El camino sinuoso. La razón poética como aproximación al conocimiento en María Zambrano

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EL CAMINO SINUOSO LA RAZÓN POÉTICA COMO APROXIMACIÓN AL CONOCIMIENTO EN MARÍA ZAMBRANO

Laura Casielles Hernández

UNED Licenciatura de Filosofía (plan 2003) Asignatura: Estética

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ........................................................................................................................................4 1.- LA ESCISIÓN ENTRE FILOSOFÍA Y POESÍA Y LA DECADENCIA DE OCCIDENTE .........................................6

2.- LA RAZÓN POÉTICA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO .................................................................11

3.- LA POESÍA COMO GUÍA PARA UNA RAZÓN PRÁCTICA ........................................................................18

CONCLUSIONES ......................................................................................................................................25

BIBLIOGRAFÍA .........................................................................................................................................27

Nota: la imagen de portada es una obra sin título de Pablo Pazos para la exposición colectiva ‘Claros del bosque’, una muestra realizada en homenaje a María Zambrano en el Espai Rambleta de Valencia en noviembre de 2013. Más información en https://www.facebook.com/exposicionclarosdelbosque.

INTRODUCCIÓN

La aproximación al conocimiento de la filosofía occidental ha sido la de un camino recto. Un intento de alcanzar de la manera más eficaz y segura un objetivo planteado de antemano. Una de las metáforas propuestas por María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904 – Madrid, 1991) en su explicitación de la razón poética es, en contraposición, la de un camino sinuoso. Es por lo visible de la imagen por lo que la elegimos como título y guía para esta pequeña aproximación a ese concepto. El camino sinuoso (Larrosa, 1998, p. 136-138) es un camino adaptado a las modulaciones del suelo y a los accidentes; un camino a la medida humana pero sin la arrogancia de la dominación cumplida; un camino en parte recibido y en parte diseñado; un camino al que se acomodan las pisadas de los animales y el discurrir del agua. Es un camino natural que nos recuerda un estado anterior de la tierra. Amenazador en tanto no domesticado, siempre aún no revelado del todo, un camino del que no sabemos dónde desemboca. Pero que es, con todo, transitable. Que lleva, con todo, a algún lugar. Acercarse a la idea de razón poética propuesta por Zambrano resulta revelador e interesante porque apunta a otra forma posible de conocer, de pensar, de escribir y de vivir. Y resulta, por otro lado, adecuado a los propósitos de esta asignatura en tanto aborda cuestiones relacionadas con la estética. Y esto en un doble sentido. Por un lado, en un mundo en que “los sentidos están siendo enmascarados bajo los datos de una abreviada matemática” (Zambrano, 2004, p. 52) “y así ha venido sucediendo que la fysis se convierta en materia de un conocimiento sin contexto vital alguno” (id., p. 54), Zambrano apuesta por una hermenéutica apoyada en lo sensible, “una razón donde los datos, incluidos los del más implacable análisis, sean al par forma y figura, símbolo portador de lo más interior de la razón, tal como si ella, la razón, fuese a recobrar su intensidad, su íntimo aliento, y volver a ser brisa, es decir, acompasado respiro de la naturaleza misma” (ibid.) Estética, pues: modo de conocimiento en que el sentido “recoge en sí mismo a los sentidos” y logra “lo que parecía más imposible, la generalización de lo sensible, [que] era contrario y rebelde a

la unidad, unidad en que, una vez hallada, participan todas las cosas que antes veíamos dispersas” (id., p. 66) Y, por otro lado, relevante también para una segunda acepción de la Eestética: la que nos acerca a la conceptualización de la belleza y a la teoría de las artes. El método propuesto por Zambrano recuerda que “parejamente a la dialéctica corre la escala de la belleza” (id., p. 64), y que con ello la belleza, que “tiene el privilegio de ser visible enteramente”, se convierte en una forma privilegiada de acceso al conocimiento: “Es, en verdad, como si el ser verdadero y oculto dejara verse por un desgarrón del velo que lo cubre” (ibid.) En su metafísica es central la creación, y, por tanto, “nada más natural que dentro de ella, la creación artística tenga su lugar y aun su lugar central, pues al fin, el acto de la creación es un acto estético, de dar forma. Lo que hay en el centro de esta metafísica, como ya se ve no más acercarse a ella, es la acción. La acción que arranca de la voluntad y acaba en el acto de dar forma. La noción de arte no es que vaya a ser admitida, sino que será central, definitiva, en alguna forma de esta metafísica de la creación” (1987, p. 78).

Teniendo en cuenta ambas perspectivas, en este trabajo intentaremos recorrer el camino sinuoso que pueda acercarnos a una cierta comprensión de la noción de razón poética. La abordaremos primero en el marco de la crítica cultural zambraniana y su puesta en cuestión de la racionalidad moderna, imperante en Occidente, como alternativa crítica o forma otra de estar en el mundo. A partir de ahí, en un segundo apartado desgranaremos sus particularidades en tanto vía de acceso al conocimiento: ¿cómo puede constituir un método lo que no quiere ser camino definido? Una pregunta que se abordará tanto desde los textos en los que la pensadora explicitó su parecer con intención aclaratoria; como a partir de la exégesis de sus propios textos, en los que lo puso a prueba. Por último, un tercer capítulo abordará la idea de razón poética como razón práctica, como herramienta para la indagación social, ética y política. Esta aproximación estará, por último, muy relacionada con la crítica literaria, que es para Zambrano clave en el esclarecimiento de las circunstancias sociales, y a la que nos acercaremos brevemente como ejemplo de indagación estética vinculada a la acción por la puesta en práctica de formas de vida que escapen a la tiranía de los caminos rectos de la tradición.

1.- LA ESCISIÓN ENTRE FILOSOFÍA Y POESÍA Y LA DECADENCIA DE OCCIDENTE

Cuando establece, al comienzo de Filosofía y Poesía, las bases del planteamiento que habrá de desembocar en la idea de una “razón poética”, María Zambrano parte de la idea de que ha existido, históricamente, un enfrentamiento —velado o explícito, según las épocas y sujetos— entre ambas formas de aproximación al mundo. Desde la “condenación de la poesía” por parte de Platón y la consumación de la “toma de poder” del pensamiento entendido como racional, la filosofía “ha ejercido un imperio decisivo en el conocimiento” (p. 14) sobre otras posibles formas de expresión de la verdad o lo vivido, como la poesía, que, en el mejor de los casos, se ha visto confinada a un margen, cuando no directamente expulsada del espectro de las posibilidades. Tras un camino de siglos, esa separación ha culminado en que filosofía y poesía se sientan como dos formas insuficientes, dos mitades de la persona, irreconciliables y siempre insatisfactorias por cuanto no se incluyen mutuamente (ibid.)

Frente a esta situación, Zambrano reivindica la “doble necesidad irrenunciable de poesía y pensamiento” (ibid.), entendidas como dos formas de colmar una misma necesidad: “Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo para captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluyente, movediza, la radical heterogeneidad del ser. Razón poética, de honda raíz de amor (…) Razón de amor reintegradora de la rica sustancia del mundo (…) amor y conocimiento” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 90).

En su reflexión, la pensadora encuentra que la mayor parte de los lugares decisivos del pensamiento filosófico son, en realidad, revelaciones poéticas; del mismo modo que los lugares decisivos de la poesía son un modo de filosofía (Ortega Muñoz, en Zambrano, 2007, p. 11). No en vano ambos procesos de pensamiento son puestos en marcha por un mismo impulso: el de la admiración, el asombro que suscita lo vivo.

La diferencia, entonces, reside en cómo de ese primer impulso común se derivan dos desarrollos muy diversos: la filosofía nacería de esa admiración, pero también de la violencia que supone el esfuerzo por poseer, de algún modo, aquello que causó el asombro, y por tanto inmovilizarlo, detener su transcurrir. Por el afán de abstracción y universalización que le es propio, la filosofía ha tendido, explica Zambrano, a anular la heterogeneidad y la mutabilidad de lo real, a condensarlo siempre en unidades que operan bajo la ilusión de homogeneidad: “El pensamiento científico, descualificador, desubjetivador, anula la heterogeneidad del ser, es decir, la realidad inmediata, sensible (…) El concepto se obtiene a fuerza de negaciones” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 89). Pero, observa también, “algunos de los que sintieron su vida suspendida, su vista enredada en la hoja o en el agua, no pudieron pasar al segundo momento en que la violencia interior hace cerrar los ojos buscando otra hoja y otra agua más verdaderas” (Zambrano, 1987, p. 17). A estos, frente a la tentación del filosofar, la poesía revestía la capacidad de proporcionarles “un poseer dulce e inquieto que calma y no basta”, “un género especial de desasosiego y una plenitud inquietante, casi aterradora” (ibid.) El poeta descubría no verse obligado, para conocer, a esa renuncia primera del filósofo que consiste en eliminar lo que hay de vivo en lo admirado por la voluntad de conquistar un conocimiento “tan firme, verdadero, compacto e independiente que es absoluto” (id., p. 18). El poeta es sujeto de una revelación que tiene para Zambrano el sentido de una intuición intelectual, pero esta lleva a un conocimiento que no es la mera adequatio buscada por los conceptos filosóficos, sino uno “más ancho”, en tanto ofrece, por un lado, una vertiente práctica, y por otro, la apertura a la poiesis, a la creación. Y ese conocimiento es el que reclama: “La razón racionalista, esquematizada, y más todavía en su uso y utilización que, en los textos originarios de la filosofía correspondiente, da un solo medio de conocimiento. Un medio adecuado a lo que ya es o a lo que a ello se encamina con certeza; a las “cosas” en suma, tal como aparecen y creemos que son. Mas el ser humano habría de recuperar otros medios de visibilidad que su mente y sus sentidos mismos reclaman por haberlos poseído alguna vez poéticamente, o litúrgicamente, o metafísicamente” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 138).

Esta dicotomía entre filosofía y poesía se engarza directamente con otro de los aspectos centrales en el pensamiento de María Zambrano, que es la crítica cultural de Occidente (Moreno Sanz, p. 135). La radical escisión entre lo racional y lo poético solo puede entenderse en el marco de una cultura, la de la Modernidad, en la que las renuncias —“las pérdidas y los eclipses encadenados de los órdenes del mundo” que señala Moreno Sanz (p. 31)— se han vuelto norma: “Nos han quitado una forma de vida, un repertorio de cosas y maneras, un estilo, es decir: un sistema de atenciones y desdenes, una unidad de razón y sensibilidad, una medida constante y flexible” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 92). Con la entronización de la filosofía, Occidente ha optado por una vía racionalista que se deja en el tintero la propia vida: “El drama de la cultura moderna ha sido la falta inicial de contacto entre la verdad de la razón y la vida. Porque toda vida es ante todo dispersión y confusión, y ante la verdad pura se siente humillada (…) No la podían aceptar en su vida y para salvar la vida, para no reformarla, reformaron la idea tradicional de verdad” (id., p. 95).

El culmen de ese imperio de la racionalidad llegaría con el idealismo y sus sistemas, que considera como un “obstáculo que, al impedir la evolución del individuo, la deforma y, al suprimir la distancia entre el individuo concreto humano –del que no hay conocimiento- y el hombre –el patrón humano-, hace imposible la formulación de resistencias y el conocimiento de los errores” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 85). En una época, entonces, de confianza plena en la idea, la estructura y el sentido, la pensadora malagueña se propone enfrentar esa soberbia infértil del pensamiento occidental para avanzar hacia modos de raciocinio y expresión capaces de ser fieles a la vida y la palabra. Su crítica cultural pasa, así, por proponer una serie de formas de razón a través de las cuales “busca dar cauce de razón a todo lo que la pura razón racionalista ha dejado abandonado o avasallado, en todo caso sin logos, sin luz” (Moreno Sanz, p. 30): “Zambrano irá suscitando, inicialmente, una razón integradora (1928-1936), enseguida misericordiosa (1937-1939) (tras el apasionamiento y el fuego de la guerra civil, durante la que brevemente -1936 y 1937- mantendrá una “razón armada”), mediadora ya en su madurez (1940-1956), y finalmente su típica razón poética que, veremos, se sustenta en estas tres anteriores, incluso se va preludiando en ellas” (Moreno Sanz, p. 15).

Dicha razón poética es la que más directamente se va a oponer al racionalismo de la Modernidad. Antipolémica, apegada a la circunstancia y al sentir del “pueblo”, narrativa y convivencial (Moreno Sanz, p. 83), es un modo de razón que elude la violencia, la voluntad de apropiación, y busca por el contrario reconciliar la realidad que está en los sueños, en las intuiciones, lo invisible que nos visita. Nace, pues, la razón poética, a partir del rechazo de la metafísica europea imperante, que “es hija de la desconfianza, del recelo y en lugar de mirar hacia las cosas, en torno de preguntar por el ser de las cosas, se vuelve sobre sí en un movimiento distanciador que es la duda (…) [y] al desconfiar y alejarse, se afirma a sí misma con una rigidez, con un ‘absolutismo’ nuevo” (1987, p. 87). Es de ese recelo y de esa rigidez de donde nace la angustia que está en el fondo del malestar de la cultura en la que vivimos, la angustia “como última revelación de su raíz, definidora de la actitud humana, de donde salieran tan altivos y cerrados sistemas de pensamientos” (ibid.) Frente a ello, el modo de razón que ejemplifica la poesía recuerda la más vívida y compleja sensación fundacional de quien “tenía por lo pronto lo que ante sí, ante sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas interiores mezclados en tal forma con los otros, con los que vagaban fuera, que juntos formaban un mundo donde todo era posible” (Zambrano, 1987, p. 18). Será la suya una aproximación en ese sentido estética, naciente de una primera experiencia que no puede ser sino sentida, por más que pierda luego necesariamente parte de su esencia al intentar convertirla en pensamiento, en discurso: “¿Qué es lo que se pierde, lo que nos falta cuando el mundo vivo se nos convierte en estampa? ¿Qué ha huido de nosotros o del aire que se ha hecho imposible el diálogo, la transfusión vital?” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 72-73). La aproximación al mundo con la mediación de la poesía sería, para Zambrano, una “razón de amor”. Como recoge en sus reflexiones acerca de autores como San Juan de la Cruz o Machado, la poesía cumple “una función amorosa, de reintegrar a unidad los trozos de un mundo vacío; amor que va creando el orden, la ley, amor que crea la objetividad en su más alta forma” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 89). La poesía

llevaría en sí el vértigo que “va en busca de lo que sin ser todavía, le enamora, en busca del ‘número, peso y medida’ de lo que aparece indeterminado, indefinido” (Zambrano, 1987, p. 96). “El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita” (id., p. 19).

Y es por ese amor a las cosas, que es al cabo amor a su apariencia, por lo que el poeta es incapaz de efectuar la operación reductora que sí cumple el filósofo, en su aplicación de los preceptos más estrictos de la razón. “El poeta no renuncia. Nadie le convencerá de que renuncie. Nadie le consolará de ver irse el día que pasa, ni le persuadirá para que acepte la conversión en ceniza de los ojos amados; la desaparición en la neblina del tiempo, del fantasma querido. Nadie, ni nada” (id., p. 38). Ausente entonces de su modo de funcionar la operación de reducción lógica y renuncia ascética que supone la búsqueda de la unidad, es la del poeta “una razón que no ha comenzado por nombrarse a sí misma (…), que se ha extendido humildemente por seres y cosas, sin delimitarse previamente a sí propia; que ha actuado sin definirse ni separarse, mezclándose, inclusive, con la razón al uso, con su enemiga y dominadora razón racionalista” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 91). En las próximas páginas veremos cuál puede ser el modo de operar de un conocimiento de estas características.

2.- LA RAZÓN POÉTICA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO

Buscamos el conocimiento porque nos sabemos en situación de ocultamiento y opacidad respecto a nuestro propio ser, escondidos y escindidos de nosotros mismos. Vivimos a veces fulgores, claros de revelación en los que el ser encuentra una sintonía con la vida: y queremos interpretarlos. Son impulsos de amor que conminan a atender la llamada de ese ser que clamar por salir de la ocultación. Y, sin embargo, el esfuerzo se revela vano. Lo vivido escapa a la palabra. El racionalismo, en su soberbia, podía hacerse —sugiere Zambrano— la ilusión de haber atrapado el momento en el concepto, de haberle dado cauce de unidad por la vía de la razón. Pero la experiencia de cada quien desvelaba que la aspiración estaba lejos de verse cumplida: “el hombre que vivía dentro de él percibía las divergencias que en su seno había: las disputas, las disonancias producidas por su íntima complejidad inmediata por encima de la unidad fundamental” (Gómez Blesa, en Zambrano 2004b, p. 99). La renuncia a la dispersión tenía como contraparte “una unidad compacta y esquemática que no satisface” (ibid.), un concepto vano que no responde a la vida. Se impone pues la exigencia de un nuevo método de conocimiento capaz de hacer visible el ser escondido del hombre, de ponerlo en sintonía con lo sagrado de la vida. Pero fundar un método en la poesía parece en principio una empresa paradójica, en tanto “la poesía es ametódica, porque lo quiere todo al mismo tiempo. Y porque no puede, ni por un momento, desprenderse de las cosas para sumergirse en el fundamento. Y porque tampoco puede desprenderse, ni por un instante, del origen, para captar mejor las cosas” (1987, p. 113). Tal método habrá de ser, necesariamente, de índole muy distinta a lo que se ha entendido como método en el racionalismo: “La poesía no va a captar lo que ya tiene ‘número, peso y medida’. No va, como la filosofía, a descubrir las leyes del ‘cálculo según el cual Dios hizo el mundo’, las leyes de la creación, sino que va a encontrar el número, peso y medida que le corresponde a lo que todavía no lo tiene” (1987, p. 89).

En la razón racionalista, el pensamiento es indiciario. Intuye la unidad a través de fragmentos que se recortan de un fondo inmenso. El método indiciario supone recrear el suceso que se trata de conocer, y reconstruirlo en un lenguaje racional, que se funda en relaciones formales y en la abstracción de toda experiencia inmediata y particular. Pero en esa operación “quedarían evidentemente sin presentarse las huellas no habidas o no descubiertas todavía (…) Y algo muy decisivo, algo inasible, el centro mismo visible, oculto, de donde parten todas las versiones” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 114). Así como, con más claridad aún, lo particular, lo circunstancial, de cada experiencia concreta: “Todos los hombres mueren, y Sócrates por ende también, pero no todos mueren como Sócrates”, ironiza Zambrano (2007, p. 152). Ante el imperio de la razón, la vida “se rebela y se revela”, y “queda flotando la pregunta llena de ansiedad, la perenne interrogación de si la condición humana no posee dentro de sí misma otras posibilidades, desconocidas de raíz, imposibles de formular: modos de vida y de conocimiento que podrían darse si ese centro último se despertara como nunca lo había hecho y, por ejemplo, estableciera otros modos de tratar con el tiempo, otro modo de andar en el tiempo” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 126). Son esas otras posibilidades, inasequibles a la razón racionalista, las que querrá alcanzar el método de la razón poética. Pero deberá para ello huir de la concepción más ortodoxa para ser “un método como unidad entre vida y pensamiento, un método-camino que sea capaz de albergar y de conducir la vida, que sea como su medio y su posibilidad; un método capaz de vivificar la vida, de transformarla, de despertarla y de hacerse cargo de todas sus dimensiones, también de las humilladas y las olvidadas; un método que pueda producir la alegría de un auténtico comenzar; un método que no rehúya enfrentar la sombra o la luz cegadora; que no arrase con su pretensión de continuidad la discontinuidad propia de la conciencia y de la vida; y que no aplane con su pretensión de homogeneidad lo que la vida tiene de profundidad sin fondo y de vuelo sin límite” (Larrosa, 1998, p. 132).

El rechazo del método indiciario no quiere decir, sin embargo, que la poesía rehúya la verdad: por el contrario, no sabe fundarse en otra cosa. Para el poeta, señala Zambrano, “no cabe el engaño”, hasta el punto de que “ningún poeta puede ser escéptico” (1987, p. 24). No hay poesía si no hay revelación de verdad. Pero se trata de

una verdad que no es excluyente ni selectora, que no es polémica. Es una verdad como desvelamiento, que escapa a la idea de verdad como correspondencia que es la que se ha atribuido al juicio metódicamente logrado, al considerado racional. Una verdad que se condensa en “un pensar rememorativo, especialmente próximo al habla poética, que escapa del pensamiento unidimensional” (Sevilla, 1997, p. 88-89). No quiere decir, tampoco, el rechazo del método de la lógica tradicional, que al poeta no le importe la claridad y la precisión: las requiere. Ni que al poeta no le preocupe ese alcanzar la unidad que es central para el filósofo. Lo que ocurre es que la ha alcanzado ya, por otra vía y sin necesidad de ejercer violencia sobre las apariencias para reducirlas a algo otro. “La poesía persigue la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad” (1987, p. 19), afirma Zambrano en una aproximación que recuerda a la idea de Heráclito de que “la unidad, compañera inseparable del ser, no reside íntegramente en ningún ser, sino únicamente en el todo” (id., p. 29). Así, la unidad que el poema encarna es elástica, “es una y es distinta para cada uno” (id., p. 24), y “la realidad poética no es solo la que hay, la que es; si no la que no es” (id., p. 22). Lo que propone es un “método de conversión de la vida desde la dispersión y el engaño hacia la transparencia de la verdad unificadora, mediante una razón comprensiva, integradora y generadora de esperanza” (Bundgaard, 2005, p. 55). Un tipo tal de razón, más próximo quizá a ciertas concepciones del pensamiento oriental (por el que Zambrano se interesó) es el que permite un “conocimiento poético, con un carácter integrador y participativo del hombre en el Cosmos, capaz de salvar al europeo de la triste fragmentación y atomización a la que ha llegado en la época contemporánea” (Gómez Blesa, en Zambrano, 2004b, p. 63). Un saber, por otro lado, que no aspira a la objetividad sino que se asume encarnado, padecido, experiencial. Supone así en sí mismo una crítica a la forma sistemática de la filosofía, como método inadecuado para las verdades de la vida; y se convierte en la vía de acceso a esos espacios de la conciencia donde tiene lugar la revelación y la contemplación de la verdad. Su punto de partida serán pues esa suerte de visiones de carácter inefable, difíciles de descifrar en términos lógicos, más similares a una extrañeza interior, bajo cuya forma

se aparece en contadas ocasiones la intuición de verdad (Gómez Blesa, en Zambrano, 2007, p. 71). Se trata de una aproximación de carácter semejante a la del místico, que requiere una actitud de entrega y de escucha, una atención a algo que se enciende y apaga sin llevar un orden regular. Y que revela sin embargo a su vez que la experiencia es una unidad fluida de vida y pensamiento. El carácter fragmentario de aquellos libros en los que la propia autora explicita y aplica su método responde precisamente a ese carácter discontinuo pero hilado del saber de la experiencia. Reina la discontinuidad de la conciencia, que redunda en la disparidad, la no coincidencia del vivir conscientemente y del método propuesto. La verdad llega, viene a nuestro encuentro. Y no llega “como una extraña que hay que asimilar, ni como una esclava que hay que liberar, ni con imperio de poseer” (2007, p. 161). Como apunta Budgaard (2005, p. 56), la razón poética no se deja definir, sino que se va construyendo gradualmente. Entre experiencia y método se trama una delicada dialéctica por la cual la que la experiencia no es vida vivida sin más, sino dotada ya de cierto sentido por virtud del método. Pero, al mismo tiempo, no asfixiada por él, como ha sido habitual en la tradición de Occidente (id., p. 133 -135). El método propuesto y aplicado en obras como Claros del bosque o La Aurora reduce a una claridad homogénea la diversidad de las múltiples modalidades de iluminación de la vida humana, y es por ello capaz de “transformar la vida sin aplastarla” (ib.). En ese proceso aparece como esencial la palabra, que toma carácter de mediadora. De las experiencias de desvelamiento, de conocimiento, se traen palabras que pueden reaparecer, y desenvolverse a su modo propio. Son las palabras el modo posible de volver el pensamiento al lugar donde las razones de verdad entraron a la conciencia, para quedarse en orden y conexión, “borrando el usual decir, rescatando a la verdad de la muchedumbre de las razones” (2007, p. 195). Pero, ¿cómo pueden aprehender esas palabras lo que en su misma revelación es inefable? Bundgaard (2005, p. 60) aventura que la razón poética “no se deja definir, pero sí describir”. Sería incoherente querer a la “razón poética” un término teórico. “Razón poética” es a su vez una metáfora, “acuñada para dar expresión al anhelo de encontrar una razón capaz de aprehender en su fluir la realidad de la vida del hombre

concreto ‘de carne y hueso’, realidad que no había logrado captar o expresar el logos de la razón trascendental del idealismo racionalista de la modernidad” (id., p. 74). Porque, en efecto, la herramienta clave de este método, que no puede recurrir a la lógica formal ni a los lenguajes de la filosofía ortodoxa, es la metáfora. Su proceder pasará por hablar de modo indirecto y alusivo de la experiencia de revelación del ser. “Las metáforas transmiten y atraen, giran y centellean, abren espacios, forman órbitas y constelaciones. Gracias a eso pueden expresar lo que no se puede decir directamente, y no debe quedar estigmatizado como inefable” (Fernández G., 1997, p. 129). Así, la explicación de lo que sea razón poética llega en esta autora de la mano, precisamente, de dos metáforas fundamentales: la del claro del bosque y la de la aurora, desarrolladas con amplitud en los libros que de hecho las toman por títulos. La metáfora del claro presenta el lugar de conocimiento como un centro en el que no siempre es posible entrar. Como un lugar puede buscarse, del que no se puede tampoco buscar nada; y que da en todo caso, como respuesta a la búsqueda, la nada y el vacío (2007, p. 125). En cuanto a la aurora, su aparición “unifica los sentires transformándolos en sentido, trae el sentido. Entendemos por sentido, por la percepción del sentido, la aprehensión en su acto único del sentir mismo, su origen y finalidad: la unión de las cuatro causas aristotélicas que, como se comprende, es la forma misma” (2004, p. 47). Como resulta evidente en estas aproximaciones, el pensamiento propuesto por esta filósofa es un pensamiento simbólico. Como tal, coincide con la racionalidad lógica en el presupuesto de que la realidad tiene una estructura y un sentido (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 125), puesto que “el símbolo es ya razón: solo cuando una imagen cargada de significado entra en la razón adquiere la plenitud de su carácter simbólico” (id., p. 112). Pero “descifrar una imagen onírica, una historia soñada, no puede ser analizarla. Analizarla es someterla a la conciencia despierta que se defiende de ella; enfrentar dos mundos separados de antemano. Descifrarla, por el contrario, es conducirla a la claridad de la

conciencia y de la razón, acompañándola desde el sombrío lugar, desde el infierno atemporal donde yace” (id., p. 113).

En el símbolo, señala Zambrano, confluyen las dos formas de la sensibilidad, las dos condiciones de la percepción, el espacio y el tiempo, que se unifican. Asimismo, queda abolida en ellos la oposición sujeto-objeto, se trasciende la separación entre el fuera y el dentro (id., p. 122-123). En la vida cotidiana, la percepción simbólica se da constantemente, y esto “restituye a la vida humana y a a vida toda su carácter poético. La condición poética que la vida tiene por sí misma sin necesidad de que se le añada” (id., p. 120). Sin embargo, la disposición a interpretarlos no siempre está a la mano, condicionados como vivimos por el empeño de la racionalización. “La genialidad propiamente consiste en captar los símbolos tradicionales sin conocerlos tan siquiera, a veces, en reconocerlos lejos del dominio en que aparecen, en descubrir otros no conocidos o caídos en el olvido” (ibid.) La metáfora sería la expresión, la encarnación, de ese acto de reconocimiento de nuevos símbolos. Pieza clave del método, da por su propia esencia carácter de revelación a la escritura, y convierte a la ontología zambraniana en una metafísica de la creación. La escritura (y su escritura) aparece como un modo de desentrañar el pensar, de desvivir, de recoger el hilo de la experiencia hasta retornar a ese lugar de revelación en que “la realidad acomete al que despierta, la verdad con su simple presencia le asiste”; y ello porque, “si así no fuera, sin esta presencia originaria de la verdad, la realidad no podría ser soportada o no se presentaría al hombre con su carácter de realidad” (2007, p. 137). De este modo, la razón poética lleva a “una integridad lograda mayor que en la metafísica; [es] imposible que no veamos en ella el camino de la restauración de una perdida unidad” 1987, p. 97). Pero esta unidad es de tal clase que no puede ser universal ni abstracta, sino un “camino de vida” en que el logos desciende a la problemática de cada individuo. La forma de pensamiento que le conviene es la de la guía: “una forma de pensamiento cuya acción esencial es transformar la vida en contacto con ciertas verdades” (id, p. 75); deviene un saber práctico que se amolda a la persona concreta a la que se dirige y a su circunstancia particular. El método propuesto por la razón poética será un “cauce de vida”, verdades como convicciones

que sustenten un estar en el mundo. De qué modo se aborda esa tarea será el tema del siguiente apartado.

3.- LA POESÍA COMO GUÍA PARA UNA RAZÓN PRÁCTICA

Para Zambrano, si la búsqueda de conocimiento tiene un sentido, si el esfuerzo por emprender el camino del método no es vano, es en tanto pueda servirnos para saber cómo vivir. “El conocimiento no brota con independencia de sus puras y alejadas fuentes, sino que nace enlazado a una cuestión del qué hacer en la vida” (2004b, p. 125): “El poeta sabe que hay descubrimientos que arrastran, que existen cosas a las que no queda más remedio que ser leal hasta la muerte, una vez que las hemos descubierto. Y así, el ser trae consigo la forzosidad de una decisión en la propia vida (…) Porque no ha existido jamás una mera contemplación; cuanto más pura la contemplación, más ejecutiva, más decisiva” (1987, p. 40).

Su reflexión filosófica se convierte así en “una intuición del hombre, un proyecto de hombría que no fuese proyecto pensado, obtenido por idealización justamente de todo lo que ya es deshecho”. Los proyectos de humanidad europeos, y sus correspondientes sociedades, se habían revelado infecundos precisamente en tanto edificados por la razón: “A partir de Rousseau, aproximadamente, las sociedad se piensan o se sueñan, no se intuyen. Y el hombre que se quiere ser es también pensado o imaginado, cuando más, presentido” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 87). Su razón poética querrá ser guía para otro modo de estar en el mundo, más cercano a un trabajo creador que dará “una ocasión de que la libertad se ejercite y de que la personalidad se revele” (id., p. 118). Una razón nueva para un nuevo tiempo, una rehumanización contra la deshumanización a la que abocó (aun queriendo en principio lo contrario) el pensamiento de la Modernidad. Una metafísica de la creación, de la voluntad y de la libertad (Zmabrano, 1987, p. 79) que es lo único que puede calmar el desasosiego al que ha conducido la crisis de Occidente: “La angustia no se resuelve sino con actividad. No lleva a la contemplación, sino a un pensamiento que es acción, a un pensar que se pone en marcha porque es lo único que [el ser angustiado] tiene para afianzarse” (id., p. 88).

A esta forma de razón práctica, lo que le interesa no es el poder. La condena primera de la poesía, aquella con la que Platón la había expulsado del orden de los siglos por venir, es de hecho de carácter moral y político, por su rechazo a lo que se establece como poder. El poeta atenta contra la ley de la ciudad, para empezar, por apostar por la palabra, pero no por la del logos, sino por la irracional, por la palabra entregada a la embriaguez (Zambrano, 1987, p. 33). “Nace la poesía, como todo hacer trascendente, de la ruptura de un orden, de un orden anterior a la separación del hombre como criatura singular, a su existencia propiamente. Todo su hacer será, a partir de ahí, un modo de transgresión: frente a la unidad, reclama la dispersión; frente al ser, las apariencias; frente a la ley, “la fuerza irresistible del frenesí” (id., p. 45). Todo ello constituye una herejía ante la idea de verdad que reglamenta la conciencia de Occidente. Para colmo, es la poesía un fin que “no se entrega como premio a los que metódicamente la buscan, sino que acude a entregarse aún a los que jamás la desearon; se da a todos y es diferente para cada uno” (id., p. 46). Ciertamente, concluye Zambrano, la poesía es inmoral: “inmoral como la carne misma” (ibid.). Pero si estamos en “un mundo que se desploma” (Zambrano, 2004, p. 98), lo moral y lo inmoral bien podrían tener invertidos los papeles. Su razón poética podría ser razón para un nuevo mundo. Se trata de un “saber de reconciliación, de entrañamiento”, un saber poético, filosófico e histórico, sumergido en la vida, capaz de liberar. Un saber que brota de una entraña enamorada del mundo y que nos reconcilia con el pasado como experiencia vivida. Tiene también, esta ética, un componente de martirio, del padecimiento que implica la lucidez. La angustia que conoce el poeta es la que acompaña a la creación: “la angustia que proviene de estar situado frente a algo que no precisa su forma ante nosotros, porque somos nosotros quien ha de dársela (…) el ‘santo temor’ de sentirse obligado a algo que nos levanta por encima de nosotros mismos” (id., p. 89). “Este género de conciencia propia del poeta, también ha engendrado una ética del poeta, una ética que ya no es la ética, hasta cierto punto, sosegada, segura, del filósofo. (…) Esta ética poética no es otra que la del martirio. Todo poeta es mártir de la poesía, le entrega su vida, toda su vida, sin reservarse ningún ser, para sí, y asiste cada vez con mayor lucidez a esta entrega” (1987, p. 43).

Pero si en lo individual puede generar alguna forma de desasosiego, en lo compartido la razón poética ofrece una forma de compensación: “es imposible que no la sintamos como la forma de la comunidad, puesto que si la poesía se hace en palabras, es porque la palabra es lo único inteligible. Porque la palabra, en fin, sería ese sueño compartido. Y eso persigue la poesía: compartir el sueño, hacer la inocencia primera comunicable; compartir la soledad” (Zambrano, 1987, p. 98). La poesía proporciona un equilibrio entre lo individual y la comunidad, en tanto por el conocimiento que proporciona “el hombre no se separa jamás del universo y conservando intacta su intimidad participa de todo, es miembro del universo, de la naturaleza y de lo humano y aun de lo que hay entre lo humano y aun más allá de él” (2004b, p. 159). Se pasa así, en esta razón práctica, de lo ético a lo político. Y es que en esa comunidad, en eso compartido, aparece la posibilidad de un futuro, que ya “no está sujeto al fatalismo de la necesidad”. Frente a él, Zambrano sitúa la esperanza, pilar sobre el que se apoya su doctrina ética, política y social: un puente entre la pasividad y la acción, entre la indiferencia y la plena actualización de la potencialidad. “El futuro hay que crearlo y, como toda realidad humana, antes de crearlo hay que pensarlo, que proyectarlo. Y esto es tarea política. La política, por consiguiente, ha de tener mucho de poética, de creación” (Ortega Muñoz, 2005, p. 181). Ahora bien, toda política requiere una cierta hermenéutica social, un conocimiento de la circunstancia. “La inteligencia no funciona incondicionalmente, sino que es sobre unas circunstancias sociales, políticas y económicas como se mueve” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 83-85). “Antes se creía que solo algunas vidas alcanzaban lo histórico; hoy sabemos que toda vida es, por lo pronto, histórica. La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad y su individualidad, el que la vida se dé en personas singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida dramático de la actual filosofía, que ha renunciado así, humildemente, a su imperialismo racionalista” (Gómez Blesa, en Zambrano 2004b, p. 107).

Por ello, la autora reivindica la necesidad de una “sociología española”, indisolublemente ligada a la de una historia reformulada en términos críticos (2004, p. 53): “la vida española ha de poseer una estructura íntima bastante diferente de la vida europea, lo suficientemente diferente como para que explique sus diferencias de ritmo, el perenne anacronismo”, señala. “Una sociología española hubiera sido necesaria, lo será tal vez más, para descongestionar la apretada vida, para devolverle su fluidez, su continuidad, el grado de cohesión verdadera y normal” (id., 154). En el momento en que ella vive y escribe, en una España de posguerra que se viene abajo, diagnostica que la vida española ha llegado a un extremo de desintegración, de aislamiento, precisamente por perder el individuo su horizonte: se ha producido una “mecanización de la vida social que encubre una perfecta anarquía, una desoladora insolidaridad, un desamparo del individuo que queda inerme” (ibid.) En este sentido, como apunta Mercedes Gómez Blesa en la introducción a Poesía y pensamiento en la vida española, “la indagación psicológica en la íntima textura de la cultura española aparece no como un ejercicio ocioso, o un mero prurito intelectual, sino como una tarea terapéutica, que puede ayudar a superar el horror de la guerra al esclarecer algunas de sus causas, y, al mismo tiempo, como una tarea histórica que puede permitir una posible reconciliación con el pasado, ahuyentadora del peligro de un estancamiento histórico, y abrir la posibilidad de una continuidad histórica que lance a España hacia el porvenir” (p. 43).

En Zambrano, estudiar la sociedad está, como hemos visto, intrínsecamente relacionado con estudiar su forma de razón preeminente. Sin embargo, la autora se encuentra con que la España moderna y contemporánea no ha producido sistemas filosóficos. Dentro de la lógica de Zambrano, la razón de esta diferencia reside el hecho de que en nuestro pensamiento no ha intervenido la violencia en el mismo grado en que lo ha hecho en el resto del pensamiento europeo: “no es genio arquitectónico lo que nos falta, no es poder de construcción (…) En el terreno del poder también supimos levantar un estado, que es orden y violencia. Solamente en el terreno del pensamiento, la violencia y el orden no fueron aplicados; solamente en el saber renunciamos o no tuvimos nunca ese ímpetu de construir grandes conjuntos sometidos a unidad” (2004b, p. 120).

“La filosofía en España ha rehuido siempre la unidad y el absolutismo del sistema, desechando todo orden cerrado de razonamientos que pudieran convertirse en dogmas. El pensamiento español nunca ha sido dogmático ni absolutista, más bien podría atribuírsele un carácter desordenado y anárquico, por cuanto que se ha rebelado contra todo sometimiento a una estructura férrea de conceptos” (Gómez Blesa, en Zambrano, 2004b, p. 48).

Ante esa circunstancia, la vía que la filósofa encuentra para la aproximación al pensamiento español es analizar su literatura. Otra vertiente de la razón poética, la más práctica, pasará pues por realizar una lectura personal y creativa de los principales hitos de la literatura española. Zambrano lamenta la falta de una crítica literaria en España, y la aborda ella misma. Se trata en todo caso de una forma de crítica que, como expone Goretti Ramírez, tiene unas características muy personales (2004, p. 49). Se trata de una crítica de carácter intuitivo y de tono lírico, en absoluto académica. Parte de la idea de rehumanizar la literatura, como parte del proyecto de rehumanizar al hombre moderno; y está al mismo tiempo ligada al compromiso, entendiendo este en la clave de las circunstancias de su momento histórico (República, guerra civil, dictadura, exilio), pero también a cierta noción esencialista ligada a la idea de pueblo y a la intrahistoria que va más allá de la inmediatez política. Por último, se trata, en el análisis de Ramírez, de una crítica que hace énfasis en los aspectos relacionados con la filosofía. Todo ello asentado en la “defensa de unos ‘universales estéticos’ no basados en el gusto ni en la tradición, sino en la posibilidad de transmitir una verdad válida para la vida” (Maillard, 1997, p. 81); y en una suerte de unión de literatura y trascendencia, relacionada también con la certeza de que ciertas realidades básicas de la estructura de la vida humana no han encontrado acomodo en la conciencia, sino en los sueños, la fábula y el mito. Así, algunos aspectos del hecho literario están intrínsecamente ligados a un imaginario colectivo directamente relacionado con otras manifestaciones históricas y funciones sociales.

Esa especie de “hermenéutica social” que llegaría a través de la indagación en la literatura, Zambrano no la explica: la aplica. La reflexión acerca de la razón poética se encarna en buena parte en un “caso práctico”: la “razón española”. Observa que España no asume el racionalismo porque no se resigna a reducir la realidad (2004b, p.

149) y apunta que, quizá por eso, “la necesidad íntima de saber acerca de sí misma que el alma española sentía, le fue más directa e inmediatamente revelada a los artistas que a los pensadores” (id., p. 153). En su análisis de los escritores españoles, anteriores a su época y también contemporáneos suyos, Zambrano encuentra tres rasgos especialmente ligados a lo que considera la idiosincrasia española: el realismo, el materialismo y el estoicismo. El realismo, en primer lugar, se le aparece como opuesto al idealismo de los sistemas europeos, culmen del racionalismo. Según condensa Gómez Blesa, para Zambrano son cinco las características del realismo que lo distinguen como modo de conocimiento: predominio de lo espontáneo y lo inmediato; asimiento y apego amoroso al mundo; saber popular y asistemático; actitud poética ante la realidad; y asunción de la temporalidad de la existencia (Gómez Blesa, en Zambrano, 2004b, p. 55 - 62).El realismo español sería “un estilo de ver la vida y en consecuencia, de vivirla; una manera de estar plantado en la existencia. No existe nada, ningún dogma de este ‘realismo’ que nos permita cómodamente situarlo, enfrentarnos con él y analizarlo (…) no se condensa en ninguna fórmula, no es una teoría. Al revés; lo hemos visto surgir como ‘lo otro’ que lo llamado teoría, lo diferente e irreductible al sistema. Intentar sistematizarlo sería hacerle traición, sería suplantarlo por una yerta máscara” (Zambrano, 2004b, p. 130).

De la mano del realismo llega también el materialismo; que en literatura toma la forma del costumbrismo. “Las cosas son casi las protagonistas de nuestros mejores libros, de nuestros mejores cuadros” (Zambrano, 2004b, p. 144). Pero este materialismo, que supone la consagración de la materia, su exaltación, cierta divinización del mundo sensible, no se conforma tampoco del mismo modo que las formas europeas del materialismo, que serían más bien idealismos invertidos. Zambrano lo relaciona si acaso con el Islam, en formas como las del sufismo. Por último, el estoicismo, que Zambrano sitúa como la actitud moral que se disputa con el cristianismo el alma del español (2004b, p. 204), es esa forma de estar en el mundo que frente a la “voluntad” y la “esperanza” erige la mera “gana”, que tiene más de resistencia que de querer poder. Una ética en la que el heroísmo, las acciones

brillantes, son vanidad; que conlleva más bien una actitud antiheroica, de desengaño ante la magnificencia del poder (2004b, p. 201). Esos tres rasgos (realismo, materialismo y estoicismo) son para Zambrano la clave de la literatura española, y también de su sociedad. Y si es así es porque los tres apuntan a un conocimiento que no es culto, sino popular. Al contrario que los idealismos europeos, la razón española apunta a un saber popular porque no quiere contradecir la realidad, por cuanto rehúye la abstracción, la objetividad, y no admite lo escolástico o académico. “El realismo español lleva aneja una forma de conocimiento, precisamente aquel del que se ha nutrido toda nuestra cultura y saber populares, la cultura analfabeta del pueblo y las más altas, las más misteriosas obras de nuestra literatura”; y la crítica literaria zambraniana apuesta porque se vuelva “a descubrir este otro saber allí donde la razón racionalista lo mantuvo confinado” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 90-91). Reivindica, pues, al sabio popular, a quien no mueve un afán de saber, sino de resistir los vaivenes de la vida, una forma serena de acción (2004b, p. 171). Ese que llega al estoicismo por la burla, y que ostenta una “moral de peregrino que nada suyo tiene” (2004b, p. 179). “El filósofo de pueblo opone su serenidad, su identidad sostenida, que es su entereza, a la contradicción de los azares del mundo, se burla desde su integridad, de la veleidad de los acontecimientos” (2004b, p. 171). Intervienen en él dos creencias: una, que las cosas cambian; otra, que en medio de ese cambiar, hay que mantenerse idéntico. Porque no reduce la realidad, el mal que acecha a este modo de conocimiento es también distinto del que sufre el racionalismo: no es la angustia, sino la melancolía. Un sentir que Zambrano ve a menudo reflejado también en la literatura, en una manera de mirar la vida como bien fugitivo, como tiempo irreversible. Pero esa verdad se recibe con silenciosa resignación, y en ello reside el ‘canon moral’ del pueblo español (Gómez Blesa, en Zambrano, 2004b, p. 70), el culmen de una razón práctica de la que, espera, puede surgir la ‘nueva ciencia’ que corresponda a eso tan irrenunciable: la integridad del hombre” (Zambrano, 2004b, p. 161).

CONCLUSIONES

Algunos estudiosos (Revilla, 2004, p. 12) han señalado que el exceso de atención a la noción de razón poética ha podido ser un lastre para la lectura de la obra zambraniana. Se ha apuntado que esta aportación ha podido quizá convertirse en un icono y aprisionar a la autora, que ha podido llevar a leer sus textos a partir de una etiqueta reductora que impediría ver lo que hay en ellos de razón práctica, de hondura filosófica y, en definitiva, de transgresión. Sin embargo, el breve paseo por el camino sinuoso de la razón poética que hemos compartido en estas páginas parece contradecir esa preocupación: en sí mismo, el concepto de razón poética implica la transgresión, la hondura y la practicidad. Si una de los objetivos de Zambrano era “poner de manifiesto la poesía que hay en cada sistema filosófico” (en Moreno Sanz, p. 103), en su propia obra van a unirse, como señala Juan Fernando Ortega Muñoz en el prólogo de Algunos lugares de la poesía, esas dos formas de conocimiento que la tradición y su deriva había condenado a separarse: filosofía y poesía. Su escritura, ejemplo de pensamiento desvelándose, apunta más allá de lo que dice, apunta al lugar de dónde viene y a un posible lugar al que tender: “Habíamos olvidado la unidad que reside en el fondo de todo lo que el hombre crea por la palabra. Es la poiesis, expresión y creación a un mismo tiempo, en unidad sagrada, de la cual, por revelaciones sucesivas, irán naciendo, separándose al nacer – nacimiento es siempre separación-, la Poesía en sus diferentes especies y la Filosofía” (Zambrano, en Moreno Sanz, p. 102).

Restaurando esta unión, la propuesta zambraniana abre la puerta a otros encuentros. El de método y razón práctica. El de análisis y creación. El de arte y pensamiento. Es la suya una apuesta por la conciliación, por la puesta en común de los esfuerzos de la razón para la construcción compartida de un futuro menos atenazante.

Y es, además, la invitación a una construcción amable. A una construcción que se acerque a la vida, al cuerpo y al canto: “Tendrían que volver los aedas, quizá estén volviendo ya, de los lugares de esta Europa donde los abismos, las negruras, no han sido ocultadas sistemáticamente bajo puentes de confianza, de la ambigua confianza que puede ser falacia que tapa la visión de suplicio que espera del otro lado del puente. Tal vez los aedas, que están ya volviendo, están tejiendo un puente de verdad, es decir, que sostenga sobre el abismo dejándolo ver”. (Zambrano, 2007, 110).

Con su modalidad de razón, Zambrano entrega la llave del mundo nuevo a quien sabe mirar con ojos de poeta: que no son otros ojos que los que quieren ver. Ver —en un tiempo en que al mundo que habitamos le es vital la aparición de nuevas luces— abrirse un claro tras el próximo recodo de un camino lleno de curvas y altibajos.

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