El ciudadano legislador
Descripción
El ciudadano legislador (Ponencia ante la Comisión Especial del Senado de Puerto Rico para el Estudio de la Reforma Legislativa, 20 de marzo de 2013) ∗ Dr. Carlos Rivera Lugo
El pueblo de Puerto Rico se encuentra inmerso en un debate público, de hondas repercusiones, sobre la naturaleza y estructuración de su rama legislativa. Al respecto se consideran una serie de medidas, propuestas e iniciativas que pretenden atender diversos aspectos de la controversia planteada a raíz del creciente cuestionamiento de la organización y operación presente de la función legislativa, bajo la normativa constitucional adoptada en el 1952. En particular, se habla un tanto a la ligera por algunos de “volver al legislador-‐ciudadano” de antaño, sin medir específicamente de qué se trata. Sobre todo, lo más que llama la atención es como se pretende proponer una solución cuando el problema no ha sido claramente definido. En los inicios del debate, parecía que se trataba tan sólo de modificar la estructura de compensación de los legisladores, como si allí estuviese el mal de fondo. En cierta medida, el reclamo de la opinión pública al respecto se debe a cierta tendencia entre los legisladores a considerar su trabajo legislativo como si fuese un empleo cualquiera sujeto a las lógicas remunerativas de la empresa privada, desconociendo así las consideraciones especiales, sin fines de lucro, que deben imperar al interior del servicio público. Servir como legislador es una decisión voluntaria de servicio público que toma un ciudadano, en la que la remuneración económica no puede constituir el motivo principal. Por tal razón, la controversia actual en torno a la remuneración adecuada responde en última instancia a la valoración negativa que prevalece entre la opinión pública acerca de la ejecución del trabajo legislativo, sobre todo ante la creciente devaluación de las condiciones sociales y económicas a las que se ha visto forzada a vivir la mayoría de la sociedad nuestra a causa de lo que percibe como incompetencia y corrupción de sus gobernantes. No deben preocuparse por sus condiciones de trabajo aquellos y aquellas que no han mejorado, con sus acciones o inacciones, las condiciones actuales de trabajo y de bienestar del resto de la sociedad, a quienes en su mayoría tampoco nos da el salario para vivir. Es por ello que cualquier discusión responsable acerca del tema de las condiciones laborales de los legisladores, tiene que hacerse dentro de un marco más amplio que incluya una revisión de las condiciones laborales en las otras dos ramas y, sobre todo, las condiciones laborales y de vida de la sociedad puertorriqueña en general. Asimismo, en unas circunstancias en que se habla de presupuestos deficitarios en el gobierno, lo que amenaza con incumplir con el pago de nóminas a empleados en ciertas agencias públicas o de una crisis en el sistema de pago de pensiones a nuestros pensionados públicos que podría requerir la reducción de beneficios a éstos, cualquier determinación en torno a las condiciones laborales de los legisladores, así como los miembros del Ejecutivo y de ∗ El autor es Presidente de la Junta de Síndicos, fundador y catedrático de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez. También es profesor del Programa de Ciencia Política del Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Artes y Ciencias del Recinto Universitario de Mayagüez.
la rama judicial, tiene que contextualizarse a la luz de la situación fiscal del gobierno y el estado real de nuestra economía. Ya es hora de que los llamados “servidores públicos” desistan en sus desmedidas expectativas de disfrutar de unas condiciones de vida que no corresponden a las de la mayoría del pueblo puertorriqueño, incluyendo vitales servidores públicos como, por ejemplo, los maestros del sistema de educación pública del país. Dicho esto, prefiero concentrarme en lo que resta de esta ponencia en lo que entiendo son las razones que en mayor medida explican el descenso casi abismal de la credibilidad y legitimidad del cuerpo legislativo, las razones por las cuales el ejercicio de la función legislativa parece desbordada por toda una serie de reclamos y requerimientos por parte de la ciudadanía, es decir, el poder constituyente. Es como si el “Nosotros, el pueblo de Puerto Rico”, que mandató originalmente la organización política del país, no se sintiese ya adecuadamente representado bajo el arreglo constitucional actual. Y es que el “pueblo” de hoy no es igual al “pueblo” de 1952. Es otra la subjetividad de éste, más educada e informada, más incrédula ante las diversas autoridades e instituciones, menos inclinada a ser rebaño, más dispuesta a replantearse la relación entre gobernantes y gobernados. Como tal puja por dejar de ser el “pueblo ausente” de la llamada democracia representativa para advenir en el “soberano popular” de la democracia participativa. Es uno de los signos más significativos de los tiempos en que vivimos, expresión del cambio paradigmático que acontece en torno al fenómeno del poder. Por todas partes el poder constituyente –el pueblo soberano-‐ le increpa al poder constituido –el gobierno-‐ haber usurpado la soberanía que, en última instancia, es del pueblo, lo que ha sumido a la llamada democracia representativa en una honda crisis de legitimación por no corresponder a las expectativas del soberano popular. El poder constituido ignora la voluntad y mandato del poder constituyente. Sobre todo, parece privilegiar con sus acciones a una minoría clasista o partidista. El principio de representación ha adolecido, en ese sentido, de un desconocimiento, cuando no un claro desprecio por parte de los gobernantes, de la capacidad del pueblo para participar en las decisiones que le atañen a su propio futuro. Para Eugenio María de Hostos, el corazón mismo de la democracia está en la facultad inalienable del ciudadano para “darse su propia ley, o el derecho de reclamar una ley que asegure su completa libertad de acción”. En ese sentido, uno de los principales problemas que hay que confrontar de inmediato es la premisa ideológicamente motivada sobre la cual se ha constituido el vigente principio de representación: la supuesta incapacidad del pueblo para gobernarse a sí mismo, es decir, para participar activamente en las decisiones que atañen a su vida colectiva e individual. A partir de ello se pretende justificar la correlativa necesidad de una elite política profesional para gobernar autónomamente en su lugar. La llamada “soberanía del pueblo” se limita así a aceptar o rechazar, a través de periódicas consultas electorales, a las personas que, según los partidos, están capacitadas para gobernarle y decidir por él lo que le conviene en materia de política pública. Esa “democracia” tutelada es la que hoy ha quedado desbancada ante la incapacitación de nuestros gobernantes para proveer soluciones concretas y efectivas para los acuciantes problemas que nos aquejan. En todo caso, ha sido el pueblo quien se ha visto en la necesidad imperiosa de tutelar a sus representantes ante los continuos abusos y desvaríos favorecedores de intereses particulares que en nada adelantan el bien común, sin
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hablar de la creciente corrupción económica y moral de éstos a manos de los grandes e influyentes intereses que pagan las campañas o que a diario cabildean a diestra y siniestra por los pasillos del Capitolio. De ahí que el gobierno pretende tomar decisiones para los pensionados públicos sin tomar en cuenta a la voluntad de los pensionados mismos. Se toman decisiones para cambiar la estructura de gobierno de la Universidad pública, sin mediar la participación decisiva de los estudiantes, así como de los empleados docentes y no docentes. En fin, se pretenden seguir tomando e imponiendo decisiones desde unas cumbres gubernamentales que no acaban de enterarse de su poder cada vez más limitado para imponer el acatamiento ciudadano a sus decisiones unilaterales e inconsultas. El gobierno ignora así la necesidad imperiosa de consensuar la política pública con los gobernados. De ahí que el ciudadano se sienta crecientemente alienado de un Estado de Derecho que siente que no responde a sus intereses, que no es resultado de su voluntad expresa, que sólo beneficia a unos pocos intocables, según los cuales “such is life”. Por eso hoy el ciudadano no se siente que lo representan. Por ello, el ciudadano pide por todas partes representarse a sí mismo. Eso fue lo que ocurrió cuando los estudiantes universitarios acudieron hace un par de años a esta Asamblea Legislativa en ejercicio de su libertad para peticionar a su gobierno. Empuñaban una elocuente Proclama para un Nuevo Puerto Rico en la que declaraban su propósito de “retomar” el proceso legislativo para el pueblo. Atestiguaban sus signatarios que “acudimos de forma pacífica ante el Hemiciclo del Senado amparándonos en nuestro derecho a ser escuchados y considerados ya que somos parte de una sociedad que aspira a la democracia verdadera. Nuestros derechos irrenunciables a la libertad de expresión, de reunión y de asociación, y el hacer valer que se cumpla con los requerimientos y las necesidades de una sociedad verdaderamente democrática fundamentan la acción pacífica con la que asistimos a este espacio”. Continuaba su Proclama afirmando que “la base de toda sociedad democrática es que la voluntad del pueblo sea la autoridad del pueblo”. Y puntualizaba: “ustedes como legislador@s, jueces y gobernador del pueblo puertorriqueño tienen la obligación de cumplir con la voluntad del pueblo”. Dicha voluntad, aclararon, no es algo que se manifiesta cada cuatro años, sino que ésta se expresa cotidianamente. De ahí su llamado a favor de una democracia participativa. Lamentablemente, la mayoría parlamentaria en ese momento se sintió amenazada por el reclamo democrático del estudiantado universitario público. De ahí que se le recibió a macanazos. Con ello se dio testimonio de la magnitud de la crisis de legitimación por la que atraviesa el proceso legislativo y su vigente marco institucional, lo que sólo sirvió para abrir más la brecha entre éste y el pueblo. Y no se reestablece la confianza con remiendos insustanciales como los propuestos en un referendo en el 2012, los cuales fueron rechazados debidamente por la mayoría. Para cerrar dicha brecha tendría necesariamente que reconocerse que la rama legislativa ya no tiene la capacidad para prescribir la ordenación normativa de la sociedad a partir de un proceso burocrático centralizado exclusivamente en sí mismo. En ese sentido, el proceso legislativo tiene que refundarse más allá del marco institucional que hasta ahora ha pretendido monopolizar la función de prescribir la política pública en exclusión del pueblo que es, al fin y a la postre, el único soberano.
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No hay peor ciego que el que no quiere ver. Un constitucionalismo real se ha echado a andar nuevamente como proceso societal abierto y plural de producción de normatividad para la reordenación de la sociedad, proceso social éste que cada vez más trasciende el ámbito estatal en su constreñida forma actual. No hay manera de refundar la gobernanza, desde una perspectiva verdaderamente democrática, sin encarar la necesidad imperiosa de garantizar la presencia y participación efectiva del pueblo y la obligatoriedad de sus mandatos como soberano para los llamados representantes, los cuales tienen como función primaria ejecutar estrictamente la voluntad de éste. He ahí la dimensión real del reto. Soberano es quien decide. Por eso la democracia no puede ser otra cosa que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. De eso trata concretamente la ciudadanía en una democracia real. Por eso, en vez de estar hablando del “legislador-‐ciudadano”, yo invito al Senado a asumir el verdadero reto del momento: la institución del ciudadano- legislador. Me uno en ese sentido a las expresiones públicas de nuestra estimada senadora Mari Tere González dándole la bienvenida a la idea del ciudadano-‐ legislador como instrumento eficaz desde el cual refundar el proceso legislativo todo. A llegado la hora de redefinir la relación imperativa entre el llamado legislador y la ciudadanía. Estamos ante un problema tanto de participación como de control democrático por parte del pueblo. En ese sentido, hay que socializar la función prescriptiva de política pública para que deje de existir como algo ajeno a los ciudadanos. Debe desterritorializarse y reestructurarse más allá del espacio gubernamental, ampliando así el ámbito de la participación democrática más allá de la limitada y esporádica participación, mediante el voto, en elecciones generales. Desde esta perspectiva, quiénes pretendan ser legisladores tienen que verse estrictamente a sí mismos como ejecutantes de la voluntad soberana del pueblo y no tutelares de ésta. Son servidores del soberano popular y no dueños de la soberanía del pueblo. Ello requiere la adopción de nuevas formas para el ejercicio del llamado poder legislativo. Los legisladores deben estar obligados a cumplir no sólo con los programas bajo los que fueron electos por sus constituyentes sino que deben responder ante éstos mediante asambleas periódicas, por el cumplimiento fehaciente de éstos y estar sujetos a la revocación de sus mandatos con anterioridad a la expiración del periodo por el que fueron electos si incumplen con los mandatos y las expectativas de sus electores o incurren en actos de corrupción. Para esos fines se debe poder celebrar un referendo revocatorio en el que se requiere la mayoría del voto de sus constituyentes. Hablo así de legislar para proveer para la revisión democrática de mandatos. Igualmente, debe suceder con propuestas legislativas que no estuvieron ante la consideración previa del electorado. Tienen que ser consultadas a y refrendadas por sus constituyentes. En todo momento hay que garantizar aquellos mecanismos de control que faciliten la sujeción estricta de los mandatarios al mandato imperativo expresado por sus mandantes. El pueblo sólo debe estar obligado a obedecer aquellas leyes que responden a su mandato imperativo y que, a su vez, responden al bien común. En ello radica la verdadera fuerza material y fuente de legitimidad de cualquier legislación. De ahí que propongo la adopción del principio del mandato imperativo en sustitución del actual principio del mandato libre y no-‐comprometido.
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La soberanía del pueblo es inalienable y permanente. No es para ejercerse cada cuatro años. Como bien advirtieron los estudiantes universitarios, se manifiesta cotidianamente. De ahí que también debe reconocérsele a la ciudadanía la autoridad para gestar directamente iniciativas legislativas para su consideración obligatoria en referendos. Debe proveerse así para la institución de la iniciativa legislativa del ciudadano. Se trata de otro mecanismo de democracia participativa en las que el ciudadano común puede presentar iniciativas de ley, de estar ésta avalada por una cantidad requerida de firmas. Pueden haber desde iniciativas directas o mandatorias, que obligan a ser votadas en un referendo popular, hasta iniciativas indirectas que son consideradas por la rama legislativa en cuanto a su trámite, sea para su evaluación y aprobación por la misma Asamblea o su posible inclusión en un referendo debido al asunto del que se trate, como por ejemplo sería con cualquier enmienda constitucional. Por último, deseo expresar mi apoyo, en términos generales, con la R. C. Del Senado 17, presentada por la senadora María de Lourdes Santiago para que se legisle con el propósito de implantar el resultado del referendo del 10 de julio de 2005 en el que el electorado puertorriqueño se manifestó mayoritariamente a favor de la reorganización del actual sistema bicameral hacia un sistema unicameral. Ello constituye un mandato imperativo del pueblo a la Asamblea Legislativa de Puerto Rico que fue olímpicamente ignorado por una mayoría parlamentaria que alegó en su momento que “el pueblo se equivocó”. Debe procederse en ese sentido a aprobar la legislación y a someter a referendo popular aquellas disposiciones que serían necesarias para viabilizar la voluntad popular. Asimismo, estoy de acuerdo en que como parte de dicha reorganización legislativa se adopte el principio de la representación proporcional o representación plena para reflejar fielmente la pluralidad política del país, tanto de las mayorías como de las minorías. Sólo así se podrá facilitar la adopción de políticas democráticamente consensuadas y no impuestas por la mera fuerza numérica de la mayoría de turno. Estamos ante el reto de explorar nuevas formas del Estado constitucional en un espacio social y político que ya el gobierno, a partir de las tres ramas clásicas del liberalismo, no domina absolutamente, si realmente alguna vez lo hizo. Si hacen falta reformas constitucionales éstas deben ser para ampliar la democracia puertorriqueña, para localizar el centro de obediencia no en el gobierno sino en el pueblo, es decir, una nueva concepción del equilibrio y balance del poder inclinado claramente hacia el soberano popular. Es en este balance entre el soberano popular y el gobierno, como instrumento mandatado con la ejecución de la voluntad del primero, que depende en última instancia el verdadero equilibrio constitucional. De ahí que para Hostos, el Estado debe ser expresión en última instancia del Poder social como un todo integral. Hostos propone una estructuración de las llamadas ramas de gobierno que se distancia un tanto del modelo estadounidense y se asemeja más al modelo bolivariano. Por ello, más que la distribución de “poderes”, prefería hablar de la distribución de unas funciones limitadas que se debían a la sociedad toda: la función electoral, la función legislativa, la función ejecutiva y la función judicial. La función electoral era considerada por Hostos la más importante de las funciones pues constituía el fundamento último de las otras tres. Mediante ésta, la sociedad ejerce su control democrático y decide los medios para expresar y garantizar el acatamiento a su voluntad soberana, tanto la
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colectiva como la individual. La función legislativa se encarga de la producción de aquella normatividad necesaria para adelantar los fines mandatados por la voluntad expresa del pueblo. La función ejecutiva debe entonces implantar lo legislado y la función judicial limitarse a determinar si alguna actuación controvertible de un agente o una institución del Estado fue legal o ilegal. Es por ello que se debe actuar con detenimiento y ponderación en cuanto a la reestructuración propuesta del ejercicio de la función legislativa. Sobre todo, cuando legislar con prisa sobre un asunto tan complejo como el que nos convoca, podría crear indeseados desequilibrios constitucionales en relación a las otras dos ramas de gobierno, las menos sujetas al control democrático por parte de la ciudadanía. Por ejemplo, bajo el manto de la llamada “independencia judicial”, la rama judicial ha expandido unilateralmente su autoridad constitucional, a partir de un autodenominado e ilimitado “poder inherente”, en claro detrimento de la función legislativa. A partir de ello se ha erigido en juez exclusivo de la legalidad y legitimidad de sus propios actos. Ante la creciente deslegitimación de las ramas legislativa y ejecutiva, la rama judicial, particularmente su Tribunal Supremo, se percibe a sí misma como aquella rama a cuyos mandatos deben subordinarse necesariamente las otras dos ramas y la ciudadanía en general, independientemente de la agenda político-‐partidista y clasista, o las valoraciones morales discriminatorias y excluyentes que se puedan traslucir a través de las decisiones de éstas. Por eso me parece muy positiva la convocatoria a estas vistas públicas pues es vital que se promueva la más amplia discusión y consideración del tema a través de todo el país, con la participación activa de todos los sectores de la sociedad más allá de los partidos aquí representados. Y si algo debe quedar claro es que cualquier propuesta concreta que finalmente surja de este proceso de discusión, debe ser consensuada y sometida a una consulta para que sea finalmente refrendada o rechazada por el único soberano que puede existir en un país que pretenda llamarse democrático: el pueblo puertorriqueño.
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