EDUCACIÓN POÉTICA

July 25, 2017 | Autor: Stephanus T | Categoría: Education, Poetry, Homeschooling, Muses
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Descripción

John Senior — Dennis Quinn — Frank Nelick

Educación Poética

C&F Ediciones

Sic Transit Gloria Mundi

Traducción del inglés y notas biográficas del Blog de Cruz y Fierro. Imagen de portada “Apolo danza con las Musas” (Romano Giulio). Realizado gratuitamente para su distribución también gratuita. Se prohíbe por lo tanto su venta o comercialización en cualquier forma.

Aclaración previa: A comienzo de los 1970, los profesores John Senior, Dennis Quinn y Frank C. Nelick inician en la Universidad de Kansas un programa llamado Pearson Integrated Humanities Program, IHP, (Programa Integrado de Humanidades Pearson). Los profesores eran católicos, pero el programa no. Su trabajo consistía en enseñar los clásicos y transmitir a sus estudiantes el amor por el conocimiento y el aprecio por el legado de la civilización occidental. Pero el IHP tuvo el efecto adicional de provocar un alarmante (para algunos) número de conversiones al catolicismo entre ateos, judíos, protestantes y católicos nominales, conversiones que produjeron frutos extraordinarios. Este programa, como era lógico, no era bien visto en ámbitos universitarios donde reinaba el relativismo cultural y un humanismo secularizado. Los tres profesores eran radicales en su doctrina: enseñaban a creer en lo real, a buscar la sabiduría más bien que el conocimiento, a buscar la Verdad, la Belleza y el Bien. “Éramos la generación de la televisión” —dice uno de los alumnos—. “Nuestras vidas estaban fragmentadas, nuestros pensamientos interrumpidos cada diez minutos por los comerciales. Los profesores trataron de tomar todos los fragmentos y formar una pintura completa.” Las conversiones fueron más de doscientas, y a ellas siguieron las de familiares y amigos. Varios de ellos ingresaron en la abadía benedictina Notre-Dame de Fontgombault, en Francia; otros, son sacerdotes religiosos o seculares; algunos se dedicaron a la enseñanza; un grupo se ha instalado en Gallup, un pequeño pueblo del desierto de Nuevo México, donde, alejados del espanto de la ciudad, viven manteniendo la fe de nuestros padres. [Tomado de la traducción de “Wanderer” al primer capítulo del libro de John Senior, La restauración de la cultura cristiana.]

La torre de varios pisos John Senior

Existe una distinción bastante bien conocida, bastante citada pero poco entendida, entre la extensión horizontal del conocimiento y la ascensión vertical del mismo a planos superiores. Por ejemplo, es obvio que el conocimiento de la carpintería puede ser extendido horizontalmente en la práctica del oficio —un hombre puede aprender cada vez más algo haciendo simplemente eso una y otra vez, digamos colocando un piso—; y su conocimiento puede también extenderse por la aplicación de estas habilidades a cosas diferentes — desde pisos hasta escaleras, ventanas y techos—. Habrá aprendido por la práctica y aplicación cada vez mayor de las mismas operaciones. Ahora consideremos el conocimiento del arquitecto que incluye el de la carpintería, no en la práctica, sino en sus razones. El arquitecto, al considerar los principios de la construcción como un todo, debe conocer las razones de los porqués —esto es, la diferencia entre saber cómo y saber por qué—. Todo el conocimiento de todos los carpinteros del mundo sumado nunca se igualará al del menor de los arquitectos, y el menor de los arquitectos, a pesar de que no tenga habilidad para la carpintería, entiende las razones de ella más allá de lo que lo haga el carpintero. El arquitecto, desde un plano más elevado, ve las razones de lo que hacen los carpinteros, los albañiles, los techistas y los vidrieros. Ve las razones para aquellas cosas y las integra —no sólo las coordina, no sólo ordena líneas dispares de actividad a la manera de un capataz—; él las integra, es decir que las ve como parte de una integridad o un todo. El piso, la escalera, la ventana y el techo no son simple coordinación, sino partes que juntas hacen una casa; son elementos constitutivos de una cosa, de la cosa una, total e integral. Pero supongamos ahora que ¡todo el conocimiento es una integridad! Existe una famosa imagen, que nos ha llegado en diferentes versiones desde la Edad Media, que ilustra lo que es la educación. Su dibujo es una especie de torre con varios pisos en la cual el alumno con su bolso y su cuaderno ingresa por la planta baja y es recibido por un austero maestro, con ojos felices, un puntero llamado baculum y un libro, el Donatus, nombre que le viene de su autor [Elio Donato] el célebre gramático del siglo IV. Luego, en la ventana del primer piso, vemos al mismo muchacho progresando en la Lógica de Aristóteles y en la ventana del segundo piso éste alcanza la Retórica de Cicerón. Supongamos que nos detenemos aquí por un momento para recapitular y retengamos lo en la cabeza: la Retórica es el arte liberal de la alimentación intelectual, como la Cocina es el arte servil de la alimentación física. La Retórica hace eficaz a la verdad. No es simplemente una suma de toda la Gramática o de toda Lógica, lo mismo que la Cocina no consiste en verduras cada vez más grandes. La Retórica, por el contrario, es lograr algo con las oraciones y los argumentos con que la Gramática y la Lógica nos han provisto. La Retórica es Gramática y es Lógica; ellas son sus partes constitutivas. Desde el punto de vista del plano más elevado de la Retórica, uno ve la Gramática y la Lógica desde arriba y ve las razones de sus operaciones.

Estas artes liberales difieren unas de otra verticalmente; uno se mueve de una sino por medio de una ascensión vertical los niveles inferiores, en forma análoga a la

otras verticalmente; uno se eleva de una a a otra, no a través de una extensión horizontal, a un nivel superior de comprensión que incluye relación entre la parte y el todo.

En la imagen, el niño, ya adolescente, sube del tercero al sexto piso, entrando a los pisos más elevados de la Aritmética, la Geometría, la Música y la Astronomía; más allá de ellas, el joven trepa a la Filosofía, pasando por la Física, la Biología, la Psicología, la Ética, la Economía y la Política — hasta alcanzar la Metafísica y el pico más alto, la Teología, el estudio de la mente de Dios que conoce y crea todas las cosas — en Quien, por lo tanto, el universo y todo el conocimiento se integran. Este valiente joven que se encuentra en la cima de la escalera debe ahora descender hasta el lugar donde, en la escala del trabajo, yacen sus talentos, aprendiendo cómo hacer un arte u oficio en la práctica diaria, pero contando con una idea de su lugar en el esquema universal de las cosas; una idea con la cual los arquitectos no pueden ser arrogantes ni los carpinteros envidiosos porque ambos se saben partes de algo mucho más grande que ellos mismos. Ésa es la diferencia entre la escuela técnica y la universidad —la universidad se eleva a lo universal; integra lo horizontal en lo vertical; es un lugar donde “los jóvenes idean y los viejos sueñan”—. Y si tu educación no ha sido parecida a eso es porque ninguna institución vive de acuerdo a su misión —pero al menos algunos lo hemos intentado—. El enseñar, dice Platón, es una especie de amistad, cuyo grado más alto es el amor, en el cual las personas se ven entre ellas como partes integrales de algo mayor que ellos mismos —un matrimonio, una familia, un colegio, una nación, una fe—. En tu educación, pasada y futura, en tu búsqueda de la felicidad, en el matrimonio, en la amistad, en tu ocupación, en la recreación, en la política y en tus trabajos ordinarios, si puedes, busca esto —a la larga, deberás preguntarte de qué se trata todo—: ¿Parte de qué son todas estas actividades y compromisos? ¿Qué es lo que las integra? Al menos si olvidas todo lo que aprendiste en la universidad —la mayoría la olvidarás— recuerda esta pregunta —estará en el último examen final que te tomará tu propia consciencia en la última hora de tu vida—: En tu búsqueda de horizontes, de cosas horizontales, ¿haz logrado elevar tus ojos, tu mente y tu corazón hacia las estrellas —a las razones de las cosas—, y más allá, como el gran poeta Dante dice en la cima de esa torre que es su poema, hacia l’amor che move il sole e l’altre stelle (“el amor que mueve el sol y las estrellas”)?

Educación por las musas Dennis Quinn “Antes adoraba a una estrella centelleante.” Shakespeare (Los dos caballeros de Verona, escena VI)

El Programa de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas (IHP) es sujeto de una rica mitología. El más grandioso de los mitos identifica el Programa con una conspiración internacional. Más pintoresco es el cuento que alguna vez circuló y que yo llegué a creer. Parece que el programa original fue comenzado por tres perfectamente respetables profesores llamados Nelick, Senior y Quinn. Sin embargo, más adelante, debido a alguna ingeniosa estratagema, estos tres fueron reemplazados por tres hombres completamente distintos — completos villanos— pero que aún respondían por los mismos nombres. De hecho, los profesores del Programa con frecuencia tenían la extraña sensación de que eran víctimas de una identidad equivocada — como Cinna, el poeta del Julio César de Shakespeare. Cinna estaba de camino al funeral de su amigo César cuando es acosado en la calle por la turba romana. Cinna se identifica a sí mismo, pero la multitud piensa que él es el Cinna que fue uno de los asesinos de César. Cuando lo atacan, Cinna grita: “¡Soy Cinna el poeta! ¡Soy Cinna el poeta! ¡No soy Cinna el conspirador!” Pero, no pretendo aquí meterme con la mitología del IHP, sino tan sólo con el misterio del IHP. Porque, a pesar de la copiosa publicidad, sigue siendo inescrutable. Durante sus siete años de vida, el IHP fue evaluado, estudiado, analizado, observado, examinado, discutido, debatido, criticado, denunciado, desafiado, demonizado, satirizado, condenado y maldecido; fue explicado, defendido, comentado, reivindicado, tenido en lástima, alabado, celebrado, honrado, apelado, adulado y bendecido. Y aún así, el IHP es extrañamente desconocido; es tan secreto como el sol: obvio pero obscuro. De las muchas razones por las cuales el IHP sigue siendo misterioso, trataré sólo una: que fue enseñado, literalmente, de modo poético. Pero antes de comenzar la exposición de este misterio, me referiré brevemente al rol del IHP en la actual crisis de las Humanidades. Todos reconocen que en la educación superior las Artes Liberales, en general, y las Humanidades, en particular, están sufriendo una seria declinación. El vocacionalismo está llevando cada vez más a los estudiantes hacia las escuelas profesionales o los programas de entrenamiento donde una habilidad comercializable puede aprenderse rápidamente. En esta competencia, las Humanidades están condenadas a terminar en tercer lugar detrás de las Ciencias Sociales y las así llamadas “Ciencias Duras”. Sin duda, las causas de esta declinación son numerosas y complejas. Deseo proponer una causa que ha sido subestimada, una que yace dentro de la misma Universidad. Las Humanidades han perdido su interés debido a que han descartado lo que constituye su atractivo distintivo. Me refiero al amor de la Sabiduría por ella misma. Para ponerlo de forma más enfática, las Humanidades han vendido su herencia por un lío de metodologías. Las Humanidades han sido convertidas en profesiones y ciencias hasta el punto donde el estudiante ordinario con una primer amor hacia la poesía, la historia, el arte o la filosofía encuentra su afecto recompensado con notas al pie, proyectos de investigación, bibliografías y jerga académica —toda la parafernalia ponzoñosa que mata para disecar—. Lo que estoy afirmando es que los estudiantes y profesores de Humanidades han dejado completamente de amar las cosas que estudian porque la ciencia es desapasionada, lo mismo que la actitud “profesional” del investigador moderno. Uno de los momentos más memorables

de mi carrera universitaria ocurrió el día en el que un distinguido especialista en Milton lloró en clase tras citar de memoria a Virgilio. Un hombre duro, engominado, severo e inteligente, nunca antes o después volvió a verse traicionado por sus emociones ante un poema; admiré a este hombre y aún lo hago, pero cuando lo vi lagrimear por Virgilio, me di cuenta qué tan lejos la educación académica puede llevarnos de nuestro motivo original para estudiar. No pretendo aquí atacar la ciencia, la academia o la investigación científica básica, pero sí deseo desafiar la idea de que la Universidad es en primer lugar un instituto de investigación. La devoción hacia las Artes Liberales —la Sabiduría por ella misma— está en el corazón de la Universidad y, de hecho, es el verdadero motivo de la investigación básica. Es el transmitir esa devoción a los estudiantes lo que revitalizará la Universidad, no más presupuesto estatal. Ahora bien, según los estándares de medición usuales y obvios, el IHP fue un emprendimiento exitosísimo. Atrajo un significativo número de estudiantes que han demostrado logros de alta calidad y que continúan apoyando el Programa. ¿Por qué es que este programa de Humanidades florece mientras que el interés general por las Artes Liberales se marchita? Mi respuesta es que el IHP presentó las Humanidades como Humanidades. Es la clase de educación que yo llamo educación por las musas, y en la mayor parte de mi discurso intentaré no sólo describir sino poner en práctica lo que nosotros enseñamos en el IHP. En Las Leyes, el vocero de Platón dice: “¿Debemos entonces comenzar con el reconocimiento de que la educación es recibida primero a través de Apolo y las musas?” Las musas son las deidades de la poesía, la música, la danza, la historia y la astronomía. Ellas introducen al joven en la realidad del asombro. Es una educación total que incluye el corazón —la memoria, las pasiones y la imaginación— lo mismo que el cuerpo y la inteligencia. En primer lugar, las canciones de cuna y los cuentos de hadas presentan al niño con el fenómeno de la naturaleza. “Brilla, brilla, linda estrella” es una introducción Musical (con “M” mayúscula) a la astronomía que incluye algunas de las observaciones primarias de los fenómenos astrales y moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro. Ahora bien, es precisamente esta emoción la que provee la energía motivadora para la educación. La “motivación” se ha convertido en la bête noire de los educadores modernos. ¿Cómo puede motivarse al joven para aprender? ¿Mediante recompensas y promesas de recompensas? Pero, mediante inducciones de este tipo, los jóvenes atravesarán las mociones de la educación, pero seguirán inmóviles. ¿Entonces qué? Exponiéndolos a las musas, donde ningún fenómeno se ve sino bajo la apariencia de lo asombroso. Díganme si no: el asombro no es una sentimentalidad azucarada sino, por el contrario, una poderosa pasión, una especie de temor, una fea confrontación con el misterio de las cosas. A través de las musas el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta es, como han dicho los filósofos, el comienzo de la filosofía —no sólo el primer paso—; sino el arche, el principio, del mismo modo en que el uno es el comienzo de la aritmética y el temor de Dios es el comienzo de la Sabiduría. De esa forma, el asombro tanto da inicio a la educación como la sostiene en el tiempo. Apolo y las musas educan a los novatos, los amateurs, aquéllos que llamamos en la Universidad “alumnos de primer año”. La definición de Ezra Pound, “la poesía es la noticia que sigue siendo noticia”, es inadecuada pero es verdadera como viene. Las musas representan la vida fresca, tal como si se la viese o experimentara por primera vez. En la filosofía, Sócrates es el gran comienzo, el gran novato, quien nunca perdió su status de amateur, aquél que insistió en que la Filosofía no es nada más que lo que la palabra significa literalmente, el amor de la Sabiduría. En este punto existe el peligro de malinterpretar. Lo que estoy llamando educación por las musas puede confundirse con la educación por las trampas —el tipo de frivolidad antiintelectual de diversión y juegos que ha erosionado continuamente la habilidad de lectura, escritura y aritmética de los jóvenes—. Es inútil tratar de hacer interesantes los números dibujándoles caritas; y una cierta carga de tedio es inevitable en toda educación. Lo que estoy diciendo, sin embargo, es que a menos que un niño sea llevado a amar el aprendizaje en sí

mismo, a través de Apolo y las musas, nada lo inducirá a comprender el duro trabajo necesario para poder aprender habilidades básicas. Pero vuelvo a mi exposición. La educación por las musas es pre-científica; no se ocupa en la medición, el análisis o la inquisición de las causas. “¡Cómo me maravilla que seas!” no es una pregunta; está entre signos de admiración, o puntos de admiración como los llamó Shakespeare. Antes de estudiar la astronomía científica uno debe admirar y deleitarse con el esplendor de los cielos; antes de anatomizar al sapo, uno debe familiarizarse con él en el sapo celebrado y sorprendente de la canción. Así como existe una tendencia en las costumbres modernas de dispensar las presentaciones — llamarse por el nombre de pila inmediatamente y comenzar a hacer preguntas personales de entrada—, del mismo modo en la educación moderna existe la tendencia a saltearse el “Brilla, brilla, linda estrella” para adentrarse en la Astrofísica. Esto lleva a la búsqueda desapasionada del conocimiento y a ese enorme distanciamiento de la realidad observable que muchos estudiantes encuentran repulsivo en sus profesores. Finalmente, este saltearse la introducción poética lleva al desprecio de la familiaridad y la aburrida reducción de todas las cosas a la prosa: “Después de todo, no es el amor sólo cuestión de glándulas ni las estrellas globos de gas en combustión” (dijo alguna vez D.H. Lawrence, para escándalo de los médicos, “Sea lo que sea el sol, no es una bola de gas en combustión”). El verdadero científico, sin embargo, conserva su respeto ante la naturaleza y nunca pierde su sentido del misterio de las cosas: nunca olvida su humanidad y nunca deja de escuchar a las musas. La educación por las musas es participativa. Cantar una canción de amor no es lo mismo que estar enamorado, pero es participar de alguna forma en esa experiencia. Cuando un niño ve el brillo de una estrella lo sabe directamente; cuando canta la canción conoce el brillo indirectamente participando de él. La poesía y la música e incluso la astronomía en este nivel no son para ser estudiadas sino para ser vividas. Tal vez, más tarde, uno pueda aprender las causas físicas de este fenómeno que son las estrellas: este tipo de conocimiento no es participativo, sin embargo, es un tipo de conocimiento más elevado, intelectual y abstracto, pero no eclipsa esa original experiencia participada y que, de hecho, refleja algo que elude la ciencia más elevada. Existe algo de felicidad en un brillo, y todas las fórmulas de la ciencia no deberían y no necesitarían extinguir, ni pueden exceder, esta primera experiencia. Pero aquéllos a quienes los cielos causan felicidad, conservarán el brillo en sus ojos, una forma importantísima de iluminación. En este punto puede venir bien anticipar una cierta exasperación contra todo este énfasis en la canción de cuna. ¿No es frívolo este hablar del brillo? Una respuesta totalmente desarrollada tomaría demasiado tiempo, pero puede ayudar recordar que la melodía simple con la que cantamos “Brilla, brilla, linda estrella” (“Campanitas del lugar”), era una en la que el gran Mozart encontraba inspiración casi interminable. Además de ser pre-científico, la educación musical es también pre-vocacional, ya que el juego intelectual precede al trabajo intelectual, y las artes liberales preceden a las artes prácticas. A pesar de que la condición humana consiste principalmente en trabajo, y el trabajo es de la mayor importancia para una vida satisfactoria y útil, la existencia humana no es para trabajar (como lo es en la filosofía marxista), sino más bien para la consideración y la contemplación — actividades ociosas y gratuitas—. El hombre es una criatura contemplativa, cuya conversación es en el cielo; trabaja duramente seis días con su cara hacia la tierra de modo que en el séptimo día pueda elevar su frente hacia Apolo. La educación por las musas hace posible el ocio genuino frente a la búsqueda vacía y frenética de la distracción y la diversión que caracteriza lo que llamamos, con terrible contradicción, la industria del entretenimiento. El trabajo, sin importar que tan rentable, satisfactorio, complejo o benéfico sea, es un medio, no un fin; y una vida de medios termina siendo un medio ella misma. Es el fin el que exalta el trabajo y le da significado, y es el reino del significado lo que Apolo gobierna.

Es un reino tan brillante como para nublar nuestra vista, ya que las musas son diosas del misterio. Algunos piensan que en realidad su nombre comienza con la misma raíz que la palabra misterio —y mudo y mito también comienzan con la misma raíz—. Mu: significa silencio, lo que no es o no puede ser dicho llana y directamente, o que ni siquiera puede ser dicho. Ante los misterios el hombre cae en silencio para poder escuchar la voz de las musas. La canción que cantan, los cuentos que cuentan, no explican; inician o re-presentan su objeto; lo hacen presente nuevamente, lo regresan a la mente pero envuelto ahora en misterio, envuelto de un silencio protegido y santo. Las musas viven en lo alto y sobresalen en todas sus artes. La historia dirige nuestra atención a los grandes hechos de los hombres, nuestras mismas voces se elevan en un himno, nuestros pies danzan, nuestros corazones gozan. La educación por las musas es vertical —no es cada vez más de lo mismo, sino la acumulación o extensión del conocimiento hacia el horizonte—. El mismísimo modelo de educador horizontal es Tomás Gradgrind, el prosaico maestro de Dickens [en Tiempos difíciles], “con la regla, la balanza y la tabla de multiplicar siempre en el bolsillo, dispuesto a pesar y a medir en todo momento cualquier partícula de la naturaleza humana para deciros con exactitud a cuánto equivale”. El alumno preciado de Gradgrind es Bitzer, el estudiante de honores inevitables, siempre listo para escupir la “respuesta” por partes. A la pregunta, ¿qué es un caballo? Bitzer da una respuesta horizontal perfecta: “‘Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo en primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos. Tiene los cascos duros, pero es preciso calzarlos con herraduras. Se conoce su edad por ciertas señas en la boca.’ Esto —concluye Dickens— y mucho más dijo Bitzer.” Y lo mismo con los miserables hijos de Gradgrind. Ninguno de los pequeños Gradgrind había aprendido alguna vez la cancioncilla tonta, “Brilla, brilla, linda estrella; ¡cómo me pregunto lo que eres!” Ninguno de los pequeños Gradgrind se había maravillado por un tema tal, cada uno de los pequeños Gradgrind había disecado a la Osa Mayor como el profesor [Richard] Owen, pero ninguno había manejado el Carro Mayor como una locomotora. Ninguno de los pequeños Gradgrind había nunca asociado una vaca en el campo con esa famosa vaca con el cuerno deforme que molestó al perro que preocupó al gato que mató la rata que comió la malta, ni siquiera con esa otra vaca aún más famosa que tragó a Pulgarcito; nunca habían escuchado sobre tales celebridades, y para ellos la vaca era sólo un cuadrúpedo con varios estómagos. La criatura humana es anthropos, el animal erguido, parado sobre sus pies, capaz de volver sus ojos a los cielos verticales. Hay educadores que nos dicen que es humano mirar hacia fuera, hacia adentro o hacia abajo, pero las Humanidades al hablar a través de las musas nos dicen, con Robert Frost, que “elige algo como una estrella”. O, con Gerard Manley Hopkins, “¡Mira las estrellas! ¡Mira, levanta tu mirada hacia los cielos! / ¡Oh mira a la gente sentada alrededor de las fogatas en el aire!” Allí arriba puede encontrarse un caballo bastante distinto a la pobre criatura desintegrada de Bitzer, el alado Pegaso puede ser observado suspendido sobre el Helicón, o uno puede llegar a escuchar a Dios hablando con Job desde la brisa [39,19-25]: “¿Das tú al caballo la bravura? ¿revistes su cuello de tremolante crin? ¿Le haces brincar como langosta? ¡Terror infunde su relincho altanero! Piafa de júbilo en el valle, con brío se lanza al encuentro de las armas. Se ríe del miedo y de nada se asusta, no retrocede ante la espada. Va resonando sobre él la aljaba, la llama de la lanza y el dardo. Hirviendo de impaciencia la tierra devora, no se contiene cuando suena la trompeta. A cada toque de trompeta dice: «¡Aah!» olfatea de lejos el combate, las voces de mando y los clamores.” Tal vez, después de todo, sea verdad la mitología acerca del IHP. Tal vez sí somos conspiradores. Y nuestra conspiración se extiende más allá de lo internacional hacia la esfera

celestial; conspiramos con las estrellas; conspiramos con esos espíritus que habitan en el aire, no sólo en sus libros sino en las verdades vivas que son más un destello de luz que una doctrina o un dogma. Uno podría tener compañía mucho peor. ¡Oh co-conspiradores de todas las edades! ¡Odiseo, el gran provisor! ¡Sócrates, compañero corruptor de la juventud! ¡César y Eneas, amantes latinos! ¡Moisés y San Pablo, derribados por Dios! ¡Rolando, el caballero! ¡Chaucer, débonnaire, y todos nuestros peregrinos compañeros! ¡El caballero de la triste figura! ¡Oh dulce príncipe! Que todos vosotros sigáis con nosotros. Cuando Cinna gritó que él era un poeta, la turba contestó: “desgarradlo por sus malos versos”. Tal vez odiaban al poeta tanto como al conspirador, puesto que Plutarco el historiador nos cuenta que la turba desgarró a Cinna miembro a miembro, un destino extrañamente idéntico al de otro poeta mítico, Orfeo. ¡De esa forma de desintegración, que las musas preserven a todo educador poético! [Conferencia ante la Universidad de Kansas el 13 de septiembre de 1977.]

La sombría llanura de la poesía Frank C. Nelick No hace mucho, discutía un cuento de Ambrose Bierce con un grupo de alumnos de primer año. Arruinado por la condescendencia amarga y la algo más que obvia instrumentalización del autor, La Ventana Tapiada tiene poco de recomendable; pero con frecuencia provoca algunas dudas en las mentes de los estudiantes. Alentado por su interés, supongo, me encontré describiendo el cuento como un ejemplo de la transmutación estadounidense del romance gótico, completo, con castillo y oscuro villano. En medio de una oración llena de autoridad, me di cuenta que era culpable del error cardinal de enseñar mal: estaba dando respuestas prosaicas a las preguntas humanas que mis estudiantes ni siquiera habían comenzado a formularse. Es más, al menos en esta instancia, yo había hecho imposible que ellos pudiesen entender la literatura como arte, al despreciar su significado y sustituirlo por un análisis casi histórico de sus antecedentes. De hecho, los estudiantes estaban felices; todos los estudiantes lo están cuando se les proporcionan datos, cualquier dato, que puedan luego recitar por su cuenta, o en combinación, en los exámenes. Desafortunadamente, es con frecuencia la clase que se concentra en los datos, sin importar lo extensos que éstos sean, la de los estudiantes que sienten “que saben casi todo lo que hay que saber”. Los estudiantes brillantes se dan cuenta rápidamente que cuando un profesor comienza una lección con una afirmación del tipo: “Rey Lear ha sido considerada con frecuencia como la más grande de las tragedias de Shakespeare, pero sin un conocimiento del teatro isabelino su éxito queda en la oscuridad”, se les está dando la respuesta a una pregunta de examen del tipo: “¿Por qué es necesario tener algún conocimiento del teatro isabelino para comprender Rey Lear de Shakespeare?” Los estudiantes inteligentes sufren este abuso más que los otros porque no sólo responden bien sino que son singularmente adeptos a estos juegos de memorización. Sin embargo, ellos son capaces de un tipo de educación mucho más exigente y excitante. Aunque sea cierto que La Ventana Tapiada de Bierce es un cuento gótico y que así está probablemente documentada con cuidado como tal, y aunque sea cierto que algún conocimiento del teatro isabelino es necesario para comprender partes de Shakespeare, todas las discusiones acerca de la literatura del mérito deben tarde o temprano dejar de lado las preocupaciones meramente técnicas y volverse a lo humano. Porque la poesía —el término comprensivo— es un arte y, como tal, tiene un fin acorde a él. Al evadir mi propia responsabilidad estaba al mismo tiempo en la mejor compañía moderna y era su impecable descendiente histórico legítimo. Responder preguntas humanas —o tal vez con mayor precisión, no considerarlas— en términos prosaicos es la tendencia de la crítica moderna y una herencia de la innovación más audaz del Renacimiento. Es un error pensar que los humanistas eran sólo redescubridores. Su descubrimiento más importante, o tal vez su invento, fue el cumplimiento del sueño del escriba medieval, facilitado mediante los tipos móviles de la imprenta: el conocimiento podía ser ahora reducido a palabras y mandado a imprimir. La antigua noción de conocimiento que existía antes, como el de un gran diálogo de mentes articuladas, se perdió mayormente en medio del entusiasmo incansable y adquisitivo; la “enseñanza” fue reemplazada por la “erudición”; y las bibliotecas pasaron a ser consideradas, igual que ahora, como repositorios de sabiduría. De todos los modos, este descubrimiento alentó la concentración en las relaciones entre las palabras en vez de la relación entre las cosas, y desde el Renacimiento hasta el tiempo presente la mayor parte del estudio literario se preocupó más con las propiedades del estilo y el bello manejo de la narrativa que con la identificación de las realidades que la gran poesía expone. La reverencia tradicional del texto como vehículo de la verdad ha sido reemplazada por la adoración idolátrica de la cohesión

estructural compleja. Uno casi no puede preguntar, excepto en la seguridad de su familia o entre amigos que también “piensan así”, la simple pregunta que nos transmite un poema: “¿Qué significa?” De hecho, un eminente poeta estadounidense ha ido tan lejos como para decir que un poema debería ser palpable y mudo, algo, imagina, como una fruta redonda. Un poema no debe significar, dice, sino ser. Esto es algo de lo más peculiar para un poeta porque él debería saber mejor que otros que la poesía, como todo el arte, es la imitación de un proceso, y que en su detención no existe sintaxis significativa sino una mera forma infligida. En muchos cuarteles parece existir una confusión casi total sobre los medios y los fines; o, si [Archibald] MacLeish se saliese con la suya, un rechazo de los fines. Esto es probablemente porque es bastante fácil adquirir un conocimiento gratificante e impresionante de medios, pero la comprensión de los fines es muy difícil de obtener. Algunas veces la confusión es desopilante. En un libro de texto introductorio comúnmente usado y altamente respetado, el autor-editor sugiere que un poemita inocuo de Tennyson intitulado “El Águila” es la mismísima águila. Nunca puedo leer el comentario sin recordar a mi abuelo que, uno podría decir, era muy inculto. Pero nunca hubiese cometido el error del académico, ya que como niño había atrapado águilas, y conocía, estoy seguro, las diferencias entre un poema y un ave. Los resultados de esta confusión son con frecuencia menos cómicos porque, sin embargo, están dañando seriamente tanto la intención del mismo texto como el intelecto de quien lo estudia. Un erudito arguye que “es la literatura como un orden de palabras lo que forma el contexto primario de cualquier obra de arte literaria”. Yendo aún más lejos, ofrece la opinión de que “la erudición, o el conocimiento de la literatura, tiene tanta prioridad sobre los juicios de valor como sobre el poder de veto sobre ellos”. Aquí uno puede reconocer todas las implicancias de la confusión entre palabras, o herramientas de la literatura, y la cosa que está representada por esas herramientas. En primer lugar, las nociones que este crítico expresa conducen al intelectualismo burgués, desafortunadamente muy apreciado en un segmento creciente del círculo académico que valora los logros dialécticos o retóricos en cualquier materia. Hábitos tales llevan a una tímida e interminable comparación conversada de opiniones en la cual cada punto de vista es considerado igualmente importante, o —lo que es lo mismo— igualmente trivial. Este dominio de la especialidad y el método, o la “erudición” como se lo llama, arranca de la poesía todo reconocimiento de su propósito o su dirección como arte. Nadie podría nunca contestar la pregunta “¿para qué sirve la poesía?” en términos de contexto lingüístico, y lejos de ser una pregunta tonta, es una que siempre debería ser respondida. Tradicionalmente la causa final de la literatura se consideró que era instruir a la persona mediante el deleite. La poesía busca deleitar mediante el reconocimiento de parte del lector u oyente de las similitudes entre las cosas que el poeta ha visto en primer lugar y “puesto” en su poema; virtualmente todo crítico que se ha preocupado del propósito de la poesía ha concluido que el sentido “se deleita en cosas armónicamente proporcionadas, como en las cosas similares a sí mismas”. Y en cuanto la poesía representa, pinta o imita la naturaleza, trata con la realidad y al hacerlo, instruye. Por estas razones uno puede aprender al leer Macbeth algo de lo que es horripilante y corrosivo acerca de la ambición, o, del reconocimiento de Desdémona [de Otelo], una aguda comprensión de la muchacha de al lado. Finalmente, la concentración en los medios, herramientas o instrumentos de la poesía en vez de la virtud o la verdad que logra representar como arte, hace de la educación —algo diferente a la capacitación— algo imposible. Educar significa satisfacer, completar, prolongar, no rellenar; y dirigirse al asentimiento de la verdad por parte del ser total intelectual, físico, moral y espiritual, no sólo memorizar o adquirir y dominar técnicas. Comprender esto es especialmente importante en la educación universitaria de grado, pues ninguna Universidad será nunca grande sino en virtud de la educación que ofrece a sus estudiantes de grado, aunque por necesidad reciba menos énfasis que el estudiar para los grados superiores. Estos certifican principalmente, sobre la base de la reputación de la Universidad, la preparación

técnica y la capacitación de un postgraduado. Pero, incluso en la educación avanzada, dar importancia principalmente al entrenamiento en las formas, en las palabras y en las construcciones literarias más que en la instrucción deleitable de la poesía, es revertir la tendencia natural de la mente. Con frecuencia olvidamos, porque, como resaltó Frost, las palabras de hecho distraen, de manera amable, oscura y profunda, que existen millas por recorrer antes de caer dormidos; e incluso un hombre tan austero como John Milton toleró la posibilidad de practicar con la flor amarilis en la sombra. En todos lados existen indicaciones de que la decadencia de la disciplina empeora. Los decanos, los clérigos, los burócratas federales y las luces menores de los hambrientos comités temen que, luego de un “escrutinio agónico”, las Humanidades verán tiempos duros en los años por venir. Los estudios humanísticos sí están totalmente desordenados; en los últimos veinte años aproximadamente, los fieles perros pastores se han convertido en feos dormilones descuidados que, tanto en el terreno intelectual como en el químico, no sólo dejan de vigilar su herencia sino que incluso ayudan a abandonarla. Por varias razones —el bum de nacimientos, el Spútnik y la carrera espacial, el ir a la Universidad como forma de evitar Vietnam— el cuerpo de profesores se ha convertido en una bandada chic e incompetente de progresistas a la moda, que no sólo aterrizan con sus revistitas sino que también establecen una cabeza de playa muy firme; y no existen bolsones de resistencia perceptibles. La integralidad de la profesión está perdida, ya que la mismísima noción de integración como fuerza que yace fuera de la profesión se ha evaporado en alguna de las modernas disyunciones del bien y la belleza, el cuerpo y el alma, los medios y el fin. No hay nada nuevo en la enfermedad: [Carlos] Lineo nos da evidencias de ello cuando dijo que cuando los nombres se pierden, las mismas cosas se pierden. El supuesto de nuestro escolar de que un poema es un cosmos lingüístico es pálido y flácido en comparación con la pasión de la Ilustración por las clasificaciones. En nuestro tiempo, palabras como Universidad, doctor, filosofía y profesor son virtualmente insignificantes, describen lo que alguna vez debe haber sido pero que ahora está perdido en la vaguedad de infernales y tontos vientos de cambio. Sólo el cambio parece tener valor, y el calificativo de experto y erudito sólo es apropiado para quien conoce las novedades que se suceden sin fin. Las cosas que son evidentes por sí mismas, simples, planas, recibidas, ortodoxas y ordinarias ya no tienen lugar en el estudio. Todos los estudiantes avanzan y todos los cuerpos de profesores se distinguen. Las “Humanidades” fueron alguna vez los remaches de la educación. Se ocupaban del cuerpo de reconocida excelencia acerca de lo cual había una opinión ortodoxa. En la literatura inglesa los exámenes superiores eran acerca del 1066 [año de la conquista normanda de Inglaterra] y de todo eso, desde el Beowulf hasta Virginia Woolf. Existía, de forma bastante simple, un cuerpo de literatura con el que todos debían estar familiarizados en gran detalle. Lo otro, lo arcano, lo exótico y lo peculiar eran para el gusto privado. El producto de eso era una persona que, sobre todo, amaba la literatura y que se sometía a la placentera restricción de una historia que era secuencial y no implicaba progreso. El estudio tenía un centro; existía un muy firme supuesto de lo que cualquier joven Doctor en Filosofía y Letras debía conocer y transmitir en su enseñanza. Los cuerpos académicos se formaban y renovaban sobre la base de estos supuestos. Pero el centro no se mantuvo; se hizo pedazos, y toda coherencia se ha perdido. Tal vez lo que comenzó todo y causó su aceleración en tiempos recientes es la pérdida de las prioridades, la imposibilidad de lidiar primero con lo primero. Tomando como modelo el espectacular éxito en los descubrimientos de las ciencias duras, estamos ávidos de hacer estudios “avanzados”, considerando que esto, de alguna manera, es la mejor forma de preservar lo mejor. Ciertamente si hubiésemos conocido mejor a Aristóteles, recordaríamos porqué llamó a algunas cosas Física y a otras, Metafísica. La poesía no es una cosa avanzada; es, del mismo modo que el latín, una primera cosa. Es una cosa de niños; tal vez las Universidades puedan ofrecerla sólo como una disciplina de expertos asumiendo que los estudiantes aprendieron a amarla en algún momento de una niñez inusual. Sin embargo, existe una estación para todas las cosas, y probablemente a los veinte ya es muy tarde para

memorizar poesía —y no existe razón alguna recordarla— o incluso para dominar una declinación. Si esto es catastrofismo, el mismo es compartido por los más brillantes intelectos que conozco. Las credenciales de quienes piensan de esta forma son impecables; son sin excepción los más exitosos maestros, y hombres profundamente serios que desprecian la opinión aleatoria y caprichosa. ¿Qué debe hacerse? Mortimer Adler consideraba que la situación era en realidad desesperante; coincido. ¿Cuál es la promesa que hace alguien que genuinamente intenta enseñar poesía? No sirve a los estudiantes ni a sí mismo; ni a los rectores ni a los decanos; ni a los cancilleres ni a los consejos de administración; y ciertamente no sirve a la misma poesía, porque la poesía en sí misma es acerca de esa otra cosa. La poesía es un llegar a ser del reconocimiento, un proceso de ver por primera vez. La Srta. [Edna] Millay diría que “sólo Euclides consideró la mera belleza”. La mayoría de nosotros somos incapaces o no estamos preparados para el choque euclidiano, pero nos regocijamos con Frost de que, al menos, una vez hemos visto algo más allá de nuestra propia imagen divina en el espejo de lo real. Frecuentemente, ella trata de un destello de algo tan remoto o vagamente posible como la fe, la esperanza o el amor. Y uno está desprotegido cuando se confronta con este indicio de la misma cosa; como Merlín una vez recomendó a Arturo, y la etimología puede ser demasiado cándida para todo menos para lo más difícil, sólo “admira”. Esta disposición es del mismo modo imperativa para el maestro, el estudiante y la cultura. El foco de la poesía es tan amplio como la comprensión de la humanidad que uno ve, por ejemplo, en los peregrinos de Chaucer: santos y pecadores, tontos y sabios, destructores y cuidadores, caballeros y siervos, reinas y acompañantes, no importa lo aparentemente dispares, unidos todos juntos en una aventura hacia un mismo destino. La poesía es una invitación amorosa y excitante y no puede tratarse de otra forma. [E.E.] Cummings la llamó una promesa de milagros, decoloraciones en todos lados aniñándose, hermosas respuestas que hacen la pregunta más bella. Se nos llama a ir allí, tal vez junto a Frost bajar a limpiar la elasticidad de las pasturas; no iremos muy lejos y no podemos rehusarnos realmente porque tal vez oiremos su larga guadaña silbando hacia el suelo o la muchacha de las tierras altas cantando. Se nos pide que seamos dóciles y estemos prontos a reconocer al Chevalier de [Gerard Manley] Hopkins y al caballero de Chaucer, a progresar con el trágico Eneas o el peregrino triste de [John] Bunyan, a escuchar al corajudo espíritu alegre de [Percy] Shelley o el contumaz zorzal sentimental de [Thomas] Hardy; se nos ordena conmovernos y regocijarnos con Lícidas y Adonis pues no están muertos. La poesía es esa forma de darse cuenta, al menos por aprehensión, lo que el Ulises de Tennyson buscó más allá de los límites del pensamiento humano, o lo que Keats encontró a través de la ventana mágica abierta; lo que el pobre y senil Lear vio en el mendigo desnudo, o incluso lo que Swift reconoció en una mujer cuereada en vida. Es tan posible perder la poesía y el orden poético del conocimiento, como lo es perder, digamos, la cultura o la religión; ciertamente, de cualquier forma que lo veamos, es más tarde de lo que pensamos. Parafraseando a Nietzsche: La poesía está muerta, y los especialistas incultos la han matado al haberla hecho extraordinaria, inusual y, a su imagen, excéntrica.

John Senior (1923-1999). Graduado en Columbia (Nueva York), fue profesor en Cornell (Ithaca). Su primer libro fue The Way Down and Out, acerca de lo oculto en la literatura simbolista. En 1960 fue recibido en la Iglesia Católica. Pronto comprendió que Cornell no le ofrecía el espacio para desarrollar su obra con libertad, y se mudó a la Universidad de Kansas, donde obtuvo la cátedra de Clásicos. Allí, junto a sus amigos y colegas Dennis B. Quinn y Franklyn C. Nelick, fundará el Programa de Humanidades Integradas (IHP). En 1971, los estudiantes de Kansas, se habían quejado de lo fragmentado de la educación universitaria y de la desconexión existente entre los temas planteados en la Universidad y las preguntas fundamentales del hombre. El programa de los profesores Senior, Quinn y Nelick apuntaba a solucionar este problema. Dos veces por semana, durante una hora y veinte minutos, los estudiantes se limitaban a asistir a una charla entre estos tres profesores. Senior tenía una profunda espiritualidad benedictina y una alta estima por la liturgia, lo que se reflejó en sus reflexiones. Fruto de éstas fueron dos libros: The Death of Christian Culture (1978) y The Restoration of Christian Culture (1983), donde pretende poner los fundamentos para un posible renacimiento cristiano. Senior, discípulo de Charles de Koninck y, a través suyo, del P. Garrigou-Lagrange y de Tomás de Aquino, creía que una resurrección de Santo Tomás era imposible en nuestro tiempo. No porque él estuviese muerto, todo lo contrario, sino porque nosotros estamos muertos para comprenderlo. La cultura moderna, creía, ha deformado, desfigurado y masacrado nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de asombro. Para remediar esto, Senior proponía el “modo poético” de enseñanza. Otros libros suyos son Pale Horse, Easy Rider (1992) y The Idea of a School (1994). Frecuentaba la capilla de la Inmaculada del St. Mary’s College de Kansas, donde fue enterrado, luego de una Misa de réquiem celebrada por el P. Ramon Angles SSPX. Dennis Bartholomew Quinn (1928-2011). Originario de Brooklyn (Nueva York), sirvió por un tiempo en el Ejército de los Estados Unidos en Japón. Estudió en la Universidad Creighton de Omaha (Nebraska) y obtuvo el Doctorado en Letras y Literatura Comparada en la Universidad de Wisconsin en 1958. Como becario Fulbright, trabajó en investigación en Europa, especialmente en Holanda y España. Luego trabajó con la Colección Baldwin de Literatura Infantil de la Universidad de Florida. Desde mediados de los ’50, fue profesor en la Universidad de Kansas, residiendo con su familia en Lawrence. En 1965 recibió el Premio “H. Bernard Fink” a Profesor del Año. Eventualmente, obtuvo el puesto de director del Pearson College de dicha Universidad, y allí albergó el Programa de Humanidades Integradas que desarrolló con sus amigos y colegas John Senior y Frank Nelick. Durante esos años, acompañó a grupos de estudiantes del Programa a Grecia, Italia e Irlanda. Cuando se cerró el IHP, siguió dando clases en la Universidad, hasta que se retiró en 2006. En 1975 se le otorgó el Premio Hope por sus ensayos sobre literatura infantil. En 2002 publicó su único libro, Iris Exiled, sobre “la historia del asombro”. Impulsó la Escuela Sancta Maria de Eudora (Kansas), el Centro Católico St. Lawrence en el campus de la Univ. de Kansas y el monasterio de Cleark Creek (Oklahoma). Franklyn C. Nelick (1918-1996). Era originario de Walnut (Illinois). En 1941 se graduó en el Cornell College de Mount Vernon (Iowa). Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en la Armada de los Estados Unidos como aviador naval, retirándose con el rango de Capitán de la Reserva. A su regreso en 1946, fue profesor de la Universidad de Wisconsin, donde obtuvo su Maestría y en 1951, su Doctorado. Luego fue profesor de Letras en la Universidad de Kansas, donde siguió enseñando hasta que se retiró en 1983. En 1963 obtuvo el Premio “H. Bernard Fink” al Profesor Sobresaliente en el Aula. Varias veces fue nominado para el Premio Hope a lo largo de los años. Se sumó en forma entusiasta al Programa de Humanidades Integradas del Pearson College. Dentro de su especialidad, publicó Yeats, Bullen and the Irish Drama. Gran benefactor del Centro Católico St. Lawrence de la Universidad de Kansas, su Misa de réquiem fue celebrada por su director, Monseñor Vince Krische.

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