EGIDO, Teófanes (coord.), Los jesuitas en España y en el mundo his- pánico, Ambos Mundos, Madrid 2004, 511 págs., con índice onomástico.

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Descripción

EGIDO, Teófanes (coord.), Los jesuitas en España y en el mundo hispánico, Ambos Mundos, Madrid 2004, 511 págs., con índice onomástico. La historia de los jesuitas ha hecho correr ríos de tinta a través de sus múltiples y variadas publicaciones entre quienes se han acercado al tema, unos con pasión (defensores y detractores) y otros con serena objetividad. A pocos ha dejado indiferentes la Compañía de Jesús, sus actividades y avatares, extinción incluida en 1773, desde que Ignacio de Loyola la fundara allá por los años 1540. Avatares sufridos en el XVIII, en el XIX y en XX a golpe de exilio, extinción, restauración, disolución, etcétera, fruto de una mitificación excesiva o interesada que le ha creado a lo largo del tiempo recios enemigos y fieles seguidores, pero que también le ha perjudicado en el normal y sereno desempeño de su misión. Se ha mitificado su poder, su influencia, su riqueza, viendo o sospechando siempre un algo más en la trastienda de lo que presentaba el escaparate. Por esa razón había que tener cuidado y en ello anduvieron algunas cortes que lo utilizaron cuan- do les convino y lo detestaron cuando les interesó, convirtiendo a los jesuitas en sujetos peligrosos, como sucedió en Portugal, Francia o España y obligaron al mismo papa a extinguir la Orden. Entre tanto apasionamiento, los profesores Javier Burrieza, Teófanes Egido y Manuel Revuelta han hecho un ejercicio de objetividad para enfocar y

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presentar esta historia de los jesuitas en España y en el mundo hispánico, historia más detallada en unos casos y más general en otros, tratada con la maestría que proporciona el oficio y los conocimientos. Javier Burrieza abre el fuego con los primeros capítulos (I-VI) que marcan el nacimiento de la Orden (siglos XVI- XVII). Teófanes Egido se centra en el siglo XVIII con el capítulo VII, siglo amargo para los jesuitas. Finalmente, a Manuel Revuelta le corresponde la parte contemporánea con los capítulos VIII-XIII que coinciden con la restauración de la Compañía en 1814 hasta hoy. Así pues, el profesor Burrieza nos presenta esa Institución nacida en 1540 en torno a un pequeño grupo de jóvenes con una visión innovadora y también es- pecial en sus objetivos como será la Orden a lo largo de su existencia en su modo de ser, de actuar y de comprometerse con su cuarto voto al servicio del papado con cierto aire combativo y también elitista, que le diferenciará del resto de Reli- giones. Sus rasgos peculiares le proporcionarán benefactores impulsando su ex- pansión e implantación en casi todo el mundo y consiguiendo con poco efectivos una amplia labor al calor de las conquistas, al lado de la espada y, en ocasiones, por delante de ella. Mucho tuvo que ver en ese trabajo su modelo unificador. Claro que esta expansión encontró oposición y hostilidad por parte de políticos y eclesiásticos. Mención especial merecen los casos de los dominicos Melchor Cano y Palafox, la bestia negra de los jesuitas, y cuya elevación a los altares se trató siempre como arma arrojadiza en su contra. Tampoco faltaron sus propias rencillas y rivalidades de carácter tanto nacionalista como religioso agudizadas por las acusaciones externas en torno a temas cruciales para la Iglesia como la gracia. Los jesuitas desde su fundación se fueron acomodando a las circunstancias sociales y políticas, siendo capaces de colaborar con la Inquisición al tiempo que eran sospechosos de alumbrados y se ponen en tela de juicio sus obras más emblemáticas y sus autores más ilustres. Capearon temporales y fueron cada vez más osados abriendo diferentes frentes que les aumentaron los enemigos, en momentos en los que su aparente uniformidad estaba algo resquebrajada. A los ataques externos se unía, pues, su propia división interna. Así sucedió con temas tan significativos como la libertad humana, la gracia, la salvación y la acción divina. La polémica era importante y así se reflejó en los medios de la época, libros, teatro, canciones, poesía... Los jesuitas presentaban unas ideas más prácticas y adecuadas, en general, a la realidad del hombre, harto de especulaciones, que sus contrarios. En este sentido, el probabilismo se vio como un sistema adecuado para dar respuesta a los problemas morales del hombre, aunque no lo inventaron los jesuitas. Y en eso tenían razón frente a los defensores del probabiliorismo que encubría un fundamentalismo imposible e inútil para la mayoría de hombres a los que se les quería salvar a toda costa y por todos los medios. Fanatismo que se re- coge en sermones, pláticas, misiones, etcétera, y hace cuanto menos imposible la salvación y lleva hasta su extremo la miseria humana. Algunos jesuitas quisieron

201 tirar por la vía media. Otros intentaron dulcificar el camino de la salvación hasta el punto de ser tratados de laxistas y con tal nombre se identificó al probabilismo. Si a ello unimos la teoría del tiranicidio (límite al poder absoluto), que tampoco inventaron los jesuitas,

aunque sí le dieron forma, entenderemos el clamor del resto de clérigos aduladores del poder absoluto y de los políticos que, aunque ilustrados, defendían el despotismo, contra la Compañía de Jesús como Institución. La polémica entre probabilistas y probabilioristas acabó en guerra abierta, identificando a los primeros como laxistas y a los segundos como jansenistas, abriendo un abismo en el seno de la Iglesia. La defensa del tiranicidio les situó como enemigos de la católica monarquía, que era decir mucho. Sus orígenes modestos abrigaban unos objetivos ambiciosos que se concretaron en puntos fundamentales de su identidad. En primer lugar, la educación al servicio de la virtud (antes santo que sabio), pero también como medio de pro- moción social y siempre al servicio de la nación. Percibieron desde el principio que su misión eclesial, social y contrarreformista debía partir de la enseñanza, mejor, de la educación, integral y de carácter humanista dirigida a una elite. Se centraron en el latín, sin descuidar las lenguas vernáculas, como lengua de cono- cimiento (se les acusará de no saberlo), acudiendo a los clásicos, que censuraron moral y físicamente (Terencio). La Gramática latina se convertirá en fuente de agrias controversias en el siglo XVIII. Como innovadores introdujeron la emula- ción, las funciones públicas como evaluación de su método, donde no faltaron representaciones teatrales que cumplían una función propagandística de las ideas jesuíticas. No en vano pretendían el monopolio educativo por el que lucharon contra sus adversarios, en Valencia la Universidad y los escolapios. En segundo lugar, intentaron reformar la predicación. Buena falta hacía. De sus filas salieron buenos predicadores pero también buenos estrategas que buscaban los modos de llevar la doctrina a todos, niños, adultos, curas, frailes, etcétera. En esa línea redactaron catecismos que luego poco a poco se multiplica- ron. Era un sistema pedagógico de aprendizaje. Muchos aprendieron a leer de es- ta forma. Yendo un poco más lejos creyeron necesario poner en marcha misiones que llevara el conocimiento de la religión a quienes ignorándola creían saberla. Este mundo sacral proyectaba una imagen falsa de la sociedad española que con- venía modificar. Sólo que las misiones, por su propia estructura y dinámica, podían hacer poco. Se trataba de una pastoral efectista, sentimental y engañosa, pero se convirtió en una estrategia de primer orden a la que se dedicaron con entusiasmo los jesuitas, también otras Órdenes. La predicación se complementaba con el confesionario, con la penitencia. A esta faceta se entregaron en cuerpo y alma siendo insustituibles para determinados grupos sociales y controlando lo que era más importante el confesionario regio hasta Carlos III. Su expulsión en 1767 puso al descubierto su fuerza en el confesionario. Se dedicaron a otros ministerios como las visitas a los hospitales y a las cárceles, la asistencia a los moribundos y se rodearon de adeptos a través de

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distintas congregaciones y prácticas de devociones acrecentadas con sus propios santos que explotaron a lo largo del siglo XVII. Su labor misionera les llevó a las colonias españolas, no sin ciertas prevenciones al principio, donde pudieron expandir su modelo, cumpliendo una triple función, salvar almas, servir a los conquistadores y afianzar su Institución. No fueron muchos, pero se organizaron y supieron hacer frente a las dificultades económicas con actividades mercantiles que les supondría ser tachados de ricos. Estuvieron presentes en todos los escenarios y lugares y se prepararon para misionar adaptándose a los nativos. El ejemplo más elocuente fue el de las reducciones guaranís del Paraguay que tanta literatura despertó en la segunda mitad del XVIII desde el tratado de 1753 con Portugal, utilizado como arma arrojadiza en su contra, al igual que los ritos malabares de Oriente. En el siglo XVIII, que trata el profesor Egido, la Compañía se había con- solidado; contaba con algo más de 5000 miembros trabajando en España y en sus territorios de ultramar. Todo parecía ir bien a pesar de las polémicas teológicas y jurídicas y de prevenciones que surgieron contra su creciente poder. Por ello se hizo más visible el ambiente hostil de las cortes católicas y de los ilustrados. Primero Portugal (1759), luego Francia (1764) y más tarde España (1767) fueron expulsándolos por diversos motivos que coincidían en lo mismo, representaban un peligro para el Estado. Carlos III pudo sentirse tranquilo al constatar cómo to- dos los sectores sociales respaldaban su decisión. La servidumbre hacia el poder absoluto fue patente por parte del clero regular y secular con escritos que hablaban más de pasión y de interés que de razón. Tras la expulsión se trabajó a fondo para lograr su extinción en 1773. A España volverán por la puerta de atrás cuan- do las cosas se pongan mal en la República Cisalpina y Carlos IV les invite a regresar para echarlos otra vez en 1801. No regresarán ya hasta 1815 después de que Pío VII restableciera la Orden y Fernando VII derogara la Pragmática de Carlos III. No fue el momento idóneo pues quedarán marcados por el signo del absolutismo del que no se podrán librar, aunque quizás tampoco pusieron mucho de su parte, hasta el Concilio Vaticano II. Defendieron las posiciones más intransigentes de la Iglesia frente al liberalismo con el que podrían haber convivido perfectamente. Fue el sino de la Iglesia y de la Compañía.

Manuel Revuelta estudia las distintas fases de la Institución desde 1815 hasta 1865; de 1874 a 1931 y de 1931 a 1965 para acabar con la puesta al día que produjo el Concilio Vaticano II, actuando sobre la Compañía como un terremoto sacudiendo sus adormecidos cimientos todavía al amparo del nacionalcatolicismo. No obstante, antes ya se habían vislumbrado signos revitalizadores en algún sector. Desde 1815 los jesuitas reprodujeron sus antiguos esquemas y a lo largo del XIX y XX participaron de ese devocionismo ñoño y falso que caracterizó a la Iglesia. Se dedicaron a la educación, no abandonando a los sectores más desfavorecidos, especialmente desde el pontificado de León XIII, a la predicación, a las misiones interiores y externas. Fueron objeto predilecto de los ataques anticlericales

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sin poderse quitar la imagen integrista que les rodeó como defensores del papado y de los regímenes conservadores. El trabajo de los autores queda cumplido al proporcionarnos una obra que nos permite tener una visión completa de la historia de los jesuitas en los momentos de gloria y de fracaso. Su rigor no es óbice para que el lector pueda disfrutar de una amena lectura.

Vicente León Navarro

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