\"El antisemitismo de algunos intelectuales españoles, la Real Academia de la Lengua e Isabel la Católica\".

July 6, 2017 | Autor: Daniel Waissbein | Categoría: Antisemitism (Prejudice), Antisemitism
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Descripción

El ANTISEMITISMO DE ALGUNOS INTELECTUALES ESPAÑOLES, LA ACADEMIA DE LA
LENGUA E ISABEL LA CATÓLICA.

El sueño de la razón produce dos grandes formas de antisemitismo: la
virulenta engendra los pogromos y genera los campos de concentración y de
exterminio, entre otras manifestaciones de su vil naturaleza. Aquí me
referiré a la otra, quizá no menos vil. Vemos a ambas con menor frecuencia
desde que acabó la última guerra mundial y desde que cesaron las
persecuciones de Stalin, pero no han desaparecido, ni desaparecerán por
mucho tiempo. Alguien, en algún lado, seguirá hiriendo y matando judíos, o
insultándonos, apenas se le presente la ocasión, por la simple razón de que
sus víctimas seremos judías.

Esta segunda forma, tanto más difundida, es la que podríamos llamar la del
antisemitismo leve. Su presencia también es constante. Varía en
intensidad según la sociedad o el lugar en que se manifieste, y el momento.
Constituye un indicador, sensible como pocos, de la salud cultural y
espiritual de un pueblo. Por eso su existencia es tan visible en sociedades
europeas malsanas, como las de Polonia o Rumania, donde los ciudadanos no
han logrado aún conjurar los espectros de un pasado reciente y atroz. Su
gran aliada es, a menudo, la ignorancia: un desconocimiento profundo de la
realidad judía en los numerosos países en que vivimos los judíos, y aún más
allí donde estamos casi ausentes, suele dar pie a las crueles sandeces que
suelen repetir los que no nos quieren sin conocernos, libres así de
imaginarnos en nuestro pasado y muestro presente como conviene a sus
prejuicios y a sus deseos perversos.

Por ello es tan importante que aquellos a quienes incumbe un papel de
liderazgo de la opinión pública, escritores, periodistas, historiadores,
críticos literarios, docentes, intelectuales y profesionales en general,
transmitan sensatez y sabiduría al respecto.

Y sin embargo…

Nací en Buenos Aires, tras la segunda guerra mundial. Cursé mis estudios
universitarios en París y en Oxford. En esta última mi mujer y yo
residimos por treinta y cinco años, pero la abandonamos hace siete para
mudarnos a Luca, en Italia. Pasamos ambos, además, por muchos años, largas
y frecuentes temporadas en Portugal, país del que Ana es oriunda, y en
Bélgica. En todos estos lugares, salvo la Argentina, que dejé adolescente,
he tenido ocasión de medir el grado de antisemitismo local. Siempre lo
encontré escaso en los círculos intelectuales. Portugal, sin embargo, es
el eslabón más débil, sin duda en razón de su pobreza económica y atraso
cultural. Incorporado desde hace poco al bienestar y a la información, con
nimia tradición de apertura al mundo durante varios siglos, muestra un
nivel alto de ignorancia y prejuicio en relación a los judíos, incluso
entre la población más instruida.

Igualmente negativa es la situación entre los intelectuales españoles.
Nunca he vivido en España, pero mis intereses literarios, históricos y
lingüísticos me han llevado a acercarme con particular simpatía a todo lo
español. Esta proximidad, nacida del afecto, me ha permitido concluir, con
tristeza, que el antisemitismo florece en España como en ningún otro país
de la Europa occidental y central. Lo he observado no en la península, sino
en Oxford, lugar de paso o de permanencia para muchos intelectuales
ibéricos.

Las anécdotas que relataré a continuación harán ver cómo el antisemitismo
español vive y colea como pocos.

La primera proviene de principios de los años setenta: mi encuentro con
Pío Navarro Alcalá Zamora, joven, por esas épocas, muy simpático, con quien
coincidí en un almuerzo en Saint Antony´s College, feudo entonces de
Raymond Carr, celebérrimo siempre en España. Durante la conversación le
aclaré al visitante español, entre tantos otros temas que tratamos, que soy
judío. Recuerdo su sonrisa en ese momento. Pocos días después un conocido
de ambos, Rogelio Rubio Hernández, que también estudiaba en Oxford, me
dijo: "Oye, cenando una de estas noches con varios amigos españoles, uno
de los comensales, contó, como algo verdaderamente extraordinario, que
había encontrado a un judío en Saint Antony´s. Se refirió a ti en estos
términos: "Ayer comí con un judío", y quedó muy claro que el judío en
cuestión eras tú. Parecía muy sorprendido de que hubiese judíos en Oxford".
Rogelio agregó que el tono había sido hostil.

Nunca antes ni después, que yo sepa, nadie se refirió a mí de esa manera.
Que este español pensase que mi rasgo más distintivo, aquel por el que
podía o - peor aún - debía identificarme fuese mi judeidad, me dejó
pasmado. Como tantos otros judíos, no conservo de la religión de mis
antepasados sino la piedad que me inspira su recuerdo y no me siento en
nada diferente a los cristianos que me rodean, muchos de los cuales tienen
hacia su propia religión una actitud muy similar a la mía con el judaísmo.

Si yo no le hubiese aclarado a Pío Navarro Alcalá Zamora que soy judío, él
jamás lo habría podido deducir de ninguna de mis palabras, ni de mi
conducta, ni de mi aspecto físico, porque ninguna condición, salvo mi
piedad por los de mi estirpe, me distingue de un no judío. Por otra parte
pensé que en su breve permanencia en Oxford, donde los judíos somos muy
numerosos, tanto entre los docentes como los alumnos, el joven español no
había podido evitar conocer a muchos más. Sólo que, como nada nos suele
distinguir, y como ningún otro judío parecería haberle declarado su
condición de tal, él no se había enterado. Hubo de volver a España
convencido de su hazaña en haber conocido un judío. Espero que desde
entonces la suerte o el destino le hayan deparado algún encuentro más.
Quiero decir, naturalmente, que espero que haya caído en la cuenta de al
menos un encuentro con otro judío, entre los innumerables que ha de haber
tenido sin reparar en que su interlocutor era judío.

El segundo recuerdo, me devuelve a una escena que ocurrió poco después.
Antes de narrarla debo explicar que el personal docente de la sección
española de la Facultad de Lenguas Modernas de la Universidad de Oxford era
entonces exclusivamente inglés, y los pocos españoles que aparecían por
allí, siempre muy jóvenes, lo hacían en calidad de "lectores", cargo
subalterno, cuyos ungidos se dedicaban principalmente a la enseñanza de la
lengua, si bien en algunos casos eran invitados a dar algunas clases sobre
temas literarios o culturales de su conocimiento, aunque se aceptaba que
éste podía no ser muy profundo. Uno de ellos fue el hoy conocido escritor
Javier Marías, joven desconocido entonces por el gran público. Lo precedió
su amigo, el hoy también escritor Félix de Azúa. Félix, en una clase a la
que asistí por curiosidad - aunque se comprenderá que no haya querido
volver a las que siguieron – explicó que la palabra marranos, que figuraba
en el texto de Valle Inclán que comentaba, significaba "cerdos" y se
aplicaba a los judíos en España, antes y después de su expulsión en 1492,
"dado su mal olor, porque su religión les impide lavarse".

Para quien no lo sepa, aclararé que, por el contrario, la religión judía
impone el baño ritual, y no proscribe ningún baño intermedio. Los judíos en
España se distinguían de los cristianos no por su suciedad sino por su
limpieza. El mismo prurito higiénico llevó a la prohibición de comer carne
de cerdo, que, mal cocida, acarrea la triquinosis, enfermedad grave, que
el mandamiento bíblico tiene por fin evitar. La palabra marrano, no se
aplicó nunca, por otra parte, a los judíos, sino a los conversos
sospechados de judaizar en secreto –repugnante concepto, éste de judaizar
en secreto (el mismo verbo judaizar huele ya a azufre) - nacido de una
repugnante represión. Nada de esto era conocido por Azúa, quien, en mi
opinión, habría debido, por mera obligación profesional, saber más y
mejor.

El tercer episodio lo protagonizó Marías, no desde su humilde cargo
oxoniense, sino en su traducción de algunas obras del escritor y médico
inglés del siglo diecisiete sir Thomas Browne. Browne fue un escritor
admirable, entre los mayores de Inglaterra, no sólo por la calidad de su
prosa, la mejor de las letras inglesas en la justificada opinión de Borges,
sino también por su inteligencia, su erudición extraordinaria y su temprana
y generosa tolerancia en materia de creencias religiosas.

En su obra más famosa, publicada en 1642, cuyo título, que Browne le dio en
latín, Religio Medici, corresponde al de La religión de un médico, el
escritor explica los motivos por los cuales siente y ha sentido siempre el
impulso hacia la comprensión y la tolerancia ecuménicas. Dice, en frase
memorable, por provenir de una época en que solía pensarse en términos
opuestos, y lo indica ya en la primera página de su tratado, que su celo en
materia de religión no le hace olvidar la caridad general que debe a la
humanidad – son sus palabras – y por ende no lo lleva a odiar a musulmanes
y a infieles, en lugar de apiadarse de ellos, ni tampoco, lo cual sería
peor – añade ["(what is worse)"] – a odiar a los judíos. Browne opinaba,
entonces, que los cristianos deben compadecerse especialmente de los
judíos, en lugar de odiarlos. Pues bien, ¿cómo traduce Marías esta frase?
Veamos: "mi celo en esta cuestión no me lleva tan lejos como para hacerme
olvidar la caridad que debo a la humanidad en general y odiar, en vez de
compadecer, a turcos, infieles y (los peores son) judíos". El dislate no es
sólo traductoril, es también gramatical. Marías, que confunde el "what is
worse" de Browne con un "who are worst" que él se inventa, añade, a la
impostura de su versión, el insulto antisemita y la sintaxis torcida.
Browne expresa, en realidad, un comprensible sentimiento de cercanía con la
religión judía, madre de la cristiana, con la cual comparte el Antiguo
Testamento. Marías, en cambio, insulta no sólo a los judíos sino al mismo
Browne, al rebajar de manera innoble su pensamiento, y al atribuirle un
igualmente gratuito non sequitur, gramatical y lógico, que el escritor
inglés jamás intentó perpetrar.

No creo que Marías se hubiese propuesto insultar a los judíos con una
falsedad tan obvia; si bien tal cosa me preocuparía menos que lo que ha
ocurrido en realidad. Si se tratase de una mentira suya, bastaría con
eliminar a Marías de la lista de las personas decentes. En cambio creo que
su conducta ejemplifica una actitud más difundida, y por ende más
peligrosa: apoyándose en la atmósfera vaga, pero persistente, del
antisemitismo español, el del ambiente que rodea a Marías, de la cultura
que mamó, del aire que respira, su error de comprensión dio lugar al
disparate antisemita.

Es allí donde reside la gravedad del hecho, su valor ejemplar, pues nos
encontramos ante una manifestación de antisemitismo más, entre
intelectuales españoles que deberían saber mejor.

Otro ejemplo de necedad similar proviene de un profesor anglicista
murciano, cuyo nombre he olvidado, en visita a Oxford, hacia fines de los
años ochenta, que nos dio una conferencia sobre Francisco Ayala y su mundo.
En cierto momento, en relación con los acontecimientos que precedieron a la
segunda guerra mundial, el visitante se refirió a la "expulsión" de los
judíos de Alemania en época de Hitler. Como sé que no hubo tal expulsión,
y reparé de inmediato en que el profesor confundía a Hitler y a Alemania
con Isabel la Católica y con España, cuatro siglos y medio antes, le pedí,
en el debate que siguió a su ponencia, que aclarase sus palabras. Con la
mejor voluntad el orador me "recordó" las manifestaciones de los judíos en
Berlín en la Noche de los Cristales (Kristallnacht), motivo por el cual,
concluyó, sin duda con algún grado de comprensión por el pobre Hitler (que
en su versión de la historia, como quedó claro, debía sufrir hasta el
hartazgo de la mala conducta de los judíos y su pedregosa violencia),
Hitler, dijo, los echó de Alemania ("con sendos buenos puntapiés en tantos
miles de culos, ¿no?", pensé al oírlo). Como observó mi expresión
perpleja, el conferenciante me aclaró, siempre con igual buena voluntad, y
porque creyó que yo no debía de conocer la historia – se trata de un hombre
encantador, lo digo sin ninguna ironía - que como los judíos no estaban
conformes con la presencia de los nazis en el gobierno alemán, se
manifestaron en la noche en cuestión, destrozando a pedradas los cristales
de los "negocios arios" que encontraban a su paso.

Naturalmente, no hubo tal manifestación. Fueron aquellos a quienes Hitler
consideraba de "raza aria", quienes desfilaron por las calles de Berlín y
otras ciudades de Alemania gritando insultos antisemitas y quienes
destrozaron a pedradas las vitrinas de los negocios de propiedad de judí os
berlineses. Hitler tampoco expulsó nunca a ningún judío. Ojalá lo hubiera
hecho. Hizo precisamente lo contrario. No les permitió escapar. Prefirió
tenerlos cerca, para irlos matando tras robarles sus posesiones y
esclavizarlos en los campos de concentración, obligándolos, siempre que
pudo, a trabajar en las condiciones más terribles que se puedan imaginar,
para mayor gloria de su futuro imperio, hasta tanto sus buenos tratos, o
las cámaras de gas, les ocasionaran la muerte. Nada de esto, que resultó
en el asesinato de varios millones de personas, entre las que se contaban
muchos ancianos y niños, parecía ser de conocimiento del visitante, cuya
ignorancia supongo representativa de la ignorancia de su medio
universitario y de su condición de docente e investigador anglicista
murciano. Sin embargo, el profesor murciano había venido a Oxford a
hablarnos ¡de un tema de historia europea de la mitad del siglo veinte!
Ello no obstó para que, fiel al modelo español renacentista, en su visión
hispanocéntrica y anacrónica de la historia que intentaba explicarnos,
Hitler, a imitación de Isabel, se hubiese limitado a expulsar a los judíos,
gente molesta, protestona y destructora de vitrinas. He aquí otra instancia
profundamente reveladora de un panorama general.

La idea de que el modelo español es preponderante, en materia de judaísmo,
aflige a muchos españoles: Otro lector en Oxford, José Luis Giménez
Frontín, persona a quien aprecié y estimé siempre, quiso enterarse un día
de qué parte de España provenían mis antepasados. Ante mi aclaración de que
ninguno, que yo supiese, había vivido en España, su perplejidad resultó
obvia. José Luis pensaba que hasta el año 1492 todos los judíos del mundo
habían vivido en España. Que sólo una parte, considerable, pero una parte,
sin duda una minoría, hubiese residido en la Península, fue una novedad
para él, y causa de una gran sorpresa. Echaba por tierra muchas ideas
arraigadas.

Ideas arraigadas y nefastas eran las de una prominente sindicalista vasca,
con quien compartí una mesa, junto con once españolas más, y con el
organizador francés de un coloquio para mujeres sindicalistas europeas
destacadas, a invitación de la Comisión Europea, en Florencia, hace unos
ocho años. En medio de la comida, ante el silencio indiferente o aprobador
de sus colegas, y sin que nada trajera el tema a colación, esta mujer se
lanzó en una exaltada perorata contra los judíos, a quienes acusaba de
haber usurpado, en una típica confabulación semita, toda la simpatía del
mundo, en relación con episodios en los que al fin y al cabo, en su crasa
opinión, los judíos habían sufrido menos, infinitamente menos, que los
vascos asesinados por las bombas de la Legión Cóndor en Guernica, y
maltratados por los franquistas no sólo en Guernica. Pero como si no
bastase, los arteros judíos reclamaban para sí las indemnizaciones del
Universo, mientras que nadie, salvo los pobres vascos maltratados,
recordaba el atroz sufrimiento de los vascos, y nadie los recompensaba con
los debidos fondos desviados para contentar a los insaciables judíos -
judíos, al fin y al cabo, de modo que insaciables, por definición.

Naturalmente no hay tal cosa. Las bombas de Hitler, y las vejaciones que
Franco infligió a los vascos rebeldes, no constituyen sino una gota de agua
frente al océano de la maldad nazi ejercida contra los judíos. Pero esta
mujer no sólo lo ignoraba, sino que hallaba en ello motivo para indignarse,
con fortísima emoción, no contra quienes deberían mantener vivo el recuerdo
del sufrimiento vasco y no lo hacen, sino contra "los judíos", culpables,
sabe Dios cómo, de acaparar la simpatía de la humanidad y, como también
llegó a decir, de acaparar el dinero compensatorio de la humanidad.
Culpables también, por tanto, de no dejar ni asaz simpatía disponible en
el corazón de los hombres para los vascos, por quererla toda para nosotros,
ni de dejar tampoco, naturalmente, caudal alguno para ellos. Su gran
autoridad, para todas estas afirmaciones, era su marido, al que mencionaba
con frecuencia: "apenas ayer, antes de volar a Florencia, mi marido me
decía", etc. Enterada, tras su perorata, de que yo soy judío, no mostró,
como era de prever, dado que las suyas son creencias irracionales, de
índole enfermiza, ningún interés en aprovechar la ocasión para informarse
mejor, pese a que me ofrecí a explicarle porqué no concordaba con ella.
Era obvio, no obstante, que se sintió molesta, avergonzada y sin duda
arrepentida de haber hablado como habló en mi presencia, y lamentó su mala
suerte. Porque lo notable es que los antisemitas, cogidos in flagrante,
son casi siempre vergonzantes. Pero las suyas son certidumbres con extensas
raíces por toda España y que nadie se siente en el deber de erradicar.

Otra situación tanto menos grave, pero reveladora, en cierta medida, en la
que no participé, pero que me comunicó una de mis primas, tuvo lugar en la
Universidad de Salamanca, con motivo del otorgamiento de un doctorado
honoris causa a su tío político, el filólogo ruso-americano Yakov Malkiel.
Malkiel, último estudiante judío en doctorarse en Berlín antes de la
guerra, ya durante el periodo nazi, fue exiliado por partida doble,
primero en razón de las persecuciones soviéticas y luego de las nazistas,
y acabó sus días como catedrático en Berkeley, donde fundó y dirigió la
prestigiosa revista Romance Philology. Pues bien, en las recepciones que
siguieron a la ceremonia, varios comensales encontraron que la misma había
sido "excesivamente judía" y no tuvieron inconveniente en darle a conocer
dicha opinión a la sobrina del homenajeado, allí presente.

No pensé nunca en escribir nada de lo que precede, si bien existían de vez
en cuando circunstancias que lo traían a cuenta, hasta leer, casualmente,
hace un par de días, mientras consultaba el diccionario de la Academia con
otro propósito, la sorprendente definición que aparece allí de la palabra
antisemita. Aun así, movido por mi incredulidad, consulté en el sitio de
la Real Academia, en la red, la definición de antisemita, en vigor en junio
de 2004, y vi que la definición impresa no ha sido modificada aún. La
Academia de la Lengua limpió, fijó y dio esplendor al adjetivo y al
sustantivo antisemita indicando que significan "enemigo de la raza hebrea,
de su cultura, o de su influencia". Esta definición, en apariencia clara y
sucinta, siempre vigente, presenta un único, pero serio inconveniente: no
hay tal raza.

Hitler, sí, habría estado encantado con ella, porque se ajusta
precisamente a su visión del "problema", si bien Hitler, como lo demuestran
sus conversaciones con Bormann, estaba mejor informado que la Academia y
era menos obtuso al respecto. En efecto, dice Hitler en su Testamento
Político, dictado a Bormann, con fecha de febrero de 1945, que "hablamos
de una raza judía sólo por conveniencia lingüística, pues en el verdadero
sentido de la palabra, y desde un punto de vista genético, no existe una
raza judía". Si bien Hitler, con natural apego, vuelve siempre a usar la
expresión, dos meses más tarde, en abril, pero para explicar, con ese sexto
sentido para pervertir el valor de las palabras que suelen tener los
demagogos y los tiranos, que "la raza judía es sobre todo una comunidad
del espíritu".

Si la Academia necesita una justificación para defender su definición, aquí
la tiene, de la boca de Hitler, y de la pluma de Bormann. Más autorizada,
imposible…

Por eso la definición de la Academia encantaría hoy al ex-candidato
presidencial de la ultraderecha francesa, el egregio Monsieur Le Pen, que
llamaba a los enfermos de SIDA sidaïques, para hacer que la palabra rime
con hébraïques, y a sus secuaces. Pero referirse a principios del siglo
XXI a una supuesta "raza hebrea", y la Academia no tiene ni merece ninguna
disculpa por hacerlo, es un dislate similar a hablar de la "raza
cristiana", "la raza taoísta" o" la raza musulmana", o llamar "raza
católica" a la grey católica, error que sin embargo, la Academia nunca
cometería: ¿por qué será?

Naturalmente, cuando un ciudadano de la confesión preponderante de una
nación llama raza a la minoría de otra religión, tal como ocurriría si se
hablase, por ejemplo, de la "raza cristiana" para referirse a la minoría
cristiana en un país de confesión musulmana mayoritaria, está claro que no
lo hace para exaltarla. Los cristianos, en Siria, por ejemplo, o en Arabia
Saudí, tendrían razón sobrada para objetar dicha expresión, si existiere.
En general no se suele insistir en algo irreal, y que concierne a una
minoría, si se tienen buenas intenciones. Del mismo modo es objetable, en
las circunstancias, la mención de una supuesta pero inexistente "raza
hebrea" por parte un grupo de personas no judías, imbuidas de una autoridad
definitoria oficial, como lo son los académicos de la lengua. Debo concluir
entonces que la definición de antisemita de la Real Academia adolece del
mismo antisemitismo que intenta definir.

Igualmente sorprendente es el uso del adjetivo hebrea en lugar de judía
para calificar al sustantivo raza. Lo curioso es que el sentimiento que
impide ejercer el indispensable discernimiento sobre el asunto es tan
insidioso, que muchos no ven nada objetable – simplemente no lo observan,
carecen de la visión necesaria, cegados por el prejuicio, la indiferencia o
la costumbre - y creen que en este caso la expresión "raza hebrea" es
sinónimo inofensivo de "raza judía". Algunos, inclusive, lo prefieren,
porque la palabra "judía" les parece, erróneamente, más hiriente que la
palabra "hebrea". Pero no hay absolutamente nada despectivo en el vocablo
"judía" y la mentira en la expresión "raza hebrea" es peor que la de su
equivalente aproximado en el dislate, la de "raza judía". Para los
académicos la palabra "judía" debía sonar, tras tantos siglos de abuso
antisemita, a palabra fea, hemos de suponer, y poniéndola junto a "raza",
que tampoco es tan bonita, la combinación resultaba peligrosa, demasiado
obvia. "Raza hebrea", es una especie de eufemismo, entonces, para hacer
pasar el infundio. Los antisemitas no son enemigos "de la raza hebrea, de
su cultura o de su influencia" sino enemigos de los judíos, de su cultura o
de su influencia. Tarde o temprano la Academia deberá cambiar su
definición. Cuanto antes lo haga, mejor.

El antisemitismo puede, en ocasiones, ser abierto y directo, como en
algunas de las instancias que he señalado, y en otras artero, solapado,
escondido; en ocasiones, inclusive, inconsciente, como no me cabe duda es
el caso de algunos de mis ejemplos, pero no resulta por ello menos vivo,
real y presente.

Ninguna de las situaciones que he descrito tiene, empero, la estridencia,
ni es sin duda alguna remotamente comparable en maldad a la de quien
destruye una tumba judía, o pone una bomba en una sinagoga, pero por su
carácter velado, lateral, indirecto o insidioso, éstas contribuyen a que
los espíritus enfermos, y desequilibrados, que nunca faltan ni faltarán,
deriven inspiración y se sientan autorizados al desmán, a la violencia y al
asesinato: como quienes pintaban paredes con la leyenda "Haga patria, mate
un judío", en las calles del Buenos Aires de la infancia de mis padres y
tíos.

No creo que los académicos de la Española, en todo caso en su gran mayoría,
sean antisemitas, ni declarados ni secretos. Pero tal como lo demuestra el
caso del dislate de Javier Marías que cité arriba, creo que se mueven en un
clima malsano, del que tienen escasa o ninguna consciencia, y al que ceden
en mayor o menor medida, según el grado de su personal falta o presencia
de luces. Porque es inevitable ceder a él (y se cede más cuando se razona
poco, y cuando no se puede, o no se sabe razonar mejor), a menos que se
tomen medidas que nadie hasta el momento ha tomado en España. Se trata de
un clima que perdura en la península y que produce y seguirá produciendo
resultados nefastos en su sueño de la razón.

Tengo presente además, que muchos intelectuales españoles, siempre mejor
informados que los que presenté aquí, no son en absoluto antisemitas ni lo
serán jamás y combatirán el antisemitismo en todas las ocasiones en que
sean llamados a hacerlo. Pero la mayoría, sin duda, se sentirá indiferente
ante el tema. A ellos, preponderantemente, me dirijo aquí, para sacarlos de
su inacción. Tampoco, en verdad, son escasos los antisemitas españoles
conscientes y declarados, como la sindicalista de mi ejemplo.

Una última instancia: si el clima de antisemitismo leve no existiese, y no
fuese tan extenso como me temo que es, no se le habría ocurrido a nadie en
España proponer la canonización de Isabel la Católica, la reina de la voz
chillona – la stridula vox que le atribuye un contemporáneo – soberana que
cometió uno de los actos nefastos de la historia de España, la expulsión
de los judíos en 1492, ocasión de enormes sufrimientos para los judíos
españoles de entonces y para sus descendientes, y causa probable del atraso
económico y cultural que acosó a España por varios siglos, una vez que los
beneficios económicos inmediatos que resultaron de la expulsión,
contemporánea a la conquista de América, se extinguieron. Atraso del que,
como basta leer lo que precede para comprobarlo, al menos en su vertiente
cultural, España aún no ha salido del todo.
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