El erotismo en El otoño del patriarca

June 28, 2017 | Autor: C. Sanchez Lozano | Categoría: Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, El erotismo en la obra garciamarquiana
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Descripción

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El erotismo en El otoño del patriarca Por CARLOS SÁNCHEZ LOZANO



"pero no quería tanto, quería más, quería que lo quisieran".

En El otoño del patriarca la sexualidad habitualmente degenera en violencia. Por definirlo así: no es una sexualidad constructiva, es decir, que enriquezca, libere o cree conocimiento y placer de los sentidos. Esto en razón de que es ejercida por el patriarca-dictador, un ser de naturaleza despótica, groseramente violento. Un ser sin amor. La sexualidad, entonces, adquiere forma de perversión o aberración. Así lo vemos rodeado en la casa presidencial de centenares de concubinas, de las cuales, cuando quiere, escoge una, de improviso, obligándola a tener relaciones sexuales: “elegía una por asalto sin desvestirla ni desvestirse, sin cerrar la puerta, y en el ámbito de la casa se escuchaba entonces su resuello sin alma de marido urgente, el retintín anhelante de la espuela de oro, su llantito de perro, el espanto de la mujer que malgastaba su tiempo de amor tratando de quitarse de encima la mirada escuálida de los sietemesinos, sus gritos de lárguese de aquí váyanse a jugar en el patio que esto no lo pueden ver los niños, y era como si un ángel atravesara el cielo de la patria, se apagaban las voces, se paró la vida, todo el mundo quedó petrificado con el índice en los labios, sin respirar, silencio el general está tirando”.

Este ensayo originalmente fue publicado en la revista Universidad de Antioquia, No. 231/1993. Mis agradecimientos a Juan José Hoyos, director en aquellos años de la publicación. ∗

2 Es una sexualidad animalesca, acomplejada, puramente instintiva. Otra forma de ejercer poder fascista, violando el mínimo derecho al consentimiento, que es parte del respeto a la sexualidad del otro. Al patriarca eso no le importa ni le dice nada. Una sexualidad instintiva tiene que caer en la perversión. Varios son los casos que aparecen en el Otoño y García Márquez los refiere sin ningún tipo de limitaciones hipócritas. Uno de estos casos es el del caudillo federalista, el general Narciso López, un militar homosexual y sórdido, quien después de una borrachera sin extremos: “se le metió en el catre a un dragoneante de la guardia presidencia y lo calentó a su gusto con recursos de mujer brava y después lo obligó a que me lo metas todo, carajo, es una orden, todo, mi amor, hasta tus peloticas de oro, llorando de dolor, llorando de rabia, hasta que se encontró consigo mismo vomitando de humillación en cuatro patas con la cabeza metida en los vapores fétidos del excusado, y entonces levantó en vilo al dragoneante adónico y lo clavó con una lanza llanera como una mariposa en el gobelino primaveral”. Después que el incidente se hace público, el patriarca es informado de que el general López "se metió un taco de dinamita en el culo y se voló las entrañas por la vergüenza de su pedestaría invencible". Es, pues, una sexualidad culpable, todavía acentuada más por provenir de la casta de las armas, devotos de un machismo brutal, tal como lo demostró, por ejemplo, el peruano Mario Vargas Llosa en su novela La ciudad y los perros (1963).

3 Y en otros casos es demostrativa de la ignorancia y de la crueldad innata del patriarca, como cuando ataca de súbito a una lavandera. Ella le ruega no hacerlo, pues tienen la menstruación, pero esto no es un obstáculo para que la viole analmente: “y la derribó de un zarpazo sobre las bateas del lavadero a pesar de que ella trató de escapar con el recurso de susto de que hoy no puedo general, créamelo, estoy con el vampiro, pero él la volteó bocabajo en las tablas de lavar y la sembró al revés con un ímpetu bíblico que la pobre mujer sintió en el alma con el crujido de la muerte y resolló qué bárbaro general, usted ha debido estudiar para burro, y él se sintió mas halagado con aquel gemido de dolor que con los ditirambos más frenéticos de sus adulares de oficio y le asignó a la lavandera una pensión vitalicia para la educación de sus hijos”. La del patriarca es una sexualidad aberrada, enferma, producto de su propia relación con el poder autoritario que ejerce. Es manifestar por otros medios —el más privado e íntimo, la sexualidad— el ejercicio del poder total: ninguna vida importa y todo puede ser aplastado simplemente porque se quiere y satisface los más bajos instintos de dominio y humillación. No es una sexualidad liberadora y refleja en toda su dimensión la pobreza humana del dictador. La conclusión en dolorosa, el amor, esa “espina de pescado atravesada en el alma”, jamás es vivida ni comprendida por el patriarca, aquello por lo que nunca luchó y jamás alcanzó. García Márquez parece sentenciar: un ser que vive para el poder necesariamente es un ser para el desamor. Ell patriarca es la prueba. El primero avasalla al segundo, negándolo, pues es su más peligroso contradictor.

4 Además el patriarca nunca se educó para el amor o peor confundió amor con sexualidad, como le dice sin pelos en la boca su doble Patricio Aragonés: mujeres "que ponen sus cuerpos de vacas muertas para que uno cumpla con su deber mientras ellas siguen pelando papas... sólo a usted se le ocurre creer que esa vaina es amor mi general". En efecto, en el Otoño es drástica la diferencia heredada del Romanticismo, entre sexualidad y amor (típico ejemplo es María de Jorge Isaacs). Generalmente no van juntos, básicamente por una razón: la sexualidad del patriarca es vivida como agresión instintiva, como violencia sometedora. Pero en las excepcionales ocasiones en que sentimiento y erotismo se juntan, estos amores resultan arrasadores, delirantes, dignos de vivir. No son amores racionales, pensados, vividos con inteligencia. Son amores fogosos llevados peligrosamente hasta el final, donde se puede enloquecer o perderse para siempre. Y sobre todo son fugaces, pero vivos y puros. Como en la letra de un bolero, merece dar la vida por esos amores, entregar todo lo que es uno en otro, perderse en él. García Márquez —a quien podemos considerar uno de los herederos del mejor Romanticismo— no detiene a sus personajes a reflexionar sobre el amor. Ninguno de ellos tiene "teorías" seudointelectuales al respecto. Son seres intensamente apasionados y se dejan llevar por el amor ciego, por la propia corriente de los acontecimientos que momento a momento se van dando: firmes, bien apretados, esperando el próximo encuentro. Porque suponen que al amor lo fundan esos remolinos voraces donde no se sabe para dónde van las cosas ni los riesgos que se corren. En consecuencia, cuando se

5 fracasa, las decepciones resultan tan sórdidas y dolorosas. Analicemos estos amores comenzando por la historia del patriarca con Manuela Sánchez. "Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta" El anciano dictador, después de asesinar a un grupo de caudillos federalistas que le hacían sombra para derrocarlo, queda con suficiente tiempo libre para recibir a una reina popular del tugurio más miserable y peligroso de la ciudad, llamado según se decía "barrio de las peleas de perro porque todos los perros del barrio estaban peleando en la calle desde hacía muchos años sin un instante de tregua", un muladar atroz y violento al punto de que "se comían asados los hijos de los ricos". Allí había nacido y allí vive Manuela Sánchez, reina de los pobres. Después de recibirla en audiencia y bailar con ella un vals, el patriarca le promete que ordenará instalar el agua y la luz en el barrio. La despide con indiferencia. Piensa: "no vuelvo a hablar con pobres”, y se dirige al cuarto a dormir. Revisa que todo esté como siempre: los leprosos en los rosales, los paralíticos en las escaleras, los guardias jugando naipes, la miel de abejas escondida detrás de un cuadro, las veintitrés ventanas de la casa en su puesto, el hermoso mar en el mismo sitio, pasa las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, orina, le duele la hernia del testículo, se tira en el suelo, coloca su brazo como almohada, "no había mas ruido en el mundo, él solo era la patria", se duerme... Y de pronto, como una mala pesadilla de muerte, despierta a las tres de la mañana y ve una sombra. Pero, maldita sea, ¿quién lo mira en la oscuridad?

6 ¿Cómo hizo para entrar? ¡Es el más imprevisto, doloroso, bello y trágico de los visitantes!: “abrió los ojos para ver, asustado, y entonces vio, carajo, que era Manuela Sánchez que andaba por el cuarto sin quitar los cerrojos porque entraba y salía según su voluntad atravesando las paredes, Manuela Sánchez de mi mala hora con el vestido de muselina y la brasa de rosa en tu mano y el olor natural de regaliz de tu respiración, pero era ella, era su ropa, era su rosa, era su aliento cálido que perfumaba el clima del dormitorio como un bajo obstinado con más dominio y más antigüedad que el resuello del mar, Manuela Sánchez de mi desastre que no estabas escrita en la palma de mi mano... no te gastes mi aire de respirar , mi sueño de dormir, el ámbito de la oscuridad de este cuarto donde nunca había entrado ni había de entrar una mujer, apágame esa rosa, gemía, mientras gateaba en busca de la llave de la luz y encontraba a Manuela Sánchez de mi locura en lugar de la luz, carajo, por qué te tengo que encontrar si no te me has perdido, si quieres llévate mi casa, la patria entera con su dragón, pero déjame encender la luz, alacrán de mis noches Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta, gritó”. Delirando de rabia el patriarca despierta a todo el mundo. ¡Por fin ha llegado el amor a la casa del tirano! Se arma un desorden de locura en el palacio presidencia en plena madrugada, corren de un lado para otro ordenando que todo el mundo se levante, arriba, arriba. Hasta que un oficial le informa “son apenas las tres de la mañana”. Enfurecido el patriarca lo cachetea y aúlla "para que lo escucharan en el mundo entero, son las ocho, carajo, las ocho, dije, orden de Dios".

7 Desconsolado por la emoción inédita visita a su madre, quien tampoco lo entiende. Regresa al palacio y entonces contempla la verdad: amar es "como tener el propio corazón en carne viva"; estar enamorado "es como si el corazón fuera el tercer cojón". Suda y gimotea como cualquier adolescente perdido en el desconsuelo de su amor, "dio vueltas en la sala de audiencias con la ansiedad sin recursos de un presidente eterno con una espina de pescado atravesada en el alma”. En los días siguientes se le ve ido y desatento. Incluso el pueblo se burla de su condición de tirano. Se acostumbran a verlo en "su triste condición de presidente bañado en lágrimas". El patriarca no resiste más y va a buscar a Manuela Sánchez en el miserable barrio donde vive, como el más anónimo y modesto de los hombres. Incluso se atreve a bajar de la limusina presidencial y preguntar por el domicilio de ella. Finalmente alguien entre el tumulto dice con desparpajo: "ya sé quién es, señor, una tetona nalgoncita que se cree la más del gorila, vive ahí, señor, ahí". El patriarca a partir de aquel día se convierte en el más cumplido y respetuoso de los pretendientes. Y el más tímido. Manuela Sánchez, con crueldad inocente, lo hace sufrir esperándola mientras se arregla para recibir con decoro al primer mandatario de la patria. Él se pregunta desolado "dónde estarás Manuela Sánchez de mi infortunio en esta casa de mendigos, dónde estará tu olor de regaliz en esta peste de sobras de almuerzo, dónde estará tu rosa, dónde tu amor, sácame del calabozo de estas dudas de perro". No hay duda ahora que la ve: es la mujer más hermosa que ha conocido.

8 El espectáculo que se verá en adelante es tragicómico, ciertamente bochornoso y ridículo: el anciano tirano detrás de una joven reina de barrio tugurial. Pero a él, enloquecido de amor, no le importa nada la dignidad, ni la jerarquía de su cargo. El pueblo, con burla, lo ve pasar todos los días camino a la casa de la amada dentro del carro presidencial, pintado ahora de servicio público para engañar a los pobres. Risueños y crueles miran "al anciano canicular escondido de civil dentro del traje de lino inocente, veían su palidez de huérfano, su semblante de haber visto amanecer muchos días, de haber llorado escondido, de no importarle ya lo que pensaran de la mano en el pecho, el arcaico animal taciturno que iba dejando un rastro de ilusiones". En su ánimo de demostrar amor, el patriarca manda cambiar el entorno más cercano a la casa de su amada y expulsa a los más pobres a quienes no quiere ver dañando el castillo de hadas donde ella vive. Manuela Sánchez apenas si comprende el amor enfermizo de su anciano pretendiente. Es sumamente jocosa la forma como ella frena los ímpetus eróticos del patriarca: "no se me acerque demasiado, excelencia, que ahí está mi mamá con las aldabas de mi honra, y él se ahogaba en sus anhelos, se comía la rabia, tomaba a sorbos lentos de abuelo el agua de guanábana fresca de piedad que ella le preparaba para darle de beber al sediento". Ahora sí el pueblo puede reírse a carcajada sonora del comportamiento del tirano. Hasta los loros repiten lo que dice la gente: "ahí viene el general de mis amores echando caca por la boca y echando leyes por la popa". El patriarca se desespera más y crecen los gestos para llamar la atención de Manuela Sánchez: le regala

9 cualquier cantidad de cosas imaginables desde gramófonos hasta máquinas de astronomía. Tanta es la cantidad de regalos diarios, que hay que tumbar paredes de casas aledañas para que quepan. Pero lo peor no es que quiera comprar su amor, sino que la quiere sólo para él. No quiere que nadie se entrometa en su pasión. Nos enteramos que, inexplicablemente, los pretendientes de Manuela Sánchez han desaparecido, "habían muerto uno después del otro fulminados por colapsos impunes y enfermedades inverosímiles". No hay por qué dudarlo: el patriarca los ha mandado matar a todos. Pero el colmo de los regalos, único, de amante con poderes de Dios, es el que ofrece el patriarca a su reacia enamorada: el cometa. Sí, el cometa —posiblemente el cometa Halley—, astro maldito y de mala suerte, el cual ha cambiado su curso para satisfacer un capricho de amor del tirano, "ahí estaba....más antiguo que el mundo, la doliente medusa de lumbre del tamaño del cielo que a cada palmo de su trayectoria regresaba un millón de años a su origen". Es de imaginar el asombro, el terror de Manuela Sánchez. Se persigna y estira la mano al vacío, casi desmayándose. Al fin el patriarca puede tocar su mano, embriagado por el momento, "soñando con vivir de nuevo aquel instante feliz aunque se torciera el rumbo de la naturaleza y se estropeara el universo". Todos los habitantes creen haber sido víctimas de un nuevo engaño histórico y los allegados del patriarca aprovechan el imposible acontecimiento para hacerlo parecer como un dios protector del mal y las enfermedades. Al patriarca esto poco le importa: está perdido en su ilusión, en su sueño, de "causarle vértigo de eternidad a una mujer hermosa". Sin embargo, de pronto, las cosas se

10 transforman: pasa el cometa y Manuela Sánchez aterrada, ya no está allí. Desapareció. ¿Qué se hizo?, pregunta desesperado el patriarca. Simplemente se esfumó, le comentan sus aterrorizados empleados. Le dicen que "la vieron en un baile de plenas en Puerto Rico... pero no era ella, que la vieron en la parranda del velorio de Papá Monterio, zumba, canalla rumbero, pero tampoco era ella". Convencido del fin de su amor, el patriarca "se sintió más viejo que Dios en la penumbra del amanecer de las seis de la tarde de la casa desierta, se sintió más triste, más solo que nunca en la soledad eterna de este mundo sin ti, mi reina, perdida para siempre en el enigma del eclipse, para siempre jamás, porque nunca en el resto de sus larguísimos años de su poder volvió a encontrar a Manuela Sánchez de mi perdición". Sólo una conclusión, una lección dolorosa, puede sacar el tirano de su loco amor por Manuela Sánchez: "y si entonces no se abandonó al albedrío de la muerte no había sido porque le hiciera falta rabia para morir sino porque sabía que estaba condenado sin remedio a no morir de amor". Se acuesta en el piso como siempre, derrotado, y ahora consciente de que es un anciano con una edad imposible fijar entre los 107 y los 232 años. Como se deduce, éste es uno de los mejores episodios de la novela. El dios Eros tan selectivo —económica y socialmente hablando— lanza una de sus flechas contra el dictador, pero se equivoca en la escogida: una bella reina de barrio popular. El episodio es grandioso y García Márquez aprovecha todas las contradicciones —de clase social, culturales, políticas— entre el dictador y su enamorada de barrio miserable, para destacar la presencia del amor en la vida de

11 un ser humano. Pero aquí hay una serie de peculiaridades que es importante resaltar. Hemos visto hasta ahora que el patriarca tiene un comportamiento anormal frente a la sexualidad e, incluso, alguna vez que su doble Patricio Aragonés le dijo estar enamorado, el dictador le respondió que se "dejara de maricadas". Pero ahora le toca al turno a él mismo, convertido ya en un anciano de una edad imposibles de precisar. Y no está preparado, pues es un animal solitario, torpe, sin ningún sentido de la ternura o el respeto. García Márquez se vale de estas características para resaltar más el poder de cambio, de transformación incomprensible que ejerce el amor sobre un viejo cobarde y miserable que jamás ha vivido la pasión. La escena comienza con un hecho de indiferencia normal del poder: el patriarca recibe en audiencia especial a Manuela Sánchez, que no siembra en él ninguna expectativa, pues es otra "pobre bonita" o "una tetona nalgona que se cree la mamá de Dios". Pero poco a poco —y García Márquez nos lo hace sentir muy bien— las cosas cambian. Un suspenso tenso comienza. El tirano repite la rutina de todos los días y cree sentirse satisfecho al no presentarse ninguna alteración en su vida: mandar, gritar, comer. beber, tal vez fornicar con cualquiera de sus concubinas. Pero no. Hay algo en el aire difícil de identificar, una sensación que poco a poco se apodera de todo y que provoca suspiros sin causa , distracciones inmotivadas, olvidos tontos. De la indiferencia el patriarca pasa a sentir un adaggio doloroso, lento que va carcomiendo su tranquilidad tan difícilmente encontrada. Y finalmente llega la explosión, el aleggro poderoso, el visitante inesperado: "¿Quién anda?”, pregunta perplejo. Nadie responde porque es el fantasma

12 inolvidable de Manuela Sánchez. Es el amor en la casa del Mal y el Horror, el tiránico amor que cantara Quevedo en su popular soneto: "Es hielo abrasador, es fuego helado,/ es herida que duele y no se siente,/ es un soñado bien, un mal presente,/ es un breve descanso muy cansado..." Contemplamos, entonces, lo imposible: el anciano dictador, como un adolescente desesperado que desea reconozcan su amor, persigue babosamente a la joven Manuela Sánchez, que apenas si logra salir de su asombro, de su espanto. Para ella, en cambio, no ha llegado el amor sino el desasosiego. Incluso, una especie de muerte, pues desde ese día tendrá que tolerar la seducción insoportable de alguien que le produce pánico y al que por miedo o respeto no puede decirle — seguramente como a muchos pretendientes— que se vaya, que la deje en paz. La paradoja es que por primera vez el poder se muestra vulnerable, factible de ser tocado por algo que no puede dominar. Al patriarca poco le importa ya que lo consideren un viejo pervertido o ridículo, que todas las tardes visita como novio —él que es una bestia humana que jamás ha pedido permiso para nada— la casa de una reina de barrio pobre, tocando a la puerta "con tres golpes de los nudillos que parecieron tres súplicas". Está enamorado, simplemente, y lo que digan los otros no le importa. Es de imaginarlo con su mano en el pecho, con los ojos testigos de haber llorado y haberse desvelado durante noches enteras. García Márquez así lleva la parodia al paroxismo: el amante deshecho porque no le dicen un "si" que le devuelva la vida, que dé razón de su existencia , el que sufre que su amada no le haga sentir que

13 no todo es miseria y abandono, la añorada que puede convertirlo en el pensamiento siempre eterno en la distancia. Todo porque el dictador quiere "ser querido por amor, no por lástima". García Márquez aprovecha los símbolos del romanticismo latinoamericano para expresar el "fuego helado" que siente el tirano, esa "espina de pescado atravesada en el alma". Además es evidente el conocimiento que tiene de la música popular para hacernos sentir el desespero de su personaje en "carne viva". El episodio barroco, extraordinario, del regalo que hace el patriarca a Manuela Sánchez, la contemplación del cometa, es digno de comparar con aquel hermoso bolero cubano donde el amante, que quiere probar la total dimensión de su amor y fidelidad, le dice a su amada: tú puedes pedirme un pedazo de cielo que te lo daré, tú puedes pedirme que seque los mares y los secaré, tú puedes pedirme que haga un imposible y por ti lo haré, pero no me pidas, amor, que te olvide, porque no podré. Manuela Sánchez es, pues, el amor platónico del patriarca y la única mujer que puede darse el lujo de rechazar el símbolo del poder y dejarlo plantado. Ella, como todo símbolo de romanticismo, es una mujer idealizada, inalcanzable. Lo extraordinario es que en el Otoño lo romántico siempre figura al lado de lo realista. El contraste, pues, tiene que ser brusco. Una frase que podría figurar en un bolero ("Manuela Sánchez de mi locura"), no es extraño que aparezca enfrentada a una grosería seca, realista ("Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta"). El efecto logrado es magnífico: una es la mujer

14 idealizada y la otra es la mujer de carne y hueso, profundamente contradictoria y erótica. Posiblemente ella no sea más que —como dice grotescamente uno de sus vecinos de barrio— una "tetona nalgoncita que se cree la mamá del gorila", pero a los ojos del patriarca es "la mujer más hermosa y más altiva de la tierra con la rosa encendida en la mano". El anciano dictador, en medio de su romanticismo exaltado, puede pronunciar los epítetos mas líricos o cotidianos. Manuela es su primer amor devorador: angustioso, rodeado de incertidumbre, lleno de temores y esperas. No de otro modo se pueden comprender los epítetos con los cuales la evoca: “Manuela Sánchez de mi mala suerte", "Manuela Sánchez de mi mala hora", "Manuela Sánchez de mi desastre", "Manuela Sánchez de mi locura", "alacrán de mis noches", "Manuela Sánchez de mi perdición, "Manuela Sánchez de mi rabia", “Manuela Sánchez de mi desventura", "Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta". Y como cualquier amor platónico digno de ser recordado, el del patriarca por Manuela Sánchez, terminará desconsoladamente para él, pues no bastará todo su amor para retenerla y ella desaparecerá —al igual que Remedios la Bella subiendo hasta los cielos, virgen no tocada por mano de varón— y no se le volverá a ver jamás, nunca más, pese a que el dictador desplace todos sus ejércitos para encontrarla. Al fin el patriarca ha aprendido una lección más importante y definitiva para la vida que cualquiera de sus lecciones de poder y mando. Ha aprendido, con rabia, con dolor, que pese a quererlo, jamás moriría de amor, la más pura y verdadera de las muertes.

15 "Mi único y legítimo amor" Otro de los episodios eróticos arrasadores del Otoño, es el que vive el sátrapa junto a Leticia Nazareno. En plena aduana, vigilando la expulsión del país de todos y cada uno de los desnudos miembros de las comunidades eclesiásticas, en venganza por no haber canonizado a su madre Bendición Alvarado, el patriarca de pronto ve a una monja que le rompe la monotonía del placer de la expulsión. Es como si el mundo del dictador se detuviera por centésimas de segundo. La primera imagen que se nos da de ella resulta suficiente: "era pequeña y maciza, robusta, de nalgas opulentas, de tetas grandes y ciegas, de manos torpes, de sexo abrupto, de cabellos cortados con tijeras de podar, de dientes separados y firmes como hachas, de nariz escasa, de pies planos, una novicia mediocre". El patriarca ordena a un oficial que investigue el nombre de la monjita. Le preguntan en voz alta y ella responde con voz de hombre: Leticia Nazareno. En un delirio de lujuria, el viejo dispone que la secuestren del convento de Jamaica donde está recluida y se la traigan amordazada y en una camisa de fuerza. Así lo hacen, dejándola narcotizada y desnuda en una de las habitaciones de la casa presidencial. El patriarca sabe que no puede repetir la historia romántica de Manuela Sánchez, y Leticia Nazareno apenas sale de su desmayo, comprende que nunca podrá escapar de su cautiverio. Pero extrañamente —acostumbrados como estamos a la brutalidad sexual del patriarca— éste no la viola. Comienza una etapa de

16 seducción y cortejo exquisita, guiada por la misma Leticia Nazareno. Mientras ella duerme desnuda, el patriarca la observa lascivo y temeroso. Cuando despierta, juntos quedan petrificados, sintiéndose culpables de algo que no han hecho. Incluso, después de la historia con Manuela Sánchez, por primera vez sentimos al tirano indefenso, temeroso “porque no podía imaginarse que a pesar de sus años incontables y su poder sin medidas él estaba más asustado que ella, más solo, más sin saber qué hacer, tan aturdido e inerme como estuvo la primera vez que fue hombre con una mujer de soldados a quien sorprendió a media noche bañándose desnuda en un río". Ahora espera que Leticia Nazareno lo ayude, lo guíe en las aguas del amor, que le preste "el auxilio de su misericordia“ para no hacer el ridículo. En esos menesteres platónicos y deseos frustrados se va el primer año. Se convierte entonces en un niño y la misma Leticia Nazareno está asombrada de la rendición de su enamorado atroz. Y entonces se encarga de la educación del patriarca: lo obliga tiernamente a volverse elegante, a dominar la pasión pese al deseo enloquecedor, a quitarse la ropa en el momento de amor, el uniforme, las correas de sable, el mazo de llaves, las polainas, las botas. Este es otro de los momentos más deliciosos de El otoño del patriarca, donde García Márquez confirma sus dotes de Sherezada moderno, de encantador de serpientes, de brujo verbal, de excelente contador de historias, en este caso una historia erótica: el patriarca por fin ha logrado amar y ser amado sin utilizar la violencia para lograrlo. Si Manuela Sánchez fue su amor platónico, amor sin sexo, Leticia Nazareno será su Manuela Sánchez carnal, humana, guía por los

17 laberintos del amor de los cuerpos desesperados, deseosos de encontrarse en el abrazo final. Ella lo instruirá para ser seductor, pausado, sugestivo, lo hará adulto en el amor, le dará ciudadanía erótica. Con paciencia religiosa Leticia Nazareno logra imposibles: que el patriarca contenga sus impulsos de anciano lujurioso, que sea delicado y a la hora del amor se quite sus complicadas vestiduras de militar y se enfrente con valor a "guerras menos temibles y desoladas que aquella guerra solitaria” de amar. "Como harán las mujeres para hacer las cosas como si las estuvieran inventando, cómo harán para ser tan hombres", dice el patriarca observando la deliciosa educación que recibe de la única mujer que demuestra quererlo de modo verdadero. No sospecha que ella se convertirá luego en la "la presidenta escondida", que manejará los hilos del poder tras bambalinas , la "monja puta” con la que tendrá un hijo ascendido a general de tres soles desde el momento de su nacimiento... "Una advenediza con ínfulas de reina", como la calificará el pueblo. Finalmente llega el momento esperado. Al completar el segundo año la pasión se desenfrena y el patriarca por fin logra amar a Leticia Nazareno y ser amado devotamente por ella, sin temor, en un episodio furioso, encantador, refrescante: “lo había conocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios, liberado del miedo, libre, convertido en bisonte de lidia que en la primera embestida demolió todo cuanto encontró a su paso y se fue de bruces en un abismo de silencio donde sólo se oía el crujido de los maderos de barcos de las muelas apretadas de Leticia Nazareno, presente, se había agarrado de mi cabello con todos los dedos para no morirse sola en el vértigo sin fondo en que yo me moría

18 solicitando al mismo tiempo y con el mismo ímpetu por todas las urgencias del cuerpo...cómo es posible haber vivido tantos años sin conocer este tormento, lloraba, aturdido”. "La razón de mi vida a los catorce años" La última historia amorosa de El otoño del patriarca es bien curiosa. Al comenzar la sexta parte de la novela hay una ruptura narrativa que nos deja cautivados: una mujer empieza a hablar en primera persona ”no podía concebir el mundo sin el hombre que me había hecho feliz doce años como ningún otro lo volvió a conseguir desde las tarde de hacía tanto tiempo en que salíamos de la escuela a las cinco y él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda". Todavía no entendemos bien qué pasa. Recordemos que en el capítulo quinto, el patriarca se fascinaba mirando a las niñas que estudiaban en el colegio anexo a la casa presidencial y se nos contaba cómo todas salían a correr apenas lo veían tras las rejas llamándolas lascivamente. Pero ahora la narradora agrega: "todas menos yo”. Y comienza una embriagante historia erótica: ella sí se detiene y toma los caramelos que el anciano patriarca le ofrece: “y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso ni un pliegue del vestido y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque

19 estaba más asustado que yo, temblaba, se le veían en la casaca los golpes del corazón, estaba pálido, tenía los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mí ningún hombre en toda mi vida de exilio, me tocaba en silencio, respirando sin prisa, me tentaba con ternura de hombre que nunca volví a encontrar, me hacía brotar los capullos del pecho, me metía los dedos por los bordes de las bragas, se olía los dedos, me los hacía oler, siente, me decía, es tu olor”. Cada tarde ella acudirá feliz al encuentro con su amante senil, quien "me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él". Incluso el tirano llega a hacerle confesiones a la joven: "me hablaba de él mismo en las digestiones lentas del amor... me decía que ni él mismo sabía quién era él, que estaba de mi general hasta los cojones, decía sin amargura, sin ningún motivo, hablando solo". La adolescente sigue siendo la amante colegiala de las cinco de la tarde del viejo solitario y agonizante. Un día un pelotón de soldados allanan su casa y la obligan, junto con su familia a abandonar el país para siempre. Transcurridos los años, lo que narra la ahora envejecida mujer es desolador. Enterada de la muerte del dictador, cargada de hijos de diferentes padres anónimos (lo que nos hace pensar que se convirtió en prostituta) y amargada por no ser ningunos de ellos hijo del patriarca, su amor loco, recuerda: “me pasé el resto de mi vida muriéndome por él”. En cambio el patriarca, ya casi totalmente hundido en el pozo de la amnesia, ni siquiera se da cuenta que lo engañan, pues sigue creyendo que su amante colegiala es la misma de siempre. La realidad es

20 distinta y cruel: los allegados al dictador obligaron al exilio a la joven. para que el viejo no notara la ausencia, la reemplazaron con otras "colegialas” contratadas. Un día él le pregunta a una de ellas”qué te enseñan en la escuela". Y ésta responde: "no me enseñan nada señor , lo que yo soy es puta de puerto". En efecto han contratado mujerzuelas para satisfacer la perversión del viejo. El contraste es cruel, pues si la verdadera colegiala sentía amor y felicidad en satisfacer los caprichos sexuales del dictador, las otras son cínicas y groseras. Los militares las habían obligado a imitar a la primera, y como recuerda una de ellas: “nos dijeron que no se asusten de ese pobre abuelo pendejo que ni siquiera se las va a tirar sino les hace exámenes de médico con el dedo y les chupa la tetamenta y les mete cosas de comer por la cucaracha; pero yo encuentro que es demasiada vaina tanto plátano maduro en la cosiánfira y tanta malanga sancochada en el fundillo por los cuatro tísicos pesos que nos quedan... no es justo desperdiciar tanta comida por debajo si una no tiene ni qué comer por arriba”. Hemos advertido que la sexualidad en el Otoño, siempre presenta una contradicción evidente: es violencia y bestialismo, o es liberación y romanticismo. Este episodio de la colegiala pertenece a la segunda categoría, pero no deja de parecer extraño, y por consiguiente grotesco, que una adolescente menor de quince años se enamore de un anciano dictador con más de doscientos. Pero el elemento grotesco es superado por el romántico y presenciamos una corta historia de amor, profundamente apasionada y tierna. García Márquez con estas historias de amor logra llegar a un amplio público que, sea cual sea su condición

21 social, se siente retratado en sus gestos de amor más cotidianos. Frases como las que la colegiala pronuncia refiriéndose a su senil amante, "tenia los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mi ningún otro hombre en toda mi vida, "me pasé el resto de mi vida muriéndome por él” pueden figurar seguramente en cualquier novela de Corín Tellado o en las radionovelas o telenovelas las diarias que se oyen y se ven en cualquier país latinoamericano, pero García Márquez las logra sacar de su ámbito “rosa” elevándolas a una cima estética inesperada, pura, llena de sugestiones sentimentales y humanas, convirtiéndolo en un escritor romántico de altas dotes. El mundo íntimo de la pareja no le es desconocido y las relaciones sexuales siempre son exaltadas, descritas en todo su gozo, y el placer de leerlas deriva, con toda seguridad, del placer con que él las escribió; incluso nunca son repetidas en sus ritos o palabras ( cosa frecuente en las hostigantes novelas de Henry Miller, por ejemplo). Y la pasión del cuerpo con la pasión del espíritu siempre van juntas, para molestia de los mandatos eclesiásticos que invariablemente prohíben lo primero. En verdad, García Márquez es un heraldo del atrevido dios Eros, y si no recordemos algunas de aquellas hermosas, fogosas y conflictivas historias de amor que se encuentran en todas sus obras: Eréndida y Ulises (La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada), Aureliano Buendía y Remedios Moscote, La Meme y Mauricio Babilonia, Petra Cotes y Aureliano Segundo, Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia (Cien años de soledad), Angela Vicario y Bayardo San Román (Crónica de una muerte

22 anunciada), Fermina Daza y Florentino Ariza (El amor en los tiempos del cólera). Por eso, como lectores, nos resulta descorazonador la forma como termina la historia entre la colegiala y el patriarca. Pero en definitiva, el dictador es un ser condenado al desamor. Nada lo salvará. El amor, el erotismo, esos extraños fantasmas que viven en el hombre. Constituyen la fiesta de la vida y sin embargo, con todos los misterios y prejuicios que existen a su alrededor, se pueden convertir en infiernos cotidianos. Algo de eso, de cómo evitar caer en las redes del temor, nos ha enseñado García Márquez en El otoño del patriarca, donde cada vez que se presenta el amor se advierten inmediatamente señas de libertad. Queda la lección dolorosa del patriarca quien al final descubre que de poco le sirvió su inmenso poder, pues lo único que consiguió fue convertirse en un ser solitario, que no aprendió a amar, que no pudo ser generoso y democrático, “y a cambio había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del poder, se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas de aquel holocausto infinito, se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos los tiempos”. Publicado originalmente en la Revista de la Universidad de Antioquia, No. 231, Marzo de 1993. Recogido en Página 34. Opiniones de una década. Bogotá: El astillero, 1998

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