El fallo de la justicia y la precariedad de la ley en \"El que vino de la lluvia\", de Héctor Tizón

May 20, 2017 | Autor: Pablo Debussy | Categoría: Literatura argentina, Literaturas policiales, Hard boiled Fiction
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Descripción

Ibero 2014; 79(1): 1–11

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El fallo de la justicia y la precariedad de la ley en “El que vino de la lluvia” de Héctor Tizón Resumen: El trabajo indaga el cuento de Héctor Tizón “El que vino de la lluvia”, perteneciente a su libro El traidor venerado (1978), desde la perspectiva de la historia del género policial, abordaje que ha sido prácticamente omitido hasta el momento. En el texto desarrollamos este aspecto del relato, centrándonos en la condición precaria de la ley. Esta precariedad se da en relación con el espacio rural, por un lado, y, por otro, a través del discurso de los personajes, quienes cuestionan en su alcance, su influencia o la naturaleza de sus convenciones. DOI 10.1515/iber-2014-0008

En 1975, el semanario Siete Días Ilustrados publicó las bases de su “Primer Certamen Latinoamericano de Cuentos Policiales”. Se presentaron 945 textos y los encargados de evaluarlos fueron Jorge Luis Borges, Marco Denevi y Augusto Roa Bastos. El jurado premió cinco cuentos y dos meses después se publicó Misterio 5, un libro que contenía los relatos seleccionados. Ellos eran “Lastenia”, de Eduardo Mignona; “La loca y el relato del crimen”, de Ricardo Piglia; “El tercero excluido”, de Juan Fló; “Los reyunos”, de Antonio Di Benedetto; y “Orden jerárquico”, de Eduardo Goligorsky. La cantidad de participantes y el renombre de los integrantes del jurado sumados a la popularidad de la publicación que había organizado el certamen –Jorge Lafforgue y Jorge Rivera dicen en su libro Asesinos de papel, que la tirada de Siete Días Ilustrados era de aproximadamente cien mil ejemplares (1996: 37)– permiten corroborar sin dificultad la notoriedad de aquel evento cultural por esos años. No se trataba de una convocatoria que pasara inadvertida sino que su repercusión fue, por el contrario, muy alta. El hecho llamativo en el resultado del concurso es que los cinco cuentos elegidos pertenecen al policial negro (máxime si consideramos que Borges, uno de los más acérrimos defensores del policial de enigma, formaba parte del jurado). Este dato es relevante ya que funciona como muestra del momento que atraviesa el género en la Argentina de la década del setenta. En años signados por la inestabilidad Pablo Debussy: Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Puán 480, Barrio de Cabalito, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, E-Mail: [email protected]

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política, la violencia social y la fragmentación de las instituciones, no parece azaroso que el policial negro haya incrementado su vigencia. Poco tiempo después, al producirse en el país el golpe militar, la narrativa argentina se vio, como lo advierten Lafforgue y Rivera, influida por el hecho: “Eludir el nombre propio, apelar al sobreentendido metafórico o publicar en el extranjero constituyen entonces estrategias que trascendiendo las meras elecciones personales, se inscriben en un contexto social signado por el miedo y la represión” (1996: 30). Dentro de este clima se publica el libro de cuentos El traidor venerado (1978), de Héctor Tizón (1929–2012), quien se hallaba en aquel momento exiliado en España1. El escritor ya había comenzado su carrera literaria años atrás, a principios de la década del sesenta, con un volumen de relatos titulado A un costado de los rieles (1960). Posteriormente, publicaría Fuego en Casabindo (1969), su primera novela, El jactancioso y la bella (1972), y Sota de bastos, caballo de espadas (1975), entre otros. El traidor venerado reúne trece relatos de características disímiles, heterogéneos en lo que respecta a sus tramas narrativas, sus temáticas, y sin un registro genérico compartido que permita verlos como parte de una totalidad orgánica. De ellos, nos centraremos, principalmente, en el análisis de “El que vino de la lluvia”. Nuestro propósito es desarrollar un estudio de este cuento, considerándolo desde la perspectiva de la historia del género policial, un enfoque prácticamente omitido hasta el momento. Muchos son los artículos que se dedican al análisis de las novelas de Tizón2, pero en contadas ocasiones encontramos abordajes acerca de sus cuentos, una zona de su producción notoriamente menos trabajada. Como excepción cabe mencionar el trabajo de Emilia Deffis de Calvo (2004) “Memoria, exilio y violencia. Tres narradores argentinos: Di Benedetto, Moyano y Tizón”, donde la autora analiza varios relatos breves y hasta menciona “El que vino de la lluvia”, pero sin realizar un estudio del texto. En el marco de la literatura policial, Ricardo Piglia lo había rescatado en su libro Las fieras. Antología del relato policial en la Argentina (1993; 1999)3; y en una tesis muy reciente, El policial campero argentino (2012), Gerardo Pignatiello sí se detiene en este cuento

1 Estudios detallados sobre el exilio en la literatura de Tizón se encuentran en Calvo (2004), Campra (1993) y Rodríguez Marino (2003). 2 Entre otros, Molinari (1988 y 1999), Campra (1993), Castellino (2002 y 2003), Bellomo (1988), Tendler (1988), Freytes Santamarina (1996), Busquets (1993) y Sánchez (2004). Uno de los libros más recientes sobre la literatura de Tizón es el de Gabriela Stöckli (2007). Allí, la autora se detiene en sus novelas, sin estudiar sus narraciones breves. 3 Piglia afirma allí que “[l]os relatos de esta antología no fueron escritos como relatos policiales si bien mantienen relaciones cruzadas y múltiples con los procedimientos y los temas del género” (1993: 7).

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(y lo hace a partir de la lógica del policial). Dentro de El traidor venerado, cabe mencionar otros tres relatos que pueden vincularse de modo más o menos directo con el policial. Estos no quedarán fuera de nuestro análisis y funcionarán como punto de relación y comparación, tal es el caso de “El traidor venerado”, “El ladrón” y “Regreso”. Intentaremos mostrar que, en “El que vino de la lluvia”, la ley está sujeta a una condición de precariedad. Esto se verifica en, al menos, dos niveles diferentes: en primer lugar, en la relación que la ley mantiene con el espacio rural; en segundo lugar, en la discusión, los debates y los cuestionamientos que los personajes del cuento efectúan respecto de las instancias legales, reflexiones acerca de su alcance o de su influencia, así como de la naturaleza de sus convenciones. “El que vino de la lluvia” comienza con un encuentro fortuito en la ruta, en una noche lluviosa, entre un juez retirado (Álvarez) y el Rana, un chileno al que ese mismo juez había absuelto erróneamente en una causa por homicidio quince años atrás. La historia que cuenta el Rana en un primer momento (al entregarse voluntariamente a la policía) es falsa: regresaba a su casa en el monte cuando sorprendió a su mujer con un hombre. Decidió matarla, pero el otro (un forastero) logró escapar. Como la única prueba era su confesión, no había más elementos ni evidencias suficientes para juzgarlo. Fue liberado por la justicia al hallarlo inocente; sin embargo, al reencontrarse con el juez, ya en el presente del relato, le confiesa la historia verdadera: no solo mató a la mujer, sino también al hombre. A él lo enterró a dos metros del suelo, cerca del río, para que nadie buscara por allí ni se sorprendiera de ver piedras y tierra removida. A su vez, el asesino decidió practicarse voluntariamente un tajo en el estómago que simulaba ser una cuchillada del forastero. Este detalle, en el que el médico y el juez habían reparado, pero sin sospechar una simulación sino una auténtica herida, resulta clave para la resolución del enigma. El otro, el forastero, era manco de su brazo derecho, en tanto que el Rana era zurdo, y el tajo iba de izquierda a derecha, lo cual indicaba que era imposible que su supuesto oponente lo hubiese herido en esa dirección. El hecho funciona como la prueba cabal, tardíamente descubierta, de la culpabilidad del Rana. “El que vino de la lluvia” se inscribe dentro de la tradición del policial rural, trazada por algunos de los casos del comisario Laurenzi (Walsh), Los casos de Don Frutos Gómez (Ayala Gauna) o “Los reyunos”, de Di Benedetto. Frente a los policiales que transcurren en el ámbito urbano, el cuento de Tizón forma parte de un conjunto de relatos que hacen del campo su escenario. La historia tiene lugar en una pequeña ciudad no determinada de la provincia de Jujuy; la mención al río Lavayén es un dato geográfico central para conocer la localización de las acciones, en tanto funciona como indicio contextual. Una afirmación del narrador resulta significativa: “en estas provincias, en que sólo delinque el pobre, los

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crímenes no suelen ser interesantes” (Tizón 1999: 124). El primer elemento sugerente en esta frase es el pronombre “estas”, que señala un difuso conjunto de provincias; es decir que la voz enunciadora no se detiene tan solo en aquella en que la historia transcurre, sino que la incluye dentro de un conjunto más amplio. Por otra parte, el “estas” funciona a modo de deíctico, en tanto revela que quien cuenta la historia pertenece a ese espacio, habita en él (de lo contrario diría “esas provincias” o “aquellas provincias”, o elegiría la neutralidad del sintagma “las provincias”). La frase, rica en significaciones, postula, además, el tedio que suponen los casos policiales provinciales, en los que nada se sale de la norma, nada atrae la atención. No hay singularidades que distingan uno de otro; por el contrario, parecen estar marcados por un carácter serial que los vuelve indistinguibles y rápidamente olvidables. El narrador establece en su sentencia una valoración implícita, ya que, al decir que los crímenes no suelen ser interesantes “en estas provincias”, está sugiriendo que en otras provincias, o en la capital, sí lo son. Puede aventurarse que esas otras provincias (fundamentalmente, Buenos Aires) presentan casos más complejos y difíciles. Hay allí una jerarquía, la elíptica demarcación de un territorio en donde los crímenes merecen ser contados y otro en el que pueden obviarse, dado su escaso valor. La ubicación geográfica conlleva entonces una valoración, supone un interés o la falta de él. Los cuentos de El traidor venerado transcurren en la zona norte del país, un territorio apartado de “las luces del centro”, alejado de las multitudes y las complejas relaciones que los sujetos establecen en las áreas urbanas. “El que vino de la lluvia” propone una excepción, un caso criminal que sobresale de otros y entonces merece ser relatado. Allí donde no sucede nada, de pronto surge un episodio sangriento catalogado como “interesante”. El espacio rural de rasgos agrestes en que transcurren las historias influye de un modo significativo en la poca efectividad de la ley; antes bien, diríamos que contribuye a debilitarla o, al menos, a dificultar o a entorpecer su cumplimiento. La investigación policial se desarrolla en condiciones materiales precarias, se topa con imprecisiones, vacíos y permanentes obstáculos; es una investigación que se ve amenazada con quedar trunca a cada momento. En “El que vino de la lluvia”, varios espacios hacen visibles estas dificultades. El sitio del crimen, por ejemplo, es “un rancho sobre la margen derecha del Río Lavayén” (Tizón: 122). Si en el relato la ley es precaria, el territorio también lo es. Dirá el Rana en su confesión postrera: “A él [al forastero con quien había descubierto a su mujer] lo enterré a dos metros del suelo, en la playa del río, donde no podían causar sospecha tierra ni piedras removidas; todavía ha de estar ahí” (133). La geografía, las características del terreno favorecen la impunidad y el secreto de ese asesinato, lo camuflan. Todo está marcado por la austeridad y la carencia, se trata de un caso policial con escasez de pistas y nulos elementos probatorios:

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Como prueba de cargo sólo había su propia confesión. Únicamente él y su mujer, ahora muerta, habían visto al otro hombre, alto y huesudo, vestido con ropas de gaucho pobre, que desapareció en el monte y la noche. Y eso no bastaba. No existían testigos ni otras pruebas (123).

Asimismo, la seccional policial adonde el Rana se dirige luego de los homicidios es descrita como “la destartalada comisaría […]: un viejo edificio de madera compuesto por una oficina, un calabozo y una galería enfrente” (122). Así como el lugar de los asesinatos es precario, también lo es el edificio policial, signado como está por la privación y la fragilidad. Esta característica no se limita a los espacios, sino que involucra a su vez a algunos de los representantes de la ley: cuando el sargento va a buscar al comisario para informarle lo sucedido, aquel “holgaba en el almacén” (123)4. En tanto, la comisaría se encuentra muy próxima al monte y al río, a la naturaleza salvaje, y esta proximidad la vuelve vulnerable. Cuenta únicamente con un farol a querosén, que en el momento de la aparición sorpresiva del Rana el oficial aún no había encendido “[a] pesar de que era noche” (122). El narrador refiere este dato, y con él pone en evidencia una falta, que es resaltada luego, nuevamente, ante la aparición del chileno: “lo vio venir como una sombra, como un bulto ágil pero agazapado en la oscuridad de aquella noche recién madura” (122). Esa naturaleza salvaje que acecha al destacamento policial se diferencia de aquella que está próxima al edificio de los Tribunales. Tal como se afirma en el texto, el lugar “daba a unos terrenos traseros y poblados de naranjos agrios y pastizal silvestre; muy cerca de la ventana del despacho del juez jugaban niños al rito del gallo ciego, pero el rumor de las voces de los niños no parecía perturbarlo” (124). A diferencia de la naturaleza intrusiva y hostil anteriormente descrita, se trata aquí de una naturaleza de menor intensidad. El edificio no se halla cercado por la espesura, sino tan solo su parte trasera. Por otro lado, el ruido provocado por las voces de los chicos (que podría significar una perturbación) no parece influir en las tareas del juez Álvarez. El cuento comienza con el viaje en auto de Álvarez y dos acompañantes. El vehículo funciona como un espacio de protección contra las inclemencias del tiempo. Si al principio solamente llovizna, poco después se dice que la lluvia arrecia. Significativamente, esto sucede cuando encuentran en la ruta al Rana. En el momento en que lo ven y el conductor se decide a detener el automóvil para recogerlo, “las manecillas del limpiaparabrisas parecían moverse más lenta o penosamente” (117). Las dos apariciones del Rana en el relato producen la 4 El comisario muestra, por otra parte, una arraigada creencia supersticiosa, ya que al enterarse de que tiene un hombre preso en la comisaría que ha confesado un crimen, exclama: “Para peor, en Día de Difuntos” (123). Si la ley convive con la precariedad, también las figuras de autoridad se ven influidas por las creencias populares.

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sensación en el lector de que el personaje surge literalmente de la naturaleza: momentos después del crimen, el hombre sale de entre las sombras de la noche; mientras que, cuando es hallado por el conductor en medio de la lluvia, parece emerger de ella, como el propio título señala que sucede.5 De este mismo modo, el momento en el que el Rana se va, hacia el final del relato, vuelve a estar marcado por la presencia de la lluvia: “Entonces el hombre, ahora definitivamente libre y solo, cerró tras de sí la puerta del zaguán y desapareció en la calle, bajo la llovizna” (135). El relato cierra el conflicto con la confesión del personaje y concluye a la vez lo propuesto por el título: si el Rana venía de la lluvia, hacia el final se va con ella. El narrador elige la palabra “desapareció” para marcar su partida, con lo que continúa semánticamente la enigmática y polisémica referencia del nombre del cuento (que por su denominación bien podría ser un relato fantástico) y a la vez lo clausura6. Afirma Pignatiello al respecto que “la ‘lluvia’ de la que viene el Rana es lo que está en lugar del crimen del pasado. El paisaje actualiza primero lo que la confesión del culpable aclara después” (2012: 176). La lluvia parece tener, por otra parte, una referencia de carácter religioso que recuerda a la inundación bíblica enviada por Dios como castigo. Su exuberancia y su magnitud, al punto de convertirla en un diluvio, son extraordinarias, y llaman la atención especialmente en un cuento que, como veremos más adelante, hace referencias explícitas a la ley divina7.

5 Las dos apariciones del Rana comparten otro rasgo en común: en la primera, se declara culpable de un crimen ante el policía del monte, quien lo encierra de inmediato; en cambio, en su segunda aparición (que es en verdad, la primera en el cuento) ya no es un asesino para la ley, se ha visto despojado de esa condición, así como el juez Álvarez es ex juez devenido político. En el pasado de la historia, las identidades del criminal y del representante de la ley podían demarcarse con facilidad. En el presente, ni quien ejercía la ley lo sigue haciendo, ni quien era el supuesto asesino lo es ya, de acuerdo con la absolución judicial. 6 En el cuento “Regreso”, también se hace presente la lluvia, a manera de motivo. Su presencia no es una mera descripción, sino que contribuye a anticipar el trágico desenlace de la historia: “Desde unos diez kilómetros antes de llegar el amanecer se había tornado negro y ahora llovía, una lluvia lenta, mansa y prolija, seguramente prolongada” (Tizón 1978: 121); “El cielo se oscurece aún más y la lluvia arrecia, la ve caer contra los pinos, contra la barda empenachada de prímulas violáceas y verdes pisingallos” (126); “La lluvia parece arreciar afuera, o sólo es el retumbar de los truenos y relámpagos que agigantan o exageran su idea” (127). 7 Aquí es posible hallar un punto en común con otro policial rural de la década del setenta: “Los reyunos” (1975), de Antonio Di Benedetto, donde la invasión de langostas también recuerda a la plaga bíblica. También en “El evangelio según Marcos” (1970), de Jorge Luis Borges, se narra una inundación, la de una estancia del pueblo de Junín, de explícitas referencias religiosas: “Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa” (Borges 1994).

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El ámbito rural, según lo expresado hasta aquí, contribuye a la precarización de la ley, a dificultar su cumplimiento. En el caso de “El que vino de la lluvia”, la apreciación se torna literal, dado que el sujeto criminal se confunde con la naturaleza, es uno con ella, y ella, a su vez, puede ocultar su crimen y ser su cómplice mudo. El otro eje posible para tratar la condición precaria de la ley en el cuento es el cuestionamiento que se le hace desde el discurso. Se la discute, se opina acerca de sus regulaciones, se problematizan sus códigos. El personaje que lleva adelante las objeciones es el Rana, precisamente quien ha logrado engañarla. El que habla es el que ha quedado impune. No conforme con haber burlado al sistema judicial en los hechos, el chileno se permite poner en tela de juicio el funcionamiento del marco legal y sus normativas. “El que vino de la lluvia” se mueve en dos niveles: el nivel del crimen y, luego, el discurso acerca de él, un discurso que opera como cuestionamiento y como confesión. El crimen queda impune por las dificultades que impone el marco rural para la investigación y por las propias virtudes del Rana, cuya astucia vence a Álvarez8. Al inicio de la historia, cuando el Rana se percata de que su acompañante en el vehículo es el exjuez Álvarez, se produce una conversación en la que el extranjero le pregunta: “¿Pero usté está seguro, señor, que el pasado ha muerto?”. La respuesta de Álvarez es concreta: “El pasado, para la ley, muere de golpe y según los casos” (121). Hay aquí dos mediciones del tiempo, dos concepciones encontradas: la medición que dictamina la ley y aquella (la de los hombres entendidos como individuos particulares) en la que manda la experiencia. Para el Rana el pasado no ha quedado atrás: el encuentro fortuito con el que fuera magistrado le permite volver sobre sus actos y demostrarle al encargado de juzgarlo que ha cometido un error y, por lo tanto, que él ha ganado. Su declaración exhibe la jactancia de su inteligencia (si no confiesa sus crímenes, si nadie sabe que él fue el asesino, su triunfo no se concreta totalmente), en tanto que para el juez se explica por la necesidad de hablar que tienen quienes han salido indemnes del castigo legal. ¡Es un crimen perfecto!, e incluso el Rana se da el lujo de decírselo al juez a boca de jarro. Asimismo, el cuento reflexiona sobre este punto, a través del secretario del juez: “sólo la inocencia es muda; la culpa y el remordimiento siempre quieren gritar” (124). El magistrado propone la existencia de una ley divina, superior a los hombres e inevitable. Si las leyes humanas son falibles, la ley de Dios garantiza su total eficacia. Álvarez le pregunta: “¿Usted 8 En este sentido, el policial de Tizón forma parte de una extensa serie de relatos del género en donde se establece un duelo o un desafío intelectual entre el criminal y el detective. Puede mencionarse a Sherlock Holmes y Moriarty en Conan Doyle, a Dupin y al Ministro G… en Poe, o a Erik Lönnrot y Red Scharlach en Borges.

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cree que siempre sucede lo mismo? […] ¿Usted cree que todos repetimos los mismos gestos, siempre?” (124). La respuesta del secretario es seca: “Judas se ahorcó” (124). Su razonamiento postula que si no salió indemne quien traicionó a Cristo, nadie lo hace, y mucho menos en una perdida ciudad de provincia. Álvarez y el Rana discuten la concepción del pasado que posee la esfera legal. Para el magistrado, las normas y los reglamentos son abstracciones, meras indicaciones que comprenden el tiempo como un plazo, una linealidad sin interrupciones, perfecta e invariable, que caduca a partir de la fecha puntual de su prescripción. Posteriormente, en el interrogatorio, el diálogo continúa: – Una muerte planeada […] es distinta de una muerte de repente? – Por supuesto –dijo el juez–. Eso lo estás sabiendo. Imaginar querer matar y matar; y simplemente matar, tienen distinto precio. – ¿En verdad? –dijo el Rana–. Es curioso; creía que la muerte era siempre igual. – Para la ley no. – ¿Qué sentido tiene la muerte para la ley? […]. – La muerte no tiene sentido; sólo para la ley lo tiene (127).

La discusión de los personajes gira aquí en torno de los significados que se le pueden aplicar a los hechos de la experiencia, hechos que de por sí no tienen sentido alguno. La ley funciona como interpretación de esos acontecimientos, y en tanto que los interpreta, los valora. El Rana, con sus interrogantes, deja a la vista el carácter convencional del discurso legal, su construcción y, por añadidura, su relatividad en tanto mecanismo asignador de significados. El juez Álvarez menciona que “[e]l derecho es un juego, con reglas rituales, y el que se aparta de esas reglas siempre suele perder” (125). En su interpretación, esto sucede con el chileno, quien engaña a la ley con un falso relato, pero luego necesita confesar lo acontecido para quitarse la culpa. Álvarez no se asombra ante la confesión, y afirma: “La justicia de antes no es la de ahora. […] Ahora la justicia es más apasionada; tortura y mata, pasa por encima o es más imaginativa que sus propias reglas. Ésa es una diferencia histórica” (133). El exmagistrado diferencia la antigua justicia de la presente; en esta distinción puede leerse entre líneas una referencia a la actualidad argentina de finales de la década del setenta, una inferencia contextual. “El que vino de la lluvia” es de 1978: ¿qué significa una justicia más imaginativa que sus propias reglas, una justicia apasionada? Paradójicamente, se trataría de una justicia injusta, que viola sus mismas normativas y las pasa por alto. Si la justicia pretérita se abocaba a las reglas y, como el relato muestra, podía fallar, la justicia presente se permite ignorarlas, busca el castigo a cualquier precio, incluso el de salirse de la legalidad. La antigua justicia falla por defecto, le garantiza a los culpables la impunidad; la justicia del presente del relato, en cambio, falla por exceso, y quienes quedan impunes son sus propios hacedores.

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En nuestra lectura de “El que vino de la lluvia” observamos como rasgo central la construcción de impunidad. El Rana pone en palabras el crimen escondido cuando la ley ya no puede actuar sobre él; hay aquí una puesta en escena de la impunidad, una jactancia que se basa en el convencimiento de que ya nadie podrá atraparlo. Así como previamente había ocultado un crimen por la confesión de otro, luego los devela en una segunda confesión, ya a salvo del castigo. Como afirma Piglia, “en el género el crimen es siempre la condición del lenguaje. (Hay relato porque hubo crimen)” (1993: 9). El cuento de Tizón expone una ley marcada por la precariedad, por lo endeble, en tanto puede ser violada o burlada. La ley (o sus representantes) no actúa, y cuando interviene se equivoca. Al respecto cabe señalar la observación de Gabriela Stöckli: Tizón enfoca la ley primordialmente como discurso que dialoga con otros lenguajes y discursos, o bien constata la incomunicación entre ellos. […] Lo fundamental parece ser, más bien, la idea de la ley y la justicia como proceso y sus implicaciones para el lenguaje (literario). […] La ley, que es palabra escrita, esquemática y fija, se actualiza en la sentencia, esa “opinión con imperio” (más cercano, quizá, a la oralidad) que tiene el poder de intervenir en la realidad, una palabra con poder performativo una vez que se encuentra aplicada a una situación específica por un representante autorizado. El efecto de esta sentencia proferida, de esta palabra dotada de poder sobre la realidad, es tan ambiguo como el lenguaje mismo, cuyas condiciones exhibe y amplifica: la sentencia del juez puede leerse como prueba de que existe un hilo que ata las palabras a las cosas, aunque solamente bajo la condición de aceptar sus convenciones y procedimientos en su rigidez y de someterse de manera incondicional a su autoridad (2007: 47–49).

Así como la justicia falla en “El que vino de la lluvia”, también lo hace en “El traidor venerado”, título guiado por un oxímoron de reminiscencias borgeanas, donde la justicia absuelve correctamente al Changuanco, a quien su compañero, Quispe, lo había delatado de mala fe, sabiendo que no era un criminal, pero el proceso judicial por el que ha atravesado le quita la fama que había adquirido en su pueblo. La sentencia judicial es correcta, pero vana, ya que han atrapado a un hombre inocente, además de arruinar su reputación. En “El ladrón”, la maestra, representante de la autoridad, pierde en el aula un lápiz rojo y al sospechar que ha sido uno de sus alumnos el que lo ha hurtado, se descarga con otro de los niños injustamente. El narrador es el ladrón, y cuenta el episodio desde su adultez, recordando la impunidad con la que salió indemne de aquel aprieto. Finalmente, en “Regreso”, hay dos instancias legales o de autoridad: el discurso jurídico de las cartas del procurador Monroy, que intenta convencer al protagonista, un boxeador retirado, de viajar a Jujuy para hacerse cargo de su herencia; y la figura del casero, el hombre que está a cargo de cuidar la casa de los padres del boxeador, ya vacía en el presente de la narración debido a la muerte de ambos. El

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casero no reconoce al hombre que viene de Buenos Aires a buscar lo que le pertenece y lo mata de un escopetazo, al confundirlo con un ladrón (el narrador informa que años atrás, la casa había sido robada por ladrones y la mujer del casero, que se encontraba presente, había muerto víctima de un síncope; de este modo, el viudo queda profundamente consternado y desde aquel día, duerme con el arma a los pies de la cama). El casero, representante de la ley, falla. Su cumplimiento del deber peca de excesivo; al cuidar la propiedad de la posible intrusión de extraños, comete el error de desconocer al original propietario, en su incomunicado regreso. Su extremado apego a las normas no le permite excepciones, y así quien entra debe morir. Tizón elabora un cuento policial que sigue los lineamientos del género negro y que se inscribe dentro de la tradición rural. Allí, la ley funciona de un modo diferente a como funciona en la ciudad; pues en el ámbito rural está signada por la precariedad (carencias materiales, hostilidad y abundancia de la naturaleza que se vuelven obstáculo para la investigación, dificultad para obtener las pruebas para elaborar un veredicto). Asimismo, la ley resulta cuestionada por los personajes. Esto explica, al menos parcialmente, las falencias del fallo judicial. Es un fallo no solamente en el sentido jurídico del término.

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