El Batey que se negó a morir

September 9, 2017 | Autor: Jorge Ortiz Colom | Categoría: Architecture, Vernacular Architecture, Spatial Anthropology
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Descripción

EL BATEY QUE SE NEGÓ A MORIR

Jorge Ortiz Colom
Arquitecto Conservacionista
Instituto de Cultura Puertorriqueña

Oficina Regional Ponce, Sur y Sureste
PO Box 332023, Ponce, PR 00733-2023
Tel. (787) 290-6617, 290-6618; fax (787) 840-9239

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Ponencia presentada el 4 de octubre de 2008 en el Congreso de la Asociación
de Estudios Puertorriqueños, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y
el Caribe, San Juan de Puerto Rico

En la espacialidad puertorriqueña, la palabra BATEY tiene particular
estimación y abuso. Se carga como ninguna otra de nostalgia y asociaciones
emocionales, y bautiza una legión de lugares asociados con el recuerdo, el
ocio y la solidaridad informal. Pero igualmente es un concepto cargado de
historia, que como espejo refleja la evolución del concepto nacional de
espacio y convivencia.
Hay que hacer varias precisiones: la palabra no es endémica de Puerto
Rico - también se usa en otras Antillas hispanas - y tampoco Puerto Rico
tiene el monopolio de los espacios centrípetos, aglutinantes y enfocados.
Lo distintivo del batey boricua es su carga asociativa y su presencia
insistente, a varias escalas y prevaleciendo la doméstica, y en varios
contextos, como realidad y símbolo, como elemento de resistencia,
inclusive.
Más que un elemento mensurable o visible, el batey es un patrón -
sistema de relaciones entre componentes - orientado a lograr un fin
específico, conforme a las definiciones de Alexander (1977). Y el patrón
alterna con el símbolo de manera imprevista, poniendo tras un velo el
origen de la palabra. Originalmente, según Rouse (1992) batey significaba
el juego ritual del politeísmo taíno, y se extendió el nombre al lugar
donde se jugaba. La palabra resistió victoriosamente la desarticulación de
las manifestaciones culturales indígenas y se criollizó dentro del
castellano antillano.
El nombre quedó oculto dentro de los "siglos negros" desde principios
del xvi hasta principios del xix. Abbad y Lasierra (1788, reeditado 2002)
lo menciona dos veces aludiendo al juego indígena, pero no vuelve a salir a
la superficie como elemento consciente de lo cotidiano hasta el nacimiento
de la literatura de costumbres con su primera expresión significativa: El
Jíbaro de Manuel A. Alonso y Pacheco (1849) y otras obras abanderadas de
esta corriente que le han seguido en el siglo y medio hasta hoy. El vocablo
sale, con una acepción similar a la desarrollada posteriormente, al menos
dos veces en dicho libro. En la página 127 es teatro de una pelea entre
primos por una hembra que bailaba en la sala de una casa; y en la página
145 el narrador, entonces niño, comentaba que "el tayta [padre] se divertía
mirándonos retozar en el batey" (énfasis de Alonso). El patrón espacial del
batey como nodo del paisaje rural iba definiéndose durante todos estos
años, a juzgar por la evidencia disponible mayormente escrita y las pocas
imágenes de la época.
Puerto Rico, según hipótesis de arqueólogos (Alvarado Zayas, Rivera
Meléndez, comunicaciones personales)- y los numerosos hallazgos de
residuarios y concheros en el interior de su territorio, era un territorio
surcado por una gran red de caminos hechos ante todo para cruzarse a pie.
Estos se han hallado en los lugares más remotos y a menudo conquistando
inclinaciones precipitadas y cimas elevadas. Muchos pasan cerca de lugares
donde se hallan elementos culturales de los indígenas, o llevan hacia ellos
(Stahl, s.f.) lo que hace presumir una antigüedad milenaria.
Esta red fue visiblemente apropiada por la cultura campesina que fue
asentándose en el interior de la isla la cual se pobló inicialmente de
forma dispersa (Abbad y Lasierra 1788, reedición 2002). Y fue en el
contexto de esta espacialidad rural y boscosa, de un paisaje cultural
dominado por su componente natural donde la huella humana era un precario
rasguño, que el batey fue renaciendo con dos personalidades: encrucijada de
caminos y punto de encuentro en la red vial, y simultáneamente como
transición entre lo público y privado en el dominio doméstico del
campesino. Este es de hecho el patrón primario de batey que define la
espacialidad del campo puertorriqueño.
Su propósito primario era el encuentro e intercambio personal en este
mundo de campesinos aislados, permitiendo la transmisión de elementos
culturales, la difusión de información y bienes, y las relaciones sociales
fuera de la estricta intimidad. Para esto el batey puertorriqueño, en esta
acepción, se conformaba como un área abierta, normalmente desprovista de
vegetación pero rodeada por elementos verticales que le dieran definición
visual. Normalmente estos elementos eran viviendas o ventorrillos,
elementos construídos y cuya presencia aseguraba que el batey iba a ser
usado como referente al menos por los vecinos o usuarios del inmueble
adyacente. Otro elemento definidor del batey era el tener acceso de camino
o vereda, fuera encrucijada o acceso a la residencia.
En un ensayo anterior (Ortiz Colom 2006) este autor indica que el
batey en la arquitectura domestica rural era un patio delantero abierto con
funciones de transición entre lo íntimo y lo publico, algo asi como la
función actual del conjunto balcón-sala en casas urbanas. Las casas y los
bohíos campesinos sólo tenian espacio suficiente para dormir e intimidad, y
como norma no más de dos habitaciones (Jopling 1988). Si alguna era sala, a
menudo tenia la doble función de ser por la noche desahogo para dormir, y
en todo caso era una sala más privada en la mayor parte de los casos. El
intercambio con gente fuera de la familia se hacia en este batey, y además
este espacio servía de nodo para los caminos que se adentraban en la
heredad del campesino, a las talas y cultivos atendidos por el residente y
su familia. Esto significaba que el batey era a la vez un punto de
intercambio material y económico y no sólo un lugar de socialización.
El batey doméstico casi siempre quedaba alineado con la fachada
frontal, recibiendo los escalones que ascendían hacia la casa (Mintz 1974,
citado por Jopling 1988), los que a menudo, segun visto en imagenes,
servian de asientos improvisados. Los visitantes podian tambien sentarse en
sillas rusticas, en tures o taburetes, o en piedras o troncos.
Las casas campesinas mantuvieron su modesto tamaño durante el siglo
xix cuando el auge del latifundismo agrario forzó a muchos trabajadores
rurales a concentrarse en aldeas o a vivir en los "burgos" (nota 1) de los
ingenios. Por las limitaciones del espacio colectivo los bateyes
individuales se combinaron y convirtieron en uno o varios por poblado,
manteniendo su morfología y tratamiento pero ahora como espacio colectivo.
Muchos de estos bateyes compartidos en los poblados de la bajura cañera se
usaban para organizar bailes y ceremonias ede tipo colectivo, y es de
entendimiento general que en esos lugares surgieron manifestaciones tales
como los bailes de bomba, amen de ser lugares de reunion donde se incubo la
rebeldia laboral del trabajo servil esclavo o jornalero.
Hasta cierto punto siguiendo lo ocurrido en Cuba y Santo Domingo, y
probablemente por influencia de dichos paises, el vocablo batey fue
adoptado para los poblados y complejos de edificios relacionados
directamente con los ingenios y trapiches, particularmente aquellos donde
ubicaban los molinos. Sin embargo los poblados tributarios que servian de
dormitorios para los trabajadores de la caña en Puerto Rico se
acostumbraban denominar colonias, no bateyes como en aquellos dos paises.
En este sentido, el concepto de batey en Puerto Rico mantuvo su funcion de
describir un tipo de espacialidad mas personal, asociada directamente con
las viviendas y a veces con los comercios locales, no empece la concesion
semantica señalada previamente. El uso de la palabra batey no se extendio a
las haciendas cafetaleras aunque puede haberse dado el caso (aun no
escuchado) de que en algun lugar se usara dicha palabra como sinonimo de
glacil o glacis, el gran espacio pavimentado en argamasa u hormigon
primitivo usado para secar las semillas del cafe.
Simultaneo con el auge de la agricultura desde finales del siglo
xviii se dio el crecimiento de los poblados. Salvo por San Juan, los
municipios jóvenes eran esencialmente poblados de fin de semana según
testimonio de 1765 del funcionario y militar irlandés al servicio de
España, Alexander O'Reilly (en Tapia, 1976). El cronista añade que las
casas parecen "palomares", aspecto que aun poseían casi medio siglo después
según los dibujos del explorador naturalista francés Auguste Plée hechos en
1822-23 (Alegría, 1976).
En los dibujos de Plée las plazas de los pueblos no eran sino
reinterpretaciones del batey - explanadas abiertas en barro, bordeadas por
las escasas estructuras de las poblaciones, sin la clara definición de ejes
o perímetros que se verían más tarde. Entonces la función de estos espacios
era consagrada a la congregación: mercados sabatinos, misas y ceremonias en
domingos y fiestas, prácticas de milicianos, y en muchos lugares lugares de
estibado de productos agrícolas, llegando a ser secadero público en los
municipios cafetaleros. Solo despues, con el crecimiento urbano y la
prosperidad agraria, las plazas se formalizarian a lugares de asueto y
sitios de espectaculo tal como mas y menos las reconocemos aun hoy.
La idea del batey, como espacio de transición y umbral entre lo
personal y lo colectivo, se mantuvo insistente durante todo el siglo xix y
los albores del xx. Subyace su continua recreacion en la literatura y las
cronicas el hecho de haberse convertido en un lugar de intercambio y
comunicacion, nodo y locus de conversaciones y transacciones en el mundo de
las clases subalternas, ambientacion para amorios e intrigas.
En su extenso estudio del habitat de las clases subalternas de San
Juan, Edwin Quiles (2003:126) explica una fotografía del sector de
Cangrejos (Santurce): "[e]n la foto nos localizamos en el batey, patio
frente a la casa, lugar de reunión, espacio doméstico y lugar de trabajo
ocupado por mujeres y niños. La presencia además, de cerdos husmeando
desechos, las piedras y la ceniza como restos de un posible fogón y la
planta de batata, tubérculo comestible, delatan el carácter complejo del
lugar. Es un espacio que además de utilitario tiene un valor simbólico como
lugar de aculturación y socialización" (mi énfasis). El uso del batey como
sitio de producción de necesidades domésticas y aun de cultivo de algunas
plantas alimenticias o medicinales es un aspecto apenas estudiado de este
patrón espacial.
El batey se mantenía, como dicho antes, en los poblados informales de
la zona rural. Cuando el espacio escaseaba, las entradas compartidas a
grupos de viviendas asumiría el papel de batey para las familias (a menudo
ya vinculadas por sangre). Así la vida social recapturaba un centro de
"gravedad". Esto es evidente por ejemplo, en el asentamiento rural
proletario de La Jagua/La Rosada, al este de Salinas (Ortiz Colom 1980).
Aunque muchas de las casas presentan verjas estas son improvisadas,
simbólicas y marcadoras ante todo de privacidad familiar más que desafíos
al acceso por extraños. Algunas se suplementan con balcones y existe al
menos un caso en el cual el ocupante movió los muebles de sala a los
árboles frente a su casucha y así convirtió su batey en el lugar de estar
por antonomasia de su pequeño mundo.
Cuando en 1939 Muñoz Marín, el entonces idealista y reformador,
decidió divulgar su mensaje "justiciero" en un periódico, decidio
denominarlo El Batey (Muñoz Marín, 1983). Bautizarlo con ese nombre fue en
cierto sentido un acto revolucionario: el mensaje subyacente proponía una
comunicación que se acercaba al campesino llegando a su nivel y vivencia
cultural, no obligándolo a ascender a la cultura del urbanita educado o
profesional. Y también significaba un intercambio igualitario y personal,
no una epístola que aprender mediante absorción pasiva.
El "batey" muñocista, un universo imaginado en papel que el nuevo
orden de gobierno local propaló efectivamente, coadyuvó a la rápida
modernización de Puerto Rico en la post segunda guerra mundial. Y el
urbanismo que se impuso mediante la vivienda en masa traída durante esa
modernización fue, sin embargo, lineal, racional y sociófugo. La dimensión
de la calle como ruta lineal y la fragmentación del espacio mediante la
lotificación ortogonal y la zonificación funcional, privilegió a las redes
viales sin mantener, como contrapeso necesario, la provisión de espacio no
jerarquico y centripeto para el intercambio. Cuando este espacio se proveia
en su forma, se daba a menudo en función de lugares para el consumo; fuera
de mercancíias o de espectáculos.
Esta nueva espacialidad de sello estadounidense, orientada al fin
crematístico del consumo de masas, más formal y reglamentada, y enfocada en
privilegiar el intercambio espontaneo sólo entre núcleos pequeños de
personas, no se adaptó a una sociedad acostumbrada a las familias
extendidas y las relaciones tales como el compadrazgo que ensanchan los
círculos íntimos aun más. Tampoco, en términos generales las comunidades
hispanas, sobre todo puertorriqueñas, acostumbran mover su dinámica de
intercambio hacia el interior sino que insisten en hacerla en la calle,
donde puedan ser vistos desde el dominio público, como por ejemplo desde
los balcones.
Las diásporas - en especial y espacial la puertorriqueña - se han
rebelado contra el código dominante en las ciudades estadounidenses.
Sorprende la cantidad de actividad en la acera, en los stoops o escaleras
de acceso y en las esquinas o frente a los negocios. Una sociedad que
valoriza los mensajes verbales y los gestos corpóreos mas que la formalidad
de los escritos no puede replegarse a los estrechos confines de calles y
aceras, aun las relativamente anchas de ciudades con gran peatonalidad
tales como Nueva York. Las congregaciones cuasi-circulares se ven
frecuentemente en las calles de sus barrios puertorriqueños, aun más que en
distritos de esa ciudad habitados por otros latinoamericanos quienes mueven
algunas partes de su vida familiar adentro (observaciones del autor, junio
de 2006).
En algunos casos el espacio tradicional puertorriqueño ha sido
recobrado con las denominadas casitas construidas clandestinamente en
terrenos abandonados o parques públicos. El batey resurge frente a las
mismas, como lo es evidente por ejemplo en el Rincón Criollo en Brook
Avenue del Bronx, el cual continuamente se ve ocupado en todo momento y
retoma su carácter de espacio de comunicación con obvia preferencia sobre
el interior de la casita donde apenas se veía gente (visita personal del
autor, abril de 2005).
Inclusive se ha llegado a formar el tipo de plaza puertorriqueña como
la lograda en 1978 en el complejo de Villa Victoria en Boston, que aunque
el espacio fue diseñado por un arquitecto anglonorteamericano, el espacio
fue incorporado dentro del proyecto por la insistencia del grupo
comunitario Inquilinos Boricuas en Acción (Sharratt en Hatch, 1984). Este
es posible uno de los grandes logros urbanisticos de la diaspora
puertorriqueña.
Entre los puertorriqueños no emigrantes, la excesiva dependencia del
automóvil y las mezquinas prestaciones colectivas de muchos proyectos
urbanos han parecido reducir la presencia del patrón del batey a partir de
un examen superficial de los desplazamientos cotidianos. Pero, en rigor, lo
que ha hecho es acomodarse otra vez, conquistando ahora las marquesinas
techadas y los espacios difusos entre las columnas de soporte de
residencias altas. Las marquesinas, proyectadas como albergue de
automoviles como la posesion mas significativa de las familias modernas,
son a menudo cerradas y los vehículos son expulsados de las mismas hacia la
calle o la rampa antecedente a la misma; e igual función se ve en algunos
patios frontales. Estos patios, originalmente pensados para dar aislamiento
y privacidad a residencias carentes de la tradicional elevación desde la
calle, también han sido convertidos por muchos en sitios de congregación
con alcance hasta la misma calle.
Esta tendencia a la congregación, aunque se le llame "novelería",
"junte" u otras cosas similares, persiste dentro del flamante entorno
artificial de los albores del siglo xxi. No es comúnmente reconocida en la
gran mayoría de nuestra arquitectura y urbanismo contemporáneos, más
orientados a seguir los modelos culturalmente hegemónicos, en gran parte
europeos y norteamericanos y difundidos por el prestigio de la
starchitecture de nombres reconocidos. Generalmente, en los proyectos de
vivienda colectiva, los espacios abiertos son asignados rígidamente a
actividades particulares – canchas deportivas, estacionamientos de
desahogo, centros comunales, senderos – o si no tienen función particular,
el horror vacui de los proyectistas los convierte en siembras ornamentales
y "paisajismo" arbolado o florido, solo concebido para la contemplación.
Son espacios programados, regimentados, disuasivos por forma o
reglamentación de la congregación espontánea, de la formación del batey
moderno. Y a veces resurge en categorías de vivienda especializada, tales
como égidas de personas mayores, centros de terapia prolongada, villas
turísticas. Pero no se ve apropiado buscar este patrón para la vida
cotidiana de personas "normales".
Mientras, en los negocios, especialmente los consignados a pasar un
buen rato como cafetines, restaurantes y sitios nocturnos, el nombre Batey
sigue sonando elocuente promesa de disfrute, ocio y buenos ingestibles.
Desde innumerables ventorrillos de camino hasta sitios de lujo como el
Batey del Pescador, restaurante elegante de pescado que ha existido dentro
del hotel Caribe Hilton, el embrujo de este nombre taíno persigue a los
comerciantes ávidos de clientes satisfechos.
Pero el batey no es una forma que puede producirse, taumatúrgicamente,
de la mano del arquitecto o constructor. El batey tiene ante todo que estar
respaldado por relaciones sociales que se consuman en el mismo y un
delicado balance de ejes visuales que le vinculen con las familias o
vecinos aledaños. Un espacio que ignore estas sutilezas será un patio, será
un área abierta o de congregación , pero nunca será un batey, no tendrá
vida.
Isar Godreau (2002) analizó la transformación del barrio de San Antón
de Ponce tras una revitalización auspiciada por el Municipio y la
intervención de un arquitecto extranjero con buenos y condescendientes
sentimientos hacia los vecinos, y quien quería mantener la espacialidad
única del sector. Pero su propuesta fracasó estrepitosamente: al
desarticularse los bateyes tradicionales en los que se dividían ciertas
partes del sector, vinculado con el auge del folklore musical afro-
puertorriqueño (bomba y sobre todo plena). Los patios ideados por el
arquitecto como sustituto de los bateyes eliminados resultaron ser solo
espacios vacíos que los vecinos veían como escaparates para exhibirlos a
los turistas, no como sitios pensados en perpetuar la convivencia social de
ellos y sus tradicionales costumbres.
En fin: el batey, como patrón espacial y costumbre de congregación y
de uso del territorio, es algo muy imbricado en la idiosincrasia
puertorriqueña. El tipo de congregación difusa, centrípeta, e igualitaria
ha resistido victoriosamente las imposiciones espaciales hechas por
intereses económicos o por ignorancia de los modos de comportamiento y
congregación de los puertorriqueños.
El batey posee elementos constitutivos de congregación,
centri(fuga/peta)lidad y polivalencia. Siendo imagen existencial y nombre
constantemente apropiado, el batey no es reliquia sino una forma vigente de
usar el espacio y decretar nodos de intercambio sociocultural. Es un
sistema fluido, evolucionante, impredecible; surge de la interacción
social, más que de un fiat estético.
Como objeto, palabra y desiderátum, es en rigor el "batey criollo" de
una identidad oprimida y en resistencia, concepto y vivencia que
pertinazmente se niega a morir.


(nota 1) Uso aquí el vocablo burgo en el sentido de una población pequeña y
concentrada adyacente a un lugar preeminente tal como un castillo o
fortificación. Estos burgos fueron la raíz de muchos pueblos y ciudades en
Europa y el patrón se ha visto también en el universo colonial en Africa,
América y Asia.


jo
FUENTES Y BIBLIOGRAFIA
Abbad y Lasierra, Iñigo (1788, reeditado 2002).. Historia Geográfica,
Natural y Civil de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico. Reedición
con notas de José Julián Acosta y comentarios y edición de Gervasio García.
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Mintz, S. (1974). Caribbean Transformations. Chicago, Aldine, pp. 225-250;
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Muñoz Marín, Luis (1983). La historia del Partido Popular Democrático. San
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O'Reilly, Alexander (1765). "Memoria de D. Alexandro O'Reylly [sic] sobre
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Cultura Puertorriqueña, p. 628. (Edición original: Madrid, 1854.)

Ortiz Colom, Jorge (1980). La Jagua. Estudio de un arrabal rural en
Salinas. Monografía inédita para el curso "Sociedad y Cultura del Arrabal"
del Profesor Rafael Ramírez Vergara. San Juan (Río Piedras): Universidad de
Puerto Rico, Facultad de Ciencias Sociales.

Ortiz C olom, Jorge (2006). Batey, Stoop and Veranda. Building
"Thresholds"* between Realms in Dwellings and Cities: The Puerto Rican
Example. Ponencia inédita, sometida al Congreso Anual del Vernacular
Architecture Forum (USA). Nueva York: Vernacular Architecture Forum.

Quiles, Edwin (2002). San Juan tras su fachada. Una mirada desde sus
espacios ocultos (1508-1900). San Juan: Instituto de Cultura
Puertorriqueña.

Rouse, Irving (1992). The Tainos. New Haven: Yale University Press.

Sharratt, John (1984). "Emergency Tenants' Council, Boston", En Hatch,
Richard, ed.: The Scope of Social Architecture. Nueva York: Van Nostrand
Reinhold.

Stahl, Agustín (s.f.) Crónica de un viaje a las Cuevas de la Mora. Artículo
suelto provisto en reproducción facsimilar por el Sr. Julio Rodr guez
Planell.


OTRAS FUENTES

Observaciones personales del autor en viajes e inspecciones de edificios y
lugares históricos y contemporáneos en Puerto Rico y Estados Unidos

Conversaciones con arqueólogos Pedro Alvarado Zayas y José Rivera Meléndez,
desde 2000 en adelante
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