EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO EN LA PERSONA DE JESUCRISTO SEGÚN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y LA TEOLOGÍA DE B. XIBERTA INTÉRPRETE DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

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EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO EN LA PERSONA DE JESUCRISTO SEGÚN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA Y LA TEOLOGÍA DE B. XIBERTA INTÉRPRETE DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

El tema del conocimiento de sí mismo en la persona de Jesucristo es realmente actual. Va al centro de la problemática fundamental de la teología contemporánea desarrollada después del concilio Vaticano II y ampliamente vigente en nuestros días. Tratando la doctrina clásica del magisterio de la Iglesia acerca del conocimiento de sí en el Verbo de Dios, atendamos en primer lugar a San Gregorio I el Magno, papa desde el 590 al 604, hablando de la ciencia de Cristo contra los agnoetas:1 Sobre lo que está escrito que el día y la hora, ni el Hijo ni los ángeles lo saben [cf. Mt. 13, 32], muy rectamente sintió vuestra santidad que ha de referirse con toda certeza, no al mismo Hijo en cuanto es cabeza, sino en cuanto a su cuerpo que somos nosotros... Dice también Agustín... que puede entenderse del mismo Hijo, pues Dios omnipotente habla a veces a estilo humano… De ahí que se diga que sólo el Padre lo sabe, porque el Hijo consustancial con Él, por su naturaleza que es superior a los ángeles, tiene el saber lo que los ángeles ignoran. De ahí que se puede dar un sentido más sutil al pasaje; es decir, que el Unigénito encarnado y hecho por nosotros hombre perfecto, ciertamente en la naturaleza humana sabe el día y la hora del juicio; sin embargo, no lo sabe por la naturaleza humana. Así, pues, lo que en ella sabe, no lo sabe por ella, porque Dios hecho hombre, el día y hora del juicio lo sabe por el poder de su divinidad... Así, pues, la ciencia que no tuvo por la naturaleza de la humanidad, por la que fue criatura como los ángeles, ésta negó tenerla como no la tienen los ángeles que son criaturas. En conclusión, el día y la hora del juicio la saben Dios y el hombre; pero por la razón de que el hombre es Dios. Pero es cosa bien manifiesta que quien no sea nestoriano, no puede en modo alguno ser agnoeta… En el principio era el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios... todo fue hecho por Él [Ioh. 1, 1 y 3]. Si todo, sin género de duda también el día y la hora del juicio. Ahora bien, ¿quién habrá tan necio que se atreva a decir que el Verbo del Padre hizo lo que ignora? Escrito está también: Sabiendo Jesús que el Padre se lo puso todo en sus manos [Ioh. 13, 3]. Si todo, ciertamente también el día y la hora del juicio. ¿Quién será, pues, tan necio que diga que recibió el Hijo en sus manos lo que ignora? 1

SAN GREGORIO MAGNO, Carta Sicut aqua frigida a Eulogio, patriarca de Alejandría, agosto de 600.

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Durante la época del modernismo el magisterio de la Iglesia ha debido ocuparse especialmente del tema del conocimiento que Cristo tenía de las cosas, de Dios y de sí mismo. El Decreto del Santo Oficio Lamentabili, del 3 de julio de 1907, trata acerca de los errores de los modernistas sobre la Iglesia, la revelación, Cristo y los sacramentos. Respecto de nuestro tema afirma que debe rechazarse la posición de quienes sostienen que el crítico no puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por límite alguno, si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse históricamente y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con la posteridad el conocimiento de tantas cosas. Debe afirmarse claramente, pues, que Cristo como hombre poseía el conocimiento de Dios. Refuta también el decreto la pretensión de sostener que Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica, pensamiento hoy ampliamente difundido. Acerca de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo, en el contexto de la crisis modernista, es necesario también recordar el decreto del Santo Oficio, del 5 de junio de 1918, del que se siguen tres afirmaciones: I. Solamente se enseña con seguridad que Cristo poseía la visión beatífica. II. Es cierta la sentencia según la cual se afirma no haber ignorado nada el alma de Cristo; desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por ciencia de visión. III. Es seguro afirmar que Cristo poseía la ciencia universal humanamente. Veamos ahora la enseñanza de Pío XII en la Encíclica Mystici corporis, del 29 de junio de 1943, por lo que se refiere a la ciencia del alma de Cristo: Mas aquel amorosísimo conocimiento que desde el primer momento de la Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.

El Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Novo millenio ineunte, mantiene esta doctrina fundamental, explicando claramente el sentido de las afirmaciones bíblicas tan discutidas teológicamente en la actualidad. Dice el Papa:

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La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática. Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la «teología vivida» de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística describe como «noche oscura». Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: «Y el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y por el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz estaba feliz y doliente». Del mismo modo Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: «Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo». Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da lugar a esta percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo dolor, él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23, 34) y expresando al Padre su extremo abandono filial: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46).2

Los medievales tenían una visión del gran tema del conocimiento de Cristo muy distinta de la nuestra. En efecto, para ellos el problema fundamental, era el de saber por qué Cristo podría tener una ciencia humana, limitada, siendo que ya poseía una ciencia infinita al ser el Verbo de Dios. Eso es lo que observamos en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Más aún, el mismo Aquinate evolucionó en su pensamiento, en el sentido de acercarse cada vez más a la afirmación clara de una verdadera ciencia o conocimiento de Cristo idéntico al nuestro, que él denominaba ciencia experimental. En efecto, los medievales partían de la fe indiscutible en la divinidad de Cristo.3

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JOHANNES PAULUS II, Novo millenio ineunte, 25-27. Cfr. SANCTUS THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, III, q.9 a.1.

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Modernamente, partimos de una situación muy diferente, influida por el materialismo, el positivismo, y el idealismo. De esta manera nos es difícil elevarnos por la fe a la divinidad del Verbo. Rahner pretende desarrollar una cristología desde lo bajo, es decir partiendo de lo humano tal como puede ser experimentado por cada hombre, para elevarse luego hacia la condición divina de Cristo. Este camino, como señalaba Xiberta, en definitiva, está profundamente determinado por el influjo de la filosofía kantiana, que ya comenzaba a hacerse notar en algunos intentos teológicos anteriores al concilio Vaticano II, que hacían preocupar profundamente a este teólogo. Bartolomé Xiberta presenta con gran precisión el problema del cual estamos hablando, en el libro titulado “El Yo de Jesucristo”.4 Se trata de un tema fundamental en la cristología y en toda la teología.5 Tiene conciencia de que el planteo se presenta con un cariz marcadamente moderno: La otra cuestión acerca del proceso psicológico, a los teólogos antiguos tal vez hubiera parecido ociosa, pero no lo es para los modernos. Los antiguos, convencidos de que el entendimiento es reflejo de la realidad, pasaron directamente de los textos evangélicos a la constitución ontológica del salvador, dando por supuesto que a esta constitución se conformaba el proceso de la conciencia. Pero hoy las múltiples infiltraciones de kantismo que caracterizan nuestra cultura nos han avezado a separarlo todo: en los objetos distinguimos los noumenos y los fenómenos, es decir, lo que son y lo que aparecen, y en el proceso de nuestro conocimiento los teorizadores menos idealistas se contentan con poner en contacto nuestra vida cognoscitiva con lo aparente de las cosas, tanto que ha llegado a ser casi un postulado el que no conocemos las realidades sino a través de una manipulación intelectual de los fenómenos ya percibidos. Tal estado de ideas nos empuja a estudiar la psicología de Cristo como un problema nuevo que debe hacer más simpático el estudio de la cristología en nuestro siglo. Creo que será preciso eliminar un día tales infiltraciones, pero entretanto no podemos desentendernos del problema así como está planteado.6

No se trata solamente del influjo creciente de la psicología moderna sobre la teología, como es cada vez más evidente en nuestra época, y como aparece en la terminología referida al yo, de resonancias freudianas (por eso estas reflexiones nuestras, con palabras tomistas, se refieren al conocimiento de sí en Jesucristo, o, dicho más modernamente, a su conciencia). Es Cfr. BARTOLOMÉ XIBERTA, o. carm., El Yo de Jesucristo: un conflicto entre dos cristologías, Barcelona 1954, p. 10. 5 Ibidem, p. 12. 6 Ibidem, pp. 12-13. 4

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muy importante destacar que ya antes de que se difundieran las posiciones de Balthasar y de otros teólogos contemporáneos había conciencia de los problemas profundos que presenta la teoría kenótica de origen protestante, y en parte ortodoxo,7 en el ámbito de la cristología, sin imaginar tal vez los extremos a los que había de llegar en la mente del teólogo suizo: También en la teoría kenótica la conciencia juega un papel predominante. Según algunos de sus partidarios, el Verbo al hacerse hombre padeció ofuscación de su conciencia divina, por razón de la cual Jesús empezó su carrera mortal como conciencia puramente humana o, a lo sumo, divino-humana, y así continuar tropezando hasta que en la resurrección despertó poseyendo la conciencia divina remozada.8

Nuestro autor nos advierte acerca de la importancia fundamental que tiene el tema de la conciencia de Cristo, del conocimiento que tenía de sí. Está en juego, nada menos, que la fe en su divinidad. Simplemente, si Cristo no sabía quién era y no se conocía plenamente, no era Dios. La gran importancia que ha tomado el problema de la conciencia de Cristo en el campo católico deriva de una especie de coalición que se ha venido formando contra la que llaman interpretación ciriliana del dogma. Y en verdad, cuando lo humano en Cristo se exalta más allá de ciertos límites, nacen graves dificultades para explicar convenientemente la interferencia de lo humano y lo divino en una cosa tan unitaria como es el yo. Por eso la otra controversia acerca de la conciencia de Cristo no es más que una fase de la otra más amplia en que las nuevas concepciones de la constitución ontológica del Salvador se enfrentan con la cristología tradicional...9 ... esta doctrina, repito, resucitada hoy en oposición a la que ha inspirado definiciones dogmáticas y dado impulso a siglos de vida cristiana, esta doctrina, tomada globalmente, ofrece el grave riesgo de que por su intermedio se afiance y cobre vuelos una mentalidad nestorianizante.10

Frente a este problema Xiberta propone una clara solución, que supone una teología realizada con el auxilio de una verdadera metafísica: 7 Cfr. MARTIN JUGIE, Theologia Dogmatica christianorum orientalium, tomus II, theologia dogmaticae graeco-russorum expositio, Parisiis 1933, pp. 698-699: De quibusdam sententiis lutheranis a theologis russis saeculis XVIII et XIX edoctis. 8 BARTOLOMÉ XIBERTA, o. carm., El Yo de Jesucristo: un conflicto entre dos cristologías, Barcelona 1954, p. 14. 9 Ibidem, pp. 15-16. 10 Ibidem, p. 160.

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Para dar una explicación razonable me parece necesario volver al concepto de unión hipostática como posesión plena, abandonando definitivamente la infeliz concepción de un diminuto influjo del Verbo sobre la humanidad adaptado a una de las teorías acerca de lo que llamamos constitutivo formal del supósito. Es necesario también distinguir entre el simple saber objetivo, por el cual el alma de Cristo no ignoraba que está unida hipostáticamente al Verbo, y el del contemplar subjetivo por el cual dicha alma poseía, como objeto percibido, la realidad misma del Verbo sustentando la humanidad y de esta humanidad sublimada por la sustentación del Verbo.11

Esta última observación se refiere a lo que Santo Tomás, en el De Veritate, llamaría “conocimiento habitual”. Es importante destacar el papel de la metafísica en la constitución de una adecuada teología. Acerca de esto nos ilustra admirablemente Xiberta en los textos de la obra titulada La tradición y su problemática actual.12 Siguiendo la concepción del Aquinate, no se trata simplemente de un uso instrumental de la filosofía, o como se dice en la actualidad, en sentido kantiano, de las categorías filosóficas; se trata, en cambio, de que la luz de la revelación divina alcanzada por la fe es demasiado elevada para el intelecto humano, y por lo tanto debe éste adecuarla al nivel de la capacidad de la mente del hombre. La luz super-excedente de Dios y de lo sobrenatural, a través de su conjunción con las ciencias humanas más desarrolladas, permite su adecuación a la misma capacidad humana. Se sigue en esto nada menos que el misterio de la Encarnación, en aquello que tiene de principal, consiste precisamente en el misterio de la mente de Cristo. Y, como dice san Pablo, nosotros tenemos la mente de Cristo:   (I Cor 2, 16). No se trata solamente del hecho de que no se puede profundizar en la fe sin la ayuda de la razón, sino también del hecho de que la fe deba formular de una manera más perfecta los datos de la misma ciencia filosófica, y en primer lugar de la metafísica.13 Así pues, para el caso que nos ocupa, no se trata de explicar desde la psicología humana la mente de Cristo, como pretenden muchos hoy, sino, más bien, de renovar y establecer la psicología humana desde la mente de Cristo. La teología llega a todas las dimensiones de la realidad y las ilumina, como nos enseñaba santo Tomás en la primera cuestión de la Suma de Teología, de Ibidem, p. 154. BARTOLOMÉ XIBERTA, o. carm., La tradición y su problemática actual, Barcelona 1964, pp. 98-99. 13 BARTOLOMÉ XIBERTA, o. carm., Introductio in Sacram Theologiam, Burgos 1949, p. 172.

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alguna manera conteniéndolas a todas (ad ea etiam quae de Deo ratione humana investigari possunt, necessarium fuit hominem instrui revelatione divina).14 Sobre la base de esta concepción es posible llegar a una verdadera definición de teología como la da Xiberta en su Introducción a la teología: La teología es el proceso intelectual suscitado por la revelación en cuanto alcanza la perfección de la disciplina científica; es propio de ese oficio ejercitar las tareas del mismo proceso según la razón que corresponde a la ciencia.15

No se trata, pues de tomar materialmente los datos de la Sagrada Escritura, y menos aún de interpretarlos subjetivamente. Consideremos, por último, afirmaciones fundamentales de la teología tomista acerca del conocimiento de Cristo según la síntesis de Bartolomé Xiberta en su importante Tratado del Verbo Encarnado: Ya que Cristo en cuanto Persona divina conoce absolutamente todas las cosas y ya que por otra parte su alma entiende no por la ciencia divina sino por la ciencia propia de ella, es necesario que su humanidad sea instruida con tal plenitud de ciencia que no sea privada de ninguna noticia que de algún modo le corresponda a él. Por eso Cristo Jesús en esta tierra gozaba permanentemente de la perfectísima visión de la divinidad. Además tuvo la ciencia infusa y la ciencia experimental cada una perfectísima en su género. La suma perfección de la visión intuitiva hay que ponerla en él de modo tal que el alma de Cristo no comprendía la divinidad, sino que la conocía tan perfectamente que en ella veía incluso las cosas que en el presente orden de la Providencia alguna vez han de ser.16

I. Podemos pasar así directamente a la doctrina del Aquinate,17 quien debía enfrentarse a errores opuestos a los que nosotros encontramos; la podemos resumir en las siguientes afirmaciones: I. La conciencia de Cristo consiste en el conocimiento que él tenía de su Persona, la cual es la Persona divina del Verbo de Dios.

SANCTUS THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, I, q.1, a.1. Ibidem, p. 173. 16 BARTOLOMÉ XIBERTA, o. carm., Tractatus de Verbo Incarnato, Matriti 1954, p. 413. 17 Cfr. SANCTUS THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, III, q.9-12.

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II. Este conocimiento corresponde a la Persona divina, y se realiza según su naturaleza y operación cognoscitiva divina, y según su naturaleza y operación cognoscitiva humana. III. La conciencia de Cristo es misteriosa, como lo es la unión hipostática de la naturaleza humana con la naturaleza divina en la Persona divina, de la cual es continuación. No es posible, por tanto, imaginarla ni pensarla. IV. Cristo posee, en primer lugar, una conciencia divina, por la cual se conoce absolutamente a sí mismo, como Dios se conoce totalmente desde la eternidad y sin ninguna posibilidad de oscuridad ni sombra. A este conocimiento naturalmente hay que atribuirle la función unificadora de toda la conciencia personal del Verbo Encarnado. V. Cristo posee también una conciencia humana, que corresponde al conocimiento que humanamente tiene de sí misma la Persona divina. Esta conciencia es también misteriosa, en cuanto a que en sus niveles superiores es sobrenatural, y también en cuanto a que aún siendo natural corresponde a la Persona divina (y en cuanto tal no puede ser tampoco adecuadamente conocida). VI. Cristo, humanamente, posee en primer lugar un conocimiento de sí mismo, o conciencia, que corresponde a la visión beatífica por la cual conoce todo Dios (aunque no totalmente) y por lo tanto se conoce a sí mismo, sin ningún lugar para oscuridad ni siquiera durante su pasión, y aún antes de su nacimiento, pues se trata de un conocimiento que no depende de la madurez de las facultades sensitivas. Este conocimiento de sí mismo es limitado por relación al primero. VII. Cristo, humanamente, tiene también una conciencia de sí correspondiente a la ciencia infusa que para él, en cuanto hombre, es sobrenatural y está unida a su plenitud de gracia, y a su condición de cabeza de los ángeles. Este conocimiento de sí mismo es limitado por relación al primero y al segundo de los que hemos nombrado. VIII. Por último, Cristo posee también un conocimiento de sí mismo, o sea una conciencia, que es experimental en el sentido de un conocimiento intelectual que procede por abstracción a partir de las imágenes de las cosas sensibles, y por lo tanto de sí mismo. Esta conciencia es natural, aunque perfeccionada por la gracia, y también misteriosa por el hecho de que corresponde al sujeto divino. IX. Según la conciencia correspondiente al conocimiento experimental, Jesucristo podía crecer conociéndose cada vez más a sí mismo, no de modo total, sino relativamente a este solo modo de conocimiento

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humano limitado. Así cómo la humanidad no agrega perfección, absolutamente hablando, a la Persona divina, así tampoco el crecimiento en la conciencia experimental de sí agrega perfección a su conciencia total absoluta, a su conciencia según la visión beatífica, y a su conciencia según la ciencia infusa. X. Por otra parte, según la ciencia experimental hay que distinguir una conciencia, o conocimiento de sí, que corresponde al conocimiento objetivo, y otra que corresponde al conocimiento habitual, por el cual la inteligencia está presente a sí misma cuando realiza cualquier actividad cognoscitiva. XI. Según las tres formas de conciencia humana Cristo podía saber que él era Dios, aunque no lo sabía de la misma manera. Según la visión beatífica lo sabía de manera directa, y según la ciencia infusa y la ciencia experimental de manera indirecta, en cuanto al conocimiento objetivo. En esta última solamente según el conocimiento habitual poseía también un conocimiento inmediato de su inteligencia humana y mediato de su inteligencia divina. XII. Las tres formas de conciencia humana estaban unificadas por la conciencia divina de una manera misteriosa, y adecuada a la perfección absoluta de la Persona, que no cancela la realidad de los niveles naturales de operación y de los sobrenaturales que perfeccionan la esencia humana.

IGNACIO ANDEREGGEN Universidad Católica Argentina Resumen El tema del conocimiento de sí mismo en la persona de Jesucristo va al centro de la problemática fundamental de la teología contemporánea posterior al Vaticano II. Particularmente importante es la cuestión de la conciencia que Cristo poseía de su dignidad mesiánica. Juan Pablo II recuerda que la convivencia en Cristo de la visión beatífica y del dolor de la Cruz está arraigada en el misterio de la unión hipostática. En la Edad Media el problema consistía en explicar cómo Cristo podía tener una ciencia humana, ya que su divinidad no era puesta en duda. Modernamente se intenta hacer una Cristología desde lo bajo, partiendo de la psicología humana y de la crítica kantiana del conocimiento. Así, Jesucristo habría cobrado conciencia de su divinidad sólo gradualmente. En su libro El Yo de Jesucristo, Bartolomé Xiberta propone una clara solución, que supone una teología realizada con el auxilio de una verdadera metafísica.

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