Ecuador: La voluntad soberana de los forajidos

August 26, 2017 | Autor: Carlos Rivera-Lugo | Categoría: Latin American Studies, Ecuador
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Descripción

Ecuador: La voluntad soberana de los forajidos Carlos Rivera Lugo Especial para Claridad La más reciente de las crisis políticas en el Ecuador resulta ser un testimonio más de una crisis mucho más profunda que trasciende los hechos inmediatos de la rebelión civil contra un jefe de gobierno, en este caso el ex coronel Lucio Gutiérrez, que pretendió usurpar la autoridad del soberano popular. Por cierto que el mandatario depuesto es el tercero de los últimos tiempos, uniéndose a Abdalá Bucaram (1997) y Jamil Mahuad (2000). Gutiérrez pretendió descalificar a los manifestantes en su contra como forajidos, término utilizado para puntualizar que los manifestantes en su contra no figuraban en el libreto de lo políticamente correcto, según promovido por la política exterior del gobierno de Washington. No era como las revueltas aterciopeladas o de los tulipanes, las que hábilmente ha ayudado a orquestar recientemente en distintas partes del mundo. La amplia oposición civil que precipitó la caída de Gutiérrez, a modo de un proceso de revocación de facto de mandato, en todo caso halló una identidad común en el epíteto gutierrista, pues reflejaba en gran medida su composición esencialmente no afiliada a los partidos y esquemas políticos tradicionales. De ahí que empezó a decir que “todos somos forajidos” y la gesta popular terminó calificándose como la rebelión de los forajidos y propone la “refundación del país”. Decía uno de esos forajidos que se manifestaba en la calle: “Hemos estado fuera de nuestra condición de ciudadanos, de sujetos”. Cuando un periodista le preguntó a otro sobre quiénes eran los responsables por la rebelión, éste le respondió: “la ciudadanía”. En el fondo de eso es de lo que se trata: de refundar el país más allá de la concepción prevaleciente de sociedad y Estado en que son reducidos al status de forajidos. Se trata, en fin, de superar la pretendida marginación del pueblo a los márgenes de la sociedad capitalista bajo el modelo liberal de Estado. Y es que el modelo liberal carece en el fondo de esencia democrática por cuanto reduce la voluntad popular a la mera competencia de intereses patrimoniales privados en el marco de una sociedad jerarquizada en clases, así como limita el bienestar general a los estrechos intereses del mercado. Por último, dicho modelo embarga la autoridad soberana del pueblo mediante el principio de representación, bajo el cual el gobierno y sus funcionarios se constituyen en depositarios de la soberanía del pueblo, sustituyendo materialmente al pueblo como soberano. En todo caso la autoridad soberana del pueblo se activa, al menos formalmente, con cada consulta electoral, para luego pasar nuevamente a los gobernantes de turno. Este es el modelo de democracia indirecta, es decir, representativa propia del liberalismo. Sin embargo, como muy bien planteó el filósofo disidente de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau, el mercado no es el Estado, ni la libertad puede estar sujeta a los

requerimientos del capital a partir de sus fines utilitarios, discriminatorios y opresivos. La verdadera democracia, si ha de ser posible, tiene que trascender los limitados parámetros que le han impuesto el liberalismo y sus desigualdades características. El verdadero Estado democrático es aquel que se encarna en sus ciudadanos, partícipes activos de los asuntos públicos. Es una comunidad política de sujetos soberanos dedicados al bien común. Pero para que la división entre gobernados y gobernantes desaparezca, es preciso que sea radicalmente reducida la desigualdad social. Tiene que garantizarse, sustantivamente y no meramente en la forma, la igualdad de todos sus ciudadanos. De esto ciertamente no entiende el liberalismo y menos aún el neoliberalismo, para quienes la desigualdad constituye un requisito indispensable del modelo. Según Rousseau, el Estado democrático tiene que estar dedicado a promover dos fines fundamentales: la libertad, con el propósito de eliminar toda dependencia particular y potenciar con ello la autonomía decisional de cada ciudadano; y la igualdad, sin la cual la libertad sucumbiría inevitablemente ante cualquier tipo de subordinación política y económica. Sin la igualdad, la libertad no podría subsistir por cuanto la desigualdad conduce inevitablemente a la subordinación política y, por consiguiente, a la pérdida de la libertad. ¿Quién debe gobernar? La sociedad como un todo, contesta Rousseau. Son los ciudadanos todos los que hacen el Estado, el espacio público está determinado por el pueblo, quien es el único soberano. La soberanía popular es inalienable, intransferible e indivisible. El gobierno sólo puede ejercer una función estrictamente auxiliar y de facilitación administrativa del soberano popular, dentro del ámbito estricto de la ley. Sus labores se deben realizar conforme a y bajo el control directo y permanente del soberano popular. Precisamente en ello radica la legitimidad de cualquier gobierno. El gran malestar político de nuestros tiempos está determinado, en gran medida, por la falta de comprensión de este fundamental hecho. Dice el analista español de relaciones internacionales, Augusto Zamora: “La caída de Lucio Gutiérrez es consecuencia de su traición a las fuerzas sociales e indígenas que le llevaron a la Presidencia. Prometió justicia social y tiempo le faltó para firmar un acuerdo obsceno con el FMI. Se comprometió en hacer justicia a los indígenas y meses después rompía su alianza con el movimiento Pachakutic. Juró desmantelar el sistema corrupto y se entregó a la oligarquía. Prometió rehacer las instituciones y no dudó en destruir los escasos cimientos de legalidad, para imponer una Corte Suprema de Justicia que perdonara a los presidentes derrocados que compraron su apoyo. Habló de soberanía y convirtió Ecuador en una gran base militar de EEUU. Fue destituido, en suma, por traicionar las esperanzas de un país. Por no hacer en Ecuador lo que Chávez en Venezuela. Enterrar un sistema podrido y construir uno nuevo, aprovechando su riqueza petrolera, no tan importante como la venezolana, pero suficiente para impulsar un proceso de desarrollo, sobre todo ahora, con los altos precios que tiene el hidrocarburo. Los gritos de Que se vayan todos, que corearon antes en Argentina, tienen más destinatarios que una clase política. Es un grito que quiere significar el fin de un modelo de Estado y la exigencia de que surja otro. Un nuevo modelo que devuelva a los países

las riquezas usurpadas y dé a los pueblos dignidad, esperanza y futuro. La crisis ecuatoriana, como la de tantos otros países de la región, no se resolverá con nuevas elecciones rituales, que serán más de lo mismo, ni con represión como intentó De la Rúa en Argentina o Toledo en Perú. Hace falta enterrar el modelo. Hugo Chávez, en ese sentido, marca la pauta.” Es en ese sentido que el líder indigenista y presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE), Luis Macas, manifestó en días pasados que el sucesor del mandatario depuesto, el otrora vicepresidente Alfredo Palacio, debe convocar "al pueblo para que el pueblo organizado pueda, a su vez, organizar un nuevo sistema democrático", de manera que se evite "hacer simplemente un parche (...) y dejar que este mismo sistema continúe". Cansados están del cambio cosmético o estreñido para que en el fondo todo siga igual. Macas señaló que Ecuador necesita urgentemente de "una institucionalidad distinta" porque bajo la existente "no existe justicia ni paz para todos los ecuatorianos". "Pedimos que el pueblo se convoque en una Asamblea, que el presidente sea interino y que esta Asamblea Popular sea la que formule una forma de organización del Estado", agregó. De ahí que la alarma que corre por los corillos de Casa Blanca en Washington es, en última instancia, por esta puesta en marcha por doquier a través de la América nuestra, de las aspiraciones de los otrora forajidos de los destinos de sus respectivos pueblos. Pues, frente a la seudo democracia del gran capital que tanto pregona por el mundo, se va forjando una democracia auténticamente popular al margen de sus estructuras de dominación y expolio. Y ésta no podría contar con mejor legitimidad que su voluntad multitudinaria legislando, sin sectarismos partidistas, para refundar el país desde las calles, desde cada rincón del país, al margen de las instituciones decrépitas del modelo liberal del Estado en bancarrota. 26 de abril de 2005 www.claridadpuertorico.com

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