El consenso puesto a prueba del conflicto: nueva mirada a la transicion espanola

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Descripción

EL CONSENSO SOMETIDO A LA PRUEBA DEL CONFLICTO: NUEVA MIRADA A LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA

Sophie BABY (Université de Bourgogne, Dijon, Centre Georges Chevrier)

Resumen: Más allá de la invocación recurrente en España del “espíritu de la transición”, tal como lo simboliza el consenso, este artículo pretende volver sobre las dinámicas del proceso histórico de transición hacia la democracia para entender sus claves y consecuencias en las modalidades de gestión de los conflictos. El consenso del que se hace alarde tiende a ocultar unos conflictos que, sin embargo, eran entonces omnipresentes. ¿Cómo consiguió resistir la retórica del consenso frente a una realidad altamente conflictiva? ¿Llevó la primera a una necesaria superación de los conflictos en el sentido de un fortalecimiento del consenso? Exageración, minimización, exclusión u ocultación de los conflictos aparecen de hecho como otras tantas estrategias políticas frente a un fenómeno cuyo potencial desestabilizador apuntaban a desactivar. Mientras tanto, los actores políticos no vacilaron en instrumentalizar los distintos miedos en provecho propio, no sin efectos perversos de pesadas consecuencias a la hora de resolver conflictos.

Palabras clave: Transición democrática – España – Consenso – Conflicto.

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Proponer una nueva mirada a la transición española supone tomar distancias con respecto a la interpretación genérica de un periodo que se ha convertido en un mito tanto político como histórico1. Como mito se elaboró a partir del modelo ya fraguado en los años 1980 por los analistas del periodo, politólogos la mayor parte, los cuales, examinando esa transición lograda y por lo tanto ejemplar, la elevaron a modelo teórico e ideal-tipo para los demás países en vía de democratización. El ideal-tipo se ha convertido en mito político. De hecho, la mayoría de los españoles perciben de manera positiva la transición y se muestran orgullosos de ella. La consideran como el periodo fundador no sólo de la actual democracia sino también de la ciudadanía española, así como lo demuestra el que se la invoque de manera recurrente en caso de conflicto o de crisis política. La crisis nacional que

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Bénédicte BAZZANA fue quien por primera vez se interrogó acerca de la construcción y deconstrucción de una mitología nacional edificada alrededor de la memoria de la transición (Mitos y mentiras de la transición, Madrid, El Viejo Topo, 2006). Son cada vez más numerosos los especialistas que tienden a usar el término de mito a propósito de dicho periodo de la historia de España. Por ejemplo GALLEGO, Ferrán, El mito de la Transición. La crisis del franquismo y los orígenes de la democracia (1973-1977), Barcelona, Crítica, 2008.

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se apoderó del país en los últimos años alimenta de manera muy particular tales resurgencias, tanto por parte del Partido Popular, el cual llamaba durante la campaña legislativa de noviembre de 2011 a que se “recuper[ara] el espíritu de la Transición”, supuestamente desmantelado por el entonces presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, como por parte de los actores socialistas tales como Felipe González, para quien “ahora necesitamos más el espíritu de consenso de la transición que entonces2”. Es la idea de consenso la que fundamentalmente se esconde detrás de aquel “espíritu de la Transición” al que es habitual referirse de modo enfático en tiempos de crisis o también con ocasión de cada aniversario de la Constitución, su más emblemático símbolo. Para su trigésimo aniversario, el entonces presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, lo expresaba sin rodeos: Hace 30 años, los españoles renunciamos al odio social, a los viejos rencores y a los afanes de represalia. La Constitución de 1978 supo, por vez primera, incluir y no excluir, unir y no separar, acoger y no expulsar. Supo conjurar la discordia civil y elevar a rango de norma la reconciliación que se estaba llevando a cabo en el ámbito de la vida privada. Apostamos por el consenso que no difumina el valor de las diferencias, pero que tampoco transforma la evidente pluralidad de los españoles en arma arrojadiza. El consenso ha sido y será el cemento sin el cual, los pueblos se empequeñecen3.

Sobre este discurso del consenso nos proponemos echar una nueva mirada aquí, no tanto para estudiar el discurso como tal, bien conocido desde hace tiempo, ni para ver en él la señal de una acentuada distorsión entre un discurso, todavía usado por las élites, y una realidad bastante más conflictiva, sino más bien y ante todo para tratar de entender por un lado lo que ha venido a ser el discurso del consenso al someterse a la prueba de una realidad altamente conflictiva, y por otro cuáles fueron las consecuencias de su persistencia en la gestión concreta del conflicto y en el futuro de la democracia. LA OTRA CARA DE LA EXHIBICIÓN DEL CONSENSO Concordia, reconciliación, convivencia, moderación, y por fin consenso, son las palabras clave con las que se caracteriza durante el periodo el “espíritu de la transición”. ¿Cómo entender dicho espíritu de consenso, considerándolo a la vez como discurso y como práctica sociopolítica? Las claves del consenso Ya que de modo alguno nació de aquella seudo-reconciliación promovida por Franco con ocasión de la pomposa celebración de los “XXV años” de paz de 1964, el consenso que dominó la transición española se entendería más bien como la combinación entre una cultura política elaborada bajo cuarenta años de franquismo y la situación histórica particular a la muerte del dictador. Dicha situación viene caracterizada por el precario equilibrio de la relación de fuerzas políticas a la muerte del general, ya que ninguno de las presentes estaba en condiciones de imponerse por sí sola a las demás. De hecho, la oposición antifranquista, rupturista, hacía frente a unos ex-franquistas divididos entre inmovilistas, quienes intentaban preservar la esencia del régimen, y reformistas que controlaban el poder desde el nombramiento de Adolfo Suárez, en 1976, a la cabeza del segundo gobierno de la monarquía. De dicha relación triangular4, y no binaria, de poderes salió el modelo político de una transición que adquirió la 2

El plural.com, 17/4/2011. ABC, 6/12/2008 (el subrayado es nuestro). 4 COLOMER, José María, La transición a la democracia: el modelo español, Barcelona, Anagrama, 1998. 3

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forma de una “ruptura pactada” o de una “reforma pactada”, según el bando desde el que se mira. La práctica de la negociación y de los pactos, característica del proceso español de democratización, fue mucho menos la consecuencia de una soñada unanimidad que de unos condicionamientos políticos impuestos por las relaciones de fuerzas tales como se daban. No significa, sin embargo, negar el impacto de una cultura política elaborada bajo tantas décadas de dictadura y que se manifestó a través de un profundo deseo de orden y de paz. A la muerte de Franco, lo que más preocupaba la opinión, no era el calendario de la emancipación de las libertades sino la incertidumbre acerca de la capacidad de los dirigentes posfranquistas para preservar el orden público y la paz. Todas las encuestas de opinión muestran que la sociedad española de los años 1970 se preocupaba más por que se mantuviera el orden, percibido como la condición de la paz civil, que por la libertad5. Como lo dice Santos Juliá, “se era demócrata siempre que serlo no implicara un desorden generalizado6”. Tal sentimiento dominante arranca de un doble determinante memorial, machacado por la propaganda franquista según la cual el régimen había garantizado cuarenta años de paz mientras la Segunda República constituía el símbolo del caos y de la anarquía. Muchos atribuían al régimen de Franco a la vez las ventajas proporcionadas por el boom económico de finales de los años 1960 (en vez de censurarlo por haberlo retrasado) y las décadas de estabilidad política y de paz interior y exterior, testimonios de la nueva “legitimidad de ejercicio7” del régimen. Al contrario, a la Segunda República se le echaba la culpa de haber favorecido el conflicto y las divisiones responsables de la explosión de la Guerra Civil. El proceso de transición hacia la democracia se construyó, por lo tanto, como una oposición abierta a la única experiencia democrática que había conocido España y que quedó deslegitimada por los acontecimientos que le sucedieron. La Segunda República hubiera entregado el país al caos, a la anarquía, a la subida de las violencias y abierto la vía a los extremismos, en particular a los revolucionarios anarquistas y comunistas. El alzamiento del 18 de julio fue el único capaz de impedir que la Revolución se instalase. Desde luego la democracia que estaba adviniendo, si quería lograr su propósito, tenía que garantizar el orden en la calle, cortar la vía a los extremismos, ser el lugar de la moderación y del diálogo. De hecho, el orden público no dejó de ser una obsesión de los dirigentes de la transición como ya lo demostramos en otra ocasión8. La moderación de las ideologías y de los comportamientos políticos también se percibe claramente en los resultados de las numerosas elecciones. Los españoles dieron sus votos a los partidos de centro (la Unión de Centro Democrático, UCD, el partido de Suárez, y el Partido Socialista, PSOE) a expensas de los partidos considerados como extremistas (el Partido Comunista de España, PCE, y Alianza Popular, AP, el partido de Manuel Fraga, predecesor del actual Partido Popular). De este

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Ya en 1970, una investigación concluía a la “preeminencia del orden y de la paz” entre los objetivos políticos (FUNDACIÓN FOESSA, Informe sociológico sobre la situación social de España, Madrid, Euramerica, 1970, cap. 5, censurado por el régimen de Franco). En 1975, el 80% de la población investigada estaba de acuerdo para afirmar que “en España, lo más importante es mantener el orden y la paz” mientras que sólo un 10% consideraban que los objetivos más importantes eran la libertad y la democracia (FUNDACIÓN FOESSA, Informe sociológico sobre el cambio político en España, 1975-1981, Madrid, Euramerica, 1981, p. 10). Hacia el final del periodo, en la primavera de 1981, un último sondeo reflejaba la notable constancia de dicha preocupación por el orden: entre los objetivos prioritarios de conseguir, encabezaba la necesidad de “mantener el orden en la nación” con el 58% (ORIZO, Francisco, España. Entre la apatía y el cambio social. Una encuesta sobre el sistema europeo de valores: el caso español, Madrid, Mapfre, 1983, p. 198). 6 JULIÀ, Santos, y MAINER, José Carlos, El aprendizaje de la libertad. 1973-1986: la cultura de la transición, Madrid, Alianza, 2000, p. 41. 7 AGUILAR, Paloma, Memoria y olvido de la Guerra Civil Española, Madrid, Alianza, 1996. 8 BABY, Sophie, Le mythe de la transition pacifique. Violence et politique en Espagne (1975-1982), Madrid, Casa de Velázquez, 2012.

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modo, el PCE, el partido antifranquista por antonomasia, el que movilizaba a las muchedumbres y llevaba la lucha contra la dictadura, se encontró rápidamente marginalizado por el electorado9. Aparecía demasiado vinculado con el pasado de la Guerra civil (incluso en la persona de su secretario general, Santiago Carrillo, ya responsable de las Juventudes durante la guerra) y eran asimilados sus métodos a prácticas revolucionarias extremistas, a pesar de la renuncia desde 1956 a la la opción de la violencia para derribar el régimen. La “política de reconciliación nacional”, nueva línea estratégica lanzada entonces, se proponía, al contrario, “superar la divisoria establecida por la guerra civil” y dejar atrás “todo espíritu de revancha”, al seguir “el deseo de paz civil del pueblo español10”. A pesar de aquel viraje precoz, fue el PSOE —el cual mantuvo una postura política bastante más radical en los primeros años de la transición—, el que se convirtió en el primer partido de la oposición. Por fin, cabe destacar la praxis política de la negociación y de la búsqueda del consenso propia de la transición. Durante sesiones parlamentarias que fueron como glosas del espíritu de consenso y de responsabilidad, se adoptaron casi por unanimidad las grandes decisiones que configuraron el nuevo Estado11. El lenguaje político de la transición fue el del diálogo, de la apertura, de la ponderación, de la pacificación, de la integración en el marco democrático. Se oponía de modo frontal al de la fractura, de la división, de la exclusión, de la estigmatización del enemigo, de la incompatibilidad radical que venía dominando desde finales de los años 1930. En el Congreso de los Diputados sobresalía una tonalidad particularmente respetuosa al contrario de las invectivas habituales en las Cortes republicanas. Incluso las pocas controversias entre Fraga y Carrillo más parecían motivadas por la voluntad de suscitar la risa que por la de herir de verdad al adversario. Se trababan amistades entre los actores de la época por encima de las afiliaciones y, desde Fraga hasta Carrillo, e incluyendo a los líderes del PSOE o de la UCD, todos se mantuvieron hasta hoy. ¿Que pasó entonces con el conflicto? Parece no haber existido, haber quedado eludido, desapareciendo debajo de la apisonadora del consenso. No podía ni debía mantenerse y si emergía tenía que desvanecerse a favor de la búsqueda del pacto. Ahí está el espíritu de la transición: ir más allá del conflicto transfigurándolo en consenso. Fue lo que permitió una construcción democrática tan rápida y exitosa que se convirtió en ejemplar ante los ojos del mundo. Ahora bien —y se trata de una evidencia—, existió el conflicto como parte de la realidad sobre todo en un periodo de tan intenso trastorno político como lo fue el de la transición. La sombra del conflicto El consenso tan alabado muchas veces sólo llegó a ser una apariencia que venía a enmascarar intensas polémicas potenciales. La población quedó parcialmente excluida de las transacciones que se dieron durante la transición, siendo en general de carácter privado las negociaciones, secretas y concluidas en los pasillos del Congreso o en las trastiendas oscuras de los restaurantes durante las comidas entre elites, dejando a la sociedad fuera de cualquier debate público sobre temas de gran calado. La forma del Estado, por ejemplo, no dio lugar a un debate entre los ciudadanos. La monarquía formó incluso, igual que el ejército, un espacio tabú de la nueva democracia, excluido de la crítica, mientras que la figura del republicano asomaba de nuevo como la de un enemigo potencial que tenía que ser reprimido. Había que

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El PCE sólo alcanzó el 9% de los votos en las elecciones législativas de 1977, el 11% en 1979 y menos del 5% en 1982. 10 CARRILLO, Santiago, Memorias, Barcelona, Planeta, 1993, p. 449-486. 11 Ver por ejemplo la sesión de aprobación de la Ley de amnistía de 15 de octubre de 1977 (Diario de Sesiones de las Cortes, Legislatura Constituyente, n°24, 14/10/1977).

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proteger a la monarquía por su debilidad y su déficit de legitimidad: restablecida por la voluntad de Franco, no gozaba de la continuidad histórica ya que el régimen legal antes de la dictadura era el republicano, y no disponía de la legitimidad dinástica hasta que don Juan de Borbón renunciara, en mayo de 1977, a sus derechos a la Corona. Tampoco poseía legitimidad democrática antes de la ratificación de la Constitución por referéndum y sólo consiguió un verdadero apoyo popular después de la acción de Juan Carlos en favor de la salvaguardia de la democracia durante el intento de golpe de Estado del 23-F. Aun así se dice a menudo que España es más juancarlista que monárquica. Por lo tanto, el consenso exhibido alrededor de la forma monárquica del régimen, simbolizado por el reconocimiento de la bandera roja y gualda por parte del Partido comunista fue el resultado no tanto de un unanimismo entusiasta sino de la opacidad de las transacciones deseada por las elites para evitar un conflicto amenazador. A pesar de exhibirse el unanimismo, nunca llegó, además, a ser completo. En el mismo parlamento siempre hubo algunos diputados que se desprendieron de la tonalidad consensual. Y fuera del Congreso, fueron numerosos los movimientos políticos que quedaron excluidos del consenso democrático. Una tercera parte del electorado se abstuvo de votar en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978. De hecho, la derecha conservadora se opuso al texto constitucional (AP no lo votó) igual que los nacionalistas vascos, tanto los moderados del Partido Nacionalista Vasco (PNV) como los radicales del espacio abertzale. En el País Vasco, la abstención alcanzó un 55% de los electores: sólo la tercera parte de los vascos se pronunció a favor de la Constitución, la cual no otorgaba a las regiones el grado de autonomía que deseaban. Por lo tanto nunca tuvo plena legitimidad en el País Vasco, lo que seguirá alimentando uno de los mayores problemas políticos de la España democrática. Del mismo modo, los extremos políticos permanecieron excluidos del sistema. Muchos no pudieron participar oficialmente en las elecciones legislativas de junio de 1977, ya que el Tribunal Supremo rechazó la legalización de los partidos de extrema izquierda considerados como demasiado revolucionarios, de los grupos republicanos y del partido carlista que ponían en peligro la monarquía, y de los independentistas vascos de la alternativa KAS por amenazar la unidad nacional. Dichos grupos tuvieron que encontrar fuera un espacio de expresión política, en la calle, con la manifestación y la acción violenta, en los cuarteles, donde algunos procuraban el apoyo del ejército, o en la esfera privada donde se replegaron los republicanos. Los exiliados, por fin, constituyeron otro grupo de ausentes y de excluidos del consenso. Existieron, por cierto, y se expresaron las divergencias políticas. Sus manifestaciones más agudas fueron las violencias que se manifestaron durante el periodo y cuya intensidad se opuso totalmente a una fantasmática transición pacífica. Revolucionarios de extrema izquierda partidarios de la lucha armada, militantes de extrema derecha cuya llama recobró fuerza con la perspectiva de la desaparición de sus privilegios, conspiradores disimulados en los cuarteles, nacionalistas radicales con ambiciones maximalistas: todos ellos intentaron influir en el proceso de reformas para cambiar su orientación o interrumpirlo, mientras las fuerzas represivas del Estado, recurriendo de modo excesivo a su poder de coercición, se empeñaron en mantener un orden público que se les escapaba de las manos. Casi ninguno de los días de 1976 y de 1977 se libró de su carga de cócteles Molotov, de explosiones de artefactos, de desperfectos materiales diversos, de agresiones físicas y hasta de asesinatos de militantes, de manifestaciones insurreccionales y sangrientas, de excesos policíacos, todo un abanico de actos violentos a los que poco a poco sustituyen las acciones terroristas, aún más mortíferas. Éstas, con la excepción de los GRAPOs12, fueron cada vez más polarizadas por el conflicto vasco —entre la ETA por un lado y, por otro, el contraterrorismo del Batallón

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Grupos Revolucionarios Antifascistas Primero de Octubre.

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Vasco-Español (BVE) que gozaba de complicidades policiales. Más de 700 muertos, entre los cuales 180 fueron víctimas de la policía y de la Guardia civil, y más de 4.000 acciones violentas de dimensión política contabilizadas entre 1975 y 1982, constituyen un pesado balance que, revelando la amplitud de las disensiones políticas, desmiente el calificativo “pacífico” que se suele añadir a la transición española13. Estos conflictos, reales y bastante más agudos de lo que deja entrever el discurso público del consenso, contribuyeron además a que volvieran a surgir unos miedos profundamente anclados en el imaginario colectivo español: miedo a una nueva Guerra civil por supuesto, pero también miedo a un golpe de Estado que volvería a traer la dictadura o miedo a una revolución “roja” que sembraría el caos. Aquel imaginario poblado de sangrientas divisiones amplificó los efectos del conflicto, alimentando la avidez de los militantes de todos los bandos: al instrumentalizar el conflicto real o temido, los discursos políticos contribuyeron a conformar de otro modo el sentido inicial del consenso. RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS Y RECONSTRUCCIONES DEL CONSENSO A pesar de poner énfasis en el consenso, los actores políticos no vacilaron, durante la transición, en utilizar en provecho propio el conflicto y los miedos asociados, diseñándose dos tendencias divergentes, perceptibles en la instrumentalización del recurso a la violencia, siendo ésta entendida como manifestación paroxística del conflicto. La exageración del conflicto con fines partidarios La primera tendencia consistió en exagerar la amenaza de explosión del cuerpo social con fines diversos y a veces divergentes. Para algunos, se trataba de provocar una ruptura que quebrara el consenso dominante. Podía ser de índole revolucionaria, como la que buscaba la estrategia terrorista sin matices de ETA o de los GRAPOs. Podía ser al contrario de índole reaccionaria, como el putsch buscado por los grupos de extrema derecha, siendo el más activo de ellos Fuerza Nueva. La “estrategia de la tensión” se proponía difundir un clima de inseguridad y provocar una situación de caos generalizado que diera legitimidad a una intervención del ejército para volver a imponer un orden maltratado. Exagerar la degradación del orden público e instrumentalizar a ultranza la violencia terrorista constituían la figura central de la retórica apocalíptica promovida por Blas Piñar, el líder de Fuerza Nueva. Manuel Fraga, representante de la derecha conservadora, prolongaba en el Congreso ese discurso catastrofista que le servía para pedir un giro autoritario, cargando sus discursos con abundantes referencias a la España de los años 1930 con el propósito de captar a la franja del electorado nostálgica del franquismo, a expensas de la extrema derecha14. Pudo constituir también un objetivo más modesto de la instrumentalización partidaria exigir una inflexión de la política gubernamental o pedir una participación en el poder. De hecho, la oposición no dejó de denunciar la intolerable represión policial y la impunidad de los grupos de extrema derecha, aquellos “incontrolados” que actuaban sin trabas e incluso bajo la protección de las autoridades policiales. Con esta denuncia sistemática que rompía la imagen de unas fuerzas del orden público irreprochables en su actuación en el proceso de reformas, la oposición esperaba conseguir del gobierno Suárez que emprendiera la depuración

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BABY, Sophie, Le mythe de la transition pacifique, op. cit. Lo que no significa que Fraga tomara para cuenta propia los proyectos golpistas: se situaba más bien en un marco parlamentario y constitucionalista del que representaba la rama más a la derecha del abanico político. 14

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de los cuerpos armados, exigencia recurrente de su programa, o al menos la liquidación de algunas figuras de la represión (tales como González Pacheco, alias “Billy el Niño” o el comisario Roberto Conesa). De modo general, tendía a exagerar la degradación del orden público para denunciar la incapacidad de los dirigentes, subrayar la responsabilidad del gobierno en los fallos policiales y solicitar la dimisión del gobierno civil, del ministro del Interior e incluso del conjunto del gobierno. De semejante estrategia discursiva esperaba conseguir una parte de poder, insistiendo con constancia Santiago Carrillo, por ejemplo, en su exigencia de la formación de un gobierno de coalición nacional. De modo inverso, la exageración de la amenaza conflictual pudo servir para consolidar el consenso dominante, en particular fortalecer al gobierno Suárez, considerado como el único capaz de resolver los conflictos que ponían en peligro la reforma. Los reformistas usaron ese tipo de estrategia para que la oposición aprobara medidas autoritarias, en particular en la lucha antiterrorista. A partir de 1978, las acciones terroristas de los GRAPOs y de ETA fueron acusadas de fomentar un riesgo de implosión e, implícitamente, de una intervención de los militares. Una reacción firme y unida parecía la única capaz de dar una respuesta adecuada y de evitar el recurso al putsch. Tal lógica condujo la oposición democrática a cerrar filas detrás del gobierno, en nombre de la supervivencia de la democracia. El llamamiento a la unión nacional, a la responsabilidad e incluso a la colaboración de todos en nombre de la defensa del proceso de democratización contribuyó a consolidar la legitimidad de Suárez. Cualquier grupo que se expresara en contra de la política gubernamental de orden público se exponía a que se le culpara de falta de solidaridad, y hasta de complicidad con respecto a los enemigos de la democracia. La misma retórica llevó a pedir que los españoles observaran unas pautas moderadas, en particular en el espacio público. Al exagerar los riesgos derivados de los disturbios del orden público, en particular el miedo a que las manifestaciones se convirtieran en una guerrilla urbana, el gobierno reformista aspiraba a mantener a la gente en casa. Con el mismo fin llamaba, en los momentos de crisis, a la responsabilidad de los manifestantes para que no se apartaran de aquel ideal de pueblo maduro tan glosado en el modelo español de transición. Los que se manifestaban eran unos irresponsables y hasta unos activistas violentos a quienes se les podía culpar tanto de la violencia represiva como del caos amenazador que a veces se apoderaba de la calle. Semejante manipulación retórica fue hábilmente usada en los años 1976-1977 para que la oposición acabara renunciando a su estrategia de movilización de las masas y llamara a la desmovilización popular. Por ejemplo, en la tensa Semana Negra de enero de 1977, en la que fallecieron diez personas alcanzadas por disparos de la policía, de la extrema derecha y de los GRAPOs, la oposición reunida pidió explícitamente a sus militantes que impidieran “las acciones en la calle, que aunque son uso legítimo de un derecho, pueden servir en estos momentos como un pretexto a los responsables de ese plan para continuar su ola de violencia y su escalada de terror15”. Con ello otorgaba crédito a la idea de que las acciones en la calle eran las que generaban violencia y se sometía a los lemas reformistas en nombre de la libertad futura. Amordazada por la amenaza de una vuelta atrás, la oposición de izquierda arrinconó sus ideales para colocarse repetidas veces detrás de la bandera del consenso. Omnipresente durante la transición, el discurso de criminalización de la violencia política, sistemáticamente imputada a las minorías extremistas, llegó a deslegitimar los extremos del abanico político en provecho del consenso. Se utilizó con habilidad, como en 15

GONZÁLEZ, Felipe, El País, 26/1/1977. Ver también el comunicado de los líderes de la oposición del mismo día: “[…] conscientes de la suma gravedad del momento y de su deber apelan al sentido cívico de las fuerzas políticas y sociales de todos los pueblos de España, a fin de que se evite cualquier clase de acciones en la calle que puedan servir de pretexto a los grupos terroristas que quieren impedir el cambio democrático”.

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vísperas del referéndum del 15 de diciembre de 1976, cuando, por televisión, insistió Suárez en la acción de los “grupos extremistas y automarginados” que intentaban derribar la empresa reformista por “la fuerza de la violencia, la coacción, el secuestro y el crimen”, contra los cuales sólo “un orden que margine a los extremismos” parecía concebible16. Suárez intentaba no sólo dar motivos a favor del sí en el referéndum, sino también dividir a la oposición entre, por una parte, los legalistas pacifistas integrados en el juego parlamentario y, por otra, quienes persistían en una lógica revolucionaria y se asimilaban a los activistas armados. Tal estrategia dejó acorralados a los partidos de extrema izquierda, bien por tener que vender su alma al diablo integrándose en el juego reformista, lo que los llevó a desaparecer —esto fue el caso de la ORT (Organización revolucionaria de los Trabajadores) o del PTE (Partido del Trabajo de España)—, bien por entrar en el callejón sin salida de la vía revolucionaria como en el caso del PCE (marxista-leninista) y de su frente armado, el GRAPO. Llevada a su paroxismo, tal retórica consiguió deslegitimar cualquier veleidad de cuestionamiento de la reforma tal como venía conducida, a reducir al silencio la crítica en nombre de la preservación de la paz civil. Por lo tanto exagerar las potencialidades amenazadoras del conflicto para desactivarlo fue una de las modalidades de gestión del conflicto a la que hábilmente recurrieron los líderes de la transición. De modo general, los defensores del “espíritu de la transición” negaban por supuesto cualquier instrumentalización partidaria del conflicto, de la violencia o del miedo. Donde se evocaba era en los discursos críticos, emitidos sobre todo por los miembros de aquella franja antifranquista excluida del proceso de reforma y marginalizada del consenso —excombatientes republicanos, exiliados, militantes de extrema izquierda. Los actores de la reforma preferían, por su parte, recordar que rechazaban la violencia y que se negaban a dejarse arrastrar por la psicosis post-traumática en beneficio de la reconciliación nacional. De la minimización de los conflictos a su exclusión fuera del espacio democrático El discurso de minimización de los conflictos es el que de hecho sirve de estrategia de gestión de éstos. Usado tanto por los dirigentes de la reforma como por los de la oposición parlamentaria (PSOE-PCE), hay que entenderlo en dos sentidos. Por una parte, el interés del gobierno, ya que llevaba la responsabilidad de los asuntos públicos, no era excitar demasiado la fibra de los miedos colectivos: eligió más bien una postura de moderación para desactivar la capacidad de desestabilización de una realidad violenta. Así sucedió con la amenaza golpista, la cual casi nunca fue abiertamente agitada a pesar de ser constantemente implícita. Fueron callados o desmentidos los rumores de conspiraciones para no alimentar el ruido de sables. Pasó lo mismo con respecto a las perturbaciones del orden público, esforzándose los ministros en minimizar su amplitud, sobre todo para contrarrestar las cifras voluntariamente preocupantes que Manuel Fraga proporcionaba. Al discurso apocalíptico se oponía el discurso de la serenidad, del control, de la firmeza, asociado con la voluntad claramente expresada de proseguir en la vía de las reformas democráticas. Por otra parte, la minimización del conflicto tiene que entenderse en relación con la amplitud de los conflictos del pasado. De modo paradójico, por muy sensible que se mostrara la sociedad española frente a una violencia que hacía resurgir unos recuerdos traumáticos, era también bastante alto el umbral de tolerancia a su respecto. Los conflictos del presente eran poca cosa comparados con los del pasado, siendo de poco peso los 700 muertos de la transición frente al medio millón de la Guerra Civil. La larga distancia comparativa

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El País, 15/12/1976.

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contribuye a explicar la bastante escasa movilización en contra de la violencia durante la transición. A pesar de los discursos enfáticos que condenaban ética y políticamente la violencia, la sociedad no se sublevó en contra del terrorismo de protesta, pronto limitado a su margen vasca, ni tampoco la indignaron los excesos represivos del Estado en su lucha contra dicho terrorismo —guerra sucia o tortura. Explica además la permanencia del discurso del consenso hasta nuestros días, incluso después de haber sido atropellado por la confrontación con una realidad altamente conflictiva. Dicho consenso no significa que no haya habido conflictos sino que dichos conflictos fueron bastante más débiles de lo que se esperaba. Junto con la estrategia de minimización del conflicto, las elites de la transición elaboraron un discurso de rechazo de la violencia fuera del espacio democrático tal como se venía construyendo. De manera progresiva la violencia se encontró condenada y deslegitimada como instrumento de acción política, lo que también distaba bastante de ser una evidencia ética17. La izquierda de los años 1960 fundaba precisamente su acción política en una violencia emancipadora y liberadora, mientras la propaganda franquista se apoyaba en la retórica de la sublevación armada considerada como acto patriótico para salvar a la patria en peligro. Pero, más adelante, se va rechazando la violencia por motivos éticos y pragmáticos: agresión deliberada, suponía un obstáculo a la democratización y a la reconciliación nacional. Acto de barbarie, ya no podía tener sitio en un régimen democrático percibido como el lugar de la convivencia civilizada, del diálogo pacificado, en el que la libertad de expresión y el voto hacían caduco cualquier recurso a las armas. Por lo tanto, las manifestaciones violentas del conflicto contribuyeron a consolidar la unidad y la cohesión de la comunidad nacional: en vez de dar lugar a una confrontación bipolar entre contestatarios y Estado, o entre los dos extremos del arco político, el conflicto fue desactivado y echado fuera del cuerpo sociopolítico. Apareció entonces una nueva línea de fractura, la del “Todos contra ellos” según el título de un editorial de Diario 1618. “Ellos” se refiere a los pocos que eligieron emponzoñar el conflicto por las armas, en contra de todos los demás quienes, al contrario, prefirieron excluirlo del campo de los posibles. Para decirlo de otro modo, la apología del consenso, completada por el rechazo del conflicto, se convirtió en el cemento de una nueva identidad ciudadana democrática que, por fin, acabó con el mito de las dos Españas. Un mito reducido a su caricatura, la de una ínfima minoría de partidarios del conflicto aislada de un cuerpo social unánime, tal como lo representó el diario ABC en 1977.

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Ver MUÑOZ SORO, Javier, y BABY, Sophie, “El discurso de la violencia en la izquierda en el tardofranquismo y la transicion (1968-1982)”, en MUÑOZ SORO, Javier, LEDESMA, José Luis, RODRIGO, Javier (eds.), Culturas y políticas de la violencia. España siglo XX, Madrid, Siete Mares, 2005, p. 279-304. 18 Diario 16, 28/1/1977.

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“Las dos Españas”, ABC, 30/1/1977

Tanta voluntad de excluir el conflicto de las representaciones de lo político ha provocado sin embargo, más allá de la cohesión aparentemente necesaria para la sociedad española en un momento particular de su historia, unos efectos perversos nada desdeñables. Llegó en ocasiones a ser contraproducente e incluso a acentuar el conflicto que se pretendía desactivar. Efectos perversos: cuando vuelve a surgir el conflicto Uno de los más claros ejemplos es la amenaza terrorista, en particular vasca, ya que los dirigentes de la transición no percibieron ni la especificidad ni el peligro que representaba. Todos pensaban que bastaría la democratización para que la violencia desapareciera por sí misma, según la visión utópica de una democracia que curaría de modo infalible la enfermedad de la violencia. En este sentido, la persistencia de elevados niveles de violencia, incluso con números crecientes de víctimas fue para el conjunto de la clase política una sorpresa, explicando ésta la ausencia de estrategia precoz y global de lucha antiterrorista a la que se pueden atribuir muchos conflictos posteriores (prórroga del conflicto vasco y traspiés en la lucha antiterrorista). Además, la voluntad de ocultar la información bajo el pretexto de no hacerles el juego a los terroristas o de cuidar el secreto de las investigaciones policiales pudo llevar a amplificar los rumores y, junto con ellos, aquel clima de angustia colectiva que, al contrario, se trataba de templar. A menudo la voluntad tenaz de expulsar el conflicto fuera del cuerpo político que se estaba estructurando dio lugar a comportamientos que ocultaron y hasta pusieron en duda dichos conflictos. Hasta el punto de que han quedado olvidadas las tensiones, más o menos violentas, que desgarraron la transición. ¿Quién se acuerda, con excepción de aquéllos que la vivieron en carne propia, de la violencia de la extrema derecha en los primeros años de la transición? ¿De aquellos centenares de civiles matados por los disparos de las fuerzas del orden público? ¿De aquellos grupúsculos republicanos y de extrema izquierda excluidos del panorama político? La memoria es selectiva. Se conmemoran algunos acontecimientos como la tragedia de Atocha. Pero muchos permanecen en el olvido. Los mismos actores de la

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transición tienden a negar su existencia, privilegiando la exaltación del “espíritu de la transición”, símbolo de un proceso pulido por su propio éxito. Semejante proceso de ocultación generó muchas frustraciones que asoman hoy día en las palabras de quienes piden justicia, en particular por medio del llamado movimiento de “recuperación de la memoria histórica”, pero que deben entenderse en el marco global de la resolución de los conflictos llevado a cabo por las elites de la transición. Bastará un único ejemplo: las familias de las víctimas culpan a menudo a los dirigentes, en el marco del llamado “pacto del olvido” de la transición, por haber intentado callar, olvidar y hasta borrar las huellas de la represión que vienen a ser otros tantos estigmas en contra del proyecto democrático. Las autoridades se preocuparon en efecto por impedir las manifestaciones de masas con ocasión de los entierros de las víctimas y por limitar las ceremonias conmemorativas —son muchos los ejemplos19. Pero por otro lado el gobierno reformista también se empeñó en frenar los intentos de instrumentalizar los numerosos funerales de miembros de los cuerpos armados asesinados por los terroristas. El ritual, sabido y repetido, se organizaba con la finalidad de evitar la politización del entierro, los gestos de indisciplina y las iniciativas subversivas de los activistas de extrema derecha20. Cuando, a pesar de todo, tenían lugar incidentes, aunque moderadas eran inmediatas las sanciones. Se censuró al gobierno de UCD por haber enterrado a sus muertos en la clandestinidad ya que Suárez casi nunca estuvo presente en funerales de representantes del Estado asesinados21. No se trataba sólo de borrar las huellas de la represión sino, al continuar en la vía de la moderación evocada en el presente artículo, de desactivar los riesgos de conflictos atenuando las repercusiones sociales de la violencia política, y con ello de limitar su impacto en el desarrollo de la reforma. CONCLUSIÓN El consenso de la transición española, tanto su discurso como su práctica, no fue sólo el resultado de un seudo “espíritu de la transición”, de aquella madurez excepcional que se atribuye a las elites políticas y al pueblo español, los cuales se hubieran mostrado capaces de dejar de lado divergencias y rencores para construir un futuro común. Tampoco resulta, de modo inverso, de una poco perdonable debilidad que hubiera llevado a unos y otros a renunciar a sus ideales políticos, como lo pudieron denunciar los excluidos de la transición, en particular la franja republicana y la revolucionaria, en las críticas que dirigieron a los grandes partidos. También fue el resultado de estrategias de gestión de conflictos, impuestas en unos casos por las circunstancias y el precario equilibrio de las fuerzas en presencia o llevadas, en 19

En octubre de 1977, por ejemplo, las fuerzas policiales se interpusieron con ocasión del funeral de un militante del Movimiento comunista, asesinado por un militante ultra: confiscaron el féretro y lo llevaron en una furgoneta policial hasta el cementerio para evitar la politización del acontecimiento. El partido de extrema izquierda tuvo que esperar varios días antes de poder celebrar su propia ceremonia de homenaje, la cual reunió a unas 10.000 personas disueltas por las fuerzas del orden. Del mismo modo el gobierno se mostró contrario a las ceremonias que conmemoraban a las víctimas de la transición, prohibiendo el Gobierno civil de Madrid en 1977 el homenaje a Javier Verdejo, matado en agosto de 1976 en Almería por las fuerzas del orden. Todavía en 1980, se quitó un monolito construido en homenaje a Gladys del Estal, matada por la Guardia civil en una manifestación antinuclear y exaltada como mártir de la causa nacionalista vasca. 20 El ritual ya quedó fijado desde 1978: los restos se enterraban con mucha prisa, en general al día siguiente de la muerte, en el pueblo donde había nacido la víctima y sólo con la presencia de los familiares, siendo breve y sobria la ceremonia religiosa. Sin embargo a la víctima se la condecoraba a título póstumo de la cruz del mérito militar o policial. Se le concedían los honores militares y la bandera nacional cubría el féretro. 21 Evolucionó la situación cuando llegó Juan José Rosón al ministerio del Interior y cuando fue jefe de gobierno Calvo-Sotelo. Ellos sí se presentaron de modo casi sistemático a los funerales (Entrevista personal con CalvoSotelo, diciembre de 2005).

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otros, de manera hábil para neutralizar al adversario. Tales estrategias, lejos de apartar la vista de los conflictos reales, los integraron, al contrario, de modo a veces contradictorio, llegando a recomponer el sentido que al inicio se dio al consenso. Lo que termina dominando, es claramente una transfiguración del conflicto que consolida el consenso, tanto por haberlo exagerado como por haberlo excluido u ocultado. Una transfiguración que de hecho actuó de cemento de la identidad ciudadana constantemente invocada durante los treinta años de democracia que vinieron después. Sin embargo semejante invocación niega a su vez el carácter coyuntural de un momento histórico elevado a valor fundacional y normalizador del juego democrático, igual que oscurece las características de un presente libre de los temores que dominaban el periodo de la transición. Para decirlo de otro modo, ya carece de eficiencia invocar “el espíritu de la transición” para resolver los conflictos del presente pero tampoco sería pertinente echarlo en bloque por la borda ya que tanta necesidad tuvo en una época hoy día caducada.

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