El atractivo universal de octubre: el caso español.

June 14, 2017 | Autor: Juan Aviles Farre | Categoría: History of Communism
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Descripción

El atractivo universal de octubre: el caso español. Juan Avilés Borrador en español del artículo publicado en COURTOIS, S., ed. (2001): Quand tombe la nuit: origines et émergences des régimes totalitaires en Europe, Lausanne, L’Age d’Homme. Rusia y España se encuentran en los dos extremos del mapa europeo y la distancia cultural entre ambas naciones no es menor que la geográfica. Para los españoles cultos de comienzos de siglo Rusia era un lejano país de frías estepas, regido por unos zares tiránicos y en el que algunos grandes novelistas parecían revelar un espíritu muy distinto del occidental. Poco más se sabía. En 1917 la prensa española sólo contaba con un corresponsal en Rusia, que no era un periodista profesional sino una escritora, Sofía Casanova, a la que el matrimonio con un intelectual polaco había llevado a tierras remotas. El tema internacional que acaparaba por entonces la atención de los españoles era por supuesto la guerra mundial e inicialmente la revolución de octubre provocó escasos comentarios. Algunos de los españoles que eran favorables a la causa aliada pensaron que Lenin era simplemente un agente de los alemanes. De ello pudiera deducirse que el escaso arraigo que el Partido Comunista de España logró en sus primeros quince años de existencia, es decir hasta 1936, fue el resultado directo de un desinterés español por la revolución soviética. Pero no fue así. En los años 1919 a 1921 y de nuevo a partir de 1930, la gran experiencia rusa fue seguida con apasionado interés por muchos españoles y bastantes creyeron que allí estaba surgiendo un mundo nuevo y mejor. Lo peculiar del caso español es que el ejemplo ruso no fue importante porque condujera a la aparición de un vigoroso partido comunista (el español sólo lo fue durante la guerra civil) sino porque contribuyó destacadamente a la radicalización de la izquierda española en los años inmediatamente anteriores al estallido de dicha guerra. El octubre ruso no llevó a la convicción de que para hacer la revolución social era necesario disponer de un partido encuadrado en la Internacional Comunista, sino simplemente a una reafirmación de la fe en que esa revolución era posible. Esto significa que para comprender el impacto que en España tuvo la revolución de octubre no se debe prestar atención sólo a los comunistas, sino también y preferentemente a los socialistas y a los anarcosindicalistas. España tuvo también su octubre: la insurrección obrera de octubre de 1934. Y el protagonista principal de esa insurrección, en la que participaron también comunistas y anarcosindicalistas, fue el Partido Socialista Obrero Español. Este partido pertenecía a la II Internacional pero por entonces acababa de asumir una línea política que algunos de sus militantes calificaban, no sin motivo, de bolchevique. A comienzos de 1936, ya en vísperas de la guerra civil, el intelectual más brillante de la izquierda socialista, Luis Araquistain, pudo

basarse en el paralelismo del octubre ruso de 1917 y el español de 1934, triunfante aquel, fracasado temporalmente este, para afirmar que España podría ser el segundo país en que se estableciera la dictadura del proletariado. Una dictadura cuyo órgano director habría de ser el Partido Socialista, con el que habrían de unificarse los comunistas escindidos quince años antes, y a la que por supuesto se llegaría por la vía de las armas. Para Araquistain y para toda el ala izquierda de su partido, el dilema histórico era el de fascismo o socialismo y sólo lo decidiría la violencia. La admiración que entre los socialistas españoles despertó la Rusia de Stalin, que para ellos era la Rusia de la colectivización agraria y de la planificación, no fue el único factor internacional que incidió en su abrupto giro a la izquierda. Como se puede advertir en la observación recien citada de Araquistain, no menos importante fue la percepción de la amenaza fascista. Si en octubre de 1934 los socialistas respondieron con la insurrección a un cambio político aparentemente sin importancia, como fue la entrada en el gobierno de tres ministros de un partido de la derecha católica, esto se debió en parte a que tenían muy presente el aniquilamiento sin lucha del partido socialista alemán a comienzos de 1933 y el fracaso de la tardía insurrección de los socialistas austriacos en febrero de 1934. Al igual que ocurrió en el conjunto de Europa, los modelos totalitarios de otros países actuaron en España como un poderoso factor de polarización. El ejemplo comunista y la amenaza fascista radicalizaron a un importante sector de la izquierda, pero el mismo efecto tuvieron en la derecha el ejemplo fascista y la amenaza comunista. En consonancia con la coyuntura política internacional hubo tres fases bien diferenciadas en la percepción española de la experiencia soviética. La primera fue la del entusiasmo inicial, que cobró fuerza apenas concluyó la guerra mundial. La segunda fue la del desencanto, que se inició muy pronto y se prolongó durante la decada de los veinte. Y la tercera, que se inició al final de esa década, se caracterizó por un renovado interés en la experiencia soviética. Conviene examinar estas tres fases por separado.

El entusiasmo por un mundo nuevo, 1918-1920. La difusión inicial del comunismo tropezó en España con dos obstáculos importantes: por un lado la lejanía geográfica y cultural a la que ya he aludido, y por otro la ausencia del trauma que para la izquierda de otros países representó la guerra mundial. Respecto al primero, hay que destacar que apenas había habido relaciones entre los socialistas de ambos países antes de 1917 y que Lenin, por ejemplo, era desconocido en España. Luego el interés por la revolución soviética dio lugar a ríos de tinta y es significativo que en un país en el que no se publicaba mucho sobre temas internacionales, aparecieran cerca de sesenta libros sobre Rusia entre 1917 y 1925. Sólo seis de ellos, sin embargo, fueron escritos por autores españoles que hubieran visitado la Rusia de los soviets. Por su parte los

soviéticos no creyeron que valiera la pena dedicar especiales esfuerzos propagandísticos para convencer a los españoles de las excelencias del comunismo. La única misión de la Internacional Comunista que visitó España en los primeros años fue la de Mijail Borodin y Charles Phillips, que llegaron a fines de 1919, un poco por casualidad y sin conocimiento alguno de la política española. Borodin permaneció unas semanas y Phillips, que dominaba la lengua española hasta el punto de hacerse pasar por mexicano, algunos meses, pero su breve visita condujo a la fundación del primer partido comunista español, integrado por unos centenares de miembros de las Juventudes Socialistas. Respecto al segundo, debe observarse que el trauma de haber apoyado el esfuerzo bélico nacional, en contra de toda su tradición internacionalista, fue muy posiblemente un factor que facilitó la escisión de los partidos socialistas alemán y francés. En cambio el Partido Socialista Español, aunque había mostrado abiertamente sus simpatías por la causa aliada durante la guerra, no había incurrido en ninguna colaboración de clase contraria a sus principios, por lo que la exigencia de eliminar a su ala derecha que planteaba la Internacional Comunista resultaba poco atractiva incluso para los que deseaban incorporarse a ésta. El conjunto del partido estimaba haber permanecido fiel al marxismo y por tanto una escisión impuesta desde el exterior, aunque fuera por los prestigiosos bolcheviques, resultaba difícil de aceptar, lo que redujo la capacidad de maniobra de los partidarios de la Internacional Comunista. En cuanto a la gran organización anarcosindicalista española, la Confederación Nacional del Trabajo, la célebre CNT, aunque tampoco fue insensible al atractivo de octubre, tenía aun menos motivos para sentir complejo alguno frente a la pureza revolucionaria de los bolcheviques, por lo que se mostró muy reacia a romper con su tradición para admitir la subordinación a un partido, como en definitiva pretendían los comunistas. Existía sin embargo un factor muy favorable a la recepción del ejemplo ruso: el escaso grado de integración de la izquierda española en el sistema político. En realidad no es extraño que, en un país en que las presiones de las autoridades y la apatía política de los ciudadanos hacían que los resultados electorales dependieran de la voluntad del gobierno de turno, y en el que la política de orden público era escasamente liberal, de tal manera que cualquier manifestación de protesta podía acabar siendo disuelta a tiros, la tradición revolucionaria de la izquierda se mantuviera muy viva. En el verano de 1917 el Partido Socialista, que por entonces tenía un solo diputado en el parlamento, había promovido una huelga revolucionaria cuyo objetivo era derribar a la monarquía, mientras que la CNT impulsó a partir de 1918 una gran oleada de conflictos laborales, en los que el recurso a las pistolas fue muy frecuente. En tales circunstancias las noticias, a menudo confusas, que llegaban de Rusia tuvieron un gran eco. En el otro extremo de Europa los trabajadores habían iniciado la revolución mundial y los militantes españoles consideraron que habían de incorporarse a ella. Curiosamente fue en los medios anarquistas, más proclives a la línea insurreccional, donde

primero se manifestó el entusiasmo por la revolución soviética, mientras que los socialistas, tradicionalmente más cautos, se vieron frenados por la consideración de que la línea pacifista de Lenin podía perjudicar el esfuerzo de guerra aliado y por tanto beneficiar indirectamente al gran enemigo del progreso, el imperialismo alemán. El órgano de prensa de los socialistas españoles, que había saludado con entusiasmo la revolución rusa de marzo, mostró en cambio su amargura ante la toma del poder por los bolcheviques, temiendo que ello pudiera implicar una retirada rusa de la guerra “contra el enemigo de toda libertad”. Este freno desapareció tras el final de la guerra mundial. Para gran parte de la izquierda española la causa aliada dejó de resultar admirable desde el mismo momento en que triunfó y muchos transpasaron hacia Lenin la admiración que antes habían sentido por Wilson. La tímida intervención aliada en Rusia fue muy impopular en los medios españoles de izquierda, incluso entre quienes más entusiasmo habían mostrado anteriormente por la causa aliada, mientras que en medios de derecha, en general germanófilos, despertó pocos apoyos, precisamente por ser una intervención aliada. En cuanto a las noticias sobre el terror rojo, ampliamente divulgadas por la prensa de derechas, impresionaron poco a las izquierdas, que en parte las consideraron mentiras burguesas y que, sobre todo, tenían muy presente el ejemplo de la revolución francesa y del terror jacobino. En todo caso lo decisivo era que en Rusia se había consolidado, por primera vez en la historia, una revolución obrera y fue eso lo que llenó de entusiasmo a los militantes tanto socialistas como anarcosindicalistas. A fines de 1919 se celebraron sendos congresos del Partido Socialista y de la CNT, en los que ambas organizaciones se manifestaron en principio favorables al ingreso en la Internacional Comunista. La gran confusión fue que creyeron poder incorporarse a la nueva Internacional manteniendo su propia identidad. Esa confusión se mantuvo durante un par de años, durante los cuales toda la prensa obrerista se mostró favorable a la experiencia soviética. “¿Quién en España, siendo anarquista, desdeñó el motejarse a sí mismo bolchevique?, escribiría más tarde uno de esos anarquistas, repuesto ya por entonces de aquella infatuación pasajera. Y en el Partido Socialista incluso aquellos que, como Julián Besteiro, defendían la permanencia en la II Internacional, elogiaban a la revolución rusa y proclamaban que la dictadura del proletariado era una condición indispensable para el triunfo del socialismo. El problema real, que poco a poco se fue comprendiendo, era que la incorporación a la Internacional Comunista habría exigido una ruptura con arraigadas tradiciones del socialismo español y, aun más acusadamente, de la CNT. A pesar de la distancia y de la reticencia a admitir las informaciones que proporcionaba la prensa “burguesa”, los anarquistas españoles empezaron a sospechar que el régimen fuertemente centralizado que los comunistas estaban implantando en Rusia estaba muy lejos de sus propios ideales, mientras que los socialistas comprobaban que su aspiración a mantenere la unidad de su partido y su autonomía dentro de la Internacional Comunista era incompatible con los principios de esta. Algunos se atreverían

incluso a proclamar que el sacrificio de la libertad que se había producido en Rusia no era el camino más adecuado para la felicidad futura de la humanidad. Fernando de los Ríos, uno de los pocos intelectuales destacados del socialismo español, sería quien pusiera mayor énfasis en esto último.

El desencanto, 1921-1929. Los libros escritos por los numerosos viajeros occidentales que visitaron en el curso de los años la Unión Soviética han sido habitualmente considerados como uno de los medios a través de los cuales se difundió por el mundo una imagen tergiversada de la realidad soviética. Y en realidad es sorprendente la facilidad como muchos viajeros instruidos se dejaron convencer de que habían entrado en contacto con un mundo más racional durante una breve visita guiada a un país en el que no existía libertad de expresión y cuya lengua además desconocían. Por el contrario los dos libros que escribieron los primeros delegados de las organizaciones obreras españolas que visitaron la Rusia soviética, el anarcosindicalista Ángel Pestaña y el socialista Fernando de los Ríos, que realizaron sus respectivos viajes en 1920, son testimonios de una rara lucidez, en los que la simpatía por la primera revolución obrera triunfante no conduce a ignorar sus defectos. La izquierda española, que había admirado el comunismo a distancia, lo encontró menos admirable cuando lo pudo observar de cerca. Desencanto es la palabra que mejor resume la actitud de las organizaciones obreras españolas a partir de 1921. Y en ese desencanto influyeron diversos factores: la constatación de que en Rusia se había establecido una dictadura de partido, ajena a los ideales tradicionales de la izquierda; las durísimas condiciones adoptadas por la Internacional Comunista para las organizaciones que desearan incorporarse a ella; la derrota del Ejército Rojo en las puertas de Varsovia en el verano de 1920, que le privó de su aura de imbatibilidad; la hambruna que devastó extensas regiones rusas y ucranianas en los años 1921 y 1922, a la que la prensa española prestó una gran atención; y la misma Nueva Política Económica iniciada en 1921, que muchos consideraron un paso atrás hacia el capitalismo. Muchos que habían denunciado como mentiras burguesas todas las informaciones críticas respecto a la nueva realidad rusa y que habían ignorado los testimonios de los emigrados socialistas rusos, uno de los cuales se había instalado en España y colaboró extensamente en la prensa liberal, comenzaron a su vez a mostrarse críticos. En abril de 1921 un congreso extraordinario del PSOE rechazó la adhesión a la Internacional Comunista y en junio de 1922 una conferencia de la CNT, que por entonces se hallaba en pleno declive, repudió su inicial incorporación a la Internacional Sindical Roja. Era la ruptura definitiva, aunque algunos sectores minoritarios de ambas organizaciones se mantuvieron fieles a Moscú. Los partidarios de la III Internacional abandonaron el PSOE tras el congreso de 1921 y confluyeron con el partido comunista surgido de las Juventudes

Socialistas el año anterior para crear, en noviembre de 1922, el Partido Comunista de España, cuyos primeros pasos fueron debidamente tutelados por delegados de la Internacional, primero el italiano Antonio Graziadei y luego el suizo Jules Humbert-Droz, . Pero en un momento de reflujo revolucionario, el nuevo partidofue incapaz de lograr un mínimo arraigo en la clase obrera, a pesar de que al mismo se incorporaron en 1924 algunos sindicalistas de la CNT, encabezados por Joaquín Maurín. Las represión ejercida por la dictadura establecida en 1923 por el general Primo de Rivera, que conforme a la norma europea de la época acudió al anticomunismo como uno de los argumentos que justificaban su régimen, debilitó aun más las exiguas fuerzas del naciente comunismo español. Durante la década de los veinte el tono mayoritario de la prensa obrerista española fue decididamente anticomunista. Los anarcosindicalistas, que se refugiaron en la reflexión teórica tras el desmantelamiento de sus organizaciones, descubrieron la persecución que sufrían sus correligionarios en la Unión Soviética y prestaron atención a las duras críticas contra el régimen comunista de una gran figura del movimiento anarquista internacional como era la ruso-americana Emma Goldmann. Un comentario de una publicación ácrata española puede dar idea de la magnitud de su desencanto a la altura de 1924: en Italia, afirmaba, había una dictadura burguesa, en España una dictadura militar y en Rusia una dictadura obrera, pero en Italia y en España se podían publicar periódicos anarquistas y en Rusia no. Por su parte el diario del Partido Socialista, que había seguido una línea claramente prosoviética en 1919 y 1920, descubrió las excelencias del socialismo democrático, destacó sus avances electorales en numerosos países europeos durante la década de los veinte y no se mostró remiso en criticar directamente a la Unión Soviética. En una caricatura que publicó en 1929, un Trotski que llegaba al exilio en Occidente comentaba a sus hijas la suerte que para ellos representaba el hecho de que no hubieran logrado bolchevizar Europa diez años antes. El renacer de un mito, 1930-1934. Por increible que pueda parecer hoy, el prestigio internacional que Rusia alcanzó en los años treinta fue mayor que el que había tenido en tiempos de Lenin, un resultado al que contribuyeron el descrédito del capitalismo durante la depresión, la bandera antifascista que los comunistas empezaron a enarbolar tras el triunfo de Hitler y la propia imagen de una Unión Soviética que marchaba hacia el futuro por la senda aparentemente racional de la planificación económica y bajo la dirección de un Stalin cuyos crímenes en gran escala, iniciados con la campaña anticampesina decretada en 1929, pasaron sorprendentemente desapercibidos. Este fenómeno se dio también en España, donde el interés por la Rusia soviética se reavivódesde finales de los años veinte, con la particularidad de que sólo muy tardíamente se tradujo en un aumento de la influencia del Partido Comunista.

España inició en 1931 su primera experiencia genuinamente democrática con la proclamación de la II República, que llegó por el descrédito de un monarca que se había dejado implicar en un régimen dictatorial y por la esperanza que suscitó la coalición republicano-socialista formalizada en 1930. En las elecciones legislativas de 1931 el Partido Socialista obtuvo un numero de escaños superior al de cualquier otro, mientras que las candidaturas comunistas tan sólo tuvieronpoco más de 50.000 votos en el conjunto de España, sumando los resultados del Partido Comunista y los del disidente Bloque Obrero y Campesino, lo que no les permitió acceder al parlamento. Parecía haber llegado la hora del socialismo democrático, pero sólo dos años después el Partido Socialista abandonó su colaboración con la República “burguesa” que había contribuido a fundar y emprendió la senda de la revolución, bajo la dirección de Francisco Largo Caballero, a quien sus admiradores comenzaron a llamar desde entonces “el Lenin español”. Fracasado políticamente, el comunismo se estaba imponiendo ideológicamente, impregnando la cultura de sus rivales socialistas al amparo del atractivo que ejercía el mito soviético. Resulta significativo que el sentido crítico mostrado por Fernando de los Ríos en su libro sobre la Rusia soviética, publicado en 1921, fuera atenuándose cada vez más en los de aquellos otros socialistas españoles que tras él realizaron el viaje a Moscú. Los dos libros que en 1926 y 1929 publicó Julio Álvarez del Vayo, quien tenía dotes de buen reportero, combinan una actitud general favorable al experimento soviético con una abierta crítica de ciertos aspectos del mismo, mientras que en los publicados por Rodolfo Llopis en 1930 y por Julián Zugazagoitia en 1932 se impone la admiración total. En Llopis se manifiesta incluso una autocensura que le lleva a atribuir a la educación burguesa que ha recibido las objeciones que su conciencia le sugiere ante los errores, exageraciones y crueldades que observa, pero que termina considerando nimiedades en comparación con la gran obra de la revolución y la fe con la que los rusos la han emprendido. Una fe que él mismo califica de contagiosa. Esa fe contagiosa se difundió por Epaña a través de una amplia publicística, que alcanzó a un sector de la población mucho más amplio que el de los seguidores del Partido Comunista, y que tuvo una gran repercusión en las filas del propio Partido Socialista. Como ya había ocurrido diez años antes, cuando un grupo de jóvenes socialistas fundó a instancias de un delegado de la Internacional el primer partido comunista español, fue también en las filas de las Juventudes Socialistas donde mayor eco tuvo a inicios de los treinta el reafirmado mito soviético. A fines de 1933 uno de sus dirigentes, el futuro secretario general del Partido Comunista Santiago Carrillo, ya planteaba el futuro de España como una alternativa entre el modelo alemán y el ruso. Pero no fue un joven socialista sino un veterano dirigente sindical y ministro de Trabajo de la República, Largo Caballero, quien en 1933 expresó públicamente su convicción de que era imposible “realizar una obra socialista en la democracia burguesa”. En vísperas de la insurreción de 1934 el organo de prensa de los socialistas había regresado a la actitud de incondicional admiración hacia la Rusia soviética que había tenido en 1920.

Fue también por entonces cuando el comunismo comenzó a atraer a algunos destacados escritores españoles, como el poeta Rafael Alberti y el novelista Ramón J. Sender, aunque debe decirse que la nómina de intelectuales identificados con el comunismo era mucho más reducida en España que en Francia. Alberti visitó por primera vez la Unión Soviética en 1932 y cuando regresó a España al año siguiente, tras un breve paso por un Berlín sometido ya a los nazis, se convirtió en un agitador al servicio del partido, en empresas como la dirección de una revista intelectual que se llamó sencillamente Octubre y en la que se publicaron tanto textos remitidos desde Moscú como colaboraciones de admiradores españoles del experimento soviético. Por su parte Sender, que por un tiempo se identificó con el anarquismo, culminó su aproximación al comunismo a raiz de su viaje a Rusia en 1933, que describió en unas elogiosas crónicas luego recogidas en forma de libro. Pero el novelista aragonés nunca renunció a su independencia de criterio y no tardaría en comprender. Cuando en 1937 supo del asesinato de Andreu Nin comentó a un amigo: “yo no quiero ni una España en poder de Hitler y Mussolini, ni una España sovietizada”. Otro instrumento de propaganda fue la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, fundada en 1933, entre cuyos promotores se hallaron relevantes socialistas, como Luis Jiménez de Asúa y Juan Negrín. Su declarado propósito de “ayudar a conocer la verdad sobre la URSS” se tradujo de manera bastante peculiar en la revista que editó, Rusia de hoy, que ofreció una imagen idílica de la realidad soviética. Conclusión. El marco cronológico de este coloquio excluye un análisis detallado del periodo que precedió al estallido de la guerra civil española, pero de lo expuesto anteriormente cabe ya deducir de qué manera contribuyó el mito soviético al desastroso final del primer ensayo de genuina democracia que España ha conocido. En primer lugar es obvio que el anticomunismo fue un factor importante en la radicalización de la derecha española. El propio general Franco estuvo suscrito desde los años veinte al Bulletin de l’Entente Internationale contre la Troisième Internationale, una publicación suiza que preconizaba soluciones autoritarias frente la amenaza soviética, y como es sabido el anticomunismo se convertiría en uno de los ejes centrales del discurso del régimen franquista. Pero sin embargo resulta evidente que el Partido Comunista de España no se convirtió en una fuerza significativa hasta después de que el alzamiento militar de julio de 1936 fracasara en media España, dando lugar a que en esa mitad se produjera el estallido revolucionario que el alzamiento se proponía evitar. Incluso en las elecciones de febrero de 1936, en que los comunistas se presentaron dentro de la coalición del Frente Popular, el número de escaños que obtuvieron fue bien reducido: diecisiete. En vísperas de la guerra civil las grandes fuerzas de la izquierda obrerista española seguían siendo, como antes de 1917, el Partido Socialista y la CNT.

Si el mito soviético contribuyó al fracaso de la primera democracia española fue sobre todo porque contribuyó a convencer a muchos socialistas de que la democracia parlamentaria representaba una fase histórica superada y que por tanto era necesario prepararse, en palabras de Araquistain, para cuantos octubres fueran necesarios, hasta el triunfo definitivo de la revolución.

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