Educación femenina y nobleza aragonesa en la Edad Moderna

July 26, 2017 | Autor: Laura Malo Barranco | Categoría: Cultural History, Women's History, Early Modern History, Gender History, Nobility, Historia De Las Mujeres
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Educación femenina y nobleza aragonesa en la Edad Moderna Laura Malo Barranco

Educación femenina y nobleza aragonesa en la Edad Moderna1 Laura Malo Barranco

Introducción Las damas privilegiadas que ocupaban los puestos más altos de la sociedad moderna fueron también, una vez, las niñas de la casa; muchachas y jóvenes doncellas que tuvieron la oportunidad de recibir una formación que no se encontraba al alcance de cualquiera. Ellas fueron educadas en la corrección y en la moral, preparadas para ocupar dignamente la posición que les correspondía en su círculo social. Además, disfrutaron de la posibilidad de recibir una instrucción intelectual que no solo las capacitaba para el buen ejercicio de su papel en la familia, sino que les posibilitaba un desarrollo individual en las materias del conocimiento. Las líneas siguientes parten de una hipótesis de trabajo que plantea la existencia de una formación femenina en evolución a lo largo de la modernidad, que mantuvo sus líneas básicas de actuación durante todo el periodo. Una práctica de la educación e instrucción de la mujer que, exclusiva de las clases más acomodadas, compartía ciertas enseñanzas con el modelo masculino y, sin embargo, presentaba una especificidad en sus tareas y materias de aprendizaje característica de la formación de las doncellas.

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Este trabajo se realiza en el marco de una beca predoctoral de Formación de Personal Universitario (FPU) vinculada al Proyecto de Investigación HAR2011-28732-C03-03 «Celebrar las glorias. Publicística sagrada y devociones en la Iglesia Hispánica de la Edad Moderna», con el profesor don Eliseo Serrano Martín como investigador principal, y al Grupo de Investigación Consolidado Blancas de la Universidad de Zaragoza.

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A través de un análisis guiado por la historiografía reciente vinculada a la historia de las mujeres y la historia cultural, en su dedicación al estudio de la educación, la vida cotidiana y las mentalidades, este trabajo busca acercarse a la práctica de la enseñanza femenina entre las niñas y jóvenes de la nobleza aragonesa en la Edad Moderna. No es la intención de este texto plantear un estudio de las obras de los moralistas que trataron de regular la educación femenina, sino que su objetivo es proponer, por medio de los testimonios que ofrecen las fuentes, una idea de cómo, dónde y quiénes desarrollaban la instrucción de las más pequeñas de las familias nobles. En este caso, la documentación trabajada tendrá como protagonistas a los miembros de los linajes Híjar y Aranda. Ambas casas, por medio de enlaces y herencias, se entremezclaron con otras familias nobles del propio Aragón o de fuera de las fronteras del Reino, que enriquecieron el linaje y, evidentemente, ampliaron el alcance de la documentación a trabajar. Por medio de su estudio y lectura, siempre conscientes de la escasez de información referente al mundo educativo por estar vinculado a la niñez, se proyecta una búsqueda de pruebas de alfabetización femenina, de una relación de las mujeres nobles con los establecimientos escolares y de testimonios de las propias damas en referencia a su educación. Unida, esta información mostrará una realidad de enseñanza privilegiada y femenina, que, iniciada a tierna edad, formaba parte fundamental del futuro desarrollo individual de la mujer noble.

La crianza y las niñas Las jóvenes de la nobleza durante la Edad Moderna fueron afortunadas no solo en los aspectos sociales y económicos que les facilitaron una vida privilegiada, sino también en la oportunidad que dicha situación les ofrecía para romper de algún modo los moldes sociales y adquirir una visibilidad pública. El acceso a una formación básica, a las claves con que poder resolver los obstáculos de un estudio intelectual o artístico posterior, permitió a algunas de estas damas destacar gracias a sus capacidades personales. Desde el nacimiento, la vida de las niñas se encontraba marcada por su naturaleza femenina. Como mujer, la niña nacía vinculada a las convenciones propias de su sexo, puntos que evolucionaron y cambiaron con la sociedad, pero que siguieron manteniendo muy bien limitadas las esferas de acción de los conjuntos masculino y femenino. Con el objetivo de trabajar sobre la educación de las damas nobles es preciso comenzar por plantear cómo se iniciaba la formación de las niñas. La primera instrucción estaba muy relacionada con las atenciones dadas a los recién nacidos dentro de los espacios femeninos de la casa, en los que la madre tenía un papel fundamental. Las pautas de crianza aconsejaban a las progenitoras mantener un 144

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contacto muy estrecho con sus hijas, por lo que la lactancia se convirtió en el primer paso hacia la creación de una intimidad femenina. La leche era considerada, conservando la tradición medieval, como un elemento conductor de costumbres hacia el lactante, un fuerte medio de vinculación entre el pequeño y quien lo criaba. Para esta tarea, además de la madre, que en muchos casos delegaba en otra persona, era común la contratación de nodrizas o amas de cría. Dicha costumbre, arraigada en la sociedad, era una de las muchas actividades que las mujeres ejercían en el mundo del trabajo extragremial. Las familias nobles solían contratar amas para amamantar a los niños de la casa. Estas «podían ser viudas o tener a sus maridos ausentes y solían emplearse internas, dejando a sus hijos a cargo de otras personas»2. La elección del ama era una tarea delicada, pues se buscaba en ella a una persona sana y limpia, de buen carácter y trabajadora, que ofreciera a los niños buenas palabras de las que aprender. Esta atención, centrada en la búsqueda de la compañía perfecta para los pequeños, resultaba todavía más significativa en el caso de las muchachas. Espacios vitales y tareas femeninas eran compartidos por la niña con la mujer que la criaba, construyendo así una relación muy cercana que superaba en muchos casos las fronteras de la niñez. El aprecio por el ama propia quedaba reflejado en las palabras de las mujeres nobles que, en sus últimas voluntades, mostraban su preocupación por el bienestar futuro de su ama y el de sus familiares. Así, la condesa de Galve, doña Ana de la Cerda y Mendoza, otorgaba en 1579 a «Agueda Riaza, mi ama, por los buenos servicios que me ha hecho y mucho amor que le tengo, 20 000 sueldos jaqueses»3, contemplando también al hijo de esta, Pedro Liñán, beneficiado con 2000 sueldos. Dicho vínculo entre la dama y su ama quedaba marcado también en las gracias especiales que las primeras les otorgaban como recuerdo de su cariño. De este modo, doña Luisa Ana de Moncada y Benavides, hija de los marqueses de Aytona y duquesa de Híjar, declaraba en 1716 al dictar su testamento: «Al ama Repo, en señal de mi cariño se le dé una joyita que tengo guarnecida de esmeraldas y otras piedras con el retrato de san Nicolás»4.

2 M. BOLUFER, «Representaciones y prácticas de vida: las mujeres en España a finales del siglo XVIII», en Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 11 (2003), p. 11. 3

Archivo Histórico Provincial de Zaragoza, Casa Ducal de Híjar (en adelante: AHPZ, CDH), P/5-95/1-1. Testamento de doña Ana de la Cerda y Mendoza, condesa de Galve y duquesa de Híjar; por Juan de Escartín, notario de Zaragoza, a 28 de septiembre de 1579.

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AHPZ, CDH, P/1-263-8. Testamento de doña Luisa Ana de Moncada y Benavides, duquesa de Híjar; por Silvestre del Barrio, secretario de Provincia en la Villa de Madrid, a 23 de agosto de 1716.

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El ama, como puede apreciarse, era una figura importante en la vida de la mujer noble5, una persona muy cercana que la acompañaba y cuidaba a lo largo de su infancia y, en muchos casos, permanecía a su lado hasta tomar estado: A Josepha Montares, ama que ha criado a mi hija doña Manuela, y a quien está asistiendo interin que dicha mi hija toma estado, y mientras estubiere en su compañía se la dé la ración que hoy goza y si volviere a la villa de Híjar, de donde es natural, se la den dos reales de vellón en cada un día por todos los de su vida6.

La relación de una dama con la mujer que la había criado no tenía por qué terminar en el momento del matrimonio. Posiblemente, ciertas amas permanecían al lado de sus pupilas durante la vida adulta de las mismas, con quienes mantenían un importante vínculo afectivo. Este es el caso del ama de doña Prudenciana Portocarrero, esposa del VII duque de Híjar7, de quien solo conocemos el apellido, López, puesto que su nombre queda oculto por una rasgadura en el documento. Dicha mujer, «ama de mi señora la duquesa», era empleada de la casa de Híjar en 1725, momento en que la niña a quien crio cumplía 29 años y era madre de tres hijos8.

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A diferencia de lo que ocurre en el caso femenino, en las fuentes consultadas, los varones no mencionan, a título personal, el nombre de la mujer que los crio en su infancia. Sin embargo, conocemos su existencia a través de las palabras de las madres, que no solo recordaban a sus amas, sino también valoraban el trabajo de aquellas mujeres que cuidaban a sus hijos varones. Doña Juana Petronila Silva Fernández de Híjar, cuyo testamento se cita posteriormente, dejaba mandado que: «(…) al ama que cría a mi hijo don Joseph, interin que le asistiere se la dé su ración y encargo a dicha ama, que se llama María, asista a dicho mi hijo por la mucha satisfacción que de la susodicha tengo».

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AHPZ, CDH, P/4-283-6 y 7. Testamento de doña Juana Petronila Silva Fernández de Híjar, VI duquesa de Híjar; por Francisco de Mora, en Villarubia de los Ojos del Guadiana a 2 de agosto de 1700. De este modo la duquesa doña Juana dejaba mandada la compañía adecuada para su hija hasta el momento de su matrimonio. Una compañía que, en este caso, provenía de la localidad de origen del título que ostentaba la duquesa, estableciendo un vínculo todavía mayor entre la educación de la niña y el espacio que nominaba a la familia.

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Doña Prudenciana Portocarrero y Funes de Villalpando (1696-1764) era hija de los IV condes de Montijo. Contrajo matrimonio en 1717 con don Isidro Francisco Fadrique Fernández de Híjar (1690-1749), VII duque de Híjar.

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AHPZ, CDH, P/1-2-89. Salarios de los empleados de los duques de Híjar entre 1721 y 1725. La mayor de los tres hijos que la duquesa doña Prudenciana tenía en dicho momento era una mujer, Ana María del Pilar. A diferencia de sus dos hermanos varones, que sí poseían amas y ayas nombradas entre los empleados de la casa, doña Ana carecía de las mismas, planteando la posibilidad de que su crianza estuviese al cargo

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Dichas mujeres eran, por tanto, las encargadas de criar a las más pequeñas de la casa y adentrarlas en los primeros pasos de la formación que iban a recibir durante su infancia y juventud. La búsqueda del ama o aya adecuada se centraba, además de en sus características físicas, en su rango dentro de la sociedad. La existencia o no del tratamiento «doña», utilizado de forma variable para describir a estas mujeres, puede verse como un indicador de la pertenencia social de las mismas9. Su estatus es clave a la hora de plantear la posible alfabetización de las amas, que, aunque menos importante en un primer momento dedicado a la lactancia, resultaría de gran interés para las familias privilegiadas en vistas a la futura educación de las pequeñas de la casa. En su compañía y dentro de los espacios femeninos, la niña podía beneficiarse de los conocimientos de su ama, quien posiblemente supiera leer e incluso manejara los rudimentos de la escritura, aprendiendo y practicando de su mano las primeras letras. Junto al ama, todas las mujeres de la casa formaban un grupo dentro del que la niña comenzaba a formarse a través de la observación. Así, doña Luisa de Padilla, condesa de Aranda, en su obra Nobleza virtuosa (1673), aconsejaba a las madres cómo «a las hijas más con el ejemplo que con palabras les habéis de enseñar. Tenedlas a vuestro lado todo el tiempo que podáis; que esta será para ellas doctrina muy provechosa»10. Imitar las acciones y actitudes de una madre, una tía o una hermana favorecía la educación de las pequeñas de una forma sencilla y familiar. Las muchachas aprendían en su entorno, donde la curiosidad y la pregunta constituían una vía segura para irlas instruyendo. El ejemplo, eje fundamental del aprendizaje, tenía en la figura materna su principal autoridad y el modelo a seguir por parte de la niña. De ella se esperaba que entablase con su hija una estrecha relación afectiva, que estructurase sus sentimientos y conductas hasta conocerla tan bien como a sí misma y que moldeara su personalidad con la única (y poderosa) arma del influjo moral11.

del ama de su madre, quedando la formación de la niña encargada a una persona de gran confianza. 9

Don Pedro de Alcántara Silva Fernández de Híjar, IX duque de Híjar, nombraba al testar por su esposa doña Rafaela Palafox en 1777 a «doña Catalina Varnenville, aya de sus hijas; doña Mariana Badules, aya juvilada», en AHPZ, CDH, P/1-259-1. Testamento de doña Rafaela Palafox, duquesa de Híjar, por Mateo Álvarez de la Fuente. Madrid, a 21 de agosto de 1777.

10

Citada en J. AMAR Y BORBÓN, Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790); edición de M.ª Victoria López-Cordón, Madrid, Cátedra, 1994, p. 137.

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M. BOLUFER, Mujeres e Ilustración. La construcción de la feminidad en la España del siglo XVIII, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, pp. 142-143.

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De este modo, las mujeres de la casa abrían para las niñas nobles las puertas de la enseñanza, una posibilidad de aprendizaje que no todos tenían en la Edad Moderna.

La posibilidad de aprender Entre los siglos XVI y XVIII, el acceso a la educación era todavía un privilegio. Este quedaba reservado a personas con una posición social acomodada y a aquellos que, por su profesión, necesitaban y podían permitirse una formación intelectual. Los más pequeños de las familias nobles, pertenecientes a la élite social y económica del Reino, tenían la posibilidad de obtener un aprendizaje que comenzaba en sus primeros años. Los niños y niñas de la nobleza eran educados con sumo cuidado en busca de fomentar en ellos unas cualidades propias de su clase y, evidentemente, de su naturaleza individual. La dualidad existente en el trabajo realizado a la hora de educar a los descendientes del linaje quedaba marcada por las diferencias que el género imponía en la materialización de las pautas educativas, las cuales dirigían a la mujer o al varón por el camino que delimitaban los estándares sociales del momento. Esta educación de minorías se encontraba tradicionalmente vinculada a la enseñanza del conjunto masculino. Los jóvenes nobles invertían en la formación intelectual y en la mejora de su destreza física con el objetivo de gobernar adecuadamente sus posesiones patrimoniales y de preservar, con sus actuaciones, el buen nombre de su casa. En esta tarea, la mujer, componente fundamental de las estructuras familiares nobiliarias basadas en el matrimonio, comenzó a ser cada vez más valorada, ya que se unía a la función reproductora su consideración como compañera y aliada. Esta nueva percepción de la esposa justificaba el acceso femenino a la educación, que fue, poco a poco, desarrollándose en las capas más altas de la sociedad moderna. Formar a las niñas y a las jóvenes resultaba positivo para el conjunto familiar. Las mujeres de la casa se encontraban a cargo de la primera educación de sus hijos y, a falta de varón, podían ser tutoras, administradoras y cabezas visibles del linaje. La realización de estos cometidos requería, al menos, la obtención de una formación cultural básica, que comenzaba con la alfabetización. Lectura y escritura como base del conocimiento La primera fase educativa se encontraba protagonizada por el proceso de alfabetización, que partía del aprendizaje de la lectura y la escritura. Su enseñanza duraba uno o dos años, y solo cuando ya se leía de corrido era cuando se iniciaba el aprendizaje de la escritura, si los padres estaban dispuestos a prolongar la educación de sus hijos y a pagar un mayor estipendio. Se trataba, pues,

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de aprendizajes diferentes sin que en muchos casos se pasara del primero al segundo por la duración del uno y el mayor coste del otro12.

El acceso al texto escrito solía iniciarse a partir de los cuatro o cinco años de edad, cuando se enseñaba a reconocer el alfabeto, las sílabas y la formación de palabras, mostrando a los más pequeños sencillas reglas de gramática con las que podían comenzar a practicar la lectura13. Esta se realizaba casi siempre a través de las cartillas para enseñar a leer, unos breves manuales impresos que se extendieron desde comienzos del siglo XVI por toda la Península. Se trataba de textos dedicados al aprendizaje lector básico destinado a la «primera edad» de los niños y, también, de las niñas. A ellas, que en muchos casos no continuaban con una formación posterior como la de sus hermanos varones, también iban dedicadas gran número de estas cartillas, hecho que, según Víctor Infantes, justifica la participación femenina en la adquisición del proceso lector. Este aprendizaje de la lectura se encontraba en numerosas ocasiones vinculado a la religión, bien por la aparición en ciertas cartillas de espacios dedicados a la doctrina cristiana y el catecismo, bien por la especial relación que posiblemente existía en el caso femenino entre la enseñanza de las letras y los textos religiosos, principalmente a lo largo de los siglos XVI y XVII. Entre ellos, el libro de horas, obra de lectura femenina por excelencia, era un importante vehículo de alfabetización. De hecho, se aprendía a leer sobre el salterio y el oficio de la Virgen, siguiendo con los ojos y silabeando, además de pronunciando en voz alta las letras y uniendo todo esto a la comprensión del texto14.

En este proceso de aprendizaje derivado de la tradición medieval y, mejorado con la aparición de la imprenta, existían dos posibilidades de alfabetización correspondientes a las fases de desarrollo de la capacidad lectora. En primer lugar, se encontraba la lectura fonética, que permitía descifrar los textos de forma oral, leyendo las letras y las sílabas, pero sin comprender aquello que se recitaba. A pesar de lo imperfecto de esta lectura, resultaba aceptable desde el punto de vista del ritual, ya que permitía a la mujer realizar sus oraciones latinas en una lengua que le era desconocida y, sin embargo, llevarlas a cabo de la forma más pura, sin alterar de ningún modo el texto original que tenía en sus manos. En segundo lugar, aparecía la lectura

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V. INFANTES y A. VIÑAO, «La lectura de la formación y el didactismo», en V. INFANTES, F. LÓPEZ y J. F. BOTREL (dirs.), Historia de la edición y de la lectura en España: 1492-1914, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 2003, p. 190.

13

Ver V. INFANTES, «La educación impresa», en Cuadernos de Historia Moderna. Anejos, 3 (2004), p. 232.

14

P. M. CÁTEDRA y A. ROJO, Bibliotecas y lecturas de mujeres. Siglo XVI, Salamanca, Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, 2004, p. 121.

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comprensiva, es decir, aquella que permitía descifrar y comprender al mismo tiempo el texto escrito. A la lectura fonética debía unírsele la capacidad de comprensión de lo escrito para llegar a conseguir leer de forma reflexiva. Sin embargo, es importante destacar cómo en determinados ámbitos femeninos no se conseguía acceder a dicha segunda vía de lectura. Dentro de los libros que poseían las mujeres de la nobleza estudiadas, no se han encontrado cartillas ni manuales de lectura. Estos ejemplares, vinculados principalmente con la infancia y el inicio de la educación, probablemente no se conservaban más tiempo del que eran usados para el aprendizaje. Quizás por dicha razón estas obras no aparecen entre las posesiones de las damas que suelen enumerarse con motivo de su enlace matrimonial o su fallecimiento, en las que la edad adulta habría sustituido las cartillas por obras de otra naturaleza. Sin embargo, los libros de horas sí están presentes en gran parte de los documentos y son, en ocasiones, el único elemento de lectura mencionado. Su presencia, muy habitual y repetida, sobre todo en la primera modernidad, es característica dentro de las posesiones femeninas15. Esta resulta significativa por su posible uso cotidiano y compartido en lecturas en voz alta dentro de los espacios femeninos, donde la oralidad y la memoria influían en la adquisición de la capacidad lectora. La enseñanza y sus primeras prácticas sobre cartillas y catecismos no encontraron grandes variaciones a pesar del paso del tiempo. El texto religioso y de moral fue el protagonista de las primeras lecturas durante la Edad Moderna. Sin embargo, la mujer noble, consciente de su capacidad lectora, continuó practicando esta habilidad eligiendo, si tenía la posibilidad, las temáticas de lectura que más le agradaban. El libro único fue siendo sustituido por colecciones de varios ejemplares que destacaban un mayor nivel de instrucción entre las mujeres nobles. La temática religiosa, aunque protagonista en muchas ocasiones, se combinaba con diferentes materias como la literatura, la educación, la historia o la geografía. Con ello la práctica lectora entre las mujeres de la nobleza queda evidenciada en los documentos que reflejan la posesión de libros, por ejemplo: los «treinta libros de comedias y devociones, entre grandes y pequeños, de diferentes tamaños»16 de doña Luisa Ana de Moncada y Benavides o la colección de 93 ejemplares que poseía doña Prudenciana Portoca-

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Doña Catalina de Híjar y Beaumont, condesa de Aranda, dejaba a su hija mayor Catalina de Urrea, condesa de Morata, «unas horas mias, donde yo rezo continuamente», en AHPZ, CDH, P/4-113-15. Testamento de doña Catalina de Híjar y Beaumont, condesa de Aranda; por Juan de Arruego en febrero de 1519.

16

AHPZ, CDH, P/1-263-8. Inventario post mortem de los bienes de doña Luisa Ana de Moncada y Benavides, duquesa de Híjar. Madrid, 3 de septiembre de 1716.

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rrero17. A las obras en propiedad debía de sumarse también la lectura de ejemplares que habrían sido intercambiados, donados, prestados o regalados, así como los de escaso valor, no mencionados en los inventarios de bienes, y todos aquellos impresos de corta vida que llegaban a las manos de las damas. La lectura resultaba una habilidad de gran interés, ya que «el acercamiento a los libros en estas mujeres que desempeñan un papel social tan relevante no se puede considerar como una actitud meramente curiosa, sino también como una necesidad práctica para hacer frente a las exigencias cotidianas»18. Superado el aprendizaje de las letras y la comprensión de los textos, era necesario dar un paso más para completar el proceso de alfabetización obteniendo la capacidad de escritura. Sin embargo, la enseñanza a la mujer de la técnica de lo escrito no era del todo bien aceptada por numerosos moralistas de la época. Estos, favorables a la práctica de una lectura dirigida y acotada, no veían con buenos ojos la posibilidad que se entregaba al conjunto femenino para crear nuevos textos que quedaran fuera del control del varón censor. El hecho de que las mujeres pudiesen lanzarse a escribir «billetes, cartas, poemas, recuerdos o sentencias» asustaba a muchos autores que sospechaban de las escribanas. La causa de esta sospecha era el presentimiento de que dichas mujeres serían proclives a «abandonar el cuidado de la casa y de sus hijos y podrían escribir billetes con los que se abría la posibilidad de engañar a sus maridos, citar a sus amantes, romper, en suma, la paz de la casa traspasando sus muros mediante los renglones malhadados»19. Sin embargo, la escritura formó parte de la educación de las damas privilegiadas. A pesar de las reticencias, presentes de forma constante en la sociedad, el primer humanismo había planteado el hecho de escribir como una habilidad que debía ser obtenida por ambos sexos. Evidentemente, esta consideración iba dirigida a un público femenino muy reducido, el cual quedaba en teoría censurado a la hora de practicar la escritura, que debía ser utilizada de forma individual y en el ámbito privado. La enseñanza de la caligrafía, del dibujo de las letras y palabras a las que conferir sentido por medio del discurso escrito, podía realizarse a través de los denominados manuales de escribientes. Entre ellos es preciso destacar el publicado por el vizcaíno Juan de Ycíar, maestro de escritura en Zaragoza, cuya Orthografía

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AHPZ, CDH, P/1- 357-31. Inventario post mortem de los bienes de doña Prudenciana Portocarrero, duquesa de Híjar. Zaragoza y Villamayor, del 9 a 12 de junio de 1764.

18

N. BARANDA, Cortejo a lo prohibido. Lectoras y escritoras en la España Moderna, Madrid, Arco Libros, 2005, p. 63.

19

F. BOUZA, «Memorias de la lectura y escritura de las mujeres en el Siglo de Oro», en I. MORANT (dir.), Historia de las mujeres en España y América latina. El mundo moderno, Madrid, Cátedra, 2006, pp. 180-181.

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Prática: por la qual se enseña a escrivir perfectamente (1548), «puede presumir de ser la primera que se escribe sobre el particular en España»20 y ejemplo sobre el que se producirían y evolucionarán numerosos manuales posteriores cuya publicación y uso se extiende más allá del siglo XVIII. Este tipo de escritos, dirigidos a maestros y alumnos, planteaban definiciones del buen uso del material de escritura y presentaban grafías a imitar en busca de un correcto modo de escritura. El aprendizaje se alternaba con juegos protagonizados con letras cortadas en metal o madera, naipes y dados de letras, o ruedas giratorias que ayudaban a memorizar las normas de gramática21. La aplicación de estos conocimientos se realizaba a través de la práctica con ejemplos obtenidos de la sagrada escritura o alguna sentencia de castidad tomada de los preceptos de filosofía, la cual, escribiéndola una y muchas veces se la imprima (la muchacha) firmemente en la memoria22.

Este temprano consejo de Vives sobre los textos con los que debían realizarse las primeras prácticas de escritura femenina coincidía con las sentencias morales, oraciones, refranes o dichos que aparecían en los manuales como modelos de la caligrafía a imitar. Con la repetición de las grafías se conseguía, además de perfeccionar el trazo, profundizar en la comprensión de textos religiosos y ejemplos de decencia, que quedaban memorizados por las jóvenes favoreciendo su formación moral. Las mujeres de la nobleza se sirvieron de la escritura para defender sus intereses patrimoniales, mantener relaciones familiares a distancia, crear obras literarias y, por supuesto, expresar sus sentimientos a través de las cartas. El conocimiento del método, no únicamente del dibujo de la firma, sino de la producción de un trazo consciente que permitiese expresar las ideas, ofreció a estas damas la posibilidad de aprobar acuerdos, de plasmar sus opiniones y composiciones artísticas, así como de utilizar las letras cual voz silenciosa para conversar con aquellos que estaban lejos. Es muy complicado plantear cómo se desarrollaba este aprendizaje infantil, que muy

20 Ver A. EGIDO, «Los manuales de escribientes desde el Siglo de Oro», en Bulletin Hispanique, 97-1 (1995), pp. 67-94. 21

«[…] Pedro de Guevara, discípulo de El Brocense, destinó sus esfuerzos de la instrucción gramatical a diseñar unas “ruedas” giratorias para facilitar el aprendizaje, en este caso destinado a las Infantas reales: Nueva y sutil invención, en seys instrumentos, intitulados Juego y exercicio de letras», en V. INFANTES, «La educación impresa…», op. cit, p. 236.

22

J. L. VIVES, Instrucción de la mujer cristiana (1523), traducción de Juan Justiniano (Valencia, 1528), introducción, revisión y anotación de Elizabeth Teresa Howe, Madrid, Universidad Pontificia de Salamanca, 1995, pp. 56 y 57.

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probablemente se mezclaba con lo cotidiano, en un día a día en el que con frutas o bizcochos se dibujaban letras para enseñar a las más pequeñas23. Sin embargo, gracias a la documentación, es posible afirmar la capacidad de escritura entre las damas de la nobleza que, evidentemente, variaba dependiendo del carácter y disposición individual de cada una de ellas. Entre las posesiones personales de las damas nobles no faltaban objetos relacionados con la práctica del escrito, algunos de los cuales habían sido regalados por otras señoras de la aristocracia. A los talleres de escritura «con su cañón para plumas, con tintero, salvadera y para poner oblea», se unían escritorios y escribanías, todos ellos fabricados en materiales nobles: Un escritorio de terciopelo carmesí por afuera guarnecido con su franjón de oro y una bidriera por delante y por adentro guarnecido todo él de plata, muy ricamente, con sus dos asas de plata por fuera. (…) Y, en dicho cofre, una escrivanía de capa guarnecida por afuera de plata y por adentro es de raso carmesí con salbadera y tintero de plata y es la que dio la marquesa de Camarasa a mi señora24.

Su caligrafía se distingue en la documentación a través de sus firmas, que aprueban transacciones y finalizan misivas personales. En la correspondencia trabajada, solo hay algunos casos en los que la mano de la firmante redactó la carta completa. Aunque capaces de escribir, es probable que estas grandes damas dictaran sus cartas a otras personas de confianza que se encargaban de la caligrafía del texto principal. Para sí mismas reservaban la despedida y firma del documento, donde puede observarse el trato respetuoso o cariñoso, que variaba en relación con los destinatarios de sus palabras.

23

Luisa Miglio cita en su trabajo sobre la mujer y la escritura en la Toscana del Quattrocento unas palabras del humanista italiano Giovanni Rucelai (1475-1525), que destacan la cotidianeidad del aprendizaje de las letras: «formate delle lettere in frutte, berlingozi, zucherini e [...] iniciate il fanciullo [...] diciendoli: questo torto è uno S, questo tondo è uno O, questo mezo tondo è uno C», en L. MIGLIO, Governare l’alfabeto. Donne, scrittura e libri nel Medioevo, Roma, Viella, 2008, p. 63.

24

AHPZ, CDH, P/001510/000015. Inventario post mortem de los bienes de doña Mariana Pignatelli de Aragón, hija del duque de Monteleón y la duquesa de Terranova, esposa del V duque de Híjar, don Jaime Silva Fernández de Híjar. Zaragoza, a 3 de junio de 1681.

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«Mil gracias te doi [h]ermano mio y espero salga todo con felizidad mediante dios y tu buena voluntad y carignio A mi [h]ermana la Duquesa daras mis memorias y a mis sobrinos tanbien Mis [h]yjos se ponen a tus pies y Doña Margarita tanbien Exmo. Sr. Tu [h]ermana q[ue] mas te quiere y estima Maria Manuela25.

Privilegiadas por su posibilidad de acceso a una alfabetización completa, las damas nobles podían servirse de su formación básica para avanzar en una instrucción que les permitiera acceder a niveles más amplios de conocimiento. Lectoras y capaces de escribir, las mujeres de la nobleza desarrollaron sus habilidades de forma individual a lo largo de su adolescencia y vida adulta descubriendo las favorables consecuencias del mundo educativo femenino. Habilidades de mujeres y materias de estudio La temprana formación de las niñas incluía, además del proceso de alfabetización, la práctica de actividades tradicionalmente femeninas vinculadas a la vida doméstica. Las pequeñas aprendían pronto las tareas de manos, como el hilado, el tejido y el bordado, con las que ocupaban los tiempos de ocio en compañía de otras mujeres, confeccionando vestidos y adornos, bien para uso familiar, limosna u honra de altar. Estos momentos de costura eran también aprovechados para practicar la lectura en voz alta, en la que se compartían oralmente las líneas de un libro único con las damas de la casa. Además de las tareas de costura, la niña seguía el ejemplo de su madre para aprender de ella los trucos del gobierno doméstico, pues era necesario que las jóve-

25

AHPZ, CDH, P/1-263-46. Carta dirigida a don Isidro Silva Fernández de Híjar, VII duque de Híjar, firmada por su hermana Manuela, esposa del príncipe de Masiconoro. Nápoles, 27 de abril de 1745.

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nes conociesen el buen uso en las tareas cuya supervisión ocuparía su tiempo en la edad adulta. Al llegar a los doce años las muchachas debían tener la capacidad de administrar dichas faenas y avituallar la casa, aplicándose en el trabajo como modo de dar ejemplo a las criadas que tenían a su cargo. A dicha edad las madres podían comenzar a fiarles, en ciertas ocasiones, las llaves de la casa, observando su forma de actuar y pidiéndoles cuentas de los errores cometidos. De este modo las niñas ponían en práctica los conocimientos aprendidos y mostraban su nivel de preparación para dirigir la vida doméstica. El día a día de las jóvenes nobles estaba también marcado por la educación moral y el aprendizaje de la doctrina cristiana, que se incluía de un modo sencillo y natural en la cotidianeidad de las jóvenes por medio de las costumbres religiosas de sus familiares. Desde niñas, eran educadas en el respeto a Dios y las muestras básicas del mismo y se les enseñaba a reservar un tiempo preciso para el rezo y las prácticas devotas. Esta educación moral se fundía, a la vez, con la instrucción cultural de las muchachas, donde, como se ha indicado, la doctrina cristiana era el ejemplo sobre el que se trabajaba y desarrollaba la alfabetización. En los casos en los que la enseñanza femenina superaba el aprendizaje de la lectura y la escritura se unía, siempre de forma excepcional en la formación cultural de las niñas nobles, el estudio de las lenguas. En él se desarrollaba la enseñanza de las lenguas clásicas y la de idiomas como el francés, o, en menor medida, el italiano y el inglés. Además, las muchachas recibían «nociones de Geografía e Historia, civil y sagrada, y ciertas tinturas de Filosofía y Ciencias»26. Esta instrucción intelectual se completaba con las prácticas que toda joven debía aprender para conseguir desenvolverse con soltura en sociedad, con los principios de civilidad que le serían útiles para poseer unas actitudes y comportamientos en perfecta sintonía con su posición social. La imagen adecuada que debía proyectar la doncella incluía el aprendizaje que le permitiera «adornarse con moderación y con juicio (…) [para saber], al mismo tiempo, despreciar las galas y no desvanecerse con ellas, como el pavo real con su hermosa cola»27. A todas estas enseñanzas se unía la posibilidad del aprendizaje de la danza, la música o la pintura28, disciplinas artísticas cuya práctica ensalzaba las cualidades de una señorita.

26

M. BOLUFER, «Representaciones y prácticas…», op. cit., p. 18.

27 J. AMAR Y BORBÓN, Discurso sobre la educación…, op. cit., p. 202. 28

Doña Teresa de Silva Fernández de Híjar, duquesa de Béjar, que testó en 1712, se convirtió en una excelente pintora durante su juventud. A ella le dedicó fray Juan Andrés Ricci un bello tratado de pintura, La pintura sabia (1659), que compuso mientras le enseñaba a dibujar y que recoge algunos trazos de dicha dama. Ver J. A. RICCI DE GUEVARA, La pintura sabia, edición a cargo de Fernando Marías y Enrique Pereda, Toledo, Fundación Lázaro Galdiano, 2002.

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Todos estos puntos configuraban la educación e instrucción de las jóvenes de la nobleza, con el objeto de moldear la personalidad de las muchachas y ofrecerles la posibilidad de un desarrollo intelectual. La puesta en práctica de dichas enseñanzas se realizaba en distintos entornos educativos, los cuales favorecían y definían la adquisición de los conocimientos.

Espacios de educación Las mujeres de la nobleza durante la Edad Moderna se educaron, principalmente, en tres espacios distintos: el conventual, el escolar y el familiar. Cada uno de ellos poseía unas características propias, influenciadas de forma muy importante por las personas que rodeaban a la niña en su etapa educativa. Vida conventual y aprendizaje «Mucho puede el amor que se cobra a los puestos donde uno recibe la primera enseñança. Pues sin reparar en lo grande de sus méritos se le atreve el cariño», escribía la religiosa doña Ana Francisca Abarca de Bolea en el proemio a su obra Catorze vidas de santas de la Orden del Cister29. Su ejemplo, el de mujer letrada y autora reconocida en su tiempo como miembro del círculo cultural oscense, es el ejemplo de una niña educada en un convento desde su más tierna infancia, que muestra la posibilidad de formación de las mujeres de alta cuna dentro de los establecimientos religiosos. Esta vía de aprendizaje resultaba ser una de las más exclusivas en el panorama educativo. Solo las hijas de las familias más acomodadas podían optar por la entrada en el convento como vía de formación, debido a las elevadísimas pensiones que era necesario pagar para mantener a las niñas dentro del espacio religioso. «Las tarifas vigentes hacían que el convento fuera un lugar educativo virtual para una ínfima franja de ricos, aristócratas o grandes burgueses»30. Aquellas jóvenes de la nobleza para las que se había elegido una vida religiosa solían ser puestas, antes de entrar en el monasterio elegido, bajo la tutela de un clérigo, que les enseñaba a leer y a escribir e incluso ciertas nociones de gramática latina. Este caso puede ser ilustrado con el testimonio de doña Beatriz de Espés, señora de Bureta, quien nombraba, comenzando la segunda mitad del siglo XVI, a

29

A. F. ABARCA DE BOLEA, Catorze vidas de santas de la Orden del Cister, Zaragoza, Herederos de Pedro Lanaja y Lamarca, 1655, Proemio, p. 4.

30

M. SONNET, «La educación de una joven», en A. FARGE y N. ZEMON DAVIES (dirs.), t. 3, Del Renacimiento a la Edad Moderna, en G. DUBY y M. PERROT (dirs.), Historia de las mujeres en Occidente, Madrid, Taurus, 1992, p. 144.

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Bartolomé de la Torre, «mi capellán y maestro que es de mis hijos»31, cuya hija Isabel, dedicó su vida al convento de dominicas de Santa Inés de Zaragoza, donde testó siendo monja novicia antes de tomar los votos32. Aunque no en todos los casos, la mayoría de las órdenes religiosas exigían un determinado nivel de alfabetización en las aspirantes, que evidentemente variaba dependiendo de la categoría social de las mismas33. Las hijas de las familias poderosas solían pertenecer a las monjas de coro o de velo negro que «ocupaban los puestos más importantes del gobierno y administración, tales como abadesa o maestra de novicias y consejera de la abadesa. Estas posiciones requerían un alto nivel de habilidad de lectura y escritura con el fin de poder llevar a cabo los negocios necesarios para el convento»34, además de un conocimiento básico del latín que les permitiera leer y recitar la liturgia como parte de sus tareas. Estos centros religiosos fueron, en un primer momento, lugares de retiro y guardería para las niñas, que se iniciaban allí en la vida monástica. Muchas de ellas pasarían de ser internas a novicias, sin salir del recinto conventual, ya que las órdenes femeninas se nutrían en gran medida de la cantera del internado. Sin embargo, con el paso del tiempo, las familias comenzaron a entregar a las religiosas la custodia de sus hijas solo por un tiempo limitado. De este modo, las monjas educaban a las niñas que dejaban después el convento en busca de contraer matrimonio. Entre aquellas muchas niñas para las que se elegía la vía matrimonial se encontraba la anteriormente mencionada y también escritora, doña Luisa de Padilla (†1646), esposa del V conde de Aranda, don Antonio Ximénez de Urrea. Hija de los primeros condes de Santa Gadea, su infancia había transcurrido en un convento burgalés fundación de su familia35. Ella misma así lo reconocía en la redacción de su testamento en el que dejaba al hogar de su infancia una detallada gracia especial:

31

AHPZ, CDH, P/1-146-19. Testamento de doña Beatriz de Espés, señora de Bureta.

32

AHPZ, CDH, P/1-146- 19. Testamento de doña Isabel de Francia que acompaña, en el mismo legajo, al de su abuela, madre y hermanos.

33

Las diferencias de origen social quedaban reflejadas en la división interna de los conventos entre las «monjas de coro o monjas de velo negro», formadas y de origen social alto, y las «monjas de casa o de velo blanco», provenientes de clases bajas y de orígenes rurales, las cuales se encargaban de las tareas domésticas de la comunidad.

34

D. R. DONAHUE, «Wondrous words: miraculous literacy in the convents of Earl Modern Spain», en A. J. CRUZ y R. HERNÁNDEZ, Women’s Literacy in Early Modern Spain and the New World, Ashgate, 2011, p. 107.

35

L. HUIDOBRO Y SERNA, «El Convento de Religiosas Franciscanas Concepcionistas de S. Luis de Burgos», consultado online en http://dspace.ubu.es:8080/eprints/bitstream/10259.4/630/1/1133-9276_n077_p619-627.pdf.

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Al convento de Religiosas de la Concepción de Sant Luys de la ciudad de Burgos, por el afectuoso amor que les tengo y reconozimiento del tiempo de mi niñez que passe allí, y por ser fundación de las Cassas de mis padres, la suma y cantidad de 1.000 libras Jaquesas, han de emplear en haçer un ornamento de tela de oro con las armas del conde mi señor y mias, y mas les dexo otras 100 libra Jaquesas para fundación de un aniversario cantado con oficio de difuntos en tal día como el que yo hubiere muerto36.

Dicha entrega de las jóvenes de la familia a centros religiosos de importante relación con el linaje paterno y materno, o bien a establecimientos de gran fama, resultó una constante durante la modernidad. Dos monasterios oscenses, Santa María de Sigena y Santa María de Casbas, fueron, por ejemplo, los lugares elegidos por don Martín Abarca de Bolea, I conde de las Almunias, y su segunda esposa, doña Ana de Mur, como destino de sus dos hijas pequeñas: Lorenza y Ana Francisca. Ambos monasterios, ejemplo de muchos otros, realizaban una importante labor docente en sus escuelas monacales para las muchachas aragonesas más acomodadas que vivían internas en ellos. Se conoce, por ejemplo, cómo la citada doña Ana Francisca Abarca de Bolea († circa 1686) vivió «desde los tres años en el convento de Casbas y fue allí donde recibió la formación espiritual y la educación propia de una mujer de su época y nivel social»37. Ella misma, en su obra, ofrece referencias a esta costumbre educativa: Tan antiguo como acertado es el uso de criar Donzellitas en los Monasterios, pues se libra en ese retiro la enseñanza y seguridad de sus aciertos. Las que tienen inclinación y vocación para la reclusión Religiosa se les hace muy en breve, pero las que eligen el retiro más por comodidad que por voluntad, ni aprovechan ni viven contentas, mas siempre es bueno el exemplo, que tal la emulación facilita lo que el gusto no apetece38.

Para guardar doncellas La formación basada en el ejemplo dado por comunidades femeninas se extendía a otro tipo de establecimientos escolares entre los que destacan, en la formación de las damas nobles, los denominados colegios de doncellas. En ellos, la entrada quedaba reservada a las jóvenes privilegiadas y de buena familia, a quienes se exigía la justificación de su limpieza de sangre. Sin embargo, la primitiva labor

36

AHPZ, CDH, P/1-370-30. Testamento de doña Luisa de Padilla, condesa de Aranda; por Martín Duarte, notario de Épila, a 18 de febrero de 1645.

37

M. A. CAMPO GUIRAL, Doña Ana Francisca Abarca de Bolea, Zaragoza, DGA, 1993, p. 32.

38

A. F. ABARCA DE BOLEA, Catorze vidas…, op. cit., p. 197.

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asistencial de las comunidades que los regentaban favorecía también el acceso a los mismos de cierto número de doncellas huérfanas o pobres. En estos colegios residían las alumnas, ya pasada su primera educación: desde los 10 o 12 años de edad hasta el momento de su boda o su entrada en religión. Dirigidos por comunidades religiosas femeninas, ya fuese por grupos autónomos de mujeres beatas o por colectivos regulados, dichos centros tenían una relación muy próxima con el mundo monástico39. Dentro del colegio la niña maduraba física y psicológicamente, dando paso a la preocupación por su virginidad y el desarrollo de su fe. Allí, las doncellas eran «guardadas», es decir, educadas en el cultivo de la virtud, permaneciendo recluidas sin apenas salir del recinto y siguiendo unas estrictas normas y ordinaciones, que hacían su clausura muy semejante a la practicada por las religiosas. Dentro del espacio aragonés y en los testimonios de las damas trabajados se menciona en varios casos una vinculación con el Colegio de las Vírgenes de Zaragoza, fundado a finales de la década de 1520 por Juan González de Villasimpliz40. En él, las colegialas de la cruz, mujeres que habían renunciado al mundo para comprometerse en perpetuidad con el colegio zaragozano, cuidaban de las muchachas con quienes compartían el día a día, cultivando la vida espiritual, el canto y la música41. En un posible recuerdo, el nombre del colegio aparece en las últimas voluntades de algunas damas nobles: Se den al Colegio de las Vírgenes de Zaragoza ciento cincuenta escudos, los quales carguen a censal sobre parte segura para que de la renta que dellos procediere hagan en cada un año en el sabado que estuviere más cerca del segundo domingo del mes de diciembre la fiesta del Santísimo Sacramento con su solemnidad de música y predicador como se acostumbra42.

39

Los colegios de doncellas surgieron de la mano de grupos de mujeres beatas que vivían en comunidad sin regla y llevaban a cabo actividades asistenciales, como el cuidado de enfermos o la educación de niños. Algunas de ellas renunciaban al mundo y se comprometían de forma perpetua con un colegio, como, por ejemplo, las colegialas de la cruz del Colegio de las Vírgenes de Zaragoza, quienes prometían «hacer vida y muerte» en el colegio. Poco a poco, la institucionalización de estos grupos femeninos culminó con su monacalización y la dirección de los colegios de doncellas por parte de órdenes religiosas.

40

T. AZCONA, «El Colegio de las Vírgenes de Zaragoza en el siglo XVI», Memoria Ecclesiae, 20 (2002), p. 58.

41

Ibidem, pp. 66-67.

42

AHPZ, CDH, P/4-95-1. Testamento de doña Ana de la Cerda y Mendoza, II condesa de Galve y duquesa de Híjar; por Juan de Escartín, notario de Zaragoza, a 28 de septiembre de 1579.

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Dicha fundación, realizada por Ana de la Cerda y Mendoza, condesa de Galve (†1584) se encuentra acompañada de testimonios sobre legados más pequeños. Doña María de los Cobos y de Luna (†1580), condesa de Fuentes e hija de los marqueses de Camarasa, otorgaba «al colegio de las Vírgenes de la dicha ciudad [de Zaragoza] porque se acuerden de rogar por mi alma cuarenta libras jaquesas»43. Estas palabras de damas nobles, referentes a una primera etapa de la vida en el colegio, permiten plantear la posible existencia de una vinculación especial de las mismas con dicho centro, creada en su juventud y duradera hasta el final de su vida. A la existencia del Colegio de las Vírgenes —cuya actividad se desarrolló durante los dos siglos siguientes— debieron unirse, a mediados del siglo XVIII, otras alternativas escolares con la llegada a la Península de las órdenes religiosas femeninas dedicadas a la enseñanza, como las dominicas, las hijas de María o las salesas44. La posible continuidad de las damas nobles en su asistencia al colegio zaragozano o la participación en iniciativas escolares femeninas quedan patentes por la evolución general de la enseñanza a la mujer, aunque no se hallan presentes en la documentación trabajada hasta la fecha. Las críticas ilustradas dirigidas hacia las insuficientes y pobres escuelas para jóvenes acomodadas, así como la escasez de referencias en relación con dicho medio educativo, dirigen estas líneas hacia una de las principales vías de formación femenina, la más privada y quizás silenciosa, aquella que era recibida en la propia casa. La educación doméstica La opción de una educación e instrucción desarrollada en la propia casa fue, probablemente, mayoritaria en su elección por parte de las familias nobles. Como se ha mencionado anteriormente, los primeros pasos de la formación de las niñas se llevaban a cabo durante la infancia, que transcurría en el hogar, «un espacio interior, bien ordenado que envolvía a sus moradores permitiéndoles vivir protegidos del exterior»45. En la protección de los espacios privados, las niñas aprendían a partir de los conocimientos que poseían otros miembros de la unidad familiar. En este entorno, era fundamental la denominada línea femenina de instrucción, en la que las pequeñas escuchaban, observaban y practicaban la lectura de la mano de sus amas,

43

AHPZ, CDH, P/1-30-80. Testamento de doña María de los Cobos y de Luna, condesa de Fuentes, a 6 de diciembre de 1580.

44

G. FRANCO, «Patronato regio y preocupación pedagógica en la España del Siglo XVIII: el Real Monasterio de la Visitación de Madrid», en Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, H.ª Moderna, 7 (1994), p. 239.

45

I. MORANT, Discursos de la buena vida. Matrimonio, mujer y sexualidad en la literatura humanista, Madrid, Cátedra, 2002, p. 191.

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madres y hermanas46. Dicha actividad realizada por mujeres y dirigida a mujeres, en la que el conocimiento se compartía en un entorno completamente femenino, fue la base de la primera educación de las más jóvenes. Sin embargo, las niñas de la nobleza tenían también la oportunidad de aprovecharse de su privilegiada situación social para disfrutar de ciertos periodos de tiempo en otras casas nobles, familiares o más encumbradas, e incluso en la Corte47, donde disfrutaban de un aprendizaje más completo y conseguían establecer relaciones sociales beneficiosas para su futuro y el de su familia. Además, en algunos casos las propias damas se encargaban también de la crianza de otras niñas de menor condición, bien a sus expensas o en su propia casa, de forma que ampliaban el círculo educativo dentro del hogar: La referida excelentísima señora Duquesa de Híjar, por efecto de su natural caridad y piadoso animo, inclinado y propenso a socorrer y remediar las necesidades que se la presentaban, se encargó de la educación y crianza de doña Mariana Antonia Serrano, huérfana, en el convento de religiosas de la Visitación de la Villa de Abalon en el Reyno de Francia, donde la embió a este fin, y estubo manteniendo a sus expensas; y también de la de doña Teresa Escoín, que dicha Excelentísima señora tenía en su quarto para que directamente sirviese a su persona (…) por quanto su voluntad era favorecer y amparar a las referidas en el importante asunto de su educación y crianza48.

La educación doméstica estaba protagonizada, además de por los miembros de la familia, por personas contratadas ex profeso o que compaginaban empleos dentro de la casa. Al anteriormente citado capellán que la señora de Bureta empleaba a su vez como instructor de sus hijos pueden unirse los maestros asalariados que se encargaban de enseñar a los más pequeños del linaje. Su actividad estaba destinada, sobre todo, a la enseñanza de los varones; sin embargo, las muchachas más des-

46

«(…) que las mujeres de más años, que saben leer, enseñen à las jóvenes, y estas las atiendan como à sus Maestras», en A. ARBIOL, La familia regulada (1749), estudio preliminar de Roberto Fernández, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2000, p. 491.

47

«(…) estando en el Real palacio de S.M. y en la posada de la Señora Doña Isabel Fernández de Híjar y Silva, dama de la Reina mi Señora, yo el escribano hice sabedora a dicha señora lo contenido en el testamento (…) y su señoría respondió en presencia de otras señoras damas que estaban presentes que por ahora lo oye sin prejuicio de usar de sus derechos si los tuviere, y no lo firmó porque dijo no poder por estar acongojada de la muerte de dicho Ex. Sr. Duque, su padre», en AHPZ-P/1-146-13/9. Notificación de la muerte y testamento de don Jaime Francisco Víctor Silva Fernández de Híjar a su hija doña Isabel. Madrid, 25 de febrero de 1700.

48

AHPZ, CDH, P/1-259-1. Testamento de doña Rafaela Palafox Croy d’Havre, duquesa de Híjar; por Mateo Álvarez de la Fuentes. Madrid, 21 de agosto de 1777.

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piertas podían, en ocasiones, conseguir el permiso de sus padres para aprovechar las lecciones dadas a sus hermanos. Por ejemplo, doña María Engracia y doña María Francisca Abarca de Bolea, nacidas en 1721 y 1722, respectivamente, pudieron quizás beneficiarse del «maestro de escribir y contar a Señoritos y Pajes»49 que su padre contrató para educar a sus hermanos. En otras ocasiones, las niñas poseían personas empleadas específicamente para su educación. De este modo, «Manuel de Sanchristobal, maestro de la señorita»50 enseñó a doña Ana María del Pilar Silva Fernández de Híjar, futura condesa de Aranda51, y gozó de tres reales de sueldo desde el 1 de diciembre de 1721, cuando la niña tenía tan solo cuatro años de edad. Esta enseñanza privada dirigida a las jóvenes se caracteriza en la documentación por la excepcional aparición, a finales del siglo XVIII, de la figura de la institutriz, como maestra asalariada de las niñas de la nobleza. La llegada de las nuevas ideas ilustradas sobre la educación femenina y su puesta en práctica en los ambientes más cultos y privilegiados de la época dirige también la mirada hacia la aristocracia aragonesa. Es en esta coyuntura en la que puede afirmarse, con mayor claridad, el modo en que la influencia del pensamiento y las decisiones de los progenitores habían sido en todo momento fundamentales en relación con la posibilidad de educación de las niñas. Ellos eran los responsables de ofrecer a las muchachas una vía de formación y adecuarla a los modelos que consideraban mejores para ellas. Este es el caso de don Pedro de Alcántara Silva Fernández de Híjar (17411808), IX duque de Híjar y Rafaela Palafox (1714-1777), quienes habían elegido como institutriz para sus hijas «a una de las discípulas más instruidas» de Mme. Le Prince Beaumont52. La autora francesa, defensora de la educación femenina, gozó

49

AHPZ, CDH, P/1-235-78. El sueldo de este maestro se citaba entre los gastos extraordinarios del IX conde de Aranda, Buenaventura Pedro Abarca de Bolea (16991742), de los últimos años de la década de 1720. El maestro cobraba 3 libras jaquesas y 4 sueldos, el mismo salario que la lavandera de la casa, citada a continuación, y había sido empleado para enseñar a don Pedro Ignacio y don Pedro Pablo Abarca de Bolea, este último, futuro X conde de Aranda.

50

AHPZ, CDH, P/1-2-89. Salarios de los empleados de los duques de Híjar entre 1721 y 1725.

51

Doña Ana María Silva Fernández de Híjar (1717- 1783) fue la primera esposa del X conde de Aranda, don Pedro Pablo Abarca de Bolea.

52 I. OBREGÓN, Elogio histórico de Madama María le Prince Beaumont, Madrid, Imprenta de Pedro Marín, 1784. Mme. Le Prince Beaumont fue alojada, en uno de sus viajes a «Madrid, en la residencia de los duques de Híjar, quienes (…) deseaban contratarla como preceptora de sus hijas, pero ante su negativa hubieron de conformarse con una de sus discípulas». Ver M. BOLUFER, «Pedagogía y moral en el Siglo de las Luces: las escritoras francesas y su recepción en España», en Revista de historia moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 20, (2002), p. 72.

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de gran aprecio en la España del momento y su método educativo se perpetuó por medio de sus pupilas. La influencia de la educadora en el país y, más concretamente en la casa de los duques de Híjar, es relevante al señalar la obra del padre Ignacio Obregón, Elogio histórico de Madama le Prince Beaumont (Madrid, 1784), una breve biografía de la dama francesa dedicada a doña María Teresa Silva Fernández de Híjar (1772-1818), tercera hija de los duques. De este modo, madres, amas y mujeres de la casa se entremezclaron con maestros e institutrices dentro de los espacios privados, principales protagonistas de la educación e instrucción recibida por las niñas y jóvenes nobles durante la Edad Moderna.

A modo de conclusión Desde su niñez, las mujeres pertenecientes a la nobleza aragonesa de la modernidad disfrutaron de unas atenciones esmeradas que velaban por el correcto desarrollo de su personalidad y por su aprendizaje. Su educación, privilegiada y acotada, les ofrecía las ventajas del acceso a una enseñanza dirigida al mismo tiempo que marcaba los límites impuestos por la diferencia de sexos. Las muchachas, que compartían con sus hermanos varones los primeros pasos de la alfabetización, eran en ocasiones apartadas de una instrucción más completa en beneficio de la práctica de tareas tradicionalmente consideradas como femeninas. Sin embargo, la actividad y educación de estas mujeres no terminaba en el mundo doméstico, las labores de costura o los libros religiosos. Muchas damas nobles invirtieron su esfuerzo en mejorar su nivel cultural e intelectual en beneficio de un desarrollo personal e íntimo que abría las puertas a nuevos espacios y conocimientos. Esta adquisición de habilidades formativas y culturales servía a las mujeres de la nobleza como base para ejercer correctamente sus funciones dentro del linaje y adquirir, a su vez, una visibilidad pública justificada en su capacidad. Acorde con la realidad histórica y heredera de la práctica medieval, la enseñanza femenina en la Edad Moderna evolucionó entre los dictados humanistas, la religiosidad barroca y las nuevas ideas ilustradas. Vinculada estrechamente con el tiempo y el espacio en el que era impartida, la educación de la mujer se encontraba marcada por los distintos escenarios donde se llevaba a cabo y, evidentemente, por las personas encargadas de transmitir los conocimientos a las niñas. Esta educación, planteada dentro de la influencia paterna como principal responsable de su existencia, ofrecía a la joven noble la posibilidad de aprender y, con ella, las claves de un conocimiento a desarrollar en su vida adulta.

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