El arte del desconcierto cierto

July 26, 2017 | Autor: Daleysi Moya | Categoría: Art History, Arte contemporáneo, Mercado del arte
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Descripción

El arte del desconcierto cierto… cuando los hombres actúan de forma corporativa la libertad se convierte en poder Edmund Burke

Mucho se ha debatido en torno a la especificidad de lo artístico en nuestro contexto actual. El tópico ha sido tan llevado y traído que, luego de irreconciliables diferencias teóricas y de la efímera emergencia de indicadores claramente inoperativos, todos, acaso sin proponérselo, han desistido de la búsqueda de un posible consenso en este sentido. La obsesión humana por penetrar cada una de las esferas de la vida – los estudios especializados, dirían los académicos– se ha visto frenada por un tipo de comportamiento caótico y escurridizo como el del arte de hoy. Se han diluido las fronteras, los esquemas de antaño resultan obsoletos para una sensibilidad epocal que equipara en importancia a la legendaria Gioconda de Da Vinci, con For the love of God, de Damien Hirst. Doscientos años atrás, cuando aún no nacía Marcel Duchamp, y su urinario no había removido las bases del pensamiento estético occidental, funcionaban categorías como la techné, la originalidad, la irrepetibilidad de la obra, incluso el asunto de “lo bello” ocupaba un sitio privilegiado en la mesa de debates. El hombre de entonces poseía herramientas de precisi ón para determinar qué parte de la producción cultural podía –y debía– llevar el membrete de lo artístico. La vida de este “campo de estudio” estaba organizada, y se encontraba bien demarcado lo que era arte de lo que no. Pero el tiempo pasó y llegaron las vanguardias. Con ellas se iniciaría la revolución de la imagen, la destrucción de la manera clásica de ver y entender los procesos artísticos y sus interioridades. Las vanguardias fueron, no lo dudemos, el inicio del fin. Primero sobrevino la paulatina supresión del naturalismo o la verosimilitud como métodos para construir la realidad pictórica, luego la descomposición parcial, y más adelante total, de la imagen plástica (con una infinita lista de estadios intermedios que la historiografía recoge con meticulosidad de cirujano). Finalmente, el concepto representacional, que había sido uno de los núcleos centrales, sino el fundamental, dentro del arte de la Modernidad se quebraría por completo ante la génesis de los movimientos abstracto, dadaísta y, poco menos de medio siglo después, con el arribo del sentir postmoderno. Todo presunto deber ser, toda regla o normativa anterior quedaron desactivados. Nuevos modelos creativos, que apostaban por miradas más autónomas y conceptuales comenzaron a imponerse. Con el tiempo se diluyeron las certezas, y cada tentativa de estandarización iría a estrellarse contra el sólido muro de la voluntad autoral (o galerística). Voluntad que, durante las últimas décadas, viene compartiendo escena con el agente clave de nuestra época, su figura más íntima y querida: el mercado. El último peldaño del camino hacia la indefinición plena de lo artístico, se ubica en la contemporaneidad. Una contemporaneidad que se ha visto imposibilitada de normativizar el arte generado por ella misma, o que ampara su desconcierto en discursos tremendistas como la muerte de los absolutos (que por cierto, van siendo, junto a muchos de los apotegmas postmodernos, puestos en crisis y superados por nuevas perspectivas analíticas). Lo cierto es, que esta dificultad para definir

esencias en el arte de nuestro tiempo, le ha venido como anillo al dedo a varios de los que militan en las filas de lo comercial, y a no pocos artistas, críticos y curadores. La permisibilidad ex acerbada de cuanto se produce, así como la carencia de raseros valorativos de actualidad, dibuja un panorama engañoso en el que todo puede ser algo diferente de lo que semeja. Dicha relativización extrema, si bien cataliza la libertad artística (lo que representa un punto indudablemente valioso) también impide el desarrollo de juicios críticos de rigor, o el establecimiento de validaciones basadas en algo más que el gusto individual y los niveles de influencia de los creadores. Cuando todo se relativiza al extremo, el diálogo se hace inviable y el consenso, tan necesario para la coexistencia colectiva, desaparece. Lo más interesante dentro de este fenómeno caótico y mixto que acompaña al arte de hoy, es el hecho de que, a falta de herramientas teóricas con las que manejar el quehacer más contemporáneo, se han inventado nuevos mecanismos de legitimación. El lema de que “todo vale” –manejado como ganancia esencial de la época– funciona más a nivel discursivo que en el plano real. Sería demasiado ingenuo pensar que ese estado de comunión absoluta (o de anarquía total) funcionaría de modo armónico en el seno de una sociedad estratificada y polar como la nuestra. Eso sin contar que dicho principio está, por demás, estrechamente conectado con las reglas del libre mercado, y ya sabemos todo lo que semejante noción trae aparejado consigo. Aquellos límites arrasados por los procesos creativos de vanguardia, ahora son hábilmente restaurados por las distintas instancias encargadas de la circulación y comercialización de los quehaceres en el circuito artístico internacional. Sabemos de los desplazamientos que han sufrido los agentes clásicos de validación dentro del mundo del arte, sin embargo, sus funciones se han visto reemplazadas por las de otras figuras que conectan de forma más directa con el ámbito mercantil. Así, serán los coleccionistas, galeristas, organizadores feriales, y especialistas de las casas subastadoras quienes tengan en sus manos la toma de decisiones que antes pesaba sobre los hombros de la Academia. El otorgamiento de valor simbólico se ha trasladado de un centro a otro, de la Institución Arte al leviatán Mercado. Los resultados son de sobra conocidos, hoy podemos deleitarnos con el imperfectible David de Miguel Ángel, las madonas de Rafael o el costoso tiburón disecado ( The physical impossibility of death in the mind of someone living) que Damien Hirst comercializara por la escalofriante cifra de doce millones de dólares. La pregunta es, en todo caso, y en medio de semejante desconcierto, qué o quiénes orquestan el escenario más actual de nuestro consumo artístico. ¿Quiénes se exhiben en los grandes museos del mundo y participan de las subastas millonarias? ¿Cuáles son las pautas de selección? ¿Cómo llegaron allí? ¿Cuántos se benefician de ello? La disolución de las certezas de antaño, si bien ha sido resultado de un fenómeno histórico completamente legítimo, también transparenta sus adaptaciones a las lógicas capitalistas más básicas y muestra, como síntoma, las redes de dependencia extrartística que se mueven en su interior. Mientras más nos creemos la vieja historia de la libertad absoluta, más atrapados estamos en su juego. El mercado del arte lo sabe y, sin dudas, cuenta con eso.

Daleysi Moya Febrero de 2015

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