El drama de México. Sujeto, ley y democracia

July 7, 2017 | Autor: Israel Covarrubias | Categoría: Mexican Political History
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EL DRAMA DE MÉXICO Sujeto, ley y democracia Israel Covarrubias

MÉXICO, 2012

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Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Dr. Enrique Agüera Ibañez Rector Mtro. Alfonso Esparza Ortiz Secretario General Dr. Fernando Santiesteban Llaguno Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura Dr. Jorge David Cortés Moreno DirFDUPS de Comunicación Institucional Dr. Carlos Contreras Cruz Director de Fomento Editorial Primera edición, diciembre 2012 isbn: 978-607-487-526-3 © Israel Covarrubias © D. R. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Dirección de Comunicación Institucional 4 Sur 303, Centro, Puebla, Pue. C.P. 72000 Diseño y edición: Paola Martínez Hernández Impreso y encuadernado en México Printed and bounded in Mexico

ÍNDICE

PRÓLOGO, 9 Del dramático abogado de la legua y otros azoros, 9 Rafael Estrada Michel

INTRODUCCIÓN, 19 ¿Porqué el drama de México?

1. ESPECTROS MEXICANA, 29

Y EXPERIENCIAS DE LA REVOLUCIÓN

En el nombre de la revolución El Estado como tránsito Futuro pasado. Una semántica sin tiempo

2. EL FANTASMA DEL PRI Y LA ANOMALÍA ESTATAL, 63 “El que se mueve, no sale en la foto” Un fantasma recorre México… es el fantasma del PRI ¿Quién le debe a quién?

3. LA CONFLICTIVA BÚQUEDA DE UNA EDUCACIÓN PARA LA DEMOCRACIA, 83 La personalidad democrática La invención de un sujeto-lector Retos politicos de la educación

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4. LA PERRERA Y LA MORDIDA, 111 “Un político pobre, es un pobre político” Renovar lo imposible Suspensiones y perversiones

5. DIAGONALES DE UNA SOCIEDAD INDEFENSA, 137 El nuevo autoritarismo: excluir incluyendo Ilusión de cambio ¿Dónde está el compromiso?

6. APUNTES DE UN ESTADO SIN LEY, 165 ¡Lo que falta es la ley! Las ficciones de la autoridad y la legitimidad Fallas y vicios del Estado Bibliografía, 183 Índice de nombres, 201

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Prólogo Del dramático abogado de la legua y otros azoros

Quienes, desde los años noventa, apostamos

por un Derecho de jueces, tenemos que reconocer que, en cuanto a la generación de una cultura jurídica, que no “de legalidad”, partimos de un diagnóstico ingenuo, como muestra Israel Covarrubias. La cuestión cultural resulta mucho más compleja que el contar simplemente con una élite de juristas facultada para juzgar a las leyes en cuanto a su pertenencia a un sistema perfecto y compacto y a los operadores jurídicos por lo que toca a su disciplina también sistémica y con pretensiones de perfección. Aunque poseer uno o varios tribunales de constitucionalidad ayuda, la transición democrática ha demostrado que modificar los hábitos de la población frente a las fuentes de las que mana el Derecho es cuestión multifactorial y, en tanto que humana, no dada a reduccionismos. |9

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El péndulo entre un país de leyes y un país de jueces, tan antiguo como el Occidente jurídico mismo, no ha dejado de moverse entre nosotros. La gran reforma judicial de 1994-1995 pareció resolver la oscilante tensión a favor del control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes tras décadas, quizá centurias, de autoritarismo con ropajes legalistas. Pero nuestra venerante actitud ante éste ahí sigue, intacta. De ahí que sigamos buscando soluciones voluntaristas para todo y su orden. De ahí que procuremos que la Suprema Corte de Justicia conozca de todas las cuestiones políticas que surjan en la República. De ahí, en fin, que la Constitución siga siendo entre nosotros, desesperantemente, más una forma que hace nacer otras formas que un instrumento sustantivo de armonía social en la justicia. La solución de los noventa, aparentemente inconmovible por ser la puerta abierta perfecta a la transición democrática, dejó sin resolver muchas cuestiones culturales que el libro de Israel Covarrubias contribuye no sólo a denunciar sino a comprender y, por ende, a poner en cauce de superación. Uno de estos aspectos culturales es, qué duda cabe, la postura de los mexicanos frente a la ley, sea ésta legítima (“respetable”, dice Vargas Llosa) o no. Décadas de autoritarismo priista, bien descritas por Covarrubias a partir de interesantes categorías propias de la ciencia política, han traído consigo consecuencias sociológicas de pronóstico, a fuer de poco reservado, preocupante. Nuestra esquizoide relación con la legalidad, que nos hace incumplir las leyes al tiempo en que las veneramos cual fetiches y criticar acremente a los |10

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legisladores a la par de considerar que sus obras –las leyes- son impolutas y dignas de acatamiento incondicional, se explica en razón de prácticas paternalistas y hasta cínicas. Su característica multisecular no debe servir para consolarnos ni mucho menos como evasión de la responsabilidad presente. No sé si fue culpa de Hernán Cortés en el siglo xvi, pero ciertamente no lo es en el xxi. Esta suerte de vacuidad de la legalidad a la que nos hemos referido, con una ley reducida a su mera forma pero adorada como ídolo de bronce, provoca distorsiones perniciosas y alejamientos, cada vez más palpables, de nociones o intuiciones necesarísimas para la convivencia, como es la de “orden justo”. Quisiera referir al respecto una vivencia personal. Resulta curso tras curso más difícil convencer a los jóvenes estudiantes de Derecho en el sentido de que no son meros especuladores de una técnica legaloide, sino profesionales al servicio de un ordenamiento que se pretende justo y sensato. El estudiante “de leyes” ha tomado carta de naturaleza entre nosotros en forma acrítica y totémica. Nuestros abogados en ciernes, que cada año engrosan las filas de la administración pública, los despachos privados, las empresas y las legislaturas, no son obligados por sus profesores a reparar en la ley, a la vieja usanza tomista, como una ordenación “de la razón”, esto es, de la sensatez, para el bien de la comunidad. Por el contrario, la ley es una forma que posee válidamente los contenidos que le vienen en gana al detentador del poder público. Un abogado que sea tal debe resignarse a aplicarla sin cuestionamientos. Se trata de una manifestación más de esa legalidad espectral y autoritaria que describe Covarrubias, |11

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derivada de una Revolución, la mexicana, que tomó del antiguo régimen porfiriano lo que le convino, a beneficio de inventario. Alguien debió recordarle a Díaz su segundo apellido, como si de un imperator romano se hubiese tratado: “Memento Mori”. Don Porfirio no supo –no ha sabido– morir. Resultado: leyes no respetables que, sin embargo, debieron ser acatadas sin chistar durante nuestro largo siglo xx. Atrocidades indecibles al lado de evasiones ridículas del tipo “las corporaciones llamadas Iglesias no existen”. Y ante ensoñaciones onanistas semejantes no falta quien se sorprenda de que entre nosotros, como muestra la continuada discusión de la reforma en materia de Justicia Penal elevada a rango constitucional en junio de 2008, la Constitución, como la vida, no valga nada. En efecto, casi tres años después de la reforma numerosos expertos siguen cuestionando no sólo su conveniencia –lo cual es no sólo legítimo sino deseable– sino sus saludables principios democráticos (el mecanismo acusatorio como propio de un Estado constitucional), sus extremos técnicos (la racionalización de la prisión preventiva) y los supuestos de su aplicación (la sustitución, por ejemplo, del concepto de “cuerpo del delito”). A la Constitución, nada más que una simple “leyezota”, vale criticarla y denostarla per omnia saecula saeculorum. Sus principios (la presunción de inocencia, verbigracia) resultan bellos para el discurso, pero imprácticos e incómodos a la hora de tornarnos ricos con el dolor de los otros. Rousseau aún y siempre entre nosotros: una “voluntad general” que nadie ha visto jamás y que, sin embargo, es interpretada con una ligereza digna de mejor suerte. ¿Para qué consultar a todos si tenemos oráculos |12

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inefables que saben lo que nos conviene y lo que nos gusta, lo que una generalidad jamás interrogada debe interiorizar como adecuado?, ¿para qué perdemos el tiempo con derechos sustanciales, como el debido proceso, si nos basta con las formalidades esenciales de la Ley para ser felices?, ¿y quién dice lo que es ya no formal, sino esencial en los procedimientos judiciales? La voluntad general nos guía como una nube sobre el tabernáculo de nuestro desierto, un páramo de ideas y valentías. Hay que evitar la fatiga: como en la Historia oficial, como en los sangrientos murales que la adornan, la Ley, la voluntad de los otros, resuelve nuestras tribulaciones. Se nos olvida, por su parte, que el ginebrino no habló de una voluntad que, por general, pudiese hacer lo que le viniera en gana. Se nos olvida que el contrato social, si alguna vez suscrito, se firmó para mantener inalterados los derechos de los que gozábamos antes del surgimiento de la propiedad privada, en esa dorada era natural en la que éramos felices. Se nos olvida, en suma, que a partir del Iluminismo no hay más buena y verdadera ley que aquella que reconoce y garantiza la inalienabilidad de los derechos que gozamos en virtud de nuestra simple calidad de seres humanos, eminentemente dignos y acreedores de un aparato público que tiene que funcionar so pena de remoción. En lo sustancial, que nos disgusta y nos genera desazón, México se caracteriza por el olvido del principio kantiano libertario que busca que la ley se dirija, solamente, a garantizar la misma libertad para todos (artículo 4º de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789). Se trata nada menos que de los límites de la ley que nunca nos han |13

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quedado claros, porque pretendemos que la Ley (y nos encanta citarla con mayúsculas, para que suene al Law de las películas y series estadounidenses) sirva para refundar la realidad. La supervivencia jurídica novohispana, para parafrasear a Edmundo O’ Gorman, es fácilmente hallable en el discurso patriotero, Borbón y porfiriano-priista, reivindicador de reconducciones liberales a normas hipotéticas fundamentales que terminan por no existir, al alimón de mantenimientos de culturas estamentales en las que reconocemos, en lo más íntimo, la verdadera capacidad regulatoria. Así, el segundo principio de Kant, el de la igualdad, que sostiene que todos debemos hallarnos en igual sumisión a la misma ley y que, por lo tanto, es preciso que la sede legislativa monopolice las potestades de coacción (artículo 5º de la misma Declaración) no tiene entre nosotros más campo que el del “cinismo desconsolado” que describió Vasconcelos. Sólo la ley, y no el estamento, el rango o el privilegio, puede poseer poder coactivo, con expresiones idénticas para todos. Esto, que parecería evidente para cualquiera que haya tomado alguna clase de civismo elemental (Covarrubias se refiere también en el volumen, brillantemente, a la necesidad de una educación para la democracia), no lo es tanto en nuestras coyunturas desesperantemente permanentes. Sabemos que las cúpulas empresariales, el crimen, los sindicatos, las iglesias, los partidos políticos, las potestades fácticas y un largo etcétera regulan nuestras vidas y no se quedan cortos al momento de pretender coaccionarlas. Se sirven, de hecho, con la cuchara grande, y un sinnúmero de repúblicas (la de las letras no es mal paradigma) |14

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habitan nuestra República. El ámbito auténticamente republicano de ejercicio de las libertades queda, por tanto, sumamente ralentizado. Decía Ortega que los hispanos no habíamos nacido para comprender la lógica omnicomprensiva, expropiadora y centralizadora del Estado moderno. Cierto pero, por lo menos los hispanos del septentrión americano, ¡cómo la hemos loado sin comprenderla y sin aplicarla, en detrimento de la igualdad real y de la justicia material! Hoy, entre dos Nobeles, nuestra generación haría bien en recordar que, en América Latina, ha faltado sobre todo la fraternidad, el extremo frecuentemente olvidado al que se refirió Octavio Paz en su Discurso de Estocolmo que definió, o debió definir, nuestro rumbo común. Tan importante como la libertad y la igualdad (o, mejor, importante en razón de la libertad y de la igualdad), la fraternidad habría permitido superar el paternalismo idolátrico desde hace décadas. Nos habría traducido en sociedades de hermanos, preocupadas por la extensión eficaz de los derechos sociales, incómodas ante el mero cumplimiento de las formas legales que no se traduzca en una equidad social efectiva. Salud, vivienda, trabajo y, ante todo, la ya referida educación. ¡Cuán trascendente habría sido fijarnos, en serio, en garantizarlas, en hacer operativo el principio, constitucional donde los haya por fundamental y cimentador, de la compartida dignidad humana! Y ya que Israel Covarrubias se refiere a los festejos bicentenarios, bien haríamos en detenernos a escuchar a José María Morelos quien, al sistematizar los sentimientos de una nación en trance de parto, se acordó de que sólo la “buena ley” (y no cualquiera) es superior a |15

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todos los hombres. ¿Y cuándo es buena la ley? Cuando se fija efectivamente en la dignidad del ser humano, cuando modera “la opulencia y la indigencia”, cuando obliga “a constancia y patriotismo”, cuando aumenta “el jornal del pobre” en forma tal que aleja “la ignorancia, la rapiña y el hurto”. Toda una lección para la insegura, injusta e inepta posmodernidad política en la que vivimos. El drama de México se hace cargo de un drama mayor, que lo excede: el que aqueja a toda la modernidad estatalista occidental. Cierto, en estas latitudes el drama ha resultado particularmente sonoro, pues el Estado se ha traducido en inoperancia. Pero no es menos cierto que la contradicción se halla en la base misma del sistema de mentalidades que nos ha acunado desde Rousseau: somos ciudadanos, iguales y libres como lo éramos en el status naturae, pero ahora sólo lo somos merced a la existencia y conducta del aparato estatal, que brinda una ley que no puede menos que sacralizarse, por cuanto procede de una voluntad que es general y que, por lo tanto, nos pertenece a todos. Cosa curiosa, lo que los colectivos en minoría han solicitado desde que el aparato corporativo estamental fue desmontado (entre nosotros, por supuesto, sólo en apariencia) es su inclusión en el mecanismo de los privilegios antes que la abolición de estos últimos. Si las instituciones jurídicas no sirven para lograr inclusión semejante, las eliminamos o desvirtuamos (a través, frecuentemente, de su sacralización que deriva en integrismos) en nombre de una aparente e hipócrita igualación. No nos ha sido suficiente el título de “ciudadanos”. A casi dos centurias de los Sentimientos de la nación queremos otros títulos. Y queremos que nos los |16

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otorgue la ley sin entender que a cambio de ellos las leyes “que todos nos damos” nos van a exigir, como a Sócrates, que renunciemos a cosas tan fundamentales como el debido proceso o, incluso, la vida. La nuestra y la de los otros, que es la más importante. Libertades que se conquistan y que después, paradójicamente, el Estado otorga y tutela (el problema está, claro, en que quien otorga puede quitar). Igualdades que no son tales sino en el imaginario de los principios y de las normas. Fraternidades que no aparecen por ningún lado en el infierno de las realidades. Y así queremos cumplir con una legalidad que deriva de una “cultura” supuestamente interiorizada y más bien artificiosamente impuesta. El reto de la transición se encuentra en encontrar los límites del legislador, esto es, en determinar aquello que puede hacer y aquello que no, así sea en nombre del combate a la discriminación, como debió quedar claro en las discusiones, en sede judicial suprema, sobre la despenalización del aborto o sobre la posibilidad de celebrar matrimonios entre personas del mismo sexo, que implicó la redefinición legislativa de una categoría milenaria que procede de la Ciencia jurídica y que al mismo tiempo resacralizó una institución que desde Juárez era supuestamente civil, republicana y secular. Piénsese solamente en que la no discriminación a los colectivos gay quedaba asegurada gracias a las sociedades de convivencia, institutos de gestación ruidosa y de existencia efímera. Repárese también, por favor, en que atentos al argumento expansivo todos los impedimentos para contraer matrimonio resultan hoy discriminatorios, pues excluyen a polígamos y a incestuosos de una institución que es inconscientemente sagrada |17

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y que requiere, en su nueva concepción, de pontífices, monaguillos y altares. Siempre laicos, por supuesto. Reta también a nuestros talentos y capacidades el definir qué áreas de la vida social deben ser autorreguladas, sin caer por ello en imperios de insoportable facticidad y dudosa validez. Determinar, caso por caso (no se puede hacer a priori) aquello que no le podemos confiar ni a leyes ni a jueces. Ciudadanía y cultura constitucional como valladares frente a leyes no respetables y sentencias absurdas, pero también frente a regulaciones alternas extrajurídicas y, por tanto, no judicializables. Sociedades robustas, en suma. Como la que quiere Israel Covarrubias para que México abandone este drama y se apreste, como entidad humana que es, a enfrentar el drama que viene. Rafael Estrada Michel

Escuela Libre de Derecho

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Introducción ¿Por qué el drama de México?

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n un estudio clásico sobre el desarrollo, el premio nobel de economía Gunnar Myrdal criticaba las afirmaciones y los lugares comunes acerca del fracaso asiático en las décadas posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, con relación a una supuesta incapacidad para desarrollarse económica y políticamente. Es decir, criticaba las visiones reconfortantes del desarrollo precario de una sociedad cuando ésta era leída en modo jerárquico, lo que hacía suponer que la imposibilidad del desarrollo se debía fundamentalmente a problemas como la falta de una cultura y una práctica política racional, moderna y democrática, el cinismo rampante de las clases políticas locales, la depredación de los recursos públicos, la parálisis cínica de las propias sociedades, entre otras “anomalías”. Frente a estos lugares comunes, su análisis se desplazaba hacia un punto angular que es compartido por las propias democracias que saldrían de la experiencia de la guerra y que en la actualidad 19

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puede ubicarse como un desafío crítico: la erosión de la confianza y la ausencia de credibilidad y reputación pública, ya que al final estos problemas se encuentran en el centro del respeto o no a la legalidad, así como en la base de las formas de producir el orden político y una forma real del Estado de derecho. Este era, según el autor, el auténtico Drama de Asia −tal y como lo ilustra el título de su libro. De hecho, en el citado estudio, el lector puede encontrar una historia que es de enorme actualidad para el caso mexicano: Consideremos, por ejemplo, el jefe de la policía del Distrito de Nueva Delhi, donde vivimos por un tiempo, y con el cual nos hicimos amigos. Una vez nos lamentábamos con él sobre el hábito de que los taxistas ignorasen todas las reglas del tráfico. “¿Por qué no le ordenas a tus agentes que hagan respetar estas reglas?”, le preguntaba, “¿y cómo podría?”, respondió, “si un policía le levanta alguna infracción a un taxista, éste podría decir: “Lárgate, de otro modo le diré a la gente que me has pedido diez rupias”. Y si el policía le replicara diciendo que no es verdad, la respuesta del conductor podría ser: “¿y quién te va a creer?”.1

El colofón es natural. La verdad es imposible porque siempre está cruzada y sostenida con y por los criterios que la subjetividad produce cuando “aparece” la ley. Con ello, es posible entender la fatiga y las negativas para salir de la trampa culturalista de muchos analistas actuales cuando discuten el por qué precisamente una sociedad, en un determinado momento histórico, es más proclive a respetar la ley y las reglas estatales frente a aquellos momentos donde simplemente éstas se auGunnar Myrdal, Il dramma dell’Asia, Milán, Il Saggiatore, 1971, pp. 294-295.

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sentan casi por completo, para permitir el nacimiento y reproducción de procesos y órdenes metapolíticos que al final cohabitan con la regla impersonal: son caras de una misma moneda, de una misma realidad política y social. He aquí, pues, la alegoría para nombrar la presente obra. El drama de México. Sujeto, ley y democracia es una reflexión que contiene una vocación práctica −en el más puro sentido weberiano− por discutir algunos momentos relevantes de la formación del orden político y estatal a lo largo del siglo xx en México. En particular, intento hacer una lectura desde la teoría política sobre un ámbito específico que está necesitado de ser inteligido en la reflexión politológica mexicana: la ley y su relación con el concepto de Estado en un contexto que tentativamente llamaré de suspensión democrática. Por ello, desde el punto de vista de método de lectura, es una obra “a caballo” entre la sociología política y la ciencia política, ya que la primera al poner el acento sobre el Estado como fenómeno histórico y la segunda al encuadrar su reflexión sobre los procesos estatales como fenómeno institucionales, me permiten abordar de manera más precisa uno de los problemas clásicos tanto de la ciencia como de la sociología de corte político: la producción del orden con su reverso de improductividad, corroborando que democracia no es sinónimo de orden, mucho menos de estabilidad. De este modo, pienso que puedo conectar de mejor manera la relación entre ley y la suspensión de la democracia a partir de las distintas estrategias hacia el sujeto −pues sin sujeto no hay democracia− que se han dispuesto en los pasajes internos de la forma que adopta el Estado despúes de la Revolución mexicana. 21

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Dicho en otras palabras, una de las intenciones de la presente obra radica en observar la trayectoria histórica de los dispositivos simbólicos de la democracia y la ley. La hipótesis de trabajo de la cual partimos es que tanto la ley como la democracia son el resultado de una fina elaboración de ficciones y representaciones sociales e institucionales acerca de lo justo y lo injusto, lo real y lo espectral, la obediencia y la resistencia social, la apertura y la clausura de la impronta democrática. Por ello, el objetivo específico es rastrear e indicar los lugares históricos de los procesos de subjetivación y, simultáneamente, sujeción que determinados fenómenos −como la violencia, la corrupción, las ilusiones sobre el cambio político, la parálisis intelectual, la prohibición de lo impolítico− imprimen al sujeto y a la subjetividad. La insistencia de hablar de sujeto y no de ciudadano, tiene una razón simple en este trabajo: nuestro país tiene votantes, no ciudadanos. Es por ello que el vocablo ciudadano aparece solamente en contadas ocasiones a lo largo del ensayo. Las razones que me empujan a ello tienen que ver con la posibilidad y la necesidad de descolocar el “lugar” clásico de los estudios acerca del presidencialismo y el autoritarismo mexicano, junto a las formas de cambio político que irán acompañando la larguísima transición de un gobierno autoritario a uno democrático en el país a partir de los años setenta del siglo xx. En estos procesos, se privilegiaron obsesivamente la relación del presidencialismo y sus funciones prácticas e ideológicas, con el autoritarismo soportado, se decía, en el sistema político posrevolucionario y, quizá, con el régimen político, pero no con el Estado. Es decir, el presidencialismo no era únicamente una forma del sistema político, se 22

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volvió el órgano central del orden estatal en el sentido de aludir a una compleja elaboración simbólica y como proceso político fundado en una auténtica religión política, ya que unía y desaparecía a los sujetos en los pasajes interiores de un cuerpo que a un solo tiempo era forma de gobierno y forma de Estado. Me parece que esa ha sido la función que ha cumplido a lo largo del siglo xx el lugar que ha ocupado el presidente y sus instituciones en la formación de la noción de autoridad pública en nuestro país. Es necesario agregar que en México nos encontramos en un momento crucial de cambio. Contrario al deseo democrático que muchos imaginaron y por el cual también muchos trabajaron, en la actualidad nuestro país vive en una situación preocupante. En particular, cuando en la vida diaria observamos una sucesión de imágenes y hechos que tienen su soporte en los fenómenos de la violencia, la desorganización social y económica, la irresponsabilidad política y la desconexión entre las aspiraciones de los sujetos y la poca sensibilidad de la clase dirigente para cubrirlas en modo satisfactorio. Lo que es evidente en el México actual es la creciente zozobra y desconfianza de numerosos sectores sociales hacia sus representantes, hacia las instituciones y, particularmente, hacia el Estado. ¿Qué le pasó al Estado mexicano? Ante todo, es una interrogante que cobra significatividad cuando la pensamos en medio del intento de responder a la situación de crisis que él mismo ha generado y que lo ha llevado a una estrepitosa caída. De igual modo, pareciera que estamos obligados a insistir sobre la necesidad y la urgencia de edificar una nueva agenda pública de discusión y acción política para reactivar la polvosa y olvidada relación entre sociedad y Estado. Necesitamos construir nuevos lugares de 23

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un proyecto donde estatalidad y sociedad vuelvan a tejerse y produzcan un eje fundamental del desarrollo mexicano. Por ello, buscar y discutir acerca del método más pertinente para esta tarea es una cuestión fundamental. Es decir, no estamos en un momento de ausencia o parálisis de la escritura acerca del presente político mexicano. El problema no es pragmático. Estamos frente a un reto mayor que es el de la sintáctica, es decir, la necesidad de produccir una lectura para interrogarnos sobre los temas y debates, sobre la semántica propia de y para la democracia, estando consciente de que quizá no es posible del todo. Es decir, habría que comenzar a elaborar un balance crítico (en el sentido de poner en crisis los referentes y los significados acerca de la democracia en México, no de la democracia tout court), ya que “algo falta”, intelectual y políticamente. Sugerir que algo nos falta no presupone concluir que la democracia mexicana ha fallado. En realidad, lo que no está, al menos yo no lo encuentro, son las lecturas acerca de cómo acompaña a la producción ampliada y constante del orden político −pues, como se sabe, todo orden es constante, lo que varía son sus formas de cambio y reproducción− la generación de los lugares de la ley, en particular, su escritura y su fuerza por un lado, y la creciente pluralización del universo de su interpretación, por la otra así como la subjetivación de la política y particularmente de la política democrática. Por su parte, cuando digo que es un estudio desde la teoría politica, entiendo la noción de teoría en el sentido que Roland Barthes le da: “Teoría quiere decir 24

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descripción, producción pluricientífica, discurso responsable, que dirige su mirada hacia el perfil infinito de un problema y acepta ponerse a si mismo en duda como discurso de la cientificidad”.2 De igual modo, la presente obra forma parte de una serie de trabajos que tanto como editor y como autor he venido desarrollando en los últimos años en diferentes lugares. Uno de ellos, es el trabajo realizado desde hace varios años como Director editorial de la revista Metapolítica, donde hoy recupero y cierro un ciclo con muchas de las intuiciones y peticiones que les he dirigido a colegas y amigos respecto a los temas que en este libro discuto, y a los cuales les expreso mi agradecimiento, comenzando con Rafael Estrada Michel por su gentileza al escribir el “Prólogo” que acompaña este trabajo, y muchas otras páginas que le han dado fuerza a la revista. De hecho, esta obra procesa, discute y expande los ámbitos de significatividad de los más de veinticinco números de la revista que he editado, siempre con la intención de otorgarle un lugar más preciso a la palabra-concepto que lleva en su título: metapolítica.3 Roland Barthes, “Por una teoría de la lectura”, en Roland Barthes, Variaciones sobre la escritura, Barcelona, Paidós, 2002, p. 84. 3 Asimismo, no quiero dejar pasar la ocasión para decir que muchas de las páginas de este libro tienen vínculos estrechos con algunas monografías que he coordinado sobre los temas que aquí me interesan. Me refiero en particular a: “¿Por qué se pervierten las democracias? Laberintos de la corrupción” (Metapolítica, vol. 9, núm. 45, enero-febrero, 2006, pp. 33-111); “México: la sociedad indefensa” (Metapolítica, vol. 13, núm. 63, enero-febrero, 2009, pp. 40-81); “Urgencias y desastres. Discutir el Estado en México” (Metapolítica, vol. 13, núm. 66, septiembre-octubre, 2009, pp. 53-92) y “Regresiones y promesas incumplidas en la democracia” (Metapolítica, vol. 14, núm. 71, octubre-diciembre, pp. 24-77). 2

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Es necesario manifestar que versiones anteriores de la mayoría de los capítulos que componen el presente libro fueron discutidas y, en su caso, publicadas en diferentes lugares entre 2006 y 2010. En consecuencia, el trabajo de escritura y sobre todo de reescritura, siempre empujan a nuevas hipótesis y nuevos planteamientos. A pesar de la semejanza de todos ellos con sus escrituras y postulados pasados, me parece que lo que los une es precisamente su distancia en términos de objetivos y desarrollos. “Espectros y experiencias de la Revolución mexicana”, es una versión ampliada de un texto leído en ocasión de las jornadas académicas “Procesos ideológicos de la Independencia y la Revolución mexicana”, organizadas por el Instituto Salesiano de Estudios Superiores y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, el 25-26 de febrero de 2010 en el Recinto Homenaje a Benito Juárez del Palacio Nacional, y que después sería publicado como “Política, escritura y tiempo: espectros y experiencias de la Revolución mexicana” en Carlos Mújica Suárez y Edgar Morales Flores (coords.), Ideología, nación y política. Figuras e ideas de la Independencia y la Revolución, México, shcp/ises, 2010, pp. 129-164. “El fantasma del pri y la anomalía estatal”, es una versión ampliada de un articulo que apareció con el “El (¿fantasma?) del pri y la anomalía estatal” en la revista Doxa, de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Chihuahua, vol. 3, núm. 4, 2010, pp.65-78; algunos puntos ya habían sido discutidos en el artículo “El pri y la política como vacío”, que apareción en la revista Metapolítica, vol. 12, núm. 62, noviembre-diciembre, 2008, pp. 39-42; una primera versión fue publicada como “Prólogo” al libro de Juan Pablo Pampillo Baliño, PRI, el sistema 26

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político mexicano y la transición democrática. Historia, balance y perspectivas, México, Ediciones de Educación y Cultura, 2008, pp. 9-13. “La conflictiva búsqueda de una educación para la democracia”, es una versión ampliada de un texto leído el 19 de julio de 2010 en el posgrado en Educación de la Universidad Salesiana. Una primera versión fue leída el 23 de junio de 2009 en el Centro de Educación Continua-Casa del Tiempo de la Universidad Autónoma Metropolitana, en la presentación de la revista Metapolítica (vol. 13, núm. 64, marzo/abril de 2009), cuyo tema central de discusión fue “¿A quién le importa la educación en México?”. “La perrera y la mordida”, es un capítulo escrito ex profeso para este libro, salvo algunos párrafos que recupero del capítulo 3: “México: problemas de corrupción, problemas de consolidación democrática”, de mi libro Las dos caras de Jano. Corrupción y democracia en México, México, Centro de Estudios de Política Comparada/Anzuelo, 2006. “Diagonales de una sociedad indefensa” es una versión ampliada del artículo “Quién ofende a quién, quién defiende a quién”, que apareción en la revista Metapolítica, vol. 13, núm. 63, enero/febrero, 2009, pp. 42-48. “Apuntes sobre un Estado sin ley es una versión ampliada del artículo “De policías y ciudadanos. Apuntes sobre un Estado sin ley”, que apareció en la revista Metapolítica, vol. 13, núm. 66, septiembre/octubre, 2009, pp. 84-88. Para finalizar, lo que aquí propongo es un estudio generador de hipótesis que sirva como puerto de partida para la elaboración de una serie de trabajos de investigación de más largo respiro, y que está registrado en el proyecto “México: Estado, ley y democracia” (Clave del proyecto: 7da172400e) en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde desde 27

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2006 vengo realizando distintas labores docentes y de

investigación. Además, muchas de estas páginas también son resultado de las notas de trabajo y discusiones de los cursos de posgrado de teoría política, historia cultural y metodología que he impartido en diferentes universidades en los últimos años, así como de las sesiones del seminario permanente “Psique, poder y técnica”, cuyos integrantes han contribuido a precisar en distinta medida los argumentos aquí expuestos, en particular, Arturo Santillana Andraca y Napoleón Estrada. De igual manera, extiendo mi gratitud a mi compañera Paola Martínez Hernández, cuya agudeza y generosidad me han resultado invaluables para concretar este primer ejercicio conjunto que le apuesta al presente, a su historia y a la evidencia más que real de nuestro porvenir. Su trabajo de edición ha sido de una calidad pocas veces observada. Ojalá que este libro sea un instrumento de utilidad para el lector de la democracia mexicana por-venir.

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Espectros y experiencias de la Revolución mexicana

La política se ha vuelto el género predominante

en la escritura de la historia. Quizá podríamos decir que siempre lo ha sido. Más allá de aludir a una centralidad inherente a la política para dar cuenta de la escritura histórica de un país, en realidad expresa una enorme capacidad de “hacerse presente” en los momentos de cambio, aunque éstos no sean únicamente en la ordenación política. Sin embargo, y como pareciera lógico, la escritura de la política y la visibilidad de la historia presuponen un ejercicio de reflexión que comienza con la identificación de los lugares de encuentro de esos pasajes que fundan un régimen de historicidad distinto o, incluso, nuevo y que, al mismo tiempo, permiten el nacimiento, como efecto de la producción de historicidad, de otro tipo de régimen de mentalidad y sedimentación social en cualquier país en una época determinada. 29

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Vale la pena hacer una breve señalización sobre lo que estamos entendiendo por historicidad. Quien se ha ocupado en años recientes sobre la noción de régimen de historicidad es el historiador francés François Hartog. Primero, el autor entiende por régimen aquello que es propio de lo humano y que se puede organizar (comunidad), “alrededor de las nociones de más o de menos, de grado, mezcla, compuesto y equilibrio siempre provisional o inestable”.1 Segundo, la historicidad es hablar de “momentos de crisis del tiempo, aquí y allá, justo cuando las articulaciones entre el pasado, el presente y el futuro dejan de parecer obvias”.2 Entonces, un régimen de historicidad es una irrupción temporal donde pasado, presente y futuro no tienen un lugar específico y, por ende, plenamente identificable, dado el proceso de extrañamiento que producirá la emergencia histórica. Con ello, prosigue el autor su reflexión diciendo que en Occidente moderno se construyó un tipo particular de historicidad cuando se miraba al pasado como fuente primigenia de soporte del presente (por ejemplo, a partir de la Revolución francesa). Un segundo momento, es cuando se deja esta concepción para depositar en el futuro la fundamentación del presente (que, por su parte, dominaría el siglo xx con la idea del hombre nuevo, tanto en su variante técnico-capitalista, como en aquella socialista). Finalmente, en un proceso más cercano a nosotros en términos temporales, asistimos a una transformación de los regímenes de historicidad cuando se agrieta el presente de modo tal que, dejándolo en completa “suspensión” de sus raíces históricas como de su tiempo por-venir, da vida a la inmediatez 1 2

François Hartog, Regímenes de historicidad, México, uia, 2007, p. 15. Ibid, p. 38. 30

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y a la simultaneidad, al presentismo del tiempo, que ocasiona un sentido de urgencia para responder con la escritura, el discurso o la acción política a cualquier reclamo venido desde lo social. Sirva lo antes dicho de pretexto y guiño intelectual para interrogarnos e interrogar a nuestros procesos históricos en el siguiente sentido: ¿qué fue y que ha pasado precisamente con el régimen de historicidad que se produjo después de la Revolución mexicana? Es decir, ¿qué concepciones del tiempo y de la escritura de la política fueron formuladas en los años y en las décadas posteriores a la finalización de la Revolución?, ¿en qué sentido podría permitirnos significar los avatares más recientes del régimen político mexicano y ante todo del Estado? !"#$%#"&'()$#*$#%+#,$-&%./01" Si partimos de la constatación que el vocablo “revolución” en la historia de la modernidad está directamente relacionado con los orígenes de la tradición del pensamiento democrático,3 tenemos entonces que en los inicios del siglo xx en nuestro país se asiste a la escalada de una revolución en tanto guerra civil declarada, donde la liberalización de distintos procesos de la violencia ubicaron su modo de existir en la representación de un acto escénico, hic et nunc, con Es decir, está articulado con distintos procesos ideológicos y políticos que dieron vida a la formación de los regímenes y de los Estados democráticos modernos en la experiencia continental a partir de 1789 en Francia. Cfr. Giorgio Agamben, Stato di eccezione. Homo sacer II, Turín, Bollati Boringhieri, 2003, p. 14.

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porcentajes considerables de dramatización en un intento por abrir el porvenir en una pretendida dirección democrática. Con independencia de su éxito o fracaso, lo evidente fue la ruptura con el orden político, primero, y después con el orden social anterior (etapa porfirista), precedida por un fuerte y gradual cambio de los aspectos organizacionales de la vida en común y de la vida social, ya evidente hacia finales del siglo xix, sobre todo en el ámbito regional y con algunos rasgos definitorios en sentido liberal y republicano.4 Como efecto de esta nueva moralidad, se asistiría a la crisis terminal del régimen porfirista. Así lo ha hecho ver Rhina Roux, para quien: Tres crisis coincidieron en el estallido de la Revolución mexicana y prepararon la caída del régimen porfirista. Por un lado, la crisis económica de 1907-1910, que implicó tanto una crisis de subsistencias como la caída de la producción minera, que afectó sobre todo a los estados del norte. De otra parte, una crisis social expresada en un nuevo ciclo de violencia agraria, estallidos de insubordinación obrera y crecimiento de la organización liberal opositora en el mundo urbano. Por último, una crisis política manifestada simultáneamente en el quiebre de la relación de mando-obediencia, el surgimiento de diversas oposiciones al régimen y la ruptura de la unidad interna de la élite política.5

Luego entonces, al ser el anhelo de justicia (que es un reclamo de democracia) el horizonte de la Revolución mexicana, en los años posteriores a su finalización Alicia Hernández Chávez, La tradición republicana del buen gobierno, México, El Colegio de México/fce, 1993, pp. 118-199. 5 Rhina Roux, El príncipe mexicano. Subalternidad, historia y Estado, México, era, 2005, p. 102 [cursivas de la autora]. 4

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encontramos la institución de un régimen de historicidad fundado en la reelaboración del pasado glorioso y heroico, así como en la grandilocuencia del caudillismo relacionado con la mitología de la guerra civil. No hay que olvidar que la estructura fundante de la Revolución fue el mito de la democracia, en particular, en el terreno de la igualdad social pero también en el terreno de los derechos políticos (por ejemplo, la exigencia política de Francisco I. Madero respecto a la efectividad del sufragio). Por ello, siempre está presente la insistencia sobre el ámbito de la justicia y su reverso: el agravio producido precisamente por el profundo sentimiento de injusticia de las clases subalternas frente a los dominios del poder político. Sin embargo, el mito estará presente con mayor fuerza en la conclusión de la misma. Tal parece necesaria una mitología democrática para permitir el nacimiento de una estación política que, por un lado, dibujara el punto de quiebre y el límite desde el cual podría ser posible el cambio de experiencia frente a la Revolución y, por el otro, frente al porvenir. Uno de los momentos que ponen en evidencia el deseo de cambio es cuando alguien comienza a hablar en el nombre de la Revolución, la justicia y el pueblo para organizar los procesos de recomposición social y política y que, al pretender ser identificado claramente, se transforma en actor político y/o social al grado de indicar una dirección histórica que fungiera como justificación de la Revolución. En su origen, el momento preciso de develar a ese alguien y del efecto que producirá en términos institucionales y sociales, es la aparición de la “palabra” de la ley frente a los disturbios presentes a lo largo del país, interpretables 33

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como una pura fuerza de ley. Por lo menos a partir de 1917, cuando el proceso constituyente ocupa el lugar de una persona ficticia,6 la cuestión urgente y central era el cómo cerrar o detener y cómo cambiar o desplazar hacia otro terreno la querella por una nación disuelta y desbordaba en espirales de violencia local, incluso sin conexión entre ellas.7 Hay que tomar en cuenta que el proceso constituyente de 1917 es el lugar de la “palabra” de la ley y la Constitución (Carta Magna) resultante es la “escritura” de la ley. Pero, además, tenemos un tercer elemento que necesita ser observado. La noción de fuerza de ley es fundamental ya que puede ser definida como un oxímoron, al ser a un mismo tiempo un proceso que une y tensa: “éxtasispertenencia”.8 Es decir, fuerza de ley es lo que ya no puede ser interpretable y mucho menos sancionable por la ley escrita y su ejercicio. Paradójicamente se emparenta más con la palabra de la ley. En este sentido, es un indecible, un espacio suspendido que la ley produce en su actuación, y por ello no puede ser Al respecto, Jaime Labastida dice que: “Los conceptos de res ficta y de persona ficta están asociados a la fórmula jurídica de los cuerpos (o de las corporaciones) y de las personas morales (en su calidad de ‘cuerpos’ que poseen cabeza y miembros): Iglesia, Estado, Corona, Rey (en tanto que jefe del Reino y no como persona ‘física’ o ‘natural’)”, Jaime Labastida, El edificio de la razón. El sujeto científico, México, Siglo xxi Editores, 2007, p. 2. 7 De cualquier manera, la constitucionalización de 1917 expresa lo que Dussel define como las maneras con las cuales una comunidad desea “darse un gobierno”, y que tiene siempre una naturaleza democrática en cuanto proceso de constitución de comunidad, no frente a los resultados que dicho momento instituyente producirá. Cfr. Enrique Dussel, 20 tesis de política, México, Siglo xxi Editores/crefal, 2008, pp. 29-33, 62-68, 94-99. 8 Agamben, Stato di eccezione…, op. cit., p. 48. 6

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pensada como un puro momento antijurídico. Viene a colación el término fuerza de ley, ya que precisamente nos permite entender la diferencia, primero, entre “palabra” y “escritura” de la ley y, segundo, tener una mayor precisión no sólo conceptual, sino histórica respecto a la Carta Magna mexicana que es, al final, un momento constituido y no únicamente constituyente, ya que es un instante que amarra dos tiempos: el pasado como presente y el presente que confirma el tiempo porvenir. De aquí se desprendería que la ley y su escritura son, en efecto, un elemento fundante de la soberanía estatal, pero dado que lo que fundan es un orden artificial posterior a las formas de relacionarse entre los sujetos, al mismo tiempo edifica su excepción en su sentido constitucional. Luego entonces, el Estado posrevolucionario se transforma en un proceso de escrituración de la ley y, al mismo tiempo, de suspensión de normas y reglas, lo que presupone la apertura a una aporía traducible como otro tipo particular de fuerza de ley: otorgar un primado a la excepción del Poder Ejecutivo que se vuelve fuente de producción legislativa a través, por ejemplo, de la facultad de dictar decretos. De aquí, pues, que la ley que emana del Estado no sólo ordena (nomos), sino que también regula el vacío que existe entre los hombres (lex), sobre todo cuando se constata que no se puede eliminar del todo la posibilidad permanente de la guerra de abierto carácter civil (stásis).9 Por ende, lo que tenemos respecto a la fuerza de ley es Sobre la diferenciación entre nomos y lex, implicando las tradiciones filosóficas de ambos vocablos, remito al capítulo 6.

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un pluralismo de la palabra de la ley, que produjo el éxtasis revolucionario mexicano.10 Por consiguiente, ¿cómo fue posible la formación del Estado y de las instituciones en los años posteriores a la Revolución?, ¿qué tipo de cuerpo ordenó estatalmente la vida social?, ¿qué órganos fueron privilegiados en el sentido de permitir su conexión efectiva con el cuerpo del Estado posrevolucionario? Para empezar, se puede decir que: “[…] a la Revolución le tomó diez años, de 1911 a 1920, destruir el antiguo régimen porfiriano; pero como la obra acabó por ser total, la Revolución se quedó en 1920 sin enemigo al frente, dueña indiscutida del campo. Esto quiere decir que las posibles oposición y división estaban dentro del grupo vencedor y no fuera de él”.11 Por tal motivo, el cambio resultante de los diez años de lucha armada en México generó un proceso de reunificación −quizá como pretendida respuesta de continuidad− de la totalidad de relaciones sociales, integrado −por una parte− en un cuerpo estatal (persona ficticia), cuyos órganos internos definirían la composición de la sociedad mexicana que termina agrupada, dividida y segmentada en un pacto −por la otra− constitucionalizado (escritura de la ley), en efecto, en 1917, pero que al no ser suficiente La revuelta (stásis) se vincula con el vocablo estasiología que, en palabras de Baechler, quiere decir “alzarse en contra”. El autor lo usa para dar cuenta de los fenómenos que define como antisociedades, por la capacidad de poner en predicamento los principales núcleos de historicidad y cohesión de un régimen social y político, así como de un Estado y en función de permitir el cambio en la dirección organizacional de una sociedad. Cfr. Jean Baechler, Los fenómenos revolucionarios, Barcelona, Península, 1974, passim. 11 Daniel Cosío Villegas, El sistema político mexicano. Las posibilidades del cambio, México, Joaquín Mortiz, 1982, p. 50. 10

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para evitar el resquebrajamiento político total del país, paralelamente generó un régimen de historicidad donde el Estado posrevolucionario privilegiaría tanto al presidencialismo con su impronta ideológica, así como, ya entrados los años veinte, al Partido Nacional Revolucionario (pnr), como agencia estatal de control y negociación social y política.12 Para Cosío Villegas, el pnr fue creado para tres funciones básicas: “contener el desgajamiento del grupo revolucionario; instaurar un sistema civilizado de dirimir las luchas por el poder y dar un alcance nacional a la acción políticoadministrativa para lograr las metas de la Revolución mexicana”.13 La puntualización del Estado como cuerpo y que nace al término de la Revolución mexicana tiene varias razones en esta sede. La primera, y quizá la más evidente, es que el Estado posrevolucionario fundaría uno de sus ejes de reproducción (relaciones de mandoobediencia y producción de una sólida base de legitimidad) en la puesta en marcha de una serie de fundaciones institucionales y de procesos inherentes a ellas desde un perfil abiertamente corporativo.14 La segunda, si la democracia es uno de los anhelos que dinamitan el proceso revolucionario en México, entonces resulta importante no olvidar los estrechos vínculos teóricos e históricos entre democracia y cuerpo social. La tercera y última, el lugar que ocupa en la historia del siglo xx mexicano el cuerpo político y sus múltiples representaIbid, p. 21. Ibid, p. 35. 14 Un estudio estupendo que problematiza los orígenes históricos del corporativismo mexicano es Marialba Pastor, Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales, México, ffyl-unam/fce, 2004. 12 13

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ciones, sobre todo en una específica que pretendemos dilucidar aquí: las formas bajo las cuales el cuerpo político irá apareciendo en el espectro público-estatal, y conjuntamente los modos de su gradual desaparición de ése lugar potencialmente de todos, a través de la permanencia de la noción abiertamente política del cadáver de la Revolución, junto al lugar que ocupará en el interior del Estado posrevolucionario como órgano espectral (jamás como muerto) con la activación de los procesos de estructuración ideológica mexicana en las décadas sucesivas.15 Por consiguiente, los órganos ya visibles hacia la segunda mitad de los años veinte en México, permitieron la estructuración del espectro público-estatal mexicano a partir de una noción original −aunque se alejará del cuerpo semántico de la pragmática democrática− de orden y centro que se presentaba en el escenario como una suerte de clausura al proceso armado. En primer lugar, la escritura de la ley se le opone a la fuerza-palabra de ley; no obstante, sigue existiendo una insuficiencia para En el “regreso” a Marx que hace Derrida para proponer un nuevo debate en torno al tema de la justicia, dice que el espectro (que ya estaba presente desde la primera línea del Manifiesto del Partido Comunista) es aquella instancia que puede “ver sin ser visto”. Es decir, es lo que funda una presencia histórica terrible, ya que es una ausencia permanente, oculta en el anonimato de la falta de nombre propio (por eso puede volverse cuerpo político) y que dispara sus dardos al tiempo presente y su dilatación hacia adelante, a pesar de que el futuro sea un lugar, nos dice el autor, que “sólo puede ser de los fantasmas”. Por ello, la aparición y sobre todo la reaparición en la historia del fantasma de la justicia y la democracia −para meter el tema específico de este trabajo− es una reaparición y un regreso de y a un pasado interminable, pues su configuración está vinculada al “primer personaje paterno”, Jacques Derrida, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo de duelo y la nueva internacional, Madrid, Trotta, 2003, pp. 11-89. 15

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contractualizar a la nación en coherencia con su origen revolucionario. Lo que se construyó fue una idea de orden que justificaría por muchas décadas el ejercicio discrecional del poder político, encarnada precisamente en el nombre que evocaba el Poder Ejecutivo, o sea el presidente de la República, que a su vez hablaba a nombre del pueblo mexicano, lo que le permitió formar una ilusión de certidumbre sobre todo cuando su figura era acompañada por una forma excepcional para construir, aplicar e interpretar la ley: fue un nombre que no designaba ni representaba a alguien (era Uno: a un solo tiempo ese alguien y la representación de él), un órgano completamente autónomo, la ley y su aplicación, el nosotros democrático frente al pasado y en espera del futuro. Según el Diccionario de la Real Académica Española, evocar (evocare) es definible en dos sentidos: el primero, “Traer algo a la memoria o a la imaginación”; el segundo, “Llamar a los espíritus y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los conjuros e invocaciones”.16 Luego entonces, el significante que estamos construyendo en este trabajo tiene que ver con ese alguien que evoca una noción de orden a partir de “traer algo a la memoria”, pero sobre todo al imaginario social (en este caso, aludo claramente al nombre y a la escritura de la ley mediatizados por el nombre y la figura del presidente), pero también presupone traer algo a la memoria, en efecto, por parte del anonimato del orden para convocar al espectro de la Diccionario de la Real Académica Española, “Evocar”, Madrid, Real Academia de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, 2010, en http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=evocar [consultado el 7 de junio de 2010 [cursivas mías]. 16

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Revolución en la medida de tejer una fina elaboración simbólica capaz de crear un espacio ilusorio de certezas, ontológicas y sociales, sustentadas en la decisión (que por origen es política) en vez que en el proceso jurídico de otorgamiento y aseguramiento de los derechos y de respeto impersonal de la ley.17 En este sentido, era un nombre (“el presidente”) y sobre todo un hombre que quebró la forma ficticia de la república y ataba al pueblo y a sus deseos en una esperanza vacía. Por tal motivo, no resulta exagerado el término acuñado por el politólogo Juan José Linz para definir el genus político mexicano de presidencialismo extremo.18 Por otro lado, habría que subrayar la ambivalencia semántica del vocablo pueblo, ya que anuda en modo simultáneo dos funciones históricas específicas cuando, en realidad, estamos hablando de dos procesos de distinta significatividad política. Por una parte, la noción de Pueblo (con mayúscula) está presente cuando el cuerpo se vuelve político en el momento en que produce comunidad, o sea, orden político. La segunda acepción, pueblo (en minúscula) designa al sujeto, no al proceso pretendidamente unitario de formación histórica de la comunidad y del Estado. Quien Con relación a los usos semánticos y sobre todo pragmáticos de la ley en México, remito al capítulo 6. Acerca del tema de la ilusión de certidumbre en la política, Fernando M. González, “Algunos aspectos de la ilusión en política”, Perfiles latinoamericanos, año 8, núm. 15, diciembre, 1999, pp. 47-71, sobre el nombre y el proceso de subjetivación inherente a él en términos teóricos, Labastida, El edificio de la razón…, op. cit., pp. 2 y ss. 18 Miguel Ángel Centeno, “The Failure of Presidential Authoritarianism: Transition in Mexico”, en Scott Mainwaring y Arturo Valenzuela (comps.), Politics, Society, and Democracy. Latin America, Boulder, Co., Westview Press, 1998, p. 27-47. 17

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designa y afirma que un sujeto pertenece al pueblo en minúscula o a la comunidad política es precisamente el Estado. En última instancia, la autoridad (con independencia de saber cómo obtuvo dicha autoridad) es quien decreta (incluso como puro acto de habla) la pertenencia o no del sujeto al pueblo como cuerpo político y/o subjetivación, sobre todo cuando adopta la función normalizadora sobre ellos. La derivación lógica es evidente. La ley que se produce en el interior del Estado es para normalizar y normativizar a los sujetos a través de la actuación del poder en su dimensión más simple: la fuerza. Por ello, con una fuerte dosis de ironía, escribe Claudio Magris que “La ley es la tutela de los débiles, porque los fuertes no necesitan de ella”.19 19

Claudio Magris, Literatura y derecho. Ante la ley, Madrid, Sexto Piso,

2008, p. 60. Por otra parte, es necesaria una “cierta” distancia critica

respecto a las interpretaciones culturalistas que han pretendido describir y sobre todo explicar que la ausencia de respeto a la ley en nuestro país por parte de la autoridad instituida y de muchos grupos sociales es un producto (¡genuino!) de una cultura política tradicional, premoderna y asimétrica respecto a lo que supone el ejercicio democrático y moderno, por ende, racional, de la autoridad. De entre los autores que recientemente insisten −aunque en modo insuficiente− sobre la centralidad de la cultura como variable explicativa del surgimiento y resurgimiento del populismo en el contexto democrático de las últimas décadas (y vinculado a esa cultura premoderna y antidemocrática) está Roger Bartra, para quien el populismo, por ejemplo, es “una forma de cultura política, más que la cristalización de un proceso ideológico. En el centro de esta cultura política hay ciertamente una identidad popular, que no es un mero significante vacío sino un conjunto articulado de hábitos, tradiciones, símbolos, valores, mediaciones, actitudes, personajes e instituciones”, Roger Bartra, “Populismo y democracia en América Latina”, Letras libres, año x, núm. 112, abril, 2008, p. 50. Frente a ello, es conveniente no descuidar las variables políticas que pudieran, al incorporar algunos componentes o categorías culturales, explicar precisamente los fenómenos políticos, y en cuyo terreno la cultura ya no tiene capacidad de diferenciación 41

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Incluso, para cerrar la idea, Giorgio Agamben sugiere que: “un mismo término [pueblo] nomina tanto al sujeto político constitutivo como a la clase, que de hecho no de derecho, está excluida de la política”.20 Más adelante agrega: Todo sucede como si eso que llamamos pueblo fuese, en realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéctica entre dos polos opuestos: por una parte, Pueblo como cuerpo político integral, por la otra el subconjunto pueblo como multiplicidad fragmentaria de cuerpos necesitados y excluidos; Pueblo como inclusión que se pretende sin residuos, y pueblo como exclusión que se sabe sin esperanzas; en un extremo, el Estado total de los ciudadanos integrados y soberanos, en el otro, la banda de los miserables, los oprimidos, los vencidos.21 explicativa. De otro modo, se caería en la trampa lógica de desplazar la semántica inherente a cualquier proceso político (que a su vez tiene una raíz sintáctica por definición política) y referir que los fenómenos políticos son explicables por su pragmática, es decir, por su puesta en acción (prácticas sociales). Con ello, al terminar los fenómenos y procesos políticos definidos y encerrados en la dimensión cultural, se llegaría rápidamente a la presuposición de que la cultura es el problema real de origen (por ejemplo, el populismo como pragmática), no un efecto (muchas de las veces no esperado) de las variables políticas. Es decir, la ley, aun en su pura dimensión de legalidad, es una variable política, ya que relaciona a un fuerte con un débil frente a una disputa por la aplicación de la legalidad, no por la justicia que los contrayentes exigen. Por ende, lo que hay que poner en evidencia son los juegos de imposición y abuso de aquellas clases políticas que se encuentran en posiciones de franca superioridad respecto al ejercicio del poder político y social, frente a clases debilitadas por la imposibilidad de ejercer algún tipo de poder, incluso legal, frente a la exclusión. 20 Giorgio Agamben, Mezzi senza fine. Note sulla politica, Turín, Bollati Boringhieri, 2005, p. 30. 21 Ibid, p. 31. 42

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Ello nos llevaría, por consiguiente, a lo que el autor llama “una fractura biopolítica fundamental [entre] aquello que no puede ser incluido en el todo del cual forma parte y que no puede pertenecer al conjunto en el cual ya se encuentra siempre excluido”.22 Por lo tanto, la democracia como régimen político y el Estado de derecho como forma relacional e histórica que soporta al primero, apuestan siempre por la constitución del Pueblo, derogando las formas de manifestación espacial y temporal del pueblo de los excluidos, que terminan en un circuito periférico del cuerpo político unitario. Esto equivale a decir que el sujeto en la democracia es y existe como ciudadano, presuponiendo que hay una suerte de motor “existencial” que produce al ciudadano en el momento mismo de nombrar a la democracia.23 Ibid, p. 32. Ya en su famoso prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, Sartre decía en modo análogo que “Reclamar y negar, a la vez, la condición humana: la contradicción es explosiva”, Jean-Paul Sartre, “Prólogo”, en Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, México, fce, 1965, p. 19. No olvidemos en este mismo orden de ideas, que en 1965 Arnaldo Orfila Reynal fue destituido literalmente por la controversia suscitada por la publicación, cuando todavía era director del Fondo de Cultura Económica (fce) en 1964, del libro del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una familia mexicana donde se manifestaba en modo fehaciente la necesidad de abrir el espectro público a la “voz” a los excluidos del desarrollo mexicano. Cfr. Víctor Díaz Arciniega, Historia de la casa. Fondo de Cultura Económica (19341996), México, fce, 1996, pp. 147-155. Jaime Labastida, actual director general de Siglo xxi Editores, comenta con relación al caso de la salida de Orfila Reynal del fce y el nacimiento de Siglo xxi Editores, poco tiempo después del incidente: “La publicación del libro de Lewis generó un malestar en la clase dirigente de nuestro país, ya que se suponía que en aquella época México había resuelto en lo fundamental sus grandes problemas, que la revolución se había hecho para acabar con todos los malestares generados en la época de la dictadura de Porfirio Díaz. Por 22 23

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En este sentido, el paradigma posrevolucionario lo constituyó, sin duda, el general Lázaro Cárdenas, al hacer coincidir con relativo éxito el momento de la soberanía nacional (donde se enarbola la noción de Pueblo como cuerpo político integral) con el de la soberanía popular (donde el pueblo no se presenta en una noción máxima deseable, ya que supuso más bien indicar el papel del excluido, el desheredado, el insatisfecho), bajo la estructuración ideológica del nacionalismo revolucionario. Sin embargo, el costo del intercambio fue enorme, ya que “Cárdenas −escribe Octavio Ianni− pasa a simbolizar la sociedad, la nación, el Estado y las posibilidades reales de desarrollo económico y social”.24 Frente a ello, no hay posibilidad de autonomía social, lo que dio lugar a una representación heterónoma y populista entre el presidente y su pueblo.25 No es fortuita la creación de la Confederación de Trabajadores de México (ctm) en 1936 para “domesticar” al sector obrero, la Confederación Nacional Campesina (cnc) en 1937 para hacer lo suyo con el campesinado, el control del ejército con la expulsión del país de Plutarco Elías Calles, Luis consecuencia, si había un avance económico en la época de Díaz era porque había sido posible a las espaldas de los trabajadores, provocando una profunda injusticia social”, Jaime Labastida, “En la cultura mexicana, lo revolucionario es no cambiar”, entrevista realizada por Israel Covarrubias, Metapolítica, vol. 14, núm. 70, julio-septiembre, 2010, pp. 30-31. 24 Octavio Ianni, El Estado capitalista en la época de Cárdenas, México, era, 1991, p. 53. 25 Israel Covarrubias, “Breve historia del populismo en México”, en Carlos Aguiar Retes, Rodrigo Guerra López y Francisco Porras (coords.), Neopopulismo y democracia. Experiencias en América Latina y el Caribe, Bogotá, celam, 2007, pp. 91 y ss. 44

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N. Morones, entre otros, en 1935, la expropiación petrolera en 1938,26 año que el pnr deviene Partido de la Revolución Mexicana (prm). Todos ellos serían eventos que esbozaban la formación de un orden estatal y político basado en una contractualización sui generis: al mismo tiempo, informal y racional, legal y discrecional, autoritario y carismático.27 Para algunos observadores del fenómeno, el principal objetivo era sacar a flote y construir una suerte de dique institucional y social al evidente “fracaso” de la Revolución mexicana, ya que hasta ese entonces no había podido mantener las promesas de respuestas estatales −no sólo del gobierno− a las causas que la habían creado. En efecto, la llamada política de masas del cardenismo fue dirigida hacia los terrenos agrario, laboral y educativo como respuestas efectivas, sí, a las promesas incumplidas de la Revolución pero también por la recomposición de los grupos sociales, y que afectarían en modo transversal tanto a las clases trabajadoras como a los campesinos, al alargamiento de las clases medias como a la clase intelectual, incluso afectaba las posiciones y relaciones de clase de la burguesía que se cobijaba en el seno del Estado.28

Donde aparece por vez primera con el vigor de tener un cuerpo político recién creado, el ejercicio “litúrgico” de la fuerza de ley del Estado. 27 Ianni, El Estado capitalista…, op. cit., pp. 39-55, y Covarrubias, “Breve historia del populismo…”, op. cit., pp. 90-93. 28 Arnaldo Córdova, La política de masas del cardenismo, México, era, 1974, pp. 17 y ss., también José Romano Muñoz, “De la revolución económica a la revolución racial. El futuro papel de la universidad”, Revista de estudios universitarios, tomo i, núm. 1, julio-septiembre, 1939, pp. 8-9. 26

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Derivado de este primer momento, se estructuró una noción peculiar de centro, cuya fisonomía clausuraba la existencia del afuera (por ello, los enemigos estaban dentro del grupo vencedor de la Revolución),29 donde los órganos del cuerpo político nacional revolucionario eran construidos y leídos en su literalidad: sólo existe el adentro y su detrás que fundaría un régimen invisible, reglas “no escritas”, espectrales, pero siempre presentes para dirimir los conflictos. Luego entonces, si es necesario el mito para abrirle espacio (lugar) a la Revolución, también es necesario subrayar que ella nace como espectro, no se vuelve con el pasar del tiempo en espectro, siempre mantuvo la estructura de un espectro, precisamente, sin tiempo. Estaba desde el inicio de la Revolución ahí: en el lugar del pueblo y la democracia, en sustitución del proceso de lucha y articulación de distintas ideologías que culminarían con el momento constituyente de 1917, cuya función era articular y direccionar, repito, una violencia anomica hacia una serie de representaciones políticas y sociales que desactivaran el profundo sentimiento de injusticia presente en distintos ámbitos sociales respecto a las dos figuras clásicas de la ley: la política y el Estado. El espectro no se volvió representación, ya que al ser una ausencia sin tiempo socavaría en los decenios posteriores la propia dinamita revolucionaria 29 Ya en 1918, Venustiano Carranza lanzaba la petición de fundar un “Departamento Confidencial” en el interior de la Secretaría de Gobernación que con el tiempo adoptaría la forma de la policía política del Estado mexicano y que tendrá en la Dirección Federal de Seguridad (dfs) uno de los capítulos más lamentables de la fuerza de ley posrevolucionaria. Cfr. Sergio Aguayo Quezada, La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México, México, Grijalbo, 2001, pp. 50 y ss.

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del país. La sofocó al grado de colapsarla y presuponer que no había ya necesidad de construir otro espacio social, real y plausible, no puramente espectral. Por tal motivo, el Estado posrevolucionario y el presidencialismo, jugando con sus nociones de orden y centro, recuperaría una herencia no ideológica de la guerra (interior y exterior) que le es dada desde el siglo xix, para después articularla en un entramado muy rentable para la oficialización de la historia en una fisonomía ideológica que justificó la propiedad exclusiva de la nación y el Estado, de la ley y su degeneración, del pueblo y su exclusión, y que se vuelve un momento clave de la sedimentación de conductas, actitudes, creencias, maneras de ser y hacer (formación de la subjetividad) a través de pontificar y construir una memoria compartida y ubicable en la experiencia de los llamados “grandes acontecimientos”, cuya ubicación temporal puede iniciar con: “la invasión estadounidense de 1846-1848, los conflictos entre liberales y conservadores de las décadas de 1850 y 1860, la intervención francesa de 1862-1867 y la Revolución mexicana de 1910-1920”.30 En el primer tercio del siglo xx, al fundar la nación y la unidad mexicanas bajo la sombra de una ideología que tuvo como rasgo distintivo un nacionalismo unitario y colaboracionista (la “unidad” encapsulada por el corporativismo hacia las clases sociales, la burguesía de Estado, una élite política “sensible” en las confrontaciones con los grupos sociales, etcétera), se Roderic Ai Camp, Reclutamiento político en México, México, Siglo xxi Editores, 1996, p. 81, también Fernando Escalante Gonzalbo, “Los crímenes de la patria. Las guerras de construcción nacional en México (siglo xix)”, Metapolítica, vol. 2, núm. 5, enero-marzo, 1998, pp. 19-38. 30

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pone en marcha un recambio de la herencia cultural e ideológica del positivismo del siglo xix para dar vida a una serie de formas imaginarias que pretendieron cubrir una parte considerable de la subjetivación de la sociedad naciente. Incluso, lograrían la estetización de la Revolución y sus escombros a través del papel que desde tiempo atrás (aun antes de la aventura revolucionaria) venía cumpliendo el museo y, por otro lado, en pleno despliegue del Estado posrevolucionario, el papel determinante del muralismo.31 En paralelo, sobresale por su éxito la nueva función económica, demográfica y abiertamente política de la organización y modulación del pueblo (el excluido) en censos de población, donde según Luis Astorga, la “magia matemática” del aparato estatal (censor) reduce al pueblo a un conjunto poblacional cuyo reconocimiento institucional resulta precario y autoritario, dadas las necesidades de construir una serie de indicadores numéricos para tutelar el comienzo de la modernización del país.32 Cfr. Carlos Monsiváis, “El muralismo: la reinvención de México” y Luis Gerardo Morales, “Ojos que no tocan: la nación inmaculada”, en Ilán Semo (coord.), La memoria divida. La nación: íconos, metáforas, rituales, México, Fractal/conaculta, 2006, pp. 179-198 y 263-288 respectivamente. Ambos textos aparecieron originalmente en la revista Fractal, vol. vii, núm. 31, octubre-diciembre, 2003. 32 Y señala: “El terreno donde la producción simbólica demográfica dominante ha tenido mayor éxito es la reproducción. Forma parte del lenguaje común imputarle al crecimiento demográfico los males del país o afirmar que no es sino reduciendo éste como aquellos desaparecerán. El Estado ha establecido límites a ese crecimiento basándose en un modelo matemático cuya eficacia mágica empieza a cuestionarse incluso con sus propias armas, mostrándose asimismo lo imposible de su objetivo inherente, pero aún sin trascender la lógica que lo inspira”, Luis Astorga, “Census, censor, censura”, Revista mexicana de sociología, año lii, núm. 1, enero-marzo, 1990, pp. 257-258. 31

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Así pues, a los indígenas se les otorga la protección del indigenismo oficial; a las masas analfabetas, la educación rural; a los obreros, la seguridad del trabajo creado de arriba hacia abajo (con porcentajes cada vez mas altos de “charrismo sindical”); a las clases ilustradas e intelectuales, la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) y el fce; a los técnicos, el Instituto Politécnico Nacional (ipn). De lo que se trataba era de formar el criterio de la unidad nacional con el objetivo de atisbar el futuro de la nación, el presente de la política y el Estado y provocar la evocación constante del pasado a lo largo del territorio, las instituciones públicas y los grupos sociales.33 !%#!23+*&#/&')4"203& Cuando está en marcha el proceso de otorgamiento de derechos sociales al mayor número posible de la población y sin conexión, por varios lustros, con el terreno de los derechos políticos, el Estado posrevolucionario se vuelve un simple momento de tránsito, un impasse, donde el presidencialismo autoritario desarrolla nichos cada vez más amplios de confianza y cohesión social mientras que mina el anhelo de democracia, volviéndola un momento importante David A. Brading, “Manuel Gamio y el indigenismo oficial en México” y David L. Raby, “Ideología y construcción del Estado: la función política de la educación rural en México, 1921-1935”, Revista mexicana de sociología, año li, núm. 2, abril-junio, 1989, pp. 267-284 y 305-319 respectivamente, también José María Calderón Rodríguez, Génesis del presidencialismo en México, México, El Caballito, 1972, pp. 135-147. 33

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en las dinámicas de legitimación política en el nivel simbólico, pero no en las prácticas sociales que pretendía encarnar.34 La democracia se vuelve una censura y un punto ciego en el proceso de elaboración del Estado y posteriormente en las burocracias del Partido Revolucionario Institucional (pri) que lo irán componiendo, ya que se presentaba en el teatro público-político como un discurso integrador, expresado en dos funciones típicas de control: la territorial, mediante los procesos electorales y las estructuras de intermediación de los cacicazgos, donde el pri deviene una máquina “atrapa todo”;35 la interna, donde bajo la égida de la movilidad y la “inclusión”, se garantizaba una circulación cons34 En términos analíticos, este tipo de problemáticas tienen que ver con el llamado “efecto túnel” propuesto por Hirschman para caracterizar los usos políticos del tiempo en los procesos y las instituciones adherentes al credo democrático, ya que lo que tenemos es la conjugación del fenómeno de postergación indefinida de los logros y la eficacia de un régimen político con un tiempo político presente ineficiente. Cfr. Albert O. Hirschman, Essays in Trespassing. Economics to Politics and Beyond, Cambridge, Cambridge University Press, 1981, passim. 35 En este punto cobra especial importancia el peso que ha jugado la llamada “legalidad autoritaria”. La celebración puntual de elecciones nacionales y locales, con independencia de que muchas elecciones sin duda alguna las ganaría el pri, estaban sostenidas en la recurrencia constante del fraude electoral, cuyas prácticas comunes fueron el uso preponderante y masivo de credenciales falsas para votar, el cambio de último minuto de las casillas, la intimidación de los votantes, la destrucción de las urnas que contenían los votos favorables a la oposición. Junto a ello, también se haría presente el llamado voto verde de los ámbitos rurales, donde los mecanismos tradicionales de control político estaban delegados a una serie de figuras tales como los caciques en pequeñas comunidades indígenas y campesinas. No es fortuito que las mayores experiencias de descontento anti-régimen que adoptó la movilización radical (guerrillas) nacerán en zonas rurales de alta marginación. Centeno, “The Failure of Presidential Authoritarianism…”, op. cit., pp. 30 y ss.

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tante de los puestos públicos, el acceso y la posibilidad de seguir manteniendo un nosotros cohesionado.36 El resultado ha sido la formación de una dimensión pública desarrollada desde mediados de los años cuarenta del siglo pasado que enarbola la bandera de la justicia −la cual corregía y asumía como propia− pero que, al mismo tiempo, tejió su contrario y su complemento en una dimensión espectral que manifestó la dilapidación de la nación −después de algunas efectivas pero engañosas décadas de ascenso económico y productividad amarrados por un supuesto proceso de modernización continua−, cuyo síntoma más evidente era un crecimiento fragmentado, ya que como señala Cordera: […] el trayecto del Estado mexicano posrevolucionario al configurar una sociedad protegida y armónica, con sus conflictos siempre encauzados y sometidos a un control, fue un proyecto inconcluso desde el punto de vista social porque nunca se planteó de manera seria la creación de un régimen de bienestar universal. Quienes hablan de un Estado de bienestar en el caso mexicano, hablan de manera apresurada, ya que no hay elementos suficientes para pensar que íbamos rumbo a un Estado de bienestar propiamente dicho, sin menoscabo de que, a lo largo del siglo xx, hubo avances importantes en materia de lo que suele llamarse −de manera laxa− desarrollo social. Por un buen número de años aumentó el nivel de vida promedio y el nivel de vida general; aumentó el salario real; aumentó el empleo; mucha gente se incorporó al trabajo asalariado y por esa vía a la protección derivada del Instituto Mexicano del Seguro Social, etcétera. Sin embargo, desde los años setenta del siglo xx en adelante, la idea de un régimen −que podríamos llamar Roger D. Hansen, La política del desarrollo mexicano, México, Siglo xxi Editores, 1981, pp. 159-173. 36

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residual de bienestar− segmentado, comenzó a manifestar sus insuficiencias. Por un lado, la economía no producía los empleos asalariados que la población en crecimiento estaba demandando, y esto dejaba −de manera progresiva− a una parte creciente de la población trabajadora −o en edad de trabajar− fuera del régimen de protección.37

¿Cuál es el resultado de producir un Estado como tránsito? Ante todo, abrir la puerta a la institucionalización ampliada del Estado en su forma discrecional con el objetivo de suspender los cimientos y las prácticas del Estado legal. Con las reservas que entraña el caso, prueba fehaciente de ello es el pico que se ubica en el año de 1968, donde la violencia −y la corrupción−, con sus aberraciones, aparecen como la culminación de lo que llamaría el descaro funcional del espectro legal mexicano.38 El año de 1968 es la culminación del proceso particular de desarrollo y modernización política vivido en Rolando Cordera, “Decepcionante, la democracia mexicana”, entrevista realizada por Israel Covarrubias, Metapolítica, vol. 13, núm. 67, noviembre-diciembre, 2009, p. 30 [cursivas mías]. 38 Al respecto, Carrión señala que: “El carácter ambivalente de la actividad corruptora de la política aparece en las manifestaciones de la clase en el poder. De un lado, a la hora de los ditirambos, discursos, informes, monografías y propaganda en general, los oradores hablan de la pureza, la honradez, la lealtad a los principios y la elevada política de la Revolución sustentada por los hombres (emanados) de su seno. Pero cuando surge un brote de descontento, ya se trate de grupos de maestros o de ferrocarrileros adultos, o de jóvenes estudiantes […] inmediatamente aparece el coro de la oligarquía política, los lideres charros, los dirigentes de organizaciones empresariales bancarias y financieras, y los voceros periodísticos del imperialismo, para atribuir la disconformidad a la intromisión de elementos políticos inadmisibles”, Jorge Carrión, “La corrupción en la política”, en aa.vv., La corrupción, México, Nuestro tiempo, 1970, p. 131. 37

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el país, ya que paradójicamente puede ser interpretado como una manifestación intensa, quizá inconexa y fugaz, del papel determinante que juega en el cambio político la modernización por lo menos respecto a los procesos en ocasiones simultáneos de urbanización, alfabetización y nacimiento de nuevas clases sociales,39 junto a las llamadas nuevas fuentes de riqueza social, relacionadas a su vez con el ascenso y la capacidad de acceso de los nuevos grupos sociales a dichas fuentes.40 La movilización registrada en 1968 fue una reacción contra la ausencia de canales de participación política, lo que permitió un aumento significativo de la movilización no controlada de la protesta (por ende, ya no dirigida por alguien en nombre de…, ni en el lugar de…). Consecuencia de ello, lo fue la llamada “apertura democrática”, promocionada por el presidente Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), que permitía, entre otras cosas, la organización de formaciones de izquierda, aunque ello no significase su cabal institucionalización como para participar en la contienda electoral de 1976. Sin embargo, hay que señalar que la “apertura democrática”, al surgir como una suerte de amnistía o “perdón” hacia todas aquellas agrupaciones y organizaciones estudiantiles, sindicales y campesinas que habían coincidido precisamente en las movilizaciones 39 Sobre el estrecho vínculo entre modernización y cambio político, sugiero Leonardo Morlino, Como cambian los regímenes políticos. Instrumentos de análisis, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985. 40 Israel Covarrubias, Las dos caras de Jano. Corrupción y democracia en México, México, Centro de Estudios de Política Comparada/Anzuelo, 2006, p. 71.

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del 68, más bien llevó a la práctica una suerte de “nunca más” invertido, con el objetivo de borrar cualquier resto o huella de la protesta. Este proceso es evidente cuando el cuerpo político posrevolucionario, incluso a pesar del bono histórico de legitimidad y del cemento ideológico del nacionalismo, quedó suspendido (desapareció) para permitir la aparición de sus órganos puramente defensivos (violencia).41 Cabe destacar que 1968 también ha sido interpretado (por sus propios protagonistas) como una iniciativa que se corona al momento de interrumpir la prosa (semántica) del autoritarismo mexicano y con ello poder instituir un “campo de historicidad auténticamente democrático”, cuando el 68, y no sólo en México, es un puerto de llegada, no un inicio y, mucho menos, el puerto de origen del cambio político en sentido democrático de nuestro país.42 Por su parte, José Luis Barrios subraya que lo que se dirimió en el 68 es un entredicho entre deseo y representación jamás resuelto ni durante las jornadas de movilizaciones y protestas ni en los años siguientes al acontecimiento. Esto es, un cortocircuito que manifestaba la distancia cada vez menos des-mortificante entre la intensidad in crecendo de la producción del goce −“la política de los deseos”− como movimiento (la lógica del día a día, las jornadas de trabajo, la cultura como emancipación, la representación de la calle en cada uno de los integrantes del movimiento), y sus lugares de visibilidad (los liderazgos, las consignas y los desenlaces) que Pablo González Casanova, El Estado y los partidos políticos en México, México, era, 1981, pp. 139-145. 42 Mario Perniola, “El 68 mexicano: nacidos para ser vencidos, no para negociar”, Revista de Occidente, núm. 332, enero, 2009, pp. 25-40. 41

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terminarían por construir un sistema de objetos que dejaron a los sujetos precisamente huérfanos de aquello que pretendían enarbolar y desplegar hacia el porvenir: escribir la historia desde la política.43 Su consecuencia es un régimen de historicidad en la tercera acepción que propone Hartog: un puro presente, sin pasado ni futuro, una grieta que permite trasminar deseos apagados por la violencia, pero vueltos ecos inmediatos (apagados por la velocidad con la que pasan) desde la insistencia año con año en su presencia, al punto de pensar más como si todos los años posteriores al 68 fuesen el 68. Es decir, el 68, en última instancia, fue una apuesta por el futuro, no por el pasado y mucho menos por el presente. El futuro se alcanzo, la democracia también, pero el 68 y las generaciones que de ahí salieron (víctimas o no) perdieron la historicidad que ellos mismos pretendían levantar: se han vuelto un puro presentismo. Por ello, su característica central al día de hoy es la imposibilidad de elaborar su memoria. El movimiento estudiantil y su fracasada pretensión de extenderlo a un movimiento nacional anti-régimen, dio la pauta para el desarrollo posterior de los grupos y actores de la izquierda mexicana, institucionalizada, semi-institucionalizada o radical durante los años setenta. En el interior de este proceso, uno de los casos más emblemáticos fue la Liga Comunista 23 de septiembre que a partir de 1973 y hasta 1980, sería el grupo guerrillero que encabezó la protesta más radical en aquel periodo. ¿Por qué hablar de la Liga? Porque 43 José Luis Barrios, “El 68 es como el pop: maravilloso si no estuviste ahí”, Fractal, vol. xii núm. 49, abril-junio, 2008, pp. 17, 20.

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en relación directa con ella, es elocuente la figura de suspensión de los cimientos del Estado legal en la trayectoria histórica de la extinta dfs y su función espectral en el espacio público. Sobre todo en su punto de declive hacia finales de los años setenta, precisamente en el momento en que los guerrilleros, como expresión de las figuras del excluido y desheredado, desaparecerán por lo menos dos veces. La primera, a partir de que “el combate a la guerrilla urbana se convirtió en una obsesión de la Dirección Federal de Seguridad y de un sector del ejército […] Las denuncias por desaparición forzada y tortura contra guerrilleros [manifestarían] la existencia de un organismo paramilitar creado desde la cúpula de la dfs y la policía militar”;44 la segunda, con la Ley de Amnistía promulgada por el presidente José López Portillo el 28 de septiembre de 1978, “que beneficiaría a los integrantes de los grupos armados”.45 En efecto, desaparecen dos veces ya que, primero, el guerrillero es considerado un enemigo identificable como sujeto por afuera del Estado, está excluido, pues al atentar contra este último, quedaba nombrado, incluso en el silencio y la violencia que la desaparición forzada presuponía, como una tendencia delictiva, residual y difusa, y no en los términos de una polémica (polemos) contra la autoridad. (Por ello, aquel que decide quién está en el Pueblo o en el espacio de exclusión es el Estado y la autoridad.) De aquí, pues, la noción vertical y cerrada del “perdón” y la “amnistía” sobre aquellos sujetos por afuera de la ley, con lo cual Jorge Torres, Nazar, la historia secreta. El hombre detrás de la guerra sucia, México, Debate, 2008, p. 120. 45 Ibid, p. 115. 44

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anularía cualquier posibilidad para que respondieran a sus actos dentro del Estado.46 En segundo lugar, la figura del desaparecido anula cualquier petición elemental de justicia, pues se desplaza con la amnistía estatal el punto de conflicto: se suspende la desaparición como fuerza de ley del Estado y se lleva la querella hacia las probables o improbables posibilidades de su reaparición, quizá ya no como sujeto, antes bien como cadáver o espectro. Es decir, termina negándosele el derecho de poder aparecer en la ciudad como ciudadano.47 Entonces, ¿quién fue el enemigo de quién?, ¿a quién perseguir y desaparecer?, ¿a qué sujeto desaparecer sin derecho a la ciudad?, ¿quién, al final, terminó como presencia espectral y quién meramente se volvió un cadáver?48 El desenlace de lo anterior es bien conocido. Estos procesos dieron la pauta para el desarrollo de organiEl sociólogo argentino ya fallecido, Juan Carlos Marín, traduce este fenómeno como las “formas de personificación contable del poder del régimen”, Juan Carlos Marín, “Los Hechos Armados”, en Juan Carlos Marín, Acerca del estado del poder entre las clases (Argentina 1973-76), Buenos Aires, cicso, Serie Estudios núm. 43, 1982, pp. 83-84. 47 Paul Virilio sugiere que el proceso por el cual se “puede hacer desaparecer” al sujeto para transformarlo en “extranjeros del interior” de un Estado es a partir de la pérdida de identificación y la desposesión progresiva de cualquier derecho. Al desaparecerlos como sujetos, el Estado los hace reaparecer como “muertos vivos” (espectros) y no como sujetos, Paul Virilio, “Les folles de la place de mai”, La Ceremonie Traverses. Revue du Centre de Creation Industrielle, núms. 21-22, mayo, 1981, pp. 9-18. 48 Sobre este mecanismo de gradual desaparición del enemigo y junto con él, de la ley que lo designaba como tal, Derrida decía que el mundo político contemporáneo se caracterizaba por ser “[…] el tiempo de un mundo sin amigo, el tiempo de un mundo sin enemigo […] reservándose en lo único, quedaría pues, sin relación con ningún otro [...] La cosa sería, quizá, como si alguien hubiese perdido al enemigo, guardándolo sólo en su memoria, la sombra de un fantasma sin edad, pero sin haber encontrado todavía la amistad, ni al amigo [...] podríamos proponer un ejemplo masivo [...] justo 46

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zaciones de izquierda institucionalizada que tendrán en los años ochenta una participación destacada en la apertura democrática del régimen priista. Es de particular relevancia señalar que el incremento cualitativo de la izquierda, y con mayor fuerza a partir de 1988, la llevó a su consolidación institucional mucho tiempo antes de que el Estado le reconociera sus victorias electorales y, al mismo tiempo, está estrechamente vinculado con el incremento sustancial de la competitividad de las elecciones locales que estaban obligando a cambiar la propia dinámica autoritaria.49 El elemento que sirve de base al proceso de transformación frente a su manera de relacionarse con el centro izquierda es que el orden político autoritario en México construyó su éxito (de para indicar un rumbo: a partir de lo que una escansión ingenua fecha con la ‘caída-del-muro-de-Berlín’ o el ‘fin-del-comunismo’, las ‘democraciasparlamentarias-del-Occidente-capitalista’ se encontrarían sin enemigo principal [...] sin enemigo y en consecuencia sin amigos, sin poder contar ni a sus amigos ni a sus enemigos, ¿dónde encontrarse entonces?, ¿dónde encontrarse a sí mismo?, ¿con quién?, ¿contemporáneo de quién?, ¿quién es el contemporáneo?, ¿cuándo y dónde estaríamos nosotros, [...] ‘vosotros’?”, Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998, pp. 94-95 [cursivas mías]. 49 Víctor Alejandro Espinoza Valle, La transición difícil. Baja California 1995-2001, México, Centro de Estudios de Política Comparada/El Colegio de la Frontera Norte, 2003. Por su parte, Jorge I. Domínguez, señala que “La izquierda política en México, jugó un papel histórico clave, y sin precedentes, para provocar el prolongado proceso de democratización que caracterizó la política nacional a partir de la segunda mitad de los años 80. La democratización no se inició en Los Pinos; tampoco había sido suficiente la acción loable y perdurable del pan para hacer avanzar la democratización mexicana. Cuauhtémoc Cárdenas, y la coalición que posteriormente fundaría el Partido de la Revolución Democrática, fueron esenciales para esta transformación nacional”, Jorge I. Domínguez, “Cinco falacias sobre la democracia en América Latina”, Letras Libres, año iv, núm. 38, febrero, 2002, p. 15. 58

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ahí su larga persistencia) a partir de la implementación de un sistema de restricciones (suspensiones) políticas selectivas, ya que jamás existió una exclusión sistemática.50 En este sentido, no es gratuito que precisamente hayan sido las organizaciones de centro izquierda las que comenzaron a manifestar los primeros síntomas de descontento y que ellas fuesen también las primeras promotoras y receptoras de los cambios en la liberalización del sistema político mexicano. 5.3.)+2+*&7#8"+#2$'4"30/+#20"#30$'6& ¿Qué lección nos enseña la historia del siglo xx en México? Primero, un desplazamiento semántico y sintáctico de la palabra revolución que ha terminado por representar su contrario: no sólo el congelamiento ideológico de los procesos de unión y atrofia que soportaron el largo siglo xx en México, sino también la pérdida de las formas de legitimación y reproducción del orden en su sentido social.51 En consecuencia, 1910, 1810 y 2010 son fechas, números y cadáveres cuyos cuerpos aún no aparecen en la reunión nacional para evocar y convocar a los tiempos, siempre yuxtapuestos, que rompen y atan a la vez la línea histórica de continuidad que nuestro país manifiesta: en 1810 fue la Independencia; en 1910 fue la Revolución; en 2010 ¿qué será después?, ¿cómo no dedicar un brevísimo comentario a esta disyuntiva?, ¿qué palabra nombrar con mayúscula para sostener una pretendida y fallida solución de continuidad? Centeno, “The Failure of Presidential Authoritarianism…”, op. cit., p. 29. 51 Labastida, “En la cultura mexicana…”, op. cit., p. 30. 50

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Estamos, por decirlo de algún modo, en una semántica sin tiempo: un momento irrepetible de relectura y reescritura de nuestro pasado. Porque tanto 1810 como 1910, y ahora 2010, corroboran un hecho incuestionable desde el punto de vista de la historiografía del presente mexicano: es imposible en la actualidad enmarcar la definición de la nación y de sus problemas en una simple enumeración de criterios de unidad. Más aún, cuando nuestro país ha sido −en su experiencia histórica del siglo xx− un proyecto que perdió la búsqueda a mitad del camino, en el sentido de haber perdido toda imagen, idea o ícono de su propio futuro. Sus figuras terminaron petrificadas. ¿Acaso no fue ésta la idea central de la conmemoración del llamado BiCentenario? Es decir, para poder hablar como nación desde un nuevo lugar −y que puede volverse común por permitirnos estar en compañía del otro− es una obligación reconocer las profundas diferencias que llevamos a cuestas, así como saber si todavía es vigente seguir hablando de un nosotros auténticamente nacional. Es común decir que un pueblo que no tiene memoria rápidamente encuentra el fracaso como destino. Sin embargo, ¿un pueblo, como el nuestro, con exceso de memoria no presupone otro destino que abraza las fronteras del fracaso? De este modo, podríamos sugerir que el cadáver de la Revolución mexicana es una forma que excluye en oposición a una serie de procesos ideológicos que incluían distintas experiencias en un lugar que, alguna vez, fue de todos y de ninguno. Segundo, en la actualidad reaparece como espectro sin memoria el problema de la justicia, el tema de los derechos y las maneras de asegurarlos por parte del 60

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Estado. Luego entonces, ¿cuál es la razón del regreso de la disputa por los derechos al primer plano de la política mexicana? Si hoy el tema de los derechos está en el centro de la discusión política, quiere decir dos cosas: jamás terminaron de desarrollarse en el espacio social e institucional del país, lo que corroboraría que nuestra experiencia es “un régimen residual de bienestar”,52 o han aparecido en el espectro público nuevos sistemas de necesidades (¿nuevos fantasmas?) que exigen su incorporación a la dinámica democrática del Estado. Tal parece que lo que hay en México es una mezcla de ambas dimensiones. Por un lado, agravios históricos, ninguneo político, más una base ideológica tanto de derecha como de izquierda torpes para desactivar el conflicto en el territorio que otrora era llamado “nacional” y que quizá es precisamente lo único que nos enlaza como país. Por el otro, si bien es cierto que el Estado mexicano hoy manifiesta algunos intersticios claramente democráticos, también es verdad que aún tiene y mantiene una Deuda constante y dramática con el pasado, una abierta Negación acerca del porvenir, y una insistencia constituyente y constitutiva entre ley, discrecionalidad y excepción. Deuda y negación podrían ser las palabras que hay que escribir con mayúscula. Durand Ponce recientemente ha señalado que: Como en los gobiernos liberales del siglo xix, desde la República Restaurada hasta el porfiriato, ahora los gobiernos neoliberales (desde De la Madrid hasta Calderón) difunden la imagen mítica de una sociedad conformada por ciudadanos iguales, iguales ante el derecho y ante el Estado: nada más falso. De la misma forma 52

Cordera, “Decepcionante…”, op. cit., p. 30. 61

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en que en el régimen corporativo se creó el fetiche que apartaba al régimen, y sobre todo al presidente de los errores de los candidatos, funcionarios y burócratas; ahora el fetiche consiste en transformar la desigualdad y la heterogeneidad en ciudadanos con iguales derechos. Parece que la democracia borra las diferencias sociales y permite la existencia del individuo libre.53

La invención de áreas de igualdad en la democracia mexicana no necesariamente reduce las desigualdades y los agravios históricos, ya que las respuestas estatales a ello pasan por la negociabilidad de los derechos y de sus propietarios. En vez de asegurar un nuevo ciclo de derechos, estamos en la antesala de su fragmentación, ya que éstos y la justicia que es inherente a ellos como mecanismo de distribución de bienes y desagravios, se están confeccionando literalmente “a la carta”,54 dependiendo del cliente que tenga el mayor número de títulos de propiedad (o los espectros más paralizantes) en los órganos internos del poder público-estatal. Víctor Manuel Durand Ponce, “La cultura política de los mexicanos en el régimen neoliberal”, en Octavio Rodríguez Araujo (coord.), México. ¿Un nuevo régimen político?, México, Siglo xxi Editores, 2009, p. 141. 54 Decir que la justicia se produce “a la carta”, suspendiendo la neutralidad que pretende enarbolar en la lógica de la igualdad de los derechos, es un síntoma fehaciente de aquello que el filósofo italiano, Danilo Zolo, ha definido como “sistema dual de justicia”. Es decir, un sistema a dos velocidades donde existe “una justicia sobre medida”, que es la que se necesita y por obligación el Estado acepta, incluso, simplemente ausentándose del proceso de producción de legislación, en el nivel económicoregulatorio, tanto nacional como transnacional, y “una justicia de masas”, que es aquella aún garante del aseguramiento, aunque sea de “fachada” de los derechos en la arena territorial nacional (por ejemplo, es el caso de la retórica política oficial acerca de los derechos humanos y su defensa institucional), Danilo Zolo, Globalizzazione. Una mappa dei problemi, Roma-Bari, Laterza, 2004, p. 92. 53

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El fantasma del PRI y la anomalía estatal

!"#$%&'$('$)&'*'+$,-$(.#'$',$#.$/-0-1 Hace décadas, Fidel Velázquez, el longevo dirigente de la ctm acuñó la frase que abre éste parágrafo y que con el tiempo no sólo se volvería una huella memorable sino también importante para entender lo que el pri era por aquellos años cuando recién nacía y, por supuesto, en los decenios posteriores durante los cuales fue el eje sobre el cual gravitaría la vida política de México. Dando rienda suelta a las múltiples interpretaciones que produjo la oración, hubo unas que aludían a la rígida disciplina de partido, traducida en el respeto a las jerarquías y escalafones; otras, a los mecanismos informales de intermediación entre la política y la economía, entre la sociedad, los sujetos y las instituciones públicas bajo la poliédrica forma del cacicazgo y mecánicas análogas 63

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entre el centro y la periferia del poder político y del Estado. Dichos engranes, a pesar de lo pernicioso que resultan para la producción de confianza y legitimidad en el seno de la sociedad mexicana actual, en su momento permitieron, como he señalado en el capítulo anterior, la estructuración de nociones singulares de orden y centro por la vía del corporativismo, cuyo momento más alto está en los sabotajes y las asfixias al trabajo y a las clases trabajadoras por parte de la ctm y de la intermediación de su líder, Fidel Velázquez. Sin embargo, los casos de este síntoma se suceden por dondequiera a partir de la alternancia política. Por ejemplo, tenemos los casos de los exgobernadores Ulises Ruiz en Oaxaca y Mario Marín, “el gober precioso”, en Puebla, que ya en 2008 encabezaban a los peores gobernadores de los estados del país, con un 4.4 y 4.6 por ciento respectivamente, según la Encuesta Nacional 2008 del Gabinete de Comunicación Estratégica.1 A ellos, habría que sumarle el asalto político e institucional a la Ciudad de México, encabezado por René Bejarano en 2004.2 O bien, el caso de Chimalhuacán en 2000, que se forjaba como la representación híbrida de un tránsito de formas tradicionales de organizar el poder hacia formas posmodernas de caciquismo. Si recordamos el caso de Guadalupe Buendía Torres, “La Loba”, detenida el 18 de agosto de 2000, y sobre la cual existían 380 actas judiciales levantadas en su contra,3

Jorge Zepeda Patterson, “Los Gobernadores. La república corrompida”, en Jorge Zepeda Patterson (coord.), Los intocables, México, Planeta, 2008, pp. 234-235. 2 Israel Covarrubias, “La plebe que devino gobierno. La corrupción de la élite política del prd”, Doxa, vol. 2, núm. 3, segundo semestre, 2008, pp. 41-66. 3 Greco Sotelo, “Arqueología de la ilegalidad”, Letras Libres, año ii, núm. 24, diciembre, 2000, pp. 48-51. 1

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veremos el lento camino de un adjetivo −y no un simple apodo− que adoptó la metáfora del animal para volverse cuerpo político integral e integrador (función de intermediación).4 Se dice que por su recámara tenía acceso directo al Salón del Cabildo del Palacio Municipal de Chimalhuacán. El papel histórico de reducción de inestabilidad que jugaría esta figura, al ser un auténtico broker que conectaba y expandía de abajo hacia arriba la relación de mando-obediencia del poder político era, de hecho, una forma prototípica de poner en acto el mecanismo de operatividad e interacción entre instituciones, sujetos y Estado. De aquí, el recurso hasta nuestros días de los llamados “operadores” políticos.5 No obstante, habría que observar una distinción importante. El cacique, además de su funcionalidad en términos de integración política al mantener en orden la casa,6 produce un triple conflicto. El primero −donde el análisis generalmente se detiene− entre legalidad e ilegalidad, recurriendo a la idea de que orden político y legalidad son una misma realidad. El segundo, importante para entender su persistencia en el contexto de democratización de la última década, entre acción ilegal y acción criminal, donde es más 4 Lorenzo Meyer, “Los caciques: ayer, hoy ¿y mañana?”, Letras Libres, año ii, núm. 24, diciembre, 2000, pp. 36-40. 5 Véase, por ejemplo, respecto a Emilio Gamboa Patrón como la figura actual de un operador político de larga data en la vida estatal de nuestro país, a Jenaro Villamil, “Emilio Gamboa. El Broker”, en Zepeda Patterson, Los intocables, op. cit., pp. 169-194. 6 Según Fernando Salmerón, la palabra cacique proviene de Kassicuan, lengua indígena de los antillanos Arawak, que quiere decir “tener o mantener una casa”, Fernando Salmerón, “Caciques. Una revisión teórica sobre el control político local”, Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, vol. xxx, núms. 117-118, julio-diciembre, 1984, p. 107.

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sintomática la agresión a la legalidad por parte de la acción criminal que de la acción puramente ilegal, cuyo universo es de un origen distinto, aun socialmente. El tercero, entre situación moral y el código categórico en términos nominales de la ley, corroborando la fuerte y, por momentos, inabarcable distancia entre moral, obediencia a la ley y decisión política.7 Entonces, si bien es cierto que una frase como la dicha por el dirigente cetemista supone decir que quizá es el síntoma de un mundo pasado, esto es, un proceso cerrado y ausente, una suerte de olvido deliberado, lo que resulta fundamental para la discusión que aquí deseo proponer es rastrear el significado y el lugar en el cual se encuentra hoy. En particular, porque expresa un pasado en tránsito que instaló en el orden del tiempo presente un régimen permanente de paradojas, sobre todo desde el momento en que devino una fisura de nuestra experiencia histórica, un indicio de nuestro desgano para desplazarnos como sociedad y Estado hacia otro lugar menos estéril y, por qué no decirlo, menos imposible. Digo menos imposible porque lo que necesita México con urgencia es precisamente destrabar las contradicciones postergadas y, por consiguiente, no resueltas que siguen ordenando desde hace varias décadas la vida público-estatal del país. En este sentido, estamos frente a una frase heredada que ha producido un sentido histórico inédito: volverse por la fuerza de la repetición una función latente y manifiesta de nuestro drama como Estado y de nuestra derrota Para mayor detalle sobre las mecánicas del segundo y tercer conflicto, Steven Chibnall y Peter Saunders, “Worlds Apart: Notes on the Social Reality of Corruption”, British Journal of Sociology, vol. 28, núm. 2, 1977, pp. 138-154. 7

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como sociedad en el umbral que se nos abriría −en términos de inventar un horizonte democrático− para cambiar las formas sociales y políticas de nuestra historicidad en los años más recientes. Todo ello, en medio de la vanagloria democrática de los días que corren al presentar y representar al pri como una suerte de nunca más,8 pero que más bien expresa lo contrario: un principio y fin que jamás ha logrado reescribirse simbólica y realmente. Por consiguiente, reescribir la historia de nuestro país presupone recomponer y encontrar una nueva posición en el tiempo, una nueva oposición a nuestro pasado, y un nuevo espíritu del presente frente al fantasma que no permite mirar el futuro.9 De este modo, ahora podemos comprender algunas de las consecuencias que a partir del año 2000 se crearon con relación al esperado “parricidio” priista (por supuesto, pienso en la silla presidencial). Por un lado, tenemos un año, unas elecciones, una quiebra −parafraseando a Hartog− del tiempo, una fecha cargada simbólicamente, que ha terminado hasta el momento como una fascinación en tanto escansión democrática inaugural que nos persigue a todos lados. Que resulta, a mi juicio, la pretensión suicida y desdibujada de las llamadas alianzas electorales en 2010 en distintos estados de la república entre actores tan disímbolos y antagónicos como lo son el Partido de la Revolución Democrática (prd) y el Partido Acción Nacional (pan), y cuyo objetivo pareciera ser construir un dique político, un “nunca más”, frente al pri que sigue ahí, en la vida público-estatal con un vigor inédito y creciendo constantemente. Cfr. Israel Covarrubias, “El pri como orilla de la democracia. Después de las elecciones en México 2010”, Nueva sociedad, núm. 230, noviembre-diciembre, 2010. 9 Enrique Semo, “México está en decadencia, hasta dejamos de ser simpáticos”, entrevista realizada por Israel Covarrubias y Ricardo Moreno Botello, Metapolítica, vol. 13, núm. 66, septiembre-octubre, 2009, p. 52. 8

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Pero, por el otro, tenemos un hecho claro: algo se bloqueó y se perdió en esa fecha enigmática, ya que su resultado ha sido inverso a lo que se esperaba. Es decir, no apareció en el horizonte un proceso de reinvención, ya que del 2000 en adelante la revelación más palpable es un ardiente y dramático signo contrario: el pri es tiempo y lugar presente. ¿Qué quiere decir esto? Desde el momento en que lo volvieron el enemigo de todas aquellas voces y acciones que enarbolaban la bandera de la democratización del país en las últimas dos décadas del siglo xx (“habrá democracia cuando el pri esté fuera de Los Pinos”),10 el deseo por sacarlo de la presidencia de la república fue tan fuerte y violento que terminó en una circularidad obsesiva, o sea un regreso a lo mismo. A fuerza de repetir la necesidad de “sacarlo” del poder y de “borrarlo” del lugar que había ocupado por decenios (incluso, en los casos más dramáticos, con espirales crecientes de violencia), lo volvieron el antagonista (el otro) de su propio protagonismo: lo Uno en una soledad total y bajo la forma 10 Y si lo volvieron enemigo, entonces la alegoría significaba irnos a la guerra, real o simbólica, por un horizonte abierto, plural y democrático, contradiciendo uno de los principios fundamentales de cualquier alegato en favor de la democracia: la coexistencia, en la medida de lo posible, pacífica. De este modo, cuando aparece en la escena pública de nuestro país la noción del pri como el “enemigo” de la democracia −no olvidemos que la frase es de Vicente Fox−, estábamos frente a un cambio “hacia atrás”, un regreso que tiene todas las resonancias de que las únicas relaciones posibles entre política y Estado son aquellas dirigibles a la confrontación radical, es decir, hacia la guerra, hacia la diferenciación funcional de los amigos y los enemigos. ¿Estaremos regresando a Schmitt? Cfr. Carl Schmitt, El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2005, pp. 49-106; también Soledad Loaeza, “Un combatiente de la Guerra Fría”, Nexos, núm. 375, marzo, 2009, p. 52, y los pies de página 15 y 48 del capítulo 1.

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de una imposibilidad nuevamente necesaria. ¡Qué peculiar batalla! Volverlo un enemigo de sí mismo: el pri y su sombra, el pri y su Estado, el pri y sus paradojas, el pri como necesidad para todos los otros (partidos, oposiciones, ciudadanías) que empezaban a girar por afuera del centro de gravedad que mantenía aún en pie, permitiéndole con ello moverse en modo casi nuevamente perfecto: […] con la pérdida de la presidencia −señala Gerardo Ávalos Tenorio−, el pri no se desintegró pues conservó parte de su control territorial y siguió siendo un factor de poder local y regional pero también tuvo una presencia importante en los congresos estatales y en el federal. La falta de pericia en el ejercicio de la presidencia por parte del gobierno panista de Vicente Fox fue un factor importante para no desmantelar al pri. También lo fue el hecho de que ese gobierno quedó atrapado en la contradicción de, por un lado, garantizar la estabilidad económica del país, lo que también se tradujo en la protección del poder y privilegios de una clase, y por otro lado, cumplir con las expectativas ciudadanas de democratización efectiva. El gobierno de Fox simplemente sucumbió en medio de la corrupción, la represión y el desencanto ciudadano.11

Ahora bien, no deja de ser oportuno señalar el efecto nocivo de fondo. Por accidente o por omisión, abrir un país como México a la democracia con un mecanismo que identifica al pri como enemigo de ésta, exportó efectos graves para la búsqueda de un orden político democrático. En efecto, el anhelo se vuelve deseo intenso de democracia, pero al ser ubicado como una noción de vida o muerte, termina por totalizar el Gerardo Ávalos Tenorio, “El Estado mexicano en disolución”, Metapolítica, vol. 13, núm. 66, septiembre-octubre, 2009, p. 65.

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espectro público y con ello paraliza la traducción real del cambio democrático. De este modo, al igualar al pri como enemigo de un nosotros ficticio en sentido democrático, se asiste a un movimiento de expropiación de su centralidad histórica para ofrecerle, por pura insistencia y a partir de asumirlo como el otro, es decir, como orilla no-democrática en México, un campo abierto (¡todo el porvenir democrático le fue obsequiado!), libre y transversal en la vida pública de nuestro país. Esto es, abrirle la esfera pública y estatal a una forma inédita de performance para efectuar desde una pura invención de no-centro una obra teatral que tiene como rasgo identitario los modos particulares −parafraseando a Derrida− de dividirse y oponerse, violando “la diferencia que lleva en él […] ‘difiriendo de él mismo’”.12 En suma, terminó como el otro, aceptó el reto y cubrió las expectativas del nosotros democrático. Hoy, sobre todo a partir de los resultados electorales de 2009, 2010 y 2011, conocemos sus efectos. Por ello, es necesario señalar el olvido deliberado de los “enemigos” del pri, al no tomar en cuenta que ya no era necesaria una centralidad, debido −entre otras cosas− a que la democracia, en tanto régimen político y sobre todo como Estado, no puede mantener un centro, no lo tiene, pues su carácter fundacional es la inseguridad.13 Si a ello le agregamos el incremento real en México de la intensidad del cambio, la competencia y la apertura democrática, la señal era precisamente un nuevo escenario político en medio de una creciente ausencia de 12 13

Derrida, Políticas de la…, op. cit., p. 110. Sobre el particular, remito al capítulo 3.

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centro.14 Por ello, el pri aceptó el lugar en el margen desde el cual su participación ha resultado crucial tanto para dibujar un nuevo punto de gravedad de la política en el país como para convertirse, con disfraces o frases, en “una bisagra fundamental para la operación política de la nueva administración federal, permitiéndole jugar un papel protagónico en la construcción de los acuerdos nacionales”.15 En la actualidad, entonces, es un afuera que constituye un adentro democrático. Ergo, de ser enemigo “difiriendo de él mismo”, se transforma teatralmente en un “amigo” central de la democracia. Al final, haber sugerido que el pri era el enemigo de la democracia fundó un falso dilema, ya que en realidad el dilema por el que hay que decidirse −corroborando que la decisión es esencial en la fundación del orden político− es triple: incluirlo en el juego democrático sin excluirlo del todo, o bien, incluirlo excluyéndolo, o más aún, excluirlo desapareciéndolo para volverlo una excepción, en el sentido de que su nombre (como propiedad y como representación) aún siguen siendo relevantes en la toma de decisiones estatales.16 De aquí, pues, que con su desapari14 Sin ser el especialista que hoy se ha inventado en el seno de las formas culturales de apropiación y reproducción del régimen democrático −y del mercado de los bienes simbólicos que en parte lo legitiman− en México, Octavio Paz ya señalaba este elemento de base de la democracia claramente en 1993: “En las sociedades democráticas modernas los antiguos absolutos, religiosos o filosóficos, han desaparecido o se han retirado a la vida privada. El resultado ha sido el vacío, una ausencia de centro y de dirección”, Octavio Paz, “La espiral: fin y comienzo”, en Octavio Paz, Sueño en libertad. Escritos políticos, selección y prólogo de Yvon Grenier, México, Seix Barral, 2001, p. 53. 15 Juan Pablo Pampillo Baliño, El PRI, el sistema político y la transición democrática. Historia, balance y perspectivas, México, Ediciones de Educación y Cultura, 2008, p. 135. 16 Sobre la relación entre excepción y exclusión, Giorgio Agamben, Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Turín, Einaudi, 1995, pp. 21-35, 57-71 y 131-138.

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ción se podría indicar que en efecto sí hubo un cambio de lugar, un deslizamiento, no sólo cambio de partido político en el gobierno federal. Luego entonces, ¿los demócratas donde quedaron? Quizá detrás del propio pri, o quizá en su seno… 2,$/.,0.().$3'4-33'$56784-9$'($'#$/.,0.().$:'#$ѝџі La salida del pri de Los Pinos expresaba una caída ya anunciada desde años atrás, pero también una virtud renovada en un tiempo político precisamente de caída. Sobre el particular, Alberto Aziz Nassif sugiere que esto se debe más a la actitud y al lugar que han ocupado los enemigos del pri y menos al lugar y a los movimientos del propio pri.17 Por lo tanto, al no ser sepultado por sus contradicciones y por la creciente oposición (sobre todo social) hacia él, el pri es hoy por hoy una suerte de fantasma que da vida y forma a las fracturas ontológicas del presente mexicano.18 “Desaparecido (por el “Diversas voces se plantean si este triunfo del pri [en las elecciones de 2009] puede representar un regreso al pasado. Sin embargo, habrá que preguntarnos si el panismo no representa un pasado, tal vez de otro tipo, pero ciertamente no ha sido una opción de modernidad democrática para México, como lo han demostrado en estos nueve años que ya tienen en Los Pinos. También se escuchan voces que indican que el PRI regresa al poder sin haber tenido que pasar por una transformación. Sin embargo, la falta de contrincantes modernos y la ausencia de un proyecto de futuro para el país, tanto de la izquierda, como de la derecha, le dan al pri la oportunidad de un regreso sin abandonar su cultura política, sus modos y sus inercias”, Alberto Aziz Nassif, “El severo deterioro del Estado mexicano”, Metapolítica, vol. 13, núm. 66, septiembre-octubre, 2009, p. 59. 18 En el sentido específico que le da Klossowski: “Espera escapar de la dolorosa experiencia de la pérdida negando al objeto su presencia, mientras que en el 17

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momento) el pri −afirma Ugo Pipitone− como partido de Estado, subsisten sus fantasmas”.19 Así pues, más que preguntarnos por lo que necesitamos hacer en un momento tan problemático como lo es el presente mexicano, tendríamos que empezar a tomar en serio la oportunidad actual, abierta e impaciente, para reelaborar nuestra historia como sociedad y sobre todo como Estado. En particular, con el objetivo de subrayar con insistencia el problema, quizá principal, de la ordenación política mexicana: el enorme déficit (que a la letra quiere decir deuda) en los regímenes de representación (por lo menos en tres sentidos: jurídico, simbólico y real) que el pri provocó con la pérdida de sus principales instancias políticas de regulación y control, y con el vacío sobre el cual dejó al sistema político a partir de su forma ahora excepcional de participar en el cambio político.20 Es decir, el pri se ha vuelto una excepción que aún manifiesta la ilusión de existir como regla, por ende, régimen (constitucional y político), incluso podríamos aventurar que ley en su sentido profundo. Esto nos mismo instante muere de deseo de ver al objeto, reintegrado en el presente”, Pierre Klossowski, “El monstruo”, en Georges Bataille, Pierre Klossowski, et. al., Acéphale. Religión, sociología, filosofía 1936-1939, Buenos Aires, Caja negra, 2005, p. 29. 19 Ugo Pipitone, “Retardos costosos”, reseña del libro de Roger Bartra, La fractura mexicana. Izquierda y derecha en la transición democrática, Letras Libres, año xi, núm. 130, octubre, 2009, p. 74. 20 Muy próxima a esta idea, aunque con un objetivo parcialmente distinto al que aquí trabajo, Aziz Nassif nos dice que los desafíos y los dilemas (o problemas) que existen en México para la consolidación efectiva de la democracia pueden ser identificables por lo menos en tres “aterrizajes”: estructural (jurídico), cultural (simbólico) e institucional (real), Alberto Aziz Nassif, “El desencanto de una democracia incipiente. México después de la transición”, en Rodríguez Araujo, México…, op. cit., pp. 12 y ss. 73

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indica una sola cosa: un fin de régimen que jamás se concretó, pues el antiguo régimen no se acabó con la supuesta derrota del pri en 2000, ya que desde ese año al día de hoy, en su lugar se ha consolidado una terrible ambigüedad constitucional y política, síntoma de que poco o nada se ha reescrito en la memoria política de las élites que administran constitucional y socialmente nuestro país.21 Al respecto, Miguel Carbonell nos advierte de que “los significados semánticos del texto constitucional deben ser protegidos en contra de los intentos de ‘partidizarlos’, poniéndolos a salvo de las acechanzas que se asoman desde las sedes de algunos poderes públicos o de ciertos partidos políticos”.22 De este modo, habría que señalar la necesidad de inaugurar un ciclo distinto de proyecto de Estado, pasando por un régimen político igualmente distinto. Si progresivamente se empezó a dudar de la profundidad del cambio a partir de 2006 en dirección democrática, es porque a pesar de que el pri había perdido la presidencia seis años atrás y algunos de los lugares estratégicos en la política nacional, los campos 21 “Es por ello −escribe Rafael Estrada Michel− que el pri resulta un convidado incómodo en el joven banquete de nuestra democracia. Su tradicional indefinición, su apertura hacia lo que sea y su imposible delimitación ideológica generan disonancias y debilitan acuerdos en el seno de una transición que debe buscar equilibrar las posturas de izquierdas y derechas sólidas y estructuradas en torno a mecanismos partidistas consolidados. Es imposible integrar constitucionalmente la ambigüedad. Mientras sigamos sin saber qué clase de bicho es el pri, su indefinible agenda seguirá siendo la que impere en un ambiente constitucionalmente inculto”, Rafael Estrada Michel, “Constitucionalismo y fin de régimen en México”, Metapolítica, vol. 12, núm. 62, noviembre-diciembre, 2008, p. 54. 22 Miguel Carbonell, Dilemas de la democracia constitucional, México, Miguel Ángel Porrúa/Comisión Estatal de Derechos Humanos-Aguascalientes/Cámara de Diputados lx Legislatura, 2009, p. 198.

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de historicidad en él conscientes y por él establecidos sólo desaparecieron en modo parcial, sin ser reemplazados o reelaborados para dirigirlos hacia una serie de mecanismos del orden democrático. Es precisamente en los campos de estructuración histórica donde podríamos observar el verdadero avance, ya que en ellos el pri fundó lo que Fernando Escalante Gonzalbo define como un conjunto exitoso de “mecanismos de integración política”.23 En México, la ausencia de mecanismos de reemplazo a la informalidad priista −y cuya función era la triple acción de socialización, integración y educación políticas−,24 fue sustituida por una serie de decisiones tomadas en modo apresurado en aras de “desintoxicar” a la política nacional y a la vida pública de nuestro país del abrigo autoritario y presidencialista “a la priista”, y que ha generado, después de doce años de alternancia federal panista, el crecimiento acelerado de la presencia mediática y real de las distintas disputas territoriales y económicas del tráfico de drogas, junto a las formas de violencias que le han estado acompañando durante todos estos años. Aún más, en un contexto, a partir de 2008, de una crisis económica global que ha Al respecto agrega: “La integración se logró mediante lo que, con alguna exageración, se podría llamar una ‘debilidad calculada’ del Estado: una extensa red de intermediarios, en el partido, podía negociar el incumplimiento selectivo de la ley para sus clientelas; y el orden del conjunto estaba garantizado por el control de las instancias formales de poder, desde las presidencias municipales hasta el Congreso y la Presidencia de la República […] En ese contexto se desarrollaron los mercados informales y también los mercados ilícitos, el contrabando y el narcotráfico. Lo más notable es que, durante décadas, pudieron prosperar con niveles muy bajos de violencia. El cambio de los últimos años está en eso”, Fernando Escalante Gonzalbo, “¿Puede México ser Colombia? Violencia, narcotráfico y Estado”, Nueva Sociedad, núm. 220, marzo-abril, 2009, p. 95. 24 Sobre el particular, remito al capítulo 3. 23

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impactado en modo excepcional los sueños de profundización de la democracia mexicana después del pri.25 ;
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