El eterno retorno al Estado: acerca de los límites de las estrategias sindicales en torno a los procesos de integración regional

July 27, 2017 | Autor: Luciana Ghiotto | Categoría: Teoría Crítica, Integración Regional, Sindicatos, Relaciones Laborales
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Descripción

El eterno retorno al Estado: acerca de los límites de las estrategias sindicales en torno a los procesos de integración regional Lic. Luciana Ghiotto1

“Y luego proseguí: ‘¡Mira este instante! A partir del portón llamado Instante corre hacia atrás una calle sin fin: detrás de nosotros yace una eternidad. ¿Acaso no tendrá que haber recorrido alguna vez esta calle todo cuanto puede correr?, ¿Acaso no tendrá que haber ocurrido ya alguna vez cada una de las cosas que pueden ocurrir?’” Frederich Nietzche, Así habló Zarathustra

“Y por eso el escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende mentar. No ya las palabras en sí, porque eso importa menos, sino la estructura total de una lengua, de un discurso.” Julio Cortázar, Rayuela

1. Acerca de las “viejas” instituciones y los “nuevos” temas de las ciencias sociales Uno de los temas que más ha dado que hablar a las ciencias sociales en América Latina en las últimas tres décadas ha sido la emergencia de nuevos sujetos sociales, principalmente los llamados movimientos sociales. Por supuesto, el estudio de estos sujetos estuvo relacionado principalmente con las condiciones que posibilitaron la aparición pública de los movimientos. Uno de los primeros puntos que surgen aquí al momento de aproximarnos al tema es el llamado proceso de “globalización” (con todas la características que se le atribuyen al mismo), el cual es generalmente sostenido como iniciador de esta nueva ola de sujetos en la escena pública.

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Licenciada en Ciencia Política, UBA. Becaria doctoral de CONICET. Docente universitaria en la Facultad de Derecho de la UBA y de Ciencias Sociales en la Universidad del Salvador. Investigadora del Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini”. La autora quiere agradecer los comentarios esclarecedores de Rodrigo Pascual, así como la facilitación de materiales de trabajo por parte de la Dra Ana Dinerstein.

Esta nueva “moda” de estudios sociales se vio acompañada en los noventa por los análisis que abordaban, especialmente desde la economía y la ciencia política, los procesos de integración regional. Podemos identificar aquí principalmente dos motivos causantes de este vuelco generalizado. Por un lado, éste se debió al notorio incremento en la cantidad de tratados de libre comercio (TLC) e inversiones (TBI) que se firmaron a nivel mundial centralmente en los años noventa2. Por otro lado, por el afianzamiento del proceso de integración europeo tras el Tratado de Maastricht en 1992, el cual dio nacimiento a la Unión Europea y afianzó las instituciones supranacionales. En suma, las teorías de la integración regional surgieron junto a la reorganización (y expansión) del mundo capitalista. En este sentido, mientras que una parte importante de la literatura actual ha desarrollado estudios acerca de las acciones colectivas y comportamientos de los nuevos movimientos sociales3, es mucho menor la cantidad de escritos que se ha dedicado a cruzar ambas variables, es decir participación de los movimientos sociales en torno a los procesos de integración regional o acuerdos de libre comercio. Aquí la bibliografía que encontramos es más bien escasa, existiendo sólo algunos estudios exploratorios que recaban información sobre los procesos de lucha, partiendo a su vez de diversos marcos teóricos y llegando a conclusiones teórico-políticas ciertamente disímiles4. Asimismo, podemos hallar material escrito de corte “militante”, es decir, editada por los propios movimientos, quienes consideran importante dar a conocer las acciones emprendidas contra los TLC (y en el caso americano, contra el Area de Libre Comercio de las Américas, ALCA). De esta manera, una gran parte del material de consulta sobre estos temas puede encontrarse en redes de comunicación alternativa como la Agencia Latinoamericana de Información (ALAI) o los propios informes de las redes de movimientos contra el libre comercio como la Alianza Social Continental.

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Utilizando datos de la UNCTAD, Jaime Estay muestra que mientras en los años cincuenta existía un solo Tratado Bilateral de Inversiones, hacia los noventa ya había 1.857, de los cuales 1.472 fueron firmados durante esa década (Estay y Sánchez, 2005). 3 En la temática de los “nuevos movimientos sociales”, a nivel internacional podemos mencionar a Alain Touraine, Claus Offe, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Sydney Tarrow y Boaventura de Sousa Santos, mientras que a nivel local encontramos a Maristella Svampa, Elizabeth Jelin y Federico Schuster como referentes importantes del área. Por otro lado, gran parte de la bibliografía editada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) está dedicada al estudio de los movimientos sociales en América Latina. 4 En este caso encontramos las cronologías de la protesta social del Observatorio Social de América Latina (OSAL-CLACSO), y los estudios de Raúl Zibechi, Ana Dinerstein, Emilio Taddei, José Seoane, Diana Tussie, Mercedes Botto, Javier Echaide.

Por otra parte, vemos que es todavía menor la bibliografía que aborda la relación entre las “viejas” instituciones de participación y los procesos de integración. Cuando decimos “viejas” instituciones nos referimos aquí principalmente a los partidos políticos y los sindicatos. Mediante la palabra “viejo” no pretendemos imprimir aquí un sentido valorativo. Por el contrario, nos referimos a éstas como instituciones viejas en tanto que son formas que ha tomado históricamente la abstracción del trabajo en el capitalismo. Y justamente lo “nuevo” se opone a lo viejo en tanto que lo viejo está en crisis, pero lo que está en crisis no son las instituciones en tanto estructuras autoreferenciales, sino que lo que está hoy en crisis es una forma particular del trabajo abstracto. Esto será abordado más adelante. Entendemos que este “vacío” teórico no es casual. Por el contrario, creemos en este ensayo que este “olvido” está relacionado con los conocidos debates que tuvieron lugar a partir de la caída del muro de Berlín y el desplome de la Unión Soviética 5. Estos versaron principalmente sobre los diversos fines: de la sociedad salarial, del proletariado, de la historia, de la lucha de clases, de las ideologías, etc. Podríamos sintetizar a los estudios que partían de estos supuestos fines señalando que, para los mismos, lo principal era remarcar la pérdida de la centralidad del trabajo, entendido éste en tanto categoría sociológica, como trabajo asalariado. Las luchas que tuvieron lugar en los años sesenta provocaron el corrimiento del lugar privilegiado que el proletariado industrial tenía en los estudios sociales, a la vez que aceleraron una crisis generalizada de sus formas tradicionales de organización. De esta manera, los estudios de los nuevos movimientos sociales vinieron a ocupar el lugar que el “alejamiento” de los trabajadores (ocupados) y de los sindicatos de la esfera pública dejaba vacante. No obstante, el problema que encontramos en la bibliografía de los nuevos movimientos sociales es que muchas veces los escritos tienden a idealizar el funcionamiento de estos movimientos. Centralmente, una de las características de algunos estudios sobre los 5

Decimos aquí debates porque las posturas de autores como Jeremy Rifkin y André Gorz fueron ampliamente cuestionadas hacia finales de los años noventa. Estos intelectuales, desde perspectivas teóricas contrapuestas, han sostenido que, frente a la disminución numérica de los trabajadores ocupados, podríamos hablar hoy de la liberación del capital respecto del trabajo (Rifkin) y del “fin de la clase obrera” y la emancipación del trabajo del capital (Gorz). Sin embargo, tal como discute Atilio Boron, la importancia del proletariado en los años noventa no tiene que ver con un factor numérico o cuantitativo, sino que está dada por su centralidad en el proceso de producción y en su papel irreemplazable en la valorización del capital (Boron, 2003; Antunes, 2003). Para profundizar sobre las críticas, ver Dinerstein y Neary (2002).

movimientos y organizaciones de la sociedad civil en general, es que tienden a verlos como nuevas estructuras conformadas por las masas “sin representación” tras la llamada crisis de los partidos políticos y los sindicatos (Tischler, 2001). Entonces, los nuevos movimientos vendrían a reemplazar a éstos en tanto canales institucionales establecidos dentro de la forma política del Estado-nacional. En este ensayo intentaremos poner al trabajo en el centro de nuestro análisis. Con esto nos referimos a que nuestra base teórica será la concepción de que el trabajo (en tanto trabajo abstracto) sigue siendo central en la producción de valor en las relaciones sociales capitalistas. Esto no quita, no obstante, que el propio sujeto-que-vive-deltrabajo no haya mutado durante la historia del capitalismo. Aquí sostendremos que esos cambios han sido producto de la constante lucha entre trabajo y capital, la cual ha provocado la reconfiguración del propio escenario donde se desarrolla esa lucha. Estos cambios muestran la imposibilidad de conocer con certeza la forma en la que la propia lucha va a resolverse. Entonces, la metamorfosis que han vivenciado los trabajadores señala que hay nuevas formas de lucha entre el trabajo (sujeto central del capitalismo, devenido objeto) y el capital (devenido sujeto), las cuales se expresan de múltiples maneras. En los últimos treinta años, una de estas formas ha sido sin duda todo tipo de movimientos sociales (campesinos, de desocupados, de mujeres, ecologistas, de “resistencia global”, de homosexuales, estudiantiles, etc.). En los próximos apartados comentaremos el proceso de crisis por el que atraviesan los sindicatos. Argumentaremos que la crisis sindical debe ser comprendida a partir de la crisis del trabajo abstracto, la cual se expresa en la no centralidad del trabajo en tanto proletarios industriales. Las nuevas masas de desocupados que aparecieron a partir de la reestructuración del capital en los años setenta expresan a su vez la metamorfosis del ser-que-vive-del-trabajo (Antunes, 2003). Entonces, señalaremos que la crisis de los sindicatos como forma de organización de los trabajadores ocupados no puede ser comprendida de manera lineal, sino que tiene que ser abordada en contradicción si nuestro objetivo es realizar un análisis profundo de las experiencias actuales de lucha. En especial, nos centraremos en un proceso de integración regional, el MERCOSUR, para aproximarnos desde allí, primero, a las estrategias políticas que los sindicatos se dan hoy frente a la constante tendencia al libre comercio y, segundo, intentar pensar sobre las formas en que estudiamos esas estrategias.

Este estudio pretende entonces reflexionar acerca de la posibilidad de que los sindicatos puedan tener un papel no meramente negociador en la nueva etapa globalizada de la lucha de clases, donde la tendencia al libre comercio se ha vuelto también global. Es decir, intentaremos aquí plantear otro tipo de interrogantes en el análisis del accionar de los sindicatos, preguntándonos especialmente sobre su potencialidad subversiva de las relaciones sociales capitalistas. En esta línea, razonaremos acerca de las consecuencias que nuestro propio accionar en tanto intelectuales de las ciencias sociales tiene sobre las prácticas y reflexiones de las organizaciones (en este caso sindicales). En otras palabras, abarcaremos algunos puntos que colaboren en la reflexión acerca de las consecuencias políticas de nuestros escritos: ¿a quién escribimos y con qué objetivo? En las próximas páginas intentaremos abordar algunas de estas cuestiones desde la teoría crítica. En primer lugar, esto significa concebir a la sociedad como constituida en y a través de la práctica humana, por muy pervertida que esta práctica pueda ser (Bonefeld, 2004). En esta misma comprensión, entendemos a la teoría en tanto teoría contra la sociedad, como ruptura de las actuales formas de relaciones entre las personas, formas éstas inhumanas y objetivantes (Holloway, 2005). Por ello nos centramos aquí en el concepto de crisis. Concentrarnos en la crisis implica entonces la posibilidad de pensar las categorías teóricas y los “hechos” del capitalismo (Estado, dinero, sindicatos, instituciones en general) como formas transitorias, a la vez que en tanto parte de la totalidad de las relaciones sociales capitalistas. Como señala John Holloway, “(C)riticar, en este sentido, es explorar la interconexión entre “cosas”, mostrar cómo aspectos de la sociedad, que aparecen separados y relacionados sólo externamente, están, como formas de la misma totalidad social, internamente relacionados” (Holloway, 2005: 22). En nuestro enfoque, la crisis es la que abre la posibilidad de transformar estas relaciones sociales por otras. Queremos entonces explorar la crisis de la forma sindicato como una expresión de la crisis más global del trabajo abstracto.

2. La reestructuración de la relación capital-trabajo y el sindicato como forma

Como venimos marcando, la aparición de los nuevos movimientos sociales en la escena pública no podría explicarse sin comprender las revueltas de los años sesenta y setenta, las cuales pusieron en crisis el anterior patrón de acumulación capitalista de tipo “keynesiano” (Tischler, 2004). Como plantea John Holloway, tanto el capital como el trabajo pusieron en cuestión durante esas décadas la rigidez de las formas de producción del modelo fordista, rompiendo así el supuesto equilibrio entre las clases que garantizó la acumulación del capital desde la segunda posguerra (Holloway, 2003). Ese equilibrio estaba basado en la “producción en masa”, con la garantía del consumo de lo producido a través del “mecanismo” de la demanda efectiva. El capital entonces aceptaba que la institucionalización política (principalmente Estado) de la lucha entre las clases tomara en esa etapa una forma interventora en la economía. A simple vista, se trataba de un Estado fuerte, que daba beneficios a los trabajadores al redistribuir una porción de las ganancias de los capitalistas a través del aumento del gasto público. No obstante, aquí creemos que puede pensarse a ese Estado como una respuesta al poder (relativo) que había logrado el trabajo tras las luchas anticapitalistas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, hallando en la Revolución Rusa su expresión más clara (Negri, 2003). A su vez, si el capital aceptó esta forma rígida de relación con el trabajo fue porque el “nuevo equilibrio” le garantizaba la incorporación de los sindicatos a la órbita política, es decir, al Estado. Lo que se lograba entonces era una aceptación de cierta parte de la clase trabajadora de renunciar a las banderas de colectivización de la propiedad privada a cambio de un lugar de relevancia a la hora de negociar salarios con el capital. Nos referimos aquí a las dirigencias sindicales, quienes durante los años de los llamados Estados Welfare participaron directamente dentro del aparato estatal en tanto funcionarios de alto rango, intentando así trasladar las luchas de las bases hacia el interior de los canales institucionales del Estado (Bunel, 1992). El tipo de sindicalismo característico de esta etapa es usualmente llamado sindicalismo corporativo6.

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No obstante, el calificativo de sindicalismo corporativo no puede ser aplicado por igual a todos los Estados, ya que en varios casos de América Latina se tendría que hablar de sindicalismo de clase, como en Chile o Bolivia, mientras que el sindicalismo corporativo o populista es más fácilmente identificable con casos como los de Argentina, Brasil y México. Ver Zapata (1993).

El sindicalismo corporativo está basado en la incorporación de los sindicatos a la órbita de la institucionalidad estatal. La aceptación de este tipo de accionar sindical por parte de los trabajadores se centra en la obtención de beneficios económicos y sociales, los cuales se presentaron como arrancados de las manos del Estado. No obstante, es el Estado en tanto forma (mediación) de la relación del capital que “administró” el equilibrio de la etapa de Welfare. La apariencia es entonces que es el propio Estado el responsable por la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores. Y evidentemente, por una parte esto es así. De esta manera, el eje central de la lucha sindical pasó a ser durante esta etapa el mejor acomodamiento de la organización dentro del aparato del Estado, entendiendo a esto, primero, como una condición sine qua non para el mantenimiento del poder negociador del sindicato frente al propio Estado y la patronal y, segundo, como una necesidad para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. El corporativismo, mismo si significó un abandono mayoritario de la lucha revolucionaria de los sindicatos, representó un reconocimiento del poder del trabajo por parte del capital. Tal como dijimos, los procesos revolucionarios de principios del siglo XX habían mostrado al capital la potencialidad del trabajo para trascender las relaciones sociales capitalistas. Entonces, la incorporación de los sindicatos al ámbito estatal fue a la vez tanto un reconocimiento como un mecanismo de control sobre ese poder. Efectivamente, esto se plasmó en un direccionamiento de las luchas hacia la demanda salarial (Holloway, 2003). Estos aumentos, a su vez, iban atados al aumento de productividad, forzando al trabajo a generar mayor plusvalor a cambio de mayores salarios (Cleaver, 1985). No obstante la institucionalidad corporativa de los sindicatos, la inestabilidad de la relación capital-trabajo se expresa de múltiples maneras. Es decir, mismo si esa conflictividad no estalló a través de la mediación de los sindicatos, sí lo hizo por otros modos. Así, el sentido de solidez y larga duración que se pretendía imprimir a la etapa de los Estados Welfare encontró su límite en las revueltas que tuvieron lugar durante los años sesenta, a ambos lados de la “cortina de hierro”. Nos referimos aquí a hechos como el Mayo Francés, el Otoño caliente italiano, la Primavera de Praga, el Cordobaza argentino, las huelgas del triángulo del ABC paulista en Brasil, entre otros. Claro que aquí también tenemos que incluir los movimientos pacifistas en EEUU contra la guerra

de Vietnam (parte del movimiento hippie), las organizaciones revolucionarias de los afro-americanos (como los Black Panthers), la segunda ola del movimiento feminista y el nacimiento de las organizaciones ecologistas. Por otro lado, y como consecuencia de la crítica al capitalismo que encerraban estas luchas, el capital respondió a través de “la reestructuración, el cual es un mecanismo político, económico y tecnológico apuntado a reducir a la clase obrera a fuerza de trabajo” (Negri, 2003: 164). Las luchas de los sesenta y setenta reconfiguraron el escenario de la lucha de clases, generando una respuesta más feroz del capital. El nuevo embate de éste estaba signado por un intento de alejarse del trabajo, de destruir la mediación que es el trabajo para convertir la fórmula de acumulación en D – D´. Con esta estrategia, el capital tendió a transformarse masivamente en financiero, con una rápida expansión en las bolsas de comercio y la creación de fondos de inversión. Esto produjo una fuerte licuación del capital, que pasó a tomar su forma más violenta contra el trabajo: la de capital-dinero. La expansión del capital bajo el comando del dinero generó una separación (incompleta) entre acumulación productiva y acumulación financiera, pasando a ser mayores los flujos del capital ficticio que los del capital real, productivo (Bonnet, 2003). Si bien el proceso de licuación del capital es el elemento central, también implicó otras respuestas que lo acompañan, principalmente dos. Primero (aunque no en orden cronológico), la nueva división internacional del trabajo y la relocalización de la producción. Los sectores del capital más concentrado pudieron, a través de las nuevas tecnologías, llevar parte de sus procesos productivos a terceros países, donde el costo de la fuerza de trabajo fuera menor y donde se les exigiera menor pago de impuestos. Segundo, una intensa reestructuración de los aparatos productivos, con lo que se intentaría adoptar una estrategia global de manejo de los procesos de producción. La reestructuración del capital tomó la forma de violencia abstracta mediante la conversión masiva en capital-dinero, cara-a-cara un proceso de creciente violencia concreta7. Estas se combinan temporalmente, pero ambos mecanismos de violencia no 7

El fortalecimiento de la violencia concreta ha llevado a autores como Toni Negri a plantear la constitución de Estados Warfare (Estados de guerra). En esta línea, Giorgio Agamben sostiene que la coerción estatal aplicada a partir del “estado de excepción” no es tal, sino que en esta etapa del capitalismo el estado de excepción que legaliza la violencia ha pasado a ser la regla.

se dan de manera igual en todo el mundo. Mientras los países latinoamericanos se endeudaban en bancos extranjeros, se desarrollaban a la par dictaduras militares con el objetivo de aplastar las revueltas que pusieran en peligro la reproducción de las relaciones sociales capitalistas. Por otro lado, en algunos Estados con mayor desarrollo industrial, la estrategia política fue a través de gobiernos “democráticos”, como el de Margareth Thatcher, quien a partir de derrotar las huelgas mineras de fines de los setenta y mitad de los ochenta, pudo desarmar las estructuras del Estado Welfare sin necesidad de apelar constantemente a la figura legal del “estado de excepción”8.

La nueva composición del capital se hace evidente cuando vemos la cantidad de TLC y TBI que se firmaron durante los años noventa. Estos constituyen ejemplos de esta nueva tendencia globalizada a la financierización del capital, de un lado, y a la relocalización de la producción, por otro. En particular resulta clarificante el caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA por su sigla en inglés). Las promesas de que tras la firma del tratado llegarían a México inversiones norteamericanas fueron numerosas; sin embargo, los hechos demostraron que esas “inversiones” fueron en realidad las propias empresas norteamericanas relocalizando parte de su proceso productivo en el territorio mexicano. Esto no incentivó la creación de nuevas empresas, sino que apuntó a la compra de las existentes y, en mayor proporción, a la compra de bonos, a través de meros movimientos especulativos. A su vez, la estructura industrial mexicana no obtuvo beneficios, sino que por el contrario se generalizó la creación de las maquilas, pequeñas fábricas sobre la frontera con los EEUU que reciben a los llamados “turistas industriales”: las materias primas que llegan desde los EEUU son manufacturadas en las maquilas a un costo muy bajo (por los magros salarios pagados a los obreros), para luego volver a los EEUU en forma de producto terminado, donde es vendido a un costo mucho mayor a causa de los altos niveles de consumo de ciertos sectores de la población norteamericana (Ghiotto, 2005). Este tipo de tratados son, entonces, un incentivo para la reducción violenta del trabajo a trabajo abstracto, y de creación masiva de capital. La reconfiguración de la relación de clases a partir de la crisis abierta en los años setenta resulta para nosotros altamente explicativa, a la vez que tiene efectos prácticos 8

Para profundizar sobre este caso recomendamos los artículos de la Revista Capital & Class (Londres), número 87.

específicos. Considerar a la globalización como una consecuencia “externa”, como un “impacto” o “efecto colateral” sobre los estados nacionales, las empresas y los sujetos sociales, no colabora para comprender en profundidad los sucesos que hacen a los cambios en los sujetos-en-lucha en los años noventa del siglo XX y a principios del siglo XXI9. De hecho, estas visiones tienen como consecuencia práctica la “inmovilidad” de los sujetos. Es decir, si la globalización “no tiene cara” (Castells, 1999), y si “vivimos bajo la mano invisible de los mercados” (Godio, 2001; Minc, 2001) nadie es responsable por lo que sucede, entonces no hay nada que podamos hacer para cambiar esta realidad. Entonces, lo único que queda en nuestras manos es aceptar que no podemos salir del proceso, e intentar mejorarlo por los canales más pertinentes (generalmente, estatales). En esta línea, la pérdida de poder del sindicalismo pasa a ser completamente inevitable. Nuestra postura, en cambio, es que no podríamos entender la crisis de representación de los sindicatos sin comprender la nueva configuración que adoptó la lucha entre capital y trabajo a partir de los años setenta. En efecto, la crisis abierta en esta etapa del capitalismo puso en cuestión todas las instituciones que venían siendo “tradicionales” en la institucionalización de la lucha de clases. Entonces, la crisis general de la relación capital-trabajo se expresó políticamente a través de todas las formas creadas para garantizar la abstracción del trabajo. También puso en crisis la propia forma Estado y los partidos políticos. Al nivel de la producción, la nueva configuración se expresó en los cambios en el sujeto trabajador a partir de la destrucción del anterior patrón de acumulación, basado en el equilibrio de tipo Welfare. Esta crisis, asimismo, abrió un nuevo debate acerca de qué son los sindicatos, y, principalmente, cuál es su utilidad en el nuevo contexto del “capitalismo globalizado”.

2.1 El nuevo sujeto-que-vive-del-trabajo y la crisis de la forma sindicato

La implementación de técnicas productivas de tipo posfordistas (generalmente asociadas al “toyotismo” y el “neotaylorismo”10) con el fin de lograr un mayor disciplinamiento 9

Para ver un resumen de los enfoques que trabajan a la globalización como un proceso “externo” a las relaciones sociales, recomendamos ver García Delgado (1998). 10 Para ver una crítica a los “modelos” de organización de la producción, recomendamos ver Bonefeld (1992) y Ghiotto, Lecumberri y Pascual (2006).

del trabajo y mayores niveles de productividad, pusieron en evidencia la crisis en el movimiento sindical. Esto sucedió durante los años ochenta en los países avanzados, y en los noventa en los países menos industrializados. Se suma además a la fuerte caída en las tasas de sindicalización desde los ochenta, causada por dos factores principales. Por un lado, por la tendencia a la descalificación del trabajo y al reemplazo del trabajo vivo por trabajo muerto tras la aplicación de las nuevas tecnologías. Esto generó un nuevo tipo de sujeto-que-vive-del-trabajo. El nuevo sujeto, que siguiendo a Antunes podemos llamar de obrero polisémico, es el reflejo de esta metamorfosis (Antunes, 1998, 2003 y 2004). Está compuesto entonces por trabajadores migrantes, mujeres, jóvenes,

de

part-time,

subcontratados,

temporarios

y

“tercerizados”.

Estas

características van a marcar la generación de “sociedades duales”11. Es decir que, mientras se produce una desproletarización en las fábricas, se gesta un nuevo sujeto heterogéneo, fragmentado y complejo, que no puede ser evaluado con los antiguos conceptos de la era fordista. Lo que logró el capital fue volver superflua a gran parte de la población de trabajadores a nivel mundial, excluyéndolos del mercado de trabajo. Sin embargo, mismo estando “afuera”, no dejan de ser parte de la subsunción real de la sociedad en el capital, por lo cual no dejan de estar “dentro” del sistema (Dinerstein, 2003). Estos cambios vuelven a poner en juego la propia centralidad de los sindicatos en el hacer de la política en el siglo XXI. Surgen entonces algunos interrogantes; ¿por qué estudiar hoy los sindicatos como forma de organización de la clase trabajadora?, ¿acaso no han surgido otros movimientos que parecen ser hoy más representativos de la actual situación del sujeto-que-vive-del-trabajo? Efectivamente, tal como señalamos al principio, las nuevas organizaciones representan una fuerte crítica a la verticalidad e institucionalidad de los sindicatos. No obstante, esa misma crítica, tanto por parte de los trabajadores como desde los representantes del capital, pone de manifiesto algunos puntos que marcan la necesidad de no ser lineales a la hora de estudiar los sindicatos. 11

Mientras que durante los Estados Welfare el ingreso de los trabajadores en los países más industrializados rondaba el 70% del ingreso del sector empresario, tras 20 años de políticas de ajuste, hoy llega a un 64%, según datos de la OCDE. Mientras tanto, el porcentaje de las ganancias empresarias aumentó a ritmos sin precedentes (ver, “Sueldos bajos, riesgo para los países ricos”, Diario La Nación, 15 de abril de 2005).

Para comprender esta afirmación debemos abordar brevemente la propia historia de los sindicatos como espacio de lucha de los trabajadores.

2.2 Pensando al sindicato en contradicción

Desde los primeros momentos de la organización de la clase obrera en el siglo XIX, la forma que ésta adoptó fue a través de las uniones gremiales por rama y las mutuales, empezando por la colecta para fondos de entierro de los obreros fallecidos, pasando luego por la creación de cooperativas de trabajo, de consumo, etc. Se podría argumentar que este tipo de organizaciones no conducen a la abolición del mercado capitalista (por ejemplo, en el caso de las cooperativas), o que los sindicatos efectúan sus reclamos de cara al Estado (esfera política), evitando así la lucha por recuperar los medios de producción (esfera económica). Pero ésta es la misma contradicción que presenta la totalidad de las luchas que tienen por fin trascender las relaciones sociales capitalistas, ya que las mismas se dan dentro-y-contra el sistema.

Tal vez el punto clave esté en entender el contexto en el que nacieron los sindicatos. A partir de la separación de los trabajadores de los medios de producción y subsistencia, la sociedad quedó dividida en dos clases antagónicas en lucha. No obstante, esa lucha no fue desde un comienzo en términos iguales. Es decir, no había un punto de partida similar para ambas. El capital se estableció como la relación social principal y, al expandirse, reestructuró la sociedad existente para expropiar su riqueza y obtener control del trabajo de la población. Como señala Harry Cleaver,

“durante tales períodos de acumulación original, la lucha entre las clases emergentes trataba de determinar si el capital podría imponer la forma mercancía de las relaciones de clase, es decir, si tenía el poder necesario para sacar a los campesinos y las gentes tribales de la tierra, para destruir sus artesanías y su cultura a fin de crear una nueva clase de trabajadores (...). Cuando las posibilidades de eludir el capital se vieron reducidas o eliminadas, la lucha cambió de la imposición de la forma mercancía al grado de tal imposición (...). La lucha sobre la duración del trabajo se hizo central” (Cleaver, 1985: 192, en cursiva en el original).

Entonces, la lucha de los sindicatos en tanto organización de los trabajadores en el capitalismo no está por fuera de la subsunción real de la sociedad en el capital, que es lo que nos señalan las palabras de Cleaver. Así, los sindicatos son desde su nacimiento formas contradictorias de organización del trabajo. Su lucha nace a la defensiva, ya que se constituyen a la luz de la sociedad salarial, de la sociedad basada en la compra y venta de la fuerza de trabajo. A su vez, toman cuerpo a la par de las instituciones (formas) políticas (el Estado-nación) cuyo objetivo será sostener localmente la abstracción del trabajo por parte del capital. Por ello la lucha sindical estuvo (y está) destinada a tener como interlocutor al Estado, en tanto éste es el garante territorial de la relación salarial que se expande a nivel global.

Efectivamente, arrancarle a las formas más liberales del Estado cierta legislación que regulara la jornada laboral constituyó una victoria para los trabajadores y trabajadoras que sufrían la superexplotación de los años de acumulación masiva de capital durante la etapa de la gran industria. Por otra parte, ya hemos señalado que las formas de la relación de clase a mediados del siglo XX tienen que ver con un reconocimiento por parte del capital del poder (potencialmente trascendente) del trabajo.

El problema que nos presentan las palabras de Cleaver nos acompaña. Es decir, aquí podemos cuestionarnos si vamos a concebir a los sindicatos en tanto organizaciones meramente defensivas, o si podemos comprender que los mismos poseen algún potencial revolucionario.

Este problema se expresa en diversas posturas teóricas sobre los sindicatos. Por ejemplo, el “estar a la defensiva” es lo que ha llevado a autores de la corriente institucionalista como Julio Godio a sostener que los sindicatos son “naturalmente keyneasianos” (Godio, 2004); es decir que el poder sindical (institucional) ha podido aumentar sólo en tanto los sindicatos convergieron con partidos políticos y organizaciones sociales con el objetivo de lograr el mantenimiento de la demanda efectiva (y con ello, los niveles de consumo). En última instancia este planteo está sosteniendo entonces que lo mejor que la clase trabajadora puede conseguir (mediante luchas y alianzas) son mejoras en las condiciones de trabajo y de vida dentro del capitalismo.

A esta altura vuelven nuestras preguntas; ¿cuál es el objetivo de la lucha sindical?; ¿es hoy el mismo que en los años de aquellas primeras organizaciones? Indudablemente, el contexto que vivimos hoy no es el mismo que a principios del siglo XIX. La lucha de clases desarrollada durante estos dos siglos ha generado un escenario diferente en donde se reproduce y reconfigura esa misma lucha. No obstante, seguimos viviendo en la subsunción de las relaciones sociales bajo el capital. Por ello es que diversos intelectuales concluyen que las luchas de las organizaciones sindicales no podrían evitar constituirse como luchas defensivas.

No podremos aquí profundizar en este interesante debate. Por el mismo han pasado intelectuales del marxismo como Rosa Luxemburgo, Lenin y Antonio Gramsci. En las últimas décadas, también encontramos trabajos de la corriente del autonomismo italiano que abordan este tema. Por otra parte, el enfoque del marxismo abierto también le dedica algunas páginas a la discusión12. En este sentido, queremos abordar algunos conceptos trabajados por esta corriente, los cuales nos parecen aportes centrales para esbozar una respuesta a nuestros interrogantes.

Así, Sergio Tischler advierte que el sindicato ha sido siempre una forma de organización social contradictoria de lucha e integración, “que finalmente no creó una cultura básica definida por una subjetividad antagónica y la lucha contra la dominación de clase, sino que mediaba en la forma de lucha por el salario” (Tischler, 2001). En esta línea, Ana Dinerstein señala que para el marxismo, los sindicatos constituyen a la vez una amenaza y un soporte al status quo capitalista (Dinerstein, 1996). La autora explica que algunos marxistas como Perry Anderson y Paul Allender entienden a los sindicatos como parte esencial de la sociedad capitalista, por lo cual sin el sistema salarial capitalista, éstos no existirían. Por otro lado, desde un mayor nivel de abstracción, autores como Antonio Negri y John Holloway comprenden a los sindicatos como formas fetichizadas del proceso político burgués. Dentro del mismo enfoque, Richard Gunn realiza una crítica centrada en la forma que adopta la lucha de los trabajadores, en 12

Por marxismo abierto entendemos una corriente dentro del marxismo, principalmente inglesa y latinoamericana, que en los últimos años ha rescatado el sentido dialéctico del pensamiento de Marx, retomando las categorías de forma y totalidad para entender el actual estado de cosas. En este sentido, la característica central de esta perspectiva es que entiende a los conceptos como la forma teórica en que se expresa la lucha de clases. Por lo tanto, las categorías son históricas y transitorias, a la vez que expresan la incertidumbre inherente a la relación de clases (Ghiotto, Lecumberri y Pascual, 2006). Recomendamos ver Bonnet, Holloway y Tischler (2005).

tanto estructura burocratizada que se da a través de los sindicatos (Gunn, 2004). Estos privilegiarían una negociación de cara al Estado por mayores salarios antes que la pelea por el fin de la abstracción del trabajo.

En definitiva, la pregunta de fondo que nos hacemos desde la perspectiva crítica es si la organización del trabajo en la forma sindicato puede conducir al fin de la explotación del hombre por el hombre. La clave no es sólo analizar si la organización sindical lucha dentro del capitalismo (punto en el cual existe un consenso teórico) a la vez que contra él, sino si ésta puede (o intenta) ir más allá del modo de producción capitalista. Asimismo, Ana Dinerstein señala que, “el principal problema para los sindicatos combativos es que las demandas por la reproducción social van en contra de la liberación del trabajo en sentido amplio. En otras palabras, si el trabajo existe como tal y, además, en su forma de ser negada – capital- (Bonefeld, 1995), y el estado es una relación que garantiza esta forma perversa, el trabajo, pidiendo por mayor intervención estatal, paradójicamente se mantiene a sí mismo como trabajo alienado y reclama, aunque mas no sea inconcientemente por la institucionalización del conflicto de clase. Para sobrevivir (literalmente), los trabajadores requieren de esa intervención estatal, pero para liberarse el trabajo necesitaría al menos separarse de la institucionalización del conflicto y del estado” (Dinerstein, 1996: 39, en cursiva en el original).

En este punto podemos preguntarnos el porqué de generar un replanteo semejante acerca de la organización sindical para poder estudiar sus estrategias. Sin duda, podemos realizar un estudio sobre las estrategias políticas que desarrollan algunas centrales sindicales sin siquiera replantearnos los motivos por los cuales hacemos un estudio sobre los sindicatos. No obstante, la pregunta ronda nuestras cabezas. Así como muchos artículos que trabajan sobre los movimientos sociales se replantean los motivos del surgimiento de los mismos, y tratan de comprender el particular momento de nacimiento y de su accionar, debemos hacer un proceso similar con los sindicatos. Es decir, dar el debate de los motivos por los cuales hoy seguimos hablando de ellos. No basta con argüir que los sindicatos de hecho existen para de esa manera dedicarles hojas y hojas de análisis. Aquí tomamos la postura de que no es suficiente plantear el análisis de los sindicatos sin partir de la base de la contradicción inherente a esta forma organizativa.

No obstante, los análisis desde las estrategias sindicales suelen evitar este tipo de cuestionamientos. Estos parten directamente de la relevancia de los sindicatos per se. Por otra parte, privilegian la construcción de tipologías de acciones sindicales en determinados

contextos.

Indudablemente,

este

tipo

de

investigaciones

son

extremadamente útiles para analizar, en un momento específico, el accionar de algunas centrales sindicales, por ejemplo, frente a las políticas neoliberales de los años noventa. Es decir, suelen ser investigaciones de campo amplias, que aportan mucha información nueva (Murillo, 1995 y 1997; Robinson, 1998). Sin embargo, lo que estos estudios parecen hacer es analizar las estrategias sindicales en el aire, es decir, no analizan al sindicato dentro de una especial configuración de la lucha entre capital y trabajo en un momento determinado. Al no hacerlo, se pierde de vista que el sindicato es una forma política de organización de la clase trabajadora en un específico momento de la lucha de clases (Dinerstein, 1996). Por el contrario, en este estudio tomamos a los sindicatos como formas políticas que mutan en el tiempo y que tienen características específicas de acuerdo a una particular composición de la clase trabajadora13, y a la especial configuración de la relación entre las clases en un momento determinado.

Los sindicatos (así como los partidos políticos y los movimientos sociales) pueden ser entendidos como “organizaciones defensivas” en cuanto que éstos no pueden ser comprendidos por fuera de la relación salarial. Es decir, nacen y se desarrollan en un contexto determinado, que es el de las relaciones sociales subsumidas bajo el capital, es decir, por la conversión del trabajo creativo de los hombres y mujeres en trabajo abstracto, que no les pertenece. Partiendo de esa base, estar a la defensiva sería en realidad una obviedad y un hecho inevitable. No obstante, el tema central, tal como señalamos, es si la lucha mediada por los sindicatos puede ir más allá de la relación salarial, lo cual es ir contra la abstracción del trabajo. Esta lucha, por ir más allá, significa para un sindicato que su objetivo debe ser dejar de existir. La lucha por la desclasificación, por dejar de ser clase obrera. Evidentemente, por fuera de las 13

El concepto de composición de clase lo retomamos del autonomismo italiano de los años sesenta, en particular de Antonio Negri. Para el autor, “(E)n todo momento nos hallamos frente a una composición especial de clase obrera”, que “no es simplemente el resultado de una fase o de una forma de desarrollo capitalista (...), es también una realidad continuamente modificada no sólo por las necesidades, sino por las tradiciones de la lucha, las modalidades de vida, de cultura, etc. (...) La composición de clase cambia con el tiempo y con las luchas, y puede hacerlo de manera sustancial: así podemos hablar de la época de una especial figura obrera, de un especial tipo de clase obrera” (Negri, 1980: 69-70). Para ver una crítica al concepto de composición de clase recomendamos ver Holloway (2002).

relaciones sociales capitalistas, los sindicatos perderían su razón de ser, ya que se habría acabado con la relación salarial y la existencia de clases.

2.3 La crisis de la relación salarial y los sindicatos En las teorías que abordan las estrategias sindicales aparece la idea de que el sindicato es hoy débil, o que está en crisis. De hecho, los propios miembros de los sindicatos tienen esta percepción (Rauber, 2000). Esto sin duda es así. ¿Pero esta crisis o debilidad, la señalamos en comparación con qué? Si la lucha a partir del canal sindical ha dejado de ser hegemónica, ¿quiere esto decir que el trabajo ha perdido su centralidad, o incluso que éste ha dejado de luchar? Claro que no. Lo que esto significa es que la lucha del trabajo por romper con las relaciones sociales del capital se expresa hoy de múltiples maneras, por ejemplo, a través de todo tipo de movimientos sociales (Tischler, 2004). Nuevamente, vuelve la pregunta. Si esa lucha se expresa mediante otras formas políticas (culturales, sociales y organizativas en general), entonces, ¿por qué estudiar a los sindicatos? Sin duda, esta pregunta es parte de un análisis que excede aquí nuestro objetivo. Lo que sí queremos marcar es que hoy elegimos al sindicato como nuestro objeto/sujeto de estudio, porque éste, en su crisis y sus mutaciones, expresa la propia crisis de las relaciones sociales capitalistas, y esa crisis es la que nos proponemos explorar desde la teoría crítica. Asimismo, mientras continuemos reproduciendo la relación salarial, los sindicatos seguirán existiendo porque, tal como señalamos, éstos son parte central de la organización del trabajo en esta forma de relaciones sociales. Por oposición, tal como nos marcaban las palabras de los autores del marxismo abierto, no podría pensarse la necesidad de un sindicato, peleando por mejoras en las condiciones laborales, en una sociedad donde no exista la relación salarial. Porque ello significaría la emancipación del hacer, la liberación del potencial creador de la humanidad. Como señala Ana Dinerstein, “el trabajo asalariado es la forma de reconocimiento social del trabajo humano en la sociedad capitalista y, por lo tanto, se trata de una necesidad interna, constitutiva –aunque no ontológica- que constituye subjetividades, como ejemplo ‘los trabajadores’ en el marco de la subsunción real de la sociedad en el capital” (Dinerstein, 2003: 4; en cursiva en el original).

En el capitalismo, el trabajo abstracto, en tanto negación del hacer humano, está constantemente en crisis. El trabajo lo pone en crisis, intentando acabar con las relaciones de explotación. No obstante, en los años sesenta, la crisis del fordismo presentó diferencias cualitativas14. Entonces, hay una doble crisis del trabajo abstracto: la permanente (que implica para el capital la necesidad de una constante reestructuración y expansión para intentar salvarla), y la específica del momento que observemos. En nuestro caso, la hipótesis es que el trabajo abstracto ha entrado en una crisis cualitativamente mayor a partir de los años sesenta. Esto se ha expresado en que la nueva configuración del capital hace que la relación salarial ya no sea la que define todas las identidades en el capitalismo globalizado, sino que, tal como marcamos en los apartados anteriores, hoy una masa importante de trabajadores se encuentran por fuera del trabajo asalariado. En el actual desarrollo de las relaciones sociales capitalistas, no parece que haya una intención de que estos millones de desocupados vuelvan nuevamente (tal como en el período de las formas Welfare) a participar de la esfera del consumo. Un análisis de este tipo, aunque no desde la perspectiva crítica, es el que ha llevado a autores como Gorz o Rifkin a aseverar que nos acercamos al “fin de la sociedad del trabajo”. Por un lado, están en lo cierto. Vivimos un período de crisis de la relación salarial, que se manifiesta en la pérdida de empleos pagos. Pero ello no significa que el trabajo se haya liberado del capital, sino que, por el contrario, esta crisis expresa nuevas formas de reestructuración del capital con el fin de reducir al trabajo a trabajo abstracto.

A su vez, a pesar de la fuerte crisis que atraviesan los sindicatos, sobre la cual toda la academia concuerda, sigue siendo a través de esta forma que (una parte representativa de) los trabajadores asalariados continúan organizándose políticamente. Esto es porque la relación salarial vuelve a los sindicatos una de las formas centrales mediante las cuales se expresa el poder del trabajo. Mismo así, la crisis de la relación salarial también se expresa con fuerza en los nuevos movimientos sociales cuyo principal eje de intervención no es la lucha por las condiciones de trabajo. Por ello es que podemos hablar de la crisis del sindicalismo; es una crisis en tanto que ésta expresa la crisis de la relación salarial y de una forma particular de trabajo abstracto, a la vez que abre 14

Entrevista inédita realizada a John Holloway por Rodrigo Pascual y Luciana Ghiotto en octubre de 2006.

puertas a nuevas formas de identificación y expresión, que no tienen que ver directamente con el salario.

En un menor nivel de abstracción, podemos ahora señalar que diversos sindicatos atraviesan este proceso de metamorfosis a la par que analizan en la práctica las consecuencias sobre su propio accionar. En otras palabras, las diversas estrategias adoptadas por los sindicatos van a tener que ver no sólo con los recursos de poder y las estructuras de oportunidades, sino con una lectura política distinta acerca de la nueva configuración en la relación entre las clases. Por ello, frente a la crisis de la relación salarial, que se expresa en las nuevas características del sujeto-que-vive-del-trabajo, el sindicato, en tanto forma transitoria e histórica, ya no se da una igual organización política que en la etapa de los Estados Welfare. Es decir, intenta en su forma de organización política dar cuenta de esos cambios, de la creación del obrero polisémico.

Durante los años de aplicación de las políticas neoliberales, muchos sindicatos en América Latina optaron por adaptarse a la nueva situación y “administrar los beneficios”, convirtiéndose en “sindicatos empresarios” (Guzmán Concha, 2004) y “excluyentes” (Zapata, 1993), a la vez que su estrategia principal pasó a ser “estar a la defensiva” frente a las patronales y el Estado (Palomino y Senén González, 1998; Antunes, 2003). Claro que esta necesidad de estar a la defensiva, tal como señalaban las palabras de Cleaver en el apartado anterior, parecería ser una característica inherente a los sindicatos. Pero si en el neoliberalismo los sindicatos se han vuelto “defensivos” y “excluyentes”, y decimos que han entrado en crisis, es porque nos referimos a la crisis de las anteriores formas de institucionalización de la lucha obrera dentro de los canales del aparato del Estado típico de la etapa Welfare. El dilema que se presenta para los sindicatos es si modificarse a sí mismos luego de los cambios en la acumulación del capital a partir de la reconfiguración de la relación de clases, o si mantener un patrón de organización sindical que hacía referencia exclusiva al trabajador fordista (lo que Negri llama el obrero-masa) y con ello intentar sobrevivir a la crisis.

En diversos países latinoamericanos algunos gremios optaron por la primera opción, la cual tiene que ver con esta lectura distinta acerca de lo que sucede con la base de representación sindical y con la propia relación que se establece con las empresas y el

Estado. Ejemplos de éstos los representan la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) y la Central Unica dos Trabalhadores (CUT) de Brasil. Veamos estos casos.

3. El potencial de la lucha del “nuevo sindicalismo”

Tanto la CTA como la CUT pueden ser incluidos dentro de lo que diversos autores llaman el “nuevo modelo sindical”. En particular, la ruptura que producen es con respecto a las prácticas del sindicalismo corporativo. Esto abre la posibilidad de establecer una relación diferente con el Estado, a pesar de que no significa que estas centrales dejen de tener al Estado como interlocutor, ni que abandonen la estrategia de construcción política hacia la “toma del Estado”.

En el caso de Brasil, el nacimiento de la CUT en 1983 dio pie justamente al llamado “novo sindicalismo” (CUT, 2003; Antunes, 2003), en oposición al sindicalismo complaciente que se había desarrollado desde el gobierno de Getulio Vargas hasta la transición al sistema republicano. La propia historia sindical del Brasil marcaba una tendencia al corporativismo y a la injerencia del Estado en las cuestiones sindicales15.

La CUT entonces se opuso a los sindicalistas pelegos (las cúpulas burocráticas y acomodadas) y apareció como “un sindicalismo que procuró afirmarse contra y fuera del Estado al mismo tiempo que buscaba resguardar su autonomía ante los otros actores sociales” (Rodrigues, 1992: 14; traducción de la autora; en cursiva en el original).

Los principios sostenidos por la CUT son: defensa de la organización sindical independiente de los trabajadores frente al estado y los partidos políticos; ejercicio de la democracia sindical; reafirmación de la unidad sindical; solidaridad con todos los movimientos de la clase trabajadora nacional; y unidad de acción con el movimiento sindical internacional (CUT, 2003).

15

Esto sucedió porque el sindicalismo brasileño nunca logró los niveles de autonomía con respecto al Estado que sí hubo en casos como el argentino. En esta línea, el poder sindical que se configuró en Brasil a principio de los años sesenta existía en gran medida como delegación, o extensión, del poder estatal (Rodrigues, 1992).

La convivencia al interior no fue fácil, porque existían grupos con diversas procedencias políticas, a la vez que formación ideológica distinta. Unos eran más conciliadores, otros provenían de la izquierda más radical, como ser los grupos de formación marxista, leninista y trotskista. Pero el grupo mayoritario, los “lulistas”, seguidores del dirigente metalúrgico Ignacio “Lula” da Silva, “mismo si patrocinaban un sindicalismo agresivo y criticaban las estructuras corporativas, no eran en realidad revolucionarios sino sindicalistas que habían surgido y se habían formado en el movimiento sindical y no en los movimientos políticos de izquierda” (Rodrigues, 1992: 32; traducción de la autora).

Esta división interna se vio reflejada ya en el Primer Congreso Nacional de la Clase Trabajadora (CONCLAT) en 1983, donde se aprobó un plan de lucha que contenía reivindicaciones sindicales y políticas moderadas (como libertad y autonomía sindical, derecho irrestricto de huelga, elecciones directas para presidente de la República, etc.) a la par de otras más radicales (reforma agraria radical y amplia bajo el control de los trabajadores rurales y uso colectivo de la tierra) (Rodrigues, 1992). La CUT se constituía entonces en un “sindicalismo de contestación”, pero con políticas que tenían al Estado como principal interlocutor a la vez que se mantenía el principio de autonomía.

A pesar de las diferencias en las líneas internas, los “lulistas” y los sindicalistas trotskistas comparten una caracterización política general: el hecho de poner al Estado en un lugar central. Es decir que, en su camino anti-peleguista, la CUT creó un partido político (el Partido dos Trabalhadores, PT) que en sus inicios se presentó como “apolítico”, pero que luego se convirtió en una organización volcada hacia la búsqueda del poder (Soares D´Araujo, 1992). A pesar de varias derrotas electorales, la victoria de Lula da Silva en las elecciones presidenciales de 2002 puso a la CUT en una encrucijada, la cual tiene características similares a la etapa del corporativismo. Esto se vincula con la incorporación de diversos dirigentes sindicales a la órbita del aparato estatal, donde pasan a ser voceros directos del gobierno petista16. Entonces, se pone en riesgo la autonomía sindical, y con ello una estrategia que pudiera buscar ir más allá del Estado y del propio capitalismo. Por el contrario, el apoyo de una parte importante de la 16

Más del 80% de los dirigentes de la CUT son afiliados o simpatizantes del PT, y más de 30 exdirigentes de la CUT estaban en 2006 ocupando cargos de primer nivel en el gobierno (ministros, secretarios, directores de empresas, etc). Datos extraídos de Correo Sindical Latinoamericano, temático número 8, abril de 2006.

CUT (y por supuesto, del PT) a ciertas políticas de corte “neoliberal” del gobierno de Lula ha provocado el alejamiento de varios sectores de militantes. Algunos incluso han formado un nuevo partido político, el Partido Socialismo e Liberdade (PSOL).

El caso de la CTA tiene algunos puntos en común con esta historia. Fundada a partir de un quiebre con la Confederación General del Trabajo (CGT) por las disidencias frente a las políticas neoliberales del presidente Menem, la CTA intentó conformar un “nuevo modelo sindical” en la Argentina. Este tendría que ver con los tres principios organizativos de la Central: primero, la autonomía con respecto a los partidos políticos, el Estado y las patronales; segundo, la participación democrática a través de la afiliación directa y el voto directo; tercero, la pluralidad al interior de la Central.

En cuanto al funcionamiento interno de la CTA, la tradición política peronista de gran parte de sus miembros parece no representar un impedimento para que participen militantes de otras corrientes políticas, como las provenientes del comunismo, del socialismo, del radicalismo, etc. Sin embargo, esa misma mayoría peronista es la que hace difícil que estos sectores puedan disputar la conducción de la Central. A pesar de este hecho, la CTA se pone como objetivo generar una ruptura entre la identidad partidaria y la identidad sindical. Así, se intentaría crear una nueva subjetividad del militante, más allá de otras experiencias políticas anteriores o paralelas.

Por otro lado, frente a otras organizaciones, la CTA tiene una postura plural en tanto intenta romper con la forma relacional del sindicalismo propia del Estado Welfare: sindicato – patronal – Estado. La percepción de la CTA es que los conflictos deben ser afrontados de manera comunitaria y no sectorial, y que la apertura al resto de las organizaciones sociales es central para la organización sindical. De este modo, se plantea una lucha en varios frentes: sindical, social, cultural, artístico, político, intelectual, etc. La ampliación de las alianzas pasa a ser fundamental frente al objetivo de construir un proyecto opuesto al neoliberalismo. Es decir, el sindicato tiene que ser capaz de organizar la fuerza interna, pero también debe generar mayor nivel de presión a nivel nacional articulándose con otros sectores, y de esa forma fortalecer el propio poder. Para la CTA, esto se expresó en la constitución del Congreso del Trabajo y la Producción en 1993, donde participaron organizaciones como APYME (Asociación de la Pequeña y Mediana Empresa), el IMFC (Instituto Movilizador de Fondos

Cooperativos), la FAA (Federación Agraria Argentina) y la FUA (Federación Universitaria Argentina). También hacia el año 2000 se creó el FRENAPO (Frente Nacional contra la Pobreza), con una amplia gama de organizaciones y personalidades en su interior, quienes acompañaron a la CTA en las diversas acciones por un “seguro de empleo y formación” que derivaron en una importante Consulta Popular en diciembre de 2001.

Lo que los casos de la CUT y la CTA nos muestran es la posibilidad de algunas centrales sindicales latinoamericanas de romper con la estrategia corporativa tradicional del sindicalismo de sus países y el intento de avanzar hacia organizaciones que sostienen principios más democráticos hacia su interior, así como más abiertos hacia la construcción política con otras organizaciones. Por otra parte, ambas centrales reconocen en sus estatutos la necesidad de ampliar el concepto de trabajador: no sólo incluyen entre sus representados a trabajadores asalariados, sino que comprenden a trabajadores desocupados, precarizados y no agremiados (afiliados individuales), tanto urbanos como rurales (organizaciones de trabajadores del campo e indígenas). Por otra parte, se han puesto como objetivo generar espacios de igualdad entre los géneros al interior de las centrales, estableciendo esto como parte importante del quehacer político.

En este sentido, ambas centrales representan al “nuevo sindicalismo” en tanto éste se opone a un único sujeto representado, quien era el trabajador de overall de fábrica, asalariado y varón. Hay en esta línea un reconocimiento de las características del obrero polisémico del que nos habla Antunes, a través de una ampliación de los cánones clásicos de la representación sindical.

A pesar de las nuevas políticas que toman algunas centrales sindicales, podemos cuestionarnos, ¿alcanzan estas acciones para ir más-allá del capital? Este tipo de organizaciones parecen proponerse abrir una nueva grieta en la relación del capital en la etapa de la globalización. No obstante, sus objetivos pasan a ser incluir a los excluidos de la sociedad del trabajo. En este sentido, el caso de la CTA es ejemplificador. Viniendo gran parte de sus militantes de la matriz nacional-popular (Martuccelli y Svampa, 1997), la idea que se tiene del trabajo es que éste “dignifica”, es decir, que se trata de puestos de trabajo que incluyen a la persona en la comunidad, que permiten un reconocimiento individual a la vez que social. Entonces, la línea de intervención es por

conseguir nuevos y mejores puestos de trabajo. Se asemeja aquí “exclusión social” y desempleo a falta de trabajo (Dinerstein, 2003). En esta línea es que una de las políticas centrales de la línea oficial de la CTA ha sido la pelea por un “seguro de empleo y formación”.

Por otra parte, no es menor que la Central identifique al neoliberalismo como el enemigo principal de los trabajadores (Rauber, 1999). Entonces, el análisis político que se efectúa tiene que ver con la matriz del Estado y las instituciones de la etapa Welfare. Hay aquí una especie de idealización de ese momento histórico, a la vez que generan estrategias para intentar recrear ese “mundo perdido”. Tal como señala Murillo, los cambios en las condiciones político-económicas a nivel nacional afectaron los recursos sindicales y moldearon sus estrategias (Murillo, 1997). Particularmente, la CTA reaccionó a esos cambios con la “resistencia” a los mismos, la pelea contra la flexibilización laboral y las privatizaciones. Pero el objetivo del oficialismo de la CTA está puesto en la construcción de un “socialismo nacional”, que incluye tanto a otros movimientos sociales como a la “burguesía nacional”. Tal como señala el Documento de debate hacia el 1er Congreso Nacional de Delegados en 1996, “el CTA (hasta ese momento era el Congreso de los Trabajadores Argentinos) considera que el eje que debe aglutinar al conjunto de la oposición política y social debe ser la lucha contra la desocupación” (en Del Frade, 2004). Entonces, en el camino de este socialismo nacional está la construcción de un movimiento político, social y cultural que pueda juntar fuerzas nacionales. Pero, ¿con qué objetivo?, ¿ganar las elecciones? Y si se ganasen la elecciones, ¿qué políticas se intentaría aplicar?, ¿acaso aquellas típicas de los Estados Welfare? Es nuestra postura en este trabajo que a partir de la reconfiguración del capital y la conversión masiva en capital-dinero, sería hoy imposible sostener en el mediano (o incluso corto) plazo, políticas socio-económicas de tipo keynesianas. Esto, justamente porque el capital ha intentado fugar del trabajo, y la forma política que la relación de clases adopta ya no sería capaz de sostener políticas de pleno empleo y de redistribución de la riqueza. Hoy, entonces, la estrategia tiene que ser otra.

A su vez, esto se vincula con lo que centrales como la CUT y la CTA entienden por autonomía sindical. Estas centrales han planteado este principio en un momento de auge, como señalamos, de los sindicatos-empresarios. En este contexto, la bandera de la autonomía sin duda se constituía como central para intentar crear un “nuevo

sindicalismo”. No obstante, la propia idea de autonomía nos fuerza hoy a profundizar el debate sobre su significado. Esto, teniendo en cuenta que en los últimos años el debate sobre la autonomía se ha ampliado a partir de la aparición pública del zapatismo, así como a través de ciertos movimientos de trabajadores desocupados como el MTD de Solano, quienes cuando hablan de autonomía se refieren al desarrollo del hombre y la mujer en plenitud, con la capacidad de ser quienes deciden sobre el proceso y el resultado de su trabajo. Entonces, la autonomía pasa a ser autodeterminación (Tischler, 2004). Se refieren a relaciones autónomas entre las personas, sin dominación de ningún tipo. Pero no es este el mismo sentido que le imprimen los sindicatos a la palabra autonomía. Ellos se refieren exclusivamente al Estado, a las patronales y a los partidos políticos. Pero entonces no se concibe a la autonomía como un concepto negador, explosivo, de ruptura con el orden de cosas, sino como una definición de una práctica específica dentro de las actuales relaciones sociales. El sindicato se auto-define entonces como un “actor” en las negociaciones. Caemos aquí en la tradicional concepción del sindicato como un elemento más de la pelear por la distribución del ingreso; nuevamente, como lucha que se presenta como meramente defensiva.

A pesar de estos últimos comentarios, creemos que existe una potencialidad de la lucha. Es decir, los sindicatos en el capitalismo globalizado pueden tender a trascender las relaciones sociales del capital en tanto que cuestionan la existencia violenta e inestable del dinero en su forma líquida, combinada con la escasez de recursos y de trabajo (Dinerstein, 1997). Poner en el tapete la supuesta “estabilidad” de las relaciones sociales capitalistas en los años noventa (el gran “logro” de Carlos Menem en la Argentina) contiene un potencial de lucha anticapitalista. Porque en un contexto en el que el capital se ha volcado masivamente a su forma más abstracta (dinero), la lucha por la creación de puestos de trabajo tiene dos consecuencias: primero, poner en evidencia los cambios en la forma de acumulación del capital; segundo, cuestionar la existencia violenta del capital en su forma más abstracta (Dinerstein, 1997). Es decir, reclamar por ser incorporados a la relación salarial en un momento en el que ésta ha dejado de ser central en la integración de los trabajadores al sistema muestra la incapacidad del capital para subsumir a los trabajadores mediante los mecanismos usados en las formas Welfare, fueran éstos estatales, institucionales, económicos, culturales, u otros.

Esto muestra entonces el desafío al que se enfrenta el “nuevo sindicalismo” en el capitalismo globalizado: aunque lucha por el aumento salarial (lo que sería lucha defensiva), en un contexto de liquidez del capital y de escasez de trabajo y bienes de subsistencia, esto puede tener un potencial subversivo. El problema central pasa a ser si efectivamente así lo quieren. Es decir, si van a quedarse en una estrategia meramente distribucionista o van a intentar generar acciones que tiendan a fortalecer la crisis de la relación salarial y, con ello, potenciar las luchas que van más allá del capital.

4. Límites y horizontes en los estudios de la integración regional

Cuando estudiamos las estrategias sindicales en torno a los procesos de integración regional, nos topamos con dos problemas. Estos tienen que ver con los límites. Por un lado, en la línea de este trabajo, intentamos comprender los límites propios de la acción sindical. Es decir, cuando analizamos los sindicatos nos encontramos con una historia compleja de luchas y procesos de institucionalización de las mismas, las cuales no permiten entender a los sindicatos (ni a ningún sujeto social) como “puro” o “externo”, es decir, exento de la propia relación de clases. Por ello, si comprendemos que, tal como señalamos en el primer apartado, los procesos de integración se han desarrollado principalmente como parte de una estrategia de expansión del capital frente a su lucha con el trabajo a partir de los setenta, entonces estudiar a los sindicatos dentro de este proceso necesariamente nos va a llevar a preguntarnos acerca de las posibilidades de que los mismos desarrollen nuevas formas de lucha contra la relación social global (del capital) que produce esa integración regional.

Como marcamos anteriormente, tenemos que ver qué lugar estratégico le asignan los sindicatos al Estado en tanto éste aparece como el sujeto que realiza la integración, es decir, el firmante de los acuerdos. Entonces, para el “nuevo sindicalismo”, ¿el proceso de integración es una estrategia del Estado?, ¿o se trata de una estrategia del capital en su intento global por alejarse a la vez que disciplinar al trabajo?

El segundo problema al que nos enfrentamos es a los límites de los propios estudios acerca de las estrategias sindicales en el marco de la integración regional. Lo que aquí queremos señalar es que los enfoques predominantes en esta área de estudios recaen en

dos simplificaciones17. Primero, estos autores toman a los procesos de integración como algo dado, como inevitables, y en muchos casos no se preguntan (ni se cuestionan) acerca de los cambios en las relaciones sociales que han dado pie a esos procesos. De esta manera, las integraciones regionales aparecen en estos enfoques como “externos” a los sujetos que las producen. Segundo, las corrientes principales del estudio de los procesos de integración trabajan sobre los mismos haciendo una suerte de “historia institucional”, registrando la evolución de las instituciones y los cambios en los canales de participación abiertos por los Estados. Ya en los años noventa, lo central pasó a ser el estudio de la apertura de espacios en donde la “sociedad civil” plantea sus opiniones a los representantes gubernamentales. Un ejemplo de ambas perspectivas la encontramos en Julio Godio, quien desde una visión netamente pragmática, y refiriéndose al ALCA, sostiene que: “el proceso de relaciones comerciales recíprocas entre los países del hemisferio no sólo es inevitable, sino que prácticamente abarca a todos los países de la región (excepto Cuba), y que por lo tanto de lo que se trata es de formular políticas para redireccionar esa nueva realidad con instituciones y regulaciones que potencien el desarrollo y bloqueen simultáneamente las estrategias neoliberales y el mal llamado ´libre comercio´. El verdadero debate no es ALCA versus anti-ALCA, sino sobre qué políticas serán necesarias para promover mercados regulados de bienes, capitales y trabajo” (Godio, 2004: 30, la cursiva es nuestra).

Los problemas planteados al analizar los límites nos hacen derivar en un tercer escollo, que es el de los horizontes. Tanto teórica como prácticamente se ha instalado la tendencia a idealizar el proceso de integración de la Unión Europea (UE). Esto ha llevado a que los estudios teóricos se centren en ver los “pasos” que le falta llevar adelante a otros procesos, por ejemplo el del MERCOSUR, para asemejarse a aquel. En otras palabras, el MERCOSUR es considerado una “unión aduanera imperfecta”, por lo cual debe por un lado fortalecer el sistema de intercambio comercial interno al bloque y reducir las asimetrías para avanzar así hacia una unión aduanera fuerte (Ferrer, 2001), a la vez que tiene que mejorar el sistema institucional para garantizar el respeto de los derechos ciudadanos y del trabajo (incluido el derecho a la participación dentro del proceso de integración) (Robles, 2002; Malamud, 2001). El horizonte a alcanzar 17

Aquí nos referimos a la corriente institucionalista que analiza los procesos de integración regional. Nos centraremos aquí en Godio (2004), Tussie y Botto (2003), Malamud (2001) y Rodríguez y Rosello (2001) y Lipovetzky y Lipovetzky (2002).

entonces es el modelo del que nos provee la UE, con su tendencia histórica, aunque no sin sobresaltos, a la supranacionalidad de sus instituciones políticas y económicas. La cuestión de los límites y los horizontes teóricos está directamente relacionada con la manera en que estos autores entienden a la sociedad. Esta se pone en movimiento sólo a través del accionar de las organizaciones de la “sociedad civil” (input), y la consecuente respuesta (output) del Estado. Con este mecanismo se generan las políticas públicas. En el caso del MERCOSUR, la generación de los “organismos sociolaborales” como el Subgrupo de Trabajo 10, el Foro Consultivo Económico-Social (FCES) y la Comisión Sociolaboral tienen que ver con “una respuesta poco sistemática a las demandas de los actores sociales de incluir la dimensión social en el proceso de integración” (Robles, 2002). Centralmente, se concibe a la sociedad como un conjunto de relaciones confluyentes, casi ordenadas, donde la mejor forma de convivencia es garantizada a través de la creación de canales abiertos de diálogo y participación. Claro, esto no se produce sin problemas; no obstante, la solución a los mismos es el diálogo, y la generación y fortalecimiento de nuevas instituciones que den respuesta a los inconvenientes. Dentro de esta línea, los sindicatos aparecen como un actor más dentro de los que generan inputs para la incorporación de la temática sociolaboral dentro de la integración regional. Sin embargo, aquí creemos que esta lectura no colabora a una comprensión profunda de la realidad. Tal como ha sido planteado, es nuestra visión que la sociedad está integrada por sujetos con intereses en abierto conflicto. Y el resultado de esa lucha es incierto. Por ello, es una ilusión querer plantear a la sociedad en términos positivos y neutros (Tischler, 2001). Además, en estos estudios en ningún momento se hace referencia a las relaciones sociales capitalistas o a la relación salarial en particular. Ciertamente, este tipo de enfoques no son ingenuos. Hay detrás (y dentro) de ellos un interés por mantener el actual estado de cosas. Las propuestas que sostienen son portadoras de continuidad acrítica de las relaciones sociales capitalistas.

4.1 La “cuestión laboral” en el MERCOSUR y las estrategias sindicales

Para analizar el cruce de ambos temas, Julio Godio afirma que hoy los sindicatos asocian comercio con la dimensión social, entendiendo por ésta “la regulación del trabajo y la cohesión social”, la cual se organiza “a través de valores y normas jurídicolaborales y sociales” (Godio, 2004: 26). La dimensión social representa para los sindicatos continentales “una única estrategia”, aunque con dos grandes movimientos tácticos. Primero, presionar para que las normas fundamentales del trabajo (sostenidas por la Organización Internacional del Trabajo) sean parte integrante de los acuerdos de integración que se firmen. Segundo, avanzar en la dirección de exigir que el componente sociolaboral sea considerado como variable esencial del funcionamiento económico de los acuerdos. A su vez, dentro de esta estrategia, los sindicatos estarían coordinando sub-regionalmente de tres modos: 1) Mediante la presencia sindical en reuniones e instancias institucionales internacionales en los que se negocian los acuerdos de integración, como ser las cumbres presidenciales, las reuniones del FMI, BM, BID, OEA, etc. 2) Dando sustento nacional a esas acciones mediante la participación en instituciones tripartitas nacionales para hacer oír sus propuestas (con la intervención en espacios como el Consejo Consultivo de la Sociedad Civil – CCSC- argentino y las reuniones técnicas en el Ministerio de Trabajo). 3) Fortaleciendo el papel de los sindicatos como facilitadores de la convergencia con otros movimientos sociales y partidos políticos afines a los intereses de los trabajadores (como la coordinación con los movimientos outsider y el Foro Social Mundial) (Godio, 2004: 259). Nuevamente, nos encontramos aquí con conclusiones del autor que sintetizan su postura político-teórica sobre los procesos de integración. Para él, “la fórmula política que mejor sintetiza esta estrategia política se resume en una frase: los sindicatos exigirán constantemente que la dimensión social sea parte de los tratados y acuerdos de integración” (Godio, 2004: 260). Pero claro, tal como vimos, Godio parte de la idea de que tanto el ALCA como otros procesos de ese tipo son inevitables. El tema que pasa entonces a ser central para los sindicatos es, según el autor, cómo generar mejores canales institucionales de participación, y con ello, cómo incluir la cláusula social.

En su relato, Godio menciona pero no explora la tercera dimensión por él delineada, es decir, la que tiene que ver con la construcción de redes con otros movimientos políticos y sociales por fuera de la institucionalidad estatal. Efectivamente, no se manifiesta aquí un interés por bucear en el potencial anticapitalista de los sindicatos, porque para el autor el capitalismo aparece como una realidad infranqueable, a la vez que el sindicato sólo puede convertirse en un (peor o mejor) negociador de las condiciones de reparto de las ganancias capitalistas. De hecho, para él la tercera dimensión representa un problema porque es justamente donde se encuentran los outsider, es decir, aquellas organizaciones que se paran en los límites de la institucionalidad estatal y desde allí intervienen políticamente18. Para las corrientes institucionalistas, todo lo que sea outsider se vuelve incontrolable, inabarcable, a menos que se generen nuevas cristalizaciones institucionales que puedan convertir a estos grupos en insider. Asimismo, Godio sostiene que en los primeros acuerdos del MERCOSUR se excluía a los trabajadores y a las cuestiones sociolaborales de las negociaciones (2004: 28). Alberto Robles, miembro del Instituto del Mundo del Trabajo al igual que Godio, revela lo mismo (2002). Evidentemente, esto es así. Aquí hemos sostenido que las instituciones son cristalizaciones, particularizaciones de la dinámica de luchas. En este sentido, no se puede esperar que las empresas transnacionales “regalen” espacios de negociación. Sólo a través de la lucha los trabajadores han podido forzar la inclusión de las cláusulas laborales y la conformación de instituciones de participación, como en la Argentina lo representa el CCSC. Pero aquí es donde nos preguntamos, estas instituciones, ¿para qué sirven?, ¿cuál es su razón de ser? Centralmente, tienen el objetivo de canalizar el descontento social de forma “ordenada”. Es decir, reificar la lucha en cristalizaciones que desmotivan la continuidad de ciertas acciones radicales, como la Campaña por el No al ALCA a nivel continental. Volvemos aquí a recordar las palabras de Tischler acerca de que estas visiones que defienden la creación de organismos de participación se basan en la idea de una sociedad civil ordenada y positiva. Por consiguiente, no la conciben en conflicto. Es por ello que los autores institucionalistas se esfuerzan en explicar cómo los sindicatos luchan dentro de los canales institucionales, y no exploran esa tercera dimensión que es la que aborda la coordinación de los sindicatos con otros movimientos. En este tipo de 18

Sobre el tema de los actores outsider e insider recomendamos ver Tussie y Botto (2003).

análisis encontramos entonces que el Estado y el sindicato son puestos en el centro, pero en tanto que el universo social pasa a “impactar” de alguna manera sobre ellos. Entonces, ambos son tomados “en abstracto”, en tanto “cosas”, por fuera del proceso social que les da forma. Estos análisis pueden ser incluidos en lo que Kosmas Psychopedis llama la “irracionalidad de la teoría” (en Ghiotto, Lecumberri y Pascual, 2006). Este término refiere a que la crisis social se expresa a sí misma a través de la teoría. Esta crisis teórica se manifiesta a partir de la desarticulación del todo social. Si bien esta desarticulación es una determinación del modo de producción capitalista, la reconstrucción de la totalidad social puede ser realizada teóricamente a partir de la crítica. Lo que sucede es que este movimiento teórico de crítica implica una reconstrucción a partir de las propias relaciones sociales determinadas históricamente, y no un estudio de los sujetos sociales in abstracto. En esta línea, la crisis de los sindicatos (y de los partidos políticos, y del Estado, etc.) se expresa hoy como crisis de la teoría que fue forjada en el prisma Welfare, la cual aún hoy se niega a realizar una relectura de los cambios en las relaciones sociales de los últimos treinta años. De alguna manera, estas teorías son aquellas que Ana Dinerstein y Michael Neary incluyen en la “des-utopía” de los estudios del trabajo (Dinerstein y Neary, 2002). Mientras que el capitalismo destruye (literalmente) el planeta tierra, todos aquellos enfoques que plantean hoy la construcción de una nueva utopía son catalogados de ingenuos, románticos, “pasados de moda”... Como metafóricamente pone en palabras John Holloway (2006), si pensáramos al mundo como una habitación que lentamente cierra sus paredes sobre nosotros, amenazando con aplastarnos en el corto plazo, ¿cuál sería nuestro accionar?, ¿reorganizar los muebles de la habitación?; ¿o buscaríamos las grietas que pueda haber en las paredes para evitar que éstas se cierren sobre nosotros? En este sentido, la búsqueda de una nueva utopía en las relaciones sociales necesariamente necesitará de teorías racionales, en la acepción dada por Psychopedis, que puedan dar cuenta de manera crítica la transitoriedad de las formas, entre ellas la de sindicato y la de Estado. Evidentemente, hacer este tipo de análisis significa explorar la contradicción que hay en las luchas dentro-contra-y-más-allá del capital.

5. ¿En búsqueda del empleo perdido? Acerca de la potencialidad subversiva de los sindicatos Los procesos de integración regional abren múltiples posibilidades de acciones para los sindicatos. Señalamos, siguiendo a Godio, tres dimensiones que nos ayudan a estructurar teóricamente esas estrategias. Ahora bien, ¿qué es lo que nos señala la tercera dimensión que el autor dejaba inexplorada? Principalmente, nos marca la capacidad de los sindicatos de dar una respuesta acorde con la reestructuración del capital. Es decir, mientras que el capital se ha vuelto global, y ha tendido a convertirse en “extra-territorial”, los trabajadores encuentran un mundo lento, rígido y restrictivo. A la par de este proceso, los Estados-nación entran en crisis en la administración local de la relación del capital, haciendo que las fronteras estatales se vuelvan más rígidas para los trabajadores (migrantes), a la vez que las hacen más flexibles para la libre circulación del capital. No obstante, el proceso de migración de los trabajadores lleva la contradicción de la globalización a los Estados más industrializados y a los mercados consumistas del Norte global. Estos han sido los casos de las

protestas de los

trabajadores latinos en EEUU, así como las revueltas de los hijos de inmigrantes en Francia. Las nuevas revueltas ponen de manifiesto que el capital, aun intentando alejarse del trabajo, no puede garantizar la continuidad del sistema sin aplicar nuevas formas de violencia concreta, con el objetivo de mantener la territorialidad del trabajo. Mientras se desdibujan los límites del Estado-nación para el capital, y se tiende a la formación de bloques regionales, también se abre la posibilidad de generar articulaciones de la clase trabajadora que tiendan a ir más allá de los límites nacionales. Es en esta tendencia donde podrían superarse los objetivos de construir “socialismos nacionales” y entonces se avance en la ruptura de la fragmentación territorial de la clase trabajadora impuesta por los Estados. De todas formas, no quiere esto decir que propongamos que los movimientos sindicales se involucren en la construcción de “Estados-continentales”, como podrían ser la Unión Sudamericana o la Unión Europea. La puesta en crisis del Estado implica que hoy están surgiendo nuevas formas de garantizar la abstracción del trabajo que no necesariamente son “estatales”. La pérdida de la soberanía es una consecuencia del movimiento global del capital, y a partir de éste los Estados deben convivir con la tensión local-global, es decir, con la necesidad de garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo a nivel local en un

mundo donde el capital se ha alejado cada vez más de sus bases territoriales (Burnham, 1996; Dinerstein, 1997). La reproducción del capital no puede lograrse sin una forma política que garantice la abstracción del trabajo al menor precio, a la vez que administre la moneda territorialmente. Esto, cualquiera sea su forma y su extensión, es decir, sin importar el territorio que éste abarque ni si a la misma la llamamos “Estado-nacional” o “bloque regional”. El capital parece hoy aceptar que esos Estados sean reemplazados por otras formas políticas que cumplan funciones similares. El problema entonces es si el trabajo en general, y los sindicatos en particular, también están dispuestos a “dejar ir” al Estado, en vez de reclamar por mayor poder estatal. Entonces, el trabajo se encuentra frente a la tensión de la defensa de la soberanía frente a la exacerbación del capital en tanto capital-dinero. La lucha por la autodeterminación implica la destrucción de esta soberanía, porque ésta es una forma de administración política de la relación de clases. En este sentido es que desde una visión crítica no podemos condenar todo tipo de lucha por la defensa de la soberanía como tampoco dejar de ver la contradicción que se abre en tanto que reconfiguración de la misma Entonces, el tema es si los sindicatos pueden intentar ir más allá de los límites que esta nueva forma política (local o continental) impone a la clase trabajadora, y avance en un proceso de internacionalización que tienda a acabar con la identificación de clase. En otras palabras, el sindicato, en el nuevo contexto del capital globalizado pero de crisis de la relación salarial, tiene frente a sí el desafío de explorar tanto la propia crisis como sus propios límites en tanto clase (en tanto trabajo abstracto). Esa es la potencialidad subversiva del sindicato: organizar al trabajo de forma global rompiendo con los límites de los Estados nacionales y tender a la desclasificación. En este razonamiento, los sindicatos dejan de ser “naturalmente keyneasianos” o de estar condenados a que su lucha sea defensiva. El desafío que se les presenta es si aprovecharán el momento histórico para acabar con la abstracción del trabajo. Definitivamente, esta opción implica la aceptación de la posibilidad de que la propia organización desaparezca. Pero en pos de la construcción de un mundo donde se liberen las capacidades creativas del trabajo, tal vez esa opción valga la pena.

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