EL ESCENARIO (EN LA INDEPENDENCIA)

September 18, 2017 | Autor: S. Aldana Rivera | Categoría: Historia Regional, Historia del Perú, Historia del Norte del Perú
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Descripción

EL ESCENARIO (EN LA INDEPENDENCIA)

Susana Aldana Rivera (Base de publicación? Ca. 1999)

Segunda mitad del siglo XVIII, del siglo de las luces y de los grandes cambios en la manera de pensar y de sentir de la gente. Como los europeos, los españoles americanos no fueron la excepción de la regla; ellos también comenzaron a darse cuenta de la necesidad de cambiar algunas situaciones, determinadas formas de vivir. Tenían un ejemplo muy cercano, una colonia inglesa que se había convertido en una joven República que desde 1776 tenía gran éxito en su manera de autogobernarse, los Estados Unidos de Norteamérica. Las ideas sobre el bien común coincidieron con otros ideales (libertad, igualdad y fraternidad) que legitimaron la Revolución francesa (1789) ante el pueblo francés y muchos otros espectadores, entre ellos los españoles americanos. Unos pocos, que serían los líderes de los movimientos separatistas, bebieron rápidamente de ese conjunto de ideales liberales pero fue de manera muy lenta que el grueso de los españoles americanos comenzaron a sentirse cada vez más americanos y menos españoles. Iniciaron así un largo y doloroso recorrido hacia su libertad: la independencia de la Corona española. Se ha dicho repetidamente que ese gran proceso echó raíces y tomó forma entre aproximadamente la década de 1780 y la de 1820, sin olvidarnos que la idea había ido germinando a lo largo de todo el siglo ilustrado, el siglo XVIII. No obstante, en esos cincuenta años las colonias españolas en América lucharon duramente contra el sistema establecido y se convirtieron en Repúblicas independientes que enfrentaron por sí mismas el reto del autogobierno. En adelante, éxitos y fracasos del conjunto de nuevos países se debió a la capacidad o a la incapacidad de sus propios gobernantes; claro que enmarcados por una lucha soterrada entre países europeos, principalmente Inglaterra, a la búsqueda del predominio de la escena internacional. Estas grandes convulsiones y grandes cambios no fueron tan sólo procesos sino un cúmulo de hechos que fueron vividos y sentidos por la gente de la época. Es más que probable que en su momento, ellos -como ahora nosotros- percibieran que se estaba modificando su estilo de vida pero que sólo pudieran aprehender y sobrellevar de mejor o peor modo las situaciones que los afectaba directamente. Ellos pasaron de escuchar sermones que bendecían al Rey y a la corona a sermones que o ensalzaban la libertad y la República o las satanizaban. Sin estar acostumbrados a un ejército real, comenzaron a verlo crecer cada día, tenían temor de la guerra y de las montoneras en particular, muchas veces buscaron refugio en los conventos o en las hacienda lejanas de

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las ciudades. En la vida diaria, las mujeres impusieron un sello particular al proceso que hizo que la independencia no fuera sólo un asunto de hombres en un campo de batalla. Se jugaba mucho en verdad: la vida y la muerte de la Colonia y de la República. Eran hombres y mujeres comunes que tenían que encontrar un espacio propio. Un escenario sobre el que se sucedían los grandes cambios de la historia y al que trataremos de describir acercándonos a tres grandes temas. El primero, la vida cotidiana y la formación de los espacios de opinión -tanto en el espacio físico que los rodeaba (cafés, plazas) como en el ideológico en sus variadas expresiones (música, arte). El segundo, la mujer, la formación social de las damas de élite, sus opciones de vida (convento o matrimonio) y su participación activa en el medio, sea como comerciantes, como partícipes de las guerrillas o dirigiendo activos salones literarios, reunión de futuros sediciosos. Finalmente, un breve esbozo del mundo religioso y el problema en torno a la iglesia nacional, la expulsión de los jesuítas como impulso no pensado para la formación de los ideólogos locales de la independencia y la actitud del clero doctrinero, íntimamente vinculado a la suerte del campesinado, nos permite completar ese suscinto escenario.

ALGUNOS TEMAS DE LA VIDA DIARIA. ¿Cómo era el cotidiano vivir de la gente de fines del siglo XVIII y sobre todo como fue ese vivir a principios del XIX cuando se comenzaron a producir todos esos hechos que desembocaron en la independencia? ¿Cómo se fueron creando espacios públicos particulares dentro de la vida colonial de fines del XVIII como para ir generando una opinión pública favorable en torno a la independencia? ¿Cómo vivieron el proceso militar en torno a 1821? En general, había una gran dispersión en el territorio a pesar que todos formaran parte del virreinato del Perú, a ello ayudaba el que las las comunicaciones fueran muy malas. Los sucesos que ocurrían eran vividos por la gente de cada lugar, eso no impedía no obstante que que los hechos ocurridos no llegaran a ser conocidos en la capital y en el resto del virreinato. La ayuda si llegaba, era por lo común bastante tardía, no sólo las distancias sino también los problemas en habilitarla y transportarla al lugar de los hechos. Si sucedía alguna desgracia como un terremoto o la presencia de los atemorizantes piratas se realizaban procesiones y rogativas; los males eran la muestra del castigo divino. La experiencia de los limeños se marcó con el devastador sismo de 1746 y se conocía de otros sucesos semejantes en diversos puntos del territorio como Arequipa (1785), Piura (1812), entre otros. Por su parte, aunque los piratas como William Dampier (1703), Woodes Rogers (1709), John Cliperton (1720), George Shelvocke (1720) o George Anson (1741) habían quedado atrás, el momento que se vivía a fines del XVIII y sobre todo principios del XIX propiciaba la

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presencia de otro tipo de "piratas": armadores ingleses y norteamericanos y uno que otro francés que cargaban mercadería en sus barcos por su cuenta y se dedicaban al contrabando con el territorio suramericano. Algunos jugarían un rol importante en el proceso de independencia, Guillermo Brown estaría presente en el ataque a Buenos Aires (1806) pero también amenazaría estas costas como para que se ordenase prepararlas para su defensa (1815). Más tarde, Basil Hall describiría paso a paso la situación del virreinato en el momento mismo de los hechos militares y Thomas Cochrane optaría por el lado patriota, se dedicaría a recorrer el mar peruano poniendo en jaque a los realistas aunque terminaría alejándose de este territorio desengañado de y desengañando a los patriotas. Salvo por la rebelión de Cochabambas (1730), las revueltas caracterizaron la segunda mitad del siglo XVIII; no obstante, la mayoría no rebasó los límites de la localidad en que ocurrían. La gente se amotinaba de manera casi espontánea sin un plan preestablecido -como se ha visto en la primera parte de este libro- fuera por el abuso en obrajes como Pichuichuro (Abancay, 1765) y Cacamarca (Vilcashuamán, 1774), en minas como Casapalca (Lima, 1777), o por otras situaciones como los repartos, las malas autoridades, los malos clérigos. Hubo revueltas muy grandes que fueron en verdad conatos de rebelión como la de los Barrios de Quito (1765) o la de los Comuneros de Zipaquirá (Colombia, 1781) pero sería recién el levantamiento de Tupac Amaru en el surandino secundado por Tupac Catari en el altiplano boliviano (1780), la Gran Rebelión que remecería los cimientos del gobierno virreinal.

El Correo. Para ese momento no existía una prensa escrita que circulara dentro de los confines del virreinato. El ramo de correos administrado por la familia Carbajal se encargaba mal que bien de la importación de periódicos, Mercurios, Correos, Gacetas y Diarios que circulaban en la metrópoli. Pero había una gran escasez de noticias locales, serias y ello sería motivo para que se buscara producir una prensa local como por ejemplo el Mercurio Peruano (1791). Sin embargo, no dejemos de lado que a pesar de la información, la gente se mantenía medianamente informada de los grandes sucesos. El correo funcionaba. Los administradores de Correo podían tener un sueldo como fue el caso de don Juan Joseph Arechabala que ganaba 780 pesos en la ciudad de Arequipa pero otros administradores podían tener un porcentaje sobre lo enviado; las regalías de don Bernardo Quevedo en Huancavelica ascendían al 25% de lo enviado. La correspondencia salía siempre en fechas pre-establecidas, fuera el servicio ordinario o el de una carrera importante como el correo general de Potosí. Tomemos el caso de Puno: el correo de esta ciudad para la del Cusco salía el día 3 de cada mes mientras que para la Arequipa salía el 7 y regresaba el 10. Poco después, el 14, llegaba el correo de

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retorno del Cusco a Puno para de allí, continuar su marcha hacia Potosí. Con el correo llegaban noticias frescas -más aún pudiendo hacer conexiones como las mencionadas- pero nunca faltaba el mercader, el arriero o el barco que llegaba con noticias de otros lares. Sin embargo, es poco probable que salvo los estadistas peninsulares y la cúpula de gobierno, se percibiera que a partir de 1780 y sobre todo desde 1800, una revuelta había comenzado a suceder a la otra.

La prensa a fines del siglo XVIII. Estas revueltas, por ejemplo, no llamaron mayormente la atención de la Sociedad Amantes del País. Una sociedad creada para cubrir la desinformación que había sobre el virreinato, sobre todo para los locales pero también para los europeos. La costumbre pemitía que cualquiera con una mediana cultura pudiera opinar sobre casi cualquier cosa basándose simplemente en el criterio de la razón. A ese enciclopedismo acumulativo -propio del barroco- se opondrían los miembros de esta sociedad cuya vocación enciclopédica era muy diferente. Recordemos además que la época estaba enmarcada por La Polémica del Nuevo Mundo -como la denominara el estudioso contemporáneo Antonello Gerbi- la cual giraba entre la cultura y la civilización que había en Europa y la (supuesta) barbarie y el primitivismo de América. Es posible que detrás de la voluntad de sus fundadores José Rossi y Rubí, Hipólito Unánue y José María Egaña por crear esta Sociedad de Amantes del País estuviera también el afán de hacer conocer la realidad del virreinato del Perú y no tan sólo la idea de tener en Lima un núcleo cultural semejante a los que habian surgido en España y en México. Luego se le unirían otros personajes como José Ignacio de Lecuanda, Toribio Rodríguez de Mendoza, Vicente Morales Duarte, Gabriel Moreno, Manuel María del Valle o Francisco de Arrese entre otros. Muchos de ellos tendrían luego presencia activa en el proceso de emancipación El Mercurio Peruano (1791-1795), el órgano de expresión que con tanto éxito vió la luz estaba sin embargo destinado a desaparecer puesto que en la metropoli se había buscado limitar el periodismo. Aquí, en el Perú, fue el virrey Gil el que permitió su publicación. El deseo que habia de conocer el estado general del virreinato, de su situación económica, de ir acercándose a los problemas de cada región, etc., tenía en sí mismo un germen de conciencia nacional que los eventos irían desarrollando y qque propiciaría la opción independentista. Algo antes se había intentado volver a publicar el Diario de Lima (1790), copia de un periódico que había salido en Madrid, y que calificaban con cuatro adjetivos: curioso, erudito, económico y comercial. A las 9 de la mañana se llevaba cada día el periódico a la casa o a la oficina del suscrito. La subscripción variaba de acuerdo al lugar donde se enviaba el periódico, si era Lima, 15 rs. por

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adelantado, si hasta cien leguas no se aceptaban menos de dos meses juntos y cada uno costaba 30 rs.; más allá de cien leguas, no menos de tres meses y a un costo de 45 reales. El periódico se enviaba con el correo ordinario y cruzaba todo el virreinato: desde la Plata hasta Trujillo y Cajamarca pasando por La Paz, Potosí, Huamanga, Huancavelica, Arequipa, Moquegua, entre otros. Sin embargo, que languideció junto con el Mercurio. En Lima, las noticias se recibían en varios lugares, en las "papeleras" como le llamaban: en el oficio del Cabildo -que era el despacho principal-, en el almacén de de don Fernando de Salvatierra, en el Cajón de Papel Sellado frente al café de bodegones y en el Séptimo Cajón de Rivera de don Justo de Vivanco. Un sistema semejante se debe haber utilizado para el resto de periódicos como la también fugaz Gaceta de Lima (1793-1794), publicada después que el Mercurio, que a pesar de tener algunas noticias locales, básicamente copiaba y comentaba las noticias de lo que sucedía en España y Europa. Dirigida esta gaceta por Guillermo del Río cambio primero su nombre a Telégrafo Peruano y en 1805 tomó el nombre de Minerva Peruana y llegó a ser publicado hasta 1821 bajo varios directores nombrados por el Virrey.

La prensa en la primera década del XIX A este primer momento de publicación de periódicos, le seguirá otra etapa sumamente convulsa y esta vez desde la metrópoli: 1811-1814. La invasión francesa a España, la prisión de los Reyes y en particular, las Cortes de Cádiz y su Constitución de corte liberal, sorprendía y dividía a los americanos. La libertad de prensa se dió en 1811 pero siempre examinada por una junta de nueve notables (de los cuales 3 tenían que ser sacerdotes) Numerosos periódicos de vida efímera vieron la luz en la capital como El Diario Secreto de Lima, El Peruano, El Satélite del Peruano, El Verdadero Peruano, El Argos constitucional, El Anti-argos, El Cometa, El Investigador, El Peruano Liberal, El Semanario, El Español libre. No falta alguno "cuadernos ympresos" fuera de Lima como El Español imparcial que circula por el norte y cuyos números son requisados y enviados al Virrey1. Pero la opinión pública comienza a ser informada a pesar que la prensa está dirigida a un determinado sector de la sociedad. Ella se mantiene dentro del marco de la monarquía aunque aboga por el reformismo y el constitucionalismo. La gente lee las noticias y las comentan; incluso, la población indígena llega a participar de la situación: en 1814 indígenas de Paita se señalan como buenos súbditos por haber rechazado la Constitución liberal y haberse mantenido fieles al orden establecido2. 1

Archivo departamental de Piura (ADP) Indencia, causas ordinarias, 56 (s/n) 1811

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El documento citado está en el ADP, Intendencia, causa civil 37 (807) 1815

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La prensa en la independencia y la República En un tercer momento, los hechos militares de la independencia impulsarian otro tipo de prensa. La etapa es crucial y terriblemente confusa; hay una guerra que se libra por la independencia de las colonias pero hay un orden que ha durado por tiempo, que mal que bien ha funcionado, y es el de la Corona española. Esta vez los ánimos están muy divididos: unos periódicos son fidelistas, querían que el virreinato del Perú se mantuviera unido a España como El Triunfo de la Nación -mandado publicar por el Virrey La Serna-, el Censor Económico, El Depositario y El Semanario de Lima. Otros son netamente patriotas -insurgentes para muchos- y pregonaban la necesidad de separarse de la Corona y de formar una República independiente. La propaganda de éstos últimos es muy fuerte, son 26 periódicos los que se publican en muy corto tiempo, aproximadamente entre 1821 y 1823. Algunos llegan a publicar más de 10 números como Los Andes Libres, El Correo Mercantil, Político y Literario, El Sol del Perú, La Cotorra, La Abeja Republicana, El Diario de Lima, El Investigador Resucitado. Otros, algo más tarde (1823 y 1824), aparecen fuera de Lima como El Pacificador del Perú publicado entre Huaura, Barranca y Lima y El Nuevo Día del Perú, El Patriota y El Lince del Perú que salieron en Trujillo. En Arequipa encontramos una prensa volante, patriota como El Centinela en campaña y fidelista como el Boletín. A veces se tejen discusiones entre los diferente periódicos como sucedio con el Nuevo Depositario en el que José Joaquín Larriva, independentista convencio, le contesta al Depositario publicado bajo la impronta fidelista La gente se apresura a leer las noticias. Los patriotas reciben periódicos de otras zonas ya liberadas, de Santiago, de Buenos Aires, de la Gran Colombia; transcriben las noticias, las comentan en la prensa. Imaginemos por un instante, pequeños grupos de personas que en las esquina o en los bares, escuchan a alguien leer en alta voz (porque no todos saben leer y escribir), las últimas novedades. Los comentarios se entremezclan con lo que se ha ido escuchando por la calle; hay que tomar una posición. Pero en un primer momento, el ejército patriota-insurgente está muy cerca de la capital, luego será al revés, serán el ejército fidelista el que tome la capital y muy poco después, entrará de nuevo el ejército patriota. El temor es muy grande; se piensa que se pueden desbandar la soldadesca y sobre todo los esclavos que han sido liberados. Fuera de Lima, hay quienes se refugian en sus haciendas y también quien corre a los conventos. En Lima hay muchos que optan por los Castillos del Real Felipe. Con lo convulso que es el momento, pocos muy pocos, se dan cuenta que son cambios profundos los que se están dando, el paso de una sociedad en que el peso de la

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religión es muy fuerte a otra cada vez más secularizada por un lado y por el otro, a los cambios que hay en el mundo y en su economía: el comercio y sobre todo el manejo de capital, de dinero para colocar. Situaciones que están en los entretelones de los acontecimientos tan diversos cuanto extremadamente rápidos que se están dando. La prensa de los primeros años republicanos no sería muy distinta de la colonial, finalmente no había pasado tanto tiempo. Se comentaba algunas noticias americanas y europeas pero sobre todo se dedicaban a tratar de influenciar a la opinión pública en favor o en contra del caudillo de turno. Era imposible que dada la situación que se estaba viviendo que la prensa fuera imparcial. Periódicos como El Peruano (que al menos salió publicado entre 1826 y 1827), El conciliador, El Penitente (1832), El Telégrafo (1829), El coco de Santa Cruz (1835), El observador imparcial (1832) recogían el sentir de la capital en los sucesos. Cosa muy curiosa es la cantidad de prensa que surge en provincias; posiblemente la lucha entre liberales y proteccionistas se haya reflejado en la prensa de esos primeros años. Se publican en el norte, La Aurora (Cajamarca 1849), El Eco Nacional (Trujillo, 1835) mientras que en el sur tenemos periódicos como El Republicano (1826- 1844 pero publicado de manera discontinua), el Yanacocha (1832) y La gaceta (1843) en Arequipa; El Federal de Puno (1838); Cuzco libre y el Sol del Cusco (1834); El Restaurador (1842) en Ayacucho, El mensajero de Tacna (1840) y El Fenix (1844) en Tacna. No obstante tómese en cuenta que es característico en la prensa de estos años su publicación discontinua y sobre todo fugaz (de un año o dos a lo sumo)

Otros medios escritos de información... Bajo diversos nombres, la Guía política, eclesiástica y militar del virreinato del Perú y luego más sencillamente "Calendarios y Guías de forasteros" fue quizás la única publicación periódica que siendo de la época de la colonia fue retomada en la república. Ya desde el siglo XVII se había intentado editar algunos ensayos sobre el país en que se vivía, de allí los "Conocimiento de los tiempos". Pero sería con Cosme Bueno cuando se convertirían en verdaderas guías; a sus estudios añadió algunas descripciones de las regiones en que se vivía (1764-1768) y luego más tarde agregaría otros datos como el nombre de autoridades. Estas primeras guías estuvieron limitadas exclusivamente a Lima (1779-1792). Pero serían realmente importantes cuando estuvieron a cargo de Hipólito Unánue (1793-1797) el famoso ilustrado peruano. En 1797 las guías serían dejadas de lado aunque luego serían retomadas en la década de 1820; entre 1841 y 1857 estarían a cargo del Capitán de Fragata Eduardo Carrasco cuyo sucesos sería Pedro Cabello; éste las editaría en el último tramo. En 1876 las guias de forasteros desaparecerían. Estos libros traían información muy rica. Provincia a provincia primero y luego por

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departamentos, las Guías informaban sobre las características de cada región, describiendo los cargos que habían y sus autoridades así como los servicios (correo) que se prestaban.

Sobre las acuarelas y la pintura Pero del último cuarto del siglo XVIII sabemos como eran algunas costumbres: la forma en que vestían las y los criollos, la población indígena -al menos la norteña, como se teñían las lanas de los obrajes, como era la pesca por red, los animales y las plantas que habían, etc. Al recorrer su diócesis norteña, el obispo de Trujillo, Baltazar Martínez de Compañon, no sólo se dedicó a fundar ciudades y seminarios, propiciar el cultivo de determinadas plantas que comenzaban a tener demanda económica -como el algodón- sino que sobre todo recogió un buen número de dibujos y mapas y en particular acuarelas que plasmaron la vida diaria de la región norte del Perú. En Lima, tambien Pancho Fierro recogería escenas limeñas sobre todo de principios del siglo republicano y las plasmaría en acuarelas. Pintor mulato, autodidacta, cuyas pinturas son trabajos sencillos realizados en cartulinas, con atractivos colores de agua y con líneas gruesas. El interés de sus dibujos es más que por la técnica aplicada, por la ingenuidad, la pureza y la originalidad de sus acuarelas. A través de ellos, se ve al acucioso narrador gráfico de las costumbres limeñas. Y por eso se dice que su trabajo es costumbrista puesto que recoge figuras y escenas de la vida cotidiana: peleas de gallo, tapadas, caballeros, bailes de procesión, juego carnavaleros etc. La pintura costumbrista tendrá sus seguidores extranjeros que estarán por cortos lapsos en Lima. Francisco Leoncio Angrand, admirador de Pancho Fierro, en una primera estadía en Lima (1836-1838) recogerá también escenas de la vida y costumbres de la ciudad; en su segundo viaje se dedicara a su profesión de arqueología y viajaría por Ayacucho, Cusco llegando hasta Bolivia. Juan Mauricio Rugendas por su parte también retrataría la vida cotidiana de una ciudad como la capital en una abigarrada confusión de tipos y colores simbolizando la mezcla social heterogénea de la capital. A ellos hay que sumarles la presencia de A.A Bonnafe (1855-1857) y Max Radiguet (1855-1856) cuyos cuadros también recogen escenas costumbristas del Perú Otros pintores como Ignacio Merino y Francisco Lazo inscriben su obra más en la segunda mitad del siglo XIX cuando queda atrás la pintura costumbrista para dar paso a una nueva estética académica enmarcada por los canones del clacisismo.

Sobre la música

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Con la independencia enmudeció la música, un elemento tan vital e importante en el virreinato del Perú. Juan Carlos Estensoro (1989) nos dice que debió haber mucha música limeña, es decir hecha en Lima y no traída de la península, pero que es posible que por el uso que se le dieron a las partituras, éstas se gastaran más rápido y desaparecieran con el tiempo. Las partituras que quedan en mayor número son sobre todo de música española y depositadas en la Catedral. La Capilla de la Catedral era el centro obligado de la música religiosa y profana, que tuvo orquesta estable hasta mediados del siglo XIX. No todas las iglesias tenían orquesta ni compositores a su servicio así que las más pequeñas lo que hacían era contratar músicos de manera eventual para sus fiestas y procesiones. Así se crearon alrededor de doce orquestas que prestaban sus servicios, un número bastante alto que nos indica la fuerte demanda de estas orquestas de alquiler. La más conocida de todas era la orquesta de los Indios del Cercado quienes tenían una capacidad de convocatoria muy grande sobre los pueblos aledaños a Lima. Cuando estaba enmarcada por la fiesta colonial, tenía una música muy rica que pasaba desde los yaravíes, el cascabelillo, el negrito y las cachuas, entre otras. Gracias al ilustrado Obispo Martínez de Compañón se cuenta con acuarelas que representan danzas (la de la degollación del inga, la de los Doce Pares de Francia) e instrumentos musicales (zampoñas, clarines, guitarras, marimbas, quijadas, etc.) La idea del arte en esta época era copiar a la naturaleza; mientras mejor se la representara, más real fuera la pintura o la música, más considerados eran sus autores. Poco a poco se fue asociando con la idea del progreso de la sociedad: por un lado el pensamiento ilustrado va a dejarse sentir también en las artes diferenciando los gustos de los sectores sociales mientras que en las primeras décadas decimonónicas hay el auge de la estética neoclásica con la labor de Matías Maestro en las iglesias limeñas. Hasta fines del siglo XVIII no había mayor diferenciación entre lo profano y lo secular y entre lo popular y lo "culto". Las iglesias eran siempre el lugar de encuentro de todo tipo de música aunque lentamente los religiosos trataran de guiar la escritura de la música que debía sonar en la iglesia; es importante anotar que luego de la independencia cuando se minimizó la presión de la autoridad eclesiástica sobre la música se regresó de inmediato a formas musicales muy cercanas al género profano. Ello es una muestra de como a pesar de la creciente separación impuesta por la autoridad religiosa desde arriba, el pueblo seguía aún manteniendo bastante indistinto si la música era sacra o profana. El proceso de diferenciación entre culto y popular va ir de la mano con el afianzamiento de la ilustración; para 1813 ya se encuentra una primera referencia a lo culto como contrario a lo popular. La causa fue la suspensión de la temporada de ópera y quedó de un lado, público que quería el uso de

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tramoyas que se usaban en el teatro, obras cómicas y numerosos musicales muy cercanos a las manifestaciones populares mientras que del otro lado, se encontraba público ilustrado que buscaba imponer sus gustos por considerarlos superiores y que según ellos, al ser los correctos, favorecían a todos.

De la fiesta... La música estaba muy presente en las fiestas: música, lujo exterior y mucha luz caracterizaba la fiesta colonial. El carnaval por ejemplo, eran tres días de alegría y libertad que terminaban en el miércoles de ceniza. Era el desorden del orden, la gente bailaba y se paseaba por toda la ciudad, se lanzaban cascarones de huevos primero sólos y más tarde ya en la República, los rellenaban cuidadosamente con agua de colonia. La mayoría de los que participaban en estas fiestas se embriagaban, muchos otros se colocaban máscaras con las que se semejaban a las autoridades y escondidos en el anonimato hacían burlas de ellas; otros más se vestían de religiosos y no faltaban hombres que se disfrazaban con ropa de mujer. Ni siquiera la independencia parece haberle puesto fin al aspecto burlesco de la fiesta. En una relación de viajero se comenta con escándalo como un grupo de mujeres "disolutas" con abundantes adornos, cintas nacionales y órdenes del sol falsas encabezaban una marcha a palacio con banda de música y antorchas de cera (Estensoro 1989: 65). Varias veces al año había desfiles, con música en el que se reflejaba la jerarquización social de la colonia: el virrey encabezaba la marcha y luego seguían todo el resto de autoridades y el pueblo. La norma suponía que cada quien tenía que estar en su lugar sino también sucedía en las Corridas de toros donde el palco principal era para el Virrey. Hasta 1762, la música que se encuentra es básicamente cortesana y de palacio; el gran público sólo podía participar con ocasión de las grandes fiestas. Pero desde esta fecha en adelante, como se reformó el Coliseo de Comedia, fue posible tener temporadas estables de ópera. La primera temporada estuvo bajo la dirección del italiano Bartolomé Massa, director y empresario del Corrral de San Andrés. En su compañía actuaría Micaela Villegas, "la Perricholi", como actriz, bailarina y cantante, quien luego sería reemplazada por Inés de Mayorga, la "Inesilla". Un segundo momento de la música en el virreinato es a partir de 1762 en que se separan las actividades propiamente musicales de la fiesta; uno puede comprar su boleto y asistir al espectáculo en el Coliseo o en los Corrales de Comedia. Ya no es sólo en el momento de fiesta en que uno puede asistir a un espectáculo musical, ahora puede participar cualquiera que pague su entrada. Pero los primeros conciertos propiamente musicales serán a partir de

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1814, el tercer momento de diferenciación en la forma de tocar y participar de la música. Ya desde 1790 se había afianzado la presencia de música europea, francesa, portuguesa e inglesa y no solamente española e italiana. En estos conciertos, la música se separa de la actuación como tal sin que eso signifique que no deje de echarse mano a muchos números de ópera. Es a partir de esta fecha cuando Estensoro (1989) señala el nacimiento del recital. Para él, las tres formas, música palaciega, ópera y recital, coinciden entre sí, pueden ocurrir de manera indistinta porque ninguna es excluyente de otra.

Los gustos musicales de la época La ópera tuvo mucho éxito en Lima. Deseoso de modernizar la capital, el virrey Abascal apoyó al cellista y director de orquesta genovés Andrés Bolognesi quien alternó su trabajo como maestro de la Capilla de la Catedral (1808-1823) con la dirección de la ópera; este músico trató de imponer a autores de ópera como Cimarosa, Paisello y Rossini (Quezada, 1988). Pero seguidor del arte clásico, de líneas simples y de pocos medios, Bolognesi eliminó originales de antiguas obras que expresaban el barroco propio de su época. Los vecinos de la capital son "noveleros, ociosos y gastadores" (Estensoro 1989:47). El primer acto del espectáculo solía iniciarse al caer el sol (7 pm?) y continuar hasta las nueve o diez de la noche cuando acababa. Parte importante del escenario eran la iluminación que les hacía colocar gran número de luces de tal manera que desde el público no se vieran. No faltó alguna vez que en una función de ópera se colocaran hasta 300 luces. La orquesta musical podían llegar a sonar 14 instrumentos y tener hasta 8 voces. Para los primeros años de la República, Rossini era el compositor musical de moda entre los peruanos que se introduce junto con artistas extranjeros. Esto a pesar que poco después de la independencia hubiera un gusto predominante por los temas musicales de sabor nacional. Téngase en cuenta que San Martín convocaría un concurso para crear una marcha nacional para el Perú a tan sólo diez días de haberse jurado la independencia. De las diversas noticias que se tienen sobre este concurso, sólo se sabe a ciencia cierta que fuera el mulato José Bernardo Alzedo el creador del que luego sería nuestro himno nacional. Rosa Merino sería la primera en cantarlo de manera oficial. Poco duraría este apego a lo nuestro, pasada la efervescencia patriótica de los primeros años republicanos, lentamente los temas nacionales serían reemplazados por los europeos hasta que hacia 1840, el público culto despreciaría aquella música con sabor local. Curiosamente este proceso va de la mano con el auge de los sectores tradicionales-proteccionistas en lo político y en lo económico justamente después de la independencia y su caída frente a los sectores liberales en aquella misma época, 1840. Canciones que había estado muy de moda hacia la década del 1820 y 1830 como la comedia El mágico

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peruano, La Cora, la Chicha, tonadillas del músico Alzedo como Los indios y el corregidor o Los negritos son derrocadas y dejadas de lado por la opera italiana romántica y sobre todo por el apoyo, incluso oficial, al intérprete y no tanto así al compositor. Las sociedades filarmónicas saltan a un primer plano y convierten a sus conciertos en lugar de reunión y lucimiento social de la aristocracia limeña. Es posible que la música hubiera tomada lugar entre las casas de familias de Lima pues se encuentran referencias a guitarras, órganos, clavecines, salterios, vihuelas, arpas y pianos; al menos en Paita, parte de la reunión se amenizaba con el toque de arpa de alguna de las hijas de la familia. Pero también es verdad que de la capital se enviaba cuerdas de guitarra a Guayaquil y Guatemala, además de salterios y claves a Chile. Al menos para practicar la danza se requería de música. Hasta fines del XVIII los profesores de danza siempre habían sido negros. Sin embargo, hacia 1790 se prohibió que ellos fueran los profesores porque "contaminaban" la danza popular e inventaban y modificaban los pasos de la danza "legítima". Por eso, a causa de la prohibición se crearon escuelas de baile en las que los profesores eran extranjeros la mayoría de las veces. Hacia 1840 la búsqueda y la preferencia por la música, compositores e intérpretes extranjeros se convierte en una constante. No porque no hubiera en el país quien pudiera desarrollar buena música sino porque se convierte en una cuestión de prestigio. Se multiplican las compañías de ópera, los teatros, los artistas extranjeros, Donizetti y Verdi se convierten en los autores más escuchados: el público limeño como el europeo se rinde al virtuosismo. La música nacional se vio opacada y relegada.

Los espacios de opinión Poco a poco se fue formando la opinión pública. No en vano sabemos que para 1828 ya existía una crítica musical y no la simple descripción de las piezas tocadas. La prensa, la música, las acuarelas dan muestra del proceso de cambio. Desde fines del siglo XVIII la tónica fue la creación de espacios públicos, que como vemos no eran tan sólo espacios físicos. Porque también plazas y parques fueron puntos de reunión, espacios públicos que luego se cada vez cerrando más primero a cafés como el de Bodegones y luego a grupos más pequeños aún como los clubes y sobretodo las logias. En Lima se reprimía alguna intentona de revuelta como aquella en que fue aprehendido don José de la Riva-Aguero (1819) personaje que luego tendría una papel tan importante en nuestro proceso de independencia y primeros años de vida republicana. Entre 1808 y 1820 no dejó de haber núcleos revolucionarios relativamente secretos como la de los Carolinos, la de los Neris o también

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llamado de San Pedro o del Oratorio; la logia del Dean o de los Forasteros dirigida por don Fernando López Aldana, la de los Copetudos a cuya cabeza se encontraba José de la Riva-Aguero, la de los militares, de los provincianos o de Presa, el club de los Fernándinos. Pero también en provincias se fueron creando esos espacios. Sorprende Lambayeque, provincia que tuvo muy temprano (1816) una logia, la White Star, fundada don José de Iturregui. Sabemos además que este mismo personaje poco después (1819) tenía en su casa-tina (lugar donde se fabricaba jabón) armas que habia traído de Jamaica y que luego puso al servicio de la causa independentista casi un año más tarde cuando llegara San Martín (1820).

De la vida cotidiana en la independencia El momento sin embargo, era una extraña mezcla de vida cotidiana y por otro lado de la inseguridad del cambio. Podía oirse los pregones vendiendo una propiedad durante los tres días que señalaba la ley y no faltaría quien paseara al caer el sol del puente a la Alameda de los Descalzos como siempre había sido la costumbre. Sin embargo, hay ya indicios del malestar: de los sueldos del Estado se descontaba una parte, para el fomento de un soldado. En el caso que nos sirve de ejemplo eran hasta 12 reales que se habían venido descontando desde marzo de 1817 a febrero de 1821 como donativo voluntario3. Pero los donativos se recibían no sólo en dinero sino también en productos altamente negociables como cordobanes, suelas, bayetas, pañetes, ponchos, entre otros. A la población se le pedía contribuyera con vigías para el mar y reclutas para el ejército. Pero demasiadas levas podían ser causa de problemas puesto que los pueblos podían quedar despoblados ante la presión de tener que ir a servir; la gente se escapaba al campo donde los diferentes municipios no los podían reclutar. Recordemos como San Martín le solicitó varias veces al marqués de Torre Tagle le enviara un determinado número de relevos. ¿Cómo podía conseguirlos este marqués? El único modo era servirse de los municipios para conseguir gente. Por eso se recomendaba que se dejara en quietud a los labradores, artesanos y vecinos honrados "porque se dice impropiamente que en la leva van sujetos perniciosos"4. En efecto. Los miembros del Cabildo eran los encargados de recoger los donativos y realizar las levas. Los señores regidores tenían que ir en persona, "hacerse cargo de la calle" como decían, y recoger subscripciones para que las personas fueran contribuyendo con lo que pudieran, en moneda y frutos. En esos momentos todo el mundo estaba en servicio activo, para conseguir los 3

Archivo General de la Nación -Perú;

Real Audiencia, causa civil L155 (1596) 1818

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AGNP Superior Gobierno l37 (1359) 1821-1825

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aprestos no se perdonaba que fueran casados, jóvenes o ancianos; cada cual en su situación tenían que aportar a la causa. No faltaba quien aceptando una situación, la independencia por ejemplo, en su interior no estuviera nada seguro de lo que hacía. Siempre podía echar mano de la "exclamación", un recurso jurídico que consistia en asentar por escritura su no conformidad con algún tipo de negocios al que uno se había vista obligado a firmar por las circunstancias. En estos años, no falta quien utiliza este instrumento jurídico porque se ve obligado a firmar a favor de la independencia por una determinada coyuntura y para no comprometerse y confiando en la discreción del notario asienta una exclamación señalando las circunstancias lo habían obligado a firmar por la independencia. Un juego de doble cara porque aparentemente está a favor de la independencia, pero en el fondo con un instrumento como la exclamación se guarda las espaldas: dado el caso siempre podia señalar haber firmado en favor de los insurgentes en contra de su voluntad. Hasta en la misma ley hay esa mezcla de acostumbramiento a la violencia del momento, a la insurgencia, los litigios se interrumpen en 1821 por dos o seis meses cuando mucho en Lima, alrededor de junio-julio y se reabren entre setiembre y noviembre. En provincia simplemente se retoman tiempo después como si no hubiera sucedido mayor cosa. El cambio militar se sintió más en la capital que en las provincias y sobre todo en las zonas del conflicto bélico. El flujo de refugiados hacia la capital alteró la marcha normal de la vida cotidiana; conforme el cerco militar se ajustaba en torno a Lima crecía la desazón y el miedo; la escasez y el hambre se comenzaron a sentir y comenzó el éxodo de algunos hacia las zonas liberadas de los patriotas. Los desertores que llegaban a los cuarteles de Huaura de San Martín traían noticias frescas de lo que ocurría en la capital. Poco después la situación se invertirían, serían los patriotas los que tendrían que enfrentar el descontento por la no-paga de los ejércitos, la emisión de papel moneda y otras tribulaciones. Tomada la ciudad por los patriotas sin ningún contratiempo ni enfrentamiento se pasó del orden colonial al republicano un 28 de julio de 1821. Las instituciones de gobierno siguieron siendo fundamentalmente las mismas aunque fueron retocadas y matizadas por el nuevo tipo de gobierno político; así por ejemplo los cabildos se convirtieron en ayuntamientos. Muchas medidas de carácter político se tomaron primero durante el año del protectorado de San Martín y durante los siguientes gobiernos. Aunque fallaron los intentos por establecer una monarquía y crear (o recrear) las ordenes nobiliarias, no se eliminó la Orden del Sol, medalla cívico patriota otorgada a los que habían actuado de manera preeminente en la independencia. Fundadores, beneméritos y socios, las tres categorías de medallas, y los Caballeros (y Caballeresas) del Sol que de algún modo se han mantenido presente a lo largo de nuestra historia republicana.

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Quizás casi sin darse cuenta, los hombres de la época participaban activamente de la independencia al optar día a día por la situación que se les presentaba, tal vez sin prestar mayor atención que con sus acciones en la vida cotidiana marcaban el destino del Perú.

LA MUJER, LA FAMILIA Y EL CAMBIO ... Cómo era la vida de una mujer en este período de la indpendencia? Tantas cosas estaban cambiando y probablemente su actitud y su presencia en la época también estuviera sufriendo modificaciones aunque sin que ella necesariamente lo notara. Bien tendríamos a las mujeres que aguerridamente participarían de los hechos militares de la independencia como la "Protectora" Rosa Campusano -por ser la amante de San Martín- o la quiteña Manuela Saenz quien le daría la espalda a la sociedad de Lima al abandonar a su esposo para seguir a Simón Bolívar. Si pensamos en los primeros años republicanos de inmediato aparece la excepcional figura de "La Mariscala" doña Francisca Zubiaga y Bernales, fogosa mujer que compartió el poder y tejió más de una intriga palaciega al costado de su esposo Agustín Gamarra, quien llegara a ser Presidente del Perú en los tempranos años republicanos. Pero otras simplemente buscaron tener su pequeño mundo y desde allí participaron en la cotidianidad de los hechos, siendo o aspirando a ser esposas y madres. Como doña Joaquina Urdapileta en la que el litigio por bienes entre sus tías, las señoritas Escalante y Villazón y su esposo, Antonio María Cárdenas, nos permite reconstruir parte de su historia de mujer hacia 18185.

Un caso de mujer en la vida diaria... Doña Joaquina vivió en Cajamarca durante sus primeros años probablemente antes que terminara el siglo XVIII. Sabemos que su madre era trujillana puesto que sus tías eran de esta ciudad. No sabemos de donde era su padre pero es posible que también fuera norteño pues se tiene noticia de una rama de Urdapiletas vinculados a la explotación exitosa de los pozos de brea en Piura. Quizás hasta tuvieran algún tipo de relación familiar. Como el caso estudio pertenece al norte, un espacio eminentemente mercantil, lo más probable es que al casarse Urdapileta con Escalante cumplieran un patrón conocido. Una nueva pareja de mercaderes que hacia mediados de la segunda mitad del siglo XVIII (digamos 1770) se asientan en algún lugar con movimiento económico como para girar en el rubro mercantil con éxito. En Cajamarca además estaba el centro minero de Hualgayoc a donde 5

AGNP- Real Audiencia, causa civil L155

(1597) 1818

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también es posible que los Urdapiletas- Escalante fueran a probar suerte y tratar de entrar en el negocio de la explotación minera. Por las referencias de las tías, sabemos que la madre de doña Joaquina, una Escalante y Villazón, pertenecía a la más selecta sociedad de Trujillo. Cuando doña Joaquina y sus dos hermanos quedaron huérfanos, sus dos tías solteras se apresuraron a recogerlos y darles amparo. En el juicio muy posteriormente, saldría que ellas sacaron a la familia Urdapileta Escalante de grandes necesidades pues doña Joaquina y sus hermanos se habían quedado sin ningún bien. Recogidos los ñiños, las tías centraron su atención y su cariño en la niña y se dedicaron a criarla y educarla "fomentándola en las nobles ideas de su clase". Es decir, crearle el sentido de pertenencia al grupo dominante de Trujillo del que había siempre participado la familia. Eso significaba por ejemplo que para mantener el tren de vida propio de su grupo social debía contar con 150 pesos como mínimo. Era muy necesario que doña Joaquina llevara las ropas adecuadas a su posición y ese dinero estuvo destinado a ese fin. Es más, conscientes del costo de mantener el status de su clase, sus tías optaron por destinarle la renta de una hacienda que, desafortunadamente para ellas, luego sería el motivo de la discordia entre el esposo de doña Joaquina y las tías. 300 ps que pensaron era necesario para que la niña pudiera mantenerse como era debido. Pero eso no sólo significaba vestirse sino también tener un determinado ritmo de vida que implicaba una cierto gasto. Por ejemplo, como convenía a una señorita, se prefería que doña Joaquina no fuera a la Plaza de Toros o a la Comedia - diversiones que habían en Trujillo igual que en Lima- y en caso de hacerlo que fuera con sus tías. Por eso, ellas procuraban que se distrajera con otras actividades sociales permitiéndole hacer amistad con otras niñas de su mismo grupo social. Para lograrlo no escatimaban en el gasto de las diferentes y numerosas meriendas para la niña y sus amigas. Ese mantenerse dentro de su escala social suponía también otro tipo de gastos como los que ocasionaba asistir a los saludables baños del balneario de Huanchaco, a donde las tías la llevaban cada año. Durante el tiempo que la criaron hasta que tocó el turno de darle estado de matrimonio, la mantuvieron con toda la decencia posible. Cuando se trató del marido le eligieron como era bastante normal en el último tramo colonial, un peninsular recién llegado pero consideradas por ellas lo suficientemente importante como para hacerlo partícipe de la familia. Don Antonio María Cárdenas, el marido de doña Joaquina, estaba vinculado familiarmente a gente del grupo dominante de Trujillo: lo más probable es que fuera descendiente de peninsular (mercader) que tras haber estado en estas tierras, se había casado con criolla y retornado al reino. Un patrón muy común a principios del siglo XVIII

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y que supone, para fines de este mismo siglo, que un hijo de esa pareja asentada en España regrese a las tierras de sus abuelos en América para iniciarse en el rubro mercantil o continuar con esa actividad en estas tierras, o finalmente servir de enlace con las actividades comerciales paternas en España. En todo caso, no es nada anormal el matrimonio de doña Joaquina: la niña de sociedad a la que no le eligen un marido entre los muchachos criollos de su alrededor sino que la casan con el recién llegado. Recordemos que de un lado, los peninsulares eran los más interesados en lograr el reconocimiento y honor en un medio nuevo -y que mejor manera de lograrlo insertándose vía matrimonio en pleno seno de la sociedad local- y del otro, que para los criollos esos matrimonios con foráneos era la mejor forma de ampliar su círculo de poder y vincularse con las autoridades recién llegadas. En todo caso, es posible que las tías Escalante y Villazón pensara que el entronque con un peninsular daba más lustre que con un criollo, finalmente era sangre nueva que entraba a remozar el linaje familiar. Los mimos para Cárdenas como prácticamente yerno (recordemos que habían criado a doña Joaquina como si fuera su hija) no se hicieron de esperar. Como europeo recién llegado, el español no se acostumbraba a las comidas americanas y las tías de doña Joaquina le preparaban platillos que pudiera comer. Cuando la pareja se casó, se ofreció dulce y chocolate a las personas que fueron a verla, en las tradicionales visitas de saludo luego de realizado el matrimonio. La costumbre en estos casos, era que los amigos, parientes y otros relacionados fueran a presentar sus cumplidos y felicitaciones a la nueva pareja. Como contraparte y como cuestión de buen gusto, la joven pareja debía devolver la atención recibida visitando a cada uno de los que habían ido a su casa a felicitarla por el matrimonio. Visitas y revisitas que podían durar mucho tiempo, más de un año como en el caso de doña Joaquina. Pero recién casada, doña Joaquina no fue dejada de lado en los cuidados de las tías sino que por el contrario, la ayudaban a llevar su nuevo estado. Sabemos por la información del litigio que doña Joaquina tuvo el aborto de mellizos y luego el nacimiento feliz de un niño y que en ambos casos sus tías la atendieron muy bien. No sabemos cuanto después del matrimonio se plantea el problema que dividirá a la familia Escalante de los Cárdenas- Urdapileta; es decir del marido de la sobrina con las tías. Sólo se sabe que don Antonio solicitará como bien de su esposa la hacienda que le asignaron a la niña para su manutención. El esposo de doña Joaquina quería administrar personalmente la hacienda y los 300 pesos de renta que hacía muchos años estaban destinados a su esposa. Y eso es lo que no aceptan las tías Escalante y Villazón porque según ellas y como ya se ha dicho al principio- ellas habían recogido a doña Joaquina y sus hermanos sin ningún bien de fortuna y lo que le habían dado a su sobrina había sido por pura

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buena voluntad y cariño. Desafortunadamente no sabemos como termina el problema; no se encuentra mayor información que la dada. Pero en todo caso, es la vida común de una mujer de cierto sector de la sociedad norteña y que muy bien puede ajustarse a la de otras mujeres de semejante sector en otros lugares del virreinato del Perú. Si bien don Antonio estaba formando una familia, un linaje, en realidad se valía mucho de las conexiones de la familia de su mujer como lo demuestra el litigio. Sin embargo, el juicio es en 1818 y en el litigio no asoma ninguna preocupación por la situación reinante. No hay un sólo documento en el que se lea algún tipo de alarma por lo que pudiera suceder en el entorno, es tan sólo un juicio por intereses personales en el que se encuentran engarzados los diversos personajes de esta historia. Eso no significa que alrededor de estos protagonistas -o ellos mismos- en otros espacios no discutieran sobre lo que venía sucediendo. Tampoco significa que en otros lugares hubiera activa participación de las mujeres en el proceso de independencia -como se verá más abajo- sino que esas preocupaciones no quedan necesariamente reflejadas en los juicios. Sabemos sin ninguna duda que para la misma fecha en que se lleva a cabo este litigio, en Lambayeque había un fuerte estado de atención sobre la independencia y que muy temprano ya había personas que habían tomado partido por la independencia.

Una opción de la mujer: el matrimonio Es probable que los patrones de vida cotidiana se vieran afectadas por el proceso de independencia pero no de manera radical. Es cierto que el marco político cambió radicalmente (pero habrías que preguntarse en cuanto y a que nivel varió la estructura de organización política de los primeros años republicanos) y que ello afectó a los ahora peruanos, sobre todo la inestabilidad del caudillaje entre 1825 y 1840. Pero se requirió un cierto tiempo para que los esquemas de reproducción social se vieran afectados. No obstante eso no significa que la mujer de 1780 fuera igual a la de 1850; en el camino se habían ido produciendo una serie de pequeños cambios que hacen diferente a una de la otra. Sin embargo algunas generalizaciones pueden ser hechas para la mujer que vivió entre fines del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Durante la colonia, en teoría, la mujer no tenía más que dos opciones, el matrimonio o el convento. Buena parte de las mujeres optaban por casarse y mantenerse dentro de las creencias de la época, vinculada y supeditada a su esposo. No era necesariamente el amor romántico al cual se está hoy tan acostumbrado sino que el matrimonio en esa época tenía mucho de empresa. Jugaban mucho las conveniencias entre las diversas familias y los acuerdos matrimoniales eran realizados por los padres.

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Nunca faltó quienes no quisieran casarse con la pareja escogida y se opusieron con mucha fuerza hasta conseguir su voluntad. Pero la norma en el siglo XVIII era que los padres tuvieran un amplio poder sobre los hijos. Había muchas formas de convencer la desobedencia, desde el encierro -sea en la casa o en el convento en el caso de la mujer sobre todo- como el dejarles sin herencia. Las leyes del Toro vigentes en la época facultaba a los padres para que desheredaran a los hijos que se casaran sin su consentimiento. Además desde 1778 se contaba con una orden especial dada en la metrópoli, la Pragmática Sanción, que en principio, buscaba evitar matrimonios desiguales entre hijos de familias importantes. Sin embargo desde 1803 se incluyó a negros y a castas (mestizos); todos los que fueran menores de 25 años -la mayoría de edad- en el caso de los hombres y de 23 en el de las mujeres tenían que tener el permiso paterno para contraer matrimonio (Cosamalón 1994). A partir de la Pragmática Sanción, los padres simplemente podían negar el matrimonio de sus hijos sin dar ninguna explicación; de estar en desacuerdo los novios sólo les quedaba la Real Audiencia para obtener la licencia. Así, los acuerdos matrimoniales podían ser únicamente entre los padres; a veces, podían permitirle el derecho a veto a los hijos. Pero esta situación de nointervención de los hijos en la elección de la pareja iría cambiando lentamente en la república, más que posiblemente generalizándose por el contrario, el derecho de los hijos a intervenir en la elección de su pareja como para llegar a nuestra época en que los hijos deciden sobre su pareja y simplemente comunican a los padres su decisión. Esto no significa -como ya dije antes- que no hubiera personas que se opusieran a la voluntad del padre o del tutor y lograran no casarse. En la época en estudio el matrimonio tenía mucho de empresa. Eso no significaba que dejara de ser la base institucional de la sociedad como hasta nuestros días y que en él, la mujer jugara un rol central como madre de los nuevos miembros del grupo. La familia nuclear permitía la propagación de los valores culturales y religiosos así como emparentar con un grupo familiar extendido, el matrimonio debía servir de puente a una nueva posición socio-económica o a través de él, la pareja debía permitir la consolidación y la conservación de la posición adquirida por el grupo familiar extenso (Rizo Patrón 1989). Resulta muy cierto lo que en 1818 señalaba un empleado del Estado -quejándose de la disminución de su salario a favor del sostenimiento de un soldado (ver el acápite anterior)- que él era un hombre pobre atenido al sudor de su rostro para fomentar a su mujer legítima y una copia de hijos menores6. Es situación conocida que si las mujeres se quedaban solteras pasaban a vivir, a formar parte de la casa de la hermana casada y la ayudaban en los 6

AGNP Real Audiencia, causas civiles

L148 (1512) 1818.

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quehaceres doméstico y sobre todo en la crianza de los hijos, sus sobrinos. Aunque como en el caso que hemos vista más arriba, de las Escalante y Villazón, se observa que dos o más solteras podían vivir juntas sin embargo, hasta cierto punto cumplían una variación en la norma pues en realidad tenían a su cargo a los hijos de la hermana casada y fallecida. Por su parte, las viudas, se mantenían dentro del círculo familiar sea de los mismo padres o de los hijos. Muchas se retiraban al convento. Un buen número de veces hasta el segundo matrimonio de una viuda solía ser acordado por los padres y la mujer, en muchos casos debía esperar hasta la tercera oportunidad para casarse a voluntad. Pero lo más común era que las viudas buscaran su propia pareja; es decir muchas veces podían casarse por su propia voluntad a la segunda vez. El problema se agudizaba cuando estas viudas se encontraban muy arriba de la escala social, con bienes, dotes y herencias de por medio, entrampadas por las cuestiones de la genealogía, el linaje y las conveniencias económicas familiares. Como el matrimonio solía ser inconsulto e impuesto desde los padres no faltaba la mujer que buscaba la separación. No obstante, las divorciadas transgredían el orden social y eran rechazadas. En realidad el problema era la mujer que no tenía muy claro los lazos familiares pues se mantenía en una posición social indefinida. Su opción para mantenerse dentro de la sociedad era mucho menor, casi siempre el convento o los beaterios y demás casas de mujeres como el de arrepentidas. Sin embargo es cosa conocida que en Lima, cualquier mujer con dinero y tiempo podía conseguir el divorcio eclesiástico. Este aparente "libertinaje" llamó muy tempranamente (a principios del siglo XVIII) la atención del viajero francés Frézier.

El convento, los beaterios y otras casas para mujeres solas Sin embargo, a pesar de teoría, hubo más mujeres de las que se creen que pudieron sobrevivir sin vínculos o supeditaciones familiares. Mujeres que optaron por vivir en instituciones como la Casa de recogidas, de las depositadas, de las caídas o de las arrepentidas a pesar de que quienes vivían en estas casas no solían ser muy bien vistas (y aceptadas) por la sociedad. Sin embargo estas instituciones sobrevivieron hasta fines de la década de 1830. Inicialmente había existido una casa para la divorciadas pero en el siglo XVIII es muy poco claro el rumbo que tomó esta institución; sólo se sabe que funcionaba hasta fines del siglo XVII. Sin embargo, Stevenson (1994) menciona la Casa de San José para mujeres divorciadas La casa o beaterio de las Amparadas había sido una institución fundada en 1572 a fin de reunir huérfanas, doncellas e indias pobres pero para fines del siglo XVIII y principios del XIX, se había convertido en una institución con una

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crecida población. En ella se encontraban niñas, mujeres arrepentidas, divorciadas, mujeres en retiro, sirvientas. Para entrar en el beaterio no era necesario contar con una dote, a diferencia de lo que se requería para ingresar en el convento. De este modo, en los beaterios solían ingresar mujeres mayores y viudas que por un lado querían alejarse del mundo y del otro, llevar un tipo de vida que ocultara una mala situación económica. Las normas de estas casas eran iguales a las de un convento e incluso las niñas huérfanas reunidas en recogimientos y colegios el de Santa Cruz de Atocha o Nuestra Señora del Carmen eran educadas monásticamente. Muchas veces era de estas casas de recogimiento para huérfanas era de donde los inmigrantes mercaderes generalmente mayores que no habían logrado vincularse y establecerse en la sociedad a través de un matrimonio cuando jóvenes, conseguían a su esposa. Solía ser en este caso que se casaba a la mayor de las niñas expósitas utilizando como dote las donaciones que como obras pías dejaban algunos miembros de la élite social (o económica) de la colonia. También en estas casas los padres depositaban a sus hijas cuando no querían casarse con la pareja que le habían elegido; también los maridos depositaban a la esposa que mantenía una conducta demasiado independiente y no guardaban mayor obediencia a la patria potestad; en estos casos, el marido o la familia tenía la obligación de mantenerla. Si había intervenido el juez eclesiástico por tratarse de un trámite de divorcio, la mujer también podía ser "recogida" en estas casos por el tiempo que durase el trámite. Los muros del convento amparaba un mundo de mujeres solas, religiosas, laicas que querían alejarse del mundanal ruido, viudas pero tambien un numeroso personal femenino de servicio. Los conventos más conocidos eran La Encarnación, La Concepción, Santa Catalina, Santa Clara, Las Trinitarias, El Carmen Alto, Santa Teresa o Carmen Bajo, Descalzos de San José, Capuchinas de Jesus María, Nazarenas, Mercedarias, Santa Rosa, Trinitarias descalzas, El Prado. Incluso existía un convento especial para las damas indígenas, el de Nuestra Señora de Copacabana (Stevenson 1994:131) Para fines del siglo XVIII, una de cada siete mujeres era seglar en el convento y esta situación llegó a ser causa de problemas. Por esa gran cantidad de población femenina, se habían creado ocho beaterios de los cuales los más importantes era el de la ya mencionada el de las Amparadas y el de Copacabana aunque para 1821 sabemos que también estaban los de Santa Rosa de Viterbo, Nuestra Señora del Patrocinio y el de Recogidas. Para fines de la etapa colonial, cuatro de ellos habían podido convertirse en monasterios y tal como señala van Deusen en su estudio (1987) había habido un gran cambio. Mientras en 1700 hubo una fuerte concentración de mujeres en los conventos, para 1790 la población de los monasterios y beaterios primero había declinado

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considerablemente -aunque el número de religiosas se había mantenido en un nivel semejante- y luego la proporción de mujeres seglares frente a las religiosas había aumentado notoriamente. La explicación parcialmente puede estar en que se prohibió que las monjas tuvieran más de una sirvienta pero no basta para entender el porque había tanta mujer seglar retirada en los conventos. También existieron otras instituciones religiosas poco conocidas como las casas dee ejercicios. En Lima, funcionaban cuatro para el momento de la indpendencia, la Casa de ejercicios para señoras nobles fundada por el padre Baltazar Moncada con doña María Fernándezde Córdoba y Sande; la casa de Santa Rosa fundada por doña Rosa Vásquez de Velasco en 1813; la de Nuestra Señora de la Consolacion en el Cercado que funcionaba desde 1810 y la de Charilla de San Bernardo que en esta etapa no contaba con ejercitantes. Finalmente, hubo también una casa de ejercicios para hombres solos llamada de San Francisco Solano ubicada en el interior del convento franciscano.

La dote Al menos durante la primera mitad del siglos XVIII, la dote era un elemento fundamental tanto para casarse como para entrar en un convento. La dote era un instrumento legal por la cual la familia de la mujer hacía una contribución, en bienes o dinero, para ayudar a su manutención en caso de ser para el convento o para ayudar a la nueva pareja a afrontar los gastos del matrimonio. En este último caso, el novio solía entregar las arras o donación propter nupcias que era el regalo que hacía el novio para la esposa que recibía. Estas arras eran por lo general una décima parte de los bienes o caudal del marido que se entregaba también en bienes o en dinero, y que pasaban a ser parte del patrimonio de la mujer. El valor que aportaba la mujer al matrimonio era entonces el monto al que ascendía su dote más el valor de las arras que le entregaba el novio. La entrega de una dote suponía y garantizaba la pureza sexual de la mujer así como también servía a la vez de indeminización por el honor ultrajado y de substitución de la virtud perdida (Calixto 1984). Mediante la carta dotal, el hombre reconocía la propiedad de la mujer sobre los bienes allí mencionados y se comprometía a no malgastarlo ni utilizarlos en provecho propio. En caso de muerte o de separación el íntegro de la dote, incluída las arras, debía ser entregado a la mujer. Y si solamente se trataba de separación de cuerpos, los bienes que cada cónyuge había llevado al matrimonio regresaba a poder de cada cual. Las gananciales o los bienes adquiridos durante el matrimonio se repartían equitativamente entre cada cónyuge. Como instrumento legal, la dote se asentaba en los protocolos de notarios

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y en ellos se encuentra gran cantidad de cartas y recibos dotales. Sin embargo pareciera que esta institución hubiera comenzado a caer en desuso para fines del siglo XVIII y principios del XIX y que solamente en los sectores más altos de la sociedad siguiera utilizándose de forma genérica. Eso no niega sin embargo la presencia aislada de la dote en otros sectores sociales, es posible que de haberse seguido usándose no haya sido ya por vía del registro notarial. Hay que notar por ejemplo que en el caso que estudiamos, el de doña Joaquina Urdapileta no hay una sola mención a dote y en un litigio de este tipo, de haberla habido hubiera sido mencionada. Dada la cantidad de información que ofrecen las señoritas Escalante resulta poco probable que no hubieren señalado la dote que a doña Joaquina había llevado al momento de su matrimonio. Menos aún hay referencias a las arras que en todo caso debía entregar el novio. La dote era uno de los elementos que hacía del matrimonio una cuestión de conveniencia familiar. Recordemos que ella podía incluir bienes que en algunos casos podían llegar a ser realmente una tentación: en realidad, la familia perdía el control de cuantiosos bienes pasándoselos al marido de la hija. Mientras más rica la familia, mayor presión y control sobre los hijos -el mayor en particular- y las hijas, sean solteras o viudas, en lo relativo a su estado civil. Los hijos menores eran los que podían tener mayor libertad para escaparse del control paterno, sobre todo si eran varones. Pero también aquí estaba el otro aspecto, la dificultad para encontrar jóvenes mujeres de posición dispuestas a casarse con el segundón de una familia. La iglesia y el ejército se convirtieron así en las carreras abiertas para los hijos menores. Los intereses en torno a la dote queda muy bien graficados con el caso estudiado por Rizo-Patrón (1989). Doña María Mercedes de Santa Cruz y Querejazu quedó huérfana y heredera del importante puesto de la tesorería de la Real Casa de Moneda de Lima; un puesto que contaba con un sueldo de 6,000 pesos. Sus intereses fueron velados por sus abuelos y tíos maternos durante su infancia pero sabían que cuando ella se casase dicho puesto tendría que pasar a su esposo de acuerdo a las normas de la época. Por eso, para no perder tan pingue entrada, su tío materno decidió casarse con doña Mercedes aduciendo la conservación de una familia ilustre en una misma sangre, la permanencia de los bienes de fortuna,la orfandad de la consorte y los méritos de quien pedía la dispensa y de su familia. Frustrado este intento, no se sabe si por la consanguinidad o por la misma Mercedes, la joven mujer -quizás por voluntad propia- se casó con el mayorazgo Sebastián de Aliaga Sotomayor y Colmenares igualmente mucho mayor que ella.

La mujer mercader y su dote El comercio comenzó a despuntar como actividad económica en el siglo

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XVIII, no en vano sería la fuerza del mercado y de sus más conspicuos agentes, los británicos, los que gobernarían el mundo en el siglo XIX. La gama de productos negociados sería muy diversa y se pondría especial enfásis, más quizás que a la plata -el artículo de tráfico mercantil más importante-, al conjunto de productos agropecuarios que eran buscados por una naciente industrialización europea. En esta actividad la dote se convirtió en una fructífera herramienta a la que el mercader en caso de quiebra o falla económica recurría con frecuencia. Por un lado, la dote no era una cantidad que aunque pasaba a manos del marido, no debía ser malgastada sino administrada por el él. Como hemos visto, la dote siempre debía regresar a manos de la mujer en caso de quedar viuda o de separarse pero si se trataba de mercaderes, fuer muchas veces utilizada como instrumento de protección económica. Una mala racha en los negocios del esposo mercader suponía de inmediato el embargo de los bienes que poseía y un concurso de acreedores. Es decir, un juicio en el que se presentaban todos aquellos con los que el malhado mercader tenía alguna cuenta; el pago a los acrehedores se hacía con el remate de los bienes incautados y siempre por orden de rigurosa antiguedad; la más antigua acreedora sin ninguna duda era la la mujer gracias a su dote. En el caso de mercaderes, la dote, que comúnmente consistía en ayudar a las cargas del matrimonio -como hemos visto, se convertía en una herramienta para que la pareja de recién casados se iniciara en el rubro de comercio. Muchas veces los padres enlazaban así nudos de intereses socio-económicos que convenía al conjunto de la familia. Pero con la dote, buena parte de los bienes invertidos en el negocio de la pareja quedaban protegidos: la mujer como primera deudora cobraba su dote más las gananciales que se hubiera logrado en todo el tiempo de matrimonio. A veces, en algunos negocios, las mujeres firmaban un papel señalando que renunciaban a su derecho como acreedoras pero dado el caso siempre tenían la posibilidad de decir que habían sido forzadas por la fuerza a firmar. El documento en ese caso no tenía valor y entablando una querella juicial, la mujer podía recuperar la dote que su esposo hubiera utilizado para los fallidos negocios. Claro está que conforme terminaba el siglo y comenzaba el siguiente se fueron mejorando los mecanismos que impidiera el abuso de este mecanismo; no en vano la actividad mercantil sufrió fuertes altibajos en el último tramo colonial fuera por la excesiva presencia de productos merced al Reglamento de Libre comercio y el boom exportador de mercaderes españoles a las colonias y también al fuerte -y en constante aumento- mercadeo de contrabando en las primeras décadas del siglo XIX. Quizás esto, entre otras cosas, puede haber sido un motivo por lo cual la dote, fuera de los estratos más altos de la sociedad colonial, fue cayendo en desuso: más que el dinero o bienes en efectivo, lo importante del matrimonio era el círculo de relaciones a las que se entraba vía el entronque familiar.

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Las mujeres eran parte vital de la estrategia mercantil de los medianos mercaderes y de los grandes comerciantes de provincia. Por el tipo de negocio los mercaderes tenían siempre que estar moviéndose, fuera a Lima con mercadería -a venderla o a comprarla- o en el interior mismo de las diferentes provincias velando por sus intereses -recogiendo, cosechando o acopiando los diversos productos. En todo caso, el mercader se movía mucho mientras que la mujer era la que se quedaba en la casa velando porque no parara la circulación de la mercadería. Es decir, ella era la que se encargaba de recibir los envíos que el esposo mandaba desde otros lugares y de ver que estos productos continuaran su camino hacia donde les tocara, fuera al puerto a ser embarcados o a seguir su ruta al mercado de destino. El hombre era el que salía a hacer el comercio, por los circuitos de comercio y la mujer era la que se quedaba a ver el negocio. Como es el caso de doña María Mercedes Espinoza de los Monteros casada con Miguel de Arméstar. El, es español recién llegado a fines del siglo XVIII y ella pertenece a un clan de comerciantes dirigido por su hermano mayor Gregorio Espinoza de los Monteros. Entre los cuñados hacen constantemente negocios por la toda la región norte incluído la ciudad de Cuenca (hoy Ecuador); sus habilitadores de mercancía son los grandes mercaderes limeños. Mientras el esposo y el cuñado se mueven entre las diferentes ciudades, María Mercedes se queda en Piura encargándose de recibir los productos que le envía el esposo y también el hermano. Cascarilla de Loja, harina de Huancabamba, entre otros, que se encarga de enviar a Paita para ser embarcados rumbo a Panamá o para que sigan su ruta hacia los mercados de Trujillo y Lima. La activa presencia de la mujer mercader no sólo se limita a ser el pivote de una actividad sino también como vendedora y productora de bebidas de gran demanda como la chicha. Las chicheras juegan un rol muy importante en los diferentes pueblos y ciudades (incluso hasta nuestros días) y el impuesto a la chicha en muchos casos ayudó a la economías de los diferentes ayuntamientos una vez establecida la República.

La mujer y los salones literarios durante la independencia La mujer es parte integrante de las actividades económica del esposo. Lo hemos visto con el caso de doña Joaquina Urdapileta y el litigio que lleva a cabo su esposo Cárdenas por la hacienda cuya renta le habian asignado cuando pequeña. Vemos como en la estrategia mercantil la mujer era pieza fundamental. Resulta así poco probable que en los sucesos de la independencia no hubiera mujeres que participaran activamente en el proceso de la independencia. Famosos fueron los salones de fines del siglo XVIII donde se conversaba de las últimas inquietudes literarias o de las últimas noticias europeas y también locales. Muy conocidos fueron por ejemplo el de doña Mariana de Querejazú y el

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de Josefa Portocarrero y Gavilán de Tagle Izazaga, en cuyo ambiente de cultura y anhelo de reforma se criaría su hijo, don Bernardo Tagle. Incluso el de la primera llegaría a tener tanta influencia que se diría que en la vida cultural de la colonia de esa época había tres poderes, el Virrey, la Iglesia y el de doña Mariana de Querejazú. Su salón literario se convirtió en uno de los lugares más preclaros de los conciliábulos políticos de los patriotas. También fue muy frecuentado el salón de doña Isabel de Orbea donde no sólo se conversaba sobre literatura sino también se apoyaba a la causa patriota. En estos salones alternaban personajes notables que serían los ideólogos limeños o que al menos tendrían mucho que ver con los hechos mismos del proceso independentista como Pablo de Olavide, Baquíjano y Carrillo e Hipólito Unánue, entre otros. Ella además ayudó a las publicaciones de ese entonces organizando colectas para sostener la propaganda revolucionaria. Citando a Sánchez, Prieto de Zegarra dirá que la beligerancia en Lima serían más de salón, de café y de conspiraciones que de cuartel; todas las casas linajudas como la de los Condes de la Vega del Ren, los marqueses de Torre Tagle, conde de Vista Florida, el salón de la Condesa de guislas, etc,. se convirtieron en centros de conspiración. (Prieto de Zegarra, [s.f.], t.2, p.8-10) Es sobre todo la mujer quien sirve de enlace entre los distintos grupos de conspiradores, encargándose de la difusión de noticias llevando mensajes de forma oral y también escritos, pues ellas se encargan de hacer circular variados documentos. Para premiar esta labor de la mujer patriota, San Martín crearía por decreto (enero de 1822) la condecoración de la Banda de Seda, que también podía ser colocada junto con la Medalla Patriótica. Entre muchas otras, San Martín hizo honor a la mencionada señora Orbea con esta condecoración. Brígida Silva, consumada patriota que se encargaba no sólo de las comunicaciones sino también de llevar alimento, consuelo y ánimo a los patriotas capturados y mantenidos en las cárceles del Real Felipe recibiría esta preciada condecoración.

La participación de la mujer en los hechos militares Desde el mismo principio del proceso de independencia no faltaron mujeres que directa y activamente participaron de las actividades: Micaela Bastidas no sólo apoyó a su marido, Tupac Amaru, en la Gran Rebelión (1780) sino que se convirtió en uno de sus principales lugartenientes a pesar de saber el destino que le seguiría por rebelarse. En la primera década del siglo XIX, en plena etapa de acciones militar del movimiento separatista peruano, la crueldad de los jefes españoles, sobre todo Ricafort y Carratalá, era bien conocida y cobraron más de una víctima. Entre ellas por supuesto no podía faltar la presencia de mujeres; la violencia política arrasa por igual a ambos sexos. En este caso, no podemos olvidar la figura de

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María Parado de Bellido, vinculada a los grupos guerrilleros que combatían en Totos y Paras. Su misión en todo momento consistió en averiguar los planes y los movimientos de las tropas realistas para hacerlos llegar a las montoneras de Cayetano Quiroz, de la cual participaba su esposo. Descubierta por una carta, fue capturada y luego mandada fusilar al negarse a denunciar sus contactos. Como olvidar la presencia de esas sufridas mujeres indígenas, muy pocas veces tomadas en cuenta, que seguían a sus hombres en los campos de batallas, preparándoles alimentos y bebidas, y que murieron con ellos en las montoneras y otros enfrentamientos.

La Mariscala y la mujer de los primeros años republicanos. En los primeros años republicanos deslumbra una mujer muy especial, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, cusqueña, esposa del también cusqueño Agustín Gamarra. No era ella el prototipo de la mujer delicada sino por el contrario, era una persona de gran carácter. Solía vestir ropa ancha para montar y manejar fuete, tenía una excelente puntería y una gran pericia en el manejo de la espada. Como dirá la historiadora Prieto de Zegarra ([s.f.], t.2, p.8-10), durante todo el tiempo de las angustias y luchas políticas, doña Pancha, como la había apodado el pueblo, fue la más leal y eficaz compañera y consejera de su esposo. Ella voluntariamente se ofreció a vigilar la alimentación de los soldados, el aprovisionamiento de los pertrechos y de las ropas de abrigo. También se encargó de dirigir personalmente las actividades para mantener la salud y la atención de las tropas, secundada por las mujeres que seguían a los soldados. Incluso más, era el oficial que transmitía ordenes y a veces dándolas; ella solía recibir informaciones que las hacía llegar al alto mando de su marido. Esta controvertida mujer, llegaría a tener el mayor poder político cuando su esposo llegara a ocupar el Palacio de gobierno. En su accidentado gobierno Gamarra tuvo que sortear muchos problemas e intentos de levantamientos, Doña Pancha no estuvo ausente de las intrigas pues empujó verdaderas tempestades para acallar toda la oposición contra el gobierno de su marido. Más de una mujer apoyaría en esos años la opción política del marido o tendría también su propia opinión política. Dineros y joyas serían entregados a veces como apoyo a las acciones militares o simplemente dadas para que el marido pudiera tener algún tipo de socorro. Pensemos en el caso de María Josefa de Goyeneche quien se entrevistó con el dictador José Luis Orbegoso ante la prisión de su esposo Mariano de Goyeneche. Ella logró el permiso de Orbegoso para hacerle llegar los socorros necesarios a su esposo que había sido tomado prisionero y enviado a Quequeña. Es más, en un arrebato de dignidad ella le diría al dictador que las señoras no están acostumbradas a implorar por gracia la revocación de los atentados cometidos contra la justicia, los derechos y pisando las leyes.

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La educación de la mujer a principios del XIX La época propició situaciones en las que mujeres de temple no dudaron en enfrentarse a lo que ellas consideraron situaciones injustas, participando -como hemos visto- directamente en acciones bélicas o luchando por sus ideales de manera oculta pero no menos eficaz. Aunque en algunos casos, ese temple fue cuestión del momento o idiosincracia personal, hay que considerar la educación que se le había impartido a la mujer en los años finales de la colonia y en los que una corriente de pensamiento como la ilustración había tenido mucho que ver. No generalizamos al conjunto de mujeres sino a las de los sectores más altos de la sociedad, finalmente la educación en la colonia fue un privilegio de clase que españoles y criollos guardaron para sí. En estos años, la tendencia había sido darle a la mujer un mayor nivel y bagaje cultural a pesar de que en esta época de tránsito de la colonia a la república, por lo común, ella no rebasaba los límites del hogar; es decir, la voluntad (o no) de educar a las hijas mujeres partía de los padres y no de directivas que pudiesen venir desde el estado colonial. Propio de la época fue contar con un "director espiritual" con el que las mujeres consultaban todas sus acciones de vida. Ese director solía ser normalmente un sacerdote allegado a la familia que por el tipo de conocimiento del espíritu de su dirigida, tenía gran ascendencia y gran poder de convencimiento sobre las mujeres, en particular las jóvenes. De este modo, este director espiritual conllevaba la misión de velar por la transmisión de los valores religiosos y morales a la familia. Sin embargo, después de 1821 y al amparo de las ideas liberales en boga, se buscó integrar más a la mujer dentro de la sociedad y para eso se pensó en su educación. Esta vez, las políticas educativas fueron responsabilidad del estado recién fundado y tan pronto como 1822 se creó la normal de mujeres con la idea de que las niñas recibiesen una educación, bajo el sistema lancasteriano (inglés), semejante al que recibían los varones. Hacía muy poco, 1814-1815, que habían comenzado a circular ideas en contra del castigo corporal que hasta ese momento había sido muy común en las escuelas. A lo largo de los primeros años de la República se trataría de impulsar la educación de la mujer aunque siempre pensando en su rol como futura esposa y madre de familia. La preocupación por la formación de jóvenes peruanas llevaría en 1826 a la creación de la escuela central lancasteriana. Inclusive como señala Villavicencio (1992), tan sólo diez años después, en 1836, se habían fundado 8 escuelas lancasterianas, 4 para hombres y 4 para mujeres. Pero la legislación y la teoría fueron siempre de la mano aunque no necesariamente de acuerdo con la realidad. Había una brecha muy grande entre

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los colegios de hombres y los colegios de mujeres. Para 1849 existían 260 escuelas de hombres frente a 33 escuelas de mujeres y mientras que las primeras tenían 13,118 alumnos, la segunda apenas alcanzaban a los 295 alumnas (Villavicencio 1992: 31 y ss). Tendría que esperarse mucho tiempo para que a las mujeres se les prepara de manera semejante que a los hombres. Sin embargo fueron un pilar fundamental del cambio. Como base de la familia, ellas eran las encargadas de mantener la normalidad de la vida cotidiana por difíciles que fueran los momentos que se vivieron. A semejanza de los hombres con su cotidiano vivir en el período que va de fines del siglo XVIII y principios del XIX, pasando por los avatares de los hechos militares, las mujeres participaron activamente también del giro de los acontecimientos.

LA PRESENCIA DE LA IGLESIA Y SU CLERO... Para la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la Iglesia en Perú tenía ya un largo recorrido. La evangelización y la cristianización de los indígenas desde que llegaran los españoles, las campañas de extirpación de idolatrías en el siglo XVII y la lenta labor misionera de las diferentes órdenes habían ya echado sus frutos: convencidos o no, todos los grupos étnicos que habían en el virreinato participaban de la Iglesia Católica para fines de la etapa colonial. Una interesante situación en la que se encontraban los indígenas quienes habían interpretado y asimilado, de modo sincrético, las doctrinas y sobre todo el ritual religioso en un marco de creciente laicización del entorno dominante de la sociedad virreinal peruana que iba de la mano con la progresiva aceptación del pensamiento liberal (anticlerical aunque no antireligioso) que sustentaba el proyecto independentista y particularmente el republicano.

El Patronato Regio y el problema con la República Desde que se descubrió América y la colonizó la Corona española puso coto a la intervención directa de la Iglesia en su territorios americanos; era ella, la Corona, la encargada de manejar todos los asuntos vinculados a los nuevos territorios sin excepción. De manera progresiva y lentamente, a lo largo del siglo XVI se había creado una iglesia nacional americana en la que los reyes eran los que tenían todo el poder. Ningún ejercicio y jurisdicción efectivo había quedado en manos de la Iglesia, toda autoridad o actividad eclesiástica en los nuevos territorios debía ser nombrada o aceptada por el Concejo de Indias. Sin embargo, el territorio indiano era excesivamente vasto para las posibilidades burocráticas de una sociedad en formación y asentamiento. Por eso, la Corona se sirvió de la organización interna de la Iglesia para el gobierno de los Indias. Así los curatos y las doctrinas, divisiones internas de la iglesia en el

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virreinato del Perú, fueron también parte de la estructura de gobierno virreinal. Recordemos que en la mayor parte de la etapa colonial no hubo mayor diferencia entre lo sacro y lo profano: la Iglesia cruzaba la vida cotidiana de la gente en todo momento y en todo lugar; de allí también podría derivarse la importancia para el Estado español de mantener controlado una institución semejante. Baste recordar el impacto casi terrorífico de una excomunión; en términos sociales significaba la muerte civil de la persona pues nadie se relacionaba con un excomulgado. Esto le permitió a la Iglesia contar con una verdadera medida de fuerza para que se cumplieran sus normas. Más aún cuando estas se vinculaban tanto a la del estado. El problema no obstante estaba en la constitución misma del estado español. La iglesia católica en principio, no excluye a nadie y abarca a todos, pero por la misma vinculación con el estado se reproducen los esquemas de la sociedad colonial. Según nos recuerda Klaiber (1988) la Corona española era paternalista, personalista -centrado en la figura del rey- y corporatista (es decir, una sociedad que estaba conformada por una serie de corporaciones que agrupaban diversos grupos sociales cada uno de los cuales contaba con su propio fuero). Con los borbones, sobre todo desde Carlos III se fue haciendo cada vez más sensible la imposición de un despotismo ilustrado que tendría a un conspicuo representante (al menos en lo absolutista) en Fernando VII en la segunda década del siglo XIX. Además con esta nueva dinastía, el regalismo o patronato real se reforzó con el galicanismo, es decir con la prerrogativa inalienable de la soberanía consecuencia directa del derecho divino de los Reyes (Barnadas, 1990) El ascenso de esta dinastía francesa a la Corona española trajo consigo una voluntad reformadora. Cuando a partir de la segunda mitad del siglo XVIII se comenzaron a llevar a cabo una serie de reformas del estado, se buscó también modificar la estructura eclesiástica y aprovechar la oportunidad para someterla por completo al Estado. Hemos visto ya un primer intento en este sentido cuando mencionabamos líneas arriba, la Pragmática Real de 1778 con la que se buscó impedir el matrimonio entre no iguales que en el Perú pasaba particularmente por el control civil-religioso sobre las castas. Es decir, la ofensiva regalista de la Corona española buscó colocar todo el aparato eclesiástico bajo un control estatal sumamente rígido (Barnadas 1990). En este sentido todavía a fines del siglo XVIII la iglesia no había llegado a consolidarse como un conjunto monolítico de gran poder sino que por el contrario se encontraba muy fragmentada y focalizada. En realidad, la figura del Rey era el elemento que a todo nivel, vertebraba los gigantescos territorios de los dominios españoles en América. Acaso no es un espacio común que el Rey era el último lazo simbólico entre los súbditos americanos y la Corona? (y esto

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prácticamente hasta el mismo momento de la jura de la independencia). Los jesuítas era una de las líneas de la Iglesia que mejor podía luchar contra el regalismo (Barnadas 1990), sin embargo fueron rápidamente derrotados como veremos luego. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la ilustración borbónica determinó que a semejanza de lo que estaba ocurriendo con la burocracia, en los puestos de importancia eclesiástica como los obispos, se colocaran personas que cumpliese con los requisitos de los funcionarios borbones. Es decir gente que además de la natural piedad católica que se buscaba en ellos por ser religiosos, se ajustaran al perfil alto de los funcionario borbónicos: inteligencia, eficacia, y lealtad. En el caso del Perú, hubo notables personajes que cumplieron con dichos requisitos como el obispo Chávez de la Rosa en Arequipa, Martínez Compañón en Trujillo y Moscoso Peralta (el único criollo) en Cusco. El patronato regio se convirtió en un problema cuando se establecieron las repúblicas sudamericanas. Contando con una tradición de subordinación de la iglesia a la Corona, los jefes de los noveles estados buscaron también mantener la situación: el Patronato regio quiso ser asumido por las nuevas repúblicas. Sin embargo, esto generó una crisis entre el clero secular pues ahora Roma quería manejar la Iglesia en América Latina y no ceder su espacio. A pesar de la fuerza y coherencia que la Iglesia le había dado a la organización colonial, la independencia reveló su debilidad interna: los obispos renunciaron bajo presión o fueron expulsados. Por su parte los curas liberales buscaron medidas para controlar o reformar a los religiosos. Al asumir el patronato los nuevos estados abortaron cualquier posibilidad de autonomía frente al Estado. Fue la oportunidad que la Iglesia perdió para en esos primeros momentos distanciarse del poder político y forjar una identidad más propia (Klaiber, 1988). La lucha entre conservadores y liberales que caracteriza el mundo republicano de la primera mitad del siglo XIX también marca la relación y las directrices políticas entre la Iglesia y el Estado. Los vínculos a establecerse entre ambas instituciones fueron tema de arduo debate político en la mayoría de las repúblicas hispanoamericanas a lo largo del siglo XIX; no obstante hubo siempre un punto de cohesión entre liberales y conservadores, servirse de la Iglesia como elemento vertebrador de la republica.

La expulsión de los jesuítas En 1767 a todos los confines del imperio español-americano llega la orden de expulsar a los jesuítas, se trataba de una Pragmática Sanción firmada el 27 de febrero de ese año. Los motivos reales hasta el momento no se conocen, se habla desde una voluntad autonomista de la orden religiosa

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(merced al éxito obtenido por ejemplo en las misiones de Paraguay o a la influencia en las clases dirigentes americanas), pasando por el poder político-económico de la orden, hasta intrigas y oposición palaciega en la Corte española. En todo caso lo que si es claro es que la orden tenía un exceso de poder tanto en España como en América que resultaba amenazante para la Corona. Además para los ojos de los ministros jansenistas, esta orden se había convertido en el muro de contención de las nuevas ideas filosóficas que ilustraban la Europa del siglo XVIII y que los colocaba en una permanente pugna por la modernización. Defensores de los derechos del Vaticano en España y sus colonias, la derrota de los jesuítas significó que la Iglesia estuviera indefensa frente al estado español y que no tuviera mayores armas en los sucesos previos a la independencia. La expulsión de los jesuítas fue llevada a cabo con "sorpresa, rapidez e implacabilidad" (Alvarez Brun, 1961) porque todo jesuítas, incluso viejos y enfermos debieron abandonar el territorio. La estrategia estuvo tan bien dirigida que una orden que gozaba de un prestigio superior incluso a las demás órdenes no pudo contar con defensores. La consternación general fue tardía; en el momento no hubo más que algunos infructuosos intentos de protesta y alboroto. Sin embargo, esto generaría una fuerte tensión, un primer rompimiento, con la impositiva madre patria. Para la iglesia latinoamericana la expulsión de los jesuítas significó una crisis. Esta orden se había dedicado a educar a los miembros dirigentes de la sociedad tanto indígenas como criollos. El Colegio El Príncipe era para hijos de curacas y ante la carencia de maestros, el colegio San Martin junto con el Colegio San Felipe se convirtieron en el Real Convictorio de San Carlos. La expulsión de la orden significó que universidades, colegios y misiones perdieran alrededor de 2500 sacerdotes, gran parte de los cuales era "criollos, cosmopolitas, bien cualificados y eficientes" (Barnadas, 1990). Por otro lado, la forma de asegurar rentas para mantener las instituciones de enseñanza había sido en la mayoría de los casos hacerse de propiedades. Muchas de ellas fueron por lo común obtenidas por herencias; las haciendas que eran aceptadas por la orden y pasaron a ser dirigidas por los jesuítas resultaron ser casi siempre empresas económicas exitosas. Los campesinos y los esclavos que vivían en estas haciendas resintieron el cambio de dirección que se dio a causa de la expulsión. Recuérdese que con la expulsión de la orden se creó la Junta de Temporalidades, una suerte de comité encargado de la supervisión y venta de las propiedades de los jesuitas. En manos de civiles, con las pesadas cargas tributarias y la competencia del mercado, las prósperas haciendas de esta orden dejaron de serlo. Sin embargo, para el caso del Perú, el extrañamiento jesuítico no sólo tuvo efectos negativos. Sin negar lo que se acaba de decir sobre como se vio

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afectada la educación, la presencia del Convictorio de San Carlos, sobre todo en su etapa culminante bajo la dirección del chachapoyano Toribio Rodríguez de Mendoza (1785-1816), significó una renovación del pensamiento peruano. Sin los jesuítas no hubo más muro de contención de las nuevas ideas filosóficas y pasaron casi treinta años para que las autoridades se sintieran amenazadas por las enseñanzas vertidas en el Convictorio. Creado por el virrey Amat y Junient en 1771, recién fue intervenido en 1815 durante el gobierno del virrey Abascal después de que Rodríguez de Mendoza estuviera treinta años en la dirección. En esos años se formaron varias generaciones de criollos que jugarían roles estelares durante la independencia. Por otro lado, si bien a los jesuítas se les debe una admirable labor en sus misiones y a que en el caso del Perú se hallan incorporado muchos pueblos y tribus de la región amazónica, su salida significó la recuperación del control religioso de las zonas de Jaen y Maynas. En 1802 se crea el Obispado y la Gobernación de Mainas para que pueda ser tomado por los franciscanos del Convento de Santa Rosa de Ocopa; de este modo se cumplía además con las recomendaciones de Francisco de Requena sobre que estas regiones debían de pasar al control del virreinato del Perú por las mayores facilidades para la comunicación y el control que existían entre las zonas. Pero la expulsión de los jesuítas tuvo una repercusión no pensada y vinculada particularmente a los procesos de reforma y separación que se darían en las primeras décadas del siglo XIX. Expulsados también de Portugal y de Francia, en el norte de Italia se reunió un numeroso contingente de exjesuítas americanos, alrededor de cinco mil, cuya situación era bastante precaria y difícil que ardían de indignación ante el abuso de haber sido arrojados de los hogares donde había nacido. Su situación no hacía más que aumentar la nostalgia y los afanes subversivos. Sobre todo desde que habían tenido la oportunidad de descubrir un nuevo panorama ideológico en esas tierras del sur de Europa. Sabemos por ejemplo que la Pragmática Sanción de Carlos III marcó con huella indeleble el espíritu de jesuítas como el argentino Juan José Godoy y del Pozo y sobre todo para los peruanos, de Juan Pablo Vizcardo y Guzmán. Este jesuíta se mantenía al corriente de lo que sucedía en las colonias y hoy se sabe que en 1781 cuando se entera de la Revolución de Tupac Amaru se dirige al Cónsul inglés, John Udny, en Livorno para proponer un plan para independizar las colonias. Incluso viajaría a Inglaterra para tratar de conseguir -sin éxito- el apoyo oficial de este gobierno. Su famosa Carta a los españoles americanos tendría gran resonancia en el mundo hispanoamericano e incluso se le acercarían grandes ideólogos del movimiento independentista americano como Francisco de Miranda.

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El bajo clero y los curas doctrineros En los últimos años de la colonia, América tuvo un alto clero eminentemente español que, por las políticas absolutistas de los borbones, se encontraron supeditados y dependientes del estado más de lo que nunca lo habían estado antes. Por lo mismo ninguna alta autoridad eclesiástica dejaba de ser nombrada por la Corona. Sin embargo, surgió un grave problema, por lo general estas autoridades no tenían un contacto directo con el pueblo. Quizás uno de los pocos obispos que visitara su diócesis a fines del siglo del siglo XVIII fuera el obispo Martínez de Compañón y como hemos visto bajo un perfil de funcionario borbónico. Llegado en 1782 a la intendencia de Trujillo, se dedicó a realizar una visita pastoral recorriendo el territorio de su diócesis, haciendo mucha obra: fundando seminarios para el estudio de los religiosos, pueblos en algunas haciendas en donde se había concentrado cierta cantidad de gente como el caso del Príncipe (hoy Sullana), propiciando el cultivo de plantas con mayor demanda económica y sobre todo recogiendo dibujos y acuarelas de la realidad circundante. Pero en general, la agreste geografía del virreinato se convertía en un obstáculo que frenaba las visitas pastorales y que mantenía alejada a la jerarquía eclesiástica de sus feligreses. Quienes establecieron el contacto real entre miles de campesinos y la Iglesia y la religión fueron el medio y bajo clero, en particular los curas doctrineros, criollos de origen. A pesar de ello, para los primeros años del siglo XIX habia gran cantidad de los 500 curatos existentes estaban vacantes. A fines de la etapa colonial, el ser religioso más que una vocación se había convertido en una carrera semejante al derecho o a la milicia, que en la mayoría de los casos contaba con la ventaja de asegurar a los hijos de los altos sectores de provincia en una determinada ubicación donde reproducir su medio social de vida. El perfil de estos religiosos solía ser el de un licenciado que había estudiado en Lima, con rentas de 1000 pesos al año y uno o dos ayudantes. En algunos casos contaban con rentas establecidas por la propia familia a través de censos y capellanías de las que eran patrones y en otras a través del cobro a los feligreses por los servicios religiosos prestados, sínodos, obvenciones y primicias. Téngase en cuenta que los diezmos, esos impuestos eclesiásticos que se cobraban a los productores agropecuarios, estaban vinculados a la alta jerarquia eclesiásticas y parcialmente significaban también un ingreso al estado por cuanto una parte revertía a el. Generalmente el cobro del diezmo era rematado en las diferentes mesas capitulares de cada obispado y como el sistema eclesiástico y el civil se superponían, el cobro del diezmo se hacía de manera semejante al tributo; es decir, en dos partes, para San Juan (junio) y en Navidades (diciembre). Para fines del período colonial, sin embargo, el diezmo,

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una de las principales rentas del estado eclesiástico, se había reducido prácticamente a la mitad (García Jordán, s/f) Los miembros del clero secular eran casi tan numerosos como los religiosos.

POBLACIÓN ECLESIÁSTICAS ESTIMADA (1812) Doctrinas

Anexos

483

977

Clerigos 2,018

Poblacion Total

1'371,351

Religiosos

Monjas

Beatas

1,144

217

2,217

Fuente:García Jordán [s/f]:20, 337

Los curas doctrineros pertenecían por lo común al bajo clero secular y muchas veces eran ellos los encargados de cobrar los tributos que le correspondían a la iglesia, diezmos y primicias. Pero principalmente sobrevivían con el ritual, misas de diversos tipos, bautismos, matrimonios. Los curas doctrineros podían ser ayudantes y tenientes de curas, a veces diáconos y clérigos de menores órdenes que vivían en las zonas rurales de las provincias más alejadas. Esta figura solitaria era formalmente obediente al orden eclesiástico pero en la práctica, no siempre se tenía una completa jurisdicción sobre ellos. Era un clero acostumbrado a vivir su propia vida en regiones remotas por lo común, en pueblos pequeños de campesinos indígenas donde solía contar con fuerte representatividad social por su investidura. La mayoría de la veces vivía en concubinato y se dedicaba a las actividades mercantiles, negociando con los productos que cobraba para la iglesia y también con los propios: la liturgia le proporcionaba la oportunidad para cobrar, en exceso generalmente, y el espacio para hacerse de productos con los cuales comerciar. Podían -y de hecho lo hicieron- recargar las prestaciones de servicios de los nativos, aumentando el servicio de pongaje, de mitas de cocineros, de dar mulas y de contribuir con recachicos (pequeños aportes de dinero y productos que ocaasionalmente se ofrecíán al cura). Incluso en algunos lugares como en Reyes, Ninacaca y las llanuras de Bombón (Pasco se

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estableció una mita de confesión; es decir que por cada confesión el confesante tenía la obligación de contribuir con un número de horas o díás de trabajo. De este modo, los curas doctrineros muchas veces se convirtieron en los agentes determinantes para la canalización y extración de excedentes de la comunidad (Hunefeldt, 1983). Muchos de ellos fueron elementos claves en las diferentes revueltas indígenas de principios del siglo XIX y sobre todo jugaron un rol particularmente importante en las montoneras de la independencia. Un ejemplo notorio el del Padre Fray Bruno Terreros quien se levantó en Chupaca a la cabeza de un grupo de nativos.

Los primeros años de la independencia y el clero En 1810, Bartolomé María de las Heras dirigía una carta al Rey en que señalaba que los habitantes del Perú y en general los de Lima era fieles a la Corona a pesar de hallarse en medio de virreinatos que sufrían diferentes procesos de rebeldía. Una década después y pese a su avanzada edad (80 años), este arzobispo, español, sería forzado a retirarse primero a Chancay y luego a España. La excusa fue su negativa a clausurar las Casas de Ejercicios de mujeres -como ordenara San Martín-; detrás en realidad el temor a su conservadurismo y su posible arraigo entre la población. A lo largo del proceso de independencia, gran parte del alto clero, mayormente peninsular, se opuso a la independencia. Sus instintos conservadores o quizás los temores a las consecuencia de una revolución los hacía aunar fuerzas para desprestigiar las causas de la libertad. Para Barnadas (1990) el aparato clerical identificó sus destinos con el de la minoría blanca y se dejó manipular por el poder civil como instrumento de pacificación. Tómese en cuenta como en 1825, José Faustino Sánchez Carrión tuvo que leer una memoria dirigida a aquietar las conciencias de muchos patriotas que se oponían a la libertad republicana en la misma medida como se oponían a un crimen contra la religión (Barreda, 1937). Pero la mayoría del clero secular se inclinó por el lado de los patriotas (Restrepo, 1992); no dejemos de anotar que de los 79 diputados que hubo en el primer Congreso constituyente, 26 eran sacerdotes. Su actitud en muchos casos fue decisiva para la opción de los fieles; la Iglesia se despojó de sus bienes para sostener las necesidades del ejército patriota. Sin embargo, también los realistas echaron mano de los bienes de la iglesia para lo mismo: por ejemplo, en 1819 se exigió un subsidio eclesiástico a las cofradías y conventos por un millón de pesos como préstamo al Real Erario y poco antes de abandonar Lima (1821), el ejército del virrey La Serna exigió todo lo que había de valor en las iglesias. Pero a nivel autoridades eclesiásticas, el problema fue bastante grave.

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Desde los mismos inicios de la República muchos obispados quedaron vacantes: el rechazo a los españoles de las políticas de los primeros años se conjugó con el problema de la Iglesia y su vinculación con los nuevos países. La mayoría de las diócesis se mantuvieron vacantes alrededor de hasta dos décadas: Lima (1821-1835); Trujillo (1820-1836), Huamanga (1821-1843), Cusco (1826-1843), Mainas/ Chachapoyas (1821-1836), excepción hecha de Arequipa a cuya cabeza se encontraba don José Sebastián de Goyeneche. Este criollo realista fue obispo de esa sede sureña desde 1818 y se negó a abandonar a sus fieles con con su presencia no se recuperaba los teritorios para España y se corría el riesgo de perder a muchos para la fe (García Jordán, s/f:22) Liberales por convicción como Bolívar, atacaron directamente la institucionalización eclesial. En 1826, el Libertador dio un decreto dirigido a la reforma de regulares mediante el cual no podía haber más que un número de conventos de acuerdo a la población existente en cada poblado, eliminándose así 39 monasterios. La Iglesia rechazaba a los liberales y los sectores más conservadores nombraban a los sacerdotes. En este momento Bartolomé Herrera se convierte en el portavoz del ultramontanismo y el arquitecto principal de la romanización de la Iglesia peruana. El mismo Luna Pizarro, liberal de joven, abjura de sus ideales liberales de la juventud y se convierte en el arzobispo conservador de Lima (Klaiber 1988). Pero los liberales no se mantuvieron inactivos y la oposición al Concordato con la Santa Sede tuvo en Francisco de Paula Gonzales Vigil a uno de sus mas encarnizados opositores; es más, en 1851 sería excomulgado por Pío IX. Pero ya desde antes el liberal Vidaurre había presentado un Proyecto de Código eclesiástico -que fue colocado en el Index del Vaticano- en el que se proponían una serie de reformas sobre la organización del clero, propugnando por ejemplo la anulación del celibato y el derecho a casarse de los religiosos quienes estudiarían además en seminarios pagados por el Estado y por supuesto bajo una curricula de estudios dictados por éste (Alvarez Brun, 1961; García Jordán, s/f). En el fondo, se encontraba la voluntad de los liberales por supeditar a la Iglesia al control del estado, crear una verdadera y autónoma iglesia nacional. Pero a nivel de la política del estado, tanto liberales como Orbegoso o conservadores Castilla querían hacer que la Iglesia se convirtiera en la fuerza estabilizadora de la sociedad. El punto culminante de la guerra entre liberales y conservadores -encabezados por Herrera- fue alrededor de 1848 cuando los liberales creyeron que podía cundir el ejemplo boliviano y ser firmado el Concordato con la Santa Sede. El triunfo liberal implicó que éste acuerdo con el Vaticano fuera recién firmado en otro contexto hacia mediados de la segunda mitad del siglo XIX.

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Guía bibliográfica Mucho hay que decir pero muy poco se ha escrito sobre la vida cotidiana de una conflictiva época como el último tramo colonial y el tránsito a la República. Ni siquiera en este pequeño trabajo se llega a dibujar el cuadro de como pudo ser la vida de la gente como uno pero que vivió en el pasado; al menos se ha intentado esbozar algunos temas puntuales abriendo el panorama a un espacio algo más amplio que el de Lima. El trabajo es muy difícil pues describir un cuadro vívido de la época como conjunto y no sólo algunas escenas (arte, costumbres, anécdotas), requiere de un amplio dominio del momento, una concienzuda investigación y mucha creatividad literaria. Es un trabajo que en algún momento deberá abordar un historiador. Pero por el momento, hay muchos textos de difusión que nos dan noticias sobre el tema. Por lo general, en cada colección o enciclopedia histórica hay siempre un volumen (o una parte de volumen) que se dedica a la vida cotidiana. Suelen ser,por lo común, estudios sobre diversas manifestaciones artísticas (sobre todo pintura y escultura) en donde se mencionan a los artífices y se listan las obras de arte más reconocidas. O, también se intenta presentar una imagen de la época narrando hechos y costumbres pero a manera de anécdota y no como un todo con su propia coherencia interna. (Ver por ejemplo, los diversos artículos de la reciente colección Historia General del Perú.- Lima: Brasa, 1993; la de Valcárcel, Carlos Daniel... [et al.].- Historia general de los peruanos: el Perú republicano.- Lima: Peisa, 1986; o la de Mejía Baca.- Historia del Perú.Barcelona: Mejía Baca, 1984, entre otras.) Pocos ha intentado asumir el reto de dibujar la vida cotidiana del Perú. Un buen número de costumbres fueron recogidas por Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas y con ellas se han creado imágenes reales -pero también falsas- del vivir de la gente de la colonia o de la temprana república. En general, Lima como ciudad capital de virreinato ha corrido con mejor suerte que otras ciudades y cuenta con algunos trabajos que narran sobre todo sus riquezas históricas pero que no rescatan ese cotidiano vivir de la gente. Trabajos de empeñosos estudiosos como José Manuel Ugarte Elésperu (Lima y lo limeño, Lima: Universitaria, 1967; Pintura virreinal, Lima: Banco de Crédito; La platería virreinal, Lima: Banco de Crédito, 1974; entre otros), Emilio Harth Terré ("Las bellas artes en el virreinato: historia de la casa urbana virreinal de Lima. Siglos XVI (Revista del Archivo Nacional, Lima, 26 (1): 1964.- pp. 104 -219) y también "Las bellas artes en el virreinato: pinturas y pintores en Lima virreinal (Revista del Archivo Nacional, Lima, 28(1-2):1964.- pp. 104 -219) o C.Pacheco Velez (Memoria y utopía de la vieja Lima, Lima, Universidad del Pacífico, 1985); aunque éste último si se interesa por la sociedad limeña y rescata algo de ese diario pasar. Quizás uno de los pocos que se ha dedicado a reconstruir el vivir

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cotidiano de la epoca virreinal es Jean Descola (La vida cotidiana en el Perú en el tiempo de los españoles 1710-1820) pero su interesante trabajo es un primer acercamiento que le resulta insuficiente a un limeño. No faltan algunos textos como el de M.E. Manarelli (Pecados públicos: la ilegitimidad en Lima, siglo XVII.Lima: Flora Tristán, 1993) que intentan describir alguna escena cotidiana -de la Lima del siglo XVII en este caso- como marco a un estudio de mayor profundidad. Otros como M.D.Démelas e Y. Saint-Geours (La vie quotidienne en Amérique du Sud au temps de Bolívar: 1809-1830, París: Hachette, 1987) o M. Haitin (Late colonial Lima: economy and society in an era of reform and revolution.- Berkeley, University of California, 1975, Ph.D) a pesar del problema de no estar traducidos, han seguido una línea interesante recogiendo bastante de la vida cotidiana pero como sustento de su interés en los problemas político-económicos y perdiéndola como escenario. Probablemente sea Macera (Trabajos de historia.- Lima, INC, 1977, 4t.) uno de los pocos historiadores que en varios ensayos puntuales, ha analizados diferentes aspectos de una determinada época en un intento de rebasar el interés por la cultura generalmente centrado en el arte. Sin embargo, el elaborado panorama no llega a cuajar en una visión de conjunto. Las fuentes de primera mano y mayor riqueza son las narraciones de viajeros. En muchos otros documentos aparece información a manera de piezas de rompecabezas que están a la espera de ser armados pero son los relatos de estos viajeros los que nos permiten sumergirnos en el Perú de la independencia, dependiendo claro está, de la capacidad literaria y de observación del escritor. Pero recordemos la advertencia, irónicamente narrada por A.Fuentes (Lima: apuntes históricos, descriptivos, estadísticos y de costumbres (1867).- Lima, BID, 1985) de que muchas veces el viajero registraba como costumbre, hechos que no pasaban de lo anecdótico. Muchos viajeros aparecen por nuestras costas durante la independencia; en el momento, la independencia, se conjuga un renovado interés científico por las riquezas naturales del nuevo continente con una fuerte curiosidad por la formación de los nuevos países. Quizás los que tienen mayor información sobre la independencia han sido compilados E. Núñez (Relaciones de viajeros, 4v.) en la gigantesca Colección documental de la independencia del Perú. Como A.Tauro (Viajeros en el Perú republicano.- Lima, UNMSM, [s.f]), E.Núñez se dedicó a reunir muchas relaciones de viajeros, en los que se incluyen algunos de la temprana república, con el objeto de ilustrar el siglo XIX peruano. Compiló por ejemplo Viajeros alemanes por el Perú: cuatro relaciones desconocidas: P.Wolfgang Bayer, Friedrich Gerstaecker, Karl Scherzer, Hugo Zoller (Lima, UNMSM, 1969), prologó la obra de Max Radiguet (Lima y la sociedad peruana, Lima: Biblioteca Nacional del Perú, 1971) y también editó un estudio sobre viajeros (Viajes y viajeros extranjeros por el Perú: apuntes documentales con algunos desarrollos históricos-biográficos, Lima: [s.e.], 1989). Las importantes

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observaciones de Heinrich Witt (Diario y observaciones sobre el Perú: 1824-1890, Lima: Cofide, 1987) han sido tambié_ publicadas sumándose a los esfuerzos por publicar a viajeros franceses de Macera ("Los viajeros franceses y el Perú republicano (1826-1890)" en Revista Peruana de Cultura, Lima, (5): 1965.- pp.50-70) y J.P. Duviols (Voyageurs français en Amérique: colonies espagnoles et portugaises, Paris, Bordas, 1978). Los libros que se leen enriquecen el contenido de todo los temas que uno está investigando (y escribiendo) pero por lo general, se suelen dedicar a algún punto en especial. Por eso, en este caso, la bibliografía utilizada ha sido separada de acuerdo con los temas que se toca de tal manera que el lector pueda encontrar la información mencionada directamente en los libros. Por temas y por orden alfabético la bibliografía consultada ha sido la siguiente: Con respecto a lo cotidiana y los espacios de opinión, ALGUNOS TEMAS DE LA VIDA DIARIA: BARREDA LAOS, Felipe.- Vida intelectual del virreinato del Perú.- Buenos Aires, Tal..Graf. Argentinos, L.J.Rosso, 1937 BETALLELUZ, Betford.- Historia del Perú: una aproximación.- Lima, Univerrsidad del Pacífico. Escuela Preuniversitaria, 1995 (Curso: Historia) BUSCHNELL, David; MACAULAY, Neill.- El nacimiento de los países latinoamericanos.- Madrid, Nerea, 1989, 328 p. (Quinto Centenario) ESTENSSORO, Juan Carlos.- Música y sociedad coloniales: Lima 1680- 1830.Lima: Colmillo Blanco, 1989, 160 p. GARGUREVICH REGAL, Juan.- Historia de la Prensa peruana (1594-1990).Lima, La Voz, 1991 MACERA, Pablo.- Trabajos de historia.- Lima, INC, 1977, 4t. ITURRIAGA, Enrique y ESTENSSORO, Juan Carlos.- "Emancipación y República: siglo XIX". En: Patronato Popular y Porvenir Pro Música Clásica, ed..La música en el Perú.- Lima, Patronato Popular y Porvenir Pro Música Clásica, 1988.- pp. 103-124 O'PHELAN, Scarlett.- Un siglo de rebeliones anticoloniales. 1700-1783.- Cusco: Bartolomé de las Casas, 1980, 351p.

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