Duque, J. M. (2016). La dimensión argumentativa del discurso trinitario - en diálogo con filosofías contemporáneas. In Estudios Trinitarios 50, 313-334.

June 14, 2017 | Autor: João Manuel Duque | Categoría: Philosophy, Systematic Theology, Fenomenología, Trinidad, Monoteismo
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LA DIMENSIÓN ARGUMENTATIVA DEL DISCURSO TRINITARIO – EN DIÁLOGO CON FILOSOFÍAS CONTEMPORÁNEAS.

João Manuel Duque – UCP – Braga Con la finalidad de evitar malentendidos en relación al titulo de mi exposición, me gustaría dejar claro que no se tratará aquí de demonstrar racionalmente la Trinidad, si por eso entendiéramos un proceso de argumentación lógica o empírica que permitiera llegar a conclusiones apodícticas; se tratará más bien de comprender la afirmación creyente relativa al Dios triuno por recurso a claves hermenéuticas que permitan mostrar su posible sentido, razonabilidad y significatividad en el ámbito de la cultura contemporánea. Eso sería lo que podríamos llamar el posible – y exigido – argumento trinitario en el ámbito de la teología o incluso de la filosofía. En ese sentido ganará especial importancia la mostración de la relevancia práctica de la fe en el Dios uni-trino, aunque esa relevancia no se verifique simplemente en la pragmática existencial humana. En el contexto de los desafíos culturales y filosóficos de la postmodernidad, creo que semejante relevancia práctica del argumento trinitario podrá presentarse en dos direcciones fundamentales: una dirección ontológica y antropológica, apoyada en el concepto de persona, contra la dominante idea neo-gnóstica de totalidad abierta, que interpreta la relacionalidad simplemente como flujo impersonal; y una dirección fenomenológica que asume el modelo trinitario de relación como propuesta positiva – al mismo tiempo salvífica – ante cierto nihilismo resultante de determinados procesos de la cultura occidental. El nervio fundamental de mi argumentación puede hallarse en una propuesta de comprensión analógica del ser y de lo humano, con base en una definición de la analogía como correspondencia. En ese sentido, mi propuesta se desarrolla en dos momentos: una comprensión formal o estructural – o incluso trascendental, en cuanto condición de posibilidad – del ser y de lo humano como correspondencia, o sea, como respuesta en libertad (al que propongo llamar analogia libertatis, aquí señalada como superación de la actual tendencia hacia cierto monismo ontológico y existencial); y una comprensión material – o categorial – que presenta el modo de relación según el amor como contenido de esa correspondencia (lo que podríamos denominar analogia

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amoris, como superación del nihilismo o ausencia de contenido en ciertos negativismos o agnosticismos postmodernos).

1. Analogia libertatis – repensar la estructura ontológica El primer ámbito de la discusión – al que genéricamente podríamos llamar ontológico y antropológico – se situará al nivel de las interpretaciones de las estructuras fundamentales y originarias del ser y de lo humano. Ciertas filosofías contemporáneas retoman en este nivel el debate tradicional de la relación entre universal y particular,

o entre identidad y diferencia (lo que significa tratar la

cuestión de la unidad, la unicidad y la pluralidad)1. Aunque en realidad se trate de una sola cuestión, la colocaré aquí en dos ámbitos de discusión algo distintos: el primero, sintomáticamente localizado en el debate sobre el monoteísmo; el segundo, en los intentos filosóficos de comprensión de la diferencia. 1. Uno de los ámbitos de la discusión actual sobre la unidad y la pluralidad es de nuevo el planteamiento de la relación entre monoteísmo y violencia. No voy a presentar el debate porque ya ha sido amplia y profundamente tratado en varios escritos, en España sobre todo por Santiago del Cura2. Me referiré solamente a dos posiciones recientes, por considerarlas emblemáticas para nuestro tema. La conocida crítica del filósofo alemán Odo Marquard al monoteísmo incide en la crítica a la unidad y unicidad de un mito fundador de sentido. Pretensamente, ese mito nos llevaría a la violencia sobre todos los seguidores de mitos alternativos. En contrario, la absoluta pluralidad de mitos o polimitia posibilitaría la convivencia pacífica entre una pluralidad de sentidos inconmensurables y no reductibles a uno que los unificara. Así, el monoteísmo significaría unidad y identidad absoluta del ser y de lo humano; politeísmo, al contrario, significaría respecto por la pluralidad de los entes y de los humanos y sus mundos de vida. Otra posición, que sigue provocando debates teológicos, es la presentada por el egiptólogo alemán Jan Assmann3. Interesantemente, su posición es casi lo contrario

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Cf.: C. E. GUNTON, Unidad. Trinidad y Pluralidad. Dios, la Creación y la Cultura de la modernidad, Salamanca: Sígueme, 2005. 2 Cf.: S. DEL CURA ELENA, Un solo Dios. Violencia exclusivista, pretensión de verdad y fe trinitaria en los recientes debates sobre el monoteísmo, Madrid: Real Academia de Doctores de España, 2010. 3 J. ASSMANN, Die Mosaische Unterscheidung oder der Preis des Monotheismus, München / Wien, 2003.

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de la de Odo Marquard. Para Assmann, el problema del monoteísmo es precisamente el haber introducido en la historia distinciones, sobretodo la distinción entre verdad y falsedad, con la consecuencia de que en nombre de la verdad se practicaría la violencia sobre los que están en la falsedad – o sea, los que no adoran el Dios verdadero. Por eso, lo que Assmann llega a defender no es la pluralidad absoluta de dioses – o sea, de sentidos – sino más bien la conducción de todas las aparentes diversidades – incluso la distinción entre verdadero y falso – a una unidad indiferenciada fundamental de orden cósmico. Lo que permite hablar no de politeísmo como alternativa al monoteísmo, sino más bien de cosmoteísmo4 – o sea, de una referencia a la unidad esencial del cosmos, identificada como totalidad y divinidad, ante la cual se hacen relativas todas las diferencias del mundo. En realidad, nos hallamos ante una visón monista del ser. En ese monismo fundamental, todo es igual a todo, por lo que no hace sentido el conflicto entre los diferentes – ni siquiera entre los diferentes dioses, ya que no pasan de manifestación del ser único fundamental. Ahora bien, en relación al primer aspecto de la crítica presentada – la que defiende la pluralidad absoluta – podemos cuestionar el resultado de una pluralidad pensada sin la mediación de la unidad. Ese resultado es lo que Jean-François Lyotard denomina la condición post-moderna5, determinada por una absoluta fragmentación de la realidad y de sus sentidos y significaciones, sin posibilidad de unificación. Eso significaría lo mismo que una absolutización del fragmento, en la imposible relación entre fragmentos – ya que la relación exige referencia a algo que sea común a las partes relacionadas. El mundo entendido como un conjunto de sustancias no relacionadas equivaldría a la afirmación de la co-existencia de inúmeros absolutos cerrados sobre sí mismos. Pero eso es incluso lógicamente impensable. El lenguaje y el pensamiento serían completamente equívocos, lo que significaría la anulación de su posibilidad misma. Pero, por otro lado y en el ámbito del segundo aspecto de la crítica presentada, el intento de edificar el pensamiento y el lenguaje sobre la referencia a una única realidad que es idéntica al todo, sin distinciones a no ser como apariencias, aunque pueda permitir el pensamiento lógico – como lo ha intentado toda la modernidad, incluso en su aplicación científica – no permite sin embargo pensar y decir 4

Cf.: K. MÜLLER, “Gewalt und Wahrheit. Zu Jan Assmanns Monotheismuskritik”, in P. WALTER (Ed.), Das Gewaltpotential des Monotheismus un der dreieine Gott, Freiburg i. Br.: Herder, 2005, 74-82. 5 J.-F. LYOTARD, La condition postmoderne, Paris: PUF, 1979.

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verdaderamente la realidad de los entes concretos y particulares, como ha mostrado claramente la fenomenología y la hermenéutica. Si la visión fragmentaria o equívoca no permite ni siquiera pensar la realidad, la visión monista no permite pensar verdaderamente la realidad. Teológicamente, aunque pueda identificarse un “monismo latente”6 en toda la historia de la teología – como defiende Klaus Müller – habría que ser claro y afirmar, como lo hace otro teólogo alemán, Magnus Striet, que el cristianismo no puede ser monista7. Y no lo puede porque la diferencia real – y no simplemente aparente – es condición primera de libertad. Ahora bien, sin la dimensión de la libertad no haremos nunca justicia, ni al concepto de Dios ni al concepto de humanidad. Así que, para la perspectiva bíblica sobre Dios, hay que pensar la unidad sin caer en el modelo monista, y la pluralidad sin transformarla en pura fragmentación. En lenguaje más técnico, podríamos decir que el logos sobre el Dios bíblico no pude ser ni unívoco – sea en relación al mundo (economía), sea en relación a Dios en si mismo (inmanencia) – ni equívoco. Ya se ve que el único camino posible será el de la analogía. Pero no simplemente una analogía del lenguaje, sino una analogía de correspondencia en el ser. Y porque esta correspondencia se da en la relación libre de diferentes, podríamos llamarla analogia libertatis 2. Esta cuestión nos introduce de inmediato en el problema de la identidad y de la diferencia, como el núcleo de aplicación del problema de la libertad como relación analógica. Ahora bien, es precisamente como articulación o fuente de la relación entre identidad y diferencia, por mediación de la relación, que se han propuesto algunos intentos de ontología trinitaria – o sea, de una comprensión trinitaria del ser, por correspondencia a una comprensión trinitaria de Dios, origen del ser. Y como hay una relación inevitable entre ontología y antropología, podríamos hablar también de una antropología trinitaria – lo que, en nuestro caso quizá sea más importante que la ontología misma. Una ontología y una antropología trinitarias implicarán, antes de todo, la sustitución de una metafísica de la sustancia por una metafísica de la relación. Es lo

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Cf.: K. MÜLLER, “Über den monistischen Tiefenstrom der christlichen Gottesrede”, in ID. / M. STRIET (Ed.s), Dogma und Denkform, Regensburg: Friedrich Pustet, 2005, 47-84. 7 Cf.: M. STRIET, “Antimonistische Einsprüche im Namen des freien Gottes Jesu und des freien Menschen”, in Dogma und Denkform, 111-127.

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que propone, explícitamente, John Milbank8, con apoyo en el pensamiento de algunos padres de la Iglesia, que considera tener semejanzas con ciertas tendencias postmodernas, igualmente superadoras no solo de una metafísica de la sustancia, sino también de la moderna metafísica de la subjetividad. De hecho, para la ontología y la antropología trinitarias, según la piensa el teólogo alemán Gisbert Greshake, “la autonomía (el si-mismo y la auto-determinación) del sujeto no contradice su relacionalidad, sino que es creada y posibilitada por ella. Pluralidad y diferencia no deben, como en la ontología tradicional, concentrarse o mismo reducirse a una unidad sustancial, sino que se hallan con ella en un juego de recíproca constitución”9. Ahora bien, el pasaje a una metafísica de la relación implica que la primacía de la identidad absoluta no diferenciada (in-diferente) sea sustituida por la primacía de la diferencia, ya que no hay relación sin verdaderamente diferentes. Es precisamente al intentar pensar los conceptos de relación y de diferencia que entramos inevitablemente en debate con ciertas filosofías más recientes, las denominadas filosofías de la diferencia. Aquí me referiré simplemente a Gilles Deleuze y a Jacques Derrida. Lo que pasa es que incluso estas filosofías (por lo menos en principio y en la línea de Nietzsche), en el intento de afirmar la unicidad individual de todo lo que existe, se enredan en visiones unívocas de la realidad, reduciendo la diferencia de cada ente concreto a puro momento en un movimiento más amplio, impersonal y no individual, que aparenta «animar» toda realidad – como que un «alma del mundo» anterior e interior al todo. Pienso ser el caso, casi paradoxal, de la propuesta de Deleuze, que acaba por reducir la irreductible diferencia de todo lo que es – incluso de lo humano – al unívoco proceso de un «continuum de intensidades». Eso nos lleva a concluir que, en el fondo, todo es lo mismo, siendo las diferencias pura alteración de intensidad. Desde el punto de vista antropológico, esta ontología de la diferencia – como permanente repetición de lo mismo 10 según el modelo del «eterno retorno» de Nietzsche, su principal inspirador – acaba por fundamentar la práctica de cada sujeto en un mecanismo pré-personal, el cual, en última instancia, determina la identidad individual; o entonces, la fundamenta simplemente en el permanente flujo de 8

J. MILBANK, The Word Made Strange, Oxford: Blackwell, 1997, 112: “Already, in the tradition, Christian theology has begun to be a metaphysics/metasemiotics of relation, rather than a metaphysics of substance”. 9 G. GRESHAKE, Der dreieine Gott. Eine trinitarische Theologie, Freiburg i Br.: Herder, 1997, 460; Cf.: K. HEMMERLE, Thesen zu einer trinitarischen Ontologie, Einsiedeln 1976. 10 Cf.: G. DELEUZE, Différence et répetition, Paris: PUF, 1968 (3ª Ed. 1976).

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identidades «personales», que no pasan de puntos o nodos en una red infinita. De hecho, la intención de todo pensamiento deleuziano es “determinar un campo trascendental impersonal y pré-individual, que no sea semejante a los campos empíricos correspondientes y que, sin embargo, no se confunda con una profundidad indiferenciada”11. Ese campo trascendental es, claramente, el campo unívoco “en el cual ninguna cualidad se desarrolla, donde ninguna extensión se manifiesta; …la cuantidad intensiva [que determina la diferencia como intensidad] es el spatium, teatro de toda metamorfosis, diferencia en sí que envuelve todos sus grados en la producción de cada uno. En este sentido, la energía, la cuantidad intensiva, es un principio trascendental, y no un concepto científico”12. Esta univocidad del principio energético, como origen de toda diferencia, es, al mismo tiempo, anulación de la diferencia real en su origen mismo. Hablar de libertad – y por lo tanto, de verdadera diferencia relacional – sería así imposible. Aunque aparentemente nos libertemos de todos condicionamientos establecidos histórica y racionalmente, jamás seremos libres relativamente al fondo ontológico o trascendental que nos constituye, ya que todas nuestras acciones estarán determinados por ese campo trascendental, por caótico y difuso que sea. Derrida, a su vez, encuadra la diferencia no tanto en una estructura unívoca de infinita repetición de lo mismo, sino más bien en el proceso nunca terminado de la referencia entre signos. El acto de la escritura – en cuanto proceso infinito de relaciones entre signos – es el modelo de la relación diferencial. En ese sentido, la relación entre uno y otro está ya marcada por la relación a un tercero, que no permite la presencia del otro a mi mismo, ni siquiera a través de la dialéctica. Porque la diferencia es la manifestación de una ausencia y de una imposibilidad radical – precisamente la imposibilidad de poseer el otro en la relación. Ahora bien, semejante imposibilidad es total. En ese sentido, la diferencia real, que podría originar identidad personal en libertad, no es posible. Solamente se pude dar cuerpo – o mejor, se pueda dar letra, signo, por la escritura – a la diferencia originaria, que es el anuncio, la huella de una imposibilidad. Para Derrida “el imposible jamás es dado, sino siempre diferido”13. 11

G. DELEUZE, Logique du sens, Paris: PUF, 1969, 124. G. DELEUZE, Différence et répétition, 310. 13 J. CAPUTO, Apôtres de l’impossible: sur Dieu et le don chez Derrida et Marion, in: «Philosophie» 78 (2003) 33-51 (orig.: On te Gift: a discussion between Jacques Derrida and Jean-Luc Marion moderated by Richard Kearney, in: God, the Gift and Postmodernism, Indiana Univ. Press 12

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El teólogo americano Mark Taylor propone una lectura teológica que, en realidad, se inspira en las propuestas de Deleuze y de Derrida. Eso queda inmediatamente evidente en su comprensión de la alteridad (aplicada a Dios, sea en si mismo sea en su relación al mundo), que denomina propositadamente altaridad (altarity): “En primer lugar, altaridad especifica la alternancia sin fin, a través da la cual las diferencias binarias y dialécticas se articulan, de tal modo que sus oposiciones son superadas. En segundo lugar, altaridad denomina el indenominable «exterior», que es «interior» a todo sistema, a toda estructura y a todo esquema, siendo su necesaria condición[…] En tercer lugar, altaridad sugiere la dimensión de la sacralidad, que no es, ni simplemente trascendente ni inmanente, sino más bien una trascendencia inmanente, que interrumpe y cuestiona sistemas, estructuras y esquemas que parecen ser seguros”14. Por esa vía, que conduce al final a una concepción apersonal de Dios – y a una religión sin Dios, por sacralización de la dinámica inmanente al mundo, aunque no accesible a la presencia de la acción y del pensamiento – Taylor llega a una comprensión relacional del universo, pero sin diferencias personales: “El verdadero infinito no es dualista ni monista, sino el creativo juego mutuo, en el cual la identidad y la diferencia se hallan co-dependientes y co-involucradas. En cuanto tal, el infinito es una emergente y auto-organizada red de redes, que se extiende de las dimensiones natural y social, a la tecnológica y cultural de la vida”15. Regresamos pues a la comprensión de la relación como flujo, ahora hipostasiado como Deus sive natura, aunque colocado bajo la sospecha de una teología negativa de la ausencia de Dios. En continuidad pero diferentemente de todas estas formas de teología negativa de la relación – sin contenido personal posible – John Milbank,

desde una

interpretación de la teología como “metasemiosis”, propone una concepción relacional de Dios – y del mundo que de Él participa – a partir de una comprensión “mística” del lenguaje. En ese sentido, aparenta acoger la propuesta de Derrida, pero no acepta su nihilismo intrínseco. Según el, la “teología cristina ha logrado, tal como el postmodernismo escéptico, pensar la semiosis ilimitada” superando la dialéctica racional en una trialéctica del exceso. Pero al nivel de la meta-semiótica – o sea, del verdadero fundamento de la semiótica inmanente – los filósofos de la diferencia se 1999, 54-78), aqui 33. Cf.: J. DERRIDA, Donner le temps, 17. Para una lectura algo más diferenciada de Derrida, cf.: J. DUQUE, Dios (im)posible 14 M. C. TAYLOR, After God, Chicago: Univ. of Chicago Press, 2007, 127. 15 Ibidem, 346.

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quedan en la negación – por lo tanto, en el nihilismo. “Para la teología, y sólo para ella, la diferencia permanece real desde que no sea subordinada a un proceso unívoco inmanente o a la fatalidad de una necesaria supresión. Al contrario, la única posibilidad de una transferencia sustitutiva se considera ser una afirmación pacífica del otro, consumada en una infinitud trascendente”16. En Dios hallamos el origen y la meta, no sustancial sino relacional, de toda polisemia, de la irreductible diferencia semiótica, incluso de la necesidad misma del lenguaje para el pensamiento – o sea, de toda relacionalidad humana. Antropológicamente eso nos llevará a comprender los humanos como “clusters of differentia”17. Al mismo tiempo, el pensamiento trinitario sería como que una “’metasemiótica’ aplicada a pensar la posibilidad de polisemia y el carácter real de la sustitución diferencial”18 en la relación inter-humana. Algo semejante – en lo que atañe a la relación con el lenguaje – es la propuesta de Thomas Schärtl y de Hermann Deuser19, con base en la semiótica de Charles S. Peirce20. Con la finalidad de evitar los problemas inherentes a la concepción de persona en la modernidad – identificándola con la noción de sujeto – y a la concepción tradicional de sustancia, se propone una interpretación semiótica de la Trinidad, como pura relación funcional, analógica al lenguaje humano. Esa relación semiótica es siempre una relación entre un primero, un segundo y un tercero. El objeto dado en primer lugar solo es en la medida en que es conocido, o sea, articulado en lenguaje. Eso implica un signo o señal, que es segundo en relación al objeto pero que pertenece a su ser; y implica un interpretante, que es tercero, pero condición de significación del objeto primero y de su signo. O sea, todo lo que es con significado es necesariamente ternario en su estructura – e no propiamente binario, como pretende la lógica moderna (por inspiración en Leibniz) y la lógica digital post-moderna. Es clara la continuidad entre esta interpretación y la tradicional teología del Logos, o incluso la doctrina psicológica de la Trinidad de San Agustín. Posee la ventaja de desustancializar las nociones trinitarias y así evitar la sospecha de triteísmo. Sin embargo queda mui cerca de la perspectiva monista en la medida en que la diferencia 16

J. MILBANK, The Word made Strange, 113. Ibidem, 111. 18 Ibidem, 112. 19 Cf.: TH. SCHÄRTL, “Auf der Suche nach einer trinitarischen Denkform”, in K. MÜLLER / M. STRIET (Ed.s), Dogma und Denkform, Regensburg: Friedrich Pustet, 2005, 163-178; H. DEUSER, “Trinität und Relation”, in W. HÄRLE / R. PREUL (Ed.s), Trinität, Marburg 1998, 95-128. 20 Cf.: CH. S. PEIRCE, Collected Papers, Cambridge 1965-1979, 2.227-2.314. 17

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es simplemente funcional y no personal. En eso creo que no escapa al problema de fondo de todas las propuestas anteriormente presentadas. Me siembra que la diferencia personal – la cual implica la libertad relacional – no es suficientemente asegurada en estas propuestas, demasiado formales. En cierta medida hay una clara continuidad entre ellas y la tradición modalista, ya que en ambas la diferencia personal no es suficientemente cuidada. Es cierto que la intención fundamental de las filosofías de la diferencia es precisamente la superación del monismo unívoco, típico de las metafísicas idealistas modernas, que han olvidado la analogía. El problema es que las soluciones presentadas no logran afirmar realmente una diferencia verdadera, sobre todo cuando hablamos de la diferencia personal asiente en la libertad. Sin embargo, sin diferencia verdadera no es posible hablar de relación, sino más bien de apariencia relacional sobre un trasfondo de identidad absoluta – aunque eventualmente no accesible al humano. Creo que una ayuda valiosa para este problema podría buscarse en una fenomenología de determinadas relaciones personales, más concretamente en una fenomenología de la paternidad, de la filiación y del amor. No se trata de aplicar estas realidades y su respetiva fenomenología unívocamente a la Trinidad, sino mas bien de pensarlas analógicamente. Sin embargo y como ya hemos visto antes, este pensamiento analógico no se refiere sólo a la transferencia lingüística de las relaciones humanas a las relaciones intra-divinas – en la tradición de los vestigia trinitatis – sino más bien a la superación de una forma de pensamiento asiente en la alternativa entre univocidad y equivocidad. Esa superación nos llevará a un pensamiento que comprende el ser mismo como analogía, o sea, como correspondencia – correspondencia entre Dios y mundo/hombre, correspondencia en Dios, y correspondencia entre los humanos mismos. Ahora bien, la dinámica de la correspondencia asienta en la respuesta libre de la persona – que gana cuerpo encarnado en la responsabilidad por el otro. Es así que Lévinas comprende la diferencia como no in-diferencia. La relación al otro se vuelve así principio de la unicidad y de la identidad de la persona, en su diferencia verdadera, en mi insustituible responsabilidad por el otro. Sólo de ese modo la diferencia del único se mantiene – pero se mantiene en la medida en que es mantenida por el otro. Según la palabras del filósofo: “En el decir de la responsabilidad – que es exposición a una obligación en la cual nadie podrá sustituirme – soy único. La paz con el otro es, antes de todo, mi tarea. La no9

indiferencia – el decir – la responsabilidad – la aproximación – es la realización de lo único responsable – de mi mismo...”21.

2. Analogia amoris – fenomenología de las relaciones Como es sabido, la profesión de fe cristiana en Dios triuno no es formulada, inicialmente, en un discurso sobre la Trinidad en general. Se confiesa la fe en Dios Padre, en Dios Hijo y en Dios Espíritu. Al intentar pensar teológicamente la Trinidad más allá de las cuestiones formales que hemos discutido arriba, o sea, al buscar un contenido para la afirmación trinitaria, creo no haber otro camino que no sea el tratamiento de las relaciones concretamente afirmadas en la fe trinitaria: la paternidad, la filiación y el amor. Sobre todas ellas se han publicado trabajos filosóficos significativos en las últimas décadas. Me referiré aquí solamente a algunos de ellos. 1. Paternidad – La aplicación de la relación de paternidad a Dios ha sido frecuentemente criticada en el último siglo. El problema fundamental se hallaría en la idea de que el padre anula la libertad, autonomía e identidad misma del hijo, que no sería más que una extensión del padre. La muerte del padre sería por lo tanto inevitable y la única forma de afirmación del hijo. Entre Freud y René Girard, la interpretación de la relación con base en un deseo mimético nos llevaría al inevitable sacrificio del padre – o hasta mismo del hermano, como muestra el episodio de Caim y Abel. En el mejor de los casos, la relación del padre al hijo sería una relación dialéctica (por tensión y negación), pero no dialógica (por afirmación del otro). Ahora bien, ciertas fenomenologías de la paternidad presentan un lectura completamente distinta. Según ellas, la paternidad se revela como relación de dádiva del ser del otro, como institución de una diferencia irreductible. En esa perspectiva, la paternidad no impide la identidad libre del hijo, sino que es su origen mismo. Eso se manifiesta en el hecho de que esta relación se realiza más allá de la causación biológica – más allá de la causalidad misma. Lévinas, por ejemplo, es muy claro al distinguir la relación de paternidad de la relación de causalidad, la cual no permitiría una verdadera alteridad entre padre e hijo. Aunque en la paternidad humana la dimensión biológica y causal no pueda ser completamente descartada, el modo de relación instituido por la fertilidad es más profundo que la biología y la causalidad, volviéndose específicamente humano cuando logra atingir la profundidad de la 21

E. LEVINAS, Autrement qu’être et au-dela de l’essence, La Haye, 1977, 217.

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relación libre entre personas autónomas. Según la palabras de Lévinas, “en una situación como la paternidad, el retorno del yo sobre el si que articula el concepto monista del sujeto idéntico, se halla totalmente modificada. El hijo no es solamente mi obra, como un poema o un objeto. Tampoco es mi propiedad… La fecundidad del yo no es ni causa ni dominación. La paternidad es una relación… del yo con un si que, sin embargo, no es yo… La fecundidad del yo es su trascendencia misma. El origen biológico de este concepto no neutraliza, en modo alguno, la paradoja de su significación y designa una estructura que supera la empiría biológica”22. En un sentido muy semejante, aunque en perspectiva algo más hermenéutica y simbólica, Paul Ricoeur23 habla de la paternidad como de un acontecimiento de nominación inter-personal, que permite el pasaje a su dimensión simbólica, más allá de su dimensión fantasmagórica, que se revela sobre todo en el ámbito psíquico del sujeto. Si, de hecho, cierto fantasma de la paternidad puede llevar a la castración del hijo en su libertad y identidad autónoma, por dominación de autoridad, lo mismo pude pasar en un exagerado paternalismo. O sea, el posible fantasma de la paternidad, metafóricamente condensado en el complejo de Édipo, solo se transformará en algo dignamente humano, cuando superado en su símbolo. La superación se produce en el lenguaje del libre reconocimiento. Ser padre – y ser hijo – no es, por lo tanto, puro acontecimiento natural. Sin dejar de serlo, es siempre ya un acontecimiento de relación inter-personal, lo que implica libre aceptación de ser origen de otro y ser originado por otro. A esta transformación en la hermenéutica de la paternidad, la denomina Ricoeur precisamente el pasaje del fantasma al símbolo, para el que se inspira nada más que en las transformaciones de la noción de paternidad en la Escritura. Ahí se presenta un trayecto que va de la “paternidad no reconocida, mortal y mortificante para el deseo, a la paternidad reconocida, transformada en enlace de amor y de vida”24. Ahora bien, ese reconocimiento instaurador de la paternidad como símbolo se da, precisamente, por la nominación y invocación mutua del padre y del hijo en cuanto tales en su diferencia y en su referencia. Es esa nominación – en cuanto 22

E. LEVINAS, Totalité et Infini, La Haye: Martinus Nijhoff, 1971, 306. Cf.: P. RICOEUR, La paternité: du fantasme au symbole. in: ID., Le conflit des interprétations, Paris, 1969, 458-486; cf.: J. DUQUE, O excesso do dom, Lisboa: Alcalá, 2004, esp. 222 ss. 24 P. RICOEUR, La paternité, 470. 23

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articulación de la relación a un «tu» que, simultáneamente, me trasciende y me constituye – la que posibilita el reconocimiento simbólico, como ponto de llegada del movimiento de acogida del padre, en libre repuesta. Según Ricoeur, lo mismo se pasa con la nominación bíblica de Dios como padre. Un primer movimiento sería antropomórfico y provocaría, precisamente, el dinamismo del fantasma (ya que nos hallaríamos en una comprensión unívoca del padre/Dios y del hijo/Hombre). Un segundo momento, el momento iconoclasta, sería el momento de la negación (dialéctica) del fantasma, en cuanto negación de la idolatría unívoca – lo que resultará en equivocidad negativa. Un último momento sería el de la recuperación del nombre como símbolo de nominación y reconocimiento de la alteridad de origen que constituye el sujeto en su identidad. Según el mismo Ricoeur, “ese movimiento no llega a su término, a no ser el la oración de Jesús, en la cual se completan el retorno de la figura del padre y el reconocimiento del padre”25. El dramatismo de la historia del cristianismo es que suele haber regresado al punto inicial. Al contrario de haber asumido la nominación propia de Jesucristo, ha antropomorfizado la nominación de Dios como padre, sustancializándola y anulando con eso la analogía. El momento iconoclasta no se ha podido, por lo tanto, evitar, viniendo a explotar en la «muerte de Deus», en cuanto muerte del fantasma del «padre». Pero es posible, recuperando la invocación abática de Jesús, dar el paso al camino del símbolo, reconociendo el «padre» como una invocación del origen trascendente, sea en la relación de Dios al mundo, sea en si mismo, en la trascendencia entre Padre y Hijo26. Por la analogía podríamos aplicar a la Trinidad inmanente, lo que Levinas dice de las relaciones humanas: “El hijo retoma la unicidad del padre y, sin embargo, permanece exterior al padre: el hijo es hijo único. No por el número. Cada hijo del padre es hijo único, hijo elegido. El amor del padre por el hijo realiza la única relación posible con la unicidad misma de un otro y, en ese sentido, todo amor debe aproximarse del amor paterno”27. 2. Filiación – Michel Henry, en una de sus obras más conocidas28, da a uno de los capítulos el sintomático título: “El olvido, por el Hombre, de su condición de 25

Ibidem, 476. Sobre el significado teológico de ese pasaje, ver: J. DUQUE,“Pai” – ou a alteridade do nome, in: AAVV, Em nome de Deus Pai, Lisboa: Ed. Didaskalia, 1999, 264-285. 27 E. LEVINAS, Totalité et Infini, 311. 28 M. HENRY, C’est moi la vérité. Pour une philosophie du christianisme, Paris: Seuil, 1996. 26

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hijo”. Según el, el problema nace en la modernidad con la “ilusión trascendental del ego que consiste en tomarse como fundamento de su ser”29, lo que significa que el “ego considera como hecho suyo este ser él mismo, este Si, como se el yo fuera proveniencia suya y solo remetiese para si mismo” 30 . La condición de hijo, al contrario, implicaría el reconocimiento de una alteridad de origen. Esta lectura de Henry puede inspirar una fenomenología de esta relación humana primordial. Pero semejante fenomenología nos es simplemente un planteamiento de relaciones inmanentes a la antropología. El mismo Henry inicia una vía que podríamos referir a nuestro camino de analogía. De hecho, la condición humana del hijo se refiere a la alteridad de la Vida, la cual halla su verdad primera y última en la referencia a Dios. En sus palabas mismas: “El Hombre solo es Hombre en la medida en que es un yo y solo es un yo porque es un Hijo, un Hijo de la Vida, o sea, de Dios”31. El problema de la propuesta de Henry no será, por lo tanto, el de inmanentizar la comprensión de la filiación, sino más bien el contrario: el de no llevar suficientemente en seria la relación humana de filiación en su capacidad analógica para manifestar la filiación originaria o Arqui-filiación. Según él, de hecho, “Cristo parece oponerse al Hombre en cuanto ser natural. Del mismo modo, la filiación natural, que parece convenir a los Hombres, disponiéndolos, según el tiempo mundano, en genealogías... es brutalmente rechazada y quebrada por Cristo...”32. Hay algo importante en ésta posición radicalizada, que está en continuidad con la comprensión de la relación de paternidad como origen de libertad y no simplemente como producción biológica. Si la última fuera el modo natura de paternidad y de filiación, entonces diríamos que la paternidad y la filiación divinas significarían una ruptura con la naturaleza. Pero, como es sabido, esta contraposición entre naturaleza y sobrenaturaleza – en nuestro caso, entre filiación natural y Arqui-Filiación – no necesita de tomarse tan radicalmente, a la manera de la equivocidad, sino según el modo de la analogía. La filiación natural – que permite un punto de partida para la fenomenología – no es simplemente el resultado de una producción biológica, según la lógica de la causalidad, sino que es correspondiente a la Arqui-filiación y, por eso mismo, puede ser comprendida como su revelación o incluso como su realización histórica, de la cual hace parte el Hijo de Dios en Jesucristo. En el plano de la 29

Ibidem, 144. Ibidem. 31 Ibidem, 139. 32 Ibidem, 133. 30

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analogía, la filiación humana corresponde a la filiación divina, en la medida en que es la encarnación de modo de ser del hijo, como reconocimiento de que uno no es principio absoluto de si mismo sino más bien dádiva gratuita de otro. En la filiación – como correspondencia analógica a la paternidad – se revela que no hay alternativa excluyente entre afirmación de la unicidad y diferencia del yo y la referencia relacional al otro. Es Levinas quien, en su breve fenomenología de la filiación, deja muy claro la pericóresis entre el fundamento del si mismo y la relación originaria al otro, en el caso entre la unicidad irrepetible del hijo y su origen en el padre:

“La relación del padre con el hijo no viene juntarse al yo del hijo ya

constituido, como se fuera un feliz azar. El Eros paterno inviste solamente la unicidad do hijo – su yo en cuanto filial no empieza en la fruición, sino en la elección. Es único para si, porque es único para su padre”33. 3. Al entrar en la dimensión del don y de la gratuidad, nos hallamos en sintonía con conocidas aportaciones de la filosofía francesa contemporánea. Derrida, a semejanza de Levinas, se enfoca en la relación al tercero, para superar el posible cerrarse en la mesmedad de la relación simplemente dual. Sin embargo, el primero es demasiado negativista y vago, en la medida en que la relación al tercero significa la infinitud de la relación misma, en permanente exceso de la presencia del uno al otro o del otro al mismo. Aunque este concepción pudiera interpretarse como afirmación de la imposibilidad de dominio sobre la relación misma – de la que brota la pura gratuidad del amor, como exceso de la donación – la absoluta indefinición del tercero queda demasiado radicalizada. Lo mismo podría afirmarse, aunque más moderadamente, de la aportación de Jean-Luc Marion, fundada en una fenomenología de la donación. El fenómeno saturado – o sea, el fenómeno no deducible de un yo trascendental o de un horizonte hermenéutico – es el exceso mismo del fenómeno en relación a todo intento de encuadramiento. En realidad, de la donación será más adecuado decir lo que no es do que lo que es. Si pensáramos la donación como amor, entonces tendríamos que el amor sería antes de todo la ruptura con todo el dominable. Para Levinas, aunque en gran proximidad con esta perspectiva – ya que la ha inspirado él mismo – el tercero – la illéité – es más bien la condición de posibilidad 33

E. LÉVINAS, Totalité et Infini, 238.

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del otro mismo y del absoluto de la interpelación que de él dimana, hacia el yo. Así, la relación propia del yo al otro – en nuestro caso, del padre al hijo – es lo que es, o sea relación instauradora de diferencia personal en libertad, en la medida en que ambos se refieren a un tercero que funda, origina y posibilita la relación misma. Que el tercero, en la relación inter-humana, pueda pensarse como Dios mismo, abre una posibilidad de analogía trinitaria muy fértil. Es Jörg Splett – que ha estudiado el concepto de Trinidad en Hegel para superarlo bajo inspiración de Ricardo de San Víctor – quien nos propone la posibilidad de pensar la Trinidad por analogía con la relación inter-humana. Esta, de hecho, sólo puede ser pensada como verdadera relación de diferentes, en la medida en que la relación de uno con otro se da en la relación de ambos al tercero – el condilectus de Ricardo. Pero, ya en la fenomenología de la relación humana, el tercero no es propiamente el otro humano – ya que así sería simplemente la repetición del segundo, como eventual imagen o espejo del primero – sino más bien Dios mismo, trascendente por relación al uno y al otro. O sea, en la fundamentación última de la relación inter-humana – sobretodo en el amor – podemos ver revelada la correspondencia entre el humano y la fuente trinitaria del ser. La ontología y la antropología trinitarias serían así las más adecuadas a la comprensión del humano como ser libre relacional. “El amor, en cuanto realización central de la existencia humana y divina, deberá pensarse – no apenas teológicamente, sino ya filosóficamente – como triuno. Él gana su sentido pleno en la abertura de los dos miembros de la pareja, la cual va más allá de ellos mismos y de su mutua relación”34. En ese sentido, la analogia amoris o el amor comprendido en su donación histórica – paradigmáticamente en la historia del Hijo Jesucristo, en analogía o correspondencia al Padre – es el fundamento de la esperanza. La dimensión excesiva de la dádiva amorosa – que por su vez, se realiza en la acogida o recepción del don – va más allá incluso de la relación ética de interpelación a la libertad humana. El imperativo categórico kantiano, dirigido a la libertad del diferente, apunta el camino hacia la superación o redención del mal, pero no la garantiza. Nos queda la esperanza de la realización escatológica final – propuesta por el mismo Kant como anunciada, mas allá de la ética, en la dinámica del deseo. El Espíritu del amor, abierto al don del tercero pero encarnado en la carne del Hijo y de los hijos en el Hijo, es el Espíritu de 34

J. SPLETT, Leben als Mit-sein. Vom trinitarisch Menschlichen, Frankfurt a. M.: Knecht, 1990, capa.

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la esperanza en la vida, más allá de la muerte. Y la vida más allá de la muerte es la unidad en la diferencia. La diferencia personal, pensada trinitariamente, no es fuente de muerte, por eliminación del diferente en su diferencia, sino más bien la única posibilidad de vida – vida del Hombre y vida de Dios, que se corresponden.

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