Educación para un pueblo en resistencia. La didáctica de la historia en las escuelas zapatistas (Chiapas, México)

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F.J. Dosil Mancilla & María de Jesús Guzmán Sereno, “Educación para un pueblo en resistencia. La didáctica de la historia en als escuelas zapatistas (Chiapas, México). En: Joan Pagés & Antoni Santisteban (coords.), Una mirada al pasado y un proyecto de futuro: investigación e innovación en didáctica de las ciencias sociales, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, 2014, Vol. 1, pp. 263-270.

EDUCACIÓN PARA UN PUEBLO EN RESISTENCIA. LA DIDÁCTICA DE LA HISTORIA EN LAS ESCUELAS ZAPATISTAS (CHIAPAS, MÉXICO)

Francisco Javier Dosil Mancilla & María de Jesús Guzmán Sereno Instituto de Investigaciones Históricas, UMSNH

INTRODUCCIÓN Toda experiencia –también la educativa– pierde y gana algo importante cuando se somete a reflexión. Tal sucede, de manera particularmente acusada, cuando intentamos dar cuenta de nuestras vivencias en las escuelas zapatistas.1 Hay un fondo impenetrable en esta apuesta educativa que actúa como espejo sobre el que resulta imposible no proyectarse. El límite entre el afuera y el adentro se pierde, o quizá nunca existió (como observan los propios zapatistas con la metáfora del caracol, cuya concha en espiral es una bella expresión popular de la banda de Moebius), porque el mismo acercamiento a estas prácticas alternativas son la expresión de un malestar que pone en movimiento nuestra búsqueda de otras experiencias educativas. Podemos razonar esta impresión especular aduciendo que la educación zapatista es la expresión de una cultura radicalmente distinta a la nuestra. Los zapatistas, como indígenas que son, hablan desde otro lugar, con un lenguaje a menudo intraducible. Tal intraducibilidad no es un tópico ni un asunto menor. Como ha observado Bolívar Echeverría, la realidad zapatista, sin dejar de ser moderna, no pasa por la lógica capitalista; viven en lo que este filósofo ha llamado una “modernidad alternativa” (Echevarría, 2004, p. 116). En consecuencia, los indígenas zapatistas no comparten con 1

En agosto de 2013 tuvimos la oportunidad de integrarnos a las escuelas zapatistas del Caracol Oventic, en los Altos de Chiapas. Además, desde hace varios años realizamos trabajo de campo en diversas escuelas indígenas de México que comparten muchos principios con el zapatismo.

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nosotros el significado de ciertas nociones tan esenciales en la construcción de la realidad como, por ejemplo, tiempo, espacio o colectividad. El tiempo de los indígenas no es lineal sino cíclico, muy cercano al kairós de los griegos (el tiempo de las oportunidades), en oposición al tiempo cronos de Occidente, que es un tiempo cuantificable (Marramao, 2008). Además, los indígenas no perciben el espacio como un escenario inerte, sino como un espacio hodológico (del gr. hodos, camino), en el sentido de Kurt Lewin y Gilles Deleuze: un lugar vivo que se reinventa cada día, una cartografía de la posibilidad que puede transitarse de múltiples maneras porque no es ajena al deseo ni a las experiencias personales (Deleuze, 2009, pp. 89-97). En cuanto al “nosotros” indígena, de imposible traducción (se conjugaría en primera persona de singular), define un tejido comunitario que da soporte a las experiencias y que asume desde lo colectivo la responsabilidad del otro (en tolojabal, por ejemplo, se diría: “uno de nosotros cometimos un delito”) (Lenkersdorf, 2005). Tal percepción del “nosotros” apunta a un pensamiento que presenta similitudes en Occidente con la filosofía de Emmanuel Levinas y que invita a hacerse cargo del otro ajeno. Así pues, se podría argumentar que este fondo impenetrable y especular constituye un punto ciego generado por la diferencia cultural. Pero hay también otra explicación, no necesariamente incompatible, según la cual este pozo enigmático (libre de simbolización) constituye una característica de la cultura indígena zapatista. Dicho de otro modo, no se trataría de un efecto óptico accidental, provocado por un cambio de lente, sino de un elemento sustancial que atraviesa su cultura y su educación. En Occidente ha calado la idea de que el acto de conocer lleva implícita una profanación: hay un culto a la hipercrítica, el análisis, la deconstrucción, el cuestionamiento, la duda metódica… (Agamben, 2006, p. 68). Como trasfondo late la convicción de que es posible forzar lo enigmático para desplegarlo en una narrativa comprensible, es decir, para apoderarse de su secreto. Los indígenas chiapanecos tienen otra forma de acercarse a lo arcano: lo merodean sin sentir la necesidad de descifrarlo. Se trata de una aproximación poética a la realidad, que acaricia los tejidos simbólicos y respeta sus lagunas carentes de significados, sin demandar un ejercicio de sobreinterpretación. Se advertirá que estas dos formas de situarse ante el saber guardan correlato con dos maneras distintas de investir al sujeto: en un caso, el sujeto se configura como sujeto cognoscente (el cogito cartesiano); en el otro, como sujeto deseante (el objeto a lacaniano).

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UNA EDUCACIÓN NO PEDAGÓGICA Esta introducción tiene como propósito dejar claro que no pretendemos ofrecer una descripción de las escuelas zapatistas, sino dejarnos atravesar por nuestras experiencias en estas escuelas para explorar una educación alternativa en nuestro contexto social y cultural. Es decir, tratamos de aprender de la realidad zapatista, para lo cual resulta inevitable traducir estas experiencias a nuestro lenguaje. Se trata, en definitiva, de favorecer un mestizaje cultural, como llevan haciendo los indígenas desde hace cinco siglos. Los propios zapatistas han hecho, a través de numerosos comunicados, un notable esfuerzo por explicar su proyecto político-educativo en términos comprensibles para Occidente, y han bautizado expresiones como “mandar obedeciendo”, “servir y no servirse”, “un mundo donde quepan muchos mundos”, etc., que con aparente sencillez tienden puentes para facilitar el diálogo intercultural. Con todo, no se debe olvidar que con estas manifestaciones, los zapatistas nunca han pretendido ofrecer una radiografía de sus prácticas político-educativas ni mucho menos agotar sus interpretaciones; se trata más bien de una puerta de entrada a su realidad, una invitacion a pensarnos juntos. La principal lectura que desde Occidente se ha hecho de la educación zapatista la enmarca dentro de la pedagogía crítica (Torres Rojas, 2012). Sin duda hay una similitud entre ambos proyectos, no tanto porque la educación zapatista se nutra del pensamiento de Paulo Freire, sino porque ambos surgen de la educación popular. Está además la necesidad de los zapatistas de fomentar una conciencia crítica, ya que –no hay que olvidarlo– son el principal objetivo de grupos paramilitares y de terratenientes, y no cuentan con ningún apoyo del gobierno. Los zapatistas conforman un pueblo en resistencia, que ha logrado una autonomía de facto y que sostiene una democracia radical, en la cual las decisiones se toman siempre en las asambleas. Son muy conscientes de las prácticas que emplean sus enemigos para desestabilizarlos, aun de las más sutiles, y en las escuelas se hace hincapié en el aprendizaje del castellano (“para evitar que nos engañen”) así como en sus derechos agrarios, indígenas y civiles. Con todo, se puede decir que este discurso crítico y emancipatorio es inherente a la resistencia zapatista. Está ya integrado en su vida cotidiana, se construye y reafirma en las continuas asambleas (a las que asisten también los niños), en el seno de las familias, en el trabajo colectivo en el campo, en los murales que adornan los espacios comunes, etc., de tal modo que la escuela, en este sentido, no cumple una función específica. Habrá que decir, además, que esta posición crítica está lejos de plasmarse en un discurso de reacción, sino que apunta a sostener su autonomía y a explorar las posibilidades que 3

ésta ofrece. Dicho de otro modo, el discurso zapatista no transmite una lectura pesimista del mundo, ni alimenta rencores o deseos de venganza, sino que pone su acento en una realidad abierta que invita a la acción. Está plenamente instalado en el lenguaje de la posibilidad, que es –en opinión de Henry Giroux, que compartimos– la dimensión social que menos ha sabido explorar la pedagogía crítica (Giroux, 2001, p. 106). En las escuelas zapatistas, y en general en sus comunidades, prevalece la alegría; esta es la impresión que se impone a cualquier razonamiento ulterior. “No se necesita saber mucho para el autogobierno, sólo tener claras nuestras necesidades”, observó en una asamblea un joven zapatista. Las mismas comunidades son registro de estas necesidades, las llevan inscritas en el cuerpo de su historia pues son la base de su supervivencia tras medio milenio de marginación. El desafío radica en dar el paso del registro de la necesidad al del deseo, representado en los zapatistas por el autogobierno. ¿Cómo transformar la urgencia de la inmediatez en lenguaje de la posibilidad? El primero de enero de 1994, día en que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se alzó en armas, constituye ese punto de inflexión. Un puñado de indígenas mal armados y con escasa instrucción militar, desesperados por las consecuencias que tendría en su paupérrima economía la firma del Tratado de Libre Comercio, decidieron dar ese salto de registro y comparecer como sujetos de su propia historia. Hoy sabemos que esta insurgencia estuvo precedida por una década de trabajo de refuerzo del tejido simbólico de las comunidades, y que el ejército zapatista cumplió con una demanda que surgió del mismo pueblo. Al alzar su voz, por tantos siglos silenciada, los indígenas zapatistas hacían su pase al acto y se instalaban en el dominio del deseo. En el mismo año se empezó a trabajar en la construcción de las primeras escuelas zapatistas de Primaria y, en menos de un lustro, los 38 municipios rebeldes (MAREZ) contaban ya con sus propios espacios educativos. En 1999 se construyó en los Altos de Chiapas, en el actual Caracol Oventic, la primera Secundaria, cuyo nombre no podría resultar más expresivo: Primero de Enero (Baronnet, 2011). En todos estos años, el número de escuelas zapatistas no ha dejado de crecer y en nuestros días supera el medio millar. Además, en agosto de 2003 surgieron los Caracoles, la más sublime expresión de la autonomía zapatista, que cuentan con hospitales, laboratorios de investigación agroecológica, servicios de difusión de información, bancos populares y numerosas cooperativas productivas. Los Caracoles (cinco en la actualidad) son la manifestación de las potencias de la educación zapatista desplegadas sobre el tejido comunitario, y son

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también un nuevo motor educativo al permitir la fijación de las escuelas a una realidad que plasma en acciones concretas los deseos de las comunidades. La relevancia que tuvieron las escuelas en el proyecto zapatista, desde el primer momento –en pleno enfrentamiento armado–, puede atribuirse a que no era posible seguir confiando la educación a las escuelas oficiales, siendo éstas las portadoras de una bandera ideológica que había consentido –cuando no favorecido– la marginación de los pueblos indígenas. En estas circunstancias resultaba necesario atender con cierta urgencia el aprendizaje de los más jóvenes, con un proyecto educativo que respetara la cultura propia y respondiera a las demandas de las comunidades. Esta educación rebelde no se generó desde arriba, a partir de modelos pedagógicos y con la venia de especialistas (aunque no dejaran de contar con la complicidad de algunos educadores comprometidos), sino desde abajo, como reza el manifiesto zapatista. Dicho de otro modo, fueron las mismas comunidades las que asumieron la responsabilidad de educar, a partir de un saber ancestral (acompañar a los más pequeños en su proceso de crecimiento) cuyo soporte, más que en los padres o en las familias, se encuentra en el tejido comunitario. Convendrá observar que en los pueblos indígenas (y en muchos espacios rurales), más allá de la instrucción que ofrece la escuela oficial, la comunidad sigue desempeñando un papel fundamental en la educación no formal de los jóvenes. “La educación no es una escuela –dicen los zapatistas–, no es un libro, no es un maestro. La educación es la comunidad” (Torres, 2012, p. 153). Las escuelas rebeldes constituyen la expresión de ese lenguaje de la posibilidad con el que los zapatistas escriben su realidad desde el primero de enero: simbolizan su pase al acto. Pueden interpretarse como un broche que sirve de cierre a múltiples eslabones que, de este modo, quedan ligados en una sola cadena sintagmática (nudo borromeo). Entre estos eslabones se encuentran: la tradición maya, un referente decisivo que cobra valor y se reinventa con la insurgencia; el mismo levantamiento armado; los grupos sociales que simpatizan con el zapatismo y lo transponen a otros contextos sociales; los derechos humanos, que introducen nuevos horizontes de lucha, como la igualdad de género (la Ley Revolucionaria de la Mujer Indígena); diversas alternativas educativas puestas en marcha en otros rincones del planeta, etc. Esta cadena sintagmática configura el itinerario particular de los zapatistas –su gramática del deseo–, cuya integridad queda en buena medida asegurada por las escuelas.

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UNA HISTORIA CON SUJETO La historia constituye un dispositivo decisivo en la educación zapatista. En las escuelas está presente en todo el currículum (que ellos llaman “guía”), y se hace explícita en dos materias (para ellos “áreas”) que cursan a lo largo de la primaria y la secundaria: ciencias sociales y humanismo. En esta última se estudia la historia y la filosofía de su lucha (abordan la insurgencia, los Acuerdos de San Andrés, el ataque político del Estado, la guerra de “baja intensidad”, etc.). Recurren a materiales didácticos diversos: dan mucha importancia a la historia oral (testimonios de los ancianos) pero también emplean libros (entre otros, Qué peleó Zapata y Lum, la tierra es de quien la trabaja) y ocasionalmente se apoyan en los manuales escolares oficiales (Baronnet, 2012). Algunas comunidades (niños y adultos) han dado el paso de elaborar sus propios cuadernos. Sin quitarles valor a estas prácticas, en estas apretadas páginas no vamos a detenernos en ellas, porque en realidad los significados históricos se están construyendo por otra vía, lo cual explica, por ejemplo, que en el fondo no tengan especial relevancia el modelo pedagógico, la pericia del maestro, los recursos didácticos ni los contenidos que se enseñan en el aula. Digámoslo brevemente: para los zapatistas, la historia constituye la gramática del deseo de la comunidad. Su narrativa no apunta hacia el pasado; ni siquiera obedece a lo lógica de los tres registros del tiempo (pasado, presente, futuro), cuya evidencia ya San Agustín puso en duda y que autores más recientes han considerado intrínsecos de la cultura occidental (Jullien, 2005; Hartog, 2007). Para adentrarnos en la enseñanza de la historia de los zapatistas, nos será más útil el marco postestructuralista (de ahí las alusiones en la introducción a algunos de sus representantes), es decir, habrá que situar la historia en el dominio del lenguaje. Un lenguaje que se mantiene abierto a la posibilidad y que interpela a un sujeto de la enunciación. Véamoslo con mayor detalle. Para las comunidades indígenas, la historia no remite a un pasado acabado, sino a una memoria que sigue teniendo presencia en la actualidad. Está al servicio de la vida, en el mismo sentido que reclamaba Nietszche en su II Intempestiva: “La Historia pertenece, sobre todo, al que quiere actuar, al poderoso, a aquel que mantiene una gran lucha y necesita modelos, maestros o consuelo” (Nietzsche, 1999, p. 52). La narrativa histórica ofrece a los zapatistas un soporte simbólico para poder explorar la vida con libertad, sin agotarla en fijaciones deterministas o evasiones fantasiosas. Se fundamenta en una lógica del retorno, como ha escrito el filósofo Jean-Luc Nancy, que “corrige y experimenta la historia en un mismo movimiento”, y que instaura la “presencia del 6

sentido [que] abre instantáneamente la perspectiva indefinida o infinita de su proyección en otra parte” (Nancy, 2003, p. 33). Puede interpretarse como las piedras de un río cuya función consiste en permitir alcanzar la otra orilla; su pertinencia debe medirse por su capacidad para conseguir este objetivo. Lo que circula por esta “fila de piedras” o cadena sintagmática es el deseo del sujeto. Un deseo que, no hay que olvidarlo, siempre requiere de un Otro que actúe como soporte del mismo (Lacan, 2010, p. 164). Ese Otro no es sino la comunidad, que comparece ante esta demanda del sujeto ofreciendo su tejido simbólico, pero sin agotar las posibilidades de significación. Hay un “no todo” inherente al lenguaje (y a la narrativa histórica) que la comunidad sabe merodear de una manera poética. Dicho de otro modo, la comunidad ofrece un acompañamiento tan constante como respetuoso con el deseo de los niños. Para que tal dispositivo funcione, resulta necesario que la escuela esté permeada por la comunidad, es decir, se constituya como “institución estallada”, término acuñado por Maud Mannoni (1973) y que puede aplicarse con todo rigor a las escuelas zapatistas. Las manifestaciones de estas grietas libres de significantes, derivadas de tal estallamiento, son constantes en las escuelas rebeldes. El mismo educador, que comparece ante los niños no como maestro o docente, sino como “promotor”, es la voz de la comunidad en las aulas. Son jóvenes (unos veinte años de edad) que crecieron en la insurgencia, se formaron en las secundarias zapatistas, fueron escogidos en la asamblea y no reciben ningún salario. Ejercen su función educativa durante unos pocos años, tras los cuales se desempeñan como promotores en otras áreas (agroecología, sanidad, cooperativas productivas, etc.) o asumen algún cargo en la Junta de Buen Gobierno. El espacio y el tiempo escolares también presentan una continuidad con los espacios y los tiempos de las comunidades. Las aulas son espacios comunitarios que se emplean para múltiples actividades y en los que suelen celebrarse las asambleas. El calendario y el horario escolares se adaptan a las exigencias del campo, para que los niños puedan acompañar a sus familias en las labores agrarias. Podríamos decir que las escuelas laten al ritmo de las comunidades, asumen sus necesidades como propias y favorecen el deslizamiento de los deseos de los niños por los intersticios de lo posible.

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A MODO DE CONCLUSIÓN Las escuelas zapatistas son los lugares donde la comunidad se piensa a sí misma y donde los niños van situando su deseo. En ellas se cataliza el proceso social que permite el salto del registro de la necesidad al de la posibilidad. Este salto o pase al acto consiste finalmente en una atribución subjetiva, es decir, en ayudar al niño a decir lo que desea (Miller, 2003, p. 60). Este desplazamiento del dicho al decir constituye una transposición didáctica que favorece la emergencia de un sujeto que se reconoce ya como sujeto de su historia. En otras palabras: esta transposición, en la que interviene toda la comunidad, supone una transformación de la historia científica o académica (que presenta un sujeto forcluido) en historia materna (con un sujeto que habla en nombre propio). Esta forma de contemplar la transposición constituye, en nuestra opinión, una aportación notable de la educación indígena a la didáctica de la historia. Para los zapatistas, la escuela constituye un dispositivo (no el único) que sostiene y refuerza la vida comunitaria, al facilitar la vascularización de su tejido simbólico. Es un lugar donde se construye comunidad, donde la comunidad se piensa como un nosotros y donde se decide cómo vivir en función de una memoria viva, unas posibilidades y unos deseos particulares y colectivos. En este sentido, la historia desempeña un papel decisivo, más como el libro de arena de Borges que como catálogo de sucesos. No constituye un lastre que los fija en el pasado, sino que define un escenario propio y dinámico que les permite apropiarse, sin renunciar a la tradición, de nuevos saberes y valores.

BIBLIOGRAFÍA Agamben, G. (2006). La comunidad que viene. Valencia: Pre-Textos. Baronnet, B. (2011). Entre el cargo comunitario y el compromiso zapatista. Los promotores de educación autónoma en la Selva Tseltal. En: B. Baronnet, M. Mora y R. Stahler-Sholks (Coords.), Luchas ‘muy otras’: zapatismo y autonomía en las comunidades indígenas de Chiapas (pp. 195-235). México: UAM-Xochimilco, CIESAS y UNACH. Baronnet, B. (2012). Autonomía y educación indígena. Las escuelas zapatistas de la selva Lacandona. Quito: Abya-Yala. Deleuze, G. (2009). Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama.

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Echevarría, B. (2004). Chiapas y la Conquista Inconclusa. En: C. A. Aguirre Rojas (Coord.), Chiapas en perspectiva histórica (pp. 99-119). Querétaro: Universidad Autónoma de Querétaro. Giroux, H. (2001). Cultura, política y práctica educativa. Barcelona: Graó. Hartog, F. (2007). Regímenes de historicidad. México: Universidad Iberoamericana. Jullien, F. (2005). Del tiempo. Elementos de una filosofía del vivir. Madrid: Arena. Lacan, J. (2010). El Seminario XI. México: Paidós. Mannoni, M. (1973). Éducation impossible. París: Seuil. Marramao, G. (2008). Kairós. Apología del tiempo oportuno. Barcelona: Gedisa. Miller, J. A. (2003). Introducción al método psicoanalítico. Buenos Aires: Paidós. Nancy, J.-L. (2003). El olvido de la filosofía. Madrid: Arena Libros. Nietzsche, F. (1999). Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (II Intempestiva). Madrid: Biblioteca Nueva. Torres Rojas, I. (2012). La nueva educación autónoma zapatista: formación de una identidad diferente en los niños de las comunidades autónomas zapatistas. Revista Divergencia, 2(1), 135-160.

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