El deseo de ser sí mismo-Don Quijote y la mímesis girardiana

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Descripción

El deseo de ser sí mismo: Don Quijote y la mímesis girardiana _________________________________________Sarah Malfatti

Introducción

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l tema del deseo en la obra cervantina es sin duda un tópico amplia y profundamente analizado, y a partir del estudio de René Girard sobre el deseo triangular (1961), indisolublemente relacionado con la idea de una voluntad mediada por el imaginativo poder de la literatura, de la que Don Quijote es el ejemplo más impactante junto con la más famosa heroína flaubertiana. En este breve ensayo nos proponemos focalizar nuestra investigación sobre la compleja relación del protagonista, Don Quijote, con su propio deseo y con una entidad mediadora que va cambiando y adaptándose a la evolución del caballero, dejando a un lado el otro ejemplo de relación triangular citado por Girard, es decir la relación que involucra al escudero Sancho y a su amo respectivamente como sujeto deseante y mediador del deseo.1 Girard pretende identificar el hilo conductor de la novela moderna, desde la obra de Cervantes hasta los héroes proustianos de La Recherche, cuyas pasiones son guiadas por los demás (pensamos en la relación del protagonista y narrador con su madre primero, después con la fa-

1 El deseo de Sancho Panza, como el de Don Quijote, no es espontáneo, sino que está mediado por el deseo del hidalgo de ser caballero andante y de obtener así la fama literaria de sus héroes. El escudero emula el deseo de su amo y formula, paralizando su juicio y su autonomía, su propia voluntad de ser gobernador y acumular riqueza (Girard, Mensonge romantique 16-7).

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milia Guermantes, o a los celos del mismo hacia la joven Albertine). Lo que verdaderamente caracteriza la base del género novelesco, afirma el filósofo francés, no es la idealizada espontaneidad romántica, definida como una mentira, sino la ineluctable omnipresencia del deseo mediado (la verdad novelesca). Las vidas y las aventuras de los protagonistas de las obras asimilables al género novelesco moderno, inaugurado por Cervantes, son siempre impulsadas por un tipo de deseo que se define como heterónomo; es decir, suscitado por el deseo que otra entidad, una entidad modelo, siente por el mismo objeto. La relación entre sujeto deseante y objeto deseado no es entonces una relación directa, lineal e inmediata, sino triangular: entre sujeto y objeto se interpone un modelo, al cual Girard define como mediador. Es precisamente el mediador, su ser y su esencia, el que atrae al sujeto novelesco, el que empuja su deseo. Hacia este mediador, que llega a representar al mismo tiempo un ideal y un obstáculo, se dirigirá el sujeto, alternando y mezclando sentimientos ambivalentes que evolucionarán desde una servil idolatría hasta el odio más profundo y la rivalidad. Girard propone la novela cervantina como modelo de “deseo según el otro” y ejemplo de la función seminal de la literatura (una noción que nos dirige inmediatamente a la idea de locura por identificación novelesca, uno de los cuatro tipos de enajenación apuntados por Michel Foucault en su ensayo de 1976 sobre la locura en la literatura de la edad clásica [42]).2 El deseo de Don Quijote no es en ningún momento y a ningún nivel un sentimiento autónomo y espontáneo: es constantemente, y por su propia naturaleza, mediado por otra entidad, es decir, por la literatura caballeresca personificada por Amadís de Gaula. Esta entidad, que posee el objeto deseado, es imitada por el hidalgo, que de esta manera consigue pensarse a sí mismo como diferente de lo que es en realidad y acercarse a dicho objeto, la existencia caballeresca. Cuando 2 Además de la locura por identificación novelesca, Foucault identifica también la locura de la vana presunción, la del justo castigo y la pasión desesperada (42). La bibliomanía, así como la difusión de una verdadera “fiebre lectora,” forma parte, como apunta Karin Littau, de “un malaise cultural más vasto, vinculado especificadamente a la modernidad: la sobrestimulación sensorial” (23).

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el aspirante a caballero se proclama discípulo y admirador del héroe de Rodríguez de Montalvo, asociando la perfección de la caballería a la aproximación de la misma al modelo exterior, demuestra abiertamente haber renunciado a la característica peculiar de cada individuo, o sea la elección de los objetos de su propio deseo, para dejar este privilegio al mediador (Girard, Mensonge romantique 71). Según esta definición Amadís sería entonces, por su inaccesibilidad y lejanía con respecto al sujeto deseante, el ejemplo perfecto para representar la categoría de los mediadores externos, modelos (en el caso de Alonso Quijano y de Emma Bovary, literarios) completamente ajenos al plano de realidad de los sujetos deseantes y por esto inalcanzables. Si miramos más de cerca este triángulo del deseo, vemos en los tres vértices, respectivamente, a Don Quijote (sujeto), a Amadís (mediador) y a la existencia caballeresca (objeto del deseo). Podemos también ir un poco más allá y ver cómo Amadís, en el papel de mediador del deseo, no sólo representa el ejemplo más significativo de la caballería andante, sino también, y por su propia esencia, la idea de existencia y fama literarias: en otras palabras, que lo que Don Quijote desea tan ardientemente, ser caballero andante, es una idea que pasa a través del filtro de la posible obtención de una cierta fama literaria, elemento primordial para fomentar el entusiasmo aventurero del protagonista. Hay, sin embargo, como también propone Girard, otro tipo de mediación, operada por una entidad más cercana al sujeto deseante: se trata de la mediación interna, cuyas características son la realidad y extrema cercanía del mediador y la consecuente violenta rivalidad, dada precisamente por la imposibilidad de compartir el objeto del deseo con un ser tan cercano y parecido. Las obras que mejor representan este tipo de deseo son las novelas de autores como Stendhal, Fyodor Dostoyevski, y Marcel Proust, en las cuales la atención se mueve del individuo a la colectividad, hasta llegar al ejemplo más perfecto, que una vez más se encuentra en la obra de Cervantes: “El curioso impertinente.” Este cuento interpolado en la primera parte, y aquí habría que considerar la exigencia de realidad que los insertos narrativos representan en Don Quijote (Segre 91), confirma la unidad última del género novelesco, cierre de un recorrido a través de la historia del deseo

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que encuentra su principio y su fin dentro de la misma obra, origen y ápice de la novela moderna.3 En este caso Anselmo y Lotario, los dos protagonistas, como los personajes de El Eterno Marido de Dostoyevski, obra a la cual Girard hace constante referencia, forman parte de un triángulo en el que el prestigio del mediador, en contra del cual el sujeto desea, sanciona la validez de una elección amorosa, en que la profunda amistad esconde una feroz rivalidad que a pesar de todo nunca llega a salir a la luz (Girard, Mensonge romantique 65). La relación entre los dos jóvenes protagonistas, “los dos amigos,” ejemplifica sin lugar a dudas, en cuanto retrato de una amistad y de una rivalidad perfectamente reconocibles y tangibles, la idea del triángulo como única manera auténtica de formación de la voluntad y, dada la extrema cercanía y similitud entre dos de sus vértices (Anselmo y Lotario, respectivamente sujeto deseante y mediador del deseo), el ejemplo perfecto y definitivo de deseo mediado internamente. Lo que en nuestra opinión falta en el recorrido descrito por Girard, y que queremos ilustrar en este ensayo como otra posibilidad deducible de su construcción teórica, y una posiblemente novedosa lectura de la idea cervantina de deseo, es la descripción de un tercer caso de mediación dentro de la novela, que es precisamente el caso extremo que vamos a analizar: la superposición entre sujeto y mediador, una triangulación que induce una rivalidad tan ambigua y autodestructiva que sólo puede terminar con el completo aniquilamiento de uno de los factores que la constituyen. La ostentada metaliterariedad de la novela cervantina sufre en la segunda parte una evolución que nos obliga a poner en discusión las referencias indicadas por Girard y a analizar de nuevo los modelos del protagonista con respecto a su deseo de ser caballero andante. Con la transformación de la intertextualidad en un intricado mecanismo autorreferencial, descubrimos en Don Quijote una renovada ambigüe3 Según Ashley Hope Pérez, la dinámica del deseo en este cuento sigue la voluntad de Lotario de librarse de Anselmo, también a través del matrimonio de éste último con Camila. Sin embargo Anselmo no puede aceptar la distancia y quiere reanudar la que Pérez define cómo “a web of rivalry and obligations” (89), y el intento llega hasta poner a prueba el honor de su mujer, una prueba que poco tiene que ver con la virtud de Camila y mucho con la voluntad de Anselmo de restaurar la intimidad con el mediador.

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dad: el hidalgo toma conciencia de su estatuto de personaje literario, es decir que se convierte en un “lector leído.” El discípulo se dirige desde el principio, y dirige su deseo, hacia aquellos objetivos que el modelo clásico de la caballería le indica. Sin embargo, cuando el protagonista se da cuenta finalmente de que sus aventuras han sido publicadas y sobre todo leídas, parecen cambiar a la vez el objeto del deseo y, sobre todo, el mediador que lo define y lo hace apetecible. Además de las dos posibilidades de mediación introducidas por Girard, interna y externa, y de todos los posibles corolarios, nos encontramos entonces con otra opción más, representada, según nuestra opinión, por el mismo protagonista a lo largo de la segunda parte de la novela. Lo que aquí queremos proponer es una nueva lectura del concepto de deseo triangular, una lectura que, sin olvidar las referencias girardianas al concepto de mediador interno y de doble, las transciende y presenta otra vez al héroe cervantino como sujeto deseante, pero esta vez con una nueva perspectiva, la de un sujeto desdoblado y, paradójicamente, mediador de su propio deseo. Esta peculiar dinámica de automediación es una directa consecuencia del mecanismo metaliterario llevado al extremo por Cervantes en la segunda parte de la novela, en la que el protagonista es obligado a enfrentarse (y aquí está precisamente la revolución creativa y teórica) a su público y a si mismo. El propio hidalgo, al mismo tiempo victima y verdugo en este juego de referencias textuales y cambios ontológicos, es el ejemplo del otro nivel de triangulación del deseo que hemos anticipado. El Don Quijote de la tercera salida se diferencia de hecho de su “predecesor,” y la dinámica de su deseo de la individuada por Girard, por una característica que nuestro análisis no puede pasar por alto: la finalidad de obtener la existencia y la fama literaria, esto es, el objeto del deseo, ha sido alcanzado. El cambio que este acontecimiento representa se manifiesta de inmediato en una nueva categoría de mediación en la que el tercer vértice del triángulo es ocupado, en vez de por el sólito mediador del deseo, por una entidad que no podemos definir en términos de lejanía/cercanía con respeto al sujeto, sino de duplicidad. En lugar de la literatura caballeresca, en el papel de guía y mediador de acciones y sobre todo de deseos, aparece él mismo, o mejor dicho aparece el Don

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Quijote personaje literario (su doble), protagonista de aquellas aventuras que Alonso Quijano ha vivido en primera persona y que ahora están impresas y leídas. El mediador es ahora el doble literario del mismo protagonista. Si analizamos esta sustancial vuelta narrativa a través de las teorías del deseo mediado, e intentamos releer estas teorías conjugándolas con los presupuestos semióticos de la interpretación y con el reconocimiento de la fuerza activa del público lector, es posible comprender el cambio representado por la introducción del alter ego novelesco del caballero de la Mancha y definirlo como un paradójico deslizamiento hacia el interior del mediador del deseo del protagonista, un deslizamiento que llega a la superposición de dos de los vértices del citado triángulo. Veremos también cómo el tema de la lectura sigue influyendo en la mediación del deseo, esta vez a través de otra categoría de lectores, incluidos en la segunda parte de la novela en respuesta a la publicación de la primera parte y del apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda. Paralelamente podremos además justificar el cambio de mediador a través de la evolución de una mímesis de apropiación (Alonso QuijanoAmadís) a una mímesis de antagonismo (Alonso Quijano-Don Quijote personaje literario), una evolución que acompaña la exasperación de la insuficiencia del sujeto deseante con respecto a la supuesta autosuficiencia existencial del mediador, y la lucha para volcar esta situación en la autoafirmación, o la definitiva renuncia, por parte del protagonista. Los lectores, los dobles y Don Quijote Con las innovaciones introducidas por Cervantes en el volumen de 1615, sobre todo con la entrada en escena de nuevos lectores dentro del mecanismo novelesco, las instancias lectoras se hacen fundamentales para el desarrollo narrativo y para el desarrollo de la personalidad del protagonista. Teniendo presentes los pilares teóricos del deseo triangular, debemos utilizarlos para buscar una nueva lectura, o por lo menos una lectura complementaria, de los mecanismos del deseo cervantino, y preguntarnos entonces ¿quiénes son estos nuevos lectores?, ¿cuál es la relación que tienen con el autor, con el libro y con el protagonista

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hecho literatura?, ¿cómo evoluciona en relación a estas nuevas propuestas intertextuales el deseo del protagonista de hacerse caballero andante? A lo largo de toda la primera parte de la novela el deseo de Alonso Quijano de hacerse caballero está condicionado por su histórica afición a la literatura de caballerías y, en particular, su obsesión por las aventuras de algunos personajes, figuras evidentemente ficticias que el hidalgo toma como indiscutibles modelos de vida y de acción pseudo-caballeresca, y que guían su recorrido imitativo. Pero es indudable que el protagonista no representa la única figura lectora, explícita o implícita, de la construcción metaliteraria de Cervantes: algunos personajes de la segunda parte de la novela, que actúan en el papel de lectores implícitos de la primera, llegan a ser piezas activas de esta misma construcción. Para analizar estos caracteres es útil volver por un momento la mirada a los prólogos de las dos partes de la novela, en los cuales el autor se dirige directamente hacia los futuros lectores de su libro y, a la luz de la ya citada autorreferencialidad, también hacia algunos de sus personajes: Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, y ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto, al rey mato, todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y obligación, y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella (1.prólogo:7) Cervantes lleva a cabo una estrategia narrativa que involucra activamente al polo receptor y que comprende la transformación de sus lectores, que antes supone y después utiliza. Para analizar de qué manera el autor lleva a cabo esta maniobra es necesario analizar la relación autor-texto-lector: el texto, calificado por Umberto Eco como una cadena de artificios expresivos que deben ser actualizados por un receptor, postula en sí mismo su propio destinatario como condición indispens-

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able de su potencialidad significante (Lector in fabula 50-56).4 Un texto se emite porque alguien puede ponerlo en acto, cooperando a su actualización al seguir el rastro de las indicaciones interpretativas dejadas por el autor. De hecho, este último no se limita a desear la presencia y la cooperación de un lector, sino que formula el texto de manera que sus palabras lo puedan construir: el autor por una parte presupone el lector modelo, pero por otra construye su competencia. En el pasaje del prólogo de la primera parte que acabamos de citar, Cervantes deja a su público la libertad de poder decir y pensar todo lo que quiera acerca de lo que irá leyendo: se otorga aquí al lector el poder de decidir según su propio entendimiento sobre los hechos narrados, sin por eso abdicar de la propia libertad creativa (se subraya, como lo haría Eco, la importancia de los límites de la libertad del lector, limites que deberían supuestamente evitar una lectura disparatada o, para hacer referencia directa al caso del protagonista, histórica). A pesar de todas las posibles indicaciones y sugerencias, cada lector aporta a su experiencia lectora una concreta situación existencial: cada fruición es al mismo tiempo interpretación y ejecución de un texto, una utilización que en el caso de Alonso Quijano es guiada por el deseo mediado. Así, la supuesta locura del hidalgo es una consecuencia directa de su deseo de ser caballero andante, deseo que a su vez es emanación de una patológica identificación novelesca que relaciona indisolublemente su desatada lectura a la involuntaria formulación del deseo. Para introducir una nueva lectura del deseo cervantino hay que subrayar la importancia, especialmente en la segunda parte, del público lector de la literatura de ficción en general y de Don Quijote en particular. La dimensión creativa de los lectores, su constante y activa presencia, marca la formación del deseo del protagonista y revoluciona 4 Una obra, según Eco, mueve en el lector actos de libertad consciente, siendo ella misma el centro activo de una red potencialmente infinita de relaciones dentro de las cuales el “usuario” recrea una forma sin ser determinado en su elección por criterios de necesidad. Esta intervención del lector no puede ser sin embargo indiscriminada, sino que sigue una serie de sugestiones orientadas, preordenadas por el autor que a través de la maquina estética guía las capacidades personales de reacción del lector (Lector in fabula 34).

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las categorías de mediación presentadas por Girard, redefiniendo los rasgos del protagonista y los objetivos de su voluntad. Cervantes parece tener muy claro la fisonomía del público potencial de su obra mientras advierte de la aparente sencillez de las aventuras que cuenta. Este lector al que el autor está pensando tendrá que moverse según las directrices interpretativas sugeridas, de la misma manera que quien escribe actúa en los ámbitos de la creación: el autor imagina, en la búsqueda de un ideal de duplicidad, dos tipos diferentes y complementarios de receptores, uno que llegue hasta los niveles más hondos de la palabra novelesca y viva completamente la experiencia estética, y otro más ingenuo que se quede en el nivel superficial, en el horizonte pseudo-histórico de la ficción, apreciando de esta última la faceta cómica y divertida. Así apostrofa a sus lectores en los dos prólogos: “desocupado lector” (1.prólogo:7), “lector ilustre o quier plebeyo” (2.prólogo:543). Fijándonos por ejemplo en la conducta del Bachiller, de los duques y de la corte entera, podemos decir que estos personajes pertenecen a aquella parte de público, preocupado sobre todo por su propia diversión, que ha leído las aventuras del caballero como una crónica, entretenida pero auténtica, atribuyéndole entre otras cosas un estatuto de verdad sugerido por la cercanía espacial y cronológica de los eventos narrados y, como en el ejemplo de Sansón Carrasco, por el conocimiento previo del protagonista. Como ya había ocurrido con Alonso Quijano, el destino de estos lectores (a los que durante la lectura de la primera parte sólo podíamos llamar implícitos) es hacerse personajes, que a su vez, completando la transformación desde puras instancias creativas (una suerte de narratarios genettianos) hasta auténticos agentes narrativos, crean episodios leídos por otros lectores. Así como Alonso Quijano, para transformarse en Don Quijote, había interpretado como históricas las novelas de caballerías, de la misma manera estos nuevos lectores, justificados en su distorsión interpretativa por la cercanía espacial y cronológica, miran las aventuras del hidalgo como hechos reales, le empujan a identificarse con su mediador y así eliminan definitivamente, al momento del encuentro con el protagonista, las diferencias entre lo real y lo narrado.

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Estos lectores encarnan aquel público, o al menos parte de aquel público, imaginado por el autor al escribir la novela y al explicar sus intenciones en los prólogos: demuestran con su presencia y con su actuación cómo la tercera salida del hidalgo es una directa emanación de los acontecimientos narrados por Cide Hamete Benengeli, y también revelan cómo los personajes protagonistas cambian a causa de estos mecanismos metaliterarios. Su presencia, sin embargo, implica algo más: como co-protagonistas de las aventuras de Don Quijote, pero sobre todo como lectores de sus aventuras y testigos de su enfermizo deseo, se presentan también como el reflejo de un mundo ordenado basado en la diferenciación y en la no-identidad de los dobles (Girard, Des choses cachées 422-37.), un mundo que necesita estigmatizar y prohibir comportamientos considerados como una amenaza a la “normalidad.” Y Alonso Quijano, con su firme y anacrónica voluntad de hacerse caballero andante, expresión de un deseo que le llevará a la identificación con su doble novelesco, la representa sin duda: nuestro protagonista es ahora, para quien ya lo conoce y para aquellos que lo encontrarán durante sus peripecias (¡incluso para el mismo Sancho!), una persona de carne y hueso y una figura literaria. Si antes el deseo era guiado y mediado por la lectura del protagonista, ahora es mediado por la lectura que otros hacen del protagonista como objeto literario, lectores que él mismo había creado: de aquí la función fundamental del público en la remodelación del deseo de Don Quijote, su cooperación en la creación de la figura del doble-modelo y su participación en la dinámica triangular de la voluntad del protagonista, una dinámica que supera la definición girardiana para crear una nueva categoría de mediación. Si en la primera parte la distancia entre el sujeto deseante y el mediador, y también entre sujeto y objeto deseado, era tan irrecuperable que el mismo Girard definía la relación entre Alonso Quijano y Amadís como el ejemplo perfecto de mediación externa, algo sin duda cambia con la segunda parte de las aventuras del hidalgo: una vez adquirido y comprobado su papel literario, su existencia novelesca que anula los límites de lo ficcional gracias al encuentro con sus lectores, Don Quijote, en su papel de aspirante a caballero, parece dejar de tomar la literatura caballeresca como único modelo de acción y referencia del

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deseo. Mejor dicho, gracias a la legitimación alcanzada a través de sus lectores y a la obtención de la tan deseada fama literaria, el arbiter del deseo del hidalgo deja de ser la caballería a la que se había inspirado hasta ahora, la de los “amadises” y de los héroes legendarios, para transformarse en una autorreferencia. Tomando como modelo para sus acciones sus propias aventuras, su otra identidad de personaje novelesco, Don Quijote se muestra plenamente consciente de que a partir de la publicación de sus gestas, su destino (guiado por una voluntad todavía mediada) es inseparable de su existencia literaria. Junto a esta singular toma de (auto)conciencia, el carácter del protagonista sufre una revolución provocada por las múltiples y diferentes lecturas de la historia que lo ve héroe principal: el público, que antes era real (o por lo menos compuesto de “lectores modelo”) y ahora se ha vuelto ficticio,5 lee sus aventuras y somete al personaje a una disección literaria que subvierte, tanto en la práctica caballeresca como en la formulación de sus deseos, su integridad de aspirante a caballero andante, discípulo e imitador de Amádis de Gaula, desintegrando poco a poco la en apariencia indisoluble fe en los héroes literarios que habían inspirado y guiado sus primeras aventuras. Descubrir que la vida y las hazañas de Don Quijote y Sancho han sido narradas cambia, como es notorio, el curso de los eventos (la renuncia por parte del caballero a viajar a Zaragoza es sólo uno de los ejemplos) y la entidad de los acontecimientos: el héroe se enfrenta a sí mismo y a la fama que ha venido deseando durante toda la primera parte, obtiene el objeto deseado, la existencia caballeresca, cerrando así aquella búsqueda que hasta ahora había sido mediada por Amadís. Este recurso metaliterario pone al protagonista en el centro de una complicada relación entre los lectores, el autor y los mismos personajes de su propia historia, y es esta nueva situación la que conlleva la substitución de referencias en la voluntad de Alonso Quijano y la sustan5 Utilizamos aquí la definición sugerida por Eco a la que hemos hecho referencia anteriormente (Lector in fabula 34); es decir, como una función propia del texto supuesta por el autor en el momento de la creación de la obra. Cervantes va incluso más allá: introduce la figura del lector-creador y construye gran parte de las nuevas aventuras de su héroe dejando la invención en manos de otros personajes, que a su vez se transformarán en personajes leídos.

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cial inaplicabilidad del modelo de mediación externa. Si reflexionamos sobre la relación de interdependencia entre el segundo volumen y la publicación del primero, especialmente en el plano narrativo, podemos notar cómo el papel que antes pertenecía a la épica caballeresca, eje temático y motor de toda la acción en la primera parte, es asumido ahora por la novela que Cide Hamete escribe sobre el caballero de la Mancha. En el segundo volumen, con la edición, la difusión y la lectura “masificada” de sus proezas, Don Quijote pierde parcialmente de vista a sus precedentes maestros para centrarse en su personal vicisitud, empezando al mismo tiempo un camino de reforma de su personalidad. Pensamos por ejemplo en las aventuras que tienen como escenario la corte de los duques: ¿quién es para todos ellos Don Quijote sino el personaje principal del libro que acaban de leer (y no una “persona”)? Los nobles y los cortesanos, entretenidos por la lectura del primer volumen, utilizan a la pareja de carne y hueso Don Quijote/Sancho para reproducir lo leído y convertir temporalmente el mundo en una burlesca y literaria “pseudorealidad” de papel. O pensamos en el descubrimiento, por parte del protagonista, de la edición apócrifa de sus aventuras, hecho que llega a cambiar el rumbo de sus aventuras, que ahora más que nunca son al mismo tiempo reales y literarias, precisamente para desmentir la palabra escrita por Avellaneda, un usurpador que ha intentado alterar la ambigua pero inevitable “triangularidad” de sus deseos. En los casos que acabamos de presentar podemos ver con claridad cómo el confín de las identidades se va borrando dentro de los mecanismos de desdoblamiento, y las dos personalidades del caballero (tres, si queremos contar también el personaje dibujado en la obra de Avellaneda) se van fundiendo hasta que incluso para él mismo resultará casi imposible reconocer su verdadera naturaleza. El deseo del protagonista, una vez descubierta su nueva existencia y obtenida la fama literaria que venía anhelando y quizás envidiando a sus propios modelos, es ahora el de mantener el estatus adquirido y confirmar su vida literaria creando nuevas oportunidades narrativas para “su autor.” Esta revolución narrativa nos acerca, como hemos anticipado, hacia la dimensión del mediador interno, pero con algunas sustanciales diferencias que, en

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nuestra opinión, superan la teoría de Girard: mientras antes, en la mediación externa, la distancia entre las dos esferas de posibles (la del mediador y la del sujeto deseante) era tan grande que no podía en ningún caso permitir el contacto entre las dos, ahora, con la nueva existencia literaria del protagonista, la distancia no solamente se reduce (como en los casos más típicos de la mediación interna), sino que llega a desaparecer. Las intenciones del protagonista no se han vuelto espontáneas, naturalmente sigue habiendo un mediador-rival e incluso aumenta la voluntad de superarse a sí mismo para llegar a superar al otro, pero ahora el sujeto ha adquirido y asimilado el prestigio de un mundo hasta el momento desconocido, el de la fama literaria, un mundo descubierto gracias al encuentro con su doble de papel, sus lectores y, en tercera instancia, con su versión apócrifa.6 Una nueva categoría de medicación En su ensayo sobre la idea de mímesis conflictiva en Cervantes y Calderón, Cesareo Bandera contesta la diferenciación operada por Girard entre mediación interna y mediación externa (distinción que el mismo Girard modificará en su ensayo de 1978 [401-57.]), definiéndola simplemente como una diferencia de grado, ni sustancial ni cualitativa (73). En la mediación interna, como sabemos, el mediador se halla al mismo nivel que el sujeto, siendo al mismo tiempo ídolo y obstáculo. Sin embargo, también la atracción de Don Quijote hacia Amádis (ejemplo clave de la mediación externa) es el testimonio de la proximidad del modelo, cuya presencia, aunque literaria y por esto “externa,” es inmediatamente cegadora. Si asumimos, subraya Bandera, que Don Quijote está loco de verdad, es decir que su locura no es ningún artificio narrativo, esta distancia sugerida por Girard no puede existir, porque si la mediación fuera externa el sujeto podría reconocer la presencia y la influencia del mediador sin alterarse o descomponerse. 6 El descubrimiento de la obra de Avellaneda introduce de hecho otro plano de realidad dentro de la novela, un plano que cruza transversalmente la ficción de los personajes cervantinos y, a pesar de la frustración del propio Cervantes, frente al “robo” literario perpetrado por el autor tordesillesco, pone el volumen apócrifo al mismo nivel del original en cuanto a referencias intertextuales.

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El paso de la mediación externa a la interna es entonces el paso de la relativa normalidad a la locura auténtica. Podríamos suponer entonces que la locura en el primer Quijote fuera en efecto un artificio narrativo, confirmando la suposición de Girard sobre la relación Quijote/Amadís como ejemplo de mediación externa, pero las referencias a la primera parte de la novela en el volumen de 1615, hemos visto, cambian la perspectiva, llevándonos a la conclusión de que la única verdadera locura quijotesca es la superposición de la identidad real con la identidad ficticia. El espacio entre Don Quijote y el mediador de su deseo, que en ambos casos es evidentemente ilusorio, se transforma desde el espacio literario por excelencia, entre lector y héroe, en un espacio todavía literario pero completamente autorreferencial, en el que lector y héroe son la misma persona (son el mismo personaje), y en el que la distancia que antes servía a Don Quijote para determinar su heroicidad (y a Cervantes para ridiculizar sus aventuras, subraya Bandera), ahora se anula y se sustituye por una constante indeterminación en el papel del protagonista, una incertidumbre que desembocará en la renuncia del héroe, y de su autor, a la vida caballeresca. La imitación, en esta segunda parte, concierne a un modelo que no se limita a ser próximo al sujeto imitador (como en los casos de El Eterno Marido o incluso en “El curioso impertinente”), sino que llega a ser, y es este el aspecto absolutamente original de todo este controvertido mecanismo metaliterario, una emanación del sujeto mismo, un doble novelesco filtrado a través de la pluma de un autor (ficticio) y de los ojos y de la imaginación de unos lectores. El imitador por excelencia, el hidalgo convertido en caballero, es imitado a su vez por su doble real. En los casos de deseo mediado por un mediador interno, se desarrollan en el sujeto y en el mismo mediador, según Girard, sentimientos extremos que llevan hasta la rivalidad y la envidia que están en la base de esta relación. Dada la absoluta clarividencia del mediador con respeto a la existencia y las acciones del sujeto deseante, este último tiene que hacer el enorme esfuerzo de esconder sus intenciones reales, utilizando sus energías y todos sus recursos para disimular su imitación, la imitación que, por otra, parte rige toda su existencia. Cualquier ostentación podría de hecho incrementar la rivalidad y el deseo de sus con-

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tendientes (uno de estos será precisamente Avellaneda, profanador del deseo caballeresco de Alonso Quijano y usurpador de su fama literaria). Durante las dos primeras salidas del héroe no podemos percibir ninguna rivalidad con los modelos: es verdad que Don Quijote no ahorra ningún recurso para llegar a obtener lo que ya tienen sus maestros y mediadores, pero estos son tan inalcanzables que ninguna envidia parece ser creíble. Sin embargo, como consecuencia del deslizamiento que hemos señalado, es decir la superposición de las dos identidades del protagonista y la creación de un ulterior modelo de mediación externo al binomio girardiano, asistimos a una mezcla de veneración y rencor dada por la mímesis del protagonista, una voluntad de imitación que lo llevará a la completa (auto)intoxicación psicológica.7 El objeto, dentro del triángulo del deseo, sólo es el medio que el sujeto utiliza, esperando un cambio sustancial de su propio ser, para llegar al mediador: en el pasaje del primero al segundo volumen este cambio se ha cumplido de forma evidente, el protagonista ve reconocida su identidad caballeresca y literaria, y el antiguo mediador ya no parece ser tan adecuado, en esta nueva perspectiva, para inspirar el deseo de Don Quijote. Este último ya no necesita pensarse a sí mismo a través de Amadís, no necesita “querer ser” Amadís: con la conversión a personaje literario Don Quijote ha llegado al mismo nivel de su antiguo maestro. Mientras que en los casos “típicos” de mediación interna el mediador “bajaba” a la tierra y se incorporaba al mundo del sujeto, en nuestro caso es Alonso Quijano quien empieza a formar parte de lo que antes era sólo su personal actualización de un mundo posible literario: ahora Don Quijote “persona” desea lo que desea Don Quijote “personaje.” La ilusión inspirada por la imitación del deseo ha llegado a su ápice: el deseo mediado, identificado en la crisis mimética de rivalidad, sumado a la imaginación del sujeto deseante y a la potencia del mediador llevan a Alonso Quijano a renunciar a la guía de la experiencia 7 La responsabilidad de la “maldición” del héroe novelesco, como repite también Girard, no es de la sociedad, sino del héroe mismo que se auto-condena a la destrucción a través de una infinita exigencia hacia si mismo que no se puede satisfacer bajo ningún concepto. Esta exigencia no es auto inducida, sino que depende de una promesa exterior, una promesa ineluctablemente falaz como es la del mediador .

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y de la razón antes que a la identificación con su doble, renuncia que habría re-establecido una supuesta normalidad. El objeto se desfigura y paradójicamente desaparece en su propia realización por medio de la embarazosa y poderosa presencia del mediador/doble: el Don Quijote personaje literario, con su fama, sus lectores y sus admiradores, prevale sin ningún esfuerzo sobre la experiencia de Alonso Quijano, quien, no obstante el éxito no inmediatamente glorioso de sus precedentes empresas caballerescas, se lanza a una tercera salida y a otras varias y humillantes aventuras, entre las cuales la principal, según él, es el intento de salvar a Dulcinea de los malvados encantadores.8 Es de esta manera como nuestro héroe intenta disimular, a los ojos del autor y al mismo tiempo ante nosotros, los lectores (una vez más los reales y los ficticios), su verdadera intención: seguir siendo el protagonista de aventuras tan increíbles que serán dignas de ser narradas y leídas, como las de su alter ego literario. El intento de salvar a Dulcinea, la dama encantada, justificará cada acción emprendida por el hecho de ser la más honorable entre las empresas caballerescas: es demasiado fuerte el poder de un autor tan omnisciente que ha podido escribir sobre acontecimientos a los que sólo él y Sancho han asistido, un autor que es el responsable, junto con los lectores, de su fama literaria, y que por este motivo no puede descubrir las verdaderas intenciones del sujeto, o la rivalidad llegaría a ser demasiado opresiva, y el objeto deseado correría el riesgo de ser desvelado a todos sus contendientes con el consiguiente incremento de la rivalidad mimética. Sugiere Louis Combet que la idea de doble en la obra de Cervantes, sobre todo en el caso de la pareja Don Quijote persona/Don Quijote personaje literario, se adhiera a la definición de sosia, entidad con idénticos rasgos físicos y caracteriales, que en nuestro caso se encuentra en el centro de la escena narrativa encerrado en el triángulo del deseo (208). La exasperación de la rivalidad mimética se hace evidente como 8 Don Quijote en este caso quiere confirmar también su lejanía del falso héroe de Avellaneda, ya desenamorado de Dulcinea. La confirmación viene del mismo Cervantes, que en el capítulo 59 de la segunda parte narra el encuentro del hidalgo con dos lectores (de Cide Hamete y de Avellaneda), que comentan los cambios introducidos por el autor de la falsa segunda parte, un diálogo que subraya una vez más el matiz metaliterario e intertextual de la segunda parte, que implica en el juego cervantino también la obra de su propio “enemigo.”

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nunca en la total superponibilidad de las dos entidades sujeto/mediador: siendo el uno la encarnación del otro el antagonismo es puro, la mimesis se refiere sólo a sí misma sin necesidad de hacer referencia a ningún objeto, en una relación de reciprocidad en la que ya no es posible sostener la trascendencia del modelo. El valor del objeto, que en este nuevo deseo corresponde a la confirmación de la fama obtenida, debería de aumentar junto con el valor del modelo, pero en este peculiar esquema, si seguimos las definiciones que hemos dado, el objeto correspondería a una reivindicación de la unidad de los dobles. Si Don Quijote (sujeto) quiere seguir siendo un famoso caballero andante, reconocido y leído por sus méritos caballerescos (objeto), tiene que dejar claro que no hay ninguna diferencia entre él y el Don Quijote descrito por Cide Hamete en la primera parte (que ahora tiene el papel de modelo-mediador), demostrando entonces ser igual a sí mismo, y negando lo que Girard indica como la necesidad de la diferencia, una diferencia que sirve para ocultar la radicalidad del proceso mimético y su capacidad de crear dobles. Pero dentro de este proceso (que va más allá de la “simple” triangularidad del deseo, ya que dos de los vértices del dicho triángulo parecen sobreponerse) se esconde un saber intolerable e inadmisible: saber que el otro es un doble podría impedir al sujeto llevar a cabo el proyecto de diferenciación con respeto al modelo, y admitir esta identidad de los dobles equivaldría a autoproclamarse loco (Girard, Des choses cachées 426) . En la relación persona/personaje las interferencias miméticas han borrado cualquier tensión vagamente instintiva hacia el objeto y han dirigido la atención del sujeto únicamente hacia el modelo. Si esto ya era posible en los casos extremos de mediación interna indicados en Mensonge romantique, la situación que estamos presentando, relativa al caso de “automediación” a través de un doble literario, tiene que ser todavía más evidente y las repercusiones más drásticas, y es lo que encontramos en el segundo volumen de las aventuras del hidalgo y de su escudero, donde el protagonista, para escapar de su locura mimética y abrazar el mito “normal” de la diferencia, termina por anularse, desmentir su locura y dejar el nombre y la fama a su alter ego de papel. Las ideas de Girard sobre la superposición entre sujeto y modelo asumen

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aquí otro significado, básicamente literal, gracias a la intercesión de todos aquellos personajes/lectores que hacen posible la identificación de Alonso Quijano con el protagonista de las aventuras publicadas: Don Quijote imita en la tercera salida a su propio deseo, encarnado por el aspirante caballero héroe de la novela de Cide Hamete, confirmando cómo en una relación de rivalidad no existen posiciones definidas ni definitivas, y cada uno las ocupa sucesivamente todas. Los dobles, a pesar de la norma que impone la no-identidad, no son alucinaciones sino individuos reales dominados por una reciprocidad violenta: en nuestro caso el doble es real como puede serlo nuestro protagonista, y como lo han sido para él todos los héroes de la épica caballeresca, modelos de su deseo primitivo. Las represalias del doble pueden ser invisibles, subterráneas, incluso imaginarias pero son cruelmente reales para quien las sufre, para Don Quijote “persona,” que se ve constantemente puesto a prueba y humillado por sus lectores, representantes y embajadores en la realidad de su doble literario. El loco, sugiere Girard, se acerca a la verdad, reconoce su doble aunque sabe que los parámetros de la normalidad consideran aceptable sólo la diferencia: ¿por qué entonces la identidad es sugerida por la sociedad misma, encarnada por el público lector que sobrepone la identidad del hidalgo con el personaje literario protagonista de la historia que han leído? ¿el público es entonces responsable de esta nueva locura? Podemos afirmar que, sin duda, es responsable del hecho de confirmar a Don Quijote la obtención de una discreta fama literaria y del estatus de caballero andante, creando de hecho esta figura de doble que, nacida de la mano de un autor ficticio y omnisciente, se configura como la imagen de un tejido construido como una compleja intertextualidad, como el elemento desencadenante de un nuevo tipo de locura, una locura que, como hemos visto, se caracteriza por no saber reconocer la diferencia y, al contrario, afirmar la duplicidad. Es la lectura de los demás, esta vez, lo que despierta este nuevo aspecto de su deseo: descubre su existencia literaria a través de ojos ajenos y quiere vivir y actuar intentando confirmar lo que estos ojos han visto y sobre todo leído.

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La muerte del héroe y de la ilusión Como apunta Carlos Fuentes en su comentario al Quijote, a esta altura la realidad está totalmente contagiada por otra realidad de palabras y papel, en la que la estricta regla escolástica sobre la univocidad de la lectura de los hechos y del mundo va desapareciendo, dejando paso al torbellino interpretativo anunciado por el Barroco.9 Hemos visto de hecho un personaje literario que ha llegado a contagiar el universo en que ha sido creado y a interactuar con sus propios lectores, amenazando no solamente una consolidada postura hermenéutica, sino también la “normalidad” requerida para el correcto funcionamiento de la sociedad. Los personajes-lectores, que en la novela representan esta misma sociedad, a pesar de haber facilitado la identificación de Don Quijote con su personaje y haber así ayudado a la unificación de los dobles, representan la búsqueda de la normalidad por parte del sentido común. El mundo parece indiferente a la lucha llevada a cabo por el protagonista con el fin de obtener, y después confirmar, su fama literaria y su absurda existencia caballeresca: según Girard esta búsqueda del obstáculo insuperable, dentro de una mística nietzscheana de voluntad de potencia es, en realidad, una compulsión patológica, una desviación que la sociedad necesita racionalizar y enderezar para su propio bien, para que la rivalidad mimética no se apodere de la comunidad entera llevándola a la destrucción. Don Quijote, considerado un pobre loco por todos los demás, se convierte en un ridículo chivo expiatorio cómico para todos sus lectores quienes, lejos de tomarse en serio su voluntad y su deseo caballeresco, 9 Nuestro protagonista, una vez leído, llegará, y veremos cómo, a contagiar la sobredicha realidad, llegará a ser el objeto de la imitación de aquel mismo mundo real que contribuye al final de su existencia como caballero andante, un final que curiosamente coincidirá con su propia muerte. El hecho de recobrar su razón perdida, su juicio de lector sabio, será de verdad, como apunta Cesare Segre, su peor derrota (193). Es interesante notar, dentro del comentario citado, el paralelo negativo que hace el autor entre Don Quijote y Robinson Crusoe: define los dos personajes como polos opuestos, siendo el segundo el prototipo del self-made man que acepta la realidad objetiva y la adapta a sus exigencias gracias a la ética protestante del trabajo, del sentido común y de la disciplina, junto a una dosis de racismo e imperialismo. El héroe cervantino, por otra parte, es el símbolo de la diferencia entre el mundo anglosajón y el mundo hispánico, el personaje, según Fuentes, “más gloriosamente cómico de la historia literaria” (83).

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sacrifican sus ideales y su credibilidad al altar novelesco de la diversión. La transformación en “víctima sacrificial” del héroe es la consecuencia del castigo, dentro de una comunidad, de las conductas imitativas, que transforman el objeto deseado en un peligroso simulacro capaz de desencadenar la rivalidad y la violencia miméticas. Es el conflicto mimético, como dice Girard (La violence 213-48), el verdadero denominador común de los mecanismos de prohibición, y el origen de este conflicto es la llamada mímesis de apropiación, base de todo aprendizaje humano: de aquí se llega a la prohibición y a la función salvadora del ritual, que transforma la disgregación conflictiva creada por las conductas imitativas, por la conducta, en nuestro caso, de Alonso Quijano, en un acto de colaboración social (el cura, el barbero, Sansón, etc.).10 El sacrificio de Don Quijote, de su existencia caballeresca, pasa a través de la humillación sufrida en la corte de los duques, y también de los intentos de Sansón Carrasco de desviar la actuación del hidalgo acercándose a esta, en un ritual que, de la crueldad de las burlas a la piedad del bachiller, tiene como objetivo la aniquilación de la voluntad del protagonista y el restablecimiento de una “normalidad” libre de absurdos deseos y de nocivas identificaciones literarias. Con la muerte de los sujetos deseantes, o más en general con la capitulación de sus parábolas existenciales y narrativas, la ilusión que sustenta las voluntades y los recorridos novelescos de los personajes se interrumpe y estos consiguen encontrar de nuevo sus impresiones auténticas, finalmente espontáneas, escondidas hasta entonces detrás de la opinión modélica de otros. El héroe, al final de una serie de experiencias que podríamos, en este sentido, definir catárticas, despierta del sueño de su propia voluntad y se da cuenta de haber sido desviado 10 La educación cómo esquema social nos enseña a esconder la rivalidad mimética y las conductas imitativas que puedan llevar a la violencia. La mímesis de apropiación deviene de esta manera parte de la esfera de la prohibición social, que ve en la imitación el primer paso para la creación de un simulacro que pueda crear una rivalidad destructora dentro del grupo. Nace, en consecuencias de estas prohibiciones, la exigencia de unas acciones colectivas, rituales, que pongan en escena la crisis mimética privándola de sus consecuencias: el rito representa la transformación de la disgregación conflictiva de la comunidad en un acto de colaboración social en que la acción se vacía de la violencia real dejando sólo su forma pura (Girard, Des choses cachées 34).

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en su proceso de formulación y persecución del deseo, es decir llega a comprender el camino de mediación que ha permitido el malsano desarrollo de su ilusión y de la ambición que ha estado alienándole durante toda su existencia, y más cada vez que la distancia entre él y el mediador se iba haciendo más sutil. Llevando entonces a otro nivel, como hemos intentado hacer, la definición dada por Girard, e introduciendo una nueva categoría de mediación para el protagonista del Don Quijote de 1615, podemos quizás comprender mejor también el epílogo de sus aventuras y la renuncia a su fe en la caballería: el protagonista ha confiado en las promesas falaces hechas antes por una entidad ajena, la caballería andante encarnada por los héroes clásicos del género, y después por su propio doble de papel, espejo distorsionado y ambiguo de la fama literaria ardientemente anhelada. La punzante sátira cervantina hacia el género, llevada a cabo no sólo con pasajes de explícita comicidad, sino también con reiteradas digresiones críticas, es uno de los medios para rebelarse contra la fama obtenida por la épica caballeresca, que es precisamente la ilusoria promesa a la cual Don Quijote ha entregado su existencia, su experiencia y su voluntad. Desvelado el engaño a través de un peligroso camino de acercamiento e intercambio de identidad con su alter ego literario, lo que le queda al héroe, a Alonso Quijano, que ya no es Don Quijote, es dejar al descubierto la similitud con el mediador que hasta ahora ha intentado esconder. Está condenado a sufrir el “castigo” por haber creído en la unidad de los dobles y sobre todo por haber intentado afirmarla en detrimento de una realidad que no puede aceptar la excepción y la sacrifica por el bien común. Don Quijote sólo puede ser personaje de papel, instancia narrativa: sólo puede ser leído. Su desdoblamiento, la superposición entre personaje y persona ha sido tan extrema, y la identificación del uno con el otro tan intensa, que la única manera de salir de la mentira y “purificar” la realidad de esta intromisión literaria (o la literatura de esta intromisión terrena) es la renuncia a la vida misma de una de las mitades de esta entidad que ha llegado a ser doble. En estos últimos momentos el héroe, como ya subrayaba Girard (Mensonge romantique 329), pronuncia palabras que contradicen toda su existencia de sujeto

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deseante, todas las ideas que han fundado la narración y han dibujado los rasgos de su personaje: renuncia a su mediador y se acerca al propio autor, que reafirma la derrota del deseo con la muerte de su protagonista, intoxicado por una espiral de autorreferencialidad que no permite ninguna recuperación, por mucho que, en nuestro caso particular, otro sujeto deseante, Sancho, cuyo mediador es el mismo Don Quijote en su faceta de aspirante caballero y personaje, intente llevarle otra vez a la ilusión. Cervantes confirma así todas sus intenciones, calla todas las fuerzas centrífugas que han desatado el deseo enfermizo de su protagonista, desde la épica caballeresca hasta el “escritor fingido y tordesillesco,” reservando para sí mismo, a través de Cide Hamete Benengeli, el derecho a controlar los deseos de su criatura, aquel héroe que sólo muriendo ha podido reconciliarse con su creador y con sus lectores, prescindiendo de todas las influencias que han ido desviando su existencia y su voluntad. [email protected] Universidad de Granada Obras citadas Bandera, Cesáreo. Mímesis conflictiva: Ficción literaria y violencia en Cervantes y Calderón. Madrid: Gredos, 1975. Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Ed. Francisco Rico, Madrid: Santillana, 2009. Combet, Louis. Cervantès ou les incertitudes du désir: une approche psychostructuralle de l’oeuvre de Cervantès. Lyon: Presses Universitaires de Lyon, 1982 Eco, Umberto. Opera Aperta, Milano: Bompiani, 2009. —. La struttura assente. Milano: Bompiani, 2008. —. I limiti dell’interpretazione. Milano: Bompiani, 2004. —. Interpretazione e sovrainterpretazione. Milano: Bompiani, 2004. —. Lector in fabula. La cooperazione interpretativa nei testi narrativi. Milano: Bompiani, 1994. Fine, Ruth. Una lectura semiótico-narratológica del QUIJOTE en el contexto del Siglo de Oro español. Madrid: Iberoamericana, 2006. Foucault, Michel. Histoire de la folie à l’âge classique. Paris: Gallimard, 1976. Fuentes, Carlos. Cervantes o la crítica de la lectura. México: Joaquín Mortiz, 1976.

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Reviews

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Reviews Byrne, Susan. Law and History in Cervantes’ DON QUIXOTE. Toronto: U of Toronto P, 2012. 240 pp. ISBN 978-4426-4527-1. Susan Byrne initiates her study by marking the contrast between two approaches to jurisprudence: the acceptance of historical legal codes (mos italicus) and their rejection as obsolete (mos gallicus), associated, as their names would suggest, with Italy and France, respectively. Although there was no official mos hispanicus, scholars in Spain did enter into the polemics. It has been noted, for example, that Juan de Orozco and jurists who studied under him at the University of Salamanca sought a middle ground in the debate. Byrne proposes that Don Quixote fits within the parameters of the issues being pursued in the field of law, and, correspondingly, that Spain’s contribution to the ongoing intellectual arguments was not a legal treatise or a developing tradition but a profound and multi-layered work of fiction. As his corpus of writings indicates, Cervantes had a wealth of knowledge and experience, along with a background in dealing with the judicial system, and not just in theoretical terms. Although he was neither a lawyer nor a student of the law sensu stricto, Cervantes was able to incorporate commentary on pressing questions of the day into Don Quixote, a socio-cultural, political, and historical document of the first magnitude. As she evaluates the ideological bases of Don Quixote, Byrne relies heavily on her investigation into sixteenth-century philosophical discussions of jurisprudence and concepts of history. She explores an impressive number of primary and secondary materials, and this is clearly a strength—and an innovative feature—of her analysis, which owes a certain impetus to Roberto González Echevarría’s Love and the Law in Cervantes (Yale UP, 2005). For Byrne, variations on the theme of justice—as ironically embodied in a wellintentioned lawbreaker—and the distinctions and interplay among history, historiography, and fictional narrative provide decisive unifying threads of Don Quixote. This is, in essence, a means of framing critical areas of philosophy as part of the creative arts, “an encapsulation of verba, res, and mores in the mind of one man […] and its impact on the rest of the world around him” (20). Byrne relates Cervantes’s statements on law and history and his thought patterns, as reflected in Don Quixote, to the Italian historian Paolo Giovio (c. 1486-1552) and to the Spanish jurist Gaspar de Baeza (1540-c.1570), author of legal glosses and translations of Giovio’s historical and biographical works.

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As Byrne reads Giovio and Baeza, one can note the dialectical strain and the tensions—ethical, doctrinal, social, historical, political—that link life and art, the world and the word. The angle of vision here does not affect the content per se of Don Quixote as much as its contexts. Byrne amplifies ways of looking at Cervantes’s—and certainly Don Quixote’s—consciousness of history and at the text’s insistence on its historical veracity. Cervantes not only brings legal elements into the narrative, from classical antiquity forward, but he makes them profoundly entertaining, that is, profound and entertaining. He “tailor[s] his protagonist Alonso Quixano in strict compliance with the Siete Partidas prescription for the perfect knight and then set[s] him lose like a bull in a china shop,” and he has the squire Sancho Panza “use outdated language from the Fuero Juzgo but also make Solomonic decisions on legal matters” (51). Needless to say, within the text Don Quixote has many discursive interventions and many dialogical opportunities, which give the author a range of perspectives to introduce and to examine. The adventure of Don Quixote and the galley slaves in part one of the novel lends itself, of course, to scrutiny under the rubrics of justice, criminality, and judicial procedures. The presence of felons and officers of the law adds a unique dimension to Don Quixote’s rather paradoxical offense, and the legal response to insanity—in this episode and throughout the narrative— must be appended to the list. After dedicating a chapter to Don Quixote and to what she calls “laws broken, glossed, and made,” Byrne turns in the following chapter, similarly titled, to Sancho Panza. On an obvious level, the illiterate but crafty Sancho represents oral and popular culture, and, for many readers, “reality.” He is an agent of humor and at times, arguably, an amiable buffoon, yet his symbolic placement in the narrative is undeniable. His ingenuousness serves Cervantes—and the reader—well. The role as a foil figure to the knight-errant fits beautifully into the judicial scheme of the text and into the rhetorical strategies of the writer. The philosophical import of Don Quixote’s advice to Sancho before the new governor departs for Barataria is obvious, and, from a legal stance, Sancho’s judgments are fundamental to Byrne’s theses. So, interestingly, are the loopholes and other exceptions highlighted by Cervantes and surveyed by Byrne in a section called “Everyone Breaks the Law” (101). Byrne returns to history and historiography, and to Giovio and Baeza as models, in the sixth (of seven) chapters. She assesses trends in historiography in Spain from the medieval period, and it is in this chapter that she considers the enigmatic and emblematic Arab historian Cide Hamete Benengeli and

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his connections with the Cervantine intertext, including the captive’s tale and Cervantes’s five years of captivity in Algiers. Underscoring structural and conceptual similarities in the groupings, she notes the blending of voices, truths, interruptions, digressions, and so forth, testaments to the notion of fiction as a mediating space. Byrne’s book is hardly the first study of Don Quixote to accentuate multiperspectivism, but the juxtapositions demonstrate extensive and fruitful archival research. The emphasis on history and the law offers an extension of Cervantes’s formulation of a new, and novel, genre of fiction. Byrne gets to the heart of realism as a mode of projecting society—and reality—and, as such, as a counter-narrative to literary idealism, to the varieties of romance. Don Quixote is like the law, in the sense that it calls for a search for truth yet recognizes that events and individual cases constantly should be revisited and, when necessary, reinterpreted, as circumstances change. Cervantes is daring and fair; he “does not shy away from any facet of his era’s legal discourse, but rather takes it head-on, albeit frequently sub rosa, and subversively” (147). The book contains copious notes (58 pages), an admirable bibliography (20 pages), and an index. Byrne’s study is compelling, insightful, and a bit more, for it may make readers reshape Cervantes’s story, and Cervantes’s history, in their minds. Edward H. Friedman Vanderbilt University [email protected]

Garcés, María Antonia, ed. An Early Modern Dialogue with Islam: Antonio de Sosa’s TOPOGRAPHY OF ALGIERS (1612). Trans. Diana de Armas Wilson. Notre Dame, IN: University of Notre Dame Press, 2011. 440 pp. + 18 ilustr., ISBN: 978-0-268-02978-4. Two Cervantes scholars, María Antonia Garcés and Diana de Armas Wilson, have joined forces to prepare the first English edition and translation of Antonio de Sosa’s 1612 Topografía de Argel. This eyewitness view of the place and its people transports the reader to the North African city as Cervantes would have known it. It appeared in print as part one of the five-part Topografía e historia general, though the princeps—published in Valladolid by Diego Fernández de Cordova y Oviedo—credited the recently-

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