EL CANON DE LA VERACIDAD EN LA JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

June 14, 2017 | Autor: Ignacio Villaverde | Categoría: Libertad De Expresión E Información
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EL CANON DE LA VERACIDAD EN LA JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Ignacio Villaverde Menéndez Profesor Titular de Derecho Constitución Letrado del Tribunal Constitucional SUMARIO: I. Planteamiento general; II. La veracidad en el art. 20.1 d) CE; III. La Sentencia 28/1996: la diligencia exigible; IV. La Sentencia 51/1997: los hechos probados judicialmente; V. La Sentencia 154/1999: diligencia y fuentes de información; VI. La Sentencia 192/1999: veracidad e información errónea o sesgada; VII. La prueba de la veracidad.

I. PLANTEAMIENTO GENERAL Ya han pasado algunos años desde que Martín KRIELE publicara su polémico artículo Ehrenschutz und Meinungsfreiheit1, en el que arremetía con dureza contra la jurisprudencia del Primer Senado del Tribunal Constitucional Federal Alemán sobre las relaciones entre la libertad de expresión e información garantizada en el art. 5 de la Ley Fundamental de Bonn y el derecho al honor, advirtiendo, entre otros cuestiones, de la a su juicio perverso uso que el mentado Senado había hecho de la distinción entre juicios de valor y narración de hechos a 1 “Neue Juristische Wochenschrift (NJW)”, núm. 30 (1994), págs.1897-1905. La tesis de Kriele, dicho brevemente, consistía en que el derecho al honor no es un simple derecho legal, con cierto valor constitucional en tanto integrante de la dignidad individual (art. 2.1 en relación con el art. 1 de la Ley Fundamental de Bonn), que puede limitar la libertad de expresión e información como si de una “ley general” del apartado segundo del art. 5 Ley Fundamental de Bonn se tratare. A juicio del autor alemán, el derecho al honor posee igual rango constitucional que la libertad del art. 5 de la Ley Fundamental de Bonn. A partir de esta proposición, arremetía con dureza contra la doctrina del Primer Senado del Tribunal Constitucional Federal advirtiendo del progresivo vaciamiento del derecho al honro de forma que la sobrepujada protección de la libertad de expresión e información fundada en su valor y función democráticas cabe teniendo como efecto persevere el “silenciamiento” de las opiniones de quienes pretendiesen participar en la vida pública ante el riesgo de que ese acto conllevase tener que soportar la feroz intromisión en su vida privada y la privación de su honorabilidad por los medios de comunicación. De este modo serían aquellos sin escrúpulos, capaces de soportar semejante riesgo, los que se atreverían a terciar en la vida pública, pervirtiendo así el principio mismo en el que se estriba la protección privilegiada de la libertad de expresión e información: preservar y promover una robusta vida pública, esencial para la realización del sistema democrático, mediante la férrea garantía del proceso de intercambio de informaciones y opiniones. En cierto modo es éste también el meollo de las ideas expuestas por Owen FISS en su trabajo “The Silencing Effectof Speech”, publicado en su libro The Irony of Free Speech, Harvard University Press, Cambridge/ London, 1996, págs.5 y sigs. (hay traducción al español en La ironía de la libertad de expresión, Gedisa, Barcelona, 1999, trad. Ferreres/Malem).

2 los efectos de exculpar lo que bien podrían denominarse injurias por error. Sin embargo, aquella gota removió el apacible estanque en el que parecía mecerse la doctrina académica y jurisprudencial sobre la materia, asentada en cimientos, por lo que se ve con serias y preocupantes fisuras2. En esa polémica la veracidad de la información, o, por ser más precisos, el estatuto jurídico que debe conferirse a los errores informativos, constituye punto de partida de una más amplia reflexión sobre las relaciones honor e intimidad y opinión e información, que también ha tenido su eco en España, resultando cuando menos curioso, que las voces críticas hayan emergido de entre los civilistas y no de entre los conspicuos constitucionalistas de estos lares, probablemente muy ocupados en otras cuestiones de más hondo sentido. Baste por ahora con dar noticia de esta disputa, porque lo que ahora se pretende resulta tener un objeto sumamente más modesto que terciar en ella. En este comentario únicamente se va a describir el canon que el Tribunal Constitucional español (en adelante, TC) emplea para saber si una información es o no veraz. Y estos últimos años han sido época de recapitulaciones, o eso parece a la vista de las más recientes Sentencias del TC, como si este Tribunal no fuese del todo ajeno a esas nubes de tormenta que se barruntan en asuntos tan delicados como los mencionados.

2 Una polémica que desde 1994 no se ha cerrado, baste con dar cuenta aquí de los trabajos de F. KÜBLER, Ehrenschutz, Selbsbestimmung und Demokratie, y de G. SEYFARTH, Der Einfluss des Verfassungsrechts auf zivilrechtliche Ehrschutzklagen, publicados ambos en la “Neue Juristische Wochenschrift”, núm. 18, 1999, págs. 1281 y 1287 respectivamente; y el de W. SCHMITT-GLAESER, Meinungsfreiheit, Ehrenschutz und Toleranzgebot, también en la “Neue Juristische Wochenschrift” núm. 14, 1996, pág. 873 y sigs. Y que no sólo es privativa de la doctrina alemana, pues también en los Estados Unidos de Norteamérica se ha vuelto a cuestionar los cánones fijados por la Corte Suprema de los Estados Unidos respecto de los asuntos por difamación y libelo. Así, L. C. BOLLINGER, The End of New York Times v Sullivan: Reflections on Masson v New Yorker Magazine, en “The Supreme Court Review”, 1991, pág.1 y sigs., y también en la misma Revista, en su número de 1994, pág. 169 y sigs., el de W. P. MARSHALL y S. GILLES, The Supreme Court, The First Amendment, and Bad Journalism. En España hay un cierto ruido de fondo que pone de manifiesto que tampoco nosotros somos ajenos a lo que bien podría ser un revisión de las relaciones recíprocas entre los derechos al honor, intimidad y propia imagen y las libertades de expresión e información y que hoy parece sustentarse, en lo fundamental, en la reivindicación de un remedo de responsabilidad objetiva de los medios de comunicación social por los errores que se cometan al informar sobre terceras personas que no sean personajes públicos o con notoriedad pública. Sobre este particular véanse los interesantes trabajos de F. PANTALEON, La Constitución, el Honor y unos abrigos, en la Ley de 10 de mayo de 1996, pág. 1 y sigs; que vino a reproducir en su La Constitución, el honor y el espectro de la censura previa, en “Derecho privado y Constitución”, núm. 10, 1996, pág. 209 y sigs; también de P. SALVADOR CODERCH, y su equipo, en sus libros El mercado de las ideas, El Derecho de la Libertad, ambos publicados en el Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990 y 1993 respectivamente, y el escrito con M.T. CASTIÑEIRA PALOU, Prevenir y castigar. Libertad de información y expresión, tutela del honor y funciones del derecho de daños, Pons, Madrid, 1997. No deben dejarse de mencionar los de S. MUÑOZ MACHADO, Información y derecho al honor: la ruptura del equilibrio, en “Revista Española de Derecho Administrativo”, núm. 74, 1992, pág. 165 y sigs; J. GONZALEZ PEREZ, La degradación del derecho al honor: honor y libertad de información, Civitas, Madrid, 1993; y, por último el trabajo de J. FERNÁNDEZ COSTALES, Intromisión ilegítima en el derecho al honor y a la libertad de expresión. Daños al patrimonio mora: su indemnización y medidas protectoras, La Ley, Vol. 4, 1989, págs. 313 y sigs.

3 Con tal propósito se abordará en primer lugar. como panorama general, el encuadre que la veracidad ha tenido en la jurisprudencia del TC, para destacar tanto sus gradaciones y matices, como su estatuto en el marco de la interpretación dada a la libertad de información garantiozada en el art. 20.1 d) CE. En segundo lugar se comentarán de forma sucesiva las Sentencias que a juicio de quien suscribe este artículo constituyen los leading cases en la materia, dejando a un lado lo relativo al la denominada doctrina del reportaje neutral que únicamente será mencionada como epifenómeno de la doctrina general de la veracidad y que su propia singularidad exigiría su tratamiento detenido y detallado en un capítulo propio. En tercer lugar, se concluirá el opúsculo con una referencia inexcusable al grado de diligencia exigible al informador y su prueba.

II. LA VERACIDAD EN EL ART. 20.1 D) CE No por menor obvio debe soslayarse la evidencia de que la veracidad constituye el calificativo con el que la CE ha tratado de acotar qué información es la que puede ser comunicada o recibida con protección constitucional. Si ya es de suyo complejo definir lo que por información deba entenderse, no son menores las dificultades que depara tratar de definir esa noción de veracidad. El TC trató de ajustar un concepto de información en la STC 6/1988 a partir de dos ideas: narración de hechos e interés público de esos hechos. Aquella Sentencia partía de una idea de información cuya expresión nuclear, por así decir, lo constituía la nuda narración de unos hechos (la crónica de la de acontecimientos), que servía bien para distinguir la información de la opinión que protegía el apartado a del mismo art.20.1 CE. De otro lado, y fruto de una concepción funcionalizada del derecho a comunicar información libremente que apuntó la STC 111/1983 y que terminaron por cuadrar las SSTC 159/1986 y 165/1987, si bien la simple narración de hechos ya gozaba en principio de protección constitucional, pues no en vano esa narración de hechos era, sin duda, información (y así lo demuestra la doctrina del reportaje neutral, que no deja de ser una consecuencia de esta afirmación), se daba un paso más, no tanto en la fijación del objeto del art. 20.1 d) CE, sino con la intención de precisar los distintos grados de protección que ese precepto constitucional podía dispensar: la relevancia de los hechos narrados. En efecto, si los hechos narrados poseían relevancia para el conjunto de los ciudadanos bien por los acontecimientos narrados bien por los sujetos que en ellos participan (doctrina de los personajes públicos y con notoriedad pública), esa información, convertida ahora en "noticia" poseerá una garantía constitucional reforzada, a veces incluso irresistible, frente a sus propios límites, muy en particular, cuando esos límites pudieren ser el

4 honor o la intimidad ajenas (la STC 192/1999 es buen ejemplo de esta taxonomía de la información y sus efectos jurídicos).

Pero no es esa la cuestión que ahora nos interesa, sino el estatuto jurídico de la veracidad en esa entramado. El TC es proclive a denominar a la veracidad "límite interno" del derecho a comunicar libremente información (valgan como ejemplos 3/1997 FJ 3 y 204/1997 FJ 2). Y, en rigor, no es erróneo hacerlo así, pues, ciertamente, la veracidad que expresamente menciona el precepto constitucional es un límite interno o positivo del objeto protegido por el apartado d) del art.20.1 CE. Así lo ha venido haciendo el TC desde hace unos años, ubicando la veracidad en el lugar del canon del art. 20 CE que le corresponde en puridad, y que no es otro, en tanto semejante límite, que el de delimitación de lo que sea la información cuya comunicación y recepción está protegida constitucionalmente. El TC suele emplear erróneamente ese calificativo en el contexto de la aplicación de la ponderación de bienes como técnica de resolución de conflictos entre derechos, porque no lo utiliza (como así hizo en la STC 51/97) para resolver si hubo o no un ejercicio de la libertad de información legítimo; esto es, un ejercicio del derecho a comunicar información que no resulta ser lesivo del derecho al honor, a la intimidad o a cualesquiera otro derecho o bien constitucionales que operan como límites de aquella libertad. De este modo la veracidad se emplea como un criterio más para colegir si el ejercicio del derecho ha comunicarla fue extralimitado. En este sentido la veracidad es, en efecto, un límite, pues excluye de la garantía constitucional de un comportamiento que inicial y abstractamente encajaría en su objeto. Y, además, un límite que, en definitiva, le impone externamente el derecho al honor, pues si la información no es veraz se produce, a juicio del TC, una ilegítima intromisión en el derecho al honor ajeno. La ecuación es simple, si la información no es veraz, es injuriosa y, en consecuencia, lesiva del derecho al honor. Siendo así, que se llegaba al dislate de, tras hacer esta afirmación, decir a continuación que, no obstante, ser injuriosa, la relevancia pública de lo informado sanaba la inicial infracción del art. 18 CE. Pero, no por simple la ecuación deja de ser errada, primero, porque la veracidad no es condición del carácter injurioso de la información (que puede ser una verdad demostrada y, no por ello, menos lesiva del honor constitucionalmente protegido), y en segundo lugar, porque la técnica ponderativa es defectuosa3. 3. No es objeto de este comentario indagar las razones de tan tajante afirmación. Baste ahora con señalar . Este Tribunal ha venido haciendo uso desde su STC 104/1986 de una peculiar técnica, importada de la C.St.US, consistente en la denominada “ponderación de bienes” en la que, partiendo de la, a mi juicio

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En rigor, por contra, si la veracidad se toma por límite interno de la libertad de información, lo es, no en cuanto criterio sobre la licitud del ejercicio del derecho fundamental, sino, antes bien, como criterio sobre si se ha ejercitado o no la libertad misma. Un límite interno es un canon de delimitación, en este caso positiva, del objeto del derecho fundamental a comunicar libremente información, pues ayuda a fijar el objeto del derecho fundamental en cuestión (como cuando el art.22 CE excluye del derecho de libre asociación a las secretas). Así pues, la veracidad es una cualidad que debe reunir el objeto del derecho fundamental a comunicar libremente información para tenerlo por información cuya comunicación libre está protegida por la CE en su art.20,1 d. En este sentido la veracidad constituye ciertamente un canon que condiciona la posterior ponderación, pues decide sobre si hubo o no un ejercicio de la libertad de información.

Así pues, que la información sea o no verdadera, errónea, falsa o mendaz forma parte de una escala dirigida a establecer si cierta narración de hechos, con independencia de su relevancia pública, está o no protegida en el art. 20.1 d) CE, sin perjuicio de que en algunos casos, como el de la información verdadera, el haber superado el canon de su veracidad, no

errónea, tesis de que hay colisiones entre derechos fundamentales, contrariando el principio de unidad de la Constitución (todas las normas constitucionales poseen igual rango y, en consecuencia, entre ellas no puede haber en puridad conflictos o colisiones), el TC ha tratado de resolver el conflicto entre derecho al honor y libertades del art. 20 comparando los bienes protegidos en un caso u otro, para dar protección a uno, sacrificando el otro, tras realizar un juicio de preferencia, valorando cual merece en el caso concreto mayor protección, haciendo de los derechos fundamentales normas de valor (y no normas de principio o reglas jurídicas como así debiera ser). Las dos principales y más discutibles consecuencias de esta técnica, que en puridad no es incorrecta aunque pueda serlo alguna de sus formas de aplicación como la aquí criticada, son: en primer lugar, que el juicio de constitucionalidad tiende a reducirse a un examen sobre la razonabilidad del juicio de valor entre ambos bienes constitucionales hecho por la jurisdicción ordinaria (así SSTC 320/1994, 6, 22, y 132, ambas de 1995, 204/1997, 46/1998), y muy en particular cuando se ha tratado de resolver asuntos penales, dadas las particularidades que estos supuestos poseen (por todas, STC 42/1995, fundamento jurídico 2º, donde se dice con claridad que se vulnera el derecho al honor o las libertades del art. 20.1 según el caso, de no haberse hecho la oportuna ponderación o resultar ésta manifiestamente infundada); y en segundo lugar, que en la mayoría de los casos la preferencia por proteger un derecho fundamental respecto del otro no resulta de un examen del objeto, contenido y límites del derecho garantizado, sino de la simple consecuencia de que no se ha preferido salvaguardar al otro; así, cuando se dice que la información no está protegida por el art. 20 se deduce automáticamente la lesión del derecho al honor. A mi juicio es posible obrar de otra forma, sin necesidad de abandonar formalmente esa técnica, pero modificando substancialmente su aplicación, tomando como modelo la STC 200/1998 (cuyos precedentes y consecuentes se citan en texto del Borrador), que es lo propuesto en este Borrador y que en síntesis consiste en examinar, una vez concluido que el mensaje en cuestión es un objeto encuadrable en los garantizados por el art. 20.1 C.E., si, no obstante, carece de protección constitucional aplicado el límite del derecho al honor tal como éste viene definido constitucionalmente (pues la igualdad de rango de ambas normas constitucionales impide que pueda ser objeto de una lo que constituye una infracción de la otra). Dicho brevemente, los límites a un derecho fundamental no son el resultado de una ponderación, sino un dato previo emanado del texto de la propia Constitución.

6 supone de suyo, ni por asomo, que haya superado el resto. Un información veraz puede ser lesiva del art. 18.1 CE, y este es el sentido de la última jurisprudencia del TC. Otro aspecto que debe destacarse en la jurisprudencia del TC es que la información veraz no se contrapone a la información falsa. En efecto, el TC con insistencia ha afirmado, no sin algún pasajero desfallecimiento del que se dará cuenta en este comentario (STC 51/1997), que la veracidad de una información no consiste en su verdad o certeza. Lo que el art. 20.1 d) CE protege no es la comunicación o recepción de verdades, de hechos ciertos, sino también de los errores informativos siempre que se cumplan ciertos requisitos, pues así lo exige la protección eficaz del más robusto y amplio debate público de las ideas y libre circulación de la información4. El pluralismo informativo se erige a un tiempo en fundamento de la protección del error informativo y de antídoto ante sus perniciosos efectos, pues la pluralidad de informaciones, cuanto más vigorosa, mayor garantía, no de que se cometerán menores errores, sino de que los efectos que estos tengan serán menor perniciosos, convirtiéndose así en un riesgo asumible en un Estado democrático de derecho. Ahora bien, y como se verá, no todo error posee garantía constitucional, porque la veracidad es una barrera infranqueble frente al rumor y la insidia. Este es el sentido último de la veracidad, la garantía de que la información divulgada no tiene por qué ser verdadera, pero de ningún modo puede ser una mentira, y lo será cuando, además de errónea, se persiste en el error consciente de que se ha incurrido en él procediendo a su divulgación a pesar de conocerlo5.

III. LA SENTENCIA 28/1996: LA DILIGENCIA EXIGIBLE 4. Los ecos del argumento sobre la verdad de J.S.Mill resuena en este planteamiento, muy querido de la jurisprudencia anglosajona. El argumento es tan atractivo como simple (y, con todo, a juicio de quien suscribe este trabajo, indiscutible en términos jurídicos): si la verdad se estatuye como criterio sobre el acceso al libre debate de las ideas en último término alguien se arrogará o le vendrá conferido el poder de la infabilidad, pues será quien decida qué sea o no verdad y, por tanto, qué debe circular libremente en el mercado de las ideas. Que semejante argumento pueda adolecer de severas quiebras lógicas y filosóficas es posible que resulte tan indiscutible como el rigor jurídico del que goza, pues difícilmente pueden compatibilizarse la libertad de expresión o de información con un poder capaz de determinar qué pueda ser libremente expresado o informado. Sobre el argumento de John S. Mill, puede consultares el reciente trabajo de A. HAWORTH, Free Speech, Routledge, London, 1998, en especial sus Caps. IV y VI; a Eric BARENDT y su Freedom of Speech, Clarendon Press, Oxford, 1985, en particular su pág. 8. 5 No hay espacio suficiente en este comentario para abordar con el detalle que se merece la doctrina del TC sobre los errores informativos; no obstante, se abordará en el apartado VI al reseñar la STC 192/1999, que glosó dicha doctrina. Esa doctrina posee una doble vertiente: los errores "jurídicos" en la calificación jurídica que merecen ciertos hechos, y los casos de errores cometidos en aspectos no sustanciales de la información o fruto de una información incompleta. En todos los casos es la diligencia seguida por el informador y no la naturaleza del error o sus efectos dañinos los que se sopesaron, de manera que lo pertinente era la prueba de que, a pesar del yerro, se obró con la diligencia exigible en la comprobación de los hechos narrados.

7 La primera y más grave dificultad con la que se tuvo que enfrentar el TC fue el de precisar en qué consistía la veracidad de una narración de hechos. Una vez más la STC 6/1988 será la decisión pionera que viene a definir esa noción en términos negativos: información veraz es aquella que no es conscientemente falsa. La consecuencia de esta definición era que la información, aun siendo errónea, mientras no fuese conscientemente falsa, estaba protegida constitucionalmente. De ello se desprendía, que veracidad no era sinónimo de verdad, que en términos jurídicos no es distinto de información judicialmente comprobada. Sin duda, proteger el error era una consecuencia inevitable de la garantía del pluralismo informativo. Exigir de la información una fidelidad absoluta a lo real hasta el punto de poder acreditarse en juicio su verdad significaba simplemente la reducción a silencio. Así lo dijo la STC 6/1988. No tiene sentido dar una interpretación de la noción constitucional de veracidad cuyo efecto sea desalentador para el ejercicio de la libertad a la que acompaña. Sin duda la veracidad limita el objeto de esa libertad, pero no si disfrute imponiéndole una finalidad, transmitir sólo hechos ciertos. Si esto fuese así, el pluralismo, que es valor superior del ordenamiento jurídico (art.1.1 CE), que no la verdad, se cercenaría, frustrando el sentido democrático de esa libertad: un público informado es un conjunto de ciudadanos en condiciones cabales de ejercer sus funciones democráticas. Por ello, debe impedirse que la mentira, consciente o no, goce de protección constitucional, pero no por ello sólo lo cierto la posee, pues la imposibilidad en muchas ocasiones de probar judicialmente esa certeza conducirá a un silencio de las fuentes de información de ese público con lo que no se logrará su mejor información, sino, simplemente su desinformación por falta de fuentes. De ahí la relevancia constitucional de la pluralidad de esas fuentes, que impone el coste de dotar de protección constitucional incluso a las que yerren en los hechos que narran, siempre que no lo hagan intencionadamente, con el propósito de mal informar al público, de mentir a sabiendas, menospreciando así el derecho a recibir información veraz de la colectividad (STC 6/1988).

En suma, la información veraz no se únicamente la información cierta. Pero si no lo es, y también goza de protección constitucional la información errónea, ¿cómo saber si una información es veraz si también lo puede ser la falsa? Esta paradoja la ha resuelto el TC acudiendo a un criterio muy extendido entre los Tribunales Constitucionales de nuestra órbita jurídica a imagen y semejanza de la Corte Suprema de los EEUU. Lo importante es que los hechos narrados hayan sido comprobados con diligencia por el informador. Sólo así

8 se sabrá si son veraces o no, es decir, dignos de ser creídos porque su fuente es fiable, y en ocasiones lo será por las cualidades de la fuente misma (así en el caso de las STC 154/1999), y en otras porque esa fuente ha sido cauteloso en la comprobación de que los hechos que narra se han sucedido de esa forma, y por esa razón, el ciudadano puede fiarse de ella. Pues bien, de cuál haya de ser esa diligencia que debe desplegarse para lograr que la información sea digna de crédito y en esa medida merecedora de protección constitucional, es de lo que trató la STC 28/19966.

Se trataba en esta ocasión de un condenado por un delito de calumnia propagada por escrito y con publicidad cometido por un periodista al haber divulgado en un reportaje la implicación de cierta persona, Jefe del Departamento de Ginecología de un Hospital en un supuesto tráfico de niños recién nacidos. Por lo que parece, el periodista condenado había publicado su reportaje después de haber sabido por el Juez de Instrucción que se habían querellado contra el ofendido por un presunto delito de falsedad en documento público, que fue archivada con carácter definitivo. A pesar de conocer ese dato (y no se pierda de vista la similitud del presente caso con el resuelto en la STC 154/1999, donde también mediaba un archivo de diligencias, como tuvo lugar en las SSTC ), el periodista publicó su artículo con el contenido indicado. Justamente la Audiencia Provincial condenó al periodista al llegar a la convicción de que el acusado obró con plena conciencia de la falsedad de sus imputaciones, dado que sabía del archivo de la mentada querella contra el tercero ofendido, sin obrar con la cautela esperable cuando su información afectaba indudablemente a la honorabilidad de un persona identificada. Así también lo entendió el Tribunal Supremo que desestimó el recurso de casación interpuesto por el periodista contra su condena penal.

El periodista articuló su recurso de amparo a partir de la idea de que, en contra de lo sostenido por la jurisdicción penal, su reportaje periodístico contenía información veraz y dotada de relevancia pública. Veracidad, decía el recurrente en amparo, que solo exigía una inicio de probanza, que, en modo alguno, debía confundirse con la prueba judicial de la verdad de lo dicho. Por otra parte, argüía el periodista que en todo momento obró confiado en la credibilidad de sus fuentes testificales y documentales de información, además de no haber ocultado en el reportaje periodístico el hecho de que aquella querella se había archivado (una vez más debe hacerse notar la similitud del presente caso con el resuelto en la 6 Sentencia desestimatoria, de 26 de febrero de 1996, pronunciada por la Sala Segunda, cuyo Ponente fue

9 STC 154/1999, constituyendo la nota distintiva entre un caso y otro, y decisiva para el signo opuesto que recibió la respuesta a sendos recurso de amparo, la circunstancia de que en la STC 28/1996 la fuente no era objetivamente digna de crédito, hasta el punto de aminorar el deber de diligencia exigible al periodista, como así se estimó en la STC 154/1999, razón por la que esta última Sentencia se comenta al hilo de la doctrina de las fuentes de información dignas de crédito). Pues bien, ninguno de estos argumentos lograron convencer al TC quien desestimó el amparo al estimar que la información no era veraz pues ni esa veracidad se acredita con la simple referencia a fuentes indeterminadas ni el periodista obró con la diligencia exigible en un caso en el que era consciente tanto de la gravedad de las acusaciones vertidas contra el ofendido así como el que un órgano judicial había declarado que no había indicios suficientes para perseguirle penalmente (al margen de que el TC, en uso de su controvertida técnica ponderativa, sostuviese, además, que esa inveracidad suponía una lesión del honor del tercero, cuando la simple afirmación de que el reportaje periodístico no está cubierto por la garantía del art. 20.1 d) CE, era suficiente para desestimar el amparo7.

La STC 28/1996 centra la cuestión en la veracidad de la información cuya protección constitucional se reclama. En primer lugar, la STC recuerda en su FJ 3 los elementos definitorios de la veracidad en su jurisprudencia:

"En relación con el requisito de veracidad de la información, este Tribunal se ha cuidado en reiteradas ocasiones de rechazar tanto su identificación con el de objetividad (STC 143/1991, fundamento jurídico 6.), como su identificación con la realidad incontrovertible (STC 41/1994, fundamento jurídico 3.), que constreñiría el cauce comunicativo al acogimiento de aquellos hechos que hayan sido plena y exactamente demostrados (STC 143/1991, fundamento jurídico 6.). Cuando la Constitución requiere que la información sea "veraz" no est tanto privando de protección a las informaciones que puedan resultar erróneas -o sencillamente no probadas en juicio- cuanto estableciendo un especifico deber de diligencia sobre el informador, a quien se le puede y debe exigir que lo que transmita como "hechos" haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos, privándose, as¡, de la garantía constitucional a quien, defraudando el derecho de todos a la información, actúe con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado. El ordenamiento no presta su tutela a tal conducta negligente, ni menos a la de quien comunique como hechos simples rumores o, peor aún, meras invenciones o insinuaciones insidiosas, pero si el Magistrado Carles Viver Pi-Sunyer. 7 Y no es baladí esta afirmación, porque una vez dicho que esa información no era de las protegibles por la Constitución, el asunto ya es de aplicación del tipo penal de la calumnias, lo que, a efectos penales, sólo posee relevancia desde la perspectiva del art. 25.1 CE y ya no desde el art. 20.1 CE.

10 ampara, en su conjunto, la información rectamente obtenida y difundida, aun cuando su total exactitud sea controvertible. En definitiva, las afirmaciones erróneas son inevitables en un debate libre, de tal forma que, de imponerse "la verdad" como condición para el reconocimiento del derecho, la única garantía de la seguridad jurídica sería el silencio (STC 6/1988, fundamento jurídico 5.)". Una vez más la veracidad no se contrapone a la falsedad de la información transmitida sino a la insidia y al rumor. En fin, el TC, con el objeto de garantizar el debate de ideas y la circulación de información más robusto e intenso, ubica el meollo de la veracidad, y, como se verá, el de su prueba en juicio, en la aptitud de quien informa, pues no otra cosa resulta de su contraposición con el rumor y la insidia y la extensión de la garantía constitucional al error. En efecto, la veracidad no puede consistir en una afirmación de hecho sobre la afirmación que exija la prueba de que lo narrado es cierto, a riesgo de restar vitalidad, sino herir de muerte, al debate libre de ideas y al flujo de informaciones que constituye el objeto último de garantía del art. 20.1 CE (SSTC 6/1981, 12/1982, 136/1999). Lo que trata de evitar el requisito de la veracidad es la desinformación mediante insidias y rumores, esto es, mediante la consciente manipulación de la información, que tanto puede lograrse con la propagación de mentiras como con la de simples rumores sin fundamento alguno. La cuestión estriba, por tanto, en que el periodista pruebe, en su caso, que lo narrado tenía fundamento, y que comprobó con datos objetivos, éstos sí acreditables ante el órgano judicial, que lo hechos de los que se informó había acontecido de ese modo; aunque con posterioridad hayan resultado ser falsos. Obviamente, semejante criterio impone, de un lado, una cierta diligencia en quien informa, que los datos objetivos con los que se contrastó la información sean susceptibles de prueba y así haya sido (lo que debe matizarse en el caso penal pues al periodista le asiste la presunción de su inocencia, lo que, inevitablemente produce una inversión de la carga de la prueba con cierta relevancia a los efectos de la comprobación constitucional de la veracidad de la información transmitida, lo que será objeto de examen más abajo), y que el informador haya obrado de buena fe, lo que no solo se acredita con la diligencia puesta, sino, también, con el desconocimiento de lo falso de los hechos o del error en el que se incurrió. Y así lo estimó el TC en la mentada Sentencia a renglón seguido de la anterior cita:

"El concreto deber de diligencia del informador, cuyo cumplimiento permite afirmar la veracidad de lo informado, se sitúa en el amplio espacio que media entre la verificación estricta y exhaustiva de un hecho y la transmisión de suposiciones, simples rumores, meras invenciones, insinuaciones insidiosas, o noticias gratuitas o infundadas

11 (SSTC 6/1988, 171/1990, 219/1992, 41/1994, 136/1994, 139/1995). Su precisión, que es la del nivel de razonabilidad en la comprobación de los hechos afirmados, viene informada por los criterios profesionales de actuación periodística (SSTC 219/1992, fundamento jurídico 5.; 240/1992, fundamento jurídico 7.) y depender en todo caso de las características concretas de la comunicación de que se trate (STC 240/1992, fundamento jurídico 7.). El nivel de diligencia exigible adquirir su máxima intensidad, en primer lugar, cuando la noticia que se divulga puede suponer por su propio contenido un descrédito en la consideración de la persona a la que la información se refiere (SSTC 240/1992, fundamento jurídico 7.; 178/1993, fundamento jurídico 5.), criterio al que se añade, en su caso, abundándolo, el del respeto al derecho de todos a la presunción de inocencia (STC 219/1992, fundamento jurídico 5.), y al que se suma también, de modo bifronte, el de la trascendencia de la información, pues, si bien, ésta sugiere de suyo un mayor cuidado en la contrastación (as¡, SSTC 219/1992, fundamento jurídico 5.; 240/1992, fundamento jurídico 7.), apunta también a la mayor utilidad social de una menor angostura en la fluidez de la noticia" (FJ 3). Así pues, el TC gradúa esa diligencia exigible en función del tipo de hechos narrados, constituyendo el grado máximo de diligencia exigible el del profesional de la información que narra hechos que pueden minar la reputación ajena. Dejando a un lado las discutibles referencias que se hacen en el párrafo transcrito a la presunción de inocencia del afectado (reiterado en alguna que otra ocasión SSTC , y que dota a este derecho constitucional de una dimensión jurídica un tanto desaforada)y los aludidos criterios profesionales, que ciertamente nunca se han llegado a precisar en qué consistan, si es que es posible hablar de un "ars" periodística que permita establecer con una certeza admisible de tales criterios más allá de la prueba de los hechos o datos sobre los que se comprobó la información y que en muchas ocasiones no hacen sino referirse a la credibilidad de las fuentes de información empleadas por el profesional (sin olvidar que sobre las mismas pesa la insoslayable garantía constitucional sobre su secreto). La propia relevancia pública que puedan tener los hechos narrados se torna en un arma de doble filo cuando se emplea en el examen de la veracidad de la información, pues si los hechos informados pueden afectar seriamente la reputación de un tercero y, además, esos hechos poseen relevancia pública por afectar precisamente a ese tercero o por la entidad y naturaleza de los mismos, la comprobación de que lo narrado tiene su fundamento en hechos comprobables debe ser más severa y rigurosa. Sigue diciendo la STC 28/1996 en el mismo FJ 3:

"Constituye también criterio de modulación el de la condición pública o privada de la persona cuyo honor queda afectado por la información, puesto que los personajes públicos o dedicados a actividades que persiguen notoriedad pública aceptan voluntariamente el riesgo de que sus derechos subjetivos de personalidad resulten afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas y, por tanto, el derecho de

12 información alcanza, en relación con ellos, su máximo nivel de eficacia legitimadora, en cuanto que su vida y conducta participan del interés general con una mayor intensidad que la de aquellas personas privadas que, sin vocación ni proyección pública, se ven circunstancialmente involucradas en asuntos de trascendencia pública, a las cuales hay que, por consiguiente, reconocer un ámbito superior de privacidad, que impide conceder trascendencia general a hechos o conductas que la tendrían de ser referidas a personajes públicos (SSTC 171/1990, fundamento jurídico 5.; 173/1995, fundamento jurídico 3.). "Resulta, asimismo, relevante cual sea el objeto de la información: si la ordenación y presentación de hechos que el medio asume como propia, o la transmisión neutra de manifestaciones de otro (STC 41/1994, fundamento jurídico 5.; también SSTC 15/1993, fundamento jurídico 2., 336/1993, fundamento jurídico 7.). "Otras circunstancias, finalmente, como destacaba la STC 240/1992, pueden contribuir a perfilar el comportamiento debido del informador en la búsqueda de la verdad: el carácter del hecho noticioso, la fuente que proporciona la noticia, las posibilidades efectivas de contrastarla, etc. (fundamento jurídico 7.), especialmente en supuestos como el presente en los que los hechos sobre los que se informa est n sometidos a un proceso judicial. Esta circunstancia no conlleva una ablación del derecho de información pero puede someterlo a condicionamientos específicos, como puede ser, por lo que aquí¡ interesa, la exigencia de explicitar la pendencia del proceso o, en su caso, el resultado del mismo cuando se impute la comisión de determinados delitos. La verdad histórica puede no coincidir con la verdad judicialmente declarada y este Tribunal ha reconocido el derecho a la información crítica de las resoluciones judiciales (STC 286/1993, fundamento jurídico 5.), sin embargo toda información que ponga en cuestión lo proclamado judicialmente, aparte de requerir una especial diligencia en la verificación de la información, debe respetar la inocencia judicialmente declarada o la presunción de inocencia previa a la condena judicial poniendo explícitamente de relieve la existencia de la resolución judicial o del proceso en curso." En realidad, los criterios enumerados en esta sucesión de párrafos de la STC 28/1996 no establecen los grados exigibles de diligencia, sino los elementos que hayan de tenerse en cuenta para establecer si se ha seguido o no la diligencia esperable, según el grado que resultaba exigible constitucionalmente. Si el personaje afectado es o no público, o el tipo de fuente de información empleada, las posibilidades de comprobación efectiva de los hechos, sirven para precisar si en efecto se obró diligentemente, y en algunos casos, ni siquiera son elementos de este juicio. El que el personaje aludido en la información sea o no público en nada afecta a la veracidad de la información. Del hecho de que los personajes públicos o los dotados de notoriedad pública asuman un, llamésmole así, cierto riesgo informativo (con los límites que las SSTC 134/1999 y 192/1999), constituye una faceta a tener en cuenta una vez la información resulte ser veraz, pues aquellos personajes, a diferencia de los privados, deben soportar que hechos de los que son protagonistas o en los que simplemente se ven

13 implicados, puedan ser divulgados aunque redunden en su descrédito público, lo que no tiene por qué soportar una persona privada (a salvo la relevancia pública que de suyo posean esos hechos, que no obstante pugnará con el legítimo interés del particular en que la divulgación de ciertos hechos en los que él pueda estar implicado no sirva de excusa para revelar datos de su vida privada ajenos a los mentados hechos y que, incluso siendo ciertos, no tiene por qué ser públicos, en este sentido serían datos innecesarios y, por ello, lesivos en principio del derecho a la intimidad de ese particular, y de menoscabar su reputación, lo serán también de su honor, STC 134/1999)8.

La STC 28/1996 advierte, no obstante, que ni el no haber intentado la excepctio veritatis o la circunstancia de que el periodista conociese el archivo, en ese momento temporal, provisional de las actuaciones destruyen la veracidad de la información9. La razón de que así sea estriba en que, la primera se dirige a probar judicialmente los hechos, lo que ya ha descartado el TC como canon de veracidad10; y el segundo, se debe, de un lado al carácter provisional del archivo, que fue seguido de nuevas diligencias de investigación que mantenían vivo el asunto, y de otro, porque nada impide que el periodista se muestre en desacuerdo con el Auto judicial de archivo de la querella (FJ 5), siempre que se mencione en la información la existencia de ese dato (FJ 5), como así hizo el reportaje controvertido (FJ 5). El motivo por el que el TC consideró inveraz la información (y lesiva del honor del 8 Aún más discutible resulta esa falsa contraposición entre el hecho de que un órgano judi9cial declare que algo no ha sucedido con la perseverancia de un medio de comunicación en decir lo contrario. La cuestión no es, ni puede ser, que las resoluciones judiciales extiendan su fuerza de cosa juzgada a las libertades del art. 20.1 CE, como si de un ne bis in idem informativo se tratare. Cosa distinta es que la información sea una contumaz oposición a lo declarado judicialmente. Este hecho tendrá relevancia para determinar si esa información daña o no el honor de aquél que ha obtenido un Sentencia absolutoria (y por tal no debe considerarse el archivo de un denuncia o una querella), pero en modo alguno constituye criterio de veracidad de la información, pues ésta puede estar debidamente comprobada y sustentando en fuentes de información de las que se desprendan la certeza de hechos distintos a los declarados probados en el juicio en cuestión, que, como tales son, eso, hechos probados, no ciertos o verdaderos. 9 El voto particular a la STC 6/96, firmado por Gimeno Sendra y al que se adhiere Cruz Villalón, indica con acierto que la veracidad de la información lo es al tiempo de la producción de la noticia, y no se altera por circunstancias posteriores. Así pues, dado que la prueba en juicio de la verdad de los hechos puede depender de esas otras circunstancias posteriores a la producción de la noticia, no debe proyectarse sobre la prueba de la veracidad de la información divulgada. Por otra parte, sobre la excepción de verdad algo se ha dicho de interés en la STC 232/1998 FJ 5. 10. El TC se ha pronunciado en diversas ocasiones en asuntos en los que la información periodística venía precedida por actuaciones judiciales que eran conocidas por el informador y constituyeron la fuente o el objeto de los hechos narrados. En ocasiones se ha intentado hacer valer, como en el caso de la STC 28/1996, como criterio de veracidad de la información, afirmando que el resultado de dichas actuaciones judiciales condicionaban la veracidad de la información. Pues bien, parece que la tendencia del TC ha sido separar ambos extremos, de manera que la veracidad de la información, o, por mejor decir, la diligencia del informador no viene necesariamente condicionada por el resultado de las actuaciones judiciales, así, ver informe r.a.4342/99, 11/2000.

14 aludido) fue, simplemente, la debilidad de los hechos sobre los que el periodista cifró la comprobación de lo narrado en el reportaje periodístico y que le sirvió de fundamento para realizar una imputación tan grave como es la de la comisión de un delito. La trascendencia de esa imputación exigía del periodista el despliegue de una diligencia profesional en la comprobación de los hechos narrados que, en el caso de autos, disto mucho de la practicada y que se limitó a referencias a genéricas fuentes de información. Así pues, la imputación de hechos delictivos exige el despliegue de una diligencia en grado máximo.

Dejando a un lado ahora los detalles del caso de autos de la STC 28/1996, esta Sentencia ha fijado al menos qué sea el grado máximo de diligencia exigible para el caso de informaciones potencialmente dañosas de la reputación ajena, como así sucede si a un tercero se le imputa la comisión de un hecho delictivo. Este criterio se reiteró en alguna otra resolución del TC, y algún Magistrado, en Voto Particular, llegó a exigir ese grado máximo de diligencia para los casos en los que sea un particular quien difunda esa información, lo que en el Voto se denominó "informador espontáneo" (STC ). Pero lo que se desprende con toda evidencia de esta Sentencia es que hay un grado medio y uno mínimo de diligencia exigibles a los efectos de la veracidad del art. 20.1 d) CE. Así, si los hechos narrados lo son por un particular y no por un profesional de la información, si no afectan a la reputación ajena, y su objeto carece de relevancia pública, y la fuente de información es digna de todo crédito, parece que la diligencia exigible es la mínima y que se reduciría a la prueba de que se comprobó acreditando la fuente y su credibilidad. Entre este mínimo y aquel máximo corre un extenso campo de diligencia media que estará en función del caso concreto.

Sin embargo, ese extenso campo está acotado por un criterio de razonabilidad que empieza a tener una mayor presencia en la jurisprudencia del TC, como así lo prueban las Sentencias que se comentan a continuación. Comienza a ser habitual encontrar en las resoluciones del Tribunal la referencia a una diligencia razonablemente exigible, y por tal habrá de considerarse el grado medio de diligencia exigible, que constituye el grueso de los casos de los que conoce. En ese grado medio, la diligencia requerible será la que razonablemente cabe exigir en el caso según sus concretas circunstancias, lo cual dependerá a su vez de si el informador es o no un profesional del periodismo, o un simple particular, de los medios disponibles, del objeto de la información y sus fuentes. No obstante, el TC tendrá que contestar más tarde o temprano a la doble incógnita sobre si esa razonabilidad es la

15 evidente o no, pues tal cosa es capital para despejar la segunda relativa a la prueba de esa razonabilidad, ya que si se exige la evidente, bastará con que la diligencia desplegada no sea manifiestamente irrazonable; pero si la diligencia razonablemente esperable debe responder a ciertos criterios, al margen de la dificultad de fijar estos (y parece que en ocasiones se apunta a los "profesionales", de muy difícil exigencia para los que no sean periodistas, lo que puede explicar ese Voto Particular que espera de estos "informadores espontáneos" una mayor cautela ante el mayor riesgo de que se equivoquen), la prueba de la diligencia no sólo tendrá por objeto los medios y fuentes de comprobación de la información, sino también que estos han sido los razonablemente exigibles a la vista de las circunstancias del caso concreto.

IV. LA STC 51/1997: LOS HECHOS JUDICIALMENTE COMPROBADOS Esta sentencia resuelve un recurso de amparo interpuesto contra la de una Audiencia, que confirma la de instancia, sobre un delito por calumnias e injurias11. Según consta en los Antecedentes de la sentencia, un sindicalista convocó una rueda de prensa para informar sobre diversos extremos concernientes a un juicio laboral próximo a celebrarse. Dicha rueda de prensa acabó trasladándose a las mismísimas dependencias del juzgado en el que se iba a celebrar el juicio, y allí el sindicalista culpó del conflicto laboral, motivo de la vista judicial, a un inspector laboral. Desde ese instante, el resto de las declaraciones consistieron en unas durísimas críticas a la labor profesional del citado inspector, a quien se acusa con poco disimulo de aceptar sobornos. Las declaraciones del sidicalista fueron difundidas por diversos medios de comunicación y el mencionado en ellas replicó a las mismas, sin que conste que el sindicalista se desdijese o las desmintiera. El inspector ofendido se querellará contra el sindicalista que es condenado por injurias en instancia, lo que confirma la Audiencia.

A juicio de ambos órganos judiciales la libertad de expresión o, incluso la de información, no conllevan el derecho a vilipendiar o difamar a terceros. El querellado no probó en ningún momento la veracidad de los hechos imputados al inspector de trabajo y querellante, lo que hace de esas afirmaciones simple propagación de insidias o rumores carentes de fundamento. La Audiencia insiste, además, en que el sindicalista ni siquiera comprobó diligentemente la realidad de los hechos imputados al inspector de trabajo, dando crédito a lo que otros individuos le contaron. El recurrente, ya en el trámite de alegaciones, 11 Sentencia desestimatoria de 11 de marzo de 1997, cuyo Ponente ha sido el Magistrado Vicente

16 sostiene que el asunto era noticioso y gozaba de relevancia pública; además, el personaje era también público. A juicio del recurrente, la información así divulgada también era veraz, pues provenía de una fuente digna de crédito para él, lo que explica que no indagase por su cuenta la veracidad de los hechos denunciados. Recuerda el recurrente en su alegato que el derecho a comunicar información también extiende su amparo a las críticas duras e incluso improcedentes.

El TC en esta sentencia muestra una especial preocupación por examinar con rigor la ponderación entre los derechos del art.20,1 CE y los del art.18,1 CE, en concreto el derecho al honor del inspector de trabajo, objeto de las declaraciones del sindicalista. Para ello resulta imprescindible, a juicio del TC, establecer con carácter previo si “efectivamente, concurren en el caso concreto dos o más derechos fundamentales a ponderar” (FJ-3º). Lo que así ocurre. Queda por saber, siempre según el TC, con antelación a la concreta ponderación que deba llevarse acabo, si el derecho fundamental ejercido por el sindicalista es el de libre expresión del apartado a del citado art.20, o, más bien, el de libre información del apartado d del mismo precepto constitucional.

El TC considera que el recurrente ejercitó la libertad de información dado que su intención era la de informar: “(...), cuando lo que se persigue es suministrar información sobre hechos que se pretenden ciertos, estaríamos ante la libertad de información; entonces, la protección constitucional se extiende únicamente a la información veraz. Ciertamente, resultará en ocasiones difícil o imposible separar en una misma exposición, los elementos que pretenden informar de los dirigidos a valorar, y en tal caso habrá de atenderse al elemento predominante (SSTC 6/1988, 20/1990 y 105/1990, entre muchas otras).” “(...) la intención preponderante de tales expresiones es la de afirmar datos objetivos y sentar hechos; hechos consistentes en una determinada actuación del Inspector de Trabajo que se pretendían ciertos por el informante.” (FJ-4º) Como dice la propia sentencia 51/97 en su FJ-5º, el objeto de la libertad de información: “(...) consiste en suministrar información sobre hechos que se pretenden ciertos, por lo que la protección constitucional de su reconocimiento se extiende Gimeno Sendra.

17 únicamente a la información veraz (entre otras muchas otras, SSTC 6/1988, 20/1990, 105/1990 y 133/1995).”12 La veracidad se convierte en la piedra de toque para saber si se ha ejercido o no la libertad de información. El resto de los criterios (relevancia pública de los hechos o los individuos en ellos envueltos, la contribución a la formación de la opinión pública libre) se emplearán para resolver en un sentido u otro la ponderación entre esa libertad y el derecho al honor, pero una vez se haya resuelto la veracidad o no de lo narrado como hechos13. La propia sentencia definirá el canon de veracidad en los siguientes términos: “A este respecto el Tribunal ha precisado que, en este contexto, la veracidad de la información no es sinónima de la verdad objetiva e incontestable de los hechos, sino reflejo de la necesaria diligencia en la búsqueda de lo cierto o, si se prefiere de la especial diligencia a fin de contrastar debidamente las fuentes de la información. Por esta razón, en la STC 320/1994 (fundamento jurídico 3.) se declaró que la veracidad de lo que se informa «no va dirigida tanto a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que, defraudando el derecho de todos a recibir información veraz, transmiten como hechos verdaderos, bien simples rumores, carentes de toda constatación, bien meras invenciones insinuaciones, sin comprobar su veracidad mediante las oportunas averiguaciones»”. (FJ-5º) Aplicado este canon sobre el caso del que conoce, la información divulgada por el sindicalista no había sido ni probada en la instancia ni comprobada diligentemente, lo que hace de ella un simple rumor insidioso, carente de toda veracidad (FJ-6º). Lo realmente interesante de esta sentencia que aquí comentamos viene a continuación, cuando el TC emplea como primer criterio para fundamentar su conclusión sobre la falsedad de las denuncias vertidas durante la rueda de prensa, no el grado de diligencia empleado por su emisor para comprobar su certeza, sino el resultado de la práctica probatoria en los juicios ordinarios:

12 Ya en la STC 6/88 puede observarse con claridad que el criterio empleado por el TC para distinguir la libertad de expresión de la de información, pese a las apariencias, no es su objeto, divulgar opiniones o hechos, sino la intención del emisor o la finalidad perseguida con el mensaje. Finalidad e intención que en muchas ocasiones induce el TC del contexto del mensaje enjuiciado y no, necesariamente, de la voluntad expresa o tácita de su emisor. Compárese, entre otros, los supuestos de las SSTC 85/92, donde el fin se induce del hecho de que el emisor es periodista y divulga el mensaje a través de la radio, 297/94, donde lo decisivo era el carácter periodístico del mensaje, 120/96, donde el ánimo crítico del emisor troca la información en opinión, 190/92, la falta de un fin informativo sitúa la acción en el apartado a del art.20,1 CE. 13 Debe hacerse notar que el propio Ministerio Fiscal, criticando la técnica empleada por la instancia para resolver el asunto, como consta en los Antecedentes de la sentencia comentada, alegó que en realidad no pudo haber conflicto entre derechos fundamentales, pues no hubo ejercicio de la libertad de información

18

“Tanto de la Sentencia del Juzgado de lo Penal como de la Sentencia de la Audiencia Provincial se deduce que las imputaciones del ahora recurrente al inspector de Trabajo, no resultaron probadas durante el juicio por el primero, por lo que en ambas instancias dichas imputaciones se tuvieron por falsas”.(FJ-6º) Es cierto que el propio TC a renglón seguido del párrafo transcrito intenta corregir esa primera apreciación indicando que, pese a no haberse probado la verdad de los hechos denunciados en la instancia, aún es posible que esa información sea veraz a los efectos del art.20,1 d CE: “Ahora bien, que la información transmitida fuera falsa no obstaría, como se ha indicado, para que siguiera teniendo cobertura bajo el ámbito de protección del art. 20.1 d) C.E. Como se ha dicho, aun cuando la Constitución someta la libertad de información al expreso límite de la «veracidad» de la noticia, no puede exigirse al profesional de la información o al ciudadano que transmita la verdad objetiva, histórica o judicial, sino que ponga todo su deber de diligencia para contrastar sus fuentes de información en punto a alcanzar la verdad que el art. 20.1 d) C.E. requiere.” (FJ-6º)14 El TC plantea el asunto como una cuestión de diligencia en la comprobación de la certeza de los hechos, como no podía ser de otro modo, y no como un asunto de verdad judicialmente probada. De hecho, el TC señalará que la información no es veraz porque en ningún momento el informador acreditó haber hecho esa comprobación, limitándose únicamente a indicar que se había fiado de la información transmitida por fuentes indeterminadas que a él le merecían credibilidad: “Sin embargo, llegados a este punto, también resulta acreditado en si esta, por no veraz, lesiona el derecho al honor de un tercero. 14 El TC lo aseveró con toda contundencia en su sentencia 166/1995: “Aun siendo claro que la veracidad relevante a los fines de verificar si una información periodística puede o no quedar amparada bajo la protección del art. 20 C.E. no es, en ningún caso, la veracidad propia de los hechos que penalmente se tengan por probados (...)”. (FJ-2º). En esta ocasión los órganos judiciales, el Ministerio Fiscal y una de las partes implicadas en el caso del que trae causa el recurso de amparo resuelto en esa sentencia de 1995 consideraban oportuna la suspensión del procedimiento civil por lesión del derecho al honor entretanto se resolvía un procedimiento penal abierto por los mismos hechos, “pues sólo una vez concluida aquélla e(el TC se refiere a la causa penal) se dispondría de elementos de juicio suficientes al objeto de determinar la veracidad de los hechos objeto de información” (FJ-2º) y que eran enjuiciados en el citado proceso civil. Así resume el TC las alegaciones de estas partes en el proceso a quo para las que la veracidad de la información depende de los hechos probados en el proceso penal.. Una vez más debe recordarse aquí las palabras bien conocidas de todos del FJ-5º de la STC 6/88. No debe confundirnos las STC 190/96 cuando afirma tajante que “información veraz es, al respecto, ante todo, información verdadera” (FJ-3º), porque a renglón seguido corrige esa primera afirmación con las palabras de la STC 28/1996.

19 ambas instancias que el ahora recurrente dio conocimiento público de «hechos que más o menos había recogido de algunos rumores o quejas de trabajadores de algunas empresas» (fundamento jurídico 6., Sentencia de instancia; fundamento jurídico 5., Sentencia de apelación). Con lo cual, imputó al Inspector de Trabajo gravísimos hechos que, objetivamente, afectaban a su íntegra actuación profesional; y tales imputaciones, no obstante su gravedad, se realizaron con total desconocimiento del deber de comprobar, con la diligencia exigible, la veracidad de lo que, hasta el momento, eran simples rumores o quejas de trabajadores.” “Es más, tampoco en esta sede el recurrente ha intentado acreditar que de algún modo trató de cumplir con el deber de diligencia exigible a fin de transmitir la información que protege el art. 20.1 d) C.E. En la demanda de amparo se limita a alegar, como también hizo ante la jurisdicción ordinaria, que «no tenía plena conciencia de falsedad en la información que transmitía... durante la rueda de prensa»”. (FJ-6º) Así pues, para el TC no basta con dar crédito a fuentes de información indeterminadas. Esa confianza no convierte al rumor en información, pues la divulgación de un rumor sin contrastar objetivamente no es ejercicio de la libertad de información. Estado de cosas que no modifica para nada el hecho de que en el emisor de la información se de la circunstancia de ser representante sindical. Señala el TC a continuación de lo transcrito más arriba: “Pero ello no basta, como hemos dicho, para ejercer la libertad que aquel precepto ampara. Al no comprobar la veracidad mediante las oportunas averiguaciones y transmitir como hechos verdaderos simples rumores carentes de toda constatación, el representante sindical, cuya condición en nada afecta a este deber de diligencia, pues es exigible a cualquier sujeto que pretenda ejercer tal derecho, actuó al margen de la libertad que reconoce el art. 20.1 d) de la C.E.” Sin embargo, el TC parece volver a insistir en la conexión entre veracidad de los hechos y hechos judicialmente probados como un criterio más del canon de veracidad de la información cuando en el FJ-7ª y último dice: “En consecuencia, dado que el señor Domínguez Salguero ha transmitido una información a los medios de comunicación que acarrea objetivamente una lesión en el honor del querellante; comprobado, a su vez, que la información transmitida era falsa, pues no quedó acreditado durante el proceso que los hechos imputados al señor Guillén Madriñán fueran verdaderos; y constatado, además, que en ninguna de las dos instancias ordinarias el informador acreditó su diligencia en la comprobación de la veracidad de lo expresado, así como tampoco lo hizo en esta sede, debe concluirse que las resoluciones impugnadas no han vulnerado el art. 20.1 d) de la C.E., puesto que la libertad consagrada en tal precepto fue ejercida transgrediendo

20 el ámbito de protección que la Constitución le reconoce”. Con todo, y a pesar de esa insistencia, lo que el TC trató de subrayar en esta Sentencia (que vino a reiterarse en otras posteriores como las SSTC 197/1998, 144/1998, 154/1999) no es, aun contra las apariencias, una perversa conexión entre hechos probados y veracidad de la información, que el propio TC en dicha Sentencia niega con persistencia, sino entre hechos probados y prueba de la diligencia debida, lo que no es lo mismo. Lo que le reprocha el TC al recurrente no es la circunstancia de no haber probado en juicio sus imputaciones contra el inspector de trabajo, sino no el no haber intentado “acreditar que de algún modo trató de cumplir con el deber de diligencia exigible (...)” (FJ-6º) en la instancia, y tampoco ante él, que comprobó en datos objetivos, es decir, que pueden probarse, que dichas imputaciones se fundan en hechos que le resultaron dignos de ser creibles, lo que trató de cumplir con una genérica referencia a fuentes indeterminadas incapaces de demostrar, tanto que la información que suministraban eran dignas de crédito y la buena fe del informador al divulgarlas. V. LA STC 154/1999: DILIGENCIA Y FUENTES DE INFORMACION El asunto resuelto por esta Sentencia15 era ciertamente escabroso y situó al TC en una situación especialmente delicada dadas las implicaciones luctuosas de los hechos que sirvieron de base a la serie de reportajes periodísticos y la complejidad del asunto. Se trataba de una serie de informaciones, encuadrables en lo que se suele conocer como crónica de sucesos, en los que se relataban las indagaciones policiales y las diligencias judiciales seguidas contra un logopeda prestigioso, sospechoso de cometer violación y abusos deshonestos con disminuidas psíquicas. Finalmente no fue procesado el mentado logopeda, quien demandó al rotativo que publicó la serie de reportajes y al periodista que los firmó. Inicialmente la demanda fracasó, logrando la condena civil de los demandados en apelación, al considerar la Audiencia Provincial, y luego el Tribunal Supremo, que unidas a la narración de tan morboso hechos se formulaban juicio de valor sobre la persona del ofendido indiscutiblemente deshonrosos imputándole de forma abierta la comisión de hechos delictivos.

En lo que ahora interesa, uno de los argumentos esgrimidos en el recurso de amparo era la fiabilidad de las fuentes de información manejadas para elaborar los controvertidos reportajes. Argüía el recurrente que se había limitado a reproducir por su interés las declaraciones de los responsables de la investigación policial, apelando, a tal fin, a la doctrina del reportaje neutral elaborada por el TC en casos de que la información consista en 15 Sentencia estimatoria de 14 de septiembre de 1999, cuyo Ponente ha sido el Magistrado Pablo García Manzano.

21 la simple reproducción de lo dicho o escrito por un tercero16. Sin embargo, el enfoque del TC es distinto, soslaya por completo la cuestión del reportaje neutral, de lo que cabe deducir que no era atendible dicha invocación. Lo relevante en el caso, así lo parece, era si la información transmitida era o no veraz, sobre todo al tratarse de un nuevo caso en el que se ponía de manifiesto una disparidad de criterios emergente en los últimos años entre el TS y el TC respecto de los elementos que componen el canon de veracidad. Esta STC 154/1999 y la que se comentará a continuación, la STC 192/1999, han corregido la tesis del TS que propende a identificar información veraz como información imparcial u objetiva, de forma que la diligencia del informador se cifra en el ánimo con el que ha transmitido la información, es decir, si la información era sesgada o insidiosa o no. Si los hechos narrados adolecían de parcialidad o no eran objetivamente expuestos, y si se acreditaba con tal motivo, una intención insidiosa en quien los narraba, se negaba la veracidad de la información controvertida17.

La STC 154/1999 comenzará con un recordatorio de la STC 28/1996 (FJ 2):

"La STC 28/1996 enuncia de forma condensada, pero expresiva, los dos inexcusables requisitos para que el ejercicio del derecho a la libre información goce de protección constitucional, al decir: «Forma parte ya del acervo jurisprudencial de este Tribunal el criterio de que la comunicación que la Constitución protege es la que transmite información veraz relativa a asuntos de interés general o relevancia pública (SSTC 6/1988, 171/1990, 219/1992 y 22/1995)». Han de concurrir, pues, los dos mencionados requisitos, a saber: Que se trate de difundir información sobre un hecho noticioso o noticiable, por su interés público, y que la información sobre tales hechos sea veraz. En ausencia de alguno de ellos la libertad de información no está constitucionalmente respaldada y, por ende, su ejercicio podrá afectar, lesionándolo, a alguno de los derechos que como límite enuncia el art. 20.4 C.E., singularmente y por lo que al caso atañe, los derechos fundamentales al honor y a la intimidad, conclusión ésta que estableció la jurisdicción civil en las Sentencias antes citadas y de las que trae causa este amparo". Una vez más se establece una ecuación ya criticada en este comentario entre ausencia

16 Ya se ha dicho que esta doctrina es una faceta de la de la veracidad, pues, en rigor, tan sólo establece, y no es poco, que de ser en efecto una mera reproducción de lo dicho o escrito por otro la información litigiosa, el canon de la veracidad se cumple con la acreditación de que lo dicho y escrito por un tercero fue efectivamente manifestado por ese tercero y que ese tercero es quien dice el informador ser. Por todas SSTC 41/1994, 3/1997 y 134/1999. Bien se ve, que la dificultad en estos casos consiste en saber cuándo el informador es neutral respecto de lo reproducido, lo que es cuestión previa a dirimir antes de aplicar el canon de veracidad indicado, pues de no constatar esa neutralidad en quien informó reproduciendo lo dicho o escrito por otro, el criterio de veracidad aplicable es el estándar descrito en este artículo. 17 Cuando lo correcto, como señaló la STC 192/1999 es llevar estos elementos de juicio a la ponderación

22 de veracidad en la información y lesión del honor ajeno. Con todo lo que ahora importa es la afirmación de que la narración de hechos que no sea veraz carece de respaldo constitucional. Una vez reconocido que el asunto gozaba de relevancia publica por la notoriedad pública que había alcanzado el suceso, a pesar, con todo, del carácter privado de su protagonista, el meollo del caso estará en la veracidad de la información. En el FJ 5 de la Sentencia se glosa las líneas maestras sentadas por la reiterada jurisprudencia de este Tribunal sobre el particular:

"En tal sentido, ha de recordarse que la veracidad a que se refiere el art. 20.1 d) C.E. no debe identificarse con la idea de objetividad, ni con la «realidad incontrovertible» de los hechos, pues ello implicaría la constricción del cauce informativo a aquellos hechos o acontecimientos de la realidad que hayan sido plenamente demostrados (SSTC 143/1991, 41/1994, 320/1994 y 3/1997, entre otras). Como ha dicho la STC 144/1998: «El requisito constitucional de la veracidad de la información ex art. 20.1 d) C.E., no se halla ordenado a procurar la concordancia entre la información difundida y la verdad material u objetiva de los hechos narrados, de manera tal que proscriba los errores o inexactitudes en que pueda incurrir el autor de aquélla, sino que, más propiamente, se encamina a exigir del informador un específico deber de diligencia en la búsqueda de la verdad de la noticia y en la comprobación de la información difundida, de tal manera que lo que transmita como hechos o noticias haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos o con fuentes informativas de solvencia». "La exigencia constitucional de veracidad, predicada de la información que se emite y recibe, guarda relación con el deber del informador de emplear una adecuada diligencia en la comprobación de la veracidad de la noticia, de manera que lo transmitido como tal no sean simples rumores, meras invenciones o insinuaciones insidiosas, sino que se trate de una información contrastada «según los cánones de la profesionalidad», y ello, insistimos, con independencia de que la plena o total exactitud de los hechos sea controvertible (SSTC 6/1988, 105/1990, 320/1994, 6/1996 y 3/1997). Lo que cabe destacar ahora de estos párrafos es la insistencia del TC en desligar, de un lado, a la veracidad de la objetividad de la información, y de otro, a la veracidad de la "realidad incontrovertible". La veracidad no impone a la información que concuerde con una verdad material u objetiva de los hechos. La razón de que no sea así es simple: si tal cosa se impusiese, la protección constitucional se constreñiría únicamente a la información sobre hechos que hayan sido plenamente demostrados, limitando el "cauce informativo" exclusivamente a esa especie de hechos, con la consecuencia de que se aminoraría el caudal informativo que acceso al proceso de comunicación pública, reduciendo el pluralismo de si la información, aun siendo veraz, era lesiva o no del honor ajeno.

23 informativo en contra del objetivo último del art. 20.1 d) CE. La veracidad, en consecuencia, no puede ser distinta a información comprobada, es decir, la que consista en la transmisión como hechos de lo que haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos o fuentes informativas de solvencia. Así pues, no hay una concepción sustancialista de lo que sean hechos y hechos veraces (aunque sí pueda haberla de lo que sea información, pues se trata de una noción distinta de la de hechos), al margen de que por hecho se tengan los acontecimientos que tengan lugar en un espacio y tiempo determinado (recuérdese la STC 150/1997 respecto de los "hechos nuevos" en los recursos de revisión penal). Lo relevante en el canon de la veracidad es si lo que se ha transmitido como acontecimientos dados en un espacio y tiempo específicos hayan sido objeto de una previa comprobación, bien con datos objetivos, bien con fuentes de información dignas de crédito, que hayan creado en el informador la convicción de que lo divulgado como hechos lo haya sido sobre acontecimientos realmente ocurridos y no constituyan simples invenciones (rumores, o insidias, que no son sino rumores injuriosos). De nuevo la diligencia en ese quehacer informativo se vuelve piedra de toque insoslayable en la acreditación de la veracidad de la información. Asimismo, el objeto de probanza no es ni puede ser la realidad incontrovertible de esos hechos narrados, es decir, no es la prueba de los hechos sobre los que se informa, sino de los hechos o datos que han servido para comprobar por el informador su realidad y que le llevaron a la convicción de que así fue, como si de una especie de prueba de indicios se tratare.

En el caso de la STC 154/1999 lo que cobró protagonismo indiscutible fue la fuente empleada por el informador. Así se señalaba al final del citado FJ 5:

"El nivel de diligencia exigible al informador adquiere una especial intensidad «cuando la noticia divulgada pueda suponer, por su propio contenido, un descrédito de la persona a la que la información se refiere, como dijimos en la STC 240/1992, pero es indudable que cuando la fuente que proporciona la noticia reúne características objetivas que la hacen fidedigna, seria o fiable, puede no ser necesaria mayor comprobación que la exactitud o identidad de la fuente, máxime si ésta puede mencionarse en la información misma» (STC 178/1993, fundamento jurídico 5)". Incluso en aquellos casos, como ese, en el que la información obtenida o divulgada por tales fuentes dignas de todo crédito conlleve el descrédito del aludido, caso en el que el TC ha exigido la diligencia en su grado máximo (STC 28/1996), que será la razonablemente exigible en atención a las circunstancias del caso (FJ 7 de la STC 154/1999).

24

En este momento de la argumentación, el TC consideró oportuno advertir que el posible "juicio paralelo" al que se someta al implicado que ve su litigio difundido y escrutado en un medio de comunicación no es una circunstancia ligada a la veracidad de la información, sino a los juicios de valor que el informador exprese al hilo de su crónica de sucesos o judicial. Juicios de valor a los que, en puridad, debe aplicárseles el canon del art. 20.1 a) CE, bien distinto al que sufre la información. Así pues, no era de recibo el modo en que el Tribunal Supremo abordó la cuestión. Para este Tribunal la veracidad coincide con la verdad procesal. Por consiguiente, si el ofendido había resultado absuelto formal o materialmente (y recordemos que esta misma cuestión latía en la STC 28/1996), lo habrá sido por no haber resultado probada la verdad de los hechos delictivos que se le imputaban. Luego, si no se probó judicialmente la verdad de esos hechos (mejor sería decir que, según el caso, su existencia), la información sobre el particular que persista en implicar al exculpado en esos hechos (el "juicio paralelo") no puede calificarse de veraz. La loable intención del TS de atajar la perversa proliferación de los "juicios paralelos" en los medios de comunicación se estribó en una correspondencia entre veracidad y hechos probados discutible. Y lo es, no sólo porque la absolución de un imputado bien puede resultar de motivos muy distintos a la no probanza de los hechos que se le imputaban, sino también, porque el juicio paralelo nada tiene por qué decir de la veracidad de la información sobre la que se funda, pues, y así lo dijo la STC 28/1996, la libertad de información, o, para ser más precisos, la libertad de expresión también, extienden su protección a la persistencia del informador/comentarista en sostener que el ofendido estaba realmente implicado en aquellos hechos, o, más simplemente, que aquellos hechos se sucedieron aunque no se hayan probado judicialmente (y que pudieron no haberlo sido por multitud de razones, entre las que no debe descartarse la impericia de las acusaciones). La cuestión de si se persiste, digámoslo así, en la culpabilidad informativa del ofendido o su implicación en los hechos narrados atañe a la segunda fase del examen del caso concreto. la información veraz lesionó o no el honor del aludido, pues la veracidad de la información se cumple con la mera fiabilidad de la fuente empleada. Así lo expresaba la STC 154/1999 en su FJ 7:

"Pues bien, ha de estimarse a este respecto que los periodistas desplegaron una actividad encaminada a la obtención de información sobre el referido suceso, acudiendo a fuentes de la Comisaría de Policía de Vigo, y a los datos suministrados por el Juzgado de Instrucción núm. 4 de dicha ciudad, competentes, respectivamente, para la investigación de los hechos y la tramitación de las diligencias judiciales en las que

25 aparecía implicado el Sr. Juncos. Los concretos datos o elementos con los que contaban los periodistas eran el informe médico-forense sobre las menores, del que se desprendía la existencia de manipulaciones en sus órganos genitales, las exploraciones de aquéllas realizadas en presencia de sus padres, las manifestaciones del Comisario de Policía que relataba las impresiones y opiniones que tenía sobre la realidad de la participación del inculpado en los hechos, y los Autos judiciales que acordaban su prisión provisional y su procesamiento. "Los anteriores elementos aparecen como relevantes en la medida en que permiten afirmar que los reportajes publicados en la sección de sucesos en torno al caso fueron elaborados a partir de los datos procedentes de fuentes informativas serias y solventes, como las antes citadas, y no con la endeble base de simples rumores o más o menos fundadas sospechas impregnadas de subjetivismo. Tales datos objetivos, y muy singularmente las resoluciones judiciales adoptadas en fase sumarial por el Juez Instructor acordando la prisión preventiva y ulterior procesamiento de quien, como el Sr. Juncos Rabadán, aparecía, en principio, como inculpado, suministran respaldo suficiente para que no quepa hablar de una certeza en la imputación a aquél de la autoría de los hechos de los que se desprendía, en dicha fase procesal y mediante la formal inculpación del Instructor, que dicha persona podía ser, presuntivamente (como se afirma reiteradamente), el autor de la conducta objeto de persecución penal". La idea es clave, y ya venía anunciándose el alguna otra resolución anterior tanto en los casos en los que se decía que no bastaba la apelación a fuentes indeterminadas para tener por acreditada la diligencia exigida al informar (STC 28/1996), como para partir de la credibilidad de ciertas fuentes de información (STC 178/1993, o la reciente 21/2000). Del hecho de que de las investigaciones y diligencias policiales o/y judiciales resultare finalmente algo diferente a lo transmitido por el informador (y en lo que incluso persistió con posterioridad), no resulta la inveracidad de lo transmitido; sin perjuicio de que si sea relevante en otra fase del examen del caso de autos. La STC 154/1999 lo abordará en su FJ 8:

"La anterior ponderación, que conduce a la estimación, en este punto, de la pretensión actora, se refuerza si atendemos a la conducta profesional mantenida por el medio y sus informadores en una consideración conjunta del tratamiento periodístico que dieron a la noticia. En efecto, junto a los aspectos ya examinados se constata que en los distintos reportajes también se han intercalado alusiones de carácter personal favorables al Sr. Juncos Rabadán y orientadas, bien a informar a los lectores acerca de su buena consideración social y acreditada reputación profesional, bien dirigidas a descartar rumores o informaciones infundadas nacidas al calor de la noticia. Pero más determinante que la existencia de un cierto equilibrio entre aspectos positivos y negativos de la información resulta, en este caso, el seguimiento de la noticia llevado a cabo por el diario «ABC», que publicó, el mismo día en que tuvo conocimiento contrastado de la información, un artículo informando de la puesta en libertad del Sr. Juncos Rabadán; circunstancia expresiva de la voluntad del medio por transmitir

26 cabalmente y con la mayor prontitud las novedades habidas en torno a su procesamiento". En efecto, el asunto se traslada a lo que bien podrá denominarse doctrina del reportaje leal. La exigencia de que el informador también narre las circunstancias finales del proceso judicial o de las diligencias seguidas con motivo de la apertura de un proceso, si finalmente resultó absuelto el implicado, el tratamiento cuidadoso para con su persona, y el cuidado en la formulación de juicios de valor sobre los hechos narrados, son diversos elementos del juicio que efectuará el TC, no sobre la veracidad de la información, sino sobre si ésta era o no lesiva del honor, o la intimidad en su caso, del aludido en ella.

VI. LA SENTENCIA 192/1999: VERACIDAD E INFORMACION ERRONEA O SESGADA Este comentario sobre la doctrina del TC relativa a la veracidad de la información, objeto de protección en el art. 20.1 d) CE, no puede finalizar sin la reseña de la STC 192/1999 en la cual el TC se detiene en dos cuestiones de importancia para una adecuada delimitación de la noción: la relación entre tendenciosidad de una información y la veracidad, y el estatuto constitucional del error informativo.

El caso del que se ocupo la citada Sentencia18 se trató de una serie de reportajes periodísticos en los que, al hilo de la información sobre ciertos negocios que presuntos narcotraficantes poseían en Galicia, se citaba a un Alcalde en relación con la renovación de una concesión administrativa de explotación de un aparcamiento subterráneo a una empresa dirigida por un testaferro de aquéllos, lo que era de dominio público. En esta ocasión, el asunto controvertido era si la mentada información sobre el Alcalde aludido era o no veraz como consecuencia del supuesto ocultamiento por los periodistas que elaboraron el reportaje en litigio del intachable expediente administrativo seguido para efectuar aquella renovación de la concesión de explotación del subterráneo, lo que a juicio de la Audiencia Provincial primero, y del Tribunal Supremo, después, constituía una manipulación informativa que ponía de manifiesto un ánimo tendencioso en los informadores que privaba de veracidad a la información y la hacía lesiva del honor del mentado Alcalde. A ello añadían los órganos judiciales de la instancia civil que ciertos errores al identificar al Alcalde como el Poder Público con la potestad de renovar la concesión, cuando la misma le corresponde únicamente 18 Sentencia estimatoria de 25 de octubre de 1999, cuyo Ponente ha sido el Magistrado Pedro Cruz Villalón.

27 al Pleno de la Corporación municipal, y una imprecisa referencia a que las "autoridades" conocían de las reprochables relaciones entre el Director de la empresa concesionaria y aquellos narcotraficantes, eran errores que abundaban en la tendenciosidad de la información divulgada. Bien a las claras estaba que el TC debía pronunciarse una vez más sobre la tendencia del Tribunal Supremo a ubicar en el juicio sobre la veracidad de la información el practicado sobre el ánimo que alentaba al informador sustituyendo el examen de su diligencia razonablemente exigible por el de su imparcialidad ante la información.

En el FJ 4 de la Sentencia se fijan las líneas maestras de la resolución:

"Comenzando por el examen de la condición que impone el art. 20.1 d) C.E. de que la información sea veraz, este Tribunal ha declarado reiteradamente que aquélla no va dirigida a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que transmiten como hechos verdaderos bien simples rumores, carentes de toda constatación, bien meras invenciones o insinuaciones, sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente; aunque su total exactitud pueda ser controvertida, o se incurra en errores circunstanciales o resulte una información incompleta que, en un caso u otro, no afecten a la esencia de lo informado (SSTC 6/1988, 107/1988, 105/1990, 171/1990 y 172/1990, 40/1992). "Así, el concreto deber de diligencia del informador, cuyo cumplimiento permite afirmar la veracidad de lo informado y que impone una especial dedicación que asegure la seriedad del esfuerzo informativo, se sitúa, como ya dijimos en la STC 28/1996, en el amplio espacio que media entre la verificación estricta y exhaustiva de un hecho y la transmisión de suposiciones, simples rumores, meras invenciones, insinuaciones insidiosas, o noticias gratuitas o infundadas (SSTC 6/1988, 171/1990, 219/1992, 41/1994, 136/1994, 139/1995). Su precisión, que es la del nivel de razonabilidad en la comprobación de los hechos afirmados, viene informada por los criterios profesionales de actuación periodística y dependerá en todo caso de las características concretas de la comunicación de que se trate. El nivel de diligencia exigible adquirirá «su máxima intensidad», en primer lugar, «cuando la noticia que se divulga puede suponer por su propio contenido un descrédito en la consideración de la persona a la que la información se refiere», y al que se suma también, de modo bifronte, el de la «trascendencia de la información», pues, si bien ésta sugiere de suyo un mayor cuidado en la comprobación con datos objetivos de la misma, apunta también a la mayor utilidad social de una menor angostura en la fluidez de la noticia (SSTC 219/1992, 240/1992, 178/1993)." Hasta el momento, la STC 192/1999, no hace sino recordar y glosar la doctrina bien conocida de la veracidad, pero comienza a renglón seguido el desbroce del terreno, señalando en primer lugar que la veracidad no impone al informador una determinada actitud

28 ante la información:

"La veracidad exigida constitucionalmente a la información no impone en modo alguno que se deba excluir, ni podría hacerlo sin vulnerar la libertad de expresión del art. 20.1 a) C.E., la posibilidad de que se investigue el origen o causa de los hechos, o que con ocasión de ello se formulen hipótesis al respecto, como tampoco la valoración probabilística de esas mismas hipótesis o conjeturas (STC 171/1990). En otras palabras, la narración del hecho o la noticia comporta una participación subjetiva de su autor, tanto en la manera de interpretar las fuentes que le sirven de base para la redacción de la misma como para escoger el modo de transmitirla; de modo que la noticia constituye generalmente el resultado de una reconstrucción o interpretación de hechos reales, ejerciendo el informador su legítimo derecho a la crítica, debiendo distinguirse, pues, entre esa narración, en la que debe exigirse la diligencia debida en la comprobación de los hechos, y la crítica formulada expresa o implícitamente al hilo de esa narración, donde habrá que examinar, en su momento, si es o no formalmente injurioso o innecesario para lo que se desea expresar (STEDH caso Lingens, 8 de julio de 1986, º 41, donde se dice que no es correcto sostener que el medio de comunicación sólo debe informar, siendo el lector el único que debe interpretar los hechos divulgados; en este sentido también la STC 173/1995, fundamento jurídico 2). Así ha sucedido también en el presente caso, donde los informadores han formulado con ocasión de la noticia un juicio crítico, explícito o implícito, sobre el comportamiento de un cargo público". Dicho esto, la Sentencia se apresta a la precisión del estatuto constitucional del error informativo en los siguientes y muy esclarecedores párrafos de su FJ 6:

"No es posible compartir tal valoración. El enjuiciamiento que de la noticia han hecho los órganos judiciales parte fundamentalmente de un equivocado entendimiento de lo que sea la veracidad de la información exigida por el art. 20 C.E. En efecto, examinados con detenimiento los alegatos de una y otra parte y las razones de la Audiencia Provincial y el Tribunal Supremo, no resulta que los periodistas obrasen descuidada o negligentemente en la comprobación de que los hechos narrados se fundaban en datos objetivos, sino, tan sólo, que la forma en la que luego confeccionaron la noticia al hilo de esos hechos habría resultado de tal manera sesgada que podría desacreditar al señor Vázquez ante la opinión ajena. Ahora bien, como hemos dicho en otras ocasiones y conviene recordar ahora, «la veracidad no va dirigida tanto a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que, defraudando el derecho de todos a recibir información veraz, transmiten como hechos verdaderos bien simples rumores, carentes de toda constatación, bien meras invenciones o insinuaciones, sin comprobar su veracidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente, aunque su total exactitud pueda ser controvertida o se incurra en errores circunstanciales que no afecten a la esencia de lo informado» (STC 320/1994, fundamento jurídico 3). "El que el informador cometa este o aquel error en la calificación jurídica de los

29 hechos que divulga, o se equivoque en la identificación de aquella persona física o jurídica a la que deba serle imputado jurídicamente un acuerdo o una decisión, pueden ser, ciertamente, síntomas de una negligente comprobación de los hechos, que podría hacer perder a la información divulgada la protección constitucional que el art. 20.1 d) C.E. pueda dispensarle, máxime cuando los hechos narrados pueden poner en cuestión la honorabilidad de una persona (STC 28/1996). Ahora bien, ese error, a fin de tener relevancia constitucional, debe serlo respecto de la cuestión principal transmitida con la información o sobre sus aspectos decisivos (de ahí la importancia de que la información se examine en su contexto y no aislando las diversas partes del conjunto de la noticia) y que, además, cuando versa sobre calificaciones jurídicas de los hechos, cuya exactitud técnica no es en principio exigible de quien informa a terceros sobre ellos, resulte acreditada la malicia con la que conscientemente se incurrió en ese error (SSTC 171/1990, 240/1992, 197/1991, 219/1992, 22/1995, AATC 191/1994, 68/1995). Cosa distinta, y es lo ocurrido en el caso presente, es que la información yerre en cuestiones de relevancia secundaria en el contexto del reportaje periodístico, sin una directa y decisiva influencia en aquello sobre lo que se informa, y no se acredite malicia en el error. En casos así, la información no deja de ser por ello veraz en los términos constitucionalmente exigidos". Para concluir en el mismo FJ 6:

"Con arreglo a nuestra doctrina, no cabe hablar, pues, de error esencial y malintencionado en la información cuando se habla genéricamente de «autoridades», o cuando los términos en los que se hace mención de la concesión y la intervención en su otorgamiento del señor Vázquez, el Ayuntamiento de A Coruña o su Alcalde, no siéndole exigible constitucionalmente al informador una mayor precisión en la calificación jurídica de los hechos. No resulta posible hablar de descuido o falta de diligencia porque los periodistas hayan confesado conocer el expediente administrativo referido, no obstante no haberlo mencionado en la noticia, lo que es más bien prueba de que los hechos narrados se habían corroborado con el dato objetivo de ese expediente. En el mismo, y ello no debe eludirse, constan una serie de documentos, a los que ya se ha hecho referencia, conocidos por los periodistas (pues tuvieron acceso al referido expediente) que permiten al menos afirmar que no es manifiestamente ilegítima la interpretación que de su conjunto han hecho y que han plasmado en su reportaje. "En conclusión, las resoluciones judiciales frente a las que se pide amparo confunden la exigencia de que los informadores obren con la debida diligencia profesional, que es lo que a efectos constitucionales debe entenderse como veracidad de la información, con que la narración de los hechos que han divulgado sea aséptica, imparcial y completa. Al margen ya de que, como hemos indicado, la Constitución no impone a la información tales requisitos (SSTC 171/1990 y 172/1990, 143/1991, 40/1992), del hecho de que la crítica formulada al hilo de la divulgación de ciertos hechos pueda considerarse incompleta o sesgada no cabe concluir que el periodista obró negligentemente, ni que hacerlo así suponga difundir rumores o insinuaciones carentes de toda razón. En fin, la intención de quien informa no es un canon de la veracidad, sino su diligencia, de manera que la forma de narrar y enfocar la noticia no tiene que ver ya propiamente con el juicio sobre la veracidad de la información, por más que sí deba tenerse en cuenta para examinar si, no obstante ser veraz, su fondo y su forma pueden resultar lesivos del

30 honor de un tercero". A penas puede añadirse lago más a tan contundentes expresiones. A partir de esta Sentencia el error informativo ha dejado de ser una patente de corso en la que escudar la irresponsabilidad del informador que pone en circulación información errada. Parece claro que según esta reciente doctrina del TC, que no ha hecho sino llevar a sus lógicas consecuencias lo ya dicho en resoluciones anteriores, el error sustancial y malintencionado en la información transmitida proyecta serias dudas sobre la veracidad de la información divulgada, cuando menos, al poner en cuestión que los medios empleados o las fuentes consultadas hayan sido las razonablemente esperables en el caso concreto. En la diligencia en la comprobación de la información, el cuidado que se pone en dicha comprobación emerge a un primer plano y se ha de convertir, en consecuencia, en cuestión primordial sujeta a probanza. Esto no deja de ser una expresión de la "responsabilidad" que el art. 10.2 CE exige de quienes informan en el acto de ejercer su libertad de hacerlo; responsabilidad concebida como el deber de desplegar el cuidado exigible según las circunstancias del caso en comprobar que aquéllo sobre lo que se informa no es un simple rumor o una insidia. De no haberlo hecho, la información no será veraz, y poco importa si el ánimo del informador era éste o aquel, y que en todo caso se tendrá en cuenta a la hora de comprobar si se lesionó el honor o la intimidad ajena y en qué grado, y, desde luego, nada tiene que ver con la actitud, más o menor parcial, adoptada por ese mismo informador ante los hechos que narra.

Ahora bien, esta doctrina del TC no debe hacernos olvidar que información veraz no sólo es la diligentemente comprobada, pues también lo es la cierta y verdadera. En efecto, el canon de la diligencia es una consecuencia de la imposibilidad jurídica, incluso de la prohibición constitucional, de que sólo se pueda informar sobre verdades. La infabilidad no parece un buen criterio jurídico en la vigorosa defensa de ciertas libertades. Pero esta evidencia, no puede orillar la circunstancia de que, sin duda, la primera prueba de la veracidad de una información es la de la certeza de los hechos narrados. Si esa verdad no puede probarse, siempre queda la acreditación de la diligencia debida, sin que ambos criterios constituyan alternativas excluyentes, sino momentos sucesivos del mismo examen constitucional de una información. Dicho esto, no hay paradoja alguna en el caso de que un información se haya divulgado sin una previa comprobación mínimamente diligente de su verosimilitud, y, a pesar de ello, resulte ser cierta. La información será veraz, naturalmente, porque es cierta, pero de ninguna manera esta constatación exime de responsabilidades a sus

31 divulgadores, cuya falta de escrúpulo y cuidado vendrá a abundar, en su caso, el perjuicio causado en el honor o la intimidad ajenos, lo que, si bien puede poseer una relevancia secundaria en el juicio constitucional de amparo (que se limita a establecer si hubo o no lesión de ese honor o esa intimidad, y no su gravedad, lo que compete a la jurisdicción ordinaria), no deja de tener capital importancia ante las jurisdicciones ordinarias en las que se ventiles semejantes cuestiones.

VII. LA PRUEBA DE LA VERACIDAD Llama la atención el escaso interés que ha suscitado la cuestión de la prueba de la diligencia en la comprobación de los hechos narrados cuando se informa. Constituyendo ese extremo la cuestión capital de la veracidad de la información a la que el art. 20.1 d) CE dispensa su protección, el TC parece haber pasado inadvertidamente sobre la cuestión, y, salvo muy concretas excepciones, la impresión que produce la jurisprudencia constitucional es que se da por hecho que esa prueba le compete al informador( SSTC 105/1990, 143/1991, 123/1993, 320/1994, 52/1996, 51/1997, 192/1999, 21/2000). En la mayoría de las ocasiones, al menos, según lo que se desprende de los Antecedentes de los pronunciamientos del TC, ni tan siquiera se intenta una probanza de esa veracidad, debiendo inferir el TC la exigida diligencia del conjunto de circunstancias que han rodeado el caso de autos.

Conviene recapitular lo ya dicho sobre la prueba de la veracidad, recordando, de un lado, que del hecho de que se cifre en la diligencia razonablemente exigible el canon de la veracidad no significa que el fundamento de ese canon sea la verdad de lo narrado, sin perjuicio de que no pueda exigirse al informador la prueba de esa verdad, que a tales efectos constituiría una prueba diabólica por imposible en la mayoría de los casos (aunque el ofendido esté en condiciones y así lo haga de probar justamente que la información es falsa, momento en el que entrará en juego la prueba por el informador de que obró con la diligencia debida, al menos en los procesos civiles, pues en los penales le incumbiría, en rigor, al ofendido demostrar también que no se obró con el cuidado exigible); y, por otro lado, la prueba, aquello que debe acreditarse por una u otra parte del proceso judicial en el que se cuestione la información, no es tanto la verosimilitud de la información misma, de los hechos narrados, sino los hechos, datos o la credibilidad de las fuentes de información empleadas de los que se pueda inferir esa verosimilitud de los hechos narrados. Lo que no excluye, y bueno es volver a recordarlo, que se intente la prueba de la existencia de esos

32 mismo hechos objeto de la información controvertida; y sólo si esto no es posible se proceda a esa segunda fase de la prueba relativa, en realidad, a los indicios que permitieron llegar al informador de que los acontecimientos se sucedieron de la forma en la que fueron narrados. A lo que debe sumarse la acreditación del cuidado mismo con el que se obró en el caso, es decir, según el grado de diligencia exigible a la vista de las circunstancias del caso y el objeto de la información, la prueba de que no se fue negligente (grado mínimo) o la de que se obró con la diligencia profesional razonablemente requerida (diligencia máxima).

Al hilo de esta reflexión, quizá pudiera sostenerse que la referencia a la verdad censal de la información no desplaza al deber de diligencia exigible para considerar veraz una información, ni siquiera es un criterio del canon de veracidad, si por tal entendemos un estándar de enjuiciamiento distinto al del deber de diligencia exigible; sino, más bien, un criterio para medir el grado de diligencia mismo, esto es, la prueba en juicio de los hechos divulgados constituiría la prueba del grado máximo de diligencia exigible a un informador porque no sólo está en condiciones de probar fehacientemente que tomó las medidas oportunas para comprobar los hechos de los que informó, sino que además esta en situación de probar su existencia en un proceso judicial. No obstante, no debe perderse de vista que en este caso cargamos con la prueba al informador, quien deberá demostrar que fue diligente en el sentido indicado, es decir, que no sólo puede probar que no fue negligente o su actitud diligente (en ambos casos la prueba recae sobre la diligencia en la comprobación de los hechos), sino que, además, puede probar la realidad de los hechos que divulga (la prueba recae en este caso en el hecho mismo). Quedan sucintamente reflejados los tres grados posibles y exigibles de diligencia; aunque no sea tan diáfano discernir sobre quién pesa la carga de la prueba en cada caso. Y ello porque no parece lógico sostener el carácter preponderante de la libertad de información respecto del derecho al honor ajeno, como hace el TC, para cargar con la prueba de la veracidad a quien disfruta de esa preferencia.

En algún otro modelo comparado la jurisprudencia ha ido modificando los criterios para el reparto de la carga de la prueba de la veracidad de la información trasladándola del informador al ofendido por la información, al menos en los procesos civiles por difamación19. Pero con eta posibilidad en modo alguno queda resuelta la cuestión. 19 Sin duda la más interesante y precisa es la doctrina de la Corte Suprema de los estados Unidos de Norteamérica. Sobre estas cuestiones y esa doctrina consúltese los trabajos de MUÑOZ MACHADO y CODERCH. No obstante, no creemos importable la doctrina del S.Ct.US. Por el importante dato de que la

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En línea con la tajante separación entre veracidad y verdad probada judicialmente, el TC ha insistido en que no es prueba de la primera lo que pueda serlo de la segunda, o, más simplemente, la veracidad no se prueba si y sólo si los hechos narrados se han probado en juicio; aunque también. Esto es, e insistimos en ello, si se prueban judicialmente los hechos de los que se informa, no cabe sino reconocer su veracidad, trasladando el juicio sobre la diligencia seguida por los periodistas al momento posterior del examen de los límites que debió respetar el informador en el ejercicio de su libertad. Esta doctrina se reitera por el TC en los casos resueltos sobre el ejercicio del derecho de rectificación20. Así la STC 143/91 señalará en su FJ-6º: “No es requisito de la prueba de la veracidad -que, en todo caso, como señala el Ministerio Fiscal, corresponde a quien se manifiesta en público-, la demostración plena y exacta de los hechos imputados. Basta con un inicio significativo de probanza, que no es, ni lógicamente puede ser, la de la prueba judicial, es decir, más allá de la duda razonable. Exigir tal tipo de prueba a quien imputa hechos irregulares a otro -hechos que, en el dor a la convicpresente caso, en ningún momento son calificados por los Tribunales ordinarios más que de graves y nunca de delictivos- supondría cercenar de raíz la posición capital que la formación de la opinión pública a través de la libertad de información tiene en una sociedad democrática. Tampoco es necesario, como ya se dejó dicho en la STC 6/1988 -fundamento jurídico 9.-, que la denuncia de los hechos irregulares e imputados a terceros hayan de ser puestos exclusivamente en conocimiento de las autoridades para que éstas practiquen la averiguaciones de rigor. 0 dicho de otro modo: no haber efectuado una denuncia formal, judicial o administrativa, de las citadas irregularidades no supone una demostración irrefutable de la falta de veracidad de la información exigible constitucionalmente a quien se manifiesta críticamente, como ha sido aquí el caso”21. veracidad constituye una condición constitucionalmente impuesta por la CE a la información cuya divulgación protege su art.20,1 d) CE, y en el sistema anglosajón, en general, la veracidad de la información es una cuestión a sopesar para determinar el grado de onerosidad de la ofensa ocasionada con el libelo y, en consecuencia, el perjuicio cuantificable patrimonialmente que se haya producido en el ofendido. Sobre esto véase los USA y Barendt. De ahí también la crucial trascendencia de una afinada regulación del secreto profesional de los periodistas, que tan íntima relación mantiene con la prueba de la veracidad de la información. 20 Véase la STC 35/83 o la 168/86. Por todos, consúltes de Marc CARRILLO sus dos trabajos Derecho a la información y veracidad informativa, Revista Española de Derecho Constitucional, núm.23, 1988, págs.187 y ss, y El derecho de rectificación en la Constitución española: comentario a la Ley Orgánica 2/1984 de 26 de marzo, Revista Jurídica de Cataluña, núm.3, 1986, págs.166 y ss. 21 No deja de ser curioso que esta sentencia resuelva un caso muy parecido, también protagonizado por un representante sindical, al que resolvió la STC 51/1997. Sigue diciendo el TC en esa resolución 143/1991: “Los Tribunales que han intervenido en la vía ordinaria previa, singularmente el Tribunal Supremo, han hecho hincapié en la ausencia, incluso de inicio, de probanza de las aseveraciones vertidas en el escrito del funcionario y sindicalista hoy recurrente. Este criterio, pese a su aparente contundencia, no puede, sin embargo, compartirse. En primer término, no sólo no se ha excluido del fundamento de la condena los juicios de valor vertidos por el demandante contra los

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Quizá el primer paso que deba darse en pos de la solución a las paradojas del modelo sea analizar, aun someramente, las actitudes que presumiblemente adoptará el ofendido por la información y su emisor ante la prueba judicial de la veracidad.

El hilo central del argumento del ofendido que se querella penal o civilmente contra la información infamante será, casi sin dudarlo, la prueba de la falsedad de esa información. Si logra probar que esa información es falsa, logrará también demostrar que se ha lesionado su honor. Para probar esa falsedad intentará demostrar, tanto en el proceso penal como en el civil, que los hechos sobre en los que se cimenta la información no son ciertos, no han existido como tales22. Demostrada esa falsedad, será fácil, probablemente, convencer al juez o tribunal de la falta de diligencia del informador en la comprobación de los hechos sobre los que ha informado. Y lo hará, probablemente, intentando convencer de que el informador no máximos funcionarios de la prisión de Granada, sino que otras imputaciones de hechos irregulares no han sido tenidas en cuenta. Y no lo han sido, puesto que consta indubitadamente en autos, mediante los oportunos certificados emitidos por diversos centros de la entonces Dirección General de Instituciones Penitenciarias, que las irregularidades imputadas, algunas incluso a lo largo de varios años y a cargo del erario público, eran realmente ciertas y no gratuitas o fruto de malquerencias, rumores o especulaciones infundados. Sin embargo, de esta prueba documental que no es ciertamente el único medio de prueba- no se infiere el mínimo de veracidad razonable y constitucionalmente exigible cuando se imputa un hecho como el de indebidas puestas en libertad. No obstante, y sin que se haya efectuado objeción alguna, de la amplia prueba testifical practicada en el acto del juicio, centrada en las excarcelaciones irregulares, quedó patente, a la vista de las declaraciones de los funcionarios de prisiones comparecientes como testigos, que, hubo, al menos, una excarcelación irregular, hasta el punto de que el recluso que así había recobrado la libertad tuvo que ser localizado en su domicilio y reintegrado al establecimiento de cumplimiento penitenciario, sin que, por otra parte, conste que de tal hecho haya quedado debido reflejo documental en los registros del centro penitenciario. Consta además, aunque de modo mucho menos categórico, pero indiciariamente suficiente, que esta excarcelación irregular, debida a error o no, no fue, al parecer, la única, siempre de acuerdo con el acta del juicio oral.” “Así las cosas, no puede compartirse la afirmación de las Sentencias impugnadas de que no ha existido la más mínima prueba de los asertos imputados y objeto de la condena del recurrente. Antes al contrario, como acaba de señalarse, las imputaciones de hechos que se efectúan en el escrito sindical, reproducido y reelaborado por un diario granadino, no eran imputaciones gratuitas o infundadas: de ellas se dio conocimiento, como se desprende de diversas declaraciones testificales, aunque por conducto no estrictamente reglamentario, a la superioridad, y, lo que resulta aquí decisivo, de la prueba practicada en el proceso ordinario resalta que alguna puesta en libertad de internos fue llevada a cabo de modo irregular. No resultando desmentidas estas declaraciones testificales de numerosos funcionarios de la citada prisión andaluza ni por parte de la acusación ni por parte del Tribunal de instancia, han de ser forzosamente tenidas en cuenta ahora al ponderar la veracidad de la información que exige el art. 20.1 d) C.E., unido a la circunstancia de haberse realizado ésta en el ejercicio del derecho a la actividad sindical que se integra en el contenido de la libertad sindical garantizada por el art. 28.1 C.E”. 22 SALVADOR CODERCH identifica la reputación de alguien con la verdad objetiva de lo que se diga sobre él, de ahí que la mejor garantía del honor será la verdad de lo que se diga. En realidad, lo que se logra es que, dada la enorme dificultad probatoria de la verdad objetiva de la mayoría de las informaciones que se divulgan, y la amenaza cierta de la sanción penal o civil si no se obtiene el convencimiento judicial de la verdad de los hechos sobre los que se informa, la actitud del informador será la de una severa autocensura. Véase El derecho de la libertad, ob.cit., pág.67.

35 adoptó comportamiento ni puso en práctica medida alguna o las tomadas fueron insuficiente o inadecuadas para comprobar con datos objetivos la realidad de los hechos; o bien probando que el informador actuó con manifiesto desprecio de la verdad con la intención de engañar o difamar. Como veremos, con la prueba de la falta de diligencia podrá obtener la condena civil o la penal por injurias, mientras que necesitará probar la falsedad de los hechos para obtener una condena por calumnias.

El informador, como es natural. Adoptará otra línea de defensa. Intentará soslayar la prueba de la verdad de los hechos de los que ha informado y cimentará su alegato en la comprobación efectuada con diligencia de los mismos. Con tal motivo, apelará a la condición de fuente acreditada y fiable de la que ha obtenido los datos divulgados, y, si a caso, recordará la doctrina del TC sobre la protección constitucional que el art.20,1 d dispensa al error, esto es, a la información que resulta ser falsa pese a haber sido diligentemente comprobada.

Cáigase en la cuenta del distinto sentido de la carga de la prueba en un caso y otro y que, inevitablemente, nos lleva a la siguiente cuestión: ¿debe el ofendido probar que la información es, en efecto, falsa o le basta al juez o tribunal con que el informador no pueda probar su veracidad, sea esta material (la verdad judicialmente probada) o formal (la diligencia debida)? Pero también puede enfocarse el asunto desde otra perspectiva: ¿debe probar el informador la veracidad material o formal de lo dicho o le basta con que el ofendido no pueda probar fehacientemente la falsedad de la información? Para resolver estas dudas, poco o nada nos dice el ordenamiento jurídico23. El ofendido pretenderá convencer de que lo dicho es mentira y el informador de que es verdad, la incógnita versa sobre el grado de verdad o mentira que debe ser probado y, por consiguiente, la eficacia exculpatoria de la duda razonable en esta materia.

Antes quizá deba distinguirse la verdad de la mentira y sus clases, pues muchos de 23 En efecto, ni los arts.1214 a 1253 del Co.Civ., ni los arts.550 a 660 de la L.E.Civ., ni los correspondientes de la L.E.Crim. Ofrecen criterios precisos al respecto. Únicamente puede concluirse con seguridad que el principio general sobre la carga de la prueba en el ámbito penal es el deducible de la presunción de inocencia, que hace recaer el pesa de aquélla sobre el querellante. Sin embargo, en el ámbito civil el principio es el que distribuye la carga según el criterio que sigue: cada cual prueba lo que alega. Véase SALVADOR CODERCH, Prevenir y castigar, ob.cit., pág.59, not.117, para quien el demandante debe probar “la falsedad de la información y su efecto difamatorio”. En ese sentido PANTALEÓN, Constitución, honor ..., ob.cit., pág.216.

36 los autores citados tienden a reducir la variedad en dos únicos grupos: o los hechos son una verdad objetiva (léase, probada en juicio) o no lo son, y, por consiguiente, son mentira. Dentro de esta última categoría se admite una distinción secundaria entre la mentira objetiva y el error en función de la intencionalidad de su autor. Si la mentira es una falsedad objetiva, parece que sólo es posible un ánimo infamante en quien miente con temerario desprecio a la verdad. Si, en cambio, la mentira es un error, es decir, los hechos no son una verdad judicialmente probada, aunque quien los transmite piensa que sí son ciertos (cosa que el informador tratará de acreditar arguyendo que obró diligentemente), incurriendo en error. En este caso, no cabe atribuir a su autor una actitud dolosa, pero sí es posible que se le exija responsabilidades por culpa e incluso una responsabilidad civil objetiva (como se ha vista con el caso de la STC 3/97 antes comentado). Por contra, creemos que esta reducción de la variedad es engañosa y descuida la complejidad de las diversas situaciones posibles24.

En efecto, de la verdad a la mentira hay, al menos, dos pasos intermedios con relevancia jurídica: la falsedad y el error. Sin duda, a efectos jurídicos, la verdad no puede ser otra que la verdad judicialmente probada, y la mentira la afirmación de hechos que resultan en juicio de probada inexistencia. Entre medias, estará la falsedad, concebida como la afirmación de hechos, cuya inexistencia no ha sido probada en juicio pero tampoco lo ha sido su verdad objetiva, aunque se acredita en juicio que quien informa de los mismos ha obrado con animosidad, es decir, consciente de que quizá no sean ciertos y potencialmente difamatorios de un tercero. El otra supuesto intermedio es el error, es decir, el relato o afirmación de unos hechos, de los que si pudo probarse su falsedad, y, no obstante, quien los ha divulgado obró sin animosidad y en la creencia de que eran ciertos.

Si quien informa miente conscientemente, su conducta, la mentira, sin duda, carece de protección constitucional, siendo lo de menos a estos efectos si ha obrado o no diligentemente. En todo caso, probar que se obró con la diligencia requerida no hará sino abundar en, justamente, la animosidad del informador que, comprobada la falsedad de los hechos, los divulga a pesar de todo, lo que hace aún más grave si cabe su responsabilidad jurídica. Circunstancia que ha de tenerse en cuenta para establecer el grado de

24 Es de suma utilidad a este respecto lo dicho por Christian ZACKER en su artículo Die Meinungsfreiheit zwischen den Mühlsteinen der Ehrabschneider und der Menschenwürde, Die Öffentliche Verwaltung, Hf.6, 1997, pág.238 y ss. Véase un ilustrativo esquema de la diversidad de situaciones mencionada en la pág.245.

37 responsabilidad penal o civil del falsario. Tanto en el terreno penal como en el civil, en un supuesto como éste, es indudable que el ofendido deberá probar la falsedad objetiva de los hechos para a continuación demostrar la malicia de quien los divulga, sin que sea suficiente que el informador no haya sido capaz de probar la verdad material o formal de la información para condenarle en estos términos. La única diferencia en un caso u otro, penal o civil, es la que impone la presunción de inocencia en el primero de ellos. Así pues, en el procedimiento penal basta con que no se pruebe la falsedad objetiva de lo dicho, aunque el informador no haya ni siquiera intentado la prueba de la verdad de lo informado, para resolver la inexistencia del ilícito penal. En un supuesto como éste, si la información es una mentira el TC estimará que ha habido lesión del derecho al honor del ofendido25.

Si el informador divulga una falsedad, es decir, relata o afirma hechos a sabiendas de que es posible que no sean ciertos y pueden ser difamatorios, haber obrado o no con diligencia posee una capital importancia. Es un caso donde no se ha probado la mentira de la información (no se ha probado la inexistencia de los hechos sobre los que se informa), pero tampoco su verdad objetiva. Así pues, todo queda al albur del grado de comprobación de los mismos por el informador. El ofendido pretenderá convencer de la negligente, cuando no animosa, falta de comprobación con datos objetivos de los hechos por parte de quien informa. Por su parte, el informador intentará probar que se condujo conforme a la diligencia exigible. Penalmente, si el ofendido no prueba la falta de diligencia, no habrá condena del informador. Civilmente, en cambio, a nuestro juicio, aunque el ofendido no llegue a probar esa falta de diligencia, dado que la veracidad constituye un criterio de delimitación del objeto del derecho fundamental a comunicar libremente información, el informador deberá probar que obró con la diligencia debida; sólo si no lo logra, privado de la protección constitucional, podrá incurrir en el ilícito civil26. De este modo, la falsedad negligentemente divulgada carece de protección constitucional, pero la que, pese a ser falsa, es una información diligentemente comprobada, podría constituir un error vencible, que, no obstante, permite responsabilizar del daño ocasionado (la supuesta lesión del honor) a su autor por culpa, dado que, aun obrando con la diligencia exigible era consciente de la posible

25. Lo que, como en otro lugar hemos dicho, criticando la doctrina del TC, no signifique que haya ejercido la libertad de información. Así es, ya que es posible que no haya calumniado o injuriado, pero, la falta de diligencia en la comprobación de los hechos le prive de la protección constitucional del derecho a comunicar libremente información. 26 O es posible que no, a nuestro parecer, si no se prueba el carácter difamatorio de la información. Véase nota anterior.

38 falsedad de la información (empleando una técnica penal de sobra conocida, art.14 C.P.)27.

En un caso como éste, de falsedades precedidas de una diligente comprobación de los hechos, no se cumple el requisito de la veracidad exigido por el art.20,1 d CE. En efecto, contra lo que parece, el falsario tras desplegar su actividad no alcanza la convicción de la, cuando menos, posible certeza de los hechos sobre los que se informa. Circunstancia que se pone de manifiesto en el contexto de la información, que es de la que la CE predica la veracidad, y no sólo de los hechos que la cimentan. En suma, lo que garantiza el art.20,1 d es aquella información divulgada por el emisor en la confianza de que los hechos que le sirven de base son ciertos. Por ese motivo, le basta al informador con demostrar que comprobó diligentemente con datos objetivos la certeza de esos hechos, para deducir de esa actividad la intención de informar rectamente a la colectividad sin ánimo de defraudar su derecho a recibir información o con temerario desprecio de la verdad. Por tanto, si la diligente comprobación de los hechos hace dudar al informador sobre su certeza y, no obstante, construye la información que divulga como si fuesen ciertos, su animosidad hace inveraz esa información, privándola de protección constitucional28. Todo ello sin perjuicio de que el TC sanase este vicio acudiendo a la relevancia pública del asunto, que justificaría la difusión de esa información a pesar de la posible falsedad de los hechos que la respaldan.

Caso de que se trate de un error (afirmación o relato de hechos, que resultan ser falsos, pero el informador ni era consciente de esa falsedad ni de su potencial carácter difamatorio), el TC ha reiterado desde la STC 6/88 que la libertad de información del art.20,1 d le dispensa toda su protección. El ofendido ha probado la inexistencia de los hechos sobre los que se informa, pero el informador prueba su diligencia en la comprobación. Penalmente, una vez más es necesario que el ofendido pruebe la falsedad de lo divulgado o, cuando menos ( a los efectos del delito de injurias), la falta de diligencia del informador con el fin de impedir el efecto eximente que tendría en este caso la alegación del ejercicio de la libertad de información. Desde la óptica civil, no le basta al informador con el fracaso probatorio del ofendido, pues deberá demostrar que actúo con la diligencia debida para evitar la condena por intromisión ilegítima en el honor ajeno. Si no prueba esa 27 Obsérvese que en este caso de la falsedad diligente, el informador corre un riesgo que conoce y asume divulgando una información de cuya certeza no sólo no está seguro, sino que incluso es consciente de que puede ser falsa. 28 Sólo desde esta perspectiva compartimos la tesis de PANTALEÓN de que quien miente, aunque obrando con diligencia, es responsable del daño de sus mentiras, Constitución, honor ..., ob.cit., pág.213.

39 diligencia y resulta que incurrió en el error por no haber comprobado con datos objetivos la información divulgada, perderá la protección del art.20,1 d CE y el TC considerará lesionado el derecho al honor del ofendido. Es este caso el de la STC 51/97 que nos ocupa, porque no se trata de un error invencible, que es el protegido por la CE, sino de uno que pudo vencerse actuando diligentemente.

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