El devorador de imágenes

August 13, 2017 | Autor: M. Cabrera Manuel | Categoría: Estética, Filosofía del arte, Articulos y Ensayos sobre Arte, Espejos
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Descripción

El devorador de imágenes

María Isabel Cabrera Manuel


So, to punish it, she held
it up to the Looking-glass,
that it might see how sulky it was
Lewis Carroll,
Trough the looking-glass


Existe en la ciudad de Guadalajara, en Jalisco, una casa emblemática
conocida por los lugareños como Casa de los perros. El curioso nombre de
esta casona que cuenta con más de cien años de historia[1], se debe a los
peculiares guardianes de piedra que se posan a cada flanco de la fachada de
la construcción: dos canes enormes que, inertes, resguardan lo que tienen a
sus espaldas. Entre los muchos tesoros que en los buenos tiempos de la
finca guardaban estos perros, había un conjunto de tres espejos –uno enorme
horizontal en la pared del centro y dos verticales de nada despreciable
dimensión en las paredes de los lados- que según dicen, se encontraban en
lo que fue la sala principal y que habían mandado traer especialmente de
Europa.
Como suele pasar en esta vida, el esplendor de la casa de los perros
se vino abajo con el decaimiento de la familia que la edificó. Las últimas
herederas que habitaron la residencia se vieron en la necesidad de
desplazarse hacia el norte del país, y con ellas trasladaron gran parte de
lo que quedaba todavía en la casa. Estas señoritas estaban emparentadas
–por algún tipo de vínculo de sangre- con mi bisabuela materna, a quien le
pidieron que guardara uno de los espejos laterales, hasta que ellas
pudieran requerirlo nuevamente. De esta forma, uno de esos colosales
espejos se instaló en la casa de la familia de mi madre, que contaba con un
techo suficientemente alto para albergarlo en su interior. Pasado algún
tiempo, las dueñas del espejo pidieron que éste las alcanzara, petición a
la que accedió mi bisabuela, requiriendo para el efecto se le enviara el
costo del flete que, dada la dimensión y características del presunto
paquete, ascendía a una suma que las señoritas no pudieron pagar. Debido a
estas peculiares circunstancias, se acordó que mi bisabuela conservara el
espejo –que al fin era familia- pagando por él la compensación
correspondiente[2]. Quedaron separados los espejos: dos con los perros y el
otro lo heredó mi abuela.
Así pues, hay en la casa de mis abuelos tremendo espejo que ocupa
prácticamente todo lo ancho y todo lo alto de una de las paredes de la
sala. No quisiera especificar sus dimensiones, pues cuando pienso en él me
gusta tener la sensación de lo indefinido, de lo que no se puede mesurar;
esa sensación que me provocaba de pequeña estar frente a él, en las
contadas ocasiones que se nos permitía acceder a ese dominio de la casa,
que estaba destinada sólo a los adultos o a las visitas. Pasados los años,
cuando lo veo, cuando me veo en él, aún siento lo mismo.
Creo que prácticamente todos los espejos provocan miedo, unos más
otros menos, pero todos son de alguna manera la manifestación de algo
mórbido, que dependiendo de la locación o de la circunstancia, adopta
momentáneamente alguna forma. En ocasiones –y esto es lo más perturbador-
la de nosotros mismos.
Evidentemente, no soy la única que así piensa. Jamás olvidaré la
impresión que sentí cuando, leyendo a Borges, me topé en uno de sus cuentos
con la privilegiada referencia a un espejo como algo inquietante. Cuando se
vuelve a referir a él, lo hace de la siguiente manera: "Desde el fondo
remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche
ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso"
(Borges, 1974, 14). Inmediatamente después se añade al horror que estos
monstruos suscitan el hecho de que multiplican la realidad.[3] Este grande
de la literatura le había dado en ese momento un adjetivo perfecto a mi muy
inferior forma de pensar y sentir los espejos, enriquecida con una idea de
voluntad irracional que perfecciona la referencia.
Es a partir de la idea de inquietud que quisiera abordar tres obras de
arte en las que el espejo juega un papel principal. La primera de ellas
será Las Meninas de Diego de Velázquez, la segunda La reproducción
prohibida de René Magritte y finalmente Retrato de Lupe Marín de Diego
Rivera. La intención no es hacer un examen simbólico exhaustivo, sino
ensayar algunas ideas en torno a la función del espejo en estas obras.
Existen en la historia del arte muchos ejemplos notables en los que
interviene un espejo; sin embargo, los tres antes citados cuentan para mí
con la peculiar función –como si fueran agentes con voluntad en las piezas-
de inquietar tanto al conjunto de la composición como al espectador.
Quisiera añadir en este momento que la elección del adjetivo que tomé
prestado de Borges no es gratuita: souci[4] es el vocablo francés que
utiliza el filósofo Michel Foucault (Foucault, 1984) para aludir a la
sensación que se experimenta cuando algo realmente nos importa y nos
hacemos cargo de ello. Lo que quisiera poner de manifiesto con esta
referencia, es que a través del recurso del espejo, de un espejo que nos
inquieta, lo que busca el artista es que nos hagamos cargo de algo que está
presente en la obra de arte y que nos alude potentemente, que no podemos
ignorar.


El espejo de Las Meninas

Si existe un espejo famoso en el arte, ese tiene que ser el que incluye
Velázquez en su cuadro más emblemático. El conjunto de Las Meninas cuenta
con una merecidísima popularidad que ha inspirado a cantidad de artistas y
pensadores, trabajos de toda índole. Algunos de estos trabajos están
dedicados particularmente a indagar la función del espejo que, al fondo de
la estancia representada, nos presenta los rostros de los reyes de España.
Uno de los hechos que con más frecuencia se menciona es que, en un
primer momento, uno tiende a confundir al espejo con un cuadro. Parece que
lo que tenemos ahí es auténticamente un retrato de los reyes, no el reflejo
en el cuadro de los reyes. Esta característica me parece importante: el
espejo, con todo y la "claridad" que se supone lo caracteriza, engaña al
espectador que despistado observa el lienzo. Velázquez, con su reconocida
perspicacia, nos muestra un juego retórico que se presta a la confusión y
que se pone a tono con el "espíritu" general de la obra: Las Meninas
completa es una farsa[5], un juego de referencias cruzadas que nos obliga a
reflexionar en torno al verdadero carácter de lo que contemplamos.
¿Qué es lo que en verdad nos presenta aquí Velázquez? ¡Vaya pregunta!
Ha sido planteada tantas veces y ha suscitado repuestas brillantemente
ensayadas. No es mi intención transitar aquí esta vereda. Lo que me
interesa es hacer hincapié en el enmarañado trazado que el autor nos
presenta y del cual el espejo es la metáfora silente.
En Las palabras y las cosas, Michel Foucault atribuye al espejo de Las
Meninas la noble misión de ser el único elemento verdaderamente funcional
de la representación (Foucault, 1966). Es decir, es el único que está donde
debe y que hace lo que se supone debe hacer. Aún más, es él quien nos hace
visibles a aquellos que suponemos son el modelo de ese lienzo que, de
espaldas al espectador, trabaja el Velázquez del cuadro. Pero si seguimos
los argumentos del pensador nos daremos cuenta pronto de cómo esta supuesta
funcionalidad del espejo se vuelve un pretexto para hacer confluir sobre un
punto fuera de la representación la atención de la representación misma.
Extraño movimiento: a través de un ejercicio de entropía el espejo realiza
la tarea del prestidigitador, al mostrarnos el revés de la trama. Pero el
espejo nos engaña de nuevo, pues, haciendo manifiesta esa voluntad que le
hemos atribuido, nos muestra en este movimiento la acción en la que
consiste el truco.
Sujeto por objeto, espejo por cuadro, el dentro por el afuera, el
pintor se vuelve el retratado y el observador se ve a sí mismo observado.
En este ir y venir de categorías cuyo sentido no está aquí
determinado, el espejo se muestra como el elemento que escinde la obra. Ahí
donde creíamos encontrar un punto seguro para asirnos, encontramos la
apertura para entrar al juego que se nos ha propuesto. El espejo inquieta
nuestra actitud expectante frente al lienzo y nos arroja dentro del cuadro
mismo. La extraña sensación que provoca Las Meninas se vuelve más extrema
aún cuando el espejo nos hace concientes de que lo que refleja -en este
caso los reyes- podría ser nuestro reflejo: la inquietante función del
espejo es hacernos visibles a nosotros mismos. De alguna forma, magistral
sin duda, Velásquez ha anticipado a todos los espectadores posibles y no
conformándose con eso, nos da la bienvenida, invitándonos a pasar a través
de la puerta translúcida del espejo.
Hay momentos, cuando pienso en Las Meninas, en que compadezco
profundamente al rey Felipe IV y a su esposa, doña Mariana. Han sido ellos
las víctimas circunstanciales de Velázquez, que los encerró en la trampa de
su espejo, suspendidos en el no lugar, entre todas las representaciones
posibles.


El espejo de La reproducción prohibida

El otro espejo que del que trataré es producto de la surrealista
imaginación de René Magritte. Siendo el belga un maestro de los artificios
de la representación, el espejo no podía faltar entre su colección de
referencias pictográficas. De hecho, es un elemento más o menos constante
en su obra, y si no propiamente el espejo, al menos sí la función del que
éste cumple. De cualquier modo, podemos encontrar varios espejos,
estrictamente hablando, dentro de sus obras; incluso en una serie de obras
en las que encontramos casi el mismo fondo: la repisa sobre una chimenea.
Dentro de este grupo, La reproducción prohibida resalta por su
singularidad.
Lo que vemos en esta obra es a un hombre,[6] que en primer plano, nos
da la espalda. En el siguiente plano, podemos apreciar cómo el reflejo de
un espejo nos devuelve la imagen de dicho hombre; pero en vez de ver
reflejada la imagen de frente, como sería de esperar dadas las
circunstancias tanto del hombre como del espejo, lo que vemos es una vez
más la vista trasera del hombre. A esta primera impresión de que el espejo
"no funciona", sobrevienen una serie de conjeturas que amplían nuestra
comprensión de la obra.
En primera instancia sospechamos de la realidad del espejo.
Seguramente que en más de una ocasión hemos tenido la oportunidad de
encontrarnos frente a "falsas ventanas" o "falsas puertas", estos
artilugios que sirven ya sea para disimular un error de construcción, para
ampliar la dimensión de una estancia, o con más gracia, para provocarnos un
trompe l'oeil. Quizá pudiera ser el caso de este espejo el de no ser un
espejo.
Esta conjetura, aunque interesante y muy acorde con la Condición
humana de Magritte, debe ser desechada debido a la posición del espejo.
Este se encuentra sobre una repisa, posiblemente la de una chimenea por
ejemplo, y ese es un buen lugar para un espejo. El sentido común, más allá
de su primer tropiezo, nos indica que eso es en efecto un espejo. A esta
noción de sentido común se une una apreciación de mayor solidez: el libro
que se encuentra sobre la repisa, como el hombre, son elementos que pueden
o no pueden estar frente al espejo. El espejo no puede ser un farsante
debido a su naturaleza, que es reflejar lo que él mismo no es. El truco no
funcionaría más que en muy determinadas circunstancias, que en caso de no
verse cumplimentadas, arruinarían la razón de ser de la trampa.
Le daré un respiro al espejo, pero aún no puedo desechar la idea de
que esta obra nos presenta un colosal engaño. Por el momento señalaré al
siguiente sospechoso: el hombre. Creo que aquí van mejor encaminados mis
pasos, pues tiene la nuca de un mentiroso. Su cabello engominado, el traje
de persona formal, una oreja (la izquierda) inusitadamente grande;
pareciera que quiere captar qué es lo que se dice de él, enterarse de si
alguien sospecha. Claro que el primer elemento acusatorio debería ser que
no nos da la cara, sino la espalda… dos veces.
Parece este un mejor camino. A esta conjetura se añade también las
continuas referencias visuales que Magritte hace a la flaqueza de los
hombres. Pero para tratar de ir más allá del autor, apropiándome por un
momento de lo que veo, quisiera resaltar un tercer elemento que me parece
importante, que aparece frente al reflejo de espaldas y que debería estar
justo detrás del hombre del primer plano. Me refiero a ese espacio de
horizonte, de color indeterminado, que ocupa gran parte del reflejo dado.
Si pensamos consecuentemente y asumimos sin más que lo que nos presenta el
espejo es lo que tiene enfrente, tendríamos que suponer que eso es algo así
como la pared. Sin embargo, nunca una pared había tenido una imagen tan
incorpórea, tan difusa.
Quizá hice mal en sospechar de nuestro hombre, quizá su imagen poco
confiable se deba a otra cosa; puede que haya algo más en él, algo que
parece tensión, como si estuviera inquieto. Recaen nuevamente mis sospechas
sobre el espejo, porque ese horizonte que nos presenta frente al hombre
reflejado, tiene un dejo como de porvenir. Esta idea me la sugirió Alicia
que en su viaje A través del espejo ha demostrado cómo detrás del espejo no
sólo hay azogue (Carroll, 1896).
De nuevo en el punto de partida -pero no de la misma manera- encuentro
la necesidad de señalar nuevamente al espejo que, al parecer, también nos
señala algo. He llegado a la conclusión de que nuestro hombre se encuentra
ahí congelado como una estatua, atónito ante la vista de eso que aún siendo
él mismo le era totalmente desconocido; y frente a él, su destino.


El espejo del Retrato de Lupe Marín

De los muchos espejos que se pueden apreciar en el arte mexicano, hay uno
que me pone triste. Se trata del espejo que, tras la figura imponente de
Lupe Marín, nos muestra Diego Rivera en ese retrato de 1938, cuando ya
tenían años de estar divorciados. Aunque se ha hablado mucho más del
Retrato de Ruth Rivera, en el que también encontramos un espejo, el de su
madre me parece más interesante.
Lo primero que salta a mi vista en esta peculiar obra es la situación
poco privilegiada del espejo, que se encuentra prácticamente escondido tras
Lupe Marín, de la que nos muestra parte de su perfil, visto de atrás. Otra
cuestión interesante que demerita el estado del espejo es que éste no está
en un lugar que le pertenezca de fijo. De hecho, no tiene siquiera un marco
o una moldura que lo engalane, ni se encuentra posado en un sitio que le de
importancia. Este espejo se encuentra desnudo y simplemente posado sobre el
suelo, contra la pared. La única ventaja que tiene el espejo si se tiene en
cuenta su posición y estado general, es que se encuentra ligeramente
inclinado hacia arriba, de manera que parte de su reflejo es el de una
ventana por la cual entra la luz, y que corona la pieza.
A Lupe Marín la vemos sentada, de vestido blanco, zapatos
aterciopelados, con sendos collares y pulseras; vestida apropiadamente para
un retrato. Lo que no es tan usual es la expresión de su rostro, la postura
de su cuerpo. Su cabeza, ligeramente echada para atrás, me recuerda a un
caballo al momento de recular. Sus ojos entrecerrados sugieren
desconfianza; su boca, que deja ver sus dientes blancos, es como una señal
de amenaza. Su cuerpo, ligeramente recogido sobre sí mismo mediante el
firme abrazo de una rodilla, es la bella imagen de una fortaleza adornada
con un candado peculiar: las manos enormes cuyos dedos entrelazados dejan
fuera de nuestro alcance lo que protegen. Es la imagen misma de la
preocupación, de la inquietud, en el sentido más doloroso de la palabra.
Aquí vuelve a la escena el espejo, que se ha escurrido
subrepticiamente, aún a costa de renunciar a esa imagen prominente que le
caracteriza, para dejarnos entrever ese dominio que por voluntad de la
retratada nos estaba vedado, pero que su diáfana indiscreción nos expone.
El espejo se encuentra en una posición en la que Lupe no tiene dominio
y en la que sus precauciones no surten efecto. De esa forma, el reflejo nos
ofrece a la vista la perspectiva desprotegida de la dama, ese punto flaco
de la barrera que ha levantado frente a ella y por la que podemos
escurrirnos sin ser percibidos.
Pero la traición del espejo es doble, pues tanto desarma como expone.
No se conforma sólo con frustrar los planes de defensa, sino que arroja a
la aludida al campo de batalla. El sutil reflejo del flanco derecho de
Lupe, que se nos muestra desde abajo, ha de salir, junto con la luz que se
refleja de la ventana, proyectada por la ventana misma. Quizá la traición
de este espejo sea el producto del resentimiento, una reacción natural
frente a esta mujer engalanada y al hecho de reconocerse él en una posición
de tan poca ventaja.
Qué triste es el efecto del espejo en esta tela dónde, a través de su
influencia, Lupe Marín se ve a su pesar desposeída de sí misma. ¿Quién
puede sustraerse a este efecto engañoso y despiadado cuando, en
circunstancias similares, se encuentra frente a un espejo?
Las lecturas que he intentado de estas obras ejemplares y que recién
expongo, han sido un esfuerzo por demostrar lo inquietantes que pueden ser
los espejos[7], cuyo fortísimo efecto te hace exponer las entrañas, a
través de su gélido cuerpo. Considero que más allá de las experiencias
particulares que podemos tener con ellos, los artistas y sus obras son la
sublimación más radical de estos efectos. Me parece que a través de la obra
de arte el espanto que los espejos producen llega a potenciarse. De esta
manera, nuestra vivencia de un espejo real puede tomar otro cariz. Tal es
el caso de mi espejo, que considero es uno entre los peores, ya que como
dije, hay de espejos a espejos, cada uno con particulares suertes. El mío
exige ahora que me ocupe de él nuevamente:
Sucede que aquel espejo, que fue de la casa de los perros, y que
terminó siendo el de la casa donde creció mi madre, ha sufrido también el
paso del tiempo. Como si fuera un ser vivo –sospecho a veces que lo es- se
enfermó, de una enfermedad común: hongos, pero una variante exclusiva de
los espejos, un pathos que se debe a sus entrañas hechas de plata y que
como un cáncer iba engullendo paulatinamente su brillante extensión. El
convaleciente ya no era capaz de reflejar de manera tan eficaz, cierto,
pero la mancha en la imagen que devolvía, y aún devuelve, tiene un efecto
no precisamente tranquilizador. Para no dejar morir a la reliquia, mi
abuela solicitó los servicios de una profesional "curadora" de espejos.
Hizo la especialista descender de su pared al monstruo, lo recostó en una
camilla especialmente construida para tal efecto, y durante algunas semanas
se dedicó con cuidado y paciencia a matar el hongo, cuyos efectos, aunque
irreversibles, pudieron ser minimizados. Debido a la dificultad del
proceso, se aprovechó para dar mantenimiento y limpieza general al resto de
la pieza. Así, con motivo de una visita a mis abuelos, tuve la ocasión de
ver a mi Némesis, recostado, cubierto por varias sábanas blancas, frágil,
con su luna en dirección al techo. Viéndolo así sentí una vana seguridad:
puesto horizontalmente no daba la impresión de que se me venía encima; las
sábanas que lo cubrían parecían censurar su afán por reflejarlo todo; hasta
el pequeño adorno que lo corona –un nido con unos pajarillos que debido a
esa intervención se descubrió que tenía unos huevos- me pareció
peculiarmente simpático, casi risible. El espejo estaba pues humillado.
Pero no duró mucho mi sosiego. Terminado el largo proceso –que para la
larga vida de ese espejo quizá no representa nada- el espejo de la casa de
los perros volvió a levantarse, a ocupar en el cuarto más solemne de la
casa de mi abuela, donde él reina colgando, ligeramente inclinado hacia el
suelo. Acallado su mal y resurgiendo su brillo, me espera más apabullante
que nunca, porque sabe que no puedo escapar de su hechizo de plata cada vez
que pongo un pie en esa casa.
Afortunadamente para mí, existe un problema en el destino próximo del
espejo: nadie lo quiere. Mi abuela lo conserva porque es una herencia que
se remonta a la historia de su familia y porque la doble altura de la sala
lo permite. Sus hijos, sin salas de doble altura o sin el arraigo
suficiente a la historia familiar como para hacerse cargo del devorador de
imágenes, no lo hospedarán en sus casas. No los culpo. No sé si una
donación esté en los planes de mi abuela, pero creo que convendría que el
espejo volviera a su antigua casa, que ahora es un museo. Que vuelva con
sus perros, quizá esto los tranquilizaría. Debería volver a su pared
original, a formar parte nuevamente de esa trinidad monstruosa a la que
pertenecía, frente a su igual, para atrapar en su laberinto de imágenes al
incauto que por ahí se pare.


Fuentes de consulta

1. Borges, J.L. (1974). Ficciones. Madrid: Alianza.
2. Carroll, L. (1896). Trough the Looking-glass. Hertfordshire:
Wordsworth.
3. Foucault, M. (1966). Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI.
4. Foucault, M. (1984). La historia de la sexualidad III. La inquietud de
sí. México: Siglo XXI.
5. Perez-Rincón, H. (2005) "Iconografía de una celotipia". Revista de la
Universidad de México, 21, 100-104.
6. Rivera, D. (1989). Catálogo general de obra de caballete. México: INBA-
CONACULTA.


Iconografía


Diego de Velázquez, Las Meninas, 1656.

René Magritte, La reproducción imposible (Retrato de Edward James), 1937.


Diego Rivera, Retrato de Lupe Marín, 1938.
-----------------------
[1] La historia de la casa se ve engalanada con –no podía faltar- sus
historias de fantasmas. Dicen los que saben que abundan los aparecidos, que
los veladores no duran mucho en sus puestos y (esto es lo mejor) que los
perros toman vida; algunas noches se los escucha ladrar rabiosos, o aullar
entristecidos.
[2] Según consta la boleta de título de propiedad, la cantidad acordada fue
de cien pesos oro.
[3] Cfr. "Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius". Para quienes han tenido la fortuna
de leer este cuento, no les será ajena la precisión que hace Bioy Casares,
compañero de Borges en esta particular ficción, quien recordando la idea,
dice "[…] los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el
número de los hombres".
[4] Traduce como inquietud.
[5] Entiéndase farsa en el sentido dramático de la palabra.
[6] El "retratado" es Sir Edward James. Pero no aludiré a ese personaje en
particular, porque me parece que la gracia de la obra es el anonimato en el
que mantiene al retratado.
[7] Aunque pensándolo bien darse cuenta de eso no requiere esfuerzo alguno,
es cosa de lo más evidente, aunque haga falta tratar de entenderlo.
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