El acto de fe

August 27, 2017 | Autor: João Manuel Duque | Categoría: Theology
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Descripción

EL ACTO DE FE COMO DINAMISMO DE CONVERSIÓN JOÃO DUQUE – BRAGA (PORTUGAL)

En el ámbito del tema del que nos ocuparemos aquí – el estudio del acto de fe como fe teológico-cristiana1 – podemos partir de la definición de la conversión como el acto de volver a la verdad volviéndose hacia la verdad. En este sentido y a este nivel se juega la cuestión fundamental de nuestro origen y de nuestra verdad, así como también la cuestión implícita de una fundamentación de esa misma verdad o, por lo menos, de la fundamentación de la verdad de esa orientación. Aquello o Aquel hacia quien nos volvemos – nos orientamos – cuando nos convertimos por la fe, es el fundamento de la verdad del ser, por eso, es también el fundamento de nuestra verdad y de la verdad de nuestra conversión a la verdad. Pensar en el acto de fe como dinámica de conversión implica, por tanto, reflexionar sobre el acto de re-orientación hacia nuestra verdad y de re-orientación hacia la verdad de todo lo que simplemente es, y al mismo tiempo reflexionar sobre la posible percepción del fundamento de esa misma verdad, en cuanto fundamento nuestro y de todo cuanto es. Ahora bien, convertirse es volverse hacia nuestra verdad como sujetos libres, es decir, sujetos de ese mismo acto de conversión en cuanto acto libre, y sujetos libres como contenido de la verdad a la que nos convertimos: es decir, nos reconocemos libremente, como sujetos de libertad. Sin embargo la re-orientación hacia nuestra verdad como sujetos libres implica la re-orientación hacia la verdad de toda la sociedad, en cuanto espacio de realización de la libertad misma, o sea, de nuestra verdad. En este sentido nuestras realizaciones, como sujetos sociales, son realizaciones de la verdad del ser de todo lo que es, que espera ser re-orientado hacia su verdad. Por eso, convertirse es re-interpretar la verdad de todo lo que simplemente es. De ahí que convertirse es re-orientarse hacia Dios mismo como origen de toda la verdad. Si quisiéramos hacer una utilización libre de algunos de los conceptos aplicados tradicionalmente a la fe, podríamos decir que la fides qua se orienta esencialmente hacia la conversión del sujeto en su misma constitución identitária, mientras que la fides quae tiene efectos, sobre todo, como conversión de la sociedad. En otras palabras, el núcleo de la conversión del sujeto a su verdad sucede primordialmente a través de la dimensión formal de la fe, como actitud

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Esto presupone que puede pensarse en una experiencia de fe no teologica, en el sentido del creer y del confiar puramente humanos; además, es evidente que en perspectiva teológica, la experiencia de fe no es exclusivamente cristiana, aunque haya sido en el ámbito del cristianismo donde pueda encontrarse de modo más explicito.

específica; el núcleo de la conversión de la sociedad se apoya principalmente en el contenido de la fe, el cual permite la elaboración de criterios de transformación social.2 Actuar en la fe implica una conversión permanente a estos tres niveles de la verdad: El sujeto, la sociedad, y el ser, sin olvidar que aquí no se trata de niveles separados, ya que cada uno se realiza solamente en cuanto están presentes los otros. Mi propósito en estas breves líneas es, por un lado, clarificar lo que puede significar el acto de fe como dinámica de conversión, en la constitución de la verdad o identidad, entendiendo ésta como sentido y salvación del sujeto y de la sociedad. Por otro lado, el debate que implica ésta clarificación, se sitúa, supuestamente, al interno de la dialéctica entre modernidad y postmodernidad, la cual sigue estando presente aún hoy en nuestro entorno cultural.

1. Sujeto y alteridad Nuestra cultura occidental es preponderantemente una cultura de la subjetividad. Su herencia judeo-cristiana la ha conducido a concentrarse en una cuestión fundamental: ¿Quién es el ser humano? O mejor dicho: ¿Quién es cada ser humano? A la cuestión bíblica relativa a la identidad de la persona, como imagen de Dios y como ser ante Dios, corresponde, en cierto sentido, la cuestión moderna sobre el sujeto como ser autónomo, es decir, responsable únicamente ante sí mismo. En ambos casos, que aunque sean muy diferentes no se hallan tan distantes entre sí, resuena la cuestión sobre el fundamento mismo del ser humano, sea como persona, sea como sujeto, o incluso como individuo aislado. 1. Ahora bien, mi intención es partir de esta sencilla observación – quizás algo simplificadora – con el fin de discutir en primer lugar, el modelo moderno de fundamentación o constitución del sujeto en su ejemplo mas conocido, es decir, a partir del cogito cartesiano, con todas las intenciones que le originaron; en segundo lugar, mi pretensión es discutir un modelo, que podríamos denominar postmoderno, de constitución del sujeto, partiendo de la idea del «sí mismo» (el famoso self, el soi-même), en cuanto auto-realización pragmático-narrativa del individuo. En el primer caso nos hallaríamos ante una especie de fundamentación real, en la medida en que se recurre a algo permanente como fundamento último del ser y de la identidad del sujeto; en el segundo caso, nos hallaríamos ante una constitución en proceso, cuyo dinamismo no nos permite llegar a un único punto de apoyo real. En el primer caso, se trataría de una forma de vía intelectual o incluso intelectualista, en clara continuidad con la tradición del intellectus como facultad del alma humana; en el segundo caso, se trataría de una versión del voluntarismo, que sitúa la construcción 2

Queda claro que esta distribución no es absoluta, ya que, por un lado, la conversión del sujeto implica también la acogida del contenido de la fe, en cuanto que la forma de la fe es también determinante en la constitución de la sociedad. Por otra parte es imposible considerar aisladamente al sujeto y a la sociedad, asi como también es imposible aislar la fides qua de la fides quae (sobre el tema, ver: J. DUQUE, Homo credens. Para uma Teologia da Fé, 2ª ed., Lisboa 2004).

de la identidad únicamente en la actividad de la voluntad individual.3 Sea como fuere, en ambos casos caminaríamos hacia una forma de fundamentación de la subjetividad sobre la subjetividad misma. El sujeto es aquello que él hace de sí mismo, por impulso de una idea o de un deseo. El fundamento de su ser y existir se halla, precisamente, en su ser y existir, que es lo mismo que su pensar y su querer. a) Me parece un buen punto de partida para el debate sobre la fundamentación moderna todo lo que sobre el asunto ha escribido Eberhard Jüngel en su magistral libro Dios como misterio del mundo. En el punto en que se propone hablar expresamente sobre la fe, lo hace en paralelo y en debate con la fundamentación cartesiana, a la que considera metafísica moderna. Esta vía de fundamentación, según él, está determinada en su mismo origen, por el deseo de certeza y de seguridad, lo cual parece constituir el único modo de llegar a una fundamentación suficientemente eficaz de la identidad personal y social de un sujeto que se hallaba minado por el proceso escéptico del nominalismo y por el desmoronamiento del mundo medieval. Descartes parte básicamente de tres convicciones que presupone y que no llega a poner en cuestión4. Una de orden factual, ofrecida por su entorno histórico: el ser humano aparenta poder y deber dudar de todo5; otra, del orden del deseo, que parece manifestarse en la misma naturaleza humana: el ser humano busca un fundamento indestructible para su existencia, que pueda estar anclado en la certeza que nace de la idea clara y distinta; la tercera, también del orden del principio, que parece manifestarse por evidencia lógica según la tradición aristotélica: la idea clara y distinta es verdadera. Ahora bien, el problema es que estos tres presupuestos parecen excluirse mutuamente: buscar una certeza parece contradecir la duda total, la cual no permitiría la percepción de la verdad de la idea clara y distinta, único modo de superar la duda. Sólo vemos posible una salida para que el sujeto no perezca y desespere de satisfacer su deseo de certeza: relacionar los elementos de tal forma que el primero (la duda) se transforme en respuesta al segundo (la busca), o sea que el hecho satisfaga el deseo, con base en el principio de la verdad de la idea clara y distinta. En eso consiste, precisamente, la originalidad y fuerza de la filosofía de Descartes: haber utilizado la flaqueza humana de la duda como fuerza indestrutiblemente fundamentadora. Así se había inaugurado el estilo moderno de fundamentación autónoma del ser humano y del mundo, a partir de su propia contingencia, la cual se ve clara y distintamente: Porque dudo, pienso; porque pienso, dudando, soy. Pero soy solamente pensando; y pienso solamente dudando. Por tanto la duda se convierte, por 3

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Es interesante verificar en qué medida esta doble vía se halla en continuidad con el concepto medieval, sobre todo en la escolástica, del acto de fe, concentrandose en su dimensión psicológica y situándolo a nivel de las facultades anímicas, el entendimiento y/o la voluntad. La modernidad y la postmodernidad lo que hacen es heredar este modo de fundamentación del sujeto, pero sin el recurso a la fe, aunque asuman los mismos problemas que determinaban esa tendencia algo reduccionista (Cf.: G. EBELING, Dogmatik des christlichen Glaubens, I, Tübingen 1987, 106s). De las cuales, por tanto, no llega propiamente a dudar. Este hecho vendrá a ser la base para todo el proceso. Recuérdese que Descartes había leído atentamente la famosa obra del bracarense FRANCISCO SANCHES, Quod nihil scitur, 1581.

medio del principio de la verdad de las ideas claras y distintas, en el fundamento último de la existencia. Sin embargo, como muy bien ha observado Paul Ricoeur6, esta posición del cogito va acompañada, en perfecta simultaneidad, de la crisis del cogito, es decir, dado que solamente soy en la medida en que me pienso dudando, sólo soy en la medida en que dudo de mi ser – en el dudar mismo. Cuando dejo de dudar, pierdo el fundamento del ser; cuando acepto el fundamento, pierdo definitivamente el ejercicio mismo de la duda; pero, si pierdo el dudar, pierdo nuevamente el único fundamento posible; al revés, si sigo dudando, tendré que dudar del fundamento mismo, en cuanto duda7. En otras palabras: el cogito de la duda no logra fundamentar la continuidad de mi existencia más allá del momento instantáneo de la duda, la cual se basa además, en una paradoja8. Por tanto es necesario – necesidad marcada por los presupuestos referidos – el recurso a un fundamento de esa continuidad más allá de la duda misma. Se trata, en realidad, de buscar un fundamento cierto para los tres presupuestos, aparentemente incuestionables, que he enumerado antes y que suscitan múltiples cuestiones: ¿Por qué soy dudando? ¿Por qué necesito de una fundamentación última e inquebrantable, que sea cierta? ¿Por qué son verdaderas las ideas claras y distintas? ¿Cómo puedo tener certeza de todo esto, si únicamente soy dudando?9 El problema final de la tentativa cartesiana de fundamentación del sujeto exclusivamente en el cogito fue visto claramente por el mismo Descartes, en la medida en que comprendió que por esa vía se enredaría en el nihilismo de la duda misma, sin salida posible. Ahora bien, un fundamento nihilista es lo mismo que no tener ningún fundamento, y un sujeto asentado en ese abismo no es sujeto de nada, más bien es la nada del sujeto. Algunos siglos más tarde, Wittgenstein formuló esa percepción de forma emblemática: “El que quisiéra dudar de todo, tampoco llegaría a dudar. El juego mismo de la duda ya presupone la certeza”10. O sea, el camino moderno de auto-fundamentación del sujeto en la propia certeza, como es el caso de la certeza de la duda, termina en una aporía interna que no posibilita ninguna autofundamentación. De ahí que Descartes haya tenido que terminar recurriendo a la idea de Dios, para solucionar la cuestión11. Sin ese recurso la pretensión de auto-certificación del sujeto por sí mismo marchará de tentativa en tentativa a lo largo de toda la modernidad, hasta que aterrice definitivamente en un final nihilista, que prescinde de la idea y de la práctica de su fundamentación. 6 7

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Cf.: P. RICOEUR, Soi-même comme un autre, Paris 1990 (Poche), 15. En esto se puede apreciar la dimensión atribuída por Descartes a la duda, que va más allá de todas las dudas particulares, situándose a nivel de lo que llama «duda metafísica», en relación con la cual plantea la monstruosa hipótesis de un anti-Dios, de un genio maligno que pretendiese engañarnos y que por tanto nos obligase a la duda total (Cf.: R. DESCARTES, Meditaciones metafísicas, I). Cf.: E. JÜNGEL, Gott als Geheimnis der Welt, Tübingen 1977, esp. 152ss. La certeza del cogito parece no ser suficiente, como verdad primera, sino solamente como versión subjetiva de esa verdad. Por eso, Descartes invierte el ordo cognoscendi, orientándolo hacia el ordo essendi, hacia la verdad de la cosa (Cf.: P. RICOEUR, op. cit., 19). L. WITTGENSTEIN, Über Gewissheit, § 115: “Wer an allem zweifeln wollte, der würde auch nicht bis zum Zweifel kommen. Das Spiel des Zweifelns selbst setzt schon die Gewissheit voraus”. Lo que nos pone otras cuestiones en relación a una idea de Dios así construida (Cf.: E. JÜNGEL, op. cit.).

b) El hombre denominado postmoderno parece pretender lograr la existencia en esa situación, en la medida en que, según dice Gianni Vattimo, responde a la llamada del mundo, que es una llamada a «dejar-ir», a «dejar-ser» o a «dejar que sea». “El nihilismo completo... nos llama a una experiencia fabulada de la realidad, que es también nuestra única posibilidad de libertad”12. Ahora bien, la cuestión de la constitución del sujeto, o mejor dicho, del individuo en la postmodernidad se juega ahora en la relación entre el «dejar-ser» (sin un deseo fuerte de certeza), la cuestión de la libertad (en cuanto posibilidad de identidad) y el camino de la fabulación (sin ideas claras y distintas). En

semejante

entorno,

el

individuo

postmoderno

parece

seguir

dos

caminos

fundamentalmente paganos: o se concentra en sí mismo y en el proceso fabulador de su autoconstrucción, en cuanto historia particular; o se disuelve en el ser envolvente, en un cosmos de destino, en una historia universal sin nombre o en una masa de puntos individuales digitalizados. Es lógico que, en el segundo caso, el individuo sea completamente devorado por lo cósmico sagrado, social, sistémico, etc. Esto jamás permitirá hablar de un sujeto humano, sino simplemente de momentos, elementos o partes de una cadena. Con esto habríamos logrado realmente la tan diagnosticada «muerte del sujeto», o sea, un nihilismo verdaderamente completo ya que ni siquiera prevalece la hipótesis de una acción libre aunque fuera sin fundamentos. El otro camino que mantiene la pretendida fundamentación libre del sujeto, es hoy día una práctica común entre los habitantes del mundo occidental. Se trata de una divinización igualmente pagana del «sí mismo» (self, soi-même, selbst) en cuanto origen y fin del sentido de nuestra existencia.13 El self no es propiamente el núcleo pensante, el cogito del sujeto cartesiano, aunque fuera un cogito dudoso; se trata más bien de una especie de proceso narrativo y auto-reflexivo de construcción de la propia identidad. El sentido de mi existencia, permanentemente redefinido por mí en el proceso mismo de mi historia individual, se hallaría en mi auto-realización como correspondencia de mi historia a todo lo que, en ella y por ella, voy definiendo para mí mismo. La multiplicidad de elementos psíquicos que me constituyen; el conjunto de mis características físicas, que cuidadosamente cultivo; el conjunto de las múltiples y variadas experiencias por las que voy pasando en mi existencia – todo ello gira en torno a un sentido único: la realización de mi identidad como auto-salvación, según el modelo de la auto-realización. Esta salvación es definida por mí mismo, respecto al contenido, en el proceso de volver permanentemente a aquello que soy; respecto a la forma, consiste más bien en ese continuo proceso de modelización o de conversión de mí a mí mismo, a través de mí mismo. No hay, por lo tanto,

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G. VATTIMO, O fim da modernidade, Lisboa 1985, 29. Para lo que sigue, ver: P. SEQUERI, L’esperienza del Sacro, in: AAVV, O presente do Homem. O futuro de Deus, Actas do Congresso Internacional de Fátima, Fátima 2004, 47-62; ID., Il sentimento del sacro: una nuova sapienza psicoreligiosa?, in: G. ANGELINI (Ed.), La religione postmoderna, Milano 2003.

círculo más cerrado qué el círculo unívoco del «sí mismo», que para sí mismo es dios salvador, proceso de salvación y sujeto salvado. Pero como se puede ver fácilmente, el círculo cerrado es la imagen perfecta del nihilismo de sentido, ya que todo lo que gira en torno de sí mismo, pierde por esa vía toda orientación de sentido. La salvación así prometida, en cuanto aparente proceso de conversión, no es más que el eterno retorno de lo mismo, en cuanto retorno a lo mismo y sobre lo mismo, en infinita repetición de lo mismo y en el mismo lugar. Ahora bien, semejante proceso de auto-fijación en el self no solamente tiene efectos nihilistas sobre el sujeto sino también sobre la relación intersubjetiva misma. Esta, en cuanto es necesariamente relación de diferentes, se vuelve tendencialmente relación conflictiva entre las diferencias, con lo cual se convierte claramente en una relación violenta hacia la sociedad misma, con la que inicia un proceso ambiguo de transgresiones y de cesiones permanentes, en una relación fundamentalmente de competencia con todos los otros seres humanos diferentes de mí y que potencialmente pueden ocupar mi «lugar al sol». El otro se vuelve verdaderamente el infierno para mi, una vez que la libertad que se pretende constituya mi yo, termina donde empieza la libertad del otro. Por lo tanto, si esto es así, entonces yo terminaría donde empieza el otro – o el otro terminaría, donde empiezo yo. El camino del self se manifiesta claramente como proceso de la voluntad individual, la cual se constituye como voluntad de poder, en cuanto poder de la voluntad, que pretende la victoria permanente sobre todas las adversidades en relación con esa voluntad. Tanto si esa voluntad se entiende a la manera estoica, según el tradicional estilo capitalista, como si se entiende a la manera epicúrea, según el actual estilo hedonista, el resultado es siempre el mismo: la pretendida identificación del sujeto con la realización ilimitada de su voluntad, o sea, la sacralización de la voluntad subjetiva, en cuanto voluntad de auto-realización. Nos hallamos, pues, ante una verdadera sacralización del self como idolatría violenta y egoísta que reúne en sí misma, de modo explícito, el problema central de toda idolatría: la auto-proyección del sujeto sobre sí mismo14. c) Ante las aporías de la constitución moderna y postmoderna del sujeto, habría que investigar la noción misma de libertad y su papel en la constitución del sujeto, de tal forma que se pudieran superar sus efectos nihilistas. En realidad, el problema no había sido resuelto por las vías presentadas anteriormente, no porque no se hubiera jugado con el elemento de la libertad, sino por la corrupción de la comprensión misma de la libertad. En realidad, se comprenda la libertad como pura capacidad de pensar partiendo de la duda total, se comprenda como afirmación histórica y narrativa de la voluntad individual en un proceso de auto-realización, nos hallaríamos siempre ante una versión nihilista de la libertad, que tan sólo se logra como negación del otro, terminando por 14

Al proposito, ver: J.-L. MARION, l’idole et la distance, Paris 1977.

resultar en la negación de uno mismo, ya que niega cualquier posibilidad de un fundamento seguro15. Se engendra así un abismo ontológico, epistemológico y psicológico que es el resultado de la pretendida fundamentación del sujeto en sí mismo, sea como cogito dubitationis, sea como mendigo psíquico de una identidad auto-elaborada. Dicho abismo no permite una identidad de la persona porque no permite la actuación real y concreta de la libertad, sino que la transforma en un deseo idealista de algo, en última instancia, irrealizable16. No sorprenderá entonces que el intento moderno de construcción del sujeto haya terminado en su muerte, como disolución nihilista del sujeto autónomo en las estructuras del mundo, entendidas como estructuras sociales o estructuras cósmico-científicas. Los determinismos de todo orden han acabado por hacer ilusoria la pretensión de auto-fundamentación del sujeto, liquidándole en el acto mismo de su nacimiento, al menos en el sentido en que Michel de Foucault habla de la «muerte del sujeto». Y si es verdad que la tentativa postmoderna empieza con esa muerte, presuponiéndola y entrando en un intento obsesivo de resurrección por la afirmación de la voluntad individual, no lo logrará jamás, porque su mecanismo no es muy distinto, por lo que respecta a sus efectos nihilistas, del mecanismo moderno anterior. La idolatría, interpretada en el sentido que le atribuye Jean-Luc Marion, o sea, como construcción de una quimera – la idea de sujeto – en cuanto espejo que auto-refleje al individuo, termina volviéndose fatal, sobre todo para el mismo sujeto humano. Es en este preciso contexto donde el acto de fe se nos manifiesta claramente como otra posibilidad de constitución de la identidad del sujeto como ser libre y responsable. El papel constituyente o fundamentador de la fe como acto de conversión se realiza en un proceso en el cual la responsabilidad de la libertad se vuelve activa en la respuesta a una vocación de transformación. 2. Jüngel, en el capítulo en que elabora la crítica a la pretensión cartesiana de fundamentación del sujeto, propone una interpretación de la fe, sobre todo en cuanto fides qua, como contraposición y superación de la pretensión moderna de auto-aseguramiento, la cual había sido elaborada por el recurso a una certeza que se asentase en un fundamento indestructible. El apoyo seguro, o sea, la fundamentación del sujeto en un inconcussum fundamentum veritatis, resultante del acto de fe, implica la abdicación de la fundamentación en sí mismo y por sí mismo, constituyendo así una posibilidad de definición más general de fe. “Soy humano, en la medida en que acepto que el otro esté ahí para mí. También se puede llamar a eso confianza y tenemos que llamarla, por relación a aquel otro que se nos ha dirigido como Dios, confianza en Dios. Eso es precisamente lo que se pretende decir, cuando se habla de fe... La fe es, en realidad, aquella auto-

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No todos sus caminos conducen a la aporía. En realidad, hay caminos modernos y postmodernos abiertos a otra fundamentación del sujeto (sobre la postmodernidad, ver: J. DUQUE, Dizer Deus na pós-modernidade, Lisboa 2003). Ver sobre este tema: TH. PRÖPPER, Evangelium und freie Vernunft, Freiburg i. Br. 2001, esp. 5-39.

comprensión del ser humano, en la cual éste, debido al hecho de estar determinado por Dios, prescinde de su auto-fundamentación”17. En el acto de fe, el sujeto humano se transforma en aquello que es, en la medida en que responde positivamente a una Palabra que le convoca a ser aquello que debe ser. Eso hace del sujeto primordialmente un ser de respuesta y no un ser de duda o del cogito, ni siquiera un ser de la autorealización perpetua. Según la noción bíblica de acto de fe, la respuesta primordial es la repuesta a Dios, el cual nos desafía con su Palabra y de ese modo nos salva de la posible nada, del nihilismo total. En otra nomenclatura, menos auditiva y más óptica pero que pretende expresar lo mismo y que también está inspirada en Jean-Luc Marion, podríamos decir que los intentos modernos y postmodernos de constitución de la identidad del sujeto son idolátricos, ya que lo único que logran es la proyección o reflexión del sujeto sobre sí mismo. La constitución creyente, al contrario, es icónica, precisamente en la medida en que se basa en la transparencia del sujeto, o mejor dicho, en el hecho de acoger su identidad de sujeto en la acogida de una mirada que le contempla y, por eso mismo, interrumpe toda mirada simplemente proyectada y auto-reflexiva. Aunque el ser humano se pueda contemplar en su verdad, en una actitud de auto-reflexión, eso sólo será posible por el hecho que él se siente y se sabe contemplado por una mirada trascendente. Sin embargo, es importante tener en cuenta que esta dinámica de interpelación y respuesta o de acogida de otra mirada no es inmediata, es decir, no se da como relación absolutamente directa entre Dios y el ser humano. De hecho, semejante relación inmediata implicaría la anulación de la trascendencia o de la diferencia entre Dios y el sujeto humano, lo que reduciría todo, de nuevo, a la inmanencia de la subjetividad que tan sólo se proyectaría a sí misma. Por otro lado, la interpelación primordial que nos hace seres de respuesta, es en cuanto tal de orden trascendental, una vez que articula la forma de ser de todo sujeto humano por relación a su sentido primero y último. Ahora bien, la imprescindible realización categorial de esta primordial forma de ser, en cuanto «ser-interpelado» y «ser-respuesta», sólo es posible en mediaciones espacio–temporales, articuladas en la corporeidad de una comunicación interpersonal, social y cultural. En este sentido quizás deberíamos leer la dinámica de la interpelación-respuesta como constituyente fundamental de la dinámica de la conversión, ya que esta conversión sucede realmente en la medida en que somos interpelados por otras personas concretas, único lugar categorial de llamada a la conversión. De ahí que la conversión de nosotros mismos a nuestra verdad es siempre una acción que viene de otro – una alter-acción, como la palabra misma expresa – que nos llama permanentemente a ser nosotros mismos, sólo en la medida en que nos volvemos a los otros, por respuesta a la interpelación de los otros – y en esa interpelación, a la interpelación primordial del totalmente Otro. El acto de fe como acto de conversión, es un acto de permanente crítica de mi pretensión a la auto17

E. JÜNGEL, op. cit., 243.

fundamentación subjetiva, colocándome en permanente éxodo de mí mismo, como acogida de la voz del otro que irrumpe en mí y me convoca a la escucha pragmática. En esta dinámica es donde se sitúa la referencia de la fe a una tradición, mediatizada por una comunidad creyente, como lugar de realización de la interpelación primordial que me hace ser un ser de respuesta. De ahí que en lugar de establecerse una alternativa entre la inserción del sujeto en la tradición, como lugar de su referencia a la alteridad, y la libertad, es esa referencia la que se convierte en condición de posibilidad del ejercicio mismo de la libertad y, por eso, nos constituye como seres libres y responsables, es decir, que comprenden su libertad responsorialmente. Como dice Pierre Gisel: “Una tradición es genealogía: lugar de una relación esencial al otro (¡no escogido!) y de un hacerse singular (asumido en responsabilidad personal)”18. Solamente si se entiende la conversión como acto de fe, tal como vimos anteriormente, y el acto de fe como conversión, se entenderá en qué medida el elemento primordial de mi identidad, como sujeto o persona irrepetible, es precisamente la acogida de esa identidad, tal y como me es dada a partir de la comunidad y de la otra persona concreta, en cuanto mediación del mismo Dios, constituyente primordial de mi identidad personal, en cuanto identidad creyente. La comunidad de testimonio, es decir, la comunidad mediadora de la interpelación y de la respuesta como acogida que constituye cada sujeto, es la comunidad eclesial. Ésta a su vez se vuelve fundamentalmente una comunidad de acogida del ser y del sentido. El acto de fe se ancla, por tanto, en una especie de «eclesiología pasiva», en cuanto «eclesiología receptiva», la cual, como veremos más adelante, siendo “más pasiva que toda pasividad”19, es por esa misma razón fuertemente activa. Comunidad que es, en primer lugar y por el hecho de ser constituyente primordial del sujeto humano mismo y en cuanto tal, una realidad que acoge su ser como un don. Sin embargo, esta referencia del sujeto, en el acto de fe, a la alteridad de una tradición que se hace viva en el testimonio de una comunidad, no es de sometimiento absoluto a la tradición y a la comunidad, como si fueran valores divinizados en sí mismos. Tampoco se trata de una afirmación pura y aislada del sujeto, ante una tradición; de lo que se trata es de la referencia del sujeto, en la tradición, a una dimensión que les supera a ambos, porque precede y fundamenta a ambos. En este sentido se puede comprender que la pertenencia a una comunidad de transmisión esté constituida por un continuo movimiento de ruptura de la misma, que impida cualquier tipo de simple inserción acrítica. Este movimiento, impulsado por la dimensión escatológica del acto de fe o por su dimensión de gracia, es decir, que proviene y se orienta hacia el mismo Dios, es un movimiento tensional entre la necesaria encarnación cultural, institucional, corporal y la superación de esa misma encarnación, sin abandonarla todavía. Inspirándonos en Michel de Certeau, podríamos hablar, en este contexto, de una doble ruptura: la ruptura del sujeto, en su relación con la alteridad

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P. GISEL, L’excès du croire, Paris 1990, 80. E. LEVINAS, Autrement qu’être et au-dela de l’essence, Paris 1974, esp. 31.

de una tradición y de una comunidad; y la ruptura de esa tradición y de esa comunidad, en su relación con la dimensión escatológica que fundamenta a ambas, teniendo en cuenta que la primera ruptura puede ser comprendida como manifestación y realización de la segunda, constituyendo la segunda el sentido o justificación de la primera. Dos momentos que, como cuerpo y alma, no podrán separase nunca. La fuerza específica de la fragilidad del creer20se nos manifiesta de las dos maneras, lo cual origina constantemente su dinámica conversora, en cuanto dinámica propuesta al ser humano, sea en su dimensión personal sea en su dimensión social, sin que ambas puedan separarse. Por otra parte, la respuesta propia del acto de fe es el origen de la responsabilidad por el otro, de la compasión, en cuanto fundamento de la identidad del sujeto y constituyente básico de la relación social, es decir, del movimiento mismo de la dinámica de la conversión. Pasaríamos, por tanto, de la constitución de un sujeto en cuanto un «sí mismo a partir de la interpelación de un otro» (soi-même par un autre), a su constitución en cuanto un «sí mismo para un otro» (soi-même pour un autre)21. Este éxodo eficaz, que resulta de la acogida creyente, es otra cara de la misma moneda que es la comprensión del acto de fe como conversión. Según la conocida lectura de Metz, esta es la dinámica personal-social o política del acto de fe, ya desde el entorno del Antiguo Testamento: “Los seres humanos han sido liberados de las opresiones y de las angustias de las sociedades arcaicas; deben hacerse sujetos de una nueva historia. Las determinaciones de su ser-sujetos poseen carácter dinámico: ser interpelado en el peligro, ser arrancado a la angustia, éxodo, conversión, levantar la cabeza, seguimiento… La religión no es un fenómeno secundario, sino que forma parte de la constitución del sujeto”22. Tendremos, por lo tanto, que abordar lo que puede significar la comprensión del acto de fe como acto de conversión, en su vertiente más claramente social.

2. Sociedad y profecía En toda esta dinámica del acto de fe, como dice Jüngel, “la Palabra de Dios nos proporciona una comprensión de nosotros mismos y, de ese modo, una comprensión del mundo”23. Si la fe surge a través de la referencia a esa Palabra que nos interpela y nos hace dar una respuesta, la comprensión que resulta de ella se aplica a toda la realidad, sobre todo a la realidad social del ser humano. Por eso, el acto de fe, como acto de conversión, no está fundamentado solamente en la constitución del sujeto y en la percepción de su fundamento, sino también en la constitución de la sociedad y en la relación con ella. En realidad, mirando con más precisión, no podremos separar nunca artificialmente estas dos dimensiones. De hecho, por la fe el sujeto se constituye en la dinámica de su relación social o

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Cf.: M. DE CERTEAU, La faiblesse de croire, Paris 1987, esp. 39ss. Cambiando así el famoso título de P. Ricoeur. J. B. METZ, Glaube in Geschichte und Gesellschaft, 5. Ed., Mainz 1992, 74. E. JÜNGEL, op. cit., 237.

comunitaria, enraizándose ahí precisamente la realidad de la conversión; a su vez, la relación social no puede ser concebida, por lo menos en perspectiva creyente, como simple afirmación de una estructura anónima, anterior o posterior al sujeto, sino que es ante todo la misma red de relaciones personales. También aquí, la dinámica del acto de fe puede ser presentada como conversión de ciertos recursos aporéticos de la modernidad y de la postmodernidad. 1. Así como por relación al sujeto, la modernidad ha acentuado el camino de la autoconstitución de la sociedad, como fundamento de sí misma, sin embargo, ha atribuido la fundamentación de la sociedad sobre todo a la misma libertad subjetiva, entendida como realización de la voluntad individual, lo cual dio origen al famoso contrato social. Lo que ha sucedido, de modo muy genérico, es que en el proceso ambiguo de la relación entre la sociedad así constituida y el sujeto, termina imponiéndose la afirmación de fuerzas que han sido progresivamente divinizadas, como el mismo estado moderno, con el absolutismo como su máxima manifestación; o a través de la divinización de la nación, de la raza, de la estructura, del sistema, etc. Todas esas vendrían a ser contribuciones para la llamada «muerte del sujeto», absorbido por la sociedad misma, en cuanto superestructura originaria y absoluta. Sea como fuere, después del triunfo aparente de la sociedad sobre el sujeto, es ésta la que entra en agonía, en una especie de final de la historia, que encuentra sus más conocidas versiones en la tan cacareada muerte de las ideologías y de las utopías. Lo que ha quedado, tras esta epopeya moderna de la auto-fundamentación social, ha sido la reducción postmoderna de todo al puro funcionalismo sistémico. La sociedad, así como los sujetos en su interior, no son más que un sistema auto-referencial y auto-regulador, que halla su verdad o su razón de ser en su puro funcionamiento o manutención. Ahora bien, no hay imagen más adecuada para el eterno retorno de lo mismo que la del círculo cerrado del puro sistema. Y el eterno retorno es, en cuanto giro circular que anula toda orientación de sentido, el símbolo completo del nihilismo. Como tal, el resultado postmoderno de la reducción de la sociedad al puro sistema es el resultado del movimiento tendencialmente nihilista que ha animado la modernidad y que se ha manifestado más claramente en la misma postmodernidad24. Es decir, también desde el punto de vista social, el acto de fe puede ser abordado como superación del nihilismo inherente al proceso dialéctico entre modernidad y postmodernidad. 2. En este sentido, del mismo modo que anteriormente había adelantado una propuesta de lectura del acto de fe como constitución del sujeto, por la conversión, así también creo poder avanzar aquí la propuesta de la lectura del acto de fe, como acto de constitución de la verdadera sociedad humana, en cuanto espacio-tiempo de verdaderas relaciones. 24

Cf.: J. DUQUE, O nihilismo europeu, in: «Theologica» (2004).

Si, por lo que se refiere al sujeto, la fe determina al ser humano como «ser-a-partir-delotro», por donación gratuita y, de ese modo, a través del único modo originario de superación del nihilismo, ahora por lo que se refiere a la constitución de la sociedad, podemos pensar en el efecto del acto de fe como consecuencia exteriorizante del acto de fe del sujeto. El «ser por donación gratuita del otro» se hace fundamento del «ser para donación gratuita al otro»: el «ser a partir del otro» exige el «ser para el otro». El acto de fe se convierte en acto constituyente de la relación social misma y, por tanto, acto originante de la verdadera sociedad humana25, en cuanto permanente conversión de esa sociedad a su verdad buscada o perseguida. a) Ahora bien, dado que la referencia a esa verdad se afirma como proceso de conversión, entonces el acto de fe, en su dimensión social, es primordialmente un acto de crítica social, en cuanto crítica de formas nihilistas de constitución de la relación social. Pero todo acto crítico presupone la existencia de criterios que fundamentan y permiten el ejercicio mismo de la crítica, de lo contrario se trataría de la crítica por la crítica, lo que nos llevaría de nuevo al nihilismo total. De hecho, criticar en nombre de nada es instaurar la nada, hasta que la crítica se elimine a sí misma, dejando tras su pasaje tan sólo un cementerio de destrucción26. En este sentido, la tradición profética de la crítica social, modelo claro para nosotros de conversión a través del acto de fe con efectos políticos muy vastos, implica una clara referencia a criterios que brotan de un contenido suficientemente objetivable. Ese contenido, en cuanto memoria, se constituye en fuente de alteración del presente y, por esa vía, de anticipación de un futuro esperado, como «utopía» social del reino de Dios. Sin ese contenido, todo se quedaría de nuevo al arbitrio de proyecciones subjetivas o de procesos puramente sistémicos. b) Metz habla, en este preciso sentido, de la necesaria referencia al dogma (en cuanto símbolo concentrado del contenido de la fe, la llamada fides quae). No se trata propiamente del dogma como simple doctrina o resumen intelectual de la esencia (racional, para hablar con Hegel) del cristianismo; tampoco se trata del dogma como pura confirmación dogmática de un presente como situación social o personal establecida y definitiva. Se trata más bien del dogma como forma primordial de memoria de un contenido con dimensión algo más que intelectual, volitiva o positivista, es decir, de dimensión escatológica. “La fe cristiana debe ser comprendida como aquella actitud, en la cual el ser humano recuerda promesas hechas y, ante esas promesas, recuerda esperanzas vividas y determina su vida por la ligación a esas memorias”27. El pasado, con su

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Lo que significa rechazar la fundamentación original de la sociedad humana en el acto violento, esté o no esté esa fundamentación sacralizada por el sacrifício (Cf.: R. GIRARD, La violence et le sacré, Paris 1972) Cf.: V. FERREIRA, Invocação ao meu corpo, 3ª Ed., Venda Nova 1994, 183ss. J. B. METZ, op. cit., 192.

contenido determinado, se vuelve fuente de futuro, haciéndose al mismo tiempo criterio y fuerza para la conversión del presente. Pero semejante fuerza solamente es posible, de hecho, en la referencia a un contenido que vaya mas allá de la reducción del acto de fe a pura forma subjetiva. Ésta correría el riesgo, en palabras de Metz, de “encubrir la fuerza socio-crítica de la fe cristiana, la cual viene precisamente de sus contenidos y convicciones, y de rebajarla al puro significado de una paráfrasis de la conciencia moderna, sin que contribuya nada para su alteración”28. Solo una fe con contenido, o sea, una fe dogmática, una fides quae, en cuanto «memoria peligrosa» en la constitución de las relaciones sociales, posibilitará ese tipo de intervención profética que aquí interpretamos como conversión social. c) Ahora bien, si el contenido dogmático de la fe cristiana es recibido en el proceso de la memoria activa, entonces también en esta vertiente del acto de fe, la tradición como condición de posibilidad de todo tipo de memoria, se vuelve fundamental tanto más cuanto nuestra cultura se va transformando en cultura sin historia, sin tradición y sin memoria. El proceso mismo de la llamada museización del pasado o de reducción de la tradición misma a objeto folclórico de consumo turístico o cultural es una contribución más para la progresiva liquidación de la memoria viva, la única que es verdaderamente peligrosa y fuente de conversión. El acto de fe, en cuanto fuerza de conversión, tendrá que ser siempre un acto profético con base en una memoria que se recibe por testimonio, de lo contrario no poseerá contenido ni podrá, por eso, ser profecía de conversión. En todo caso, es conveniente tener presente que la profecía no es simplemente negación crítica del presente, en cuanto sociedad institucionalizada. La radicalidad de esa actitud crítica, tal como se ha manifestado claramente en ciertas aporías de la misma escuela crítica de Frankfurt29, origina, en última instancia, una posición igualmente nihilista, de la cual no puede resultar ni conversión ni futuro alguno. La profecía exige, a la vez, una pragmática de la acción positiva, precisamente en el sentido del contenido de aquella memoria peligrosa, la cual en realidad, solo es peligrosa para las situaciones que necesitan ser alteradas, no para todas las situaciones a priori y en absoluto. En este sentido, la conversión de la sociedad se da sobre todo a través de una pragmática críticoconstructiva, como pragmática de la caridad, correspondiente al acto de fe: fides caritate formata. La comunidad humana en la cual se realiza la transmisión testimonial de la memoria, como crítica profética y propuesta positiva de construcción social, es precisamente la comunidad eclesial en su definición más fundamental. Así, de la fides quae y de la proyección social del acto de fe que constituye el sujeto resulta una especie de «eclesiología activa» en relación y en continuidad con la 28 29

Ibidem, 193. Cf.: J. DUQUE, Interpretação teológica da nostalgia pelo totalmente outro. Do desejo de sentido ao sentido do desejo, in: «Humanística e Teologia» 25 (2004) 205-218.

«eclesiología pasiva» de la acogida de la fundamentación por el otro. En realidad, como se ha visto anteriormente, esas dos dimensiones son inseparables, como manifestación de una misma dinámica de conversión, no pudiendo la pasividad de la acogida y la actividad crítico-constructiva ser tomadas como alternativas. d) Ciertamente la combinación de las dos dimensiones es lo que define el acto de fe en cuanto tal como acto de conversión de nosotros a nosotros mismos, a través de la acción del otro, articulada en nuestra acción misma. Ésta gana, de ese modo, una nueva dimensión, que le es dada en el origen mismo del acto de fe por la acogida de su fundamentación. “La fe provoca una superación de todo nuestro ser, a través de aquel distanciamiento radical de nosotros por relación a nosotros mismos, la cual nos conduce a una nueva proximidad hacia nosotros, de tal modo que nos hacemos presentes a nosotros mismos de forma nueva... Esa nueva... proximidad del ser humano por relación a sí mismo es denominada proximidad escatológica”30. En este sentido, la dimensión crítica del acto de fe, raíz de toda conversión, se fundamenta en la superación escatológica del presente, a través de la transformación de todo en algo nuevo, en algo convertido. El acto de fe, en cuanto credere in Deum, orientado hacia la prima Veritas y no simplemente hacia sistemas o doctrinas inmanentes, se constituye así en superación escatológica del presente, fundamentando la verdadera y única posibilidad de presente, por referencia a una memoria y a una esperanza cualificadas. Sin embargo, es conveniente notar que esta dinámica de ruptura con el presente, como presente inmediato de nosotros a nosotros mismos según las pretensiones modernas y postmodernas, no significa anulación del presente sino más bien reconducción de ese presente y de nosotros mismos, a su verdad más profunda, por mediación de su referencia a una promesa de futuro. Así mismo, el acto de fe, en cuanto conversión, se afirma como dinámica de ruptura en la pertenencia y de la pertenencia en la permanente ruptura crítica. Esa sería la característica fundamental de la dimensión social del acto de fe con sus consiguientes implicaciones a nivel personal. Asumiendo el contenido de la promesa, presente en la memoria que cualifica la dimensión escatológica del acto de fe como pasión del mismo Dios en Jesucristo, podríamos afirmar que la dinámica de pertenencia y ruptura se actualiza a partir del potencial crítico presente en la memoria o tradición de esa misma pasión. En ese sentido, la memoria passionis se hace el fundamento de la pertenencia social del acto de fe, precisamente porque pertenece a la memoria o tradición de esa comunidad, así como de su potencial crítico de conversión, porque se trata de una memoria peligrosa.

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E. JÜNGEL, op. cit., 244.

La iglesia puede ser comprendida, en este contexto de la dimensión social del acto de fe, “como forma institucionalizada de la memoria passionis..., que se afirma críticamente en contra de una sociedad que administra los sufrimientos, volviéndolos inidentificables, olvidándolos y prometiendo sentido tan sólo para los que han sobrevivido, para los vencedores. Ella recuerda un futuro para las víctimas, un futuro mesiánico, por supuesto. Es más, el futuro mesiánico no se limita a reforzar nuestro futuro burgués preconcebido, sino que lo interrumpe”.31 La iglesia sería, pues, la comunidad hermenéutica y pragmática de la permanente conversión social e histórica. En cuanto comunidad pragmática, constituida por seres humanos, manifiesta la continuidad de la fe por relación a la comunidad humana, con sus formas institucionales y culturales; en cuanto presente de un futuro que interrumpe, o sea, que convierte nuestras proyecciones de futuro, instaura una ruptura en el tiempo, en la historia y, por ello, también en la pragmática social. Esa ruptura es la que permite, a su vez, la instauración de una pragmática específica de contenido escatológico. Así como el acto de fe, en la constitución del sujeto, implica una dinámica tensional de continuidad, por referencia a una tradición heredada, y de ruptura como crítica de esa misma tradición, así también la dimensión social de la fe se manifiesta en esa doble orientación. Ella es siempre memoria profética en la medida en que se articula como memoria passionis et resurrectionis Jesu Christi. Esta será siempre la forma y este el contenido de su dinamismo de conversión. Ahora bien, este estudio general del acto de fe como dinamismo de conversión podrá aplicarse de diversos modos a diferentes momentos o entornos culturales. Por mi parte, propongo seguidamente un enfoque, entre otros posibles, de la perspectiva presentada hasta aquí, en nuestra cultura, sobre todo por lo que se refiere a su talante estético y a todas las ambigüedades de ahí resultantes. Así, en el contexto de la denominada cultura de «masas» o «postmoderna», podríamos estudiar el papel de la referida memoria passionis, en cuanto núcleo de la conversión creyente como constitución de una estética de la fe cristiana, sea desde el punto de vista formal sea desde el material. Veamos lo que todo eso puede significar.

3. Estética de la conversión 1. La capacidad de ser afectado por el otro, sobre todo en el caso del otro sufriente, colocando la identidad de nuestra existencia en la línea de la responsabilidad por ese otro que sufre inocentemente, puede denominarse estética de la fe, en cuanto permanente conversión de uno mismo al otro o de uno mismo por el otro. La incapacidad de semejante afectación, o sea, la ausencia de afecto, sería la «anestética» de una actitud absolutamente apática, es decir, que no sufre

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J. MANEMANN, Kritik als zentrales Moment des Glaubens, in: K. MÜLLER (ed.), Fundamentaltheologie. Fluchtlinien und gegenwärtige Herausforderungen, Regensburg 1998, 217-242, 238. Se podría comparar con la noción de tiempo como interrupción, segundo Levinas (Cf.: TH. FREYER, Zeit. Kontinuität und Unterbrechung, Würzburg 1993).

con el sufrimiento del otro y que por eso tampoco se alegra con la alegría del otro. Es en este sentido en el que propongo una lectura de la fe cristiana (encuanto fides qua y fides quae) como estética, es decir en cuanto recepción o percepción de una afectación por el otro. Lectura ésta que podrá asumirse como crítica, como conversión profética, ante una sociedad postmoderna apática que ha pervertido frecuentemente la estética en anestética, sobre todo a través del abuso esteticista. a) En el contexto de la modernidad tardía se habla de «estetización de la realidad», por medio de la construcción artístico/artificial de un mundo aparente, el mundo estético, en cuanto único mundo verdadero, que ha de ser vivido según el modelo del estadio estético de la existencia32. En esa medida, esta versión postmoderna del “idealismo estético se manifiesta como huida de la realidad de la historia”33: la belleza se transforma en mentira. Todo esto tiene que comportar necesariamente consecuencias pragmáticas: el “embellecimiento de la vida sin transformarla”34 o, en nuestro contexto, una percepción de la realidad sin conversión y por eso, sin una re-orientación hermenéutica y pragmática hacia la verdad. Así mismo, es evidente que la esteticización postmoderna convierte inmediatamente la misma estética, en anestética, es decir, en no-percepción de lo real, en cuanto tal. El problema se sitúa, por un lado, en la eliminación de las fronteras de lo estético, que es transformado en realidad global y, por otro lado, en la transformación del mundo aparente, o de la propia apariencia en sí misma, en única realidad percibida como tal. El primer movimiento se manifiesta precisamente en la «explosión» estética de nuestra «sociedad cultural», desde el «bodystyling», pasando por el urbanismo arquitectónico, hasta la fruición propia de la actitud consumista. La via fruitionis se vuelve sistema; la vida cotidiana y todo el ambiente se vuelven estéticos; pero, donde todo es estético, se va perdiendo la capacidad estética de percepción de lo real, con toda la complejidad de su realidad misma, que queda así reducida a un modo subjetivo o masificado de su fruición, lo que paradójicamente es lo mismo. Este hecho se manifiesta claramente en el llamado mundo mediático, donde la simulación de lo real se ha vuelto realidad absoluta, porque es permanentemente disimulada. La “tele-ontología”35 nos muestra una nueva forma de ser, precisamente en cuanto parecer, cuya categoría fundamental es el «ser-mostrado» o el «ser-visto». La virtualidad se transforma en utopía de la plena superación de toda corporeidad personal finita. La comunicación se vuelve intercambio, digitalmente

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Lo que nos permitiría poner la actual «sociedad del disfrute» (Erlebnisgesellschaft) en paralelo con la «existencia estética» teorizada por Kierkegaard (Cf.: S. KIERKEGAARD, Entweder-Oder, Gütersloh 1980; G. SCHULZE, Die Erlebnisgesellschaft. Kultursoziologie der Gegenwart, Frankfurt a. M. 1992). J. SPLETT, Liebe zum Wort, Frankfurt a. M. 1980, 165. TH. W. ADORNO, Ästhetische Theorie, Ges. Schriften 7, 382. W. WELSCH, Ästhetisches Denken, Stuttgart 1990, 16.

escenificado, de nada y entre nadie, es decir, no es intercambio ni comunicación, sino tan sólo escenificación36. Ahora bien, esta esteticización de la realidad se presenta claramente, en palabras de Odo Marquard, como “el último grado… de la potenciación de la ilusión, en el cual lo estético… en lugar de conducir a la «experiencia estética», conduce a la despedida anestética de la experiencia: a la anestesia del ser humano”37. La sensibilidad exageradamente escenificada nos lleva, en último término, a la pura insensibilidad. b) ¿Cómo será posible entonces captar y acoger la alteridad, en cuanto alteridad que nos sale al paso en afectos y que, en cuanto tal, interrumpe nuestra auto-fundamentación idolátrica introduciéndonos en un proceso de conversión o alteración, si la estética es convertida permanentemente en anestética, por la escenificación esteticizante? Y, sobre todo, ¿cómo será todavía posible, en estas condiciones culturales y de pensamiento, acoger la alteridad como auténtica alteridad, cuando se trata de la alteridad sufriente, ya que esa es la forma en la que más radicalmente nos interpela a la conversión de nosotros mismos en aquello que debemos ser? Ésta se convertirá en la cuestión antropo-teológica central puesta a la modernidad y a la postmodernidad, así como uno de los desafíos primordiales propuestos a la fe cristiana, en este contexto cultural. En palabras emblemáticas de Willi Oelmüller: “¿Podrán los humanos, después del pretendido final de todo el discurso judío y cristiano sobre Dios, dar respuestas creíbles a las experiencias de sufrimiento, de muerte y de abandono de los otros, a través de un trabajo de elaboración de mitos antiguos y nuevos, a través de representaciones artísticas exageradas, a través de la antigua y de la nueva ciencia del mito, de religiones sin Dios, que mezclan sincretisticamente elementos orientales con occidentales, con seriedad a través de estos y de otros elementos compensatorios (Marquard) y de «prácticas de control de contingencias» funcionales”?38 En el caso de que una respuesta positiva a esta cuestión se vuelva problemática, ¿cual podrá ser la contribución de una estética de la fe, como conversión personal y social, en el seno de una cultura de analgésicos? Una estética de la fe cristiana, que acepte el desafío de la confrontación entre la dialéctica de la modernidad y la de la postmodernidad, así como entre estética y anestética, no puede reducirse ni al modelo moderno ni tampoco al postmoderno. De hecho, ni el pensamiento tendencialmente nihilista de la modernidad ni el modo de existencia tendencialmente esteticista y apático de la postmodernidad lograrán fundar una autentica estética. Ésta tendrá que realizarse siempre como

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Por lo que yo conozco, todavía hay muy pocas lecturas teológicas de este mundo mediático. Como propuesta, pueden verse: CH. WESSELEY, Fundamentaltheologie und Neue Medien, in: K. MÜLLER (Ed.), Fundamentaltheologie, 281-298; ID., Theologie und Virtual Reality, in: «Theologisch-Praktische Quartalschrift» 3 (1995) 235-245; J. DUQUE, Cultura contemporânea e cristianismo, Lisboa 2004. O. MARQUARD, op. cit., 17. W. OELMÜLLER, Über das Leiden nicht schweigen, in: J. B. Metz, Landschaft aus Schreien, Mainz 1995, 72-73.

percepción, o sea, como recepción de la verdad en “formas concretas de ser”39. En cuanto tal, podrá desarrollarse, por lo menos, en dos sentidos un tanto distintos: como pragmática y como doxológica. 2. La estética de la fe parte indefectiblemente de una historia concreta y particular, es decir, se basa en un acontecimiento: la historia de Jesús, que nos es narrada de modo testimonial y que por eso nos interpela. Esta historia resume en si misma y en su figura fundamental toda la historia de Dios con el ser humano y de este con Dios, como historia universal de la humanidad. Se trata, por lo tanto, de una verdadera teo-antropodramática, como punto de partida de todo el acto de fe40. De hecho, la fe es precisamente acción pragmática. En este sentido, toda la estética de la fe comienza con una pragmática de la fe. Comienza, sobre todo, con la pragmática de Dios en Jesucristo. Aún más, es principalmente una aesthetica actionis en cuanto aesthetica passionis. La dramática de la acción se hace así un acontecimiento dramático, en cuanto historia pática. El sufrimiento humano, asumido pragmáticamente por Jesucristo, se hace, por tanto, fundamento inevitable y punto de partida de la percepción cristiana de la realidad y de la redención. La verdad del ser, como verdad del existente, no puede manifestarse cristianamente sin esta referencia fundamental al ser pático, que se nos muestra en el rostro sufriente del otro y que nos interpela para su percepción y acogida. 3. Sin embargo, eso no significa declarar el mal (en el caso del sufrimiento) como bueno, como si por esa vía sutil se neutralizara su maldad. Al contrario: la estética cristiana debe percibir y mostrar el mal radicalmente como mal. Esto nos coloca inevitablemente ante la pregunta clásica de la teodicea: ¿de dónde proviene el sufrimiento y cómo es posible pensar y hablar de Dios ante su irrecusable e ineludible realidad? En nuestro contexto concreto aún podría ponerse la cuestión de otro modo: ¿que puede decir una estética teológica ante la realidad del sufrimiento inocente del otro? Una respuesta ha sido ya evocada: tendrá que manifestar ineludiblemente el sufrimiento como sufrimiento y captarlo como tal. En este sentido, como manifestación de la belleza, la estética teológica está íntimamente relacionada con la irreducible manifestación de la verdad y del bien. Ahora bien, aquí nos hallamos ante una tarea primordialmente pragmática, en cuanto participación en la teo-antropodramática arriba mencionada. En este sentido, no podrá tolerarse cualquier analgésico, pues este llevaría a la anestética y, de ese modo, a la mentira y al mal, o sea, a una especie de anti-trascendentales. La estética teológica se transformará, por lo tanto, en

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H. U. VON BALTHASAR, Herrlichkeit, I, Einsiedeln 1961, 22. Para un análisis del acto de fe, ver: J. DUQUE, Homo credens. Para uma teologia da fé, 2ª Ed., Lisboa 2004.

alternativa a una «cultura de analgésicos»41, según el conocido lema de Karl Rahner: “El cristianismo nos prohíbe recurrir a analgésicos, de tal modo que ya no beberíamos libremente, con Jesucristo, el cáliz de la muerte”42. Si la estetización es asumida y utilizada como analgésico entonces se transformará inmediatamente en anestética y, al mismo tiempo en a-pática. La existencia apática neo-estoica, como existencia pseudo-estética, constituiría por lo tanto una versión postmoderna de la incredulidad. La fe cristiana, por el contrario, reacciona en nombre de la synpática, o sea, en nombre de la percepción del sufrimiento ajeno, partiendo de la percepción de la pasión del mismo Jesucristo. De este modo, nos encontramos en el seno de una fe “sensible a la teodicea”, para retomar la célebre formulación de Metz43. Y así como él habla de esa sensibilidad en tres diferentes dimensiones – lenguaje, experiencia de Dios y praxis – en nuestro contexto podríamos aplicar esa categoría, a los tres transcendentales: El lenguaje (teológico) de la verdad; la experiencia (de Dios), como percepción de la belleza, y la praxis (cristiana) del bien. Syn-pathia versus a-pathia sería, por lo tanto, el camino de la fe cristiana, en cuanto estética en tiempos de anestesia colectiva. Es en ese sentido como debe ser comprendida la dinámica de la conversión, tanto en cuanto a su forma como en cuanto a su contenido. 4. En este proyecto de estética teológica cristiana podrían acompañarnos perfectamente ciertas tendencias del actual escenario artístico, así como su correspondiente formulación teórica. En este sentido, podríamos asumir útilmente la máxima de Marquard, en perspectiva teológica: “El arte, en las condiciones del proceso [post]moderno de la realidad hacia lo ficticio, permanece inacabado, es decir, insustituible tan sólo cuando se define «contra» lo ficticio: como anti-ficción… Cada obra de arte provoca la sumisión de la perspectiva oficial (en este caso, orientada ficticiamente), a la visión de aquello que hasta entonces no era visto y a través del reconocimiento: así es. De este modo, el arte pone (compensatoriamente) en lenguaje, a aquello que, en el momento mismo de transformar la realidad en ficción, permanece como non-fiction-reality, lo cual podrían ser muchas cosas, pero que es en todo caso la muerte, sobre todo cuando el mundo [post]moderno intenta vivir y pensar «quasi mors non daretur»”44. Si relativizaramos la interpretación «compensatoria», como la concentración de todo en el problema del final o de la muerte del arte, entonces podríamos decir lo mismo, en registro teológico, de una estética de la fe. Por otro lado, si el paso de la realidad a la ficción está marcado sobre todo por la descorporización gnóstica y por la neutralización apática del mal, entonces la estética exige, a la fe

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Ese es el diagnóstico cultural de Kolakowski, citado por W. OELMÜLLER, op. cit., 71. K. RAHNER¸ Grundkurs des Glaubens, Freiburg i. Br. 1976, 390. J. B. METZ, Theodizee-empfindliche Gottesrede, in: ID., Landschaft aus Schreien, 81-102. O. MARQUARD, op. cit., 98. Sin embargo, no es necesario asumir totalmente la interpretación de Marquard en lo que se refiere al camino de la realidad a la ficción.

y al arte, la relación a la corporeidad y a la percepción del sufrimiento ajeno45. Solamente por ese camino el arte podrá ser puesto en relación con la redención y con la estética teológica, de lo contrario, se transformará en “…proclamación de las tinieblas y de lo horrendo como belleza”46 antes de mostrarlo en toda su verdad, denunciándolo. Solo así será posible aceptar el arte como una promesa47. Pero si se pretende que eso tenga algo que ver con la verdadera redención, no podrá tratarse de pura promesa negativa, pues la promesa nihilista no fundamenta ninguna esperanza: no promete nada. Tiene que tratarse, por tanto, de una anticipación de aquello que, de ese modo es prometido en la práctica. Y toda anticipación (en alemán: Vorschein) se afirma, precisamente, en contra de la pura apariencia (Schein): es antificción. Pero, ¿y si todo fuera solamente una ilusión? En cuanto anticipación, lo que aparece como manifestación de aquello que es prometido, tiene que estar presente de algún modo, aunque se trate siempre de una presencia en la ausencia. Es lo que sucede con la obra, por lo que se refiere al arte; pero todavía más profundo y determinante que para el arte es lo que sucede en el rostro del otro que nos interpela; aún más, asumiendo todas éstas dimensiones y llevándolas a su más originaria verdad, lo prometido se vuelve para nosotros en algo presente y actuante, sobre todo en el culto48, ya que es ahí donde la memoria fundadora y fundante se conjuga con la fe, la esperanza y la caridad. Sólo esa forma englobante que, en cuanto tal, es percibida así, puede fundamentar la verdad de lo prometido y, de ese modo, de lo esperado, superando todas las sospechas de ilusión. Por esa vía, la cuestión de la verdad se introduce inevitablemente en el ámbito de la estética. La estética pragmática de la fe se transforma por ello en estética doxológica de la fe. 5. La verdad de la fe es percibida sobre todo como evidencia. Lo que en ella es experimentado, resplandece en sí mismo y por sí mismo. Claro que eso no substituye la reflexión teórica o la comprobación pragmática, sobre todo por el hecho de que la verdad se manifiesta siempre en sus propias mediaciones. Pero este trabajo de fundamentación epistemológica es siempre de segundo grado. Originalmente la verdad de la fe se presenta a la percepción estética. Esto significa que cada encuentro con la fe cristiana es un encuentro corporal. En este sentido va más allá que todos los requisitos gnósticos o todas las formas de auto-construcción virtual-abstracta y se da como encuentro corporal del cara a cara interhumano. Así, la forma fundamental de la fe es captada en el otro, como algo que resplandece en su rostro. Esta percepción significa siempre una interpelación por parte de la alteridad cruda y dura del otro. La percepción de

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Lo que se puede observar también en determinadas formas de arte contemporánea, las cuales no rechazan la referencia explícita a la religión (Cf.: A. KÖLBL / G. LARCHER / J. RAUCHENBERGER [Ed.s], Entgegen. Religion, Gedächtnis, Körper in Gegenwartskunst, Ostfildern-Ruit, 1997). J. SPLETT, op. cit., 165. Ibidem, 170 (con referencia a: Th. W. ADORNO, Ästhetische Theorie, 204). Cf.: J. SPLETT, op. cit., 180ss.

fe, como percepción estética de la alteridad, podría describirse como el ser-afectado-por-el-otro: afectividad. La verdad de la fe es, por lo tanto y ante todo, luz originada en el rostro de aquel que nos sale al encuentro, sobre todo en los afectos – affectus fidei49. A esta luz – y sólo así – el ser humano se nos presenta precisamente como gloria de Dios. En este sentido, ser humano es estar ante la «palabra» que nos interpela en el rostro del otro, es serrespuesta, como se ha visto arriba. Eso presupone que el proceso de la fe está animado por una dinámica estética: o sea, por una estética de la manifestación o del mostrarse de la verdad; una estética de la recepción o de la percepción de la forma; una estética de la respuesta o de la entrega pragmático-corpórea a la esperanza que nos puede salvar del absurdo. Para lo cual el ser humano debe entenderse fundamentalmente, como ser-para-la-gloria-deDios. Esta sería la evidencia estética de su verdad, a la luz de la fe. Sólo cuando el ser humano se acepta como don excesivo y gratuito se vuelve receptivo o sensible al don de los otros y capaz de darse a los otros y a Dios50. El otro como gloria de Dios, y Dios como gloria del otro se unen en una figura que no puede ser desmembrada o fragmentada por ninguna percepción creyente o incluso teológica. Para la fe cristiana, así como para la correspondiente teología y antropología, Jesucristo es precisamente esa figura (Gestalt) inseparablemente humana y divina, de tal modo que la estética correspondiente debe ser entendida como percepción de esa misma figura. Pero todavía podría preguntarse cuál deberá ser el contenido de esa figura, para que no se convierta todo en un simple esteticismo vacío. Von Baltasar, por citar sólo el ejemplo más conocido, describe la estética cristianoteológica, en el contexto moderno, como una tarea de aprendizaje o de enseñanza de la capacidad de visión: “El Hombre de hoy, positivista y ateo, que se ha vuelto ciego no sólo para la teología, sino también para la filosofía, colocado ante el fenómeno crístico, debería reaprender a «ver»”51. Aunque eso sería sólo un primer paso más bien formal. Ahora el hombre postmoderno ya no es ciego sino que se ha vuelto hipersensible a determinadas teologías (o pseudo-teologías sin Dios y con mucha religión) así como a ciertas filosofías de matiz religioso, de tal modo que debería hablarse más claramente de una estética teológica, incluso en cuanto al contenido. Como ejemplo valgan las significativas palabras de Jürgen Moltmann: “En una cultura que endiosa el éxito [sobre todo mediático] y la felicidad [sobre todo de tenor gnóstico-virtual] y que se vuelve ciega ante el sufrimiento de los otros, la memoria de que en el centro de la fe cristiana se halla un Cristo fracasado, sufriente y que muere en la

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En este punto, podrían ser teológicamente útiles las reflexiones de Emmanuel Levinas. Sobre el concepto de affectus fidei, cf.: P. SEQUERI, Il Dio affidabile, Milano1996, esp. 477ss. Véase: J. DUQUE, O excesso do dom, Lisboa 2004. H. U. VON BALTHASAR, Theologik, I, Einsiedeln 1985, XX.

vergüenza, puede abrir a los seres humanos los ojos a la verdad”52. Aplicado esto a nuestro tema, diríamos que puede convertirlos. Una estética teológica se fundamenta en la fe como percepción de una figura histórica y corporal. Pero esta percepción de figuras históricas y corpóreas concretas, acaece siempre, como la percepción de seres humanos que sufren inocentemente. Por eso la redención se da siempre sin ningún viso de ilusión. Es cierto que esa redención sólo puede venir de la gloria misma de Dios. “Pero el rostro de esa gloria es el Hombre de la cruz, pascualmente transfigurado”53. De ese modo, la cruz se vuelve símbolo de un insuperable realismo estético, al que Rahner ha llamado “realismo pesimista”54. Y se vuelve, al mismo tiempo, en cuanto transfigurada por la resurrección, en el único fundamento de la esperanza. La celebración litúrgica de ese fundamento se presenta, para nosotros, como el modo principal de anticipación estético-corporal de la redención definitiva. La via corporis y la memoria passionis, mortis et resurrectionis serían, por tanto, los caminos principales de una estética teológica en el contexto cultural actual. En estos caminos, una estética de la fe sería, precisamente, la percepción pragmático-doxológica de la figura cristiana en la modernidad tardía. Y esa sería una posible versión contemporánea del acto de fe, como dinámica de conversión personal y social.

Epílogo Desde el punto de vista de la Teología Fundamental – y en nuestro contexto del estudio del acto de fe como conversión que afecta a la constitución del sujeto y de la sociedad, afectando también a la constitución misma del ser en su origen – surge la cuestión de la relación entre el acto de fe y la noción misma del ser humano y de todo aquello que es, con lo cual el estudio es llevado al nivel ontológico. A ese nivel, la noción de conversión, puesto que implica la referencia del ser humano a la gracia de Dios, único origen posible de la nueva constitución por la fe, implica un estudio de la correspondiente noción de naturaleza (sea de la naturaleza humana, sea de la naturaleza de todo lo que es). Nos hallamos, pues, en el seno de la cuestión clásica de la relación entre la naturaleza y la gracia, o entre naturaleza y sobrenaturaleza. Según las perspectivas más acentuadas o radicales de la teología escolástica tradicional, la relación de la sobrenaturaleza con la naturaleza se reduce a algo extrínseco, como una especie de «planta» o «piso» superior, añadido al inferior, pero sin que el inferior esté necesariamente orientado al superior, o incluso determinado por él. En este sentido, la naturaleza estaría solamente predispuesta negativamente para la gracia, en la medida en que no la contradice ni se le opone. La

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J. MOLTMANN, Theologie der Hoffnung, in: J. B. BAUER (Hg.), Entwürfe der Theologie, Graz 1985, 235-257, aquí: 243. J. SPLETT, op. cit., 185. K. RAHNER¸ Grundkurs des Glaubens, Freiburg i. Br. 1977, 390.

gracia, como manifestación de la sobrenaturaleza, aunque presuponga la naturaleza, afirma su absoluta gratuidad solo en la medida en que no se halla «contaminada» por la naturaleza, presentándose ante ella únicamente de forma dialéctica y en total ruptura con ella55. Como es sabido, Karl Rahner fue uno de los críticos más significativos de ese «extrinsicismo»56, pretendiendo que la noción misma de naturaleza, como naturaleza pura, es por sí misma, secundaria. Es decir, se trata de una especie de «resto» conceptual, un puro concepto de razón, sin concretización real. Es como lo que sobra, cuando pensamos sobre la amplitud de la autodonación de Dios al ser humano. Como tal, el concepto de naturaleza presupone el de sobrenaturaleza, y no a la inversa. Con esto, se afirma que, aquello que en el ser humano es colocado desde siempre y para siempre en el contexto de la experiencia de la gracia, es su misma verdad ontológica e históricoconcreta (existencial). Si a eso lo llamamos, en un sentido muy genérico, naturaleza humana, entonces podemos afirmar paradójicamente que la naturaleza humana es sobrenatural, pues el ser humano es un acontecimiento de la gracia en todo su ser, en cuanto verdadero ser. La naturaleza humana significaría la realidad del ser humano, como unidad de espíritu y materia, en una autotrascendencia orientada hacia Dios, re-orientada permanentemente en la conversión. Sin embargo, si esto es así, pierde sentido todo discurso que distinga la naturaleza de la sobrenaturaleza, como consecuencia de la falta de sentido del discurso que las separaba. Pierde sentido real, aunque quizás pueda mantener un sentido puramente teórico-reflexivo57. Sin embargo, el problema antropológico es un problema real y no simplemente lógico. Ahora bien, este problema consigue su complejidad mas profunda cuando tenemos en cuenta que la revelación de la verdadera naturaleza humana, como sobrenaturaleza, no siendo extrínseca a ningún ser humano, sucede únicamente en el interior de la historia humana, en cuanto historia de salvación y, más aún, en el interior de esa historia específica, en la historia universal-particular de Jesucristo. Así mismo, el don gratuito de Dios en Jesucristo, como núcleo del evento o adviento de la gracia y, por tanto, de la dimensión sobrenatural, es el acontecimiento supremo de la naturaleza humana, revelando su plena verdad ontológica y existencial. Pensar el ser humano, sin referencia a esa revelación, sería pensarlo hipotéticamente, como «naturaleza pura». Pero esa hipótesis se ha vuelto imposible debido, precisamente, a Jesucristo; es

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El problema nuclear de esta concepción puede verse en la afirmación tan radical como rara de que “la naturaleza es necesaria a la gracia, pero la gracia no lo es para la naturaleza” (L. MALEVEZ, Théologie et philosophie: leur inclusion réciproque, in: «Nouvelle Révue Théologique» 93 [1971] 113-144, 116), lo cual podría conducir a la conclusión paradójica de que la gracia depende de la naturaleza, pero ésta no depende de aquella, invirtiendo así sus mismas definiciones! Heredando, así, un proyecto teológico denominado «integralista» (no «integrista»), que pretendía ir más allá de esta división artificial, con la recuperación de una gran tradición teológica. Aunque sea muy difícil comprender lo que puede significar ese concepto «residual» de naturaleza pura defendido todavía por Rahner, una vez que historicamente no puede ser considerada existente. ¿Será la hipótesis de un ser humano absolutamente centrado y fundamentado en sí mismo? ¿Será la «naturaleza» humana o quizás su perversión, como hemos visto?

escatológicamente imposible, en la medida en que esa imposibilidad afecta a toda la historia humana antes y después de Cristo. De esa manera, cuando la interpretación de la experiencia trascendental del ser humano se identifica como experiencia sobrenatural de la gracia, a partir de la historia de la revelación cristiana, el ser humano puede reconocerse en su experiencia antropológica más profunda. Por esta vía, retomando cierto «existencialismo» e «integralismo» augustiniano y, más tarde anselmiano, y superando cierto ontologismo tomista, que concluye en una especie de «dualismo» heredado y radicalizado por la modernidad de inspiración kantiana, se afirma la inseparabilidad entre naturaleza e historia, entre ser y tiempo, entre esencia y existencia. El «existencial sobrenatural» es, de forma aparentemente paradójica, al mismo tiempo, natural y don histórico. En ambos sentidos es siempre gratuito: gracia. Por eso, Rahner puede decir que “la experiencia individual de cada uno y la experiencia religiosa colectiva de la Humanidad nos dan derecho, en una determinada unidad e interpenetración recíprocas, a interpretar el ser humano, sobre todo donde él se experimenta de diversos modos como sujeto de la trascendencia ilimitada, como acontecimiento de la absoluta y radical auto-donación de Dios”58. El ser humano en su «naturaleza» histórico-existencial, en cuanto libertad personal y ser social, es acontecimiento de gracia, es decir dado gratuitamente, en su esencia existente y en su existencia esencial. El mismo E. Jüngel, que nos ha servido de inspiración en la elaboración anterior, aunque es heredero de la tradición de la teología dialéctica y defiende la analogía de la fe como única base para pensar y hablar de Dios, no olvida el papel ontológico fundamental de la interpretación creyente del ser humano. Incluso es más explícito cuando dice: “La confrontación teológica con la propuesta cartesiana de la metafísica moderna y con sus consecuencias tiene aún que responder a la cuestión de saber si ya comprendemos la esencia humana cuando se conoce al ser humano sólo como sujeto de producción y de auto-fundamentación... Esta determinación del ser humano es, todavía,... por lo menos en cuanto pretende ser la determinación primaria del humano, de rechazar... el ser humano es ser humano, en la medida en que logra confiar en algo diferente de sí... Esa promesa constituye, más allá de toda ley, el ser del Hombre en cuanto Hombre”59. Ahora bien, si hablamos del ser del Hombre en cuanto tal, hablamos de la naturaleza humana. Pero, tal y como es entendida aquí, estamos hablando simultáneamente de sobrenaturaleza, o sea, del ser humano constituido en su verdad precisamente por el don gratuito de la fe, es decir, por la gracia de Dios. Si el ser humano constituido por el acto de fe es, en su esencia ontológica, ser-convertido, en cuanto «ser-a-partir-de-otro» y «ser-para-otro», entonces en eso está precisamente su verdad o la verdad de su ser, en cuanto volver a ser (con-vertere) lo que originariamente debería ser o es.

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K. RAHNER, Grundkurs des Glaubens, 137. E. JÜNGEL, op. cit., 242.243.244.

Nos situamos, así, en el nivel en el que se había dejado anteriormente la separación alternativa entre naturaleza y sobrenaturaleza, hasta que esa distinción, salvo a nivel de un «resto conceptual», se vuelva claramente una distinción artificial. A su vez desde el punto de vista de la epistemología teológica, nos hallaríamos también en un nivel que ha dejado atrás la distinción entre teología natural y teología sobrenatural, como correspondería a la reflexión sobre naturaleza o sobrenaturaleza humanas. Cuando mucho, se trataría de una especie de «teología natural» que asume la naturaleza humana como constituida sobrenaturalmente en su misma raíz, a no ser cuando falsea su misma verdad. Por lo tanto, estudiar el acto de fe como acto de conversión no significa acentuar la dialéctica negativa que pretende superar la naturaleza humana con el don gratuito de Dios presente en el acto de fe, sino más bien penetrar en la verdad profunda de la misma naturaleza humana, tal y como nos es revelada en la dinámica del acto de fe. De ahí resulta su pertenencia antropológica e incluso ontológica más profunda.

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