El dinero, el regalo y la gratitud

July 14, 2017 | Autor: G. Cataldo Sangui... | Categoría: Georg Simmel, Etica
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Descripción

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El dinero, el regalo y la gratitud “Cuando nuestra íntima realidad, por sí misma o en respuesta a otra exterior, nos impide seguir amando, seguir venerando, seguir estimando –estética, ética o intelectualmente-, todavía podemos seguir agradeciendo a aquel que mereció un día nuestra gratitud.” Georg Simmel

El dinero y el mundo de la vida Probablemente una de las características más acusadas del mundo contemporáneo es que todas las relaciones humanas tienden a reducirse a relaciones de intercambio cuantificables y simétricas. La monetarización

creciente de los vínculos sociales, el

predominio irrestricto e invasor del valor del dinero e incluso su creciente abstracción y autonomización simbólica, propenden a abolir la radicación subjetiva y personal de los vínculos sociales. Hoy todo parece resultar estimable no sólo en la medida en que resulta numéricamente expresable, sino también en la medida en que todos los intercambios se tornan, conforme a criterios puramente económicos, simétricamente conmensurables. El dinero, como medio de racionalización de los intercambios, parece hoy exceder sus más propios límites y desorbitar su función y sentido. Entender y precisar la forma de esta desorbitación actual del dinero supone, sin embargo, comprender su ámbito de pertinencia y, al mismo tiempo, señalar sus posibilidades y límites. Uno de los primeros autores en precisar la naturaleza y función del dinero fue Aristóteles. En la “Etica a Nicómaco” (Libro V), a propósito de la virtud de la justicia, define la moneda como un medio de hacer conmensurables –de igualar- los intercambios. Esta igualación de los intercambios es para Aristóteles una forma de la virtud de la justicia. La moneda, como toda virtud, es también un “termino medio” (mésotes), una armonía entre dos extremos: uno que falla por exceso y otro por defecto. Pero además, la moneda es un medio que se funda en una particular modalidad de la justicia. Se trata de aquella que se refiere no a las relaciones de la sociedad para con los individuos, ni de los individuos para con la sociedad, sino de aquella que regula las relaciones de los individuos entre sí. La moneda, por consiguiente, se funda en la acción recíproca de unos individuos sobre otros. Sin la posibilidad de esta reciprocidad, de apertura al otro, la moneda no sería necesaria.

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Pero en la medida que existe un cruce de relaciones, en la medida en que los individuos se vinculan unos con otros e intercambian bienes, se origina la necesidad de hacer conmensurables dichos intercambios. Aristóteles reitera que sin este medio de conmensurabilidad no sólo no existirían los intercambios, sino tampoco la comunidad (koinoía). Tal es el origen y la importancia social del dinero. Sin embargo, en tales intercambios la moneda es, propiamente, la “representación de la demanda”(jreía, necesidad, falta). En otras palabras, la moneda es una manifestación de necesidades o, si se quiere, una representación del deseo. Además, esta representación, a diferencia del simple trueque, no es natural, sino convencional. De allí que Aristóteles enfatice que la moneda se llama en griego nómisma porque es por costumbre (nómos), no por naturaleza. La moneda es, pues, una representación convencional de las necesidades. De esta teoría aristotélica del dinero insistamos todavía en algunos aspectos que nos parecen decisivos. Por lo pronto, el hecho de que la moneda sea un instrumento de la virtud de la justicia y, por lo mismo, tenga un

origen eminentemente social. Para

Aristóteles, en efecto, la virtud de la justicia, a diferencia de las otras virtudes, es la única cuya ordenación es el bien del otro. Al tanto el resto de las virtudes perfeccionan al hombre sólo respecto de sí mismo, la justicia hace lo que conviene al otro. De allí que sea para Aristóteles la virtud más perfecta. Es esta ordenación de la virtud de la justicia respecto del bien ajeno, la que conduce a Aristóteles interpretar la racionalidad económica como una racionalidad originariamente social. De ello se sigue que el dinero, el valor económico, no es tanto un objeto o una propiedad de los objetos, considerados aisladamente, como algo que se origina en las relaciones intersubjetivas. El dinero para Aristóteles es expresión de una relación social. Este carácter intersubjetivo del valor económico se hace más ostensible todavía por el hecho ser expresión de necesidades. Desde el momento en que el dinero manifiesta las necesidades humanas, se inscribe no sólo en la dinámica propia del deseo, sino además en las relaciones prácticas con el mundo y la vida. No obstante lo anterior, esta inserción práctica en el mundo de la vida no se expresa inmediatamente. El dinero constituye una mediación. El dinero no vincula inmediatamente al hombre al hombre con las necesidades de la vida: el dinero es una “representación convencional” de esas necesidades. O dicho de otro modo, el dinero constituye una mediación simbólica que busca

igualar los intercambios. La moneda es una medida

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(métron) que se orienta

a hacer conmensurables (summetría) los intercambios. Sin

embargo, aunque constituya una mediación simbólica convencional, lo que ella “representa” no es otra cosa que las necesidades de la vida. En Aristóteles la moneda, como medida convencional de los intercambios, remite a la propia dinámica desiderativa del mundo de la vida. Finalmente, el dinero no es tanto una cosa o un objeto autónomo, como una realidad que se origina en la propia reciprocidad de la convivencia humana.

La emancipación simbólica del dinero Ciertamente esta teoría del valor económico, radicada en el proceso vivo y concreto de las relaciones intersubjetivas, parece hoy haber tomado un decurso y una orientación del todo diferente. La sociedad actual, con el mismo derecho que hablamos de una “sociedad tecnológica” o una “sociedad de la información”, bien puede definirse como una “sociedad económica” o “mercantil”. El valor económico ya no parece ser meramente una forma, entre otras, de las relaciones sociales, sino su forma fundamental. Cabe, pues, preguntarse acerca de la forma de este desbordamiento de la función originaria del valor del dinero. Probablemente uno de los primeros autores en tratar esta dislocación contemporánea de la economía monetaria sea Georg Simmel. En su Filosofía del dinero (Philosophie des Geldes), obra única en su género, Simmel no sólo sitúa el tema del dinero en el contexto total de la vida humana y su sentido, de modo que condensadamente se revelan allí las tendencias humanas más profundas, sino además describe su evolución en el contexto de la sociedad mercantil. Simmel, de manera análoga a Aristóteles, funda la realidad del dinero en la interacción humana. Es en la interacción humana donde surge el valor económico. Sin embargo, para Simmel hablar de valor supone la diferencia o distancia entre sujeto y objeto. El valor se origina en la distancia entre el yo que desea y el objeto deseado y, al mismo tiempo, en el intento de vencer las distancias que lo separan del objeto deseado. Esta referencia a un yo desiderativo hace que el valor económico no sea sino un “suplemento del deseo”. No obstante, en el intercambio económico no es sólo el deseo el que otorga al objeto su valor, sino el “deseo de otro”. “El intercambio –señala Simmel- eleva la cosa singular y su significación para el hombre aislado por encima de su singularidad, mas no en la esfera de lo abstracto, sino en la vida de la acción recíproca que, al mismo tiempo, es la sustancia del valor económico. Por más que se investigue el objeto en función de sus

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determinaciones para sí, no se podrá encontrar el valor económico, ya que éste reside exclusivamente en la relación recíproca que se establece entre varios objetos, en razón de estas determinaciones, cada uno determinando al otro y devolviéndole la significación que de él ha recibido”. Es, pues, en la “acción recíproca” (Wechselwirkung) donde el valor económico encuentra su fundamento. El valor económico lejos de toda substancialidad aislada, se origina en el proceso vivo de las relaciones intersubjetivas. Sin embargo, aunque el valor económico se origine esencialmente en la reciprocidad social y, en definitiva, en el decurso concreto del mundo de la vida, es también la expresión abstracta de dicha reciprocidad. En la medida en que el dinero constituye, según Simmel, “la representación de la acumulación abstracta de valor”, tiende naturalmente a su autonomización simbólica. Por un parte, pues, el dinero se origina en la dinámica propia de la convivencia humana y, por otra, constituye la representación autónoma –y abstracta- de dicha convivencia. Lo que sucede, no obstante, en la moderna sociedad mercantil es que uno de estos dos polos del dinero sobrepuja de tal manera que termina por anular al otro. En la sociedad contemporánea el dinero ya no parece arraigar en la dinámica subjetiva de las necesidades y el deseo humano, sino ser simple expresión autárquica en su calidad de símbolo puro. El carácter simbólico del dinero ya no parece remitir al mundo de las necesidades prácticas de la vida, sino autorreferirse de tal modo que su correlato no es otro que él mismo. Este desarraigo de la sociedad mercantil del mundo de la vida se observa muy bien en la propia evolución del término “mercado”. Si originariamente el término “mercado” – como el ágora griega o la “plaza” o “feria” de nuestras antiguas ciudades - designaba un lugar perfectamente limitado y localizable, hoy parece ser una especie de matriz universal e ilimitada. El mercado de un pueblo o una villa es ciertamente un sitio público destinado al intercambio de bienes. Pero dicho intercambio no pierde nunca su relación con el mundo de la vida: allí están la tierra y sus frutos, el devenir de las estaciones, el sol y la lluvia, el hombre y sus necesidades fundamentales. Frente a este mercado lugareño, el mercado moderno parece no sólo no pertenecer a ningún lugar concreto, sino que incluso en su infinitud abstracta tampoco parece arraigar en alguna necesidad humana identificable. Análoga evolución es posible detectar en la propia expresión “economía”. Originariamente este término proviene de la voz griega “oikonomía”, dirección o gobierno de la casa – del

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griego “oikós”, casa, vivienda-. Sin embargo, es evidente que los valores económicos, primitivamente vinculados a los intereses de la casa, progresivamente no sólo han perdido todo arraigo doméstico, sino que incluso su autonomía simbólica es tal que difícilmente resultan hoy asignables a alguna unidad social concreta. Lo decisivo de esta transformación de los valores económicos reside, no obstante, en la pérdida de toda radicación subjetiva y su consiguiente conversión a una pura objetividad abstracta. “Economía monetaria –afirma Simmel- y dominio del entendimiento están en la más profunda conexión. Les es común la pura objetividad en el trato con los hombres y cosas, en el que se empareja a menudo una justicia formal con una dureza despiadada. (...) Pues el dinero sólo pregunta por aquello que le es común a todos, por el valor de cambio que nivela toda cualidad y toda peculiaridad sobre la base del mero cuánto”. La emancipación del dinero de sus raíces mundano vitales conduce, pues, nivelar toda la peculiaridad e incomparabilidad de la vida intersubjetiva. El dinero, como forma universal de regulación de los intercambios, tiende a la absoluta equivalencia y trocabilidad de la convivencia humana.

La inconmensurabilidad de los regalos La dificultad intrínseca de esta evolución contemporánea del valor económico no reside ciertamente tanto en el dinero en cuanto tal, como en la desvinculación de sus orígenes mundano vitales y el respectivo desbordamiento de su función y límites. Para mostrar los limites del valor económico basta con atender a ciertas formas de interacción humana que rebasan todo intento de realizar cualquier forma equivalencia económica. Es el lugar eminente de la subjetividad humana concreta; insustituible e inconmensurable. Una de las disposiciones que manifiestan en toda su radicalidad los límites del valor económico como matriz universal, es la gratitud. La expresión “gratitud” proviene del latín gratia, cuyo significado es hacer un beneficio sin intercambio o restitución. Literalmente, es dar algo a otro “a cambio de nada”. La dialéctica restitutiva del do ut des – “tanto doy como tú das”- es posible solamente allí donde hay beneficios simétricamente conmensurables. Ya los antiguos sabían que ciertos bienes recibidos resultan impagables: es lo que los griegos llamaban eusébeia y los romanos pietas. La “piedad” es aquella disposición que conduce a honrar a los dioses, la patria y los padres. En los tres casos se trata de beneficios respecto de

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los cuales cualquier acto de restitución resulta insuficiente: no hay allí conmensurabilidad posible entre el dar y el recibir. La “restitución” (restitutio), acto por el cual le devuelvo a otro lo debido, fracasa aquí rotundamente. Allí donde ya no es posible cancelar una deuda, sólo cabe honrar y agradecer. Lo que la gratitud, pues, pone de manifiesto es la imposibilidad de interpretar la totalidad de las relaciones humanas en términos de entrega y equivalencia. Simmel, en su Sociología, ha puesto también de manifiesto la importancia de la gratitud para la vida social. Si el trueque es “la acción mutua entre dos hombres, pero transformada en cosa”, en la economía monetaria “la materialización de la relación(...)llega a ser tan perfecta que(...) desaparece completamente la interacción personal, y las mercancías adquieren vida propia, independiente”. Con ello “la relación entre hombres se ha transformado en relación entre objetos”. Ahora bien, para Simmel la gratitud ciertamente se engendra por las acciones recíprocas entre los hombres. Sin embargo, al tanto la acción económica se desarrolla hacia fuera, se objetiviza, la gratitud se desarrolla hacia adentro, se subjetiviza. La gratitud, señala Simmel, es “el residuo subjetivo del acto de recibir o del acto de entregar”. Este “residuo subjetivo” del dar y recibir se observa muy bien en la estructura del regalo o la dádiva. El “regalar” consiste esencialmente en poner en posesión de algo a alguien sin la intención de que el otro me restituya o cancele el bien recibido. Ciertamente, quien regala espera una cierta reciprocidad, pero sería un error entender que dicha reciprocidad debe expresarse conforme al valor objetivo del bien recibido. Más bien hay que señalar que ni el regalar se mide por el valor objetivo del regalo, ni el devolver por el valor objetivo de lo que se devuelve. De lo contrario estaríamos ante un simple acto de conmutar simétricamente bienes y no ante un acto de regalar. El acto de regalar contiene, pues, un residuo inobjetivable. Que la equivalencia es de otro orden que la mera equivalencia económica, se observa muy bien en la imposibilidad de reducir aquí el intercambio de bienes a su expresión objetiva. Cuando regalamos algo, lo que parece primar no es la magnitud del regalo, sino su significación subjetiva. La imposibilidad de encontrar una medida objetiva de los intercambios gratuitos, se manifiesta también en la dificultad de corresponder al primer don. Cuando alguien “ha empezado” por favorecernos, cuando es el otro el que “ha tomado la iniciativa” en la

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entrega, nunca parece ser posible retribuirlo con un obsequio subsiguiente. En el primer don hay una espontaneidad y una libertad imposibles de replicar en una correspondencia ulterior. “En el primer favor –afirma Simmel- existe una espontaneidad que no existe ya en la respuesta. Pues a ésta ya estamos obligados éticamente; en ella actúa la coacción, que aunque no sea social y jurídica, sino moral, siempre es una coacción. La primera demostración que brota plena, espontánea del alma, posee una libertad de que carece el deber, aun el deber de gratitud”. Todavía más, si alguien ante un regalo se apurara en “devolver” o “pagar” el favor recibido con otro regalo, con ello demostraría precisamente no sólo que no ha entendido lo que es un regalo, sino incluso que es deudor contra su voluntad y, por lo mismo, ingrato. Por ello, mientras el dominio de las relaciones económicas se constituye sobre el fundamento de que

todo intercambio resulta

conmensurable a través de un “precio justo”, el dominio de la gratitud se fundamenta, a la inversa, en la conciencia de la inconmensurabilidad de las relaciones intersubjetivas. “Puede decirse que la gratitud (...) –señala Simmel- no consiste en ‘corresponder’ al obsequio, sino en la conciencia de no poder corresponderle; consiste en la conciencia de que hay aquí algo que sume al alma del agraciado como en un estado permanente, frente al otro, algo que lleva a la conciencia el vislumbre de un vínculo infinito, imposible de agotar o realizar perfectamente en ninguna manifestación o acción finita”.

Donación y finitud humana Quizás donde con mayor fuerza se manifieste este carácter de la gratitud como deuda insaldable sea, como hemos dicho, en lo que los griegos y romanos llamaban “piedad”. La “piedad” -eusébeia, pietas- es la disposición que conduce a honrar tres realidades cuya característica común es la magnitud del débito que tiene el hombre con éstas. Dios, la patria y los padres, representan tres vínculos humanos cuya dependencia no es adventicia; se trata, más bien, de tres formas de dependencia fundacional. Al hablar de dependencia fundacional queremos designar una forma de relación que ya no concierne meramente a éste o aquél aspecto de nuestra existencia, sino a la existencia humana como tal. La relación de filiación, por su cercanía, constituye un buen ejemplo de esta forma de dependencia. Los hijos tienen que agradecer a sus padres no sólo bienes tan fundamentales como la crianza y la educación, sino incluso la propia existencia. Es evidente, pues, que el

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débito resulta aquí tan primordial que resulta imposible de retribuir. Ante esta asimetría lo que cabe no es tanto la búsqueda de una magnitud adecuada en la retribución, sino la disposición de honra y veneración propias de la gratitud. Por último, lo que en estas formas de dependencia fundacionales también se expresa es la propia finitud de la subjetividad humana. En primer lugar, porque el bien recibido expresa una subordinación tan radical que, respecto de dicho bien, la libertad humana, como libertad finita, no ha tenido parte alguna. En segundo lugar, porque ante ese don inconmensurable – y en cierto modo infinito- se manifiesta al mismo tiempo la finitud de cualquier manifestación objetiva de la subjetividad humana. Una de los signos más claros de este sentimiento de finitud frente a estas formas de dependencia inconmensurables, se encuentra en el exceso que suele acompañar sus manifestaciones. Ante un bien impagable no parece ser ya posible la racionalidad del cálculo o del cómputo de lo debido, sino la “irracionalidad” de la sobreabundancia y la demasía. Si la donación es anterior a cualquier necesidad o mérito humano, entonces la restitución, al no encontrar medida adecuada, sólo podrá expresarse bajo la forma “desproporcionada” del sacrificio. Pero esta desmesura no es sino el “reverso” de una impotencia: la impotencia de la propia finitud humana ante un vínculo que la excede infinitamente. Lo que revela, por consiguiente, la gratitud es la imposibilidad de fundar la vida social en relaciones puramente simétricas: la convivencia humana depende, en sus formas más fundamentales, de bienes irrestituibles e incanjeables. Si el dinero se ha convertido, merced de su poder cuantificador y simbólico, en medio universal que homogeniza y objetiva todas las relaciones, la gratitud descubre, por el

contrario, el núcleo subjetivo e

inconmensurable de la vida humana. La economía, por cierto, no tiene otras raíces que las mismas necesidades y deseos de la existencia humana. Pero en la medida en que se desarraiga del mundo de la vida, en la medida en que se erige en denominador común de todo valor, termina por anular toda peculiaridad, todo núcleo personal, intransferible e incomparable de la vida humana. Recuperar dicho núcleo personal significa sobre todo reconocer que la vida se forja, primordialmente, de dones inapreciables y que ante ellos no hay otra respuesta posible que la fidelidad agradecida. Gustavo Cataldo Sanguinetti Universidad Andrés Bello

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