El debate sobre el futuro de Europa al final de la segunda Guerra Mundial

Share Embed


Descripción





En el seno de las universidades este debate también tuvo acogida. Destaca la conferencia pronunciada por Winston Churchill, el 19 de septiembre de 1946, en la Universidad de Zúrich, en la que, tras lamentar que los proyectos de unión de los años 20 y 30 fracasen, alentó el desarrollo de los movimientos europeístas y la creación de una organización regional europea en la que, sin embargo, estimaba que el Reino Unido no debería participar dado sus fuertes intereses económicos coloniales.
El Zollverein o unión aduanera alemana de 1834 y la Confederación Germánica de 1818-1866, que condujo al Estado alemán.
MORENO JUSTE, A.: "El proceso de construcción europea: de la CECA al Tratado de Maastricht", en PEREIRA, J.C. (coord.): Historia de las Relaciones Internacionales Contemporáneas. Barcelona, Ariel, 2009, p. 562.
El Plan Marshall fue fruto de una conferencia del general George Marshall, Secretario de Estado norteamericano, trabada en la Universidad de Harvard en junio de 1947.
Quedaron fuera Alemania, España y los países del Este, por imposición de la URSS.
Participaban, también, EEUU y Canadá como asociados sin derecho de voto. La OECE, una vez cumplidas sus finalidades básicas de recuperación, se transformó en OCDE – Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, en 1960.
MANGAS MARTIN, A.; LIÑÁN NOGUERAS, Diego J.: Instituciones y Derecho de la Unión Europea. Madrid, Editorial Tecnos, 2010, p. 31.
Que ha tenido como presidentes, entre otros, a R. Schumann, W. Churchill, A. de Gasperi, P. H. Spaak, etc.
Algunas, son expresión de grandes corrientes de opinión como el Movimiento Socialista para los Estados Unidos de Europa, los nuevos Equipos Internacionales, de inspiración democristiana, o el Movimiento para una Europa Unida, creado por W. Churchill; otros reúnen personalidades del mundo económico, como la Liga Europea de Cooperación Económica inspirada por Paul Van Zeeland, o bien agrupan a maximalistas de la idea de Europa como la Unión Europea de Federalistas (Henri Brugmans, Denis de Rougemont) y la Unión Paneuropea reconstituida por Kalergi.
Londres, 5 de mayo de 1949.
Francia en 1950 y los gobiernos del Benelux en 1955 fueron los catalizadores; la empresa común que en estos momentos iniciaron Alemania Occidental, Bélgica, Holanda, Italia, Francia y Luxemburgo, enormemente ambiciosa, tuvo una verdadera incidencia sobre las soberanías nacionales.
Según las cuales el Estado actúa como actor racional.
El enfoque del régimen internacional y el interés por los aspectos decisorios, haz con que determinados autores, a partir del estudio de la racionalidad de los actores, proponga al analista utilizar técnicas como la teoría de la decisión o la teoría o la teoría de los juegos para tratar de explicar comportamientos individuales en situaciones de incertidumbre con unas reglas decisorias determinadas. Con arreglo a ello, algunos estudios han puesto de relieve la influencia de los grandes Estados miembros en el Consejo de Ministros.
MORATA, F. La Unión Europea. Madrid, Editorial Ariel, 2009, p. 98.
El restablecimiento del voto mayoritario y el aumento de la capacidad decisoria del Parlamento Europeo.
MORATA: Opus cit. p. 101.
Ibidem p. 101.
Derecho de votar y ser elegido en cualquier Estado miembro que nos sea el propio en las elecciones municipales y europeas, el derecho de petición ante el Parlamento Europeo, la posibilidad de expresar quejas relativas a casos de mala administración en la actuación de la institución u órganos comunitarios. Además, cualquier ciudadano de la Unión goza de protección diplomática y consular de cualquiera de los Estados miembros en países terceros.
1











EL DEBATE SOBRE EL FUTURO DE EUROPA AL FINAL DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Curso Jean Monet
"Integración europea y derechos fundamentales"
Prof. Carlos Ruiz Miguel
































Ana Beatriz Garcia
XDA 297614
Después de 1945, Europa ya no era la misma. No solo el mapa y las estructuras geográficas del continente habían cambiado; la comunidad de ideas de Europa también había sufrido una profunda revolución. De la batalla entre nacionalismos, la superviviente fue una Europa ideológicamente amputada de su mitad oriental, bajo el dominio soviético, y moralmente rota por los horrores de la guerra. Además, las divisiones políticas y la penuria económica hacían temer la persistencia de los particularismos, agravándose los desequilibrios por fundados temores de nuevos enfrentamientos armados.
Por todo este contexto, la necesidad de resucitar la idea de la unidad europea se hizo urgente y sentida entre la población, lo que originó una multitud de asociaciones proeuropeístas de carácter privado. Eran movimientos de la opinión pública, que no respondían a impulsos gubernamentales, entre los que destacaron las organizaciones sindicales, los universitarios, personalidades de la vida intelectual y artística, etc.
Pero dentro del entramado institucional definido por los procesos de cooperación política, económica y social entre los países de Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial, el fenómeno de la integración es quizás el que presenta unos contornos peor definidos. Esto, dada el aura metapolítica que tradicionalmente se la presenta a través de los discursos de las instituciones europeas. El análisis profundo no viene sino hasta mediados de la década de los ochenta, cuando se ha comenzado a presentarse una imagen menos poética de la integración.
Las investigaciones de ese periodo han puesto de manifiesto no sólo los objetivos – resolver conflictos del pasado, bien de naturaleza interna, entre clases, agentes sociales e ideologías políticas, bien de carácter internacional y que habían abocado en algunas décadas a dos guerras devastadoras -, o los condicionantes de unos proyectos que implicaban necesariamente cesiones de soberanía nacional a unas nuevas entidades supranacionales, sino también la naturaleza misma de unos modelos de transferencia de soberanía, el conjunto de instrumentos formulados para posibilitar el desarrollo de estos proyectos, y las instituciones a las que han dado y que han transformado radicalmente una Europa tan antigua. En resumen, se pude decir que el estudio de la integración europea ha superado el punto de vista de políticos como Monnet, Schuman, Spaak, que habían puesto de manifiesto que el idealismo de hacer realidad el viejo sueño de la unidad europea era el marco central y razón fundamental de la integración.
En nuestros días, en términos historiográficos, la integración europea aparece como una acción enmarcada por teorías intergubernamentales, determinada por las ineludibles necesidades de unos debilitados Estados europeos, coherente con nuevas concepciones y necesidades económicas (adaptar el mundo exterior a las necesidades de abastecimiento productivo interno, fundamentalmente), y mediatizada - no se puede olvidar -, en sus primeras fases por un contexto internacional caracterizado por la confrontación bipolar y la relación trasatlántica.
Sin embargo, los planteamientos federalistas permanecen vivos en las explicaciones globales relativas a la identidad europea. Los movimientos federalistas europeos compartían los principios políticos sobre los que reposa el pensamiento político federalista: autonomía, federación y subsidiaridad. Sin embargo, el error de estas corrientes federalistas de la época consistió en buscar un paralelismo entre la unificación europea y la de Estados federales bien conocidos o el precedente de los Estados Unidos.
Todas las propuestas que desde el remoto Medievo hasta 1950 se han ido haciendo por pensadores y políticos han tenido un fundamento común: la identidad europea, la cultura compartida. Europa en el pasado nunca fue ni una entidad política ni una entidad económica. Pero ha sido una entidad cultural, desde la diversidad de sus pueblos; ha tenido un pensamiento y una actitud sobre el ser humano y valores éticos y sociales compartidos y distintos a otros pueblos y civilizaciones.
Pero el proceso de construcción europea es más que una cuestión cultural, como apuntado arriba. Es más que una cuestión semántica – "construcción, unificación, integración".
Según la lengua empleada y la tradición intelectual de referencia, se ha privilegiado el empleo de los términos "construcción", "unificación" o "integración". Evidentemente, este uso no es descargado de valoración, es decir, el empleo de una expresión u otra viene siempre acompañado de una concepción particular, subrayando no sólo el peso de la diversidad lingüística en el Viejo Continente, que es fruto inseparable de la gran pluralidad que existe en sus tradiciones nacionales reflejadas en las relaciones políticas, sino a la existencia de distintas percepciones hacia el fenómeno.
"Construcción europea" se utiliza comúnmente para designar el conjunto de iniciativas ordenadas a conseguir una unión más estrecha de los pueblos europeos con la meta final puesta en una federación europea, es decir, en un Estado federal europeo. Igualmente, se emplea para designar las instituciones que hasta la fecha han surgido como resultado de tales iniciativas, y por la gran dimensión que toman los resultados alcanzados en el seno de la Unión Europea – aunque no de manera exclusiva, ya que también sería necesario incluir el Consejo de Europa (de mayo de 1949), o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, originado de la Declaración Final de Helsinki (agosto de 1975). Sin embargo, esta expresión también es considerada un eufemismo que tiende a enmascarar los fracasos del proceso hacia la unidad de Europa, según algunos sectores del federalismo. Para Antonio Moreno Juste, profesor titular de historia contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, "el valor del uso del término construcción reside, al menos de manera implícita, en la realización de una obra que se considera podrá ser terminada un día. Existe en consecuencia de una visión teleológica – existencia de un objetivo que se debe alcanzar -, y que conforma la parte más mística de sus arquitectos, los padres fundadores: Monnet, Schuman, De Gasperi, Spaak…".
Ya el término "integración europea", si bien aporta un matiz marcadamente económico, originado de la lógica funcionalista adquirida por el proceso hacia la unidad de Europa, pone de relieve la existencia de un proceso de transformación, en lo cual los Estados suelen estar incluidos en un conjunto armonioso e interdependiente. De hecho, en el contexto de las relaciones internacionales, esta expresión designa a los vínculos entre Estados o entre comunidades nacionales, con una destacada soberanía nacional, fruto de la evolución por la que pasa Europa occidental a partir de la Segunda Gran Guerra.
"Construcción", por fin, remite a un proceso largo, en lo cual sus realizaciones, tales como el acervo comunitario o las instituciones, deben ser tomadas como una de sus múltiples fases, y no como un producto final en sí mismo.
Este transcurso histórico de construcción europea, así, además de atravesar distintas etapas, estuvo siempre interconectado con otros procesos de carácter global (o incluso regional), más lineales desde el punto de vista económico y menos desde el punto de vista político.
En cuanto al plano económico, Europa, en la postguerra, tenía una economía basada en la autarquía y en el trueque. Sólo contaba con las ruinas de una larga guerra devastadora. La situación de penuria hacía temer que esta mitad occidental pudiera sucumbir a los ideales comunistas y caer bajo el control de la URSS. Esta situación llevó Estados Unidos a presentar un plan de reconstrucción europea, conocido como "Plan Marshall".
A grandes rasgos, el proyecto establecía que el Gobierno norteamericano pagaría directamente a los exportadores norteamericanos que vendieran productos a los gobiernos o a los fabricantes europeos. Los importadores europeos pagaban en sus monedas nacionales y este pago se giraba a una cuenta a nombre del gobierno de los EEUU en los bancos centrales nacionales – "contravalor"; éste quedaba inmovilizado y no se afectaba a la compra de dólares y no se utilizaba, en consecuencia, por el gobierno estadounidense, que por su parte, aceptaba poner a disposición de los gobiernos europeos estas cantidades inmovilizadas para llevar a cabo inversiones. Para eso, el general Marshall sugería la necesidad de un acuerdo entre los Estados europeos sobre sus necesidades de desarrollo y un programa que pusiera en marcha la economía europea. Pero el entendimiento sobre las necesidades y los remedios, según el general, era una "asunto de europeos" y la iniciativa debería venir de Europa.
Y la respuesta vino pronto: al mes siguiente, dieciséis Estados europeos se reunieron y decidieron crear una organización para gestionar en común la ayuda americana. En 16 de abril de 1948, nacía la Organización Europea de Cooperación Económica, en la que ingresó Alemania posteriormente (1949), beneficiándose del Plan.
Se hace necesario señalar, así, que en buena medida, los primeros pasos del proceso de integración se debieron - sobre todo durante la década crucial que siguió a la Segunda Guerra Mundial -, a la confrontación bipolar existente y a la interacción entre dos procesos interlineados. Por un lado, la lucha contra la amenaza comunista, marcada, fundamentalmente, por la creación de la OTAN - Organización del Tratado del Atlántico Norte, en 1949 y por la Organización Europea de Cooperación Económica.
El Plan Marshall destacase por muchos meritos, entre los cuales crear un régimen multilateral de intercambios, liberalizar éstos, coordinar los planos económicos nacionales, organizar la convertibilidad de las monedas, organizar mediante la Unión Europea de Pagos un sistema de compensaciones multilaterales y la concesión de créditos a los países deudores. Además, al promover la necesidad de entendimiento para la gestión común de las ayudas norteamericanas se evitaba que dicha ayuda supusiese una dependencia de EEUU.
Lo más sobresaliente y decisivo, sin embargo, fue que la gestión común de las ayudas enseñó a Europa occidental las posibilidades de su unión, y la "maltrecha Europa", en las palabras de Araceli Mangas y Diego Liñán, supo aprender de esta Organización Europea de Cooperación Económica, las mejores lecciones sobre la organización de Europa con "energías propias".
No obstante, sobre este discurso es preciso realizar algunas matizaciones. En primer lugar, había un problema central sobre este proceso que era la cuestión alemana, y su solución definitiva no se produjo hasta 1955, cuando la RFA entró formalmente a formar parte de la OTAN. En segundo lugar, es cierto que la profunda sensación de inseguridad que en la inmediata posguerra tomó cuenta de la sociedad europea ante las intenciones soviéticas fue uno de los catalizadores del proceso de integración, pero no el único. Es este sentido, la recuperación de la Europa Occidental fue, desde luego, una necesidad imperativa por razones de seguridad de la política norteamericana.
En estos años de la postguerra, otros acontecimientos también señalaron este periodo de clave en la efervescencia de la unidad europea. El Congreso de Europa, convocado por el "Comité de Coordinación de los Movimientos para la Unidad Europea" y reunido en la Haya del 7 a 11 de mayo de 1948, es uno de estos acontecimientos. Con posterioridad a esta asamblea, en la que confluyeron varias organizaciones federalistas proeuropeístas con la participación de más de 750 delegados, decidieron federarse las distintas asociaciones en el "Movimiento Europeo". Además, ya se hicieron notar las dos grandes corrientes europeístas que persisten hoy en día: los que pretendían una cooperación intergubernamental y los que sonaban con una integración de carácter federal.
Es frecuente encontrar en la literatura sobre el proceso de integración referencias a un empeño apasionado sumado a una sensación de urgencia y oportunidad en la que emergió el europeísmo como instrumento de un proyecto histórico caracterizado por la necesidad de edificar una nueva Europa – que, en realidad, tenía mucho más que ver con el empeño por escapar del pasado, del desolador paisaje que la Segunda Guerra Mundial dejo tras de sí. Diferentes vías se presentaban para dar solución al proyecto: la federalista, por un lado, que objetivaba construir una Europa (sobre todo la política), apoyándose en unos valores compartidos y en una identidad común, y la funcionalista, por otra, cuyo fin era construir Europa a través de uniones parciales que creen solidaridades de hecho en el ámbito económico para traspasarlas, posteriormente, a lo estrictamente político. Ambos modelos, de todas formas, compartían el diagnostico: la crisis del Estado-nación en Europa tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y compartían, igualmente – aunque con matices, la solución, que afirmaba la necesidad de los Estados – nación ser reemplazados (federalistas) o complementados (funcionalistas) por unidades políticas más amplias de carácter supranacional, convergiendo en sus objetivos últimos a largo plazo: la creación de una Unión Europea de carácter federal y la constitución de Estados Unidos de Europa, respectivamente.
Marcaban el proceso notas como el hecho de que en la inmediata posguerra, la idea de una Europa unida fraguada en el sentimiento de resistencia antifascista y heredera de la surgida durante el periodo de entreguerras, alcanza su madurez; las organizaciones privadas partidarias de una unidad europea se multiplican, y en diciembre de 1947, los más influyentes de estos grupos constituyen un Comité Internacional de Coordinación para la Unión Europea, que convocará, como apuntado, el Congreso de la Haya, en mayo de 1948. El enorme impacto de este Congreso en la opinión pública forzará una respuesta por parte de los Estados europeos. Una iniciativa privada será el punto de partida del proceso de integración, dando paso al proceso de negociaciones entre los gobiernos europeos que conducirá a la creación del Consejo de Europa, en 1949. Sin embargo, las esperanzas federalistas quedarán bloqueadas prácticamente desde este momento. En adelante, la iniciativa va a proceder exclusivamente de los Estados, quedando la sociedad civil europea con el papel secundario como motor de la construcción europea.
Así, estas dos corrientes llevaron a creaciones organizativas distintas. Por un lado, la creación del Consejo de Europa, que daba guarida a las corrientes intergubernamentales, apoyadas por los anglosajones, que no deseaban hacer cesión alguna de soberanía, sino una cooperación intergubernamental estrecha y permanente mediante instituciones con poderes consultivos. Y por otro, las corrientes federalistas, partidarias de la cesión parcial de soberanía y de instituciones dotadas de poderes importantes, que se sentían insatisfechas con el Consejo de Europa por lo que encontraron un cauce en la propuesta francesa de creación de la CECA – Comunidad Europea de Carbón y Acero, cuyos métodos (método funcionalista o método Monnet) fueron, a su vez, revolucionarios, dando inicio al proceso actual de integración europea.
La verdad es que el proceso de integración europea y la naturaleza misma de la Comunidad han constituido desde el principio un tema de debate permanente para la ciencia política, por una razón tan obvia cuanto compleja: ni el sistema institucional, ni el proceso político comunitario se corresponden con ninguno de los esquemas clásicos de las relaciones internacionales, aunque tampoco con el modelo tradicional de Estado liberal-democrático.
La teoría de las relaciones internacionales presenta las organizaciones internacionales tradicionales con una característica marcada: el intergubernamentalismo; las decisiones se toman por unanimidad, a propuesta de los Estados miembros; no existe autoridad alguna encargada de hacer cumplir los compromisos asumidos, ni otros recursos que no sean los aportados por los Estados miembros. Decisiones que vayan más allá de los objetivos iniciales son negociadas a través de nuevos acuerdos que lo hagan posible. La Unión Europea, la Comunidad Europea de antaño, funciona con arreglos totalmente distintos: dispone de poderes propios, progresivamente transferidos por los Estados miembros; gestiona sus propios recursos presupuestarios; las decisiones, adoptadas por unanimidad o por mayoría cualificada y directamente aplicables por los Estados miembros, comportan obligaciones para las administraciones, las empresas y los ciudadanos – cualquier ciudadano o ente dotado de personalidad jurídica puede dirigirse al Tribunal de Justicia cuando las decisiones de la Comunidad le afecten directamente; al mismo tiempo, la Comisión Europea puede negociar acuerdos internacionales e intervenir en los foros mundiales.
Pese a esto, la Comunidad tampoco presenta los rasgos típicos de un Estado liberal – democrático. De hecho, su estructura institucional parece desconcertante a primera vista. En primer lugar, la Comisión, a pesar de gozar de la investidura parlamentaria desde 1995, no es el ejecutivo comunitario, ya que, además de no emanar directamente del Parlamento, comparte dicha función con el Consejo de Ministros. Sin embargo, ostenta en exclusiva el poder de iniciativa mediante las proposiciones dirigidas a éste. Por otra parte, el Parlamento Europeo, provisto de legitimidad democrática, no ejerce directamente el poder legislativo, sino que, al margen de sus competencias presupuestarias, actúa esencialmente como órgano consultivo y codecisor con poder directo. El poder normativo reside en el Consejo de Ministros, compuesto por representante de los ejecutivos de los distintos Estados - miembros. por último, el Consejo Europeo, dónde se encuentran los líderes de los Estados miembros, asume la dirección política de la Unión Europea. En definitiva, la Unión Europea es más que una organización internacional y menos que un Estado.
El proceso de integración aquí estudiado no tiene un único centro motor, sino una pluralidad de centros que actúan con arreglo a lógicas distintas e incluso, a veces, contradictorias. Por lo tanto, tentar explicar la naturaleza política de la Unión Europea es entrar en un campo pantanoso. Las distintas conceptualizaciones formuladas hasta hoy giran en torno a tres grandes enfoques, ligados a su vez a las grandes etapas históricas de la integración europea: el intergubernamentalismo y el federalismo, ya citados, y el neofuncionalismo. No obstante, ante las carencias explicativas de estos enfoques, en los últimos años se han ido tomando fuerza nuevas explicaciones.
El neofuncionalismo presenta una adaptación de la teoría funcionalista, formulada por David Mitrany en los años cuarenta, que tenía como fin asegurar la paz mundial. Dicho autor proponía la transferencia de funciones específicas de los Estados a favor de organizaciones supranacionales. La transferencia gradual de funciones eminentemente técnicas, es decir, de bajo contenido político, comportaría de forma inevitable un incremento de las interdependencias entre los Estados, con lo que se reduciría cada vez más las posibilidades de recurrir a la guerra como solución de los conflictos. Sin embargo, la idea era limitar el poder de dichas instituciones, preservando su carácter funcional – sectorial, con el objeto de evitar que llegaran a convertirse en superestados, actuando de manera mucho más peligrosa para la paz mundial. En suma, se basaba en dos presupuestos esenciales: la lógica expansiva de las interdependencias y el apoyo político de la ciudadanía a las nuevas organizaciones supranacionales funcionales, una vez que la legitimidad vendría en la medida en que fuesen capaces de satisfacer las demandas de la población. Sin embargo, como afirman los críticos del funcionalismo, el desarrollo objetivo de dichas interdependencias y la aparición de las organizaciones funcionales encargadas de gestionar los nuevos problemas no han impedido la multiplicación de los conflictos y tampoco se ha producido una transferencia de lealtades populares a favor de los nuevos entes supraestatales.
A finales de los cuarenta, tras el fracaso de las propuestas federalistas a favor de la unidad europea, materializadas en el rechazo de la Comunidad Política Europea y a la Comunidad de Defensa Europea, las ideas de Mitrany fueron adaptadas por Jean Monnet, dando lugar al federalismo funcional o al "método de integración".
Inspirándose en el funcionalismo, el neofuncionalismo nace a finales de los cincuenta de las manos de autores norteamericanos interesados en analizar las peculiaridades del proceso de integración europea a partir de la experiencia de la CECA y, más tarde, de la CEE. En contraste con las teorías realistas dominantes entonces en el estudio de las relaciones internacionales, parte de la teoría pluralista, de la legitimación del sistema político mediante la interacción con los grupos de interés. Se trataría de la competencia entre las elites económicas y sociales, trasladada a escala supranacional. Se trata de explicar un proceso en el que actores políticos nacionales acuerdan transferir competencias, lealtades, expectativas y actuaciones políticas a un nuevo y más amplio centro, hasta al punto de perder efectivamente atributos de su soberanía, adquiriendo al mismo tiempo nuevas técnicas de resolución de conflictos mutuos, afectando en mayor o menor grado los Estados preexistentes. Su principal aportación teórica al proceso de integración europea consiste en la aplicación del concepto de efecto inducido o spillover, tomado de la teoría económica, según el cual, la decisión inicial de poner en marcha el proceso de integración generaría una dinámica económica y política conducente a niveles de integración cada vez más superiores. Así, pone de relieve el proceso (integración progresiva) y no el objetivo (construir una estructura de tipo federal o supranacional).
A partir de su aparente utilidad para explicar los primeros años del proceso de integración europea, la teoría neofuncionalista entró en crisis a mediados de los años sesenta, a raíz del compromiso de Luxemburgo, que traería la imposición de la unanimidad como regla decisoria hasta la promulgación del Acta Única. Las expectativas iniciales se habían visto frustradas y el proceso de integración parecía prácticamente estancado. Si el efecto inducido parecía aplicable a la economía, en la política esto no ocurría. Al poner el acento en los grupos de interés y la burocracia comunitaria, el neofuncionalismo consideraba a los Estados como actores racionales unitarios, por lo que los procesos políticos internos quedaban en un segundo plano. Los neorrealistas o intergubernamentalistas matizaron este planteamiento al aceptar una posible influencia de los grupos de interés en las decisiones referidas a determinados sectores funcionales. Sin embargo, también valoraban la influencia de otros factores tales como los procesos electorales o las concepciones de las burocracias estatales en cuanto a los intereses económicos nacionales a largo plazo. No ocurría lo mismo, sin embargo, con los temas de alta política. En efecto, tras el fracaso de los proyectos de Comunidad Política y Comunidad de Defensa Europea, resultaba muy difícil imaginar que la integración conseguida en algunos sectores pudiera llegar a afectar a los intereses vitales de los Estados miembros, una vez que los respectivos gobiernos, únicos legitimados para hacerlo, nunca estarían dispuestos a crear los procedimientos y las instituciones necesarios para ello. Por otra parte, incluso los éxitos económicos derivados del proceso de integración contribuían a afirmar el papel de los Estados como garantes del bienestar de sus ciudadanos. El último argumento de la crítica neorrealista se refería a la escasa atención prestada por la teoría neofuncionalista a los condicionamientos impuestos por el contexto internacional.
Los hechos parecían confirmar las tesis intergubernamentalistas. Tras el Compromiso de Luxemburgo, en 1966, y más tarde el intento fallido de "relanzamiento europeo" de Francia y Alemania, la Comunidad se orientó hacia un sistema de cooperación intergubernamental. Dicha evolución se evidenciaba en la importancia creciente del Consejo de Ministros y el consiguiente fortalecimiento del COREPER en detrimento de la Comisión, en la creación del Consejo Europeo, en 1974, y la puesta en marcha de la Cooperación Política Europea, al margen del sistema comunitario.la falta de avances significativos posteriores a la Unión Aduanera, lograda en 1969, parecía confirmar las limitaciones del enfoque neofuncionalista. De todas formas, el triunfo del intergubernamentalismo como modelo de decisión dominante durante los años setenta y parte de los ochenta, no significa que las formulaciones neorrealistas tradujeran fielmente la evolución del sistema comunitario, muchísimo más compleja en la práctica. Al situar el Estado en el centro del análisis, el neorrealismo de hecho ofrecía una explicación más convincente del modelo de cooperación establecido entre los Estados, del bipolarismo de Europa, del comportamiento de los Estados miembros (basado en estrategias globales y no meramente comunitarias). Sin embargo, la caracterización del Estado como actor racional unitario, actuando al margen de las presiones e intereses de las grandes multinacionales, los grupos nacionales, los partidos, etcétera, resultaba difícil de sostener. Al mismo tiempo, la relevancia atribuida, por razones de seguridad nacional, al control estatal de las decisiones que, de acuerdo con los neorrealistas, podían ser incluso contrarias a los intereses económicos nacionales, ignoraba los condicionamientos impuestos por el sistema institucional comunitario. De hecho, la distinción entre alta y baja política defendida por los neorrealistas ha sido, ante la actuación concreta de los gobiernos, cualificada de inadecuada y artificial – ni los gobiernos actúan como representantes de intereses nacionales monolíticos ni la comunidad constituye una simple estructura a la que los gobiernos pueden recurrir a su antojo cuando se muestran incapaces en ofrecer respuestas internas adecuadas a los problemas derivados de la interdependencia internacional. Prueba de ello es que el intergubernamentalismo no impidió algunos avances significativos, tanto en el plano de las instituciones como en la política, materializados en la puesta en marcha del sistema monetario europeo, en la institución del FEDER, las políticas de medio ambiente y de pesca común, las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo.
Estas carencias llevaron, a finales de los setenta y principios de los ochenta, a distintas reformulaciones que, sin negar los méritos coyunturales del neofuncionalismo y el neorrealismo, apuntaban a aspectos descuidados por los enfoques anteriores mediante el recurso a conceptos innovadores como interdependencia, políticas domesticas y régimen internacional.
El enfoque de la interdependencia aparece durante los años setenta como reacción crítica frente a las rigideces analíticas de los neorrealistas y la tendencia de los neofuncionalistas de privilegiar el papel de las instituciones supranacionales. El análisis de la interdependencia de inscribe en la tradición pluralista; es un anacronismo hablar de soberanía en un mundo basado en las interdependencias. El Estado no puede actuar como un actor unitario porque cada sistema nacional se caracteriza como una multiplicidad de arenas políticas contradictorias, en las cuales encontramos actores, intereses y procesos diferenciados y distintos, por lo que resulta complejo establecer una coherencia entre los intereses generales del Estado miembro y los de cada sector. Ello explica que la defensa de un sector concreto se identifique, a menudo, en la Comunidad con los "intereses vitales" del estado miembro. Por lo tanto, no existe una frontera clara entre altas políticas y políticas técnicas o no conflictivas, como pretenden los neorrealistas. La interdependencia se basa en la evidencia de la creciente interacción económica a escala mundial y, en concreto, entre los Estados miembros de la Unión. Su modelo pone el acento en la pérdida relativa de importancia de las fronteras estatales frente a la globalización de los intercambios económicos y de los temas de seguridad. La tesis de la interdependencia atribuye, además, un papel autónomo a las organizaciones internacionales en la medida en que son capaces de definir intereses distintos de los Estados. Aplicada a la Unión, la interdependencia ha sido utilizada para explicar los procesos políticos comunitarios desde un doble punto de vista: la erosión de lo poder de los Estados miembros como resultado de las fuertes interrelaciones generadas por el mercado común y la situación de dependencia de la Comisión, obligada a establecer alianzas y coaliciones con una infinidad de intereses variables en función de cada política comunitaria. La interacción de ambos factores arroja un proceso político cada vez más fragmentado y menos controlable.
Basándose en el papel central de los gobiernos en el proceso de integración comunitaria y de su función de intermediarios entre los intereses nacionales y los comunitarios, algunos autores próximos al neorrealismo han destacado el impacto de las políticas internas en este proceso. Según este enfoque, el debate entre neofuncionalistas e intergubernamentalistas ha olvidado los condicionamientos internos de cada Estado miembro, los cuales se expresan a través de las estructuras internas implicadas en el proceso comunitario (gobierno, Parlamento, gobiernos regionales, etcétera) y mediante las distintas actitudes expresadas con respecto a la Unión (partidos, burocracias, elección, etcétera). El objetivo consiste en explicar las posiciones de los Gobiernos en el Consejo de Ministros y, en general, en el proceso decisorio. En última instancia, la Comunidad Europea o la Unión seria el espejo de los estilos políticos prevalecientes en los Estados miembros.
Más a frente, en el periodo que se inicia a mediados de los ochenta con el Acta Única Europea y que finaliza tras la entrada en vigor del Mercado Único, se volvió a plantear la necesidad de contar con un marco teórico capaz de dar cuenta de los avances del proceso de integración. Mientras algunos autores han visto en dichos acontecimientos una expresión renovada de las tesis neofuncionalistas, otros han optado por una visión en clave intergubernamentalista e incluso eclética, basada en una combinación de ambos enfoques.
El estudio del Acta Única Europea y del mercado interno por parte de los autores neorrealistas ha comportado igualmente un refinamiento del análisis tradicional basado en la preeminencia de los intereses estatales. Así, aparecen reformulaciones como el "institucionalismo intergubernamental", el "intergubernamentalismo liberal", la "negociación elitista" o "la negociación intergubernamental". De un modo u otro, los distintos autores intentan matizar los condicionamientos impuestos por los intereses nacionales o las políticas internas de los distintos Estados miembros, mediante el reconocimiento más o menos explicito de la influencia ejercida por el nivel supranacional. No obstante, los factores más decisivos para el proceso de integración siguen siendo los intereses de los Estados y el poder relativo que éstos conceden a Bruselas. Por ello, resulta necesario incorporar el análisis interno de la política de cada Estado con objeto de comprender la formación de las preferencias nacionales y su traducción mediante estrategias diplomáticas. Moravcsik, citado por Morata, utiliza el concepto de "liberalismo intergubernamental" para explicar las grandes decisiones que han marcado la evolución del proceso de integración. En síntesis, se trata de un juego que combina conceptos de política económica internacional, análisis de negociaciones y teorías de regímenes internacionales. Frente al activismo de los líderes nacionales, el papel de las instituciones supranacionales sería meramente pasivo y el déficit democrático constituiría una condición necesaria para el éxito del proceso. Sin embargo, estas afirmaciones no se fundamentan en argumentos teóricos, ni en la construcción de un modelo comprensivo de las distintas variables que pudieran influir en la adopción del Acta Única, sino simplemente por la preferencia por una clave explicativa en detrimento de otras. Por ello, no es de extrañar que el mismo autor reconozca la las insuficiencias del enfoque utilizado a la vez que propone dedicar una mayor atención a las relaciones entre política europea y políticas internas.
El enfoque de la negociación entre las elites no difiere sustancialmente del anterior, salvo en lo relativo al papel de la Comisión, ya que considera que el proceso de integración avanza a partir de acuerdos entre elites internas e internacionales. Nuevamente, se trata de una partida a dos niveles: el nacional y el internacional. Así mismo, se acepta el spillover derivado de dicha decisión, identificándose cuatro temas susceptibles de generar efectos políticos: la unión monetaria y la necesidad de coordinar políticas macroeconómicas; los acuerdos redistributivos y sociales; la política de defensa; el tema del equilibrio decisorio entre la Comunidad y los Estados miembros. En realidad, este enfoque si bien insiste en la influencia de los cambios producidos en el contexto económico internacional, no deja de presentar ciertas semejanzas con el neofuncionalismo. Esta aproximación resulta aún más evidente en las formulaciones más recientes de los exponentes más destacados del realismo, como Keohane y Hoffmann.
Ya el federalismo, de forma explícita o implícita, ha inspirado el proceso de integración europea desde sus inicios. En su versión contemporánea, la idea de una Europa federal surge durante el periodo de entreguerras impulsada por un sector importante de las elites antifascistas europeas, formulación motivada por un imperativo moral, que era la necesidad de llevar a cabo una "revolución espiritual" ante los peligros del totalitarismo. Sin embargo, durante el conflicto bélico y en la posguerra, la causa principal del desastre que vive Europa se identifica con la persistencia del estado nación. Por ello, la unificación europea, plasmada en los "Estados Unidos de Europa", se convierte en un objetivo prioritario para los federalistas.
Desde la óptica de los padres fundadores, la solución federal también era más lógica, pero era evidente, por otro lado, que los gobiernos no estaban dispuestos a renunciar su soberanía. De ahí la necesidad de hallar una estrategia alternativa, lo que vendría a llamarse "método comunitario" o "de integración", claramente inspirado en el funcionalismo y concebido por Monnet como el camino gradual hacia una federación mediante la creación de lazos funcionales específicos entre los Estados sin amenazar directamente su soberanía.
Monnet, que no era partidario de grandes cambios políticos, y Spinelli, que preconizaba la elección de una Asamblea Constituyente encargada de elaborar una Constitución europea emanada, por lo tanto, de la voluntad popular, personifican dos estrategias distintas de signo federalista, ideadas ambas para vencer las resistencias de los Estados miembros. La visión pragmática de Monnet, para quien la federación surgiría como resultado de la realidad económica y política, contrastaba con los planteamientos de Spinelli, para quien la fortaleza de la estructura institucional constituía una condición necesaria para la consolidación de la Comunidad, y, sin embargo, tampoco coincidía con el funcionalismo de Mitran, una vez que no se trataba de crear simplemente "agencias funcionales", sino de llegar a un tipo predeterminado de entidad federal a partir de un proceso de integración política.
Mantenido de forma latente durante la fase de estancamiento del proceso de integración, el debate federalista renace con fuerza en la década de los ochenta, a raíz del proyecto de Constitución de la Unión Europea, aprobado por el Parlamento Europeo en 1984, cuyo principal artífice vuelve a ser Spinelli. Sin duda, los avances institucionales recogidos en el Acta Única Europea, se inscriben en la dinámica federalizante de la Comunidad Europea, a pesar de las resistencias de algunos gobiernos y, en especial, de los conservadores británicos, cuyas presiones forzaron la desaparición de cualquier alusión a la vocación federal de la Unión Europea en el Preámbulo del Tratado de Maastricht.
Algunos autores han subrayado las analogías existentes entre el federalismo americano y el sistema comunitario, advirtiendo, no obstante, de la necesidad de diferenciar el federalismo del Estado federal. El empleo del término "federalismo" no implica necesariamente el establecimiento de un sistema federal en el sentido de un Estado federal como lo entendemos modernamente, una vez que la esencia del federalismo no se halla en el conjunto particular de instituciones, sino en la institucionalización de relaciones particulares entre los participantes de la vida política. En razón de esto, tratar de efectuar comparaciones entre la Unión Europea y los modelos clásicos federales, puede generar confusiones y llevar a conclusiones equivocadas. Puede conducir, particularmente, a actitudes formalistas consistentes en negar toda posibilidad de establecer prácticas y acuerdos de inspiración federal so el pretexto de que no existen los fundamentos constitucionales necesarios. Se olvida, por ejemplo, que Estados Unidos fueron una confederación antes de ser un Estado federal, y que la gran mayoría de éstos nacieron a través un proceso evolutivo. En cualquier caso, el análisis comparado contribuye a la mejora del conocimiento del proceso de integración.
Yves Mény, citado por Morata, enseña, basándose en el funcionamiento del sistema jurídico comunitario, que hay un modelo de "federalismo judicial", es decir, la combinación de los tratados, normas derivadas y jurisprudencia del Tribunal de Justicia deriva en la constitución de un verdadero sistema político – jurídico de naturaleza cuasi federal. En los momentos de mayor estancamiento del proceso de integración, la jurisprudencia del TJUE ha conseguido orientar el sistema comunitario en un sentido federalista. Ha retomado, también, la teoría de los poderes implícitos, desarrollada en el siglo XIX por el Tribunal Supremo estadounidense. Ante la falta de una atribución explicita de competencias de la Comunidad, ésta se encuentra facultada para tomar las medidas necesarias para garantizar el respeto de los principios y de las reglas generales contenidas en los tratados, lo que posibilitó el desarrollo de políticas no previstas inicialmente, como la política medioambiental.
La observación del sistema comunitario permite destacar otros principios, reglas e instituciones típicas del federalismo, entre los cuales se destaca el principio de la subsidiaridad, mediante el cual solo se actúa en común cuando resulta más eficaz que actuar por separado. Señalase, aún, la ciudadanía europea, que se traduce en un conjunto de nuevos derechos comunes, y la UEM, ya que en cualquier estructura federativa la política monetaria constituye una competencia exclusiva de las instancias federales.
La política exterior y de seguridad no pertenece por hora a la política comunitaria. Por tanto, a diferencia de las federaciones existentes, la Unión Europea no dispone de competencias directas al respecto. No obstante, en materia de política comercial exterior, de relaciones económicas internacionales, de acuerdos medioambientales o de cooperación al desarrollo, la Comunidad, representada por la Comisión, ostenta competencias importantes y relevante autonomía de negociación. En cuanto al sistema decisorio, la Unión ha expandido sus competencias, llegando incluso a establecer un sistema legal de matiz federal. Sin embargo, dicha transformación se ha producido a cabio de un mayor control de las decisiones por parte de los Estados miembros, o sea, a una mayor integración normativa, mayor intergubernamentalismo decisorio. La mayor prueba de ello reside en la creación del Consejo Europeo, no prevista en los tratados, sin olvidar la implicación creciente de los aparatos burocraticos nacionales en el proceso decisorio mediante el COREPER. En definitiva, el sistema comunitario, así, asemejase a un federalismo incompleto o hibrido.
Este carácter cambiante del sistema comunitario también llamó la atención de los neoinstitucionalistas, para quienes la arquitectura institucional de un sistema define las identidades de los individuos, los grupos y la sociedad y el marco de la actuación de la política. A diferencia del institucionalismo tradicional, centrado en la descripción de los aspectos formales del proceso de decisión, resalta la importancia de las reglas y las tradiciones decisorias, así como los efectos de su rutinización y socialización. Para el neoinstitucionalismo, la Unión Europea representa una nueva forma de dominación política y no una simple alianza de Estados, dado la influencia de las organizaciones supranacionales. Ahora bien, la Unión no constituye un sistema político en el sentido tradicional de la palabra, puesto que no dispone de un gobierno dotado de legitimidad democrática. En términos institucionales, su posición actual se halla entre el confederalismo y el federalismo cooperativo.
Recientemente, ante esta dificultad de aprehender la naturaleza del sistema comunitario, aparecen varios enfoques comparados que combinan elementos del federalismo con el análisis de los procesos políticos ligados a la formulación de las distintas políticas comunitarias, utilizando conceptos como redes de políticas, europeización o gobernación a varios niveles.
Las concepciones tradicionales del proceso de integración que marcan, sobre todo, el segundo posguerra mundial, han privilegiado, aspectos distintos del proceso sin proporcionar, sin embargo, una respuesta convincente. La explicación reside, fundamentalmente, en la naturaleza misma de la Unión Europea, singular, "una nueva forma de dominación política". Es más que una simple alianza de Estados, ya que las instituciones supranacionales ejercen una influencia significativa, sin ser, todavía, un sistema político dotado de legitimidad democrática.
Así, las raíces históricas de la Unión Europea se remontan a la Segunda Guerra Mundial. Los europeos estaban decididos a evitar que semejante matanza y destrucción pudiera volver a repetirse. Poco después de la guerra, Europa quedó dividida en Este y Oeste dando comienzo a los cuarenta años de la guerra fría. El Consejo de Europa es creado en 1949 por las naciones occidentales - constituía un primer paso hacia la cooperación. Pero seis de esos países apostaban por ir más lejos: en 9 de mayo de 1950, el Ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, presenta un plan para una mayor cooperación. Desde entonces, esta Unión estrecha de los pueblos de Europa sufre cambios y desafíos permanentes. Lo único que permanece allí, más vivo que nunca, como en los primeros años de la postguerra y con toda la carga emocional que supusiera – "le désir de l'Europe", como se dice en Francia, son los valores comunes de Europa. Y mientras esta idea de "nuestra Europa", como apuntaba la señora Canciller federal de Alemania hace unos días en un periódico español, mientras estos valores únicos germinados en la Segunda Guerra permanecieren ahí, se puede creer en soluciones y en nuevos caminos para este Viejo y sufrido Continente.





















Referencias bibliográficas generales.
www.europa.eu
HOBSBAWM, E. Historia del siglo XX. Barcelona, Critica, 2011.
MANGAS MARTIN, A.; LIÑÁN NOGUERAS, Diego J.: Instituciones y Derecho de la Unión Europea. Madrid, Editorial Tecnos, 2010.
MORATA, F. La Unión Europea. Madrid, Editorial Ariel, 2009.
MORENO JUSTE, A.: "El proceso de construcción europea: de la CECA al Tratado de Maastricht", en PEREIRA, J.C. (coord.): Historia de las Relaciones Internacionales Contemporáneas. Barcelona, Ariel, 2009.
MORENO, J.; KORNELIUS, S; WIELINSKI, B. "Ya no basta un trato diplomático. Hay que resolver sin paños calientes". El país digital. 25 de enero de 2012. http://internacional.elpais.com/internacional/2012/01/25/actualidad/1327480798_670167.html. [Consulta en: 03 de febrero de 2012].



Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.