\"El cuerpo Utopico\" y \"Las heterotopías\"

July 25, 2017 | Autor: Nicolas Marcel | Categoría: Heterotopia, Michel Foucault, Filosofía
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Descripción

Michel Foucault

El cuerpo utópico Las heterotopías

“El cuerpo utópico” y “Las heterotopías” son dos conferencias radiofónicas pronunciadas por Michel Foucault el 7 y 21 de diciembre de 1966 en France-Culture. Estas conferencias han sido objeto de edición bajo el título “Utopías y heterotopías” (INA- Mémoires vives, 2004) “Las heterotopías” han sido objeto de una edición, en una versión acortada y modificada, bajo el título “Los espacios otros” en Ediciones Gallimard (Dits et Écrits, t. IV). La presente traducción ha sido realizada bajo un interés académico y de circulación, sin ningún objetivo lucrativo, de la primera parte que contiene las dos conferencias en la edición ©Nouvelles Éditions Lignes, 2009. Traducción: Nicolas Marcel

El cuerpo utópico

A ese espacio que Proust, dulcemente, ansiosamente, hace ocupar de nuevo a cada uno sus sueños, a este lugar, desde que tengo memoria, no puedo más que escaparle. No sólo escaparle a que yo sea fijado por él en el lugar -porque después de todo yo puedo no solamente desplazarme, moverme, sino que puedo desplazarlo, moverlo, cambiarlo de lugarpero por ejemplo: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde él está para hacerme ir, a mí, a otra parte. Puedo ir al fin del mundo, puedo agazaparme por la mañana debajo de mis cobijas, hacerme tan pequeño como pueda, puedo dejarme fundir bajo el sol en la playa, él estará siempre allí donde yo esté. Él está aquí irreparablemente, no en otro sitio. Mi cuerpo, es lo contrario de una utopía, eso que no está nunca bajo otro cielo, el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, me hago cuerpo. Mi cuerpo, topia despiadada. ¿Y si, alegremente, yo vivía con él en una suerte de familiaridad usada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente no veo y que la vida ha pasado a lo monótono; como con esas chimeneas, esos tejados que acarician cada tarde mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma presencia, la misma herida; bajo mis ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo; rostro delgado, hombros caídos, mirada miope, más cabello, realmente nada agradable. Y es, en ese malvado cascarón de mi cabeza, en esa jaula que no quiero, que él va hacer que me muestre y me pasee; es a través de esa cuadricula que él me hará hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel, estancarme. Mi cuerpo, es el lugar sin recursos en el cual estoy condenado. Pienso, después de todo, que es contra él y como para borrarlo que hacemos nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, su belleza, su emergimiento ¿a qué se deben? La utopía, es un lugar fuera de todos los lugares, es un lugar donde yo tendría un cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que sería hermoso, limpio, transparente, luminoso, veloz, liberado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y él puede ser la utopía primera, la cual es la más inextirpable en el corazón de los hombres, lo que sería precisamente la utopía de un cuerpo incorpóreo. El país de las hadas, el país de los diablillos, de los genios, de los magos: es el país donde los cuerpos se transportan a la velocidad de la luz, es el país donde podemos derrumbar una montaña y volverla a levantar; es el país donde se es visible cuando se quiere, invisible en el momento que se desea. Si existe un reino de hadas, es porque yo soy allí un príncipe precioso y porque todo lo horripilante deviene peludo y malvado como los osos. Pero existe también una utopía hecha para hacer desaparecer los cuerpos. Esta utopía, es el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos ha dejado la civilización egipcia. Las momias, después de todo ¿qué son? La utopía de los cuerpos negados a la vez que transfigurados. La momia, es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. Han existido también las máscaras de oro que la civilización micénica posaba sobre los rostros de sus reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares, terror de los ejércitos. Han existido las pinturas y esculturas sobre las tumbas; las estatuas, que desde la edad media prolongan en la inmovilidad una juventud que ya no pasará. Existe todavía, en

nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geométrizados por la piedra, figuras regulares y blancas sobre la gran obra de los cementerios. Y en esta ciudad utópica de los muertos, he aquí que mi cuerpo deviene sólido como una cosa, eterno como un dios. Pero quizá la más obstinada, la más poderosa de estas utopías por las cuales borramos la triste topología del cuerpo, sea el gran mito del alma, que nos has sido procurado desde el fondo de la historia occidental. El alma funciona en mi cuerpo de una manera maravillosa. Ella lo habita, por supuesto, pero sabe escondérsele perfectamente: lo hace para ver las cosas, a través de las ventanas de mis ojos, lo hace para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Es hermosa, mi alma, es pura, es blanca; y si mi cuerpo pantanoso- en todo caso no tan mío- la hace salir, habrá una virtud, habrá un poder, habrá mil gestos sagrados que la devolverán a su pureza primera. Vivirá mucho tiempo, mi alma, y todavía mucho más, cuando mi cuerpo se empiece a podrir. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco; es mi cuerpo liso, castrado, rodeado como una pompa de jabón. ¡He aquí! Mi cuerpo, por la virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Lo ha hecho como la llama de una vela que soplamos. El alma, las tumbas, los genios y las hadas se han apropiado de él, lo han hecho desaparecer en un santiamén, han apuntado sobre su pesadez, sobre su fealdad, y me lo han devuelto deslumbrante y perpetuo. Pero mi cuerpo, en realidad, no se deja reducir tan fácilmente. Tiene, después de todo, sus propios recursos fantásticos; él posee también, lugares sin lugar y lugares más profundos, más obstinados todavía que el alma, que la tumba, que el encantamiento de los magos. Él tiene sus cuevas y sus áticos, sus estancias oscuras, sus playas luminosas. Mi cabeza, por ejemplo, mi cabeza: qué extraña caverna abierta sobre el mundo exterior por dos ventanas, dos aberturas, de esto estoy seguro, puesto que las veo en el espejo; y luego puedo cerrar una y otra separadamente. Y viendo delante de mí por estas aberturas, no hay más que uno solo, un solo paisaje, continuo, sin separación ni corte. Y adentro de esta cabeza, ¿cómo es que las cosas llegan? Bien, las cosas vienen a habitar en ella. Ellas entran allí- y estoy muy seguro de que entran en mi cabeza cuando yo miro, puesto que el sol, cuando está demasiado fuerte y me deslumbra, esta sensación rompe hasta el fondo de mi cerebro-, y sin embargo, estas cosas que entran en mi cabeza permanecen en el exterior, puesto que las veo delante de mí, debo avanzar, para alcanzarlas. Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado: cuerpo utópico. Cuerpo absolutamente visible, en el sentido de que, sé muy bien lo que es ser mirado por alguien más de los pies a la cabeza, sé lo que es ser espiado desde atrás, controlado desde arriba del hombro, sorprendido cuando espero, sé qué es estar desnudo; sin embargo, este mismo cuerpo que es tan visible, es retirado, es captado por una especie de invisibilidad de la que no me puedo soltar. Este cráneo, esta parte trasera de mi cráneo que puedo tocar, allí, con mis dedos, pero ver, nunca; esta espalda, que yo siento apoyada contra la presión del colchón sobre el diván, cuando yo estoy acostado, pero que no puedo sorprender más que por el ardid de un espejo; y este hombro, del cual yo conozco con precisión los movimientos y las posiciones, pero que no podré ver nunca sin contornearme espantosamente. El cuerpo,

fantasma que sólo aparece ante la ilusión de los espejos, y aún de una manera incompleta ¿Necesito realmente de los genios y de las hadas, y de lo muerto y del alma, para ser a la vez indisociablemente visible e invisible? Ahora bien, este cuerpo, es liviano, es transparente, es imponderable; nadie es menos cosa que él: él corre, él se sacude, él vive, él desea, él se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. ¡Y sí! Pero hasta el día en que estoy enfermo, en que se ahueca la caverna de mi vientre, en que se inmoviliza, en que se obstruye, en que se abarrota de estopa mi pecho y mi garganta. Hasta el día en que se estrella en el fondo de mi boca el dolor de dientes. Entonces, entonces allí, hasta ese día ceso de ser ligero, imponderable, etc.; y devengo cosa, arquitectura fantástica y en ruinas. No, realmente, no existe necesidad de magia ni de hadas, no existe necesidad de un alma ni de una muerte para que yo sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vivo y cosa: para que yo sea una utopía, basta con que sea un cuerpo. Todas esas utopías por las que yo esquivaba mi cuerpo, todas tenían de manera simple su modelo y su primer punto de aplicación, todas tenían su lugar de origen en mi cuerpo mismo. Yo había fallado, en un instante, al decir que las utopías estaban vueltas contra el cuerpo y destinadas a hacerlo desaparecer: ellas nacen del cuerpo mismo y son quizá devueltas enseguida contra él. En todo caso, hay una cosa cierta, y es que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más antiguas utopías que los hombres se han contado a ellos mismos, ¿no es el sueño de cuerpos inmensos, desmesurados que devorarían el espacio y dominarían el mundo? Es la antigua utopía de los gigantes, que encontramos en el corazón de tantas leyendas, en Europa, en África, en Oceanía, en Asia; esta antigua leyenda que hace tanto tiempo alimenta la imaginación occidental, desde Prometeo hasta Gulliver. El cuerpo es también un gran actor utópico, cuando él actúa con máscaras, maquillaje y tatuaje. Pero, enmascararse, maquillarse, tatuarse, no es exactamente, como podríamos imaginar, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más bello, mejor decorado, más fácilmente reconocible; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda otra cosa, es hacer entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el signo tatuado, el maquillaje, depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje: todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que llama sobre el mismo cuerpo la violencia del dios, el poder sordo de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el maquillaje colocan al cuerpo en otro espacio, ellos lo hacen entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo, ellos hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio imaginario que va a comunicarse con el universo de las divinidades o con el universo de lo ajeno. Seremos captados por los dioses o lo seremos por la persona que viene a seducirnos. En todo caso, la máscara, el tatuaje, el maquillaje son operaciones por las cuales el cuerpo es arrancado de su propio espacio y luego, proyectado en otro. Escuchen por ejemplo este cuento japonés y la manera como un tatuador hace pasar a un universo que no es el nuestro el cuerpo de la joven que él desea: “El sol lanzaba sus rayos sobre el rio e incendiaba la habitación de las siete esteras. Sus rayos reflejados sobre la superficie del agua formaban un esbozo de ondas doradas sobre el papel de los biombos y sobre el rostro de la joven dormida. Seikichi, después de haber tirado los tabiques, tomaba

en manos sus herramientas de tatuaje. Por algunos instantes permanecerá sumergido en una especie de éxtasis: gustaba plenamente de la extraña belleza de la joven. Le parecía que podía descansar sentado delante de ese rostro inmóvil durante decenas y centenares de años sin jamás quejarse de fatiga ni aburrimiento. Como la gente de Memphis embellecía antiguamente la tierra magnifica de Egipto de pirámides y esfinges, así Seikichi con todo su amor deseaba embellecer con su arte a la fresca piel de la joven. Aplica inmediatamente la punta de sus pinceles de color sostenidos entre el pulgar, el anular y el meñique de la mano izquierda, y a medida que las líneas se van dibujando, las punza con su aguja sostenida en la mano derecha.” Y si soñamos que la vestidura sagrada, o profana, religiosa o civil hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces vemos que todo lo que toca al cuerpo -dibujo, color, diadema, corona, vestidura, uniforme-, todo esto hace abrir bajo una forma sensible y abigarrada las utopías selladas en el cuerpo. Pero quizá habría que ir más allá de las vestiduras, quizá habría que escuchar a la carne misma, y entonces ver que en ciertos casos, en el límite, es el cuerpo mismo quien vuelve contra sí su poder utópico y hace entrar todo el espacio de lo religioso y de lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contra-mundo, en el interior mismo del espacio que él se ha reservado. Entonces, el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propios fantasmas. Después de todo, ¿no es el cuerpo del bailarín justamente un cuerpo dilatado según todo un espacio en el que él es interior y exterior a la vez? Y los drogadictos también, y los poseídos; los poseídos, donde el cuerpo deviene infierno; los estigmatizados, donde el cuerpo deviene sufrimiento, redención y despedida, paraíso sangriento. Era tonto, realmente, creer que el cuerpo no estaba nunca en otra parte, que él era un aquí irremediable y que él se oponía a toda utopía. Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, está atado a todos los otros lugares del mundo, y realmente es sólo otro lugar en el mundo; porque es alrededor de él que las cosas son dispuestas, es por ejemplo en él - y por ejemplo en él como en un soberano- que hay un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un antes, un detrás, un cerca, un lejos. El cuerpo es el punto cero del mundo; él, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, no es una parte nula: él está en el corazón del mundo, ese núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, avanzo, imagino, percibo las cosas en su lugar y las niego también por el poder indefinido de las cosas que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no hay lugar, pero es allí de donde irradian y salen todos los lugares posibles, reales o utópicos. Después de todo, los niños gastan mucho tiempo para saber que ellos tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, ellos no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo allí no se organiza, todo allí no toma literalmente cuerpo más que en la imagen del espejo. De una manera más extraña todavía, los Griegos de Homero no tenían una palabra para designar la unidad del cuerpo. Por más paradójico que suene, después de Troya, bajo los muros defendidos por Héctor y sus compañeros, no habían cuerpos, habían brazos levantados, habían pechos valerosos, habían piernas agiles, habían

cascos relumbrantes más que cabezas: no había cuerpos. La palabra griega que quiere decir cuerpo no aparece en Homero más que para designar al cadáver. Es este cadáver, por consiguiente, es el cadáver y es el espejo quienes nos enseñan (en fin, quien ha enseñado a los Griegos y quien enseña ahora a los niños) que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que ese contorno tiene un grosor, un peso; en fin, que el cuerpo ocupa un lugar. Es el espejo y es el cadáver quien asigna un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver quienes mandan a callar y tranquilizar y cerrar sobre lo clausurado- lo que está ahora para nosotros sellado- esa gran rabia utópica que arruina y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo. Es gracias a ellos, es gracias al espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple utopía. Ahora, si soñamos que la imagen del espejo está habitada por nosotros en un espacio inaccesible, y que nosotros no podremos nunca estar allí donde estará nuestro cadáver, si soñamos que el espejo y el cadáver son ellos mismos en otro lugar invencible, entonces descubrimos que solo las utopías pueden volver a cerrarse sobre ellas mismas y esconder un instante la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpos. Quizá habría que decir también que hacer el amor, es sentir el cuerpo cerrarse sobre sí, es en fin existir fuera de toda utopía, con toda su densidad, entre las manos del otro. Bajo los dedos del otro que le recorren, todas las partes invisibles del cuerpo empiezan a existir, contra los labios del otro los propios se vuelven sensibles, delante de sus ojos entornados el rostro adquiere una certidumbre, hay una mirada última para ver sus parpados cerrados. El amor, él también, como el espejo y como la muerte, satisface la utopía del cuerpo, la hace callar, la calma, la encierra como dentro de una caja, la cierra y la sella. Es porque él está tan emparentado de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte; y tan a pesar de estas dos figuras peligrosas que lo encierran, por lo que amamos tanto hacer el amor, porque en el amor, el cuerpo está allí.

Las heterotopías

Existen entonces países sin lugar e historias sin cronología; ciudades, planetas, continentes, universos donde sería imposible elevar el rastro sobre un mapa o sobre un cielo, todo simplemente porque ellos no pertenecen a ningún espacio. Sin duda, estas ciudades, estos continentes, estos planetas han nacido, como ya dijimos, en la cabeza de los hombres, donde a decir verdad, en el intersticio de sus palabras, en el grosor de sus relatos, o incluso en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de sus corazones; en resumen, no existe más que el dulzor de las utopías. Sin embargo, creo que hay -y es allí en toda sociedad- utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que podríamos situar sobre un mapa; utopías que tienen un tiempo determinado, un tiempo que podemos fijar y medir según el calendario de todos los días. Es muy probable que cada grupo humano, sea cual fuere, delimite, en el espacio que ocupa, donde vive realmente, donde trabaja, lugares utópicos, y, en el tiempo donde se ocupa, momentos ucrónicos. He aquí lo que quiero decir. No vivimos en un espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos en el rectángulo de una hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio cuadriculado, delimitado, abigarrado, con zonas claras y oscuras, de diferentes niveles, peldaños de escalera, horadaciones, elevaciones, regiones duras y suaves, penetrables, porosas. Existen las regiones de paso, las calles, los trenes, los metros; existen las regiones abiertas de alto tránsito, los cafés, los cines, las playas, los hoteles, y también las regiones cerradas para el descanso, para estar en casa. Ahora, entre todos estos lugares que se distinguen los unos de los otros, existen algunos que son absolutamente diferentes: lugares que se oponen a todos los otros, que están destinados a hacerlos desaparecer, a neutralizarlos o a purificarlos. Son de cierta manera contra-espacios. Estos contra-espacios, estas utopías localizadas, los niños las conocen perfectamente. Por supuesto, es el fondo del jardín, es el ático o mejor todavía es el campamento de Indios alzado en el centro del ático, o aun, es -los jueves por la tarde- la inmensa cama de los padres. Es sobre esa gran cama que descubrimos el océano, donde podemos nadar entre las cobijas; y entonces, esa gran cama, es también el cielo, donde podemos saltar sobre los resortes; es el bosque donde podemos escondernos; es la noche, donde nos volvemos fantasmas entre las sabanas; es el placer, al fin, por el que, a la vuelta de los padres, vamos a ser castigados. Estos contra-espacios, realmente, no son una invención de los niños; creo, simplemente, porque los niños no inventan nunca nada; son los hombres, al contrario, quienes han inventado a los niños los que les han susurrado sus maravillosos secretos; y luego, estos hombres, estos adultos se sorprenden, cuando estos niños, a su vuelta, les gritan en los oídos. La sociedad adulta ha organizado ella misma, y mucho antes que los niños, sus propios contra-espacios, sus utopías situadas, sus lugares reales fuera de todos los lugares. Por ejemplo, existen los jardines, los cementerios, los asilos, los burdeles, las prisiones, las casas de campo del Club Mediterráneo, y muchos otros.

¡Y bien! Yo sueño una ciencia- dije bien una ciencia- que tendría por objeto esos espacios diferentes, esos otros lugares, esas respuestas míticas y reales del espacio donde vivimos. Esta ciencia estudiaría no las utopías, porque hay que reservar ese nombre a eso que no tiene verdaderamente ningún lugar, sino las hetero-topias, los espacios absolutamente otros; y necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se llamará, ella se llama en este momento “heterotopología”. A esta ciencia que está naciendo, debe entregársele los primero elementos. Primer principio: no existe probablemente ninguna sociedad que no constituya su heterotopía o sus heterotopías. Es esta, sin duda, una constante de todo grupo humano. Mas realmente, estas heterotopías pueden tomar, y toman siempre, formas extraordinariamente variadas, y quizá no exista, sobre toda la superficie del globo o en toda la historia del mundo, una sola forma de heterotopía que se mantenga constante. Podríamos quizá clasificar las sociedades, si se quiere, según las heterotopías que ellas constituyen. Por ejemplo, las sociedades llamadas primitivas tienen lugares privilegiados o sagrados o prohibidos- como nosotros mismos los tenemos; pero estos lugares privilegiados o sagrados son en general reservados a los individuos “en crisis biológica”. Existen casas especiales para los adolescentes en el momento de la pubertad; existen casas especiales reservadas a los mujeres en periodo de menstruación; otras para que las mujeres tengan su parto. En nuestra sociedad, estas heterotopías para los individuos en crisis biológica casi han desaparecido. Anotemos que en el siglo XIX todavía existían, los colegios sólo para hombres, existía el servicio militar también, que jugaban sin duda ese papel: hacían que las primeras manifestaciones de la sexualidad viril tuvieran sitio en otros lugares. Y después de todo, para las jóvenes, yo me pregunto si el viaje de bodas no era a la vez una especie de heterotopía y de heterocronía: la desfloración de la joven no debía tener lugar en la misma casa donde ella había nacido, se trataba de hacer que esta desfloración tuviera lugar en una especie de espacio nulo. Pero estas heterotopías biológicas, estas heterotopías de crisis desaparecen poco a poco, y son reemplazadas por heterotopías de desviación: esto quiere decir que los lugares que la sociedad limpia en sus márgenes, en sus playas vacías que la rodean, son preferiblemente reservados a los individuos cuyo comportamiento por ejemplo está desviado de lo normal o de la norma exigida. De allí las casas de reposo, de allí las clínicas psiquiátricas, de allí igualmente, por supuesto, las prisiones. Habría sin duda que agregar allí a los geriátricos, porque después de todo, la ociosidad en una sociedad tan ocupada como la nuestra es una especie de desviación -desviación en todo caso que empieza a ser biológica cuando está ligada a la vejez, y es una desviación, a mi parecer, constante, para todos aquellos que no tienen la discreción de morir de un infarto en las tres semanas que siguen de su llevada al geriátrico. Segundo principio de la ciencia heterotopológica: en el curso de su historia, toda sociedad puede perfectamente absorber y hacer desaparecer una heterotopía que ella había constituido antes, o incluso organizar una que no existía aún. Por ejemplo, hace una veintena de años, la mayor parte de los países de Europa intentaron hacer desaparecer los prostíbulos, con un éxito parcial, lo sabemos, porque el teléfono ha sustituido a toda una red arácnida, y de manera muy sutil, como la que fue la casa de nuestros antepasados. En cambio el cementerio

es para nosotros, como se nos presenta ahora, el ejemplo más evidente de la heterotopía (el cementerio es absolutamente el lugar otro), pero este no ha tenido siempre ese papel en la civilización occidental. Hasta el siglo XVIII, se encontraba en el corazón de la ciudad, dispuesto allí, en el centro, al lado de la iglesia; y, realmente, no le dábamos ningún valor solemne. Excepto para algunos individuos, la suerte común de los cadáveres era simplemente ser arrojado al osario sin respeto alguno por el despojo individual. Ahora, de una manera muy curiosa, en el momento mismo en que nuestra civilización ha devenido atea, o, al menos, más atea, es decir al final del siglo XVIII, se empiezan a poner individualmente los esqueletos. Cada uno ha tenido derecho a su pequeña caja y a su pequeña descomposición personal. De otro lado, todos estos esqueletos, todas estas pequeñas cajas, todos estos ataúdes, todas estas tumbas, todos estos cementerios han sido puestos a parte; los hemos puesto fuera de la ciudad, en el límite de ésta, como si fuera al mismo tiempo un centro y un lugar de infección y, de cierta manera, de contagio de la muerte. Pero todo esto no ha pasado -no hay que hacerlo pasar- sino hasta el siglo XIX, y aun en el curso del Segundo Imperio. Es con Napoleón III, en efecto, que los grandes cementerios parisinos han sido organizados en las afueras de la ciudad. Habría también que citar- y allí habría de cierta manera una sobredeterminación de la heterotopía- los cementerios para tuberculosos; pienso en ese maravilloso cementerio de Menton, en el cual han estado acostados los grandes tuberculosos que vinieron, en el fin del siglo XIX, a reposar y a morir en la Costa Azul: otra heterotopía. En general, la heterotopía tiene por regla yuxtaponer a un lugar real varios espacios que, normalmente, serían, deberían ser incompatibles. El teatro, que es una heterotopía, hace suceder sobre el rectángulo de la escena toda una serie de lugares extraños. El cine es una gran escena rectangular, en el fondo de la cual, sobre un espacio de dos dimensiones, proyectamos un espacio nuevo en tres dimensiones. Pero quizá el más antiguo ejemplo de heterotopía sería el jardín, creación milenaria que tenía ciertamente en Oriente una significación mágica. El tradicional jardín persa es un rectángulo que está dividido en cuatro partes, que representan los cuatro elementos con los cuales el mundo se compone, y en el centro de este, en el punto unión de estos cuatro rectángulos, se encontraba un espacio sagrado: una fuente, un templo. Y, alrededor del centro, toda la vegetación del mundo, toda la vegetación ejemplar y perfecta del mundo debía encontrarse reunida. Ahora, si soñamos que las alfombras orientales eran, en su origen, reproducciones de jardines- en el sentido estricto, “jardines de invierno”- comprendemos el valor legendario de las alfombras voladoras, de las alfombras que recorrían el mundo. El jardín es una alfombra donde el mundo entero viene a llevar a cabo su perfección simbólica a la vez que la alfombra es un jardín móvil a través del espacio. ¿Era el parque o la alfombra ese jardín que describía el cuentista de Las mil y una noches? Vemos que todas las maravillas del mundo vienen a recogerse en ese espejo. El jardín, desde el fondo de la antigüedad, es un lugar de utopía. Tuvimos tal vez la impresión de que los romanos se colocaban fácilmente en los jardines: de hecho los romanos nacieron bajo la institución misma de los jardines. La actividad romana es una actividad de jardineros. Se encuentra que las heterotopías están ligadas muy seguido a los recortes singulares del tiempo. Ellas son parientes, si quieren, de las heterocronías. Por supuesto, el cementerio es

un lugar donde el tiempo no corre más. De una manera general, en una sociedad como la nuestra, podemos decir que existen heterotopías que son las heterotopías del tiempo en el momento en que se acumulan al infinito: los museos y las bibliotecas, por ejemplo. En el siglo XVII Y XVIII, los museos y las bibliotecas eran instituciones particulares; eran la expresión del gusto personal. En cambio, la idea de acumular, la idea, en cierta manera, de detener el tiempo, o mucho más de dejarlo depositarse al infinito en una especie de espacio privilegiado, la idea de constituir el archivo general de una cultura, la voluntad de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos los gustos, como si ese espacio pudiera estar él mismo definitivamente fuera del tiempo, es la única idea totalmente moderna: el museo y la biblioteca son heterotopías propias de nuestra cultura. Existen en cambio heterotopías que están ligadas al tiempo, no sobre el modo de la eternidad, pero sí sobre el modo de la fiesta: heterotopías no eternas sino crónicas. El teatro, claro, pero también las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos a bordo de las ciudades, algunas veces en el centro de estas, que pululan una o diez veces por año, los quioscos, los muestrarios, los objetos heteróclitos, los luchadores, las mujeres-serpientes y adivinadores de buenas aventuras. Existen, más recientemente en la historia de nuestra civilización, las casas de campo para vacaciones; pienso sobre todo en esos maravillosos pueblos polinesios que, sobre el borde del Mediterráneo, ofrecen tres pequeñas semanas de desnudez primitiva y eterna a los habitantes de nuestras ciudades. Las chozas de Djerba, por ejemplo, son similares, en un sentido, de las bibliotecas y los museos, puesto que son heterotopías de lo eterno- invitamos a los hombres a reconciliarse con la más antigua tradición de la humanidady al mismo tiempo, ellas son la negación de toda biblioteca y de todo museo, pues no proceden, a través de ellas, a acumular el tiempo sino que, al contrario, intenta borrarlo para volver a la desnudez, a la inocencia del pecado original. Existen también, existían, sobre todo, entre estas heterotopías de las fiestas, estas heterotopías crónicas, las fiestas de todos los días en los burdeles de hace un tiempo, donde la fiesta comenzaba a las seis de la tarde, como en La fille Élisa. En fin, las otras heterotopías están ligadas, no a la fiesta, sino al pasaje, a la transformación, a la labor de una regeneración. Era, en el siglo XIX, en los colegios y en los cuarteles, donde debían hacer de los niños adultos, de los provincianos ciudadanos, y de los ingenuos perspicaces. Existen, sobre todo, en nuestros días, las prisiones. Bueno, quisiera proponer como quinto principio de la heterotopología, este hecho: que las heterotopías tienen siempre un sistema de apertura y cierre que las aísla por ejemplo a espacios cerrados. En general, no entramos en una heteropía como en un molino, o bien entramos en ella porque nos obligan (las prisiones, evidentemente), o bien entramos cuando estamos sumidos a ritos, a una purificación. Purificación mitad religiosa y mitad higiénica, como en los Hammams de los musulmanes, o como en el sauna de los Escandinavos, purificación solamente higiénica, pero que trae con ella toda una serie de valores religiosos o naturalistas. Existen otras heterotopías, al contrario, que no están cerradas al mundo exterior, sino que son pura y simple apertura. Todo el mundo puede entrar allí, pero, realmente, una vez que

entramos, percibimos que es una ilusión y que no hemos entrado a ninguna parte. La heterotopía es un lugar abierto, pero que tiene esa propiedad de mantenernos fuera. Por ejemplo, en América del sur, en las casas del siglo XVIII, existía siempre, limpia al lado de la puerta de entrada, pero siempre antes de la puerta de entrada, una pequeña habitación que se abría directamente sobre el mundo exterior y que estaba destinada a los visitantes de paso; es decir que no importa quien, ni la hora del día ni la noche, podía entrar en esa habitación, podía reposar allí, podía hacer lo que quería, podía irse a la mañana del día siguiente sin ser visto ni reconocido por nadie; pero, en la medida de que esta habitación no estaba de ninguna manera dentro de la casa misma, el individuo que allí era recibido no podía nunca pasar al interior de la vivienda familiar. Esta habitación era una especie de heterotopía enteramente exterior. Podríamos compararla con la heterotopía de los moteles americanos, donde entramos con nuestro carro y con nuestra amante, y donde la sexualidad ilícita se encuentra a la vez protegida y escondida, mantenida lejos, sin que quede por eso al aire libre. Por último, existen heterotopías que aparecen abiertas, pero donde solo entran verdaderamente quienes están ya iniciados. Creemos que accedemos a eso que es lo más simple, lo más ofrecido, y de hecho estamos en el corazón del misterio; es al menos de esta manera que Aragón entraba alguna vez en los burdeles: “Aún hoy, no es sin una cierta emoción colegial que yo franqueo esos umbrales de excitabilidad particular. Allí persigo el gran deseo abstracto que en ocasiones se libera de algunas figuras que jamás he amado. Un fervor se despliega. Un instante en el que no pienso en el lado social de los lugares. La expresión casa de tolerancia no se puede pronunciar seriamente.” Es aquí sin duda donde reunimos eso que hay de más esencial en las heterotopías. Ellas son la oposición de todos los otros espacios, una puesta en duda que se puede ejercer de dos maneras: o bien, como en los burdeles de los que hablaba Aragón, creando una ilusión que denuncia todo el resto de la realidad como ilusión, o bien, al contrario, creando realmente un espacio otro, un espacio real tan perfecto, tan meticuloso, tan arreglado, que el nuestro parezca desordenado, mal dispuesto y sucio: es así que han funcionado, al menos en el proyecto de los hombres, durante cierto tiempo- en el siglo XVIII sobre todo- las colonias. Por supuesto, estas colonias tenían una gran utilidad económica, pero existían valores imaginarios que estaban vinculados a ellas, y sin duda esos valores eran ellos mismos el prestigio propio de las heterotopías. Es así que en el siglo XVII y XVIII, las sociedades puritanas inglesas han intentado fundar en América sociedades totalmente perfectas; es así que al final del siglo XIX y aún al comienzos del XX, en las colonias francesas, Lyauteu y sus sucesores han soñado con sociedades jerarquizadas y militarizadas. Sin duda la más extraordinaria de estas tentativas fue la de los jesuitas en Paraguay. Allí, en efecto, los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa, en la cual, la vida estaba totalmente reglamentada, el régimen comunista más perfecto reinaba, pues las tierras y los rebaños pertenecían a todo el mundo. Sólo un pequeño jardín estaba atribuido a cada familia, las casas estaban dispuestas en rangos regulares a lo largo de dos calles que cortaban en un ángulo recto. Al fondo de la plaza central del pueblo, había una iglesia; en uno de sus lados, el colegio; en el otro, la prisión. Los jesuitas regían día y noche, noche y día, meticulosamente, la vida de los colonos. El ángelus sonaba a las cinco de la mañana para despertarse; luego este marcaba el comienzo

de la jornada; a mediodía, la campana llamaba a la gente, hombres y mujeres, que habían trabajado en los campos; a las seis, se reunían para cenar; y a medianoche, la campana sonaba de nuevo, lo que llamaban la campana del “despertar conyugal”, ya que los jesuitas, hacían que los colonos se reprodujeran, tirando alegremente todas las noches de la campana para que la población pudiera proliferar, haciéndola llegar entre otras cosas, de 130 000 que eran al comienzo de la colonización jesuita, a 400 000 en la mitad del siglo XVIII. Teníamos por entonces el ejemplo de una sociedad enteramente cerrada sobre ella misma, que no había vuelto a tratar al resto del mundo, excepto por el comercio y los beneficios que realizaba la Compañía de Jesús. Con la colonia, tenemos una heterotopía que es de cierta manera demasiado ingenua para querer realizar una ilusión. Con el burdel, tenemos en cambio una heterotopía que es demasiado sutil o hábil para querer disipar la realidad con la sola fuerza de las ilusiones. Y si soñamos que el barco, el gran barco del siglo XIX, es una porción de espacio flotante, un lugar sin lugar, viviendo por él mismo, cerrado sobre sí, libre en un sentido, pero liberado fatalmente al infinito mar y que, de puerto en puerto, de barrio en barrio, de costado en costado, va hasta las colonias a buscar eso que ellas guardan de más preciado en sus jardines orientales que evocamos hace un momento, comprendemos por qué el barco ha sido para nuestra civilización- desde el siglo XVI al menos- a la vez el más grande instrumento económico y nuestra más grande reserva de imaginación. El navío, es la heterotopía por excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no tendrían una gran cama sobre la cual podríamos jugar; sus sueños entonces se secan, el espionaje reemplaza a la aventura, la fealdad de los policías a la belleza soleada de los corsarios.

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