran logrado escapar? ¿Los habran mutilados o asesinados?. El joven guerrro no olvidaba el orgullo del viejo Sahir, y pensaba que el gran arquero no podría soportar la pérdida de la mano con la cual tenzaba el arco: preferiría la muerte. —Tengo que hallar una salida y después luchar por la libertad de los demás—decía Uteh. Uteh escudriñaba la oscuridad nauseabunda y húmeda de los pasadizos laberínticos donde se hallaba. También recordaba a Zahir, su memoria era la única cosa dulce y calmada que amortiguaba su angustia. La veía en su duermevela bella y gentil, tocando el ban it, junto a él, mas cuando iba a besarla la imagen se desvanecía. Atenazado por la incertidumbre decidió arriesgar su vida en un último esfuerzo por verse libre. Caminó hacia la parte más cenagosa del pasadizo, el lodo comenzó a cubrirlo rápidamente, primero le llegó hasta la cintura, después al pecho, por último empezó a cubrirle peligrosamente el rostro. Uteh sintió el pánico de la asfixia mortal, forcejeó con el légamo, iba a hundirse irremediablemente cuando hació un tablón que navegaba en la corriente, a duras penas se sujetó y se dejó arrastrar encomendándose al Ka de su padre. Anduvo girando y flotando entre tenebrosos pasadizos, a riesgo de perecer de un momento a otro, hasta que a lo lejos vio luz, una lejana claridad se distinguía en medio de las tinieblas . . . Uteh entonces haciendo acopio de todas sus fuerzas nadó hacia ella, fue cuando sintió que algo lo halaba hacia el fondo con inusitada fuerza: era un animal de resbaladizo y pardusco cuerpo que hambriento y habitando 96

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en esa parte extrema del laberinto lo atacaba en busca de comida. Uteh luchó como nunca había luchado antes, golpeó a falta de armas al raro y resbaladizo cuerpo con ambas manos, con la cabeza y con los pies, se enredaron en un terrible abrazo, pero de improviso el raro atacante huyó. Quizás se dio cuenta que su adversario era más temible que él. Uteh regresó a la superficie buscando oxigeno desesperadamente y para su inenarrable alegría se vio flotando en un límpido río de aguas mansas, braceó hasta la orilla, aunque cual no sería su sorpresa cuando se vio enlazado por un fuerte cuerda entre tanto vigorosos guerreros se le echaban encima, volvió a luchar, fue necesario el concurso de seis hombres para reducirlo. Maniatado y en medio de constantes empujones y vejaciones fue llevado por un polvoriento camino rumbo a una cercana aldea, las gente al verlo y comprendiendo que era un prisionero egipcio, le tiraban piedras.

XXXII El príncipe Cheta A la entrada de aquella aldea, Uteh y sus acompañantes vieron bajo un bosquecillo de abedules varios cuerpos mutilados. Los hititas cortaban troncos que después afilaban en sus extremos. Uno de los hititas, con bruscos ademanes, les indicó que se detuvieran y sentaran a los pies de una gran escultura situada en medio de la aldea. Así lo hicieron. Se pusieron en cuclillas con las manos atadas. Al poco rato aparecieron unos sesenta jinetes armados conduciendo otro grupo de prisioneros egipcios que les faltaban las manos. El jefe hitita que venía al frente de los jinetes era un hombre de unos cuarenta años, de cabeza rapada, con una oreja de menos y una gran cicatriz que le dividía el rostro. Los pobladores recibierón al horrible hombre con entusiasmo. Entonces este ordenó que llevaran a Uteh al centro de un descampado donde habia un tronco pulido y aceitado. Lo ataron a él. Un formidable guerrero se acercó trayendo un látigo de piel de cabra, y ordenó desnudarle el torso, comenzó entonces azotarlo con saña. Después dijo: -Primero le cortaremos las orejas y las manos, uno por uno cada dedo, quiero que sufra, por último yo mismo le cortaré la garganta. Se acercó a Uteh con un afilado cuchillo mientas este lo miraba sereno, como acostumbrado ya en demasía a la idea de la muerte. El cuchillo se levantó, y cuando iba a herir su carne se sintió una imperiosa voz: —¡Alto! ¡Alto! —¿Quien eres tú, que te atreves a gritarme?—preguntó el sanguinario guerrero hitita. —Soy Príncipe de Amarru región aliada al gobernador de Dapur. Uteh miró con los ojos desorbitados a su salvador. Este cabalgaba un bello corcel blanco, iba vestido con un fajín de piel de tigre y un gorro 98

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de raros colores. También se distinguían montados sobre su faja un juego de tres puñales labrados y regios. La escolta del Príncipe era de unos diez hombres a caballo. El Príncipe ordenó que le entregaran al prisionero, argumentado su realeza y su superioridad sobre el resto de los guerreros. A duras penas pudo conseguirlo, entonces le preguntó su nombre a Uteh, este no vaciló en contestar y añadir: —Soy hijo del valeroso Ursil, caído en las Alturas del Sinaí, sé que hasta aquí llega su gloria. Soy además escolta de la Guardia Real y hombre de confianza del Faraon Ramsés II. El joven y alto príncipe, viendo la insistencia del jefe hitita, extrajo de la cintura una diminuta bolsa de cuero y se la entregó, el cual con un gesto de desprecio indicó que en verdad no le importaba el destino de los prisioneros egipcios. El príncipe ordenó a los hombres de su escolta que condujeran a Uteh con respeto. Uteh todavía no sabia que pensar de lo sucedido. ¿Quien era este príncipe?

XXXIII Un pueblo cercano a Hattusa Cuando los reunieron, Uteh y los demás prisioneros eran alrededor de treínta. El príncipe ordenó tomar por el camino hacia Halys, un pueblo heteohurrita. pronto los caballos vadearon el río. Acomodado en la grupa de un soberbio alazán, Uteh atravezó una región llena de asfodelos y flores de averna. Después arrivaron a un cálido valle donde se encontraba la ciudad a la que se dirigían, asentada ésta en una pequeña cima y rodeada por una muralla donde crecía el musgo, lucia como pinaculos amenazadores una multitud de piedras calizas.Los jinetes ascendieron por un terreno arcilloso, pasando frente a dos majestuosos monolitos. Pronto estuvieron dentro de la ciudad y detrás de las murallas, se veían casas conocidas como Dintu, de varios pisos con torres y aleros alargados. Subieron una última pendiente y apareció a la vista el Bit-hilani, palacio construído en este caso con gruesos bloques basálticos, desde la cima de una de las torres del palacio, un vigilante anunció: —¡Abran paso al Príncipe Bastú! El Príncipe ordenó dar de comer y de beber a Uteh, el cual casi devoró en un instante la ración que le entregaron. Bastú sonriente hizo que le colocaran toda la comida que él quisiera en la mesa. Luego Uteh fue tratado ceremoniosamente por el Príncipe, que le condujo a una amplia y ventilada cámara donde conversaron e intercambiaron impresiones, se habló de muchas cosas, incluso de los dioses tutelares de ese pueblo: Seri y Hurri, y la diosa Arinna las de los poderosos rayos solares. Uteh por su parte contó a su guardián y anfitrión de un extraño hecho realizado por un guerrero maschuascua, el cual luego 100

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de vencer en combate a un enemigo le arrancó las viseras del vientre para, según él, poder tener el don de la adivinación del futuro. Así en animada conversación se mantuvieron los dos jóvenes, el preso y su carcelero, pero al terminar ya eran grandes amigos. El Príncipe le dijo a Uteh que haría lo que estuviera a su alcance para que los de su bando le otorgaran la libertad. Uteh le replicó: —Eso es lo que más deseo. Si pudiera regresar a Egipto y reencontrarme con alguien . . . —¿Quien es ese alguien? —Una dulce muchacha llamada Tahir, blanca como la leche, apacible como la miel. No se si en realidad me ama. Pero yo sé que la necesito. Bastú sonrió pícaro mirando al enamorado. “En verdad este es un gran guerreo, pero también es un muchacho sediento de amor”. Se dijo. Entre tanto Uteh miraba por la ventana en dirección a donde suponía caía el Valle del Nilo, y soñaba.

XXXIV La estela o carta Enterado por el sacerdote Halys de que el príncipe Bastú tenía en su poder a más de veínte guerreros egipcios, el Rey Hatusil envió a su Consejero con una estela de plomo, en las que rezaban las ódenes precisas a seguir respecto a los prisioneros. De no cumplirse esas órdenes, el príncipe Bastú tendría que encarar graves consecuencias. Bastú recibió en el salón del palacete al Consejero del rey, quien escoltado por tres nobles, y apoyado en una larga vara, se inclinó ante el príncipe y dijo: —Que Taskhil, el dios de las montañas, te proteja joven príncipe. Tras fisgoniar con mirada de chacal el salón, añadió: —¿Dónde tienes a los prisioneros? El Rey quiere que pronto regresen al Valle de Nilo. A Bastú se le iluminaron los ojos y replicó: —¡Que la diosa Arinna proteja al rey Khatusil. Yo mismo me haré cargo de que sus palabras se conviertan en hechos. Los prisioneros serán custiodados hasta Tebas por mis propios guerreros. Cuando Uteh se enteró de la buena nueva no pudo impedir que una lagrima de profundo agradecimiento resbalara por su mejilla. Pensó, entonces en sus amigos desaparecidos, Sahir y Eluc. Pero sobre todo en Tahir, se dejó llevar por el recuerdo de las aguas sagradas del Nilo, por los papiros mecidos suavemente por la brisa, por los lotos abiertos en flor . . . Bastú, una vez estuvieron ultimados los preparativos de la partida de la pequeña comitiva que acompañaría a Uteh, acompañaría a su ex-prisionero en el viaje . . . —Yo mismo los guiaré hasta el sur de Karquemish,—dijo el príncipe a los nobles enviados por el Rey—y de allí hasta las cercanías de Celeseria. 102

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Después llegaremos hasta las tierras costeras de Tiro, para que puedan continuar viaje en barco. Los nobles asintieron gustosos y el Consejero dijo: —El poderoso Khatusil les envía esto—y les mostró un cofrecillo de cedro tallado en su parte superior con el sello del reino hitita.—Es para comprar camellos y las provisiones que hagan falta. Nosostros también partiremos, pues el rey se reunirá con su Pankus. —Todo se cumplirá—rubricó Bastú. Y en efecto a la caída de la tarde se puso en marcha la caravana. Uteh no hacía más que contemplar aquellas tierras, con ojos ávidos como queriendo reterner sus paisajes en la memoria. Pronto las sombras desplazaron el rayo luminoso de Ra y arriba brotaron las estrellas.

XXXV AhmOsés mata a un egipcio Ramsés se paseaba nervioso por el salón imperial Po’ Ra, pabellón espléndido como ninguno, cuyo áureo friso se sostenía en ocho columnitas, número éste mágico y misterioso. En las paredes se percibían paisajes a relieves de Ramsés I en actitud arrogante, o en una cacería enlazando a un soberbio toro por los cuernos, mientras que su nemhu o servidor se ocupaba de amarrar el animal. En el cuadro siguiente con un filoso koshu cortaba los cuernos y las patas del toro. Las figuras hablaban por sí solas: El Faraón ofrecía un sacrificio estelar a sus dioses con las partes de toro. Entre tanto Ramsés seguía caminando por el pabellón con aire reflexivo, se detenía a veces junto a la figura temible de Seth, y rememoraba el primer tratado de paz firmado por los hititas, y como había sido quebrantado. Pero un fuerte olor a mirra se esparció, en ese instante por el salón, y el Faraón notó que había entrado una de su bellas concubinas balanceando un pebetero. Esta caminó hasta situarse frente al Monarca, y después preguntó: —¿Que enturbia los pensamientos de mi amo? ¿Siente algún temor? Ramsés no respondió, le dio la espalda y fue a sentarse en el trono. —¿Crees tú—le dijo—que un Rey puede sentir temor o que su corazón tiemble ante lo desconocido? —No. Los reyes son hijos de los dioses, ellos los protegen y guian. ¿Como es posible que exista temor en sus corazones? El Faraón sonrió, y después de una breve reflexión, le replicó: —Mientras exista el odio, mientras exista la traición, existirá el temor, incluso en el pecho de los reyes . . . 104

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De pronto se sintió la llegada de la guardia imperial, el Faraón alzó la cabeza y unos de los guardias le habló luego de postrarse: —Infaustas nuevas traigo conmigo. Vengo a decirte que estando el noble Mer azotando a un esclavo apareció Ahmosés y lo atacó dándole muerte, luego arrastró el cadáver y lo enterró a un centenar de pasos del lugar del crimen. —¡Arrojen para siempre Ahmosés de Egipto! A enlodado para siempre su nombre, ya no merece ser un Príncipe Real. Si quiere ser el protector de los esclavos, que se marche con ellos al desierto y que no regrese, será el fundador de una raza desconocida y sin tradición. En ese instante apareció la madre del protector de los semitas, y inclinándose de hinojos pidió llorando con gritos y lamentos la clemencia del Faraón. —Confórmate, mujer—le dijo Ramsés—tu hijo no será apresado ni morirá, pero tendrá que partir al destierro. Quizás eso era lo que él quería.

XXXVI Costas Fenicias Los preparativos de la partida hacia Egipto finalizaron con gran agitación. Bastú y sus guerreros se movían con impaciencia en el patio del bit-hilani. Bastú personalmente gritó las últimas órdenes desde la torre del palacete. Se aproximaban los días de peregrinación a los santuarios, y la ceremonia nuntarijasha, donde los reyes tenían que renovar los lazos con las divinidades protectoras, y en esa ceremonia era donde el Rey debía de sostener con la mano derecha el hituus, bastón largo y encorvado y con él invocar la paz y a los dioses para que el trigo y el higo brotaran al máximo. La cultura hitita era similir a la civilización sumeria y akadia. Finalmente partieron. Bastú deseaba ir y volver rápidamente para estar presente en las ceremonias sagradas. Después de varias lunas la distancia entre los lindes de Celesiria y la remota Tiro eran escasas. La caravana devoraba el espacio. Luego de subir la cuesta de una amplia faja de tierra, en la cual se podía ver una variada vegetación de flores exóticas y arbustos que despedían un olor como el de las amargas tizanas medicinales, pudo apreciarse a lo lejos el templo de Melkarth. La ciudad de Tiro, construida junto al mar Mediterráneo, plagada de astilleros y de barcas que reposaban en los profundos canales y junto a las pequeñas y apretadas casas construídas sobre pilotes de los marinos y pescadores. Las barcas poseían una quilla terminada en metal y tenían también en su velamen figuras pintadas de dragones alados. Se alojaron en una casa de granito y piedra rosa, donde pernoctaban aqueos o danaidos y otros miembros de las más dispersas tribus del Medio Oriente. Unos sirvientes le ofrecieron carne salada, aunque estaba tan dura que Uteh tuvo que empuñar su akinak, filoso instrumento regalo de Bastú, para poder cortar el magro alimento. 106

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—¿Quienes son Uds. y de donde vienen?—les preguntó un hombre de edad madura, vestido a la usanza fenicia: una bata larga y sedosa de color rojiazul, que lo cubría desde los hombros hasta las rodillas. Bastú observó con detenimiento al hombre maduro que hacía las preguntas, y adelátandose respondió: —Soy el príncipe hitita Bastú. Ellos son prisioneros egipcios, que serán devueltos a Tebas. —Ya comprendo. Les contemplaba desde que llegaron. Yo soy el primer alcalde de la ciudad, también soy comerciante. ¡Bienvenidos a Tiro! A la mañana siguiente Uteh caminó junto al mar, él sabía que aquel era un pueblo legendario de mercaderes adoradores del dios Melkart, que recorrían tierras remotas de las que nadie tenía noticias, pero el simplemente esperaba encontrar un barco que lo llevara de regreso a Egipto. Bastú se entrevistó con varios armadores de navíos, hasta que uno aceptó por una gruesa suma que se le hubo facilitado previamente conducirlo a Kemeth. Cuando todo estuvo de nuevo preparado Uteh saltó feliz a bordo y el barco, desplegando su velamen, mientras los marinos coreaban canciones fenicias, se alejó rumbo a Egipto. —Pronto llegaremos a nuestras tierras.—pensaba Uteh.

XXXVII Las aguas de Kemeth Uteh que conocía el oficio de remero, contemplaba al resto de los sudorosos remeros fenicios. Poco antes de entrar en el ejército egipcio, Uteh se había enrolado al servicio de un comerciante sirio, y navegó en una kahabiad, embarcación estrecha y larga. Por eso Uteh podía apreciar en toda su magnitud el esfuerzo que hacían aquellos remeros, para desplazar a las nave, pues con la carga que llevaba no era empresa fácil. Al llegar la noche, la amurra se alzó hinchada por un suave y firme viento, y avanzaron con mayor rapidez. Al despuntar el alba, Uteh vio al príncipe Bastú inclinado sobre la cubierta, con aire de preocupación. Durante la madrugada Bastú había estado leyendo la estela dada por el rey Hattusil I, cuyo documento traía la noticia de un complot preparado por el otrora príncipe Hatti-Semut, quien odiaba al Faraón tanto como había odiado a Faraón Seti, y veía en Ramsés II la continuación de su pesadilla. Esta noticia angustiaba a Bastú, pues pensaba que la tregua de paz lograda podía romperse en cualquier momento. Luego de varios días de navegación el capitán decidió acercarse a Salud, ciudad de Tiro y que se encontraba en el camino a Kemeth. A pesar del retraso que esto significaba Uteh se alegró, quizás ahí podría escuchar noticias sobra la buena marcha de las negociaciones de paz. Cuando llegaron a la ciudad, el puerto estaba abarrotado de mercaderes y guerreros, hombres venidos de Elam, Caldea y Ponto Euxino, asesinos misios.Y entre esa enorme muchedumbre anduvo Uteh en compañía de Bastú y sus soldados. Un soldado chardiano le advirtió al joven guerrero que no se dejase provocar y que no intentara hacer nada en favor de las pobres mujeres esclavas, propiedad de comerciantes barbaros que incluso utilizaban trampas muy bien urdidas para atrapar a sus futuros esclavos: 108

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les brindaban bebidas y luego cuando quedaban adormecidos por el sutil brevaje, los ataban y se los llevaban en barcos para venderlos en puertos extranjeros. Uteh contemplaba horrizado a aquellos esclavos. Luego que se cargase la nave de provisiones y agua, Uteh regresó a ella pero con el corazón exsaltado de preocupaciones. Pronto avistarían tierras de Egipto.

XXXVIII El templo de las Esfinges En Jetuaret un hálito opaco de sombra rodeaba la ciudad, las obras se habían vuelto a paralizar y el Sirio Asmir no sabía que hacer. Los levitas se habían sublevados, los ladrilleros no querían trabajar tampoco los nubios, ni los na-arunas. Kadi fue a conversar con su Faraón  .  .  .—Gran Ramsés—así le dijo—ignoro lo que ocurre, pero todo esta cabezas arriba en la ciudad. —La Traición nos acecha, amigo. El no poder lograr la victoria absoluta sobre los hititas ha vuelto a muchos agazapados enemigos abiertamente contra nosotros, la grandeza de Egipto todos la envidian, y ahora se preparan para darnos un golpe por la espalda. Kadi habló rememorando las palabras textuales del Gran Seti dejadas a su hijo Ramsés: “Tras un trono siempre se esconde la traición. Tras un amigo vil un enemigo mortal. Tras una verdad a medias una colosal mentira. Resguárdate bien de aquel que te diga Yo soy tu brazo derecho, porque en la vida tienes sólo dos caminos: triunfar o fracasar.” Sin embargo ese día apareció espléndido a la vista de Ra. Y el Faraón decidió marchar en procesión rumbo al Templo de las Esfinges. Cabalgó en su soberbia Nut y con un trote majestuoso llegó al amplio portalón del Templo regio construido con dioritas y basalto. Se distinguían las Esfinges, un colosal león apoyado en sus cuartos traseros, y con un rostro humano extraño y enigmático. Ramsés caminó por debajo de los capiteles magníficos coronados por hojas de papiro. 110

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Había ido allí a meditar en su padre y en los dioses, en el Dios Padre Amón Ra, estuvo en el lugar todo el día hasta que lo cubrieron las sombras de la noche. Las siluetas de las esfinges temibles se dibujaban en las paredes, mecidas por los intervalos de luz y sombra, afuera la arena se levantaba en espiral como en un mortal presagio. De pronto unas sombras se incorporaron del piso y se echaron sobre el desapercibido Ramsés. Eran guerreros babilonios, Ramsés se dio cuenta demasiado tarde y cayó herido, los asesinos nocturnos lo rodearon. viendo al gigante aparentemente agonizar en el suelo. Pero en ese instante el Faraón dando un mortal rugido se incorporó de un salto, la lucha fue breve pero decisiva y temible, los asesinos rodaron por el piso espantados por la furia de Ramsés y su legendaria fuerza, este golpeaba a diestra y siniestra, tomó a uno de los guerreros por el cuello y lo lanzó destrozándole el cráneo contra una de las esfinges. Ramsés una vez hubo vencido a sus enemigos vio como la sangre lo cubría y miro al rostro de Amón, la sombras de la traición se cerraban sobre él, pero seguía en medio del templo desafiando a todos, como un gigante invicto.

XXXIX Las Arenas Negras La embarcación surcaba las aguas bajo una lluvia torrencial. Los remeros tuvieron que hacer esfuerzos sobrehumanos. Pero finalmente el cielo se despejó, cedieron las densas brumas y los remeros, aprovechando la corriente, izaron la amurra. Vestido con un simple delantal de algodón y calzando unas fuertes sandalias, Uteh oteaba el horizonte. Un pájaro de vistosos colores revoloteó encima de las jarcias del palo mayor. Bastú respiró profundamente, para después decir: —Los egipcios veneran su tierra según antiguas tradiciones. Piensan que al morir les espera una segunda vida . . . y creo que están en lo cierto: el espíritu de los seres vivientes flotan en la eternidad. ¿Que piensas tú? El huesudo capitán de la nave fenicia, respondió: —Así es señor. Por fin se avistaron las tierras de Egipto. Uteh emocionado abrazó al capitán fenicio que no sabía si reir o enfadarse. Al bajar a tierra, Uteh y los demás prisioneros cayeron de rodillas y besaron las arenas. Numerosas gentes se aproximaron al darse cuenta de quienes eran, la noticia rodó por la ciudad. Pronto lo más afortunados emprendieron el viaje hacia sus casas, para reunirse con familiares y amigos, y brotaron las historias y los relatos de las proezas y aventuras vividas. Uteh y tres de los egipcios dirigieron sus pasos a la Casa Real. Por el camino la guardia imperial los detuvo, entonces Bastú que precedía la marcha mostró los documentos oficiales que portaba, y los guardias los acompañaron hasta las mismas puertas del Pe’ra. Bastú y Uteh traspusieron los amplios corredores hasta llegar al Salón de las recepciones. En seguida el anciano Kadi los recibió, seguido de un escriba. Kadi le informó que el Faraón se encontraba en reposo pues había sido herido recientemente por guerreros babilonios. 112

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El príncipe Bastú habló en nombre del rey hitita Hattusil y dijo: —El rey Hattusil hace saber al gran Astradón que los intentos por socavar la tregua de paz convenida, nada tiene que ver con su determinación de mantener la paz entre el paíz de Hatti y Kemeth. El escriba tomó nota y Kadi asintió con la cabeza. Uteh feliz salió a la calle, caminó solitario entre las torcidas callejuelas hasta alcanzar la casa de Peteh. Tocó a la puerta y el que salió fue Anka que perdiendo su habitual compostura se le echó encima gritando y abrazándolo. Luego salió Peteh que también gritó y rió alborozado. Uteh lo miró expectante. Peteh comprendió. —Sí, Tahir te espera desde el primer día. No ha hecho más que musitar tu nombre y pedirle a los dioses que te protejan. Y haciendo un gesto condujo a Uteh al patio posterior de la casa. Tahir se encontraba allí de espaldas, ensimismada en sus pensamientos, acariciando las flores de loto, y viendo pasar las nubes altas como dragones por el cielo. —Tahir—dijo Peteh—te he traído a un visitante que te alegrará el corazón. Tahir replicó en un adormecido murmullo: —Uteh es el único visitante que podría hacer regresar mi Ka. Entonces Uteh se mostró ante ella, los jóvenes primero se miraron como atacados por un súbito encantamiento, luego se tocaron los dedos de las manos, hasta que el amor estalló en un abrazo y un beso profundo y unánime, un beso tanto tiempo esperado y tanto tiempo postergado. Luego Peteh, una vez se hubo calmado la fiebre de los jóvenes, conversó con Uteh de los últimos acontecimientos. Ramsés había sobrevivido de un ataque a traición y ahora mismo se reponía milagrosamente de sus heridas y que a veces montaba su negro corcel, Nut-la-satisfecha. El ataque a su Monarca lejos de asustar a los egipcios les había devuelto la fe en sus dioses y en el poder del Imperio. Todas las conspiraciones habían sido exterminadas para la grandeza de Amón Ra. Ya era por todos conocido que el propio Príncipe Bastú había llegado a reafirmar la paz puesta en tela de juicio por un maléfico príncipe hitita . . . Aquella misma noche Peteh dio una fiesta, un enviado de Ramsés llegó en persona a saludar al joven héroe, el Faraón mismo le envió una cálidas y ceremoniosas palabras . . . Pero lo único que le importaba a Uteh en aquella noche bajo el cielo de Egipto, eran los ojos de Tahir que le miraban dulcemente mientras tocaba el arpa.

Datos Bibliográficos “Enciclopedia Británica” “Enciclopedia Espacec” “Diccionario Larousse” Huisinga J. “Historia de las Civilizaciones Antiguas” Shurinova 1974 “Historia del Antiguo Egipto” Afasaniev. V and N. Lukonin 1988. “Breve Historia del Arte Antiguo” Maspero G. “Ramsés I. Nabucodonosor” Breasted. J. S. “Historia de Egipto” “Atlas Mundial 1973” “Atlas Geográfico 1983” Paramaount Pictores Corp. 1956. “Moisés” Photographer Treasures Erected on The City of Ramses Marek K. Los Misterios Hititas Orikel A. Historia Antigua. Delaporte. L. J. “Sabios, Dioses y Tumbas” Conttrel. L. Egipto—”Culturas de la Humanidad” “Historia del Mundo Antiguo” “La Biblia” Viejo y Nuevo Testamento Revisado por Cipriano de Valera La Historia como una de Las Bellas Artes

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Epilogo El historiador griego Herodoto escribió “Egipto es un don del Nilo”, quizás toda la nostalgia que hoy sentimos por los reynos ancestrales, sean un don de Egipto. No existe un pueblo que nos evoque tanta nostalgia sobre la Tierra como Egipto, una nostalgia más vieja que la de Sión, pues los días de Israel comienzan en Egipto. Así, en la figura geométrica de la pirámide, en conocimientos matemáticos que los griegos y la Escuela Pitagórica heredarían, en el teorema que señala el radio de la circunferencia (Pi), la indescifrable cuadratura del círculo, los egipcios construirían en esas enormes moles de piedra levantadas e invictas ante el tiempo, la exacta medida del tiempo del Universo, o por lo menos de nuestro Sistema Solar. El Gran Eje de la Pirámide medía exactamente la Posición de Los Equinoccios, la entrada del punto Vernal en el solsticio de Primavera el 21 de Abril, que cifraba el paso de las constelaciones por las Doce Casas de los Dioses del Deba. Indudablemente que Egipto es el monumento del tiempo cósmico, y que sus gentes tenían la cifra tantas veces perdida del Universo. Eso también quizás puede explicar nuestra irremediable nostalgia. La Cifra del Universo, la medida del codo sagrado con que los esclavos hebreos construirían las pirámides y que el pueblo semita trasladaría siglos más tarde a la ejecución del Templo de Salomón en Jerusalén y el uso de los espacios arquitectónicos como réplica del tiempo y el espacio del Universo mismo. Lugares de máximas sacralizaciones donde el hombre egipcio, semita, ario, chino, dialogaba con las visibles divinidades a través de rituales y oraciones litúrgicas. De esta manera, en esa línea que va de las pirámides al templo de Salomón, los Caballeros Templarios recogerían el saber perdido de Egipto y lo trasladarían a las construcciones de la catedrales en Europa en la Alta 117

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Hector Fernandez

Edad Media, establecida sobre los arcanos asentamientos de la cultura celta en esa región. Puede decirse, si mantenemos esta línea discursiva, que el Misterio del Santo Grial, sobre el cual girara todo el romance y la juglaresca de la Europa a partir del siglo XI de n. e. comienza en Egipto en los Mitos de la Resurrección de Osiris. Los egipcios no tenían la experiencia de la muerte, su arcano saber desconocía de ese atroz aniquilamiento de la vida, el hombre del Nilo no moría, simplemente emprendía viaje por el Valle del Deba, en el cual los familiares y amigos que quedaban detrás estaban obligados a velar por él con conjuros y ceremoniales mágicos. No había diferencias entre los hombres y los dioses, el ciclo del hombre era idéntico al ciclo del dios. Y es en ese exacto retablo mítico e histórico que el nobel escritor e historiador Héctor Fernádez (Cuba y 1965), coloca los trabajos del joven Guerrero Uteh, en tiempos de la Casa Ramsés, Casa egipcia de la cual nacería Ahmosés que algunos polémicos autores viculan o incluso identifican con el Moises histórico. La historia de Uteh se encuentra en el marco de la campaña egipcia lidereada por el Faraón Ramsés II contra los hititas que concluyera en una tregua de paz, tal como lo recogen los anales históricos, es la historia de un joven descendiente de una estirpe legendaria (el bravo Ursil) que arde por entrar en la batalla, para ser fiel a sus orígenes de sangre y al alto ejemplo paterno. Pero es también la novela un cuento de amor por la dulce Tahir que aguarda a Uteh como esa tarea milenaria de las mujeres en tiempos de guerras: esperar el regreso de sus hombres. Desde los tiempos de Alejandro Dumas la novela de re-creación histórica a tenido sus fieles y sus detractores. Es decir el hecho de colocar en un espacio profundamente marcado por las cronologías y los inventarios enciclopédicos, una trama de ficción que se mueve paralelamente a la de los personajes históricos, otras que se entrelazan con ellas, incluyendo el papel del protagonista en el propio acontecimiento de la historia, a molestado a algunos eruditos apegados al dato, al uso extensivo de los volúmenes históricos. Pero afortunadamente ya hoy en día no se puede seguir hablando de un sentido exacto de objetividad histórica, sólo los comentarios nos quedan, comentarios, referencias, y comentario de comentarios de comentarios, ya no existe un eje inmóvil y a-temporal desde el cual juzgar y comprobar los hechos situados en su secular acontecer, encajonado simétricamente en el tiempo de la historia. En verdad, la historia es una de las más jóvenes instituciones de los hombres, aparecida en el siglo XIX y que teniendo

El Guerrero Uteh en el Reino de Ramses II

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como base el enciclopedismo del siglo anterior y los usos taxonómicos con los cuales se clasificaba e inventariaba el conocimiento, nace a partir de Ricardo y la Escuela de Economía Inglesa hasta llegar a Marx, la biología evolutiva tal como la fundara Darwin y Lamark, y la filología con sus consecuentes estudios comparados del lenguaje, desde sus proto-origenes en Port Royal. O sea, las disciplinas históricas surgen como categorías de definición del tiempo de la cultura con el alborear la Edad Moderna y la disolución de los siglos clásicos que habían comenzado en el XVII. Es por tanto una categoría así mismo surgida en un preciso tiempo histórico y también por tanto sometida al cambio y a la evolución. La idea que hoy podemos tener de ella con la aparición en el horizonte especular del pensamiento de nuevos saberes (físicos, matemáticos, biológicos, antropológicos, lingüísticos, y filosóficos), no puede, desde luego, seguir siendo el mismo. La idea de certeza histórica y del propio conocimiento con relación a su objeto ya se ha desvanecido, por lo que las posibilidades de una nueva era de redefinición histórica, dentro de un nuevo marco institucional son ahora más necesarias que nunca. El libro de Fernández juega con el acontecimiento sin trasgredirlo, aunque pudiera suponerse o brindarse la tesis alternativa de que los acontecimientos narrados en la novela, pueden dejar de ser considerados simples materias de ficción para ser, en cambio, incorporados a una ampliación del campo de sucesos en que se movió el Faraón Ramsés II, y la figura ficticia e imaginaria de Uteh puede también llegar a tomar visos de una realidad donde el comentario, la exégesis, se interpolan en un ordenamiento mayor, en el seno de las realidades culturales y lingüísticas de los pueblos y sus civilizaciones. El cubano José Lezama Lima intentó la vasta empresa de un Sistema Poético del Universo, es decir, en el terreno de la historia eso alcanzó la semblanza de lo que él mismo llamara “Las Eras Imaginarias”, precisamente les dedicó un capítulo a aparte a los egipcios. Y es dentro del preciso marco de esa nueva posibilidad del conocimiento donde la fábula, y la imaginación misma, pueden devenir en instrumentos (Métodos) de acercamiento, y de análisis histórico. Acercamientos que propondrían en primer lugar el olvido de las referencias o citas fijas de la historia, las cuales se intercambiarían por la posibilidad mutante de lo imaginario y de lo ficticio, de lo hasta ahora considerado definitivamente ilusorio. Aparecería desde allí el concepto difuminador de la historia como juego, como arte y hermenéutica puramente fabulativa, que nos haría reiniciar un viaje distinto y más pleno

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Hector Fernandez

de redescubrimiento de la problemática (hasta ahora insoluble), de la Tradición y del Origen. De esta manera, en verdad el Guerrero Uteh existió y fue el Jefe de la Guardia Imperial de Ramsés II. y fue amado por Tahir que lo aguardaba en Tebas, y difíciles fueron sus trabajos, desde el asalto a la fortaleza de Celesiria, al rigor del Laberinto donde perdieran la vida el viejo arquero Sahir y el experimentado soldado y jefe militar Eluc. El futuro funda el pasado, el pasado redefine el presente, y nuestra posibilidad futura (nuestra única latente o real futuridad), es esa. Todo se reconstruye, la fábula, la literatura, son el Organom desde el cual podemos participar de la cultura y hacer verificable y alcanzable la contemporaneidad con todos lo hombres. El Antiguo Egipto mediante la fábula de Hector Fernández deviene en un horizonte más de nuestra experiencia, un horizonte alcanzable y verificable, no en una ignota e irremediable pieza museable, el amor de Tahir, el ruido de las lanzas en la batalla, y el culto al padre que profesa el guerrero, devienen en certezas de realidades que nos pertenecen, que podemos ir haciendo nuestras, colocadas más acá de las vanas cronologías, de los insulsos dones de las enbciclopedias del saber marchito y asesino de las tablas eruditas de un conocimiento que siempre nos ha impedido la verdadera participacion con la belleza insospechada de la cultura. Esa es en fin la lectura distinta (no la unica) que podemos brindar de “El guerrero Uteh en el Reino de Ramses II”, una lectura que amenaza con transcender el orbe de las decimononias que nos infestan, pero que incluso desborda el dulce y mefistico placer de la posmodernidad, hacia un terreno donde todo es posible porque el hombre, el amor y la imaginacion son posibles, tanto como los nos narra esta bella historia que el lector tiene ahora en sus manos. Julio Agustín Pino.

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