EL ENGAÑO DE LA VIOLENCIA CINEMATOGRÁFICA

December 5, 2017 | Autor: M. Rodríguez Rosell | Categoría: N/A
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Descripción

II Congreso Internacional Comunicación y Realidad Eje temático: Recursos y discursos de la violencia en el ocio

El engaño de la violencia cinematográfica The deceit of the cinematografhic violence Dra. Dña. Mª del Mar Rodríguez Rosell Universidad Católica San Antonio (UCAM) [email protected] y

D. Jose Antonio Jiménez de las Heras Universidad Complutense de Madrid (UCM) [email protected]

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Resumen: La violencia ha sido con frecuencia un elemento presente (y más que presente, recurrente) en la forma de narrar de los grandes cineastas de la historia. Actualmente podemos ser testigos de un fenómeno de saturación de la violencia en las producciones cinematográficas (tanto nacionales como internacionales), considerando a la misma no sólo como protagonista de sus historias sino como un verdadero elemento desestructurante dentro de dichos discursos. En la primera parte de esta comunicación se reflexiona sobre este hecho, teniendo en cuenta el inevitable paralelismo entre realidad y ficción que provoca el observar los acontecimientos violentos que rodean a nuestra sociedad. Además se ahonda en cuestiones tales como la espectacularización o la cotidianidad o del hecho violento en las producciones del Séptimo Arte. En la segunda parte de este estudio, algo más extensa, se intenta abordar el análisis de algunas de las producciones cinematográficas nacionales más representativas del hecho violento de los últimos años, sobre todo las referidas a las de un grupo de jóvenes cineastas entre los que se podrían incluir a autores como Daniel Calparsoro, Alejandro Amenábar, Alex de la Iglesia, Santiago Segura o Juanma Bajo Ulloa (tal vez el más interesante como director, por su capacidad y rigor a la hora de crear imágenes realmente impactantes), en cuyas obras la presencia y la representación de la violencia son esenciales dentro del discurso fílmico. Para terminar, se hará un análisis detallado de la película Tesis (Alejandro Amenábar, 1996) como paradigma de la tendencia apuntada en las líneas anteriores. Abstract: Violence has frequently been a present element (even more, recurrent) in the way of telling of the great film directors. Actually we can be witnesses of a phenomenon of saturation of violence in cinematographic productions (national as much as international ones), taking into account that it one not only like the most important part of its stories but also a true item that brake structure within these speeches. In the first part of this speech we talk about this fact unavoidable parallelism between reality and fiction, considering that observing causes the violent events that surround us. In addition the spectacularitation or the daily goes deep inquestions such as violent facts in the Seventh Art productions. In the second part of this study, much wider, we try to analyse the more important national violent films of recent years, mainly the ones to those of a group of young film directors such us Daniel Calparsoro,

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Alejandro Amenábar, Alex de la Iglesia, Santiago Segura or Juanma Bajo Ulloa (perhaps the most interesting one as director, because of its capacity and rigor creating impressive real images), in whose works the presence and the representation of the violence are very important within the filmic speech. Finally, a detailed analysis is made of Tesis (Alejandro Amenábar, 1996) as an example of the tendency pointed in the previous lines.

La violencia ha sido uno de los principales elementos del Séptimo Arte desde su surgimiento; se ha servido insistentemente de ella para escribir gran parte de las páginas de su historia. Tan sólo si hacemos un rápido repaso a las películas de género que conforman parte del entramado cinematográfico mundial nos daremos cuenta cómo y en qué grado está presente la violencia en el cine. Los argumentos, temas, géneros (o subgéneros, porque sobre estos conceptos se podría discutir abiertamente) de largometrajes tan variados como La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick, Rocky (1976) de John G. Avildsen, Los intocables de Elliot Ness (1987) de Brian De Palma, o Tesis (1996) de Alejandro Amenábar, son sólo algunos de los ejemplos de la capacidad del lenguaje cinematográfico para mostrar ciertas representaciones violentas, ya sean física, verbal o psicológicas.

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Pero ¿cómo muestra el cine la violencia a través de sus imágenes? ¿ha cambiado el tipo de representación de lo violento en el cine?. Absolutamente sí. Ahora la violencia que se exhibe en la gran pantalla en más intensa, más ácida, más rápida, más fría… es la violencia por la violencia. Tradicionalmente, las grandes historias venían salpicadas por momentos violentos; pero sólo eso: momentos, breves instantes que provocaban el desarraigo del espectador que disfrutaba de la ficción en su butaca. Se trataba por ejemplo de películas de algunos géneros o subgéneros (insistimos en la dificultad de clasificación en este sentido) características del cine de Hollywood que destacaban por su violencia: el cine policial y en especial el cine negro, diferentes géneros de guerra o incluso géneros de acción como el western en sus formas más variadas. 1 En este tipo de producciones, sobre todo en las de cine negro la violencia dirigía un tipo de relato que habitualmente desembocaba en la muerte. Pero la muerte era de verdad protagonista de estos relatos, y su aparición no suponía un hecho violento, sino el fin al que tendían todos estos argumentos. La violencia en aquellas películas de género formaba parte de la narratividad de la historia, precisamente porque lo violento se convertía en pieza fundamental de las mismas. De hecho incluso podríamos clasificar de alguna forma esos actos violentos mostrados en la pantalla atendiendo a características de los agresores, al tono narrativo, ya sea serio o cómico, o al grado de intensidad en que se muestra los hechos violentos en la pantalla. Y es por eso que se utilizaban en todo su esplendor muchos de los recursos de la gramática cinematográfica: la música, el punto de vista, las miradas fuera de campo, o el sonido out, son sólo un ejemplo de algunas de las herramientas que insistentemente podemos encontrar al analizar las producciones clásicas. Las producciones cinematográficas contemporáneas, sin embargo, no muestran la violencia como un elemento más de la ficción, sino como parte de la propia naturaleza de la narración audiovisual. Esto supone elevar a un escalón más el “hecho violento”, que deja de convertirse en parte integrante de lo puramente ficcional, traspasando así los límites y los marcos que inevitablemente exige el hecho cinematográfico. Y es que la violencia en el cine se ha convertido en un hecho cotidiano. He ahí el problema.

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En la actualidad, si pensamos en el cine comercial mundial, y en el estadounidense en particular, parece que la mejor manera de exhibir violencia es escudarse en los efectos especiales o las maravillas de la aplicación de las nuevas tecnologías. No encontraremos argumentos espectaculares, tal vez porque este tipo de cine no es muy brillante en el terreno de las ideas. Sin embargo esta carencia se intenta suplir con efectos deslumbrantes que lo único que buscan es esconder o cubrir el tremendo vacío que hay realmente detrás de estas producciones. Es cierto que la cultura es hoy en día absolutamente audiovisual y tecnológica, y por eso, efectivamente, el gran espectáculo visual que se propone en la actualidad con estos recursos, unido a la velocidad vertiginosa en que los fotogramas se suceden en la pantalla (en ocasiones a modo de video-clip), provocan “violencia visual” (incluso auditiva si pensamos en la calidad de los nuevos sistemas de sonido de aplicación en muchas de las salas cinematográficas). No hay que olvidar que este tipo de cine violento provoca el predominio de tendencias “de conjunto”, es decir, llevando al espectador al punto más álgido de tensión, pero a través de todos los signos posibles para provocar sus emociones al esperar un final absolutamente previsto. No obstante esta nueva forma de expresión “violenta” no puede ser considerada de igual forma que la que se disfrutaba antaño. Podríamos pensar entonces que existe un fenómeno de saturación de la violencia en las producciones actuales; o dicho de otra forma: hoy, la violencia se convierte no sólo en la protagonista de las historias sino en el elemento principal de la materialización de las mismas. En realidad, las últimas producciones del cine con elementos agresivos demuestran que la violencia ha conseguido invertir su sentido artístico y estético para convertirse en un elemento desestructurante. Si la historia del siglo XX está vinculada con la historia del cine 2, ¿por qué es precisamente en las últimas producciones cinematográficas en las que insistentemente “lo violento” está formando parte de los argumentos y del tratamiento? ¿por qué la violencia está dejando de ser algo excepcional y se está convirtiendo en algo habitual, no sólo en la gran pantalla sino en todos los medios de comunicación? ¿acaso es que estamos sufriendo una de las etapas más violentas de la Historia moderna?. Tal vez todas estas cuestiones tengan una fácil respuesta.: la violencia ha estado presente siempre, sólo que hoy los medios la han convertido en espectáculo. Mucho antes de la

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existencia de los principales medios de comunicación masivos el espectáculo de la violencia, la muerte y el sufrimiento han atraído al público. Pensemos sólo en acontecimientos sociales tan relevantes como el circo romano, el boxeo o las corridas de toros (aunque muchos destacan la parte más artística de los dos últimos, es innegable que basan sus principios en componentes violentos). Tal vez desde un punto de vista antropológico podamos encontrar explicación a este hecho, ya que la Antropología Cultural nos ha venido demostrando a lo largo del siglo XX que si pensamos en una parte importante de nuestro potencial humano debemos contemplar inexcusablemente a la agresividad. No olvidemos que vivimos en una cultura que de una u otra forma ha valorado a lo largo de los años, y de hecho sigue valorando y legitimando a la violencia como un medio adecuado, o al menos necesario, para desarrollar lo esencial de nuestros sistemas sociales. De ahí las guerras, la esclavitud o el racismo. Sin embargo, de igual modo, también a lo largo de la Historia las diferentes sociedades que han poblado el planeta han perseguido controlar cualquier tipo de manifestación agresiva, ya haya sido a nivel individual o colectivo.

No quisiéramos pensar que el cine actúa como un espejo de la realidad (aunque cuesta pensar que no es así, sobre todo si repasamos algunas de las noticias incluidas en los noticieros de todo el mundo en los últimos cinco años). Nuestros telediarios están inundados de sucesos agresivos, guerras, violencia, malos tratos a mujeres, pedofilia… Así se asegura en el informe de la Asociación de Usuarios de la Comunicación sobre la violencia en los medios de comunicación: “Aunque existen resultados contradictorios sobre el signo de la evolución de la violencia televisiva, todos coinciden en poner de relieve su alto grado de presencia en los programas de ficción, observándose una tendencia al incremento de violencia en los informativos, en los documentales y en los llamados reality shows, en los que la coartada de la veracidad parece liberar a los programadores de cualquier reflexión sobre lo que se debe o no mostrar en pantalla.”3

Pero nuestra sociedad vive con la necesidad de no pensar en la muerte porque no acepta la muerte, de no pensar en el mal porque no acepta el mal, de no pensar en lo

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violento porque no acepta lo violento. Entonces podríamos tildar de paradójica la imparable inmersión que sufre la sociedad en imágenes y hechos violentos. Es paradójica la progresión entre cantidad de muertos o asesinatos de una película y su capacidad de entretenimiento.4 Esto es un hecho, como también lo es el rechazo que sentimos hacia lo no natural, hacia la violencia. Entonces, ¿por qué, como afirma el propio Scorsese “se ven hoy cada vez más efectos especiales que muestran cuerpos mutilados o en descomposición5”? Tal vez porque ver ese tipo de imágenes supone un bálsamo para cada uno de los espectadores que las “sufrimos”. Y ese bálsamo al que nos referimos es algo tan tranquilizante como inquietante: el efecto de la insensibilización. Ha llegado un punto en que la violencia que se experimenta en la vida real y la que se presenta en el cine son hoy percibidas como acontecimientos de intensidad semejante, debido a que la capacidad de ser sensible de estas experiencias ha sido irremediablemente alterada por el dominio que los medios de comunicación ejercen sobre las sociedades contemporáneas. En muchas ocasiones, las formas de violencia que observamos representadas en el cine no son puramente creaciones cinematográficas – basadas en lo puramente ficcional-, sino más bien una expresión recreada a partir de la pura realidad. Pensemos en el espléndido Asesinato en febrero (2001) de Eterio Ortego Santillana, que en forma de documental recoge el escalofriante testimonio de los familiares del político socialista Fernando Buesa y su escolta Jorge Díez, asesinados en febrero de 2000 por la banda terrorista ETA. Por otra parte, son numerosos los ejemplos de producciones cinematográficas en las que la puesta en escena de la violencia cinematográfica es desdramatizadora, o en las que incluso pueden situarse en el límite de la parodia o la comedia como ocurre en la original Pulp Fiction (1994) de Quentin Tarantino. Como se recoge en el libro Medios de comunicación y violencia 6, mucho se ha escrito acerca de los efectos que ejerce la comunicación sobre un público que recibe diariamente a modo de pequeños pero cansinos impactos,

los contenidos de los

mensajes de los medios de comunicación. Es en los años 50 cuando se produce el más amplio desarrollo de estudios sobre los efectos de los medios de comunicación en el público. Aunque no quisiéramos detenernos en este punto, ya que no es el fin de este estudio, podríamos concluir a este respecto que las primeras teorías que aseguraban una

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verdadera fuerza hipnótica de los medios no llegan a ser ciertas. Los estudios de Paul Lazarferl, Bernard Berelson y Hazle Gaudet así lo demostraron.7 No obstante, no deberíamos preocuparnos tanto del cómo de los efectos sino del qué de los mismos. Es decir, lo importante ya no es descubrir los efectos de los medios sobre la realidad, sino observar de qué forma esta realidad es representada a través de una pantalla. Siendo absolutamente simplistas, podríamos sencillamente afirmar que los medios describen a menudo, de una u otra forma, la violencia.

Retomemos algo que ya hemos comentado algunas líneas atrás: la violencia ha estado presente siempre, sólo que hoy los medios la han convertido en espectáculo. Es decir, la violencia actual no puede ser nunca igual a la de antaño, porque ha cambiado su naturaleza, porque hoy la encontramos mediatizada. La violencia se ha visto atraída por los medios de comunicación (¿o tal vez haya sido al contrario?) y ha aprovechado su tirón para convertirse en protagonista. Los responsables de la industria cinematográfica, no ajenos a este hecho de engrandecimiento, no han hecho más que continuar con su afán comercial y empresarial, para dar salida a productos cada vez más agresivos, y que además cada vez venden más. La cotidianidad. Lo diario. Lo que corresponde a todos los días. Tal vez sea ese el verdadero problema. Lo cotidiano se hace habitual, y llega a considerarse incluso dentro de la “naturalidad” de los procesos. Lo cotidiano pierde valor; precisamente por su carácter repetitivo, por su naturaleza noexclusiva. El hombre deja de sorprenderse por todo aquello que no es una novedad. Y lo más triste de todo es que la violencia ha dejado de ser excepcional, ha dejado de ser algo extraordinario que ocurre rara vez, es decir ya no es un elemento excluyente de una regla común. Sin embargo podríamos encontrar una lectura más positiva de toda esta realidad. Se podría pensar que el tratamiento de dicha violencia “ficticia” se utiliza dentro de la industria cinematográfica para evaluar de forma crítica a esa otra violencia “real”. No querríamos acusar al cine de hacer apología de la violencia sin más, sino de haberse olvidado en ocasiones de su función instrumental como soporte para la denuncia, para la declaración oficial de la ilegalidad de los hechos violentos. Por supuesto, no todas las producciones “violentas” pueden ser acusadas de este hecho, porque no todas las imágenes violentas son iguales: ya que están las que elevan la violencia a la máxima potencia o las que intentan redirigirla, frenarla o reconvertirla.

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En un extremo se encuentra la violencia gratuita, - aquella en la que el mensaje predominante suele ser: el fin justifica los medios; por lo tanto se afirma que la violencia es el medio justificado para resolver problemas y poder alcanzar los objetivos -, y en otro aquella violencia cuestionadora que busca conducir a una toma de conciencia crítica frente a la realidad. Esta última sería la verdaderamente interesante. Ejemplos de la primera y de la segunda los podemos encontramos sin dificultad en las producciones cinematográficas de todo el mundo, y cómo no, también en las del mercado nacional, sobre todo si nos apoyamos en el hecho de que el cine español está viviendo uno de sus mejores momentos. No sólo el comportamiento de la industria cinematográfica es positivo dentro de nuestras fronteras sino fuera de ellas, y esta evolución in crescendo que arranca en los años 80 desemboca en resultados más que positivos de la industria en los últimos años.8

En las últimas décadas hemos sido víctimas de un creciente número de hechos violentos de todo tipo, que abarcan desde la violencia doméstica, la delincuencia común, hasta conflictos nacionales e internacionales de gran magnitud. No resulta extraño entonces que gran parte del éxito mencionado del cine español descanse en largometrajes basados en hechos violentos: los malos tratos a la infancia, en la pareja, la xenofobia, el racismo... son formas de violencia llevadas al cine por realizadores españoles con títulos como Cascabel (1999) de Daniel Cebrián, Plenilunio (2000) de Imanol Uribe, Carne Trémula (1997) de Pedro Almodóvar, Nosotras (2000) de Judih Colell, Saïd de Llorenç Soler (1999), Bwana (1996) de Imanol Uribe. También se han hecho hueco en el panorama cinematográfico español películas basadas en el terrorismo o en la formación de grupos neofascistas españoles. En el primer grupo podríamos englobar Días contados (1994) de Imanol Uribe, Yoyes (2000) de Helena Taberna o A ciegas (1997) de Daniel Calparsoro. Y en el segundo de los grupos se ha tratado en películas como Taxi (1996) de Carlos Saura y Salvajes (2001) de Carlos Molinero.

Pensando sólo en la producción nacional de los últimos años no es difícil recordar cintas como Solas (1998) de Benito Zambrano o la ópera prima de Achero Mañas, El Bola (2000) donde la agresión física y psíquica se hacen presentes en cada uno de sus fotogramas . Rememorar estos títulos supone hablar de la relación del cine

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con la realidad, o por lo menos de la interpretación que hace el Séptimo Arte de la misma. En este caso, ambos realizadores nos regalan un espacio para la reflexión, permitiendo la participación de cada uno de los que hemos sido espectadores de estas cintas en la propia intertextualidad de la historia. El mismo Achero Mañas así lo aseguraba en la presentación de la película realizada en la Universidad Europea de Madrid, el 26 de Octubre de 2000, justificando al cine como un proceso de comunicación para la reflexión sobre lo que ocurre alrededor: Yo creo que el cine es puramente eso, es contar una historia y una circunstancia en la vida de una persona que pronto hará que cambie todo a nuestro alrededor, o que no sólo cambie su propia historia sino el concepto que tiene de su propia vida y de las propias cosas. 9

Hay algo claro: no es lo mismo una película violenta que una película sobre violencia. Y algunos de los directores españoles sí han conseguido entender esa diferencia. Estos largometrajes a los que nos hemos referido no presentan la violencia como una simple adjetivación de la propia narración, sino que muestran los fenómenos violentos como un problema a resolver; tal vez porque en el fondo se quiere reconocer que la violencia no es un hecho natural. En todo caso, lo verdaderamente importante es que la violencia no es algo ajeno al cine español -como no lo puede ser respecto a ningún tipo de acto comunicativo, y/o creativo, inserto en sociedades en las que los actos violentos han formado, forman y formaran una parte consustancial de su realidad como tales- y menos aún si consideramos las circunstancias y la realidad política del país, sometido durante cuarenta años a un régimen dictatorial, tras una cruenta contienda civil, que dejó una huella fácilmente rastreable en bastantes de los creadores cinematográficos españoles que iniciaron su trabajo en las décadas de los 50, 60 y 7010. Sin embargo, y teniendo en cuenta lo anterior deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿existe un cine violento dentro del marco de la producción nacional?. La respuesta hasta el inicio de la década de los 90 era claramente negativa, pero diversos factores, que intentaremos ir aislando y analizando dentro de los márgenes posibles de esta comunicación, han provocado un cambio en esta apreciación hasta poder afirmar que actualmente sí existe en el cine español una tendencia, cada vez más acentuada, hacia la violencia.

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El elemento violento, como se ha indicado en el párrafo anterior, se integra de forma natural en el territorio de la ficción –e inclusive del documental11- en España dentro de las historias narradas, sin que esto suponga un especial hincapié en dicho elemento, ni una forma de atraer a los espectadores a las salas 12, si no como parte de una reflexión más general, y en algunos casos, como elemento indisociable de la experiencia violenta. Ejemplo de esto que estamos viendo, podría ser el caso de tres directores como José Luis Borau, Carlos Saura o Vicente Aranda, suficientemente representativos dentro del cine español, y que de una forma u otra reflejan en sus películas comportamientos violentos unidos muy estrechamente a las circunstancias y ambientes sociales e históricos que retratan.

Así nos enfrentamos a películas como La sabina (1979), Hay que matar a B (1977), Río Abajo (1984) y, sobre todo Furtivos (1975), realizadas por el primero de ellos, o bien a La Caza (1966) o Los Golfos (1962) realizadas por Saura, en las cuales los elementos de violencia física y/o sexual son muy acentuados. Éstos tienen continuidad en películas más recientes de ambos autores, como Leo (2000) por parte de Borau, y en ¡Dispara! (1993), al igual que en Taxi (1996), en lo tocante a Saura, y que demuestran la fidelidad en el discurso y en las preocupaciones temáticas de los dos. Por tanto, ¿a qué nos estamos refiriendo con esta última aseveración, que considera la violencia una parte fundamental del discurso en la obra de los referidos cineastas, sin provocar por sí misma rechazo?.

Sí tomamos como ejemplos paradigmáticos Furtivos y La caza, encontramos que las dos comparten no pocos puntos comunes; la violencia en ambas aparece como algo larvado pero siempre presente en los pliegues de la narración, y sólo se hace explícita de forma breve aunque expeditiva. Dicha violencia no surge sólo de los personajes, sino que se impone a ellos a través del entorno y por las coordenadas sociales en las que se mueven. En este último punto, las dos películas difieren claramente, puesto que si en la correspondiente a Saura los personajes pertenecen a la burguesía acomodada que surge tras la guerra civil –con las peculiaridades sociales de cada uno de los personajes, lo que estará en la base de la masacre final-, en la de Borau

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los personajes serán los pobres guardas de la finca de uno de los gobernadores civiles de la última recta de la dictadura franquista –una madre y un hijo que comparten una, cada vez más violenta, relación incestuosa-.

En el caso de Aranda resulta significativo que un director que dice sentirse terriblemente incómodo con la violencia13, haya sido capaz de presentar en pantalla algunas de las más desgarradoras historias del cine español. Es difícil no encontrar en su cine actos violentos, los cuales unen en no pocas ocasiones la agresión física con la violencia sexual –véase, entre la multitud de ejemplos que podríamos encontrar, la violación anal con el cañón de una pistola que tiene lugar en Fanny Pelopaja (1984), o la terrible secuencia que muestra las diferentes vejaciones sexuales, incluyendo variadas formas de agresión física, que sufre Ramona (Victoria Abril) en Si te dicen que caí (1989), para deleite del impedido Voyeur que interpreta Gurruchaga en dicha película-. Entonces la pregunta surge de inmediato: ¿por qué no consideramos el cine de estos autores como eminentemente violento, ni lo censuramos por aquello que nos muestra?

La respuesta, al igual que la pregunta, surge espontáneamente: es una cuestión de la mirada14. En el cine de todos estos autores existe una mirada previa al material, una intelectualización de los hechos que se van a narrar, y por encima de todo, hay una voluntad explicita del discurso de contar algo, y de necesitar una serie de elementos para hacerlo, que forman una parte indisociable del mismo, y si el tratamiento puede ser más o menos polémico, no lo es su inclusión en la narración como parte imprescindible de la misma, ya sea para narrar las miserias de la posguerra en los años 40, los coletazos violentos y terminales del régimen franquista o las contradicciones de ese mismo régimen en épocas anteriores que se resuelven, como no puede ser de otra manera, violentamente.

La nueva pregunta que surge entonces al hilo de las anteriores reflexiones, es qué acontecimientos tienen lugar en la década pasada para poder afirmar que el cine español ha inaugurado una tendencia violenta, de la cual parece no poder –ni quererdesembarazarse. Y sobre todo qué alternativas plantean los nuevos creadores dentro de esta tendencia, frente a lo que hemos visto hasta ahora.

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Respondiendo a la primera parte de la pregunta vemos que en la década pasada debuta en nuestro país un nutrido contingente de directores vascos (Medem, Bajo Ulloa, Urbizu, Alex de la Iglesia, Calparsoro), que si bien no producen una renovación tan radical como se ha pretendido, y se pretende, mediante el aparato propagandístico de los grupos de comunicación –muchos de ellos con intereses comerciales en las películas de estos creadores-, sí traen consigo modos de hacer diferentes a los de las anteriores generaciones de cineastas foráneos. Sin embargo, esos modos de hacer, como hemos dado en llamarlos, no son tan diferentes, y sí en muchos casos miméticos, a los importados de otras cinematografías – ya sea la norteamericana o la europea con mayor vocación comercial-. Una de las características comunes de este grupo es, sin duda, la violencia, como pone de manifiesto Maria Pilar Rodríguez en su interesante libro sobre el cine vasco actual15. Sin embargo, mientras la autora encuentra una justificación para el clarísimo protagonismo de aquella en la obra de estos nuevos directores, otros miran ese protagonismo con cierto recelo, tal y como recoge la propia autora en una cita de su libro: “Sin embargo, entre algunos de los jóvenes directores vascos de los tiempos más recientes, encontramos una cierta fascinación con los excesos de la violencia en la pantalla y lo que parece ser una indulgencia autocomplaciente y lúcida en la crueldad y en el daño físico”16 Ciertamente ni todos los umbrales de violencia en el cine de estos nuevos directores son iguales, ni su forma de mostrarla, ni mucho menos las raíces de la misma en la pantalla, pero cuando la autora dice17, respecto a las películas analizadas en su libro que “se desvían de tal proyección escapista e ilusoria de la violencia18; muy al contrario, la violencia aparece ligada al sujeto y a su entorno. En estas obras las imágenes remiten a una experiencia, y la audiencia no puede mantenerse cómodamente instalada en una situación de fascinación despojada de sentimiento” está suponiendo que en todas estas obras existe una reflexión –al igual que veíamos en las obras de directores de generaciones precedentes- que justifica la inclusión sistemática de este elemento. Sin embargo, ella misma también recoge las palabras de Carlos Roldán, que parece precisar mucho más cuando afirma respecto a estos nuevos cineastas vascos que “hay cierta tendencia a unirlos basándose en que la violencia habitual de sus películas

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es un reflejo de la tensa realidad de Euskal Herria, cuando sus tendencias obedecen más al gusto por realizar un cine comercial con posibilidades reales de llegar al público”19

Y es que la clave de la renovación del cine español de la ultima década habría que buscarla en que si en el anterior a él no se planteaba como algo prioritario los resultados de taquilla –lo que no quiere decir que, como se ha pretendido excesivamente, ignorase por completo al público- éste sí lo hace. Pero algo aún más importante es que si los anteriores creadores se dirigían preferentemente a un público adulto, que además compartiese unos referentes comunes, no sólo históricos y sociales, sino también culturales, el cine que plantea la nueva generación de cineastas, y no sólo aquellos que proceden del País Vasco, se dirige a un público joven, incluso en algunas ocasiones claramente adolescente –al menos en mentalidad- cuyos referentes se diferencian de forma radical de los de las generaciones anteriores.

En unión a lo anterior hemos visto desembarcar en el cine foráneo géneros, o para expresarlo con mayor precisión, dentro de la hibridación propia de la contemporaneidad cinematográfica, de formas genéricas que no eran habituales en el seno del cine español, o bien eran practicadas de forma completamente marginal –véase el caso, del ahora reivindicado por algunos Jess Franco-. De esta forma no resulta difícil encontrar películas que mezclan elementos del cine de terror en su vertiente gore, unido a otros tomados del fantástico o del cine de ciencia-ficción, algunos con toques de neopolicial20, y que casi siempre se encuadran dentro de ese macro género en que se ha convertido el Thriller contemporáneo. En este sentido si tomamos películas como Acción Mutante (1993) o El día de la bestia (1995), la crítica social que pretenden contener no es más que una débil excusa para certificar su importancia temática, y con ello justificar todo el resto de los elementos que contienen sin ser molestados por ello. Resulta difícil aceptar que la aparición de un grupo de neo-nazis que queman vivo a un mendigo en la última de ellas, o sus mínimas referencias a la corrupción política, asimilándola chuscamente a la venida del anticristo, sean apuntes profundos que puedan crear una alternativa temática seria. El amparo en la ironía perpetua, como recurso para justificar la ausencia de distancia crítica con el relato, y la acumulación de elementos

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hasta el exceso, hacen que el espectador se sitúe frente a la pantalla con una pasividad completamente acrítica hacia lo que se le está contando.

Igual que indicábamos anteriormente, debemos hablar de una cuestión de mirada. Y precisamente en la mirada de los actuales creadores jóvenes del cine español, la violencia es un elemento previo que se impone a la historia desde fuera y que no surge de forma natural del entorno. Podría objetarse, por ejemplo, que en el caso de Salto al Vacío (1995), la primera película de Daniel Calparsoro, los protagonistas viven en un mundo violento y se comportan según las reglas que les impone. Sin embargo, en la película son más bien los protagonistas los que generan ese mundo violento, en el que parecen desenvolverse con una gran comodidad. Esto se refuerza, además, por la complacencia del director al filmar las secuencias de violencia, escenificándolas como un ballet para deleite del público-21.

Lo que se apunta en las anteriores líneas tiene un preciso correlato en las palabras del director Juanma Bajo Ulloa:“Ahora ha cambiado la forma de contar las cosas, porque hay una preocupación mayor por la imagen, por la estética y por el sonido; en definitiva, por la dimensión audiovisual de las películas”22. La crítica de Juanma Bajo Ulloa que es, al menos para quien suscribe en este momento, el mejor de todos los directores que debutaron durante los noventa en nuestro país, a una notable distancia del resto, puede estar bien justificada en bastantes casos, pero ni mucho menos en todos23. A esto hay que unir el hecho de que en las palabras de Bajo Ulloa late una peligrosa tendencia en la que han caído de lleno muchos de sus compañeros generacionales, y que incluye el planteamiento sobre el que centramos nuestra reflexión, es decir, la violencia24. Esa tendencia no es otra que la de dejarse llevar por una brillantez visual, en muchas ocasiones mucho más pretendida que lograda, y en otras completamente mal entendida como un simple juego de pirotecnia, que ha vaciado de contenido el discurso, si es que lo había, o al menos la pretensión de construir uno personal, ahogado en la mayor parte de las ocasiones por el envoltorio formal –aunque es mayoritaria la tendencia no a ahogar dicho discurso, sino a encubrir la absoluta carencia de cosas que contar-. Así nos encontramos un caso como el de Julio Medem, cuyo cine se justifica únicamente por la trabajada, y pocas veces conseguida, brillantez

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de los encuadres, por la arbitrariedad y el capricho narrativo –de lo que es un perfecto ejemplo Los amantes del círculo polar (1998)- y por el planteamiento estético tan cercano a la publicidad que desprenden sus películas, en las cuales las reacciones violentas de los personajes suelen tener una parte importante en la trama y en la construcción visual.

Si hasta ahora hemos hablado de directores vascos debutantes en los años noventa, tan sólo para analizar la posible presencia de elementos violentos en su cine como un eco de la situación sociopolítica del País Vasco, dicho argumento quedaría en suspenso en el caso de otros nacidos y criados lejos de esta comunidad. Este sería el caso de, por ejemplo, Chumilla Carbajosa25, Mariano Barroso –cuyos personajes desde siempre comparten rasgos violentos, o provocan estallidos de violencia-, Alejandro Amenábar o el exitoso Santiago Segura, que inauguraba su breve filmografía con el cortometraje de titulo Evilio (1992); éste describía, dentro de las limitaciones impuestas por los cinco minutos de duración de su metraje, la carrera criminal de un psicópata asesino de colegialas que finalmente era confundido con un mendigo, apaleado y quemado vivo en el interior de un coche. Dudamos mucho que hasta los más apasionados defensores de las coartadas sociologistas pudieran encontrar alguna que justifique lo anterior, excepto el afán de utilizar la “espectacularización”de la violencia como juego lúdico que consiga atraer a las salas a un público joven, amante de fenómenos como el gore.

Pero si podemos encontrar un ejemplo perfecto para analizar esta tendencia dentro del cine español éste es, sin duda, el de la película Tesis (1996), convertida en todo un fenómeno mediático gracias a la recepción del público y al espaldarazo académico que supusieron los premios Goya del año 97, en donde fue premiada en casi todas las categorías, incluyendo las de mejor película y director novel. ¿Y cuáles son las características que Tesis reúne para convertirse en paradigma de una tendencia?. La primera de ellas es resultado del intento de sus creadores, y máximos responsables, por aprovechar una modesta cinta –bastante mediocre considerada en su conjunto26, a lo que hay que sumar una narrativa balbuceante, sobre todo en su reiterativo y cansino final-, que mezcla elementos de terror enmarcados en el territorio del thriller, condimentados

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con algún apunte del cine de psicópatas. Todo para intentar lanzar a posteriori –ya que esto, como intentaremos demostrar, no se encuentra incluido en la película- una especie de reflexión sobre la recepción de la violencia audiovisual por parte de los espectadores, así como el intento de construir, igualmente de una forma teórica y a posteriori, una crítica a los medios de comunicación, que queda desmentida por su oportunismo, y por el propio comportamiento de los personajes a lo largo de la película.

En segundo lugar la figura del director, Alejandro Amenábar, comporta un preciso retrato del cine generacional que se intenta hacer en este país, y que evidentemente conecta con un gran sector del público –sin despreciar el apoyo mediático que su cine ha encontrado, y que ha impedido una cierta reflexión en profundidad sobre su auténtica importancia-. Nacido en Chile y afincado desde su primera infancia en España las inquietudes políticas, ideológicas y temáticas de su cine quedan perfectamente retratadas cuando, preguntado sobre su interés en reflexionar acerca del sangriento golpe de estado que ha marcado la vida de su país de origen desde el año 73, respondía que “a veces he pensado que me gustaría hacer una película sobre el golpe de estado en Chile, pero ésta es una idea que me seduce no por la dimensión política del hecho, si no por el movimiento y por lo que implica emocionalmente un golpe de estado”27, a lo que en otra entrevista añadía:“Lo que pasa es que de los sucesos políticos me interesa justamente lo más cinematográfico28. Creo que si hiciera una película sobre la situación política de Chile en el 72-73, media película sería la reconstrucción del golpe de estado. Cinematográficamente es lo que más me atrae”29. En este caso la afirmación de Mongin de que “el espectáculo de la violencia no remite ya a sujetos que la experimentan”30 no puede estar mejor ilustrada. La afirmación de Amenábar, respecto al golpe militar en Chile, retrata perfectamente su cine y el de otros muchos de sus actuales colegas: un esqueleto descarnado, una estructura vacía que se justifica a sí misma por el efecto que produce, pero que destierra todo tipo de reflexión fuera de sus márgenes. Y, por supuesto, fuera de esa reflexión queda la violencia, que, sin embargo, se convierte en un pilar básico de esa estructura. Siguiendo este camino, Amenábar se expresaba de la siguiente forma sobre la violencia audiovisual: “No me inquieta la violencia en el cine actual; toda violencia ficticia es ficción, aunque el cine, como espectáculo de masas que es, puede dar lugar a interpretaciones

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enfermizas. Lo que me pone los pelos de punta es ver coquetear a los medios de comunicación con la violencia real, con el morbo y con el sufrimiento de la gente. Eso si que es peligroso; no el cine de Tarantino”31 Independientemente de lo que se piense de Tarantino como cineasta32, no parece sensato desterrar la polémica inherente a sus planteamientos cinematográficos sobre la violencia. Además parece contradictorio, y hasta incoherente, hablar de dos tipos de violencia en función de los materiales que se utilicen para construir el discurso fílmico o el televisivo. Según esto deberíamos plantearnos el no mostrar el asesinato de un hombre en las calles de una ciudad palestina o israelí en el marco de un telediario, pero en absoluto son discutibles, o peligrosos, los planteamientos militaristas de las películas de James Cameron, fascinado por las armas y los uniformes33, y que como reconoce Amenábar es uno de sus cineastas favoritos34 –lo cual tampoco parece entrar en contradicción con que critique Centauros del Desierto (The Searchers, John Ford, 1956), además de por estar mal narrada, por ser una película “profundamente fascista”35-

Todas estas contradicciones estallan de forma ostensible en Tesis. De esta forma, una vez que se hace insostenible la coartada del cine Snuff36, puesto que esto aparece como una mera excusa sobre la que construir la trama, el director empieza a hablar de “Snuff de sentimientos” que para él es “otra forma de violencia que juega impunemente con las emociones de la gente”37, refiriéndose una vez mas a la televisión, en un proceso de demonización que lo único que hace es ocultar la vaciedad del discurso fílmico. Sin embargo, dicha tesis ha encontrado eco en algunos, como por ejemplo Carlos Heredero, que llega a decir sobre la película lo siguiente: “Las Snuff Movies de la historia acaban siendo, de esta forma, un mero McGuffin, un simple pretexto capaz de aglutinar el suspense narrativo y de dar soporte a la reflexión final sobre la pornografía más habitual y con mayor audiencia de nuestras televisiones; es decir, la exhibición impúdica del dolor como espectáculo social, dentro de un giro final que confronta al espectador del film con su propia actitud hacia ese tipo de imágenes”38

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El final al que nos referimos, y que parece justificar, y hasta anular todo lo que hemos visto antes, es el siguiente: los protagonistas de la historia, Ángela (Ana Torrent) y Chema (Fele Martínez), después de enfrentarse a una red de Snuff radicada en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, y liderada por un profesor y un alumno a los que han terminado matando, no sin sufrir heridas ellos mismos, se niegan a ver el programa de televisión –llamado Ley y Orden en la ficción- que va a emitir una de las cintas que aquellos habían grabado, y que muestra como torturaban y descuartizaban a una de sus víctimas. La forma en que Amenábar visualiza esto no puede ser más explícita: sus protagonistas caminan hacia el ascensor a cámara lenta, mientras los pacientes del hospital, donde está ingresado Chema, les ignoran pendientes del televisor. Cuando finalmente entran (resaltados por un ligero contrapicado), las puertas del ascensor se cierran aislándoles, y con la pantalla en negro un cartel avisa al espectador de que las imágenes que va a ver pueden herir su sensibilidad –lo que se puede entender, en función del planteamiento de la secuencia, no tanto como una advertencia, sino como un llamada de atención para aumentar la expectación-.

Si de por sí es más que discutible que dicho final implique o incite al espectador a reflexión alguna, a la luz de lo visto en la película las (falsas) intenciones del mismo quedan al descubierto. Un somero análisis de los personajes permite dimensionar la película en su justa medida; Ángela, el personaje de Ana Torrent, se supone que realiza una tesis sobre la violencia audiovisual y al igual que la película dice rechazar ésta y querer estudiar la recepción e influencia de la misma en el espectador. Sin embargo, desde el comienzo de la película se muestra como una hipócrita obsesionada por las imágenes violentas, y una ávida consumidora de las mismas, aumentando su deleite (y así lo retrata claramente la película) con la sistemática negación del placer que éstas le producen. De hecho, es la violencia, cuanto más real, la que más la excita.

La narración se inicia con el suicidio de un hombre que se ha tirado a las vías del metro (quien informa del hecho indica que “está partido en dos”). Ángela incapaz de resistir la tentación, abandona la larga fila de viajeros del metro –con lo que implica “salirse de la fila” para un personaje cada vez más necesitado de experiencias al margen, como iremos viendo-, que Amenábar muestra desplazarse a cámara lenta -al

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igual que ocurrirá en el final-, y se dirige ansiosa al lugar del accidente, pero antes de que pueda ver nada (y el espectador con ella) un vigilante jurado le aparta del lugar. Esta pulsión del personaje, y la búsqueda de satisfacerla es el eje de la película, no su análisis, que resulta algo muy diferente. De hecho, tal y como queda establecido en este principio la película jugará la baza de que el espectador se identifique con la mirada de los personajes (de ahí el plano subjetivo de Ángela que no puede satisfacer finalmente su deseo de mirar, y con ella los espectadores de la película) y, por tanto “disfrute” con ellos, aunque sea como experiencia lúdica.

Ángela, a la que en varias ocasiones se le muestra apagando la televisión, o negándose a verla con el resto de su familia, igual que se niega a ir con ellos de compras o a compartir cualquier actividad grupal, y que no parece tener ni necesitar amigos, es por lo tanto un personaje orgullosamente individualista, tentado y necesitado de salirse de la norma –lo que la película muestra como rasgos positivos-. Este personaje sólo podrá identificarse con otro outsider, que además la introduce como experto en el mundo de violencia audiovisual que ella necesita, y que termina por unirlos. Ése es su vinculo, la pasión –explicita en el caso de Chema, reprimida pero sumamente deseada por parte de Ángela- por la visión de la violencia, que a su vez les llevará a otra violencia mucho más real. Chema, el personaje favorito de Amenábar en la ficción, como él mismo indica39, resulta mucho más lineal que el de Ángela, puesto que en él no existe el conflicto; se siente diferente (como Ángela), lo que le gusta y fomenta, aunque la película le haga confesar de una forma forzada y un tanto melodramática que “no le cae bien a nadie”. A esto se le añade el intento por dotarle con algún rasgo de romanticismo atormentado, como cuando le narra a su nueva compañera la historia del enano y la princesa, con la que es evidente que se siente identificado, y que hace asomar claramente los perfiles del Pastiche cinematográfico tan querido por Amenábar – tomando como referente a todos los monstruos de buen corazón que el cine, y la literatura antes que él, han dado-.

Pero mientras Chema no es más que un adolescente tardío, que gusta de comer patatas fritas mientras imita de forma paródica los gritos de una chica torturada

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realmente, y que disfruta viendo la cinta una y otra vez –lejos del impacto que produce uno de sus modelos, cuando Henry y su colega de crímenes visionan repetidamente las grabaciones de sus fechorías en Henry, Retrato de un asesino (Henry, a portrait of a serial killer, John McNaughton, 1986)-, Ángela es una autentica Gourmet de la violencia: cuando encuentra muerto a su director de tesis, después de sufrir un ataque cardiaco al visionar la misma cinta con la que tanto disfruta Chema, lo que hará es robarla sin avisar a nadie de sus descubrimientos (la propia cinta y el cadáver), no sin antes protagonizar un incipiente momento de necrofilia en su deseo de tocar el cadáver de su profesor –no para comprobar si está muerto, sino como una parte consustancial de la pulsión hacia la muerte y la violencia que siente Ángela, lo que indica claramente el primer plano de la mano temblorosa que acaricia la cara de aquél –

La pulsión de Ángela le hará recorrer un camino de acercamiento al auténtico placer de la violencia a través de diferentes fases: cuando aún no es una iniciada, y sin atreverse a ver la cinta que ha robado, pero puesto que su deseo de saber, y disfrutar, es tan grande, graba el sonido de la cinta de video, escuchándolo obsesivamente en la cama. La relación violencia/sexo no es muy difícil de establecer: Ángela tendrá un sueño en el que Bosco (Eduardo Noriega), al que luego identificaremos como el asesino, y el único de estos tres personajes que parece estar integrado socialmente40, después de entrar en su habitación, practicara con ella sexo oral mientras la clava un cuchillo en el vientre, con una cámara grabando toda la escena. Tras ello, y para que no quede duda alguna sobre el planteamiento, ya avanzada la película, Ángela practicará el sexo realmente con Bosco –tumbados en el suelo, en medio de una calle, lo que refuerza el planteamiento exhibicionista/vouyerístico-, en lo que se presenta como una ambigua violación consentida, y que no es si no el reflejo de la oscura sexualidad del personaje, excitada por la palpable posibilidad de que Bosco sea un asesino; para certificar esto basta con observar el deleite con que acaricia la pantalla del televisor en la que aparece el rostro de Bosco –momento grabado a su vez por Chema, en un planteamiento de extremo Vouyerismo-, de una forma muy similar a la que utilizaba para “tocar” el rostro inmóvil del cadáver de su director de tesis –situación también grabada por una cámara de seguridad, en un círculo infinito en donde todos los personajes satisfacen sus necesidades, fundamentalmente sexuales, a través de la pulsión de mirar-.

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En lo anterior, a parte de la evidente simbología y las connotaciones respecto a los deseos de los personajes, encontramos lo que parece ser una obsesión del cine de Amenábar que toma –aunque no lo diga en voz alta- de Hitchcock, con la intención una vez más de enmendar los “errores” (y subrayamos las comillas)41 que éste encuentra en la obra del inglés. Así, mientras que Hitchcock, obsesionado con filmar una secuencia que incluyera al tiempo violación y asesinato, sólo se atrevió a sugerirlo en algunas películas (Crimen Perfecto –Dial M for Murder, 1954-, por ejemplo), y hacerlo mínimamente explícito en Frenesí (Frenzi, 1972), Amenábar lo hizo en su primera película, y lo perfeccionó en Abre los ojos (1997), adoptando la forma favorita del inglés para el asesinato, debido a sus connotaciones sexuales, es decir, el estrangulamiento, haciendo que sus protagonistas practiquen de forma explícita el acto sexual al tiempo que se produce dicho asesinato.

¿Qué hay por tanto que justifique el hablar de reflexión sobre la violencia en la película?, uno se sentiría tentado a responder instintivamente que nada, pero la mejor forma para justificarlo es analizar el perpetuo engaño por el que apuesta la película, primero al intentar enmascarar el juego de identificación al que se fuerza al espectador con unos personajes fascinados por la marginalidad, la violencia y los comportamientos sexuales desviados; por la utilización arbitraria de la imagen videográfica y televisiva, intentando justificar con la mera inclusión de las mismas una reflexión sobre su estatus que no existe en ningún momento: cuando Ángela mata a Bosco, disparándole a la cabeza (fase final de su inmersión en la violencia; Chema ya ha tenido a esas alturas su bautismo en la violencia real al matar al profesor Castro), vemos su muerte a través de la imagen de la cámara de video con que Bosco pretendía grabar el asesinato de Ángela. Pero este hecho no se debe a ningún intento reflexivo, sino a la búsqueda de un efecto que queda al descubierto ante la falta de continuidad, a menos que se pretenda como tal la mostración de la película de video que visionan con el asesinato de una de las victimas de Bosco (y que de paso demuestra hasta que punto es falsa la pretendida estructura elíptica de la violencia en la película; ésta se muestra y sirve como reclamo)

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Resulta ridículo intentar dignificar in extremis la posición de los personajes principales, con un rechazo que les hace, de nuevo, estar al margen de los demás, al negarse a ver en público las imágenes que han “disfrutado” una y otra vez en privado. Es, por tanto, un epílogo desvinculado por completo del resto de la película, y que intenta imponer una conclusión desde fuera, que oculte lo que auténticamente narra el film: la progresiva fascinación de dos personajes por una violencia que empiezan disfrutando de forma vicaria (a través de la imagen y el sonido), y de la que terminan participando plenamente.

Todo resulta tan engañoso como el adjudicar al “malo” de la película (utilizando la terminología a la que nos lleva el propio Amenábar 42), en un discurso pronunciado en una clase, la defensa de un cine que dé al público sólo y exclusivamente lo que éste demande: “Me parece más urgente la toma de conciencia por parte de todos, los realizadores y productores, de que hay un público que nos tenemos que ganar a pulso porque la guerra con los americanos es bestial”43

No es el profesor metido en el negocio del Snuff el que habla; es el propio Amenábar, que ha encontrado la formula para el futuro del cine español. Y si en su receta para la “guerra” el cine americano incluye violencia sin reflexión, ¿no va a ser capaz de hacerlo también nuestro cine?. Por desgracia, la pregunta ya no está en el aire. Está en las salas de los cines.

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1

No hay que olvidar de todas formas que una película calificada de violenta lo es por su tono y no porque su género lo delimite aunque bien es cierto que el thriller, el cine negro, el western, el horror y el gore sean los géneros cinematográficos que más escenas violentas albergan.

2

MONGIN, Olivier. Violencia y cine contemporáneo. Paidós. Barcelona, 1997. p.71

3

Asociación de Usuarios de la Comunicación. Informe: La violencia en los medios de comunicación. http://www.auc.es/Paginas/Informe.htm [acc. 01/10/2002]

4 “Basta con echar un vistazo a los Top Ten de programas españoles o extranjeros para advertir los buenos lugares que ocupan las películas de acción en las que ocurren muertes y peleas; los dibujos animados agresivos; la mostración de catástrofes, accidentes y acontecimientos trágicos, etc.” Asociación de Usuarios de la Comunicación. Ibid. 5

MONGIN, Olivier. Op. Cit. p. 115

6

GARCÍA SÍLBERMAN, Sarah; RAMOS LIRA, Luciana. Medios de comunicación y violencia. Fondo de cultura económico. México, 1998. p. 219 7

En este sentido se podrían consultar obras como LAZARFELD, Paul, BERELSON, Bernard y GAUDET, Hazte. The people choice. Columbia University Press. 3ª ed. New York, 1968.

8

Cfr. HEREDERO, Carlos F; SANTAMARINA, Antonio. Semillas de futuro. Cine español 1990-2001. Ed. Nuevo milenio. Barcelona, 2002

9

BERMEJO GONZÁLEZ, Francisca. El cine…después del cine: una posición ética, un mirar las cosas en Actas del I Congreso de Cine Español celebrado en granada del 3 al 5 de noviembre de 2000. Cine español: Situación actual y perspectivas. Grupo Editorial Universitario. 2001. p. 142

10

Este planteamiento debería hacernos reflexionar acerca de una de las afirmaciones más repetida sobre el cine nacional, y que no por ello debe ser aceptada como verdadera: el supuesto cansancio del público ante la sobreabundancia de películas que traten la guerra civil española. Realmente se trataría de dos afirmaciones en una, pues ésta -además del supuesto desinterés de la audiencia ante el tema, y ante una supuesta falta de alternativas temáticas dentro del cine español (al menos en lo referido al cine de la década anterior)-, presupone la existencia de numerosas películas acerca de la contienda. Sin embargo, sí intentamos contabilizar las películas producidas en nuestro país en los últimos veinticinco años sobre la guerra civil, veremos que su número es realmente ínfimo, y que, por ejemplo, un acontecimiento tan trascendental y cercano a aquella como la revolución asturiana tan solo ha sido tratada en la pantalla por Vicente Aranda, en su adaptación para TVE de Los jinetes del alba (1990) –no compararemos, por ejemplo, la cantidad de producciones norteamericanas sobre la contienda civil o la guerra de la independencia de dicho país que han llegado hasta nuestras pantallas, sin que nadie hable del “cansancio” que produce la reiteración en estos temas-. Y en cuanto al cansancio del público español, la afirmación fue rebatida radicalmente por la película de Loach Tierra y libertad (Land and Freedoom, 1995) que supuso uno de los mayores éxitos de taquilla de aquella temporada, cosechando excelentes críticas en foros internacionales tan importantes como el festival de Cannes, y demostrando de paso que aún quedaban un enorme número de perspectivas inéditas desde las que reflejar la guerra civil española.

11

Es difícil no recordar a este propósito el documental de Basilio Martín Patino, titulado Queridos verdugos (1977) -que ya desde de su irónico titulo implica una postura ideológica-, sobre el trabajo de tres verdugos que frente a cámara van retratando su profesión, convirtiéndose en reflejo de la propia realidad del país. Es evidente, que la violencia de la que aquí podríamos hablar parte de un componente mucho más intelectualizado y no tan patente visualmente, pero es difícil encontrar un hecho más violento que el ajusticiamiento de un reo, y sobre todo su relato (satisfecho) por parte de los responsables de tan atroz acto.

12

A pesar de que Olivier Mongin refute en cierta forma este argumento en su libro sobre la violencia audiovisual (MONGIN, Oliver. Op. Cit.), al señalar el fariseísmo de condenar la pulsión del público por ver imágenes de violencia, así como la voluntad de satisfacer dicha pulsión por parte de mercaderes o traficantes de imágenes violentas, mientras que los que utilizan dicho argumento pretenden situarse al margen del fenómeno violento, como guardianes de una cierta moral que los demás no poseen. Está lejos de nuestra intención tomar dicha postura, como iremos viendo a lo largo de la comunicación. 13

Así lo explicaba al referirse a la gestación de Fanny Pelopaja en el marco de las jornadas sobre su cine, organizadas por el profesor Antonio Castro dentro de las actividades del curso 92-93, en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.

14

El propio Aranda retrataba esta cuestión de forma precisa –en las jornadas anteriormente referidas- cuando explicaba por qué su cámara se alejaba de la acción en el fusilamiento del Capitán Sánchez, dentro del episodio que con el título de El Crimen del Capitán Sánchez (1984) dirigió para la serie La Huella del crimen. El director catalán explicaba que con ello quería alejarse de un hecho que le repugnaba profundamente, a la vez que lo mostraba contextualizado. 15

Cfr. RODRÍGUEZ, Maria Pilar. Mundos en conflicto: Aproximaciones al cine vasco de los noventa, Universidad de Deusto/Filmoteca Vasca, San Sebastián 2002. 16

JORDAN, Barry y MORGAN-TAMOSUNAS, Rikki. Contemporany Spanish Cinema. Manchester UP, Manchester, 1998. Citado por Maria Pilar Rodríguez, Ibidem. p. 22

17

Ibidem. p.24

18

En referencia a uno de los planteamientos que Mongin hace sobre la violencia audiovisual en la obra de creadores contemporáneos. Cfr, MONGUIN, Olivier. Op. Cit.

19

ROLDAN LARRETA, Carlos. El cine del País Vasco: de Ama Lur (1968) a Airbag (1997). Eusko Ikaskuntza, San Sebastián, 1999. p. 75. Citado por Mª Pilar Rodríguez. Op. Cit. p. 22 20

Nadie puede seriamente hablar en la actualidad de cine negro, el cual pertenece a unas coordenadas históricas y sociales muy concretas, a menos que tal acepción se acepte como una etiqueta más de tantas que se utilizan erróneamente para cualquier clasificación 21

La posterior filmografía de Calparsoro se ha encargado de confirmar que independientemente de la historia que cuenten, el elemento violento y la agresividad son algo indisociable de sus películas. Y de forma coherente Calparsoro ha terminado incurriendo en el genero bélico con Guerreros (2002)

22

HEREDERO, Carlos. Espejo de miradas: Entrevistas con nuevos directores del cine español de los noventa. Festival de cine de Alcalá de Henares / Fundación Colegio del Rey. Alcalá de Henares, 1997. p. 135 23

Resulta difícil compartir la afirmación de Bajo Ulloa, respecto a todo el cine anterior, de que “no basta con poner a unos actores que declamen bien, pedir a un señor que ponga unos faroles para que eso se vea y colocar la cámara en cualquier sitio” (Ibidem p. 135). Si bien esa sarcástica conclusión se podría aplicar a directores como José Luis Garcí o Antonio Jiménez Rico, por poner dos ejemplos, también podría aplicarse a compañeros y compañeras de su generación que no se destacan por su brillantez visual como realizadores. 24

Incluido él, puesto que la tendencia a lo arbitrario habita en una película como La madre muerta (1993), tan interesante como lejos de estar lograda, en la que, por ejemplo, el asesinato del dueño del bar, a manos de Karra Elejalde, está tan bien rodado como gratuitito resulta –no siendo lo único en una película llena de arbitrariedades narrativas-. Esto contrasta con el magnífico inicio, en donde un largo plano de Stedy Cam recorre los pasillos de una casa hasta encontrar el rostro de una niña, sobre la que se dispara, fundiendo a rojo la pantalla, en un cambio de punto de vista narrativo que le reivindica como cineasta

25

Véase la gratuidad de la secuencia de El infierno prometido (1992), en la que el protagonista, mientras hace el amor con una chica en la piscina de un balneario, la asesina arbitrariamente sin ningún tipo de explicación.

26

Aparte del visionado de la propia película, su modestia y la cortedad de miras de la misma –en contraste con todo lo dicho posteriormente por un nutrido grupo de críticos y comentaristas- quedan perfectamente ilustrados en una frase de Amenábar según la cual “En Tesis hay secuencias en las que ni siquiera puedo dar una explicación razonada de por qué las hice y hay otras que están diseñadas exclusivamente para el entretenimiento”. Entrevista con María Casanova, Cinemanía, Abril 1997. p. 118

27

HEREDERO, Carlos. Op. Cit. p. 95

28

Habría que preguntarse entonces si una película como Desaparecido (Missing, Costantin Costa-Gavras, 1982) es “menos” cinematográfica por denunciar los desmanes de la dictadura militar chilena, al retratar, no los mecanismos que subvirtieron el orden constitucional, sino la desesperada búsqueda, y progresiva toma de conciencia, de un americano medio que viaja al país en busca de su hijo desaparecido. Igualmente, habría entonces que definir, según los parámetros en los que se mueve Amenábar, qué es lo cinematográfico de un hecho.

29

Fotogramas, diciembre 1997. Entrevista con Paula Ponga. p. 120

30

MONGIN, Op. Cit. p. 17

31

Fotogramas, diciembre 1997. Op. Cit. p. 120

32

En nuestra opinión, responsable de una magnifica película (Reservoir Dogs, 1992), de otra más que brillante (PulpFiction, 1994) y de una tercera interesante, pero a bastante distancia de las anteriores (Jackie Brown, 1997); curiosamente la que contiene un tratamiento más comedido de la violencia. 33

Véanse Terminator (1984), Terminator II (1991) o Aliens (1986) como perfectos ejemplos de sus planteamientos.

34

Cfr. Entrevista con Carlos Heredero, Op. Cit. p.84 “Con James Cameron lo que sucede es que controla los mecanismos de la emoción y del suspense como muy pocos hoy en día”. Dicha afirmación señala, una vez más, la fascinación que muchos cineastas actuales sienten por disociar el discurso –con los peligros inherentes a dicho planteamiento- de los elementos puramente fílmicos (visuales, expresándolo de forma más precisa), potenciando éstos en exclusiva, es decir, favoreciendo el mero artificio.

35

Entrevistas con Carlos Heredero, Op. Cit. p. 83

36

Imágenes grabadas que mezclan torturas, violencia sexual y asesinatos, y que se escenifican ex profeso para deleite de supuestos desviados que disfrutan con ellas. Algo muy concreto, y no cualquier imagen violenta real, tratado de forma marginal en la magnifica Hardcore (1979) de Paul Schrader , y monotemáticamente en la deleznable 8 mm. (1999) de Joel Schumacher. 37

Entrevistas con Carlos Heredero, Op. Cit. p. 106

38

HEREDERO, Carlos. 20 nuevos directores del cine español. Alianza Editorial, Cine y Comunicación. Madrid, 1999. p. 37 39

Entrevistas con Heredero. Op. Cit. p. 105

40

Y que de esta forma se presenta como rasgo negativo, aunque sea por comparación con los otros, y por las explicitas simpatías del director

41

De esta forma, Abre los ojos, la película de Amenábar inmediatamente posterior a Tesis, solo puede entenderse como el intento de Amenábar, muy poco afortunado todo hay que decir, de enmendar los errores que él cree ver en Vértigo (1958): “Esta película tenía grandes posibilidades, pero me parece un gran error por su parte dejar que el espectador descubra el misterio a mitad del metraje...” (Entrevistas con Carlos Heredero. Op.Cit. p.109). Frase que demuestra lo difícil que resulta revisar una película cuando el que la revisa no comprende completamente lo que en ella se esta contando, siendo éste un camino seguro hacia el fracaso, estético y narrativo, al menos. 42

Respecto al final de Tesis Amenábar declara: “Acabas de ver una película de buenos y malos, un Thriller de misterio, pero ahora te enfrentas con la realidad”. Entrevista con Carlos Heredero. Op. Cit. p. 106

43

Entrevista con Carlos Heredero. Op. Cit. p. 99

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