El escepticismo identitario en la obra de Mario Vargas Llosa

July 18, 2017 | Autor: B. Castany Prado | Categoría: Literature and Philosophy, Skepticism, Mario Vargas Llosa, Filosofía y Literatura
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Descripción

Mario Vargas Llosa: cartografías del amor y del poder

Mario Vargas Llosa: cartografías del amor y del poder

Марио Варгас Льоса: картографии на любовта и властта

Editorial Universitaria «San Clemente de Ojrid» Sofía, 2015

Университетско издателство „Св. Климент Охридски“ София, 2015

Comité científico: Tatiana Panteva Liliana Tabákova Peter Mollov Krasimir Tassev

© 2015 Liliana Tabákova (coord.) © 2015 de los textos: los autores © 2015 Departamento de Estudios Iberoamericanos, Facultad de Lenguas Clásicas y Modernas. © 2015 Editorial Universitaria «San Clemente de Ojrid» © 2015 diseño de la cubierta: Borislav Kiosseff Motivo de la ilustración de la cubierta: Kristina Vatova, segundo premio Concurso de ex libris «Mario Vargas Llosa en Sofía, mayo 2013»

ISBN 978-954-07-3909-0 Impreso en Sofía, Bulgaria

ÍNDICE:

Tsvetan Teophanov. Laudatio pronunciada por el Decano de la Facultad de Lenguas Clásicas y Modernas con motivo de la investidura del Excmo. Sr. D. Mario Vargas Llosa como doctor honoris causa de la Universidad de Sofía «San Clemente de Ojrid». . . . . . . . 7 Ivan Ilchev, Excmo. Rector Magnífico de la Universidad de Sofía «San Clemente de Ojrid». Palabras de investidura. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Mario Vargas Llosa. Discurso de aceptación del doctorado honoris causa de la Universidad de Sofía «San Clemente de Ojrid». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Mario Vargas Llosa y Juan Jesús Armas Marcelo. Coloquio de Sofía. 17 de mayo de 2013. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18 Carlos Granés. El poder, la rebelión, la resistencia y la derrota en la obra de Mario Vargas Llosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42 Vicente Cervera Salinas. El epistolario de Vargas Llosa para el artista adolescente. . . . . 53 Ewa Kobylecka Piwonska. El lenguaje que expresa la creatividad. Sobre el arte de la ficción según Mario Vargas Llosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Marisa Martínez Périsco. Mario Vargas Llosa ensayista, o el fundamentalismo de la libertad. Ambivalencias de su horizonte de recepción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76 Mª Belén Hernández González. La literatura es una venganza. A propósito de un debate entre Vargas Llosa y Claudio Magris. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Luis A, Peirano Falconí. El teatro: el primer amor de Vargas Llosa. . . . . . . . . . . . . . . 92 Giuseppe Gatti. Aprehensión quebrada de las formas y opacidad de la mirada en La ciudad y los perros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Liliana Tabákova. Elogio de la madrastra, la resemantización del mito y el triunfo del eros ludens en la novela hispanoamericana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 Venko Kanev. El triángulo cambiante como forma estructural de la novela Las travesuras de la niña mala de Mario Vargas Llosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126 Mercedes Serna. La colonización en El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa. Concomitancias con La casa verde. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134

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Bernat Castany Prado. El escepticismo identitario en la obra de Mario Vargas Llosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142 Mª Gloria Ríos Guardiola. Ensayos literarios de Mario Vargas Llosa sobre literatura francesa: La tentación de lo imposible y La orgía perpetua. A propósito de Les misérables y Madame Bovary. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159 Ricardo Sumalavia. Mario Vargas Llosa en el contexto de la tradición de la narrativa peruana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168 Amir Valle. La fértil luminosidad de lo prohibido o de cómo influyó la prohibición oficial en Cuba de Vargas Llosa en la formación de la narrativa cubana de fin del siglo XX. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174 Daniela Koch-Kozhuharova. La traducción al búlgaro de los feísmos en la obra de Mario Vargas Llosa: enfoque diacrónico antes y después de la caída del Telón de Acero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Ani Levi. «Mi» Vargas Llosa (un intento de biografía «búlgara» de Mario Vargas Llosa). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 Rumen Stoyanov. Mario Vargas Llosa y un licenciado anónimo. . . . . . . . . . . . . . . . . 200 Stefka Kojouharova. Aproximación a la recepción de Mario Vargas Llosa en Bulgaria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

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El escepticismo identitario en la obra de Mario Vargas Llosa Bernat Castany Prado Universitat de Barcelona 1. El escepticismo en la obra de Vargas Llosa Existe en la obra de Vargas Llosa una cierta evolución en lo que respecta a su confianza en las capacidades cognitivas del ser humano, en general, y de la literatura, en particular, para acceder a la verdad. Podemos distinguir entre una primera etapa, que llamaremos «dogmática», no en el sentido de que afirma de forma intolerante dogmas ideológicos o religiosos, sino en el sentido escéptico de que considera que es posible conocer, de algún modo, la realidad; y una segunda etapa, que llamaremos «escéptica», tampoco en el sentido corriente de que descree de todo y se entrega a un nihilismo autodestructivo o hedonista, sino en el sentido de que presenta una mayor humildad o resignación cognitiva, lo que, a su vez, parecería implicar una cierta liberación, ya que permitiría evitar los males de la ansiedad y el fanatismo en los que el dogmatismo suele desembocar. Las novelas de la etapa «dogmática», como, por ejemplo, La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), cometerían cierto pecado de orgullo cognitivo, ya que su realismo no implicaría solamente una opción estética, sino también filosófica: la de considerar que el lenguaje y el pensamiento humano son capaces de representar la realidad y que, por lo tanto, el ser humano es capaz de conocer. En cambio, en las novelas de la etapa «escéptica», como, por ejemplo, Pantaleón y las visitadoras (1973), La guerra del fin del mundo (1981), El paraíso en la otra esquina (2003) o El sueño del celta (2010), el afán omniabarcador de la primera etapa se verá moderado, la actitud respecto de las capacidades representativas del lenguaje y la literatura será mucho más desconfiada y el lector se hallará con una constante reflexión (filosófica y narrativa), acerca de la irreductible ambigüedad del mundo y el carácter relativo de toda realidad humana. Ciertamente, dicha división es analítica, ya que el salto entre ambas etapas será gradual y parcial, sin contar que ni el «dogmatismo» de las primeras novelas será plenamente ingenuo, ni el «escepticismo» de las segundas carecerá de ciertos convencimientos. Recordemos, por ejemplo, que, aunque, en un principio, Vargas Llosa considerase la novela como un medio de reproducción total del universo humano, la «novela total» no era para él una reproducción mecánica de la realidad, sino, antes bien, una sustitución de esta por una realidad literaria autónoma, otra, sólo que iluminadora de la primera. En todo caso, la impronta escéptica se irá haciendo cada vez más patente en la obra de Vargas Llosa. Recordemos, por ejemplo, cómo en muchos de sus escritos 142

de corte ensayístico, crítico o periodístico, el autor de El sueño del celta expresará un creciente rechazo hacia el dogmatismo y el fanatismo –«después de la injusticia, lo que más detesto es el dogmatismo» (cit. en Labarthe, 1996: 179)– y una creciente desconfianza hacia todos aquellos que se presentan como depositarios de la verdad absoluta o garantes de algún tipo de esencia. Recordemos, asimismo, su admiración por la figura de Karl Popper, uno de los principales representantes del escepticismo contemporáneo, quien no sólo incorporó dicha doctrina a la misma filosofía de la ciencia (La lógica de la investigación científica, 1934), sino que también la convertirá en condición de posibilidad de toda sociedad democrática (La sociedad abierta y sus enemigos, 1945). Pero, como señalamos más arriba, Vargas Llosa no se limitará a expresar su creciente escepticismo, sino que también lo integrará en su obra propiamente literaria. Poco a poco, el autor de El paraíso en la otra esquina desarrollará rasgos de estilo, técnicas narrativas y temas que provoquen en el lector una firme desconfianza respecto de sus capacidades de conocimiento. Son muchos los factores que pudieron llevar a Vargas Llosa a evolucionar en esta dirección. Podemos aventurar factores personales, como el efecto relativizador que el paso de los años suele tener en nuestras creencias más firmes; factores políticos, como el progresivo rechazo que Vargas Llosa mostrará, especialmente a partir del caso Padilla, de 1971, hacia todo tipo de dogmatismo ideológico, y que vendrá acompañado de una defensa del escepticismo como fundamento de la democracia, ya que no es posible mantener un diálogo auténtico con quien está convencido de poseer la verdad absoluta; factores filosóficos, como la creciente importancia de los postulados de la hermenéutica y de la posmodernidad, ambas de clara filiación escéptica; o factores literarios, como el agotamiento de algunos de los postulados realistas a los que Vargas Llosa se adhirió en un inicio o la creciente influencia internacional del escepticismo borgeano, especialmente a partir del momento en que le fue concedido el Premio Formentor, en 1961. Como no tenemos tiempo para realizar un estudio general acerca de la evolución escéptica de la obra de Vargas Llosa, nos centraremos en la última de sus novelas, El sueño del celta (2010), si bien prácticamente todo lo que digamos acerca de ella puede ser aplicado, mutatis mutandis, al resto de novelas que integran la etapa «escéptica» de su producción literaria. Quizás antes de pasar a analizar la presencia del escepticismo en El sueño del celta, sería conveniente definir brevemente qué entendemos por escepticismo, ya que, como señalamos más arriba, el uso corriente de dicho término puede llevarnos a engaño, haciéndonos olvidar que hace referencia a una tradición filosófica y literaria particularmente rica y compleja. En primer lugar, debemos tener en cuenta que la obsesión de la modernidad por la epistemología ha empobrecido nuestra concepción de la filosofía, en general, y de la filosofía escéptica, en particular, reduciéndolas a una mera teoría del conocimiento filosófico-científico, cuando lo cierto es que existen muchas 143

otras modalidades de conocimiento susceptibles de ser consideradas por el escepticismo. Es necesario, pues, ampliar el alcance semántico del escepticismo, tomando conciencia de que este no sólo considera que el ser humano es incapaz de acceder a ningún tipo de certeza en el ámbito del conocimiento filosófico-científico, sino tampoco en cualquier otro ámbito susceptible de ser conocido o, mejor dicho, ignorado. Bajo esta luz, el escepticismo deja de aparecérsenos como una escuela filosófica especializada y técnica que apenas tiene qué decir frente a una ciencia triunfante – que, además, lo habría fagocitado, al incorporar sus postulados básicos como parte de su sentido común–, para revelársenos como una de las principales corrientes del pensamiento occidental, que aún tiene mucho que decir sobre nuestra capacidad para discernir entre el bien y el mal, la belleza y la fealdad, o para establecer nuestra identidad personal o colectiva. Así, el «¿qué sé yo?» con el que Montaigne condensa el escepticismo pirrónico incluye el «¿qué sé yo quién soy?», que, según las circunstancias, se concretará en un «¿qué sé yo si soy católico o protestante, civilizado o bárbaro, irlandés o británico? » Dudas que, a su vez, implican el «¿qué sé yo qué hacer?», esto es, «¿qué sé yo si bautizarme o no, si apoyar el colonialismo o criticarlo, si ser nacionalista irlandés, británico o apátrida?» Frente a todos estos temas, las pretendidas certezas de la ciencia moderna se desvanecen y el escepticismo como teoría y práctica de la incertidumbre recobra toda su importancia. El hecho de que la duda acerca de las capacidades cognitivas del hombre afecte a todos los ámbitos de su existencia nos ayuda a ver y a explicar que el escepticismo sea uno de los pilares fundamentales de la literatura universal. Prueba de ello es que la mayor parte de lo que llamamos «clásicos» presentan una fuerte impronta escéptica. Tal es el caso de las obras de Petrarca, Erasmo, Rabelais, Shakespeare, Cervantes, Chesterton, Stevenson, Machado de Assis o Borges, entre muchas otras, que se construyen sobre la intuición fundamental de que no podemos saber con certeza ni qué es el mundo, ni quiénes somos, ni cómo debemos actuar. En sus dos mil quinientos años de vida, el escepticismo ha adoptado muy diversas formas. Con todo, el núcleo doctrinal del escepticismo, que se fijó en la Grecia del siglo IV a.C., permanece intacto. Recordemos brevemente que este nació como una filosofía práctica, esto es, como una filosofía cuyo objetivo no era la especulación filosófica, sino la búsqueda de una vía de acceso a la felicidad y la bondad. Los primeros escépticos consideraron que la pretensión de conocimiento, en su doble significado de aspirar a conocer algo y de considerar que se conoce algo, genera tanto una ansiedad innecesaria, que lleva a la infelicidad, como un furor afirmativo, que lleva al fanatismo. Con el objetivo de retirar ese obstáculo en la vía hacia la vida buena y la buena vida, que consideraban indiscernibles, el escepticismo busca convencer al hombre de la imposibilidad de todo conocimiento. Tras un primer momento destructivo, en el que los escépticos buscan hacernos desesperar de la fiabilidad de nuestra razón y sentidos, así como de la verdad de 144

disciplinas, teorías y conceptos como los de «causa», «Dios», «nación» o «identidad personal», que consideran ficciones o fantasías, los escépticos buscan enseñarnos a vivir en la incertidumbre. Así, desesperar del conocimiento no es más que la noche que el hombre debe atravesar para llegar a la aurora de la suspensión de juicio (epoche), gracias a la cual se verá inmune a las irresolubles e innecesarias angustias que pesan sobre el ser humano (apathia), llegando, de este modo, a una felicidad concebida en términos de tranquilidad (ataraxia), que implica también una bondad entendida en términos de tolerancia. Una vez expuesto el núcleo doctrinal del escepticismo, recordemos que, mientras en la obra de Jorge Luis Borges la huella de esta doctrina se explicita en citas, referencias y argumentos, en la obra de Mario Vargas Llosa dicha influencia resulta menos evidente, pues la desconfianza hacia nuestras capacidades cognitivas no se expresa de una manera expositiva, sino, antes bien, narrativa, metafórica o simbólica. Por otra parte, mientras que la obra del argentino se ocupa fundamentalmente de la imposibilidad del conocimiento filosófico o científico, la del peruano, más práctica que especulativa, se interesa, más bien, por la imposibilidad del conocimiento ético o identitario. 2. El escepticismo en El sueño del celta Dice Borges al hablar de Michel de Montaigne, máxima figura del escepticismo moderno, que seguir «la multiplicación de su linaje por toda Europa, sería reescribir la historia de la literatura» (Borges 2003: 38). Esa es, precisamente, la sensación que tiene el lector al leer el epígrafe de El sueño del celta, una cita de Motivos de Proteo, de José Enrique Rodó, que bien podría ser una mera traducción de algún pasaje de los Ensayos de Montaigne: Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes. (cit. en Vargas Llosa, 2010: 9)

Independientemente de su filiación exacta, lo que nos importa, por el momento, es que este epígrafe, que, de algún modo, busca cifrar el significado general de la obra que introduce, muestra un escepticismo total acerca de las capacidades del ser humano para conocer su propia identidad personal. Esa es, precisamente, la tragedia del protagonista, Roger Casement, cuyas sucesivas mudas de piel no dejarán a la luz el hueso de una identidad esencial, sino, antes bien, el vacío que las cebollas guardan bajo incontables capas de piel. Para empezar, Mario Vargas Llosa iniciará la biografía de Roger Casement poniendo de manifiesto el contraste entre las precisas informaciones con que suele iniciarse toda biografía y el irreparable desconocimiento que el biografiado 145

tiene respecto de las circunstancias de su nacimiento: «De su nacimiento, el 1 de septiembre de 1864, en Doyle’s Cottage, Lawson Terrace, en el suburbio Sandycove de Dublín, no recordaba nada, claro está» (Vargas Llosa 2010: 18). Un desconocimiento nada baladí, ya que lo dejará a la merced de los delirios identitarios de sus mayores. Así, a pesar de haber nacido en Dublín, su padre le inculcará que «su verdadera cuna» estaba «en el Ulster, la Irlanda protestante y probritánica» (18), mientras que su madre lo bautizará como católico, a escondidas, un verano, hecho del que tendrá un vago recuerdo que sólo podrá confirmar durante sus últimos días de vida –«Figura en el libro de registros» (125)–. Este hecho será enormemente significativo para Roger Casement, debido a las estrechas relaciones que la religión católica y el nacionalismo irlandés mantuvieron en el contexto en el que este vivió. Sin embargo, la armonía identitaria que parecerá haber alcanzado gracias a esta revelación –«se sentía más en consonancia consigo mismo, con su madre, con Irlanda» (125)– no será más que aparente, ya que, de un lado, no elimina el hecho de que viviese toda su vida engañado –«No necesita ser recibido de nuevo en la Iglesia católica. Siempre estuvo en ella.» (125)–, y, del otro, no impedirá que sea considerado como un traidor por el nacionalismo irlandés y como un degenerado por católicos y protestantes. Existe cierta ironía trágica en el hecho de que, como reflexiona el mismo Casement en la novela, su «primera comunión» sea también su «viático» (445). Es como si la comunión con uno mismo, a la que parece apuntar el id del término «identidad», fuese imposible, ya que nuestro autoconocimiento, como la lechuza de Minerva, que no alza el vuelo hasta el anochecer, no puede realizarse más que cuando nuestra vida ha acabado, mostrándosenos, en muchas ocasiones, como un engaño permanente. No es extraño, ciertamente, que exista una estrecha relación entre el escepticismo y la tragedia, donde los protagonistas no tienen modo alguno de averiguar su propia identidad ni de discernir entre el bien y el mal. De algún modo, El sueño del celta revisitaría el escéptico cierre del Edipo Rey, de Sófocles, según el cual «nadie considere feliz a quien todavía tiene que morir, sino que se le debe examinar con toda atención todos los días de su vida incluido el último en el que vea la luz, hasta que franquee el límite de su vida sin haber sufrido nada doloroso» (Sófocles: 238). Señalemos, asimismo, que el modo en que Vargas Llosa inicia la biografía de Roger Casement sigue exactamente el mismo esquema que el célebre inicio de la Autobiografía de Chesterton, otra figura principal de la literatura escéptica: Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia Anglicana en la pequeña iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que dominaba aquella colina. (Chesterton 2003: 7)

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No deja de ser interesante que el capítulo al que pertenece este fragmento se titule «Testimonio de oídas», ya que dicha expresión está estrechamente relacionada con la historia de Latinoamérica, en particular, y de todas las excolonias, en general, de las que podemos decir que tampoco recuerdan directamente su propio nacimiento, ya que este fue narrado, y en buena medida inventado, por sus respectivas metrópolis. Cabe añadir que Roger Casement no sólo partirá de una indefinición identitaria nacional y religiosa, sino también sexual. Para empezar, durante su juventud, Casement se autoengañará forzándose a creer que su interés por los jóvenes es una mera cuestión estética. Y aunque más adelante, si bien es cierto que Vargas Llosa no desarrolla demasiado esta cuestión, Roger Casement mantuvo relaciones con otros hombres, no queda demasiado claro si estas fueron reales o ficticias, ni parece que asumiese con decisión su identidad sexual, ya fuese por su condición católica, ya fuese porque en aquel momento no existiese una tematización y reivindicación clara de dicha condición. Todo hará de Roger Casement un desubicado que siempre se sintió «algo extranjero» en «la casa solar de los Casement» (Vargas Llosa 2010: 23), que «hablaba un inglés marcado por un deje irlandés, motivo de bromas entre sus primos» (25), y al que le costará «intimar con nadie, debido a su manera de ser retraída y sus costumbres austeras» (25). Tanto es así que su encierro en Pentonville Prison, donde permanecerá aislado y sin noticia del mundo exterior, cobrará una significación simbólica que parece apuntar a la condición desubicada e ignara del hombre. A la prisión «no llegan noticias de fuera» (68), ni siquiera tiene la ocasión de saber qué hora es (13), hecho que lo angustia (367) y al que no logra acostumbrarse. Por otra parte, los carceleros tienen orden de no dirigirle la palabra (68), lo que llega a provocarle la sensación de que «no se trataba de él, era otro de quien hablaban, otro a quien le ocurrían estas cosas» (16). En la prisión, la incertidumbre llegará a afectar a los aspectos más insignificantes de la realidad, hasta el punto de que, «obedeciendo a inexplicables razones, el desayuno cambiaba de té a café o de éste a té con frecuencia» (373). No es extraño, pues, que Casement llegue a considerar que la palabra «desterrado» sea «la palabra que mejor describía lo que se había sentido siempre, en Escocia, en Inglaterra, en el África, en el Brasil, en Iquitos, en el Putumayo». (375) Casement llegará a darle una significación religiosa, prácticamente metafísica, a esa desubicación, merced a las reflexiones de Tomás de Kempist acerca del destierro terrenal en el que, según cierto cristianismo de corte medievalizante, viven los hombres: No se había sentido nunca de ninguna parte porque ésa era la condición humana: el destierro en este valle de lágrimas, destino transitorio hasta que con la muerte y el más allá hombres y mujeres volverían al redil, a su fuente nutricia, a donde vivirían toda la eternidad. (375)

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Resulta curioso que Casement relacione esa desubicación de corte cosmopolita con la religión, ya que, como veremos, también el nacionalismo, que no deja de ser la postura opuesta, la ubicación total, se presenta estrechamente unido a la religión. Esta será una de las muchas antinomias identitarias sobre las que El sueño del celta ahondará. Ciertamente, la ironía trágica que surge de la visión de un personaje que ignora el verdadero significado de lo que es y de lo que hace es una constante en la vida de Roger Casement. También Borges insistirá «en la idea de que el hombre desconoce su verdadero ser» (Barrenechea 1967: 93) y poblará su obra de personajes que creyeron ser una cosa cuando en realidad fueron otra. Tal será el caso, por ejemplo, de Jonathan Swift, «que al escribir Los viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños» (Borges, 1999: Discusión, I, 273) o de Léon Bloy, que creyéndose un católico riguroso, «fue un continuador de los cabalistas y hermano secreto de heresiarcas como Swedenborg y Blake (Borges 1999: Otras inquisiciones, II, 100). También la vida de Roger Casement está atravesada por esta ignorancia íntima. Valga como prueba el hecho de que se pasase ocho años trabajando en el Congo belga, convencido de «estar haciendo una obra que beneficiaría por igual a europeos y africanos». (Vargas Llosa 2010: 60) Años más tarde, Casement se ruborizará «pensando en lo ciego que había sido» (38) y llegará a pensar que su ceguera fue voluntaria –«No me daba cuenta porque no quería darme cuenta», pensó» (39)–. Otro hecho irónico en El sueño del celta es que los indios que Casement ayudará a escapar del Amazonas, con grandes esfuerzos y convencido de la bondad de su acción, Omarino y Arédomi, «le rogaban a diario: regresarlos a la Amazonía», porque en Europa se sentían «siempre como forasteros exóticos». (293) La lección que Casement extraerá de este hecho es de corte claramente escéptico y de tono muy montaigneano, pues, como señala el narrador, le llevará a pensar «sobre lo paradójica e inapresable que era el alma humana» (293). También resulta irónico en la novela que un nacionalista irlandés con «facilidad para los idiomas» sea, luego, incapaz no sólo de aprender a hablar el gaélico, sino incluso de «entenderlo cabalmente» (61). En numerosos momentos de la novela, Roger Casement se preguntará «¿Por qué tenía tanta dificultad para aprender esa lengua de los celtas con quienes tanto quería identificarse?» (384) y llegará a desear que le conmuten la pena sólo para tener la oportunidad de aprender el irlandés antes de morir. (69) En otra ocasión, como si de una tragedia griega se tratase, Casement escuchará a los contadores de cuentos y los coros irlandeses «sin entender lo que decían» (143). Tampoco deja de ser irónico que un nacionalista como Casement, que tiende a magnificar los lazos culturalmente construidos de la nacionalidad, sienta como a un extraño a su hermano, con quien lo une un lazo más sólido y objetivo. Es curioso que, tras afirmar que su viaje a Suráfrica sirvió «para constatar que eran 148

dos extraños», el narrador indique que «salvo el parentesco sanguíneo, no existía entre ambos nada en común» (381), ya que para un nacionalista como Casement el «parentesco sanguíneo» resulta un aspecto fundamental de las relaciones humanas. Pero en El sueño del celta ni sólo Roger Casement ignora, ni la ignorancia se reduce exclusivamente a la cuestión de la propia identidad, sino que todos lo ignoran prácticamente todo. La población africana, por ejemplo, «no entendía lo que le ocurría» (51), y cuando alguno se animaba a quejarse, no se quejaba «de lo principal», esto es, «¿con qué derecho habían venido esos forasteros a invadirlos, explotarlos y maltratarlos?», pues sólo tenía en cuenta «lo inmediato: las cuotas» (98). Asimismo, numerosos comerciantes morirán en África «debido a su desconocimiento de la selva» (51) y las gentes de Iquitos «vivían dentro de un sistema en el que ya era prácticamente imposible distinguir lo falso de lo cierto». (304) Tanto es así que la afirmación de que «la palabra “certeza” no parecía tener arraigo firme en el suelo de Iquitos» (309) es perfectamente extrapolable al resto del mundo, ya que, por un lado, Casement ve en la Amazonía y en el Congo «el mismo desprecio de la verdad» (174) y, por el otro, las raíces profundas de ese sistema se hallan en Londres y, en última instancia, en todo el mundo, mediante las participaciones en bolsa. La imposibilidad de conocer surge también del estado de alteración mental en el que vive el protagonista, quien olvidará destruir las pruebas que lo inculparían como conspirador antibritánico por «su calamitoso estado físico y psicológico», en el que ve «los primeros síntomas de locura», como «ya le había ocurrido antes, en el Congo y en la selva amazónica» (277). Ciertamente, la vida de Roger Casement es un continuo de ansiedades y ataques de nervios que le impiden conocer cabalmente quién es, qué hace y qué sucede a su alrededor. Estado que, nuevamente, no se reduce a su caso particular, sino que afecta a todos los personajes, sugiriendo que nunca el hombre puede alcanzar una visión objetiva de lo que sucede en el mundo. De esta suma de ignorancias surge la imposibilidad de acceder a la verdad histórica de los hechos. Que todo historiador sea, de algún modo, juez y parte impide que la historia sea objetiva. Siempre existirá algún tipo de interés, inclinación o parcialidad que nos impida llegar a la verdad. Tal es el caso, por ejemplo, de la campaña de descrédito iniciada por Gran Bretaña contra Roger Casement, que no sólo procede por selección y énfasis –«¿Conseguiría la campaña que lo llamaba degenerado y traidor borrar todo lo demás?» (78)–, sino también, directamente, por la mentira y el engaño: «¡Así se escribía la Historia! Él, que vino a tratar de atajar el Alzamiento, convertido en su líder por obra del despiste británico. (…) ¡Una campaña para hundir en la ignominia a un líder supremo que nunca fue ni quiso ser!» (274) Hecho que lo llevará a realizar una reflexión escéptica de manifiesto sabor borgeano: «Eso era la historia, una rama de la fabulación que pretendía ser ciencia» (274). 149

Lo mismo sucederá con las guerras de cifras sobre el número de víctimas provocadas por la Conquista de América o las explotaciones de caucho en el Congo Belga y en la Amazonía. Así, Roger Casement no logrará tener certeza sobre el número de indígenas que vivían en el Putumayo antes de la llegada de la Peruvian Amazon Company –«No había estadísticas serias, lo que se había escrito al respecto era vago, las cifras diferían mucho de una a otra.» (247)–, lo que le impide hacerse una idea cierta del impacto que dicha empresa tuvo en la población de la zona. Pero no sólo la parcialidad de los historiadores es causa de la inaccesibilidad de la verdad histórica, sino también la de los mismos protagonistas históricos, que siempre carecen de perspectiva para captar globalmente los hechos sucedidos, provocando, de este modo, que existan infinitas versiones de un mismo hecho histórico: [Había] muchas versiones sobre lo que se vivió en Dublín y algunas otras ciudades de Irlanda la semana del Alzamiento –cosas contradictorias, hechos mezclados con fantasías, mitos, realidades y exageraciones e invenciones, como ocurría cuando algún acontecimiento soliviantaba a todo un pueblo–. (347)

Pero la verdad histórica no es sólo inaccesible debido a la inevitable parcialidad de los historiadores, sino también debido al carácter caótico, inextricable y muchas veces absurdo del devenir histórico. ¿Sería así toda la Historia? ¿La que se aprendía en el colegio? ¿La escrita por los historiadores? Una fabricación más o menos idílica, racional y coherente de lo que en la realidad cruda y dura había sido una caótica y arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples, que habían ido provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos, siempre inesperados y sorprendentes respecto a lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas. (130)

Todas estas reflexiones se verán acompañadas por un estilo escéptico, caracterizado por el cuestionamiento de la omnisciencia del narrador –«Nadie sabía con certeza su nacionalidad –se decía que era peruano, boliviano o inglés…» (233)–, por la vacilación narrativa –«¿tenía cinco, seis años? » (20)–, por la vacilación terminológica –el puerto negrero Boma, que «se llamaba entonces Mboma» (36), el «desaparecido reino del Kongo», convertido por los belgas en el Estado Independiente del Congo (36)– o por la abundancia de preguntas sin respuesta –«¿Tendría que pagar por todo aquello que no hizo, que sólo deseó y escribió?» (375); «¿Tan terrible [es lo que pasa en el Amazonas] como el Congo de Leopoldo II, entonces?», a lo que Casement responderá que le «parece obsceno establecer jerarquías entre crímenes de esa magnitud» (259); «¿Le hago daño?» le preguntará el verdugo al atarle las manos a la espalda, segundos antes de ejecutarlo–. 150

Pero la literatura escéptica no sólo pretende evidenciar la imposibilidad de acceder a todo tipo de verdad –identitaria, histórica, metafísica–, sino también criticar todo tipo de dogmatismo. Las obras escépticas suelen escenificar la humillación de un personaje dogmático que cree tener o poder alcanzar alguna certeza. El ejemplo paradigmático sería el Quijote, de Cervantes, cuyo «problema central», estudiado brillantemente por Maureen Ihrie, «es de qué modo la realidad es percibida y qué consecuencias conlleva dicha percepción» (1982: 30). Ciertamente, el Quijote puede ser visto como una parodia del hombre o el filósofo dogmático (Ihrie 1982: 31), que se caracterizaría por basar sus convicciones en lecturas y autoridades antes que en observaciones o razonamientos –«esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo» (I, x)–; por considerar que posee la verdad absoluta y esencial de las cosas, en general, y de su propia identidad, en particular –«Yo sé quién soy, respondió Don Quijote» (I, v)–; y por elaborar un estricto sistema de clasificación y etiquetado que defenderá celosa y violentamente –«Todo el mundo se tenga, si no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso» (I, iv)–. Las desventuras de don Quijote pueden ser vistas, en parte, como la purga del hombre dogmático propuesta por un Cervantes fuertemente inspirado por escépticos como Erasmo, Montaigne, Francisco Sánchez y Huarte de San Juan, y totalmente contrario a la dogmatización y fanatización religiosa que sufrió Europa durante la segunda mitad del siglo XVI. Este será el esquema de la mayor parte de los relatos de Borges, tal y como estudié en mi libro Que nada se sabe: El escepticismo en la obra de Jorge Luis Borges (2011), así como de muchas de las obras de la etapa «escéptica» de Vargas Llosa, como, por ejemplo, La guerra del fin del mundo, El paraíso en la otra esquina, El sueño del celta o buena parte del ensayo La tentación de lo imposible.68 En lo que respecta a El sueño del celta, nos encontramos con que Roger Casement es un hombre dogmático que a pesar de sus sucesivas transformaciones, propiciadas normalmente por sus quijotescos choques con la realidad, siempre se muestra convencido de conocer el verdadero significado de sus acciones, si bien, poco a poco, cierta duda y circunspección acabarán instalándose en su espíritu. El primer dogmatismo de Roger Casement es el de la civilización y el progreso. No es extraño, pues, que el narrador nos informe de que Casement partió al África «de una manera exaltada y, según le dijo su tío Edward, “como esos cruzados que en la Edad Media partían al Oriente a liberar Jerusalén.”» (27) Como veremos más adelante, la imagen de los cruzados va a funcionar en diversas ocasiones como símbolo del fanatismo. (390 y 420) El lector puede hallar más información acerca de este aspecto en mis artículos «Novela y escepticismo en el Quijote de Cervantes y en La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa» y «Literatura e ideología en la Guerra del fin del mundo de Vargas Llosa». 68

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Vargas Llosa utilizará un léxico de corte religioso para subrayar el carácter dogmático de las convicciones civilizatorias de Roger Casement. Tal y como nos indica el narrador, Casement «creía profundamente en todo aquello, cuando, con veinte años de edad, llegó al continente negro» (35). Tanto es así que Casement creerá en una «santísima trinidad personal de las tres “C”s» formada por el cristianismo, la civilización y el comercio (43). Así, el pecado de Roger Casement, a diferencia del de muchos de sus compañeros de colonización, no es el de la ambición o la crueldad, sino el de un dogmatismo idealista que le llevará a desatender la realidad durante más de ocho años: «no había venido al África soñando con hacerse rico, sino movido por cosas incomprensibles como traer el progreso a los salvajes» (46). Ciertamente, tal y como señala el narrador, «la vida africana le fue mostrando que las cosas no eran tan claras como la teoría» (44), pero tardará en convencerse ocho años, durante los cuales cerrará los ojos a la realidad con tal de no violentar sus propias creencias, que es, exactamente, lo mismo que hace don Quijote, el príncipe de los dogmáticos. Del mismo modo que, según dice el narrador al comienzo de la novela, los viajes de los descubridores «volatilizan los mitos» (19), los viajes de Roger Casement volatilizarán el mito del progreso y la civilización. Pero, como buen dogmático, Casement no renunciará al más importante de sus mitos: el convencimiento de que la realidad es cognoscible y que él posee dicho conocimiento. Así, de creer que la colonización es perfecta, Casement pasará a considerarla el peor de los males, cuando todo a su alrededor parece indicar que la realidad es mucho más compleja. Ciertamente, Vargas Llosa no busca justificar las brutalidades del colonialismo, sino sólo mostrarnos que el debate acerca de la civilización y la barbarie, es irresoluble y que, quizás, como él hace narrativamente, debamos ser prudentes o, incluso, suspender el juicio al respecto. Como si buscase equilibrar los platos de una balanza, que es precisamente la enseña que Montaigne escoge para simbolizar su escéptica voluntad de irresolución, Vargas Llosa irá haciendo que los diferentes personajes de El sueño del celta vayan exponiendo argumentos a favor y en contra de la idea de la civilización y de la conveniencia de su exportación mediante el comercio. Ciertamente, muchos de los argumentos que se exponen a favor de la civilización y el comercio están manchados por el cinismo de los personajes que los expresan. Tal será el caso, por ejemplo, de Victor Israel, quien afirmará que el propietario de la Peruvian Amazon Company, Julio C Arana «estaba sacando a la Amazonía del salvajismo e integrándola al mundo moderno.» (204) o de Rey Lama, quien considerará que «si ahora hay vida comercial allá, trabajo, un comienzo de modernidad, se debe a Julio C. Arana y sus hermanos» (168). Pero ni la constatación de la mala fe de estos personajes, ni la afirmación de Casement, quien dice tener «un concepto distinto de lo que es civilización» (207), eliminan el núcleo del problema, que se pregunta si los bienes que el progreso promete compensan los males que su persecución genera. No hablamos solamente 152

de los abusos de la «mission civilisatrice», sino también de su coste moral, cultural, ecológico, o, incluso, metafísico, ya que la ruptura de las fronteras geográficas, sociales y ontológicas que implica el «progreso» amenaza con dejar al hombre frente a un mundo mudo en el que no es posible hallar líneas ontológicas o naturales gracias a las cuales orientarnos. No es extraño que el tema llegue a plantearse en términos teológicos, ya que, del mismo modo que la existencia de un Dios omnipotente y bondadoso plantea el problema de la existencia del mal del mundo, la creencia en el progreso y la civilización plantea el problema del mal de la colonización. Las armonías entre ambos planos son constantes en El sueño del celta. Roger Casement se preguntará en cierta ocasión «¿Cómo puede permitir Dios que ocurran cosas así?» (131), a lo que el padre Carey responderá con el escepticismo teológico propio del libro de Job, del Eclesiastés o de la teología negativa o apofática: «Es difícil comprender ciertas cosas, desde luego. Nuestra capacidad de comprensión es limitada. Somos falibles, imperfectos» (132). Asimismo, en una de sus conversaciones con Edmund D. Morel, Roger Casement apuntará a la imposibilidad de comprensión racional del mal, lo que le llevará a buscar una explicación de otro tipo en la religión: Cuando se agotan las explicaciones históricas, sociológicas, psicológicas, culturales, queda todavía un vasto campo en la tiniebla para llegar a la raíz de la maldad de los seres humanos, Bulldog. Si lo quieres entender, hay un solo camino: dejar de razonar y acudir a la religión: eso es el pecado original. (196)

Pero aunque Casement se refugie en la religión, el problema central sigue sin resolver. ¿Acaso el advenimiento de esa divinidad moderna que es el progreso explica y justifica el mal de la colonización? No hace falta señalar que se trata exactamente de la misma cuestión que preocupó durante siglos a los teólogos que reflexionaban acerca de los males terrenales y los bienes celestiales que implicaban las cruzadas a Tierra Santa y la conquista del Nuevo Mundo. En lo que respecta a El sueño del celta, la duda acaba prevaleciendo, tal y como sugiere el hecho de que tras el cierre de la Peruvian Amazon Company, y el fin de tantos males, la principal ciudad de la región hiciese «un viaje hacia atrás en el tiempo» y que «en pocos años» volviese a ser «un pueblo perdido y olvidado en el corazón de la llanura amazónica» (336). Un viaje en el tiempo que, desde la perspectiva divinizadora del progreso tiene algo de caída en los infiernos, de pérdida, incluso, de la misma alma humana: «en un futuro no muy lejano toda huella humana habría sido borrada por la selva» (339). Sin embargo, el dogmático Roger Casement se mostrará inmune a todas estas vacilaciones tanto durante los ocho años en que creyó ciegamente en la misión civilizadora de Europa en el África, como durante el resto de su vida, en que se dedicó a luchar fervorosamente contra la civilización y el comercio en los que tanto había confiado. 153

Podemos ver una prueba tanto de su ceguera inicial como de su posterior fervor en el hecho de que a Casement le basten unas pocas conversaciones para convencer a Joseph Conrad de lo que él mismo había tardado tantos años en ver: «Usted me ha desvirgado, Casement –dirá Joseph Conrad en la novela–. Sobre Leopold II, sobre el Estado Independiente del Congo. Acaso, sobre la vida» (73). No podemos dejar de ver cierta ironía en el hecho de que Conrad le diga a Casement que «merecía ser llamado ‘el Bartolomé de las Casas británico’.» (74) Y no nos referimos tanto al hecho de que la conversión del dominico también fuese tardía, como al hecho de que propusiese, en cierta ocasión, la importación al Nuevo Mundo de africanos con el objetivo de sustituir a los indios como fuerza de trabajo. Joseph Conrad no sólo se percatará más rápidamente que el protagonista de El sueño del celta de lo que sucede en el Congo, sino que, además, saldrá más profundamente transformado. El mismo Conrad afirmará que, antes de ir al Congo, «no era más que un pobre animal», frase que impresionará a Roger Casement, que, «sin entenderla del todo», considerará que significa que las cosas que aquel vivió durante los seis meses que pasó en el Congo «le despertaron inquietudes más profundas y trascendentes sobre la condición humana, sobre el pecado original, sobre el mal, sobre la Historia» (78). Al pensar Roger Casement que su experiencia en el Congo también lo «convirtió en otro hombre, más lúcido y realista de lo que había sido antes» (80), se equivoca, puesto que, por un lado, adoptará una posición simétricamente opuesta, pero igualmente dogmática, respecto de la civilización, y, del otro lado, sustituirá el dios de la civilización por el dios de la nación irlandesa, en el que creerá con el mismo fanatismo con el que creyó en la civilización del Congo Belga. No es improbable que todo esto esté relacionado con el hecho de que Roger Casement fuese un mal poeta (32), mientras que Conrad fuese uno de los grandes novelistas del siglo XX. Pero lo que nos interesa ahora es ver de qué modo, en su metamorfosis –tenía la sensación «de estar mudando de piel» (122)– de colonizador a nacionalista, Roger Casement no variará en lo esencial, pues seguirá siendo un dogmático que considera tener la verdad o que, al menos, se cree preparado para obtenerla: «Ahora que, gracias al Congo había descubierto a Irlanda, quería ser un irlandés de verdad, conocer su país, apropiarse de su tradición, de su historia y su cultura» (120). No es extraño, pues, que el narrador afirme que el nacionalismo irlandés fue «la última de sus pasiones, la más intensa, la más recalcitrante» (77). El mismo Roger Casement hablará de su excesiva vehemencia nacionalista –«Dicen que los convertidos somos los peores. Me lo han reprochado siempre mis amigos. Ser demasiado apasionado» (134)–, llegando a preguntarse incluso si ha caído en el fanatismo –«¿Me estoy volviendo un fanático?», se preguntaría desde entonces, a veces, con alarma» (388)–. Hecho que parece confirmar que Casement sintiese «gran simpatía por este cruzado radical e intransigente del gaélico y la independencia que era Pearse» 154

(390), cuya intolerancia le llevará a considerar «traidor a William Butler Yeats – del que más tarde sería admirador sin reservas– por escribir en inglés» (390), y a afirmar, en un ensayo, que «así como la sangre de los mártires fue la semilla del cristianismo, la de los patriotas será la semilla de nuestra libertad»; frase que Casement encuentra bella, a pesar de intuir los peligros que encierra –«Pero ¿no había en ella algo ominoso?» (391) –. Asimismo, como sucede con el «yo sé quién soy» de don Quijote, de resonancias bíblicas, Roger Casement afirmará en múltiples ocasiones su identidad irlandesa: «Mi patria es Irlanda» (28), «Como irlandés que soy, odio al Imperio británico» (123), «–No soy inglés, sino irlandés» (317). El dogmatismo llevará a Casement de un extremo a otro. Así, tras decir que Inglaterra es «un país que he llegado a odiar tanto como lo quise y admiré de joven» (133), el narrador nos informará de que «con la misma vehemencia con que había admirado a Alemania, comenzó a sentir por este país un desagrado que se fue convirtiendo en un odio semejante, o acaso mayor, que el que le inspiraba Inglaterra» (430). Incluso su amigo Herbert Ward, que «había mostrado al principio simpatía por la conversión nacionalista de Roger, aunque a menudo en sus cartas le bromeaba sobre los peligros del ‘fanatismo patriótico’» (184), acabará sintiéndose preocupado por su violenta intolerancia: «Antes, dabas razones, Roger. Ahora sólo vociferas con odio contra un país que es el tuyo también, el de tus padres y hermanos» (388). Cabe señalar, sin embargo, que el mismo Herbert Ward se dejará llevar tentar por la epidemia patriótica que atravesará Europa durante la Primera Guerra Mundial, lo que le llevará a romper su amistad con Roger Casement y a no apoyarle cuando este se halle al borde de la muerte: «Sin embargo, ese ciudadano del mundo, como Herbert gustaba llamarse, ante la violencia desmesurada de la guerra mundial había reaccionado refugiándose también en el patriotismo como tantos millones de europeos» (345). Ciertamente, Casement tiene razón cuando afirma que Ward y Morel no firmaron la petición de conmutación de su condena a muerte porque «el patriotismo cegaba su lucidez» (197), pero olvida que lo cegaba tanto como le cegó a él durante buena parte de su vida. De este modo, como leemos en «Los teólogos» de Borges, por muy opuestas que sean las ideas de los dogmáticos, a los ojos de Dios, esto es, en lo esencial, son la misma persona, pues su verdadera identidad no radica tanto en las circunstancias de su adscripción, como en el dogmatismo de su convicción. Roger Casement está convencido de que conoce la verdadera identidad de Irlanda. Según él, el Congo, donde, no lo olvidemos, pasó ocho años sin comprender lo que estaba pasando, «me ha servido para descubrir a mi propio país. Para entender su situación, su destino, su realidad» (109). Y su realidad es que «Irlanda [es] una colonia, como el Congo» (110), y que «los irlandeses son como los huitotos, los boras, los andoques y los munanes del Putumayo» (239). Tanto es así que llegará a hablar como los indígenas cuando afirme que quiere evitar que Irlanda acabe por 155

«‘perder el alma’ a causa de la colonización, como les había pasado a huitotos, boras y demás infelices del Putumayo» (257). Es interesante ver que Casement no se preocupa tanto por el sufrimiento concreto de las personas, por el que no muestra sentir demasiada preocupación al participar en los tejemanejes de la Primera Guerra Mundial, como por la esencia, por el alma, de la nación irlandesa, en general. Ciertamente, Casement no es el único hombre dogmático que aparece en la novela, sino, más bien, un símbolo de una tendencia universal frente a la que muy pocos logran resistirse. Así, Leopoldo II, el artífice de una de las peores masacres del siglo XX, al que Casement tendrá ocasión de conocer, hablará «como un predicador inspirado […] de su empeño quijotesco y lo incomprendido que era por periodistas y políticos resentidos» (50). También los monjes trapenses que conocerá en el Congo llegaron «diecinueve años atrás» llenos de entusiasmo y «convencidos de que la empresa colonial iba a traer una vida digna a los africanos» (106). Por su parte, Plunkett será presentado como un fanático tanto en lo que respecta a sus creencias religiosas como en lo que respecta a sus creencias nacionales: [Su cristianismo] es el de esos cristianos que morían en los circos romanos devorados por las fieras. Pero, también, el de los cruzados que reconquistaron Jerusalén matando a todos los impíos judíos y musulmanes que encontraron, incluidas mujeres y niños. El mismo celo ardiente, la misma glorificación de la sangre y la guerra. (420)

Frente a la actitud dogmática e, incluso, fanática de todos estos personajes destaca la figura de George Bernard Shaw, «ese escéptico e incrédulo», «ese hombre que no creía en nada y despotricaba contra todo», y que no sólo «era un gran escritor», sino que «entre las grandes figuras intelectuales de Londres, pese a su escepticismo y sus crónicas contra el nacionalismo, nadie se había manifestado de manera más explícita y valiente en defensa de Roger Casement» (198). Asimismo, y de una forma un tanto irónica, la lectura de una obra fuertemente dogmática y un tanto oscurantista como es la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, le ofrecerá a Roger Casement numerosas exhortaciones de corte escéptico: Llevaba un buen rato leyendo y releyendo las máximas de Tomás de Kempis sobre la desconfianza hacia el saber que vuelve arrogantes a los seres humanos y la pérdida de tiempo que es «el mucho cavilar sobre cosas oscuras y misteriosas» cuya ignorancia ni siquiera se nos reprocharía en el juicio final, cuando sintió que la gran llave giraba en la cerradura y se abría la puerta de la celda. (373)

Pero la verdadera lección escéptica que Roger Casement recibirá será, como en el caso de don Quijote, el doloroso y permanente choque contra una realidad que sus ideas le impiden ver en un inicio. Uno de los más importantes será el choque contra la realidad africana, frente a la que había estado ocho años sin ser «cabalmente consciente» (52). También el regreso voluntario al Amazonas de los dos indígenas 156

que creyó haber salvado para la civilización, será presentada como una «lección que le dio la realidad sobre lo paradójica e inapresable que era el alma humana» (293). Luego llegará el choque contra la compleja realidad político-cultural irlandesa, que culminará con el intento de linchamiento por parte de presos irlandeses a los que Casement trató de convencer para que luchasen contra Inglaterra del lado de los alemanes, con el objetivo de facilitar la independencia de Irlanda. Según nos informará el narrador, «aquel choque brutal con una realidad que no esperaba fue muy duro para Roger Casement» (186). En otra ocasión, en las «mismas horas, minutos, en que creía haber atrapado aquel fuego fatuo –la felicidad–, comenzaba la etapa más amarga de su vida» (408), lo que vuelve a recordarnos el escéptico cierre del Edipo Rey. Finalmente, poco antes de morir, Casement recordará, «avergonzado, que siempre había sido partidario de la pena de muerte» (28). Como sucederá con don Quijote, todos estos dolorosos choques con la realidad irán dejando sin dientes la beatífica sonrisa del dogmático, haciéndolo algo más prudente y circunspecto. Así, ya preso en la cárcel de Pentonville, Roger Casement preferirá no saber qué amigos no han firmado la petición de conmutación de su condena a muerte: «¿Para qué averiguar cosas sobre las que nada podía hacer y que sólo servirían para aumentar su amargura?» (69) Ciertamente, el escepticismo al que nos referimos no es el mal escepticismo del doctor Dickey, del que se dirá que «era fatalista y escéptico», lo cual lo llevará a un inmovilismo pesimista –«las cosas no cambiarían allí ni hoy ni en el futuro» (298)–, ni el mal escepticismo del cónsul Stirs, de actitud «fatalista y cínica» (156), quien llegará a afirmar que «vivir tantos años en la Amazonía me ha vuelto un poco escéptico sobre la idea de progreso» y que «en Iquitos, uno termina por no creer en nada de eso» (154). En un giro irónico, el cónsul Stirs llamará «fanático» a Roger Casement (152) y lo criticará indirectamente al arremeter contra Saldaña Roca, quien arriesgó y perdió su vida al denunciar los abusos que se estaban cometiendo en las caucherías del Putumayo: Era brusco, muy seguro de sí mismo. Con una de esas miradas fijas que tienen los creyentes y los fanáticos y que a mí, la verdad, me ponen siempre muy nervioso. Mi temperamento no va por ahí. No tengo gran admiración por los mártires, señor Casement. Ni por los héroes. Esas gentes que se inmolan por la verdad o la justicia a menudo hacen más daño del que quieren remediar. (152)

Este fragmento nos recuerda, inevitablemente, a la escena del muchacho apaleado del capítulo cuarto de la primera parte del Quijote. Poco después Casement será llamado burlonamente «justiciero». (204) Guante que el protagonista de El sueño del celta recogerá al afirmar que él es un «fanático de la justicia» (156). Dicha afirmación es, ciertamente, paradójica para un Vargas Llosa que, como dijimos más arriba, lo que más detestaba, después de la injusticia, era el dogmatismo. 157

(cit. en Labarthe, 1996: 179) Lo cierto es que aunque Vargas Llosa rechace todo tipo de dogmatismo, no puede evitar sentir simpatía por Roger Casement, quien se muestra dispuesto a arriesgarlo todo por lo que él considera justo en determinado momento. También el escéptico Cervantes no pudo evitar sentir simpatía por don Quijote, quien, a pesar de ser parodia de los dogmáticos y los fanáticos que poblaban la Europa de aquel momento, se nos muestra como un hombre generoso y amante de la justicia. También en La tentación de lo imposible se produce una cierta tensión entre el rechazo del dogmatismo ideológico de algunos de los personajes de Los miserables, de Victor Hugo, que Vargas Llosa busca enfriar con su ensayo, y la sincera emoción y admiración que este muestra sentir en las páginas finales de su ensayo por la fe ciega que esos mismos personajes tienen en la posibilidad de introducir cierta justicia en el mundo. Como Nietzsche, Vargas Llosa sabe que el deber del pensador no es sólo enfriar con escepticismo el sobrecalentamiento de las convicciones dogmáticas, sino también calentar con convicciones el sobreenfriamiento del desánimo y el cinismo. Quizás por esta razón Vargas Llosa se muestra escéptico con los dogmáticos y entusiasta con los indiferentes. Bibliografía Barrenechea, Ana María, La expresión de la irrealidad en la obra de Borges. Buenos Aires: Paidós, 1967. Borges, Jorge Luis, Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1999. - - -. Textos recobrados. (1956-1986), Buenos Aires: Emecé, 2003. Castany Prado, Bernat, «Literatura e ideología en la Guerra del fin del mundo de Vargas Llosa» en Babab, Número 27, Febrero 2005: http://www.babab.com/no27/vargasllosa. php - - -. «Novela y escepticismo en el Quijote de Cervantes y en La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa», en Cartaphilus, Revista de Investigación y Crítica Estética. Número 2, Septiembre, 2007. - - -. Que nada se sabe: El escepticismo en la obra de Jorge Luis Borge., Cuadernos de América Sin Nombre, Alicante, 2012. Chesterton, G. K. Autobiografía. Barcelona: El Acantilado, 2003. Ihrie, Maureen, Skepticism in Cervantes. Londres: Tamesis Books Limited, 1982. Labarthe, Joaquín, Cómo leer la novela. Universidad Iberoamericana, 1996. Sófocles, Edipo Rey, en Tragedias completas, Madrid: Cátedra, 1993: 177-238. Vargas Llosa, Mario, El sueño del celta. Madrid: Alfaguara, 2010. - - -. La guerra del fin del mundo. Barcelona: Seix Barral, 1981. - - -. La novela, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1968. - - -.La tentación de lo imposible, Madrid: Alfaguara, 2004.

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