El dilema ético en la cobertura de los asuntos públicos

June 29, 2017 | Autor: Erasto Barahona | Categoría: Comunicacion Social, Periodismo, Ética Aplicada, Ética discursiva
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Descripción

El dilema ético en la cobertura de los asuntos públicos Erasto Antonio Espino Barahona, M.A. Universidad Católica Santa María La Antigua (Panamá)

Se me ha pedido ofrecer una reflexión sobre el tema de "El dilema ético en la cobertura de los asuntos públicos." Y teniendo que hacerlo a una asamblea formada por periodistas provenientes de diversas partes del mundo, he pensado en articular aquí algunas claves, herramientas y postulados que pudieran ser compartidos globalmente, en tanto que son fruto del saber pedagógico vivido, del discurso ético que circula en las redes académicas y de experiencias sapienciales validadas por la historia.

Quiero invitarlos a un itinerario de palabra y de pensamiento que nos conecte con la propia vida y con el propio quehacer periodístico. Con el objetivo de compartir un modo de hacer, de pensar y de sentir que desarrolle o apuntale en nosotros una necesaria competencia ética en la cobertura de lo público.

Ahora bien, para ir estableciendo un terreno común, plantearía aquí algunas definiciones básicas sobre los conceptos de ética y de lo público, de modo que podamos facilitar el intercambio de saberes y el encuentro mutuo.

Lo primero sería preguntarnos cuándo estamos ante un “dilema ético”. La ética en cierto modo es como el aire, siempre nos rodea, siempre está presente y no hay ninguna actividad humana de la cual pueda ser excluida. Y esto es así porque el hombre –además de ser homo faber y animal político- es un ser moral, es decir, un sujeto que somete todo su ser a los criterios del Bien y del Mal, social o culturalmente establecidos, en un tiempo y lugar determinados. Estos criterios morales, estas coordenadas que orientan su conducta e incluso su mundo íntimo, son el objeto de estudio de la Ética. La ética es –decía el filósofo español Aranguren- “la moral pensada”. Por lo tanto, cuando la realidad nos obliga a pensar sobre la bondad o maldad de nuestros actos, sobre la validez y consecuencias de los mismos, estamos frente a un “dilema ético”.

Dichos dilemas se pueden presentar en la cobertura de distintos actos o hechos. Acontecimientos culturales, regionales, políticos o económicos son susceptibles de registro y difusión por los mass media. Lo que acomuna a estos y otros acontecimientos es que pertenecen al ámbito de lo público. Entendiendo por éste el espacio de la polis, de la convivencia ciudadana conformada por el entramado de la sociedad civil y del Estado. Ámbito que supera y, en cierto modo, “abraza” la familia y la persona, pero que no se confunde con ellos, ni puede cooptarlos, ni invadirlos dada la particular especificidad que poseen y el respeto que merece la privacía personal y familiar.

Lo anterior se puede ilustrar con un esquema lingüístico, el Organon que propuso en su tiempo Karl Bülher y que retoma actualmente Jügen Habermas, cuando postula la “acción comunicativa”, como propuesta de una comunicación social e interpersonal, racional y transparente.

Objetiva

Dimensiones (Mundos) de la Comunicación

Subjetiva

Intersubjetiva

La labor periodística en tanto que ejercicio profesional que selecciona, registra, valora y difunde los acontecimientos del ámbito público se concentra –per sé- en los mundos objetivo e intersubjetivo. Naturaleza y Sociedad parecen ser sus espacios propios, moviéndose con más cuidado y delicadeza (es el deber ser del periodista) cuando se entra en la esfera de lo subjetivo, de “aquello a lo que sólo el sujeto tiene acceso privilegiado” (Habermas).

Pero si son sobre todo los mundos objetivo e intersubjetivo, los que focalizan la atención del Periodismo, ¿cómo deben cubrirse estos mundos por así decirlo, “públicos”? ¿Cuáles pueden ser los criterios para discernir, por ejemplo, la moralidad de la gestión pública?

Hay un criterio clásico en la reflexión ética que es el de la “vida buena”. Hoy lo traduciríamos por vida lograda, realizada, integral o plena. Es lo que llamaríamos una vida auténticamente humana. Los antiguos decían que la ética era la reflexión que nos ayudaría a saber o a descubrir la vida buena y el camino para lograrla. Es la misma pregunta –dramática- que se hace el soldado Ryan, al final del film del mismo nombre, cuando llorando ante la lápida de su salvador, le ruega a su esposa le confirme si ha sido un buen hombre…

Este puede ser un criterio ético universal para preguntarnos cómo valorar y, en consecuencia, cómo informar sobre la gestión pública. ¿Las políticas de Estado y las acciones de los responsables políticos se corresponden con un modelo de sociedad en la que sus miembros puedan alcanzar una vida lograda, plena, digna?

Los expertos señalan –desde diversas vías culturales y religiosas- que dicha vida buena no puede alcanzarse sólo, individualmente, sino que exige la personalización del sujeto en una red de relaciones familiares, comunitarias y

sociales. Esta red vendría a ser una matriz axiológica donde se experimentarían actitudes y valores fundamentales como la reciprocidad, la solidaridad y la fraternidad. En otras palabras, es deber ético de los gobernantes, de los Gestores de la cosa pública, poner todos los medios institucionales para lograr una sociedad cada vez más respetuosa y generadora de condiciones objetivas para este tipo de relaciones humanas. Valga recordar que en muchas de nuestras Declaraciones de Independencia, se esgrime como uno de los fines de los Estados recién constituidos, la consecución “de la felicidad de los asociados”.

Ciertamente, dicha felicidad personal y colectiva, dicha realización no puede desligarse del ejercicio individual del libre albedrío, que es uno de sus determinantes principales, pero lo cierto es que el Estado está comprometido por una serie de discursos públicamente legitimados (la Constitución, la Ley y las Políticas Públicas), a una gestión cuyo “buen actuar” desemboque en un cada vez mayor bienestar colectivo.

Pero cuando esto no ocurre, (y en muchas ocasiones es así), ¿cuál debería ser el rol de la prensa? Aquí el periodista se esgrime en un guardián de la socialidad arriba descrita; en un garante discursivo de un status quaestionis que se considera una meta ideal, humana, deseable y necesaria. Cuando los gobiernos –en cualquiera de sus dimensiones local, nacional, regional y global- incumplen con

la Ley y con valores éticos socialmente compartidos, es deber del periodista la denuncia. Es lo que se conoce como el rol fiscalizador de la prensa. Pero cómo ejercerlo éticamente. He aquí algunas consideraciones que –pienso- deben existir en cuanto a la exigencia primaria de la veracidad de la información: a) ¿Los hechos son verdaderos? b) ¿Las fuentes son directas o son informantes secundarios, “de trasmano”? c) ¿Pueden confirmarse los hechos? d) Además de interlocutores fiables, ¿hay pruebas documentales que corroboren lo sucedido?

Otras preguntas no menos importantes, tienen que ver con el contenido y trascendencia de la información: a) ¿El asunto a cubrir es realmente de interés público? ¿Afecta aspectos relevantes de la comunidad o de la sociedad como tal? ¿Lo que me mueve a cubrir una situación es una motivación profesional honesta o estoy siendo instrumento –consciente o inconsciente- de intereses ilegítimos? b) Al hacer de dominio público determinado asunto, ¿lo hago respetando la dignidad de las personas? Esto es, ¿respeto sus derechos y su privacía?

c) ¿Intento calcular las consecuencias morales, económicas o laborales de la denuncia hecha? ¿Es mayor el bien colectivo a obtener, frente al drama de la denuncia o de la información revelada? ¿Hay menores de edad, terceros inocentes o ajenos al hecho que pudiesen verse afectados? Y si es así, ¿de qué modo puedo mitigar el “daño colateral”?

También la estructura del discurso periodístico, es susceptible de un análisis ético. Y aunque la respuesta a este discernimiento moral de la escritura, a veces, escapa de la sola “pluma periodística”, pues intervienen en él, otros actores (directores de medios, editores, correctores, etc.), no por ello podemos dejar de interrogarnos sobre la pertinencia (ética) de determinado género discursivo para la difusión de tal o cual hecho. Valga decir: ¿Da lo mismo una glosa a una noticia o una crónica a un reportaje o una columna de opinión? ¿Un diálogo de trazos rápidos –vía chat- vale por una entrevista en profundidad? ¿Cuál es la tipología discursiva que me permitirá mayor justicia? ¿Con cuál o con cuáles puedo informar más y mejor, con el debido respeto a las personas involucradas?

Chiara Lubich, premio UNESCO de Educación para la Paz – 1997, planteándose los desafíos del comunicador en nuestra sociedad globalizada, apelaba a la construcción de un perfil antropológico fuerte que permitiera al periodista poner en acto esa extraordinaria capacidad de multiplicar el bien que tienen los medios

de comunicación. Llegaba, incluso, a augurar la presencia de lo que la teología católica, llama el “hombre nuevo” en el ejercicio del periodismo, esto es, de una humanidad sólida en virtudes y una visión global inclusiva de todas las categorías sociales al ejercer, por ejemplo, la reportería, la escritura y la edición del hecho noticioso.

Traigo esta referencia a colación porque ustedes -mejor que yo-, saben de las presiones a las que puede verse sometido el periodista frente al Poder. Como diría el periodista italiano Sergio Lorit, antiguo redactor de L´Unitá: “en tiempos de hierro, no sirven los hombres de barro”. Y si las cosas son así, ¿cómo construir en nosotros esa columna ética “de hierro” que nos haga capaces de anunciar el bien que acontece (y que no siempre tiene adecuados portavoces en la arena multi-medial) y de resistir y denunciar el mal que quisiera callarnos y aplastar toda disidencia?

Nadie tiene la respuesta mágica o total a esta pregunta. La formación ética de la persona es siempre una cantera abierta, sea cuando se plantea en términos generales o cuando se trata de los diversos oficios o profesiones. Sin embargo, apertura y reflexión continua no significa indeterminación o relativismo. Bastante ha atesorado ya la Humanidad en su secular recorrido como especie, sea en el plano estrictamente religioso, sea en el filosófico, sea en el educativo, como para

saber que algunas cuestiones éticas están claras y que de ahí, sólo cabe marchar hacia adelante.

Dentro de este patrimonio ético común, me atrevo a sugerir algunas pautas y herramientas que permiten integrar el “hombre de hierro” del que hablaba arriba, o si queremos el “hombre nuevo” de Pablo, en el propio camino vital. Lo que comparto ahora es un itinerario de formación ética (profesional) que he ido elaborando y extrayendo -como sugería al principio de esta comunicación- del “saber pedagógico vivido, del discurso ético que circula en las redes académicas y de experiencias sapienciales validadas por la historia”.

Primera estación: la memoria personal como lugar ético. Una de las herramientas que forjan en nosotros la personalidad moral es la memoria, ese recinto donde atesoramos lo vivido. La memoria como suma de procesos cognitivos que nos permiten construir una identidad es el mecanismo que, de hecho, nos ayuda a saber quiénes somos, cuáles son nuestras cartas interiores de navegación que nos dicen cómo movernos por el mundo. Salvaguardar la memoria es proteger ese espacio intelectual y emocional, personal e intransferible, que nos inscribe en el devenir del tiempo y nos hace registrar de lo vivido, aquello que importa.

Desde el punto de vista ético, una de los elementos más relevantes lo constituyen los recuerdos o imágenes de nuestros héroes íntimos, nuestros referentes vivenciales de la vida buena. Normalmente son pocos, pero todos tenemos –al menos- dos, tres cuatro personas que nos dieron ejemplo de una vida auténtica. Son familiares, maestros, guías espirituales o –incluso- jefes laborales que nos mostraron rutas de realización personal que rebosaban de humanidad o de sabiduría. Pues bien, su recuerdo, su explícita evocación, también mediante algún medio escritural, resulta un poderosa herramienta no para la emulación automática –además imposible dada la singularidad de cada aventura vital- sino para la re-creación actual y personal de valores éticos de los que no se puede prescindir. No se hablaría tanto aquí de imitación, cuanto de seguimiento interior de figuras clave que conforman el patrimonio moral de nuestra propia historia.

Segunda estación: escuchar y afinar la propia subjetividad Si bien es cierto que nadie está exento de obrar el mal y, por tanto, de ir en contra vía de la propia estructura moral, tampoco deja de ser verdad que en la subjetividad de cada quien están depositados una serie de aprendizajes sobre lo correcto e incorrecto, lo realizable y lo evitable que van siempre con uno. Ante un dilema ético grave (qué informar, cómo informar, cuando hacerlo) será oportuno siempre recogerse, robarle al frenesí de la mesa de redacción o a la búsqueda estresante de la primicia, momentos de soledad y de silencio. Así, en

un sereno diálogo interior podremos hablar en uno, con ese Otro que nos habita. Algún poeta hablaba de “el diálogo que somos”… y sí, es necesario sintonizar y participar de ese coloquio interior y escucharnos, pues como decía San Agustín de Hipona, “en el interior del Hombre, habita la Verdad”. Y aunque para cierto pesimismo posmoderno “el sujeto actual está cada vez más remitido a sí mismo, y ese sí mismo es poco” (Lyotard), es innegable que para actuar con rectitud es necesario observar con detenimiento la brújula que llevamos por dentro y, como decía un antiguo pensador europeo, “sacar de la propia cosecha”.

Tercera estación: el concierto de las buenas voces Antes hacía referencia a un “diálogo interior” que nos constituye. Ese diálogo además de manifestarse a través de la propia conciencia, se hace explícito en saberes que provienen normalmente del mundo de la cultura o de la creencia religiosa. A esos saberes quiero representarlos con la metáfora de una sinfonía, de un concierto de buenas voces que orientan, matizan o refuerzan el camino ético aprendido en casa o en la escuela. Así como el refrán popular dice “dime con quién andas y te diré quién eres”, lo mismo se diría de nuestra estructura moral: “dime a quién acudes, de quién te nutres, a quién escuchas y lees, y te diré cuáles valores te mueve”. Poner atención a esta nutrición intelectual nos sostendrá en tiempos de crisis y retos profesionales. Muchos que han caído presos por su valentía informativa, han sobrevivido el drama de la cárcel (e

incluso de la tortura) gracias la repetición de un verso feliz de algunos de los grandes poetas. Cordura e integridad sobreviven a la barbarie por la permanencia de una voz buena que no cesa en la memoria.

Cuarta estación: la alianza con los otros Hasta ahora he propuesto herramientas que desarrollan la competencia ética desde la propia subjetividad, es decir, dentro del sujeto. Sin embargo, hay otros modos igual de valiosos que cumplen el mismo fin, con la diferencia que requieren la mediación del otro. La inserción del comunicador en un grupo de pares o de personas ligadas por vínculos de genuino afecto y confianza son espacios óptimos para el discernimiento ético. No sólo en cuanto a la toma de decisiones moralmente válidas, sino como lugares de resistencia y comunión que sirvan de acicate para el buen obrar a pesar de los riesgos o amenazas que puedan sobrevenir. Esto es una experiencia antigua, de hecho, uno de los Salmos del Antiguo Testamento reza que “un hermano apoyado por un hermano es más fuerte que una ciudad amurallada”, pero es un descubrimiento moderno que debe hacerse una y otra vez, sobre todo en contextos laborales que puedan tender a la hiper-especialización o al aislamiento. Los expertos en dinámicas comunicativas interpersonales dirían que se trata de insertarse y de cultivar un tipo de vínculo solidario y recíproco que sirva de garante de lo mejor que hay en nosotros. Incluso señalan que esta misma relación o reciprocidad aparece como un

“tercero”, testigo invisible pero real que evoca siempre en nosotros la llamada al Bien.

Sintetizando, puedo decir que he visto que el cultivar la memoria de nuestra propia identidad, la evocación creativa de nuestras figuras tutelares, la conexión intelectual con lo mejor de la tradición cultural y la inserción vital en grupos de diálogo y comunión son herramientas que ayudan al profesional de la comunicación a mantener en alto la tensión al buen vivir, lo impulsan a vivenciar concretamente una escala de valores que no permite ser indiferente frente a la injusticia y le ayudan a discernir con amplitud y profundidad en la cobertura de lo público.

Frente a la vorágine de los acontecimientos, los anteriores mecanismos son medios de desarrollar un modo sapiencial de comunicar. Un olfato, una intuición que te ayuda a mantener la prudente distancia frente a posturas políticas partidarias con las que quizás coincides pero que debes cubrir con objetividad. Te mueve a ir más allá de la reacción altanera o agresiva del funcionario público que se mostró ofendido con tu pregunta. Te permite –incluso- la valentía del perdón o el pasar página (dentro) frente al acoso gubernamental. Te ayudará a denunciar con claridad y respeto pero sin ánimos de venganza o revancha. Podrás, a pesar

de lo contundente de los acontecimientos, mostrar el rayo de esperanza detrás de eventos decididamente trágicos.

Ante la cobertura periodística de la gestión pública, nos enfrentamos al reto ser aliados del bien común que como comunicadores debemos tutelar, en ello enfrentaremos diversos rostros del Poder establecido. Esto es riesgoso, pero vale la pena, siempre en cuando el ejercicio periodístico sirva para zurcir el tejido social roto y no solo para señalar sus rasgaduras. El cómo hacerlo eligiendo la palabra adecuada, el justo tipo discursivo, constatando la veracidad de las fuentes y encarnando un estilo veraz pero unitivo socialmente es un reto de los grandes. Para ello hace falta no solo la expertica sino la sabiduría.

Espero sinceramente que lo compartido hasta aquí sea un paso justo en esta correcta dirección.

EAEB / 4 de octubre de 2013

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