Duelo y cenizas en el México contemporáneo.

August 15, 2017 | Autor: Refresco Lisérgico | Categoría: Historia y Memoria
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Descripción

Duelo y cenizas en el México contemporáneo. Misael Ceballos | @refresco_ El duelo consiste siempre en intentar ontologizar restos, en hacerlos presentes, en primer lugar en identificar los despojos y en localizar a los muertos. Jacques Derrida Es terrible y maravilloso que familiares y estudiantes pobres y humildes que aspiran a ser maestros, se hayan convertido en los mejores profesores que han visto los cielos de este país en los últimos años. Subcomandante Insurgente Moisés

Se ha convocado este 20 de noviembre a una jornada de «luto nacional», hecho relevante si consideramos que en la historia reciente de México, no hemos tenido tiempo ni lugar para encontrarnos con nuestros muertos en un auténtico ejercicio de duelo. Todo ha sucedido en las últimas décadas, el los últimos años, en los últimos días, como si nuestra memoria histórica hubiese proscrito el trabajo de duelo, como si el encuentro luctuoso con nuestros muertos hubiese sido borrado, pospuesto, excluido. La situación se complica cuando nuestros muertos no lo son con certeza, puesto que su ausencia, su desaparición, no nos ha permito realizar un entierro digno, una ceremonia fúnebre para despedirnos y comenzar a afrontar la pérdida, e incluso también, empezar a reconciliarnos con los otros y con nosotros mismos. Llorar a nuestros muertos resulta imposible cuando no hay cadáveres, cuando no hay restos, cuando las cenizas resultan irreconocibles, puesto que no hay por quién llorar, no hay evidencia material que testifique el fin, el término de aquellas vidas que con sus anhelos, esperanzas y sueños, nos han sido arrancadas. Lo que nos queda es sólo la radical ausencia expuesta como vacío. No hay ningún entierro, ningún referente para desprendernos de aquellos que nos faltan, únicamente la incertidumbre que crece y nos despoja de toda posibilidad de duelo. El trabajo de duelo supone todo un proceso hacia el reconocimiento de la pérdida, es un lapso en el que comenzamos a reconocer nuestra vida sin el otro, sin aquellos otros que ya no están más. El luto es el tiempo guardado mientras aprendemos a vivir con la ausencia de nuestros seres amados, implica toda una transferencia dentro de economía psíquica que termina finalmente por reconocer lo inevitable de aquella realidad. Sin embargo, en el ámbito individual se pueden encontrar múltiples factores que impiden que este proceso de duelo se lleve a cabo, entre ellos destacan las estrategias psíquicas —inconscientes o no― que evitan el dolor y evaden la completa asimilación de la realidad, generando así, disociaciones mentales que producen estados maniáticos y neuróticos que imposibilitan una reintegración a la cotidianeidad. El duelo es así, un periodo en el que la vida psíquica se permite sanar, en el que se permite llorar y colapsar emocionalmente como parte de un proceso terapéutico, supone una permisividad hacia la expresión pública del dolor y la tristeza, y asume también, un ambiente de empatía, un reconocimiento en el

sufrimiento del aquellos que sobreviven junto con nosotros. Este mismo proceso, es extrapolable a la vida psíquica y emocional de las sociedades, puesto que los imaginarios colectivos y la memoria en que se cifran, guardan también una economía libidinal, cuyas dinámicas suponen una complejidad que no es equiparable nunca a la suma aritmética de los procesos psíquicos individuales. En ese sentido, resulta pertinente comenzar a pensar la dimensión imaginaria de la historia reciente de México, asumiendo el proceso dinámico que estructura la mentalidad colectiva a través de una dialéctica entre «memoria» y «olvido», no exenta de implicaciones políticas, económicas y emocionales. Nuestra sociedad es una sociedad de olvido, situación irónica si consideramos que la construcción estética del Estado-nación y de sus identidades colectivas, dependen en gran medida del discurso histórico con el que se articulan y legitiman. México destaca por su derroche en conmemoraciones históricas, su calendario está repleto de efemérides y sus calles abigarradas de monumentos, dispositivos de la memoria que simultáneamente encubren un olvido más profundo. Lo que sucede entonces, es una sacralización de la historia (oficialista) que la petrifica y disocia de nuestras vidas, y por otro lado, una proscripción de la memoria colectiva, que pese a la política de borradura y olvido, se empeña todavía en sobrevivir entre las ruinas y fragmentos del despojo social. En países que han experimentado procesos catastróficos asociados a la violencia de Estado —y pensando en particular en las dictaduras en América Latina (que hoy no nos resultan para nada lejanas ni en el tiempo ni en el espacio)―, la reconciliación social sólo ha comenzado a prosperar en la medida en que se ha posibilitado un encuentro con la memoria, un reencuentro espectral con los fantasmas en medio de los escombros, en donde ha sido posible nombrar por primera vez a los muertos después del horror, dándoles voz —aunque de manera póstuma― a aquellas vidas violentadas, silenciadas, secuestradas, haciéndoles presentes a través del testimonio público. Se han instituido así, Comisiones de la Verdad, que como un esfuerzo de la movilización social —y a veces como prebenda de los nuevos gobiernos “democráticos”―, han fomentado la búsqueda de justicia a través del esclarecimiento de los hechos, e incluso, en algunos casos, con el posterior castigo a los culpables. Y aunque los procesos que han seguido los pueblos latinoamericanos en sus trayectorias de post-dictadura son por demás diversos y heterogéneos —y en algunos casos por demás atropellados y prácticamente fracasados―, lo cierto es que la posibilidad de reconocimiento de los crímenes del pasado, ha posibilitado el comenzar a afrontar las pérdidas como procesos colectivos de duelo, en el que se ha permitido llorar a los muertos y asumir la inagotable búsqueda de los desaparecidos. Habría que recordar que en México, con la alternancia partidista en el año 2000, se creó una Fiscalía Especializada en Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, la cual fue disuelta a los pocos años sin nunca haberse hecho público el Informe Histórico a la Sociedad Mexicana —texto clasificado como

“Secreto de Estado” e inaccesible hasta el día de hoy―, que, como registro y documentación de los crímenes de Estado cometidos en el pasado, habría de suponer un paso inicial para reinscribir por primera vez, aquella memoria dolorosa y excluida hasta entonces. No es casual que dicha Fiscalía cesara después de que se intentara llevar a juicio —aunque sin mucho éxito― a algunos de los implicados en estos crímenes. Sin embargo, resulta importante señalar que dichas investigaciones se inscribían en el marco de lo que se ha dado en llamar como «guerra sucia»: capítulo borrado de nuestra historia nacional hasta la fecha, y que nombra la persecución del Estado mexicano en contra de la disidencia política, que en muchos casos se expresó y derivó en subversiones guerrilleras tanto rurales como urbanas. Dichas células de insurgencia resultan explicables sólo a consideración de un análisis profundo de las condiciones económicas de desigualdad, mismas que permanecieron irresolubles después de la Revolución Mexicana y su posterior institucionalización. En varios estados y comunidades, la tradición insurgente y combativa se mantuvo desde entonces —extendiéndose hasta el día de hoy―, en la medida en que las demandas sociales habían (han) permanecido insatisfechas. Un caso paradigmático son las montañas de Guerrero, que históricamente han cultivado el descontento social fruto de la miseria y el despojo de un Estado oligarca. La situación se ha complicado en los últimos años con la proliferación del crimen organizado — cuya actividad principal gira en torno al tráfico de estupefacientes― y la radicalización de la violencia que supone la estrategia de combate frontal asumida por el gobierno federal con su así llamada «guerra contra el narcotráfico», implementada abiertamente desde 2006, y que en los hechos, no ha implicado más que un aumento en la vulnerabilidad de una sociedad civil que ha quedado expuesta ante el fuego cruzado. Los muertos y desaparecidos no han dejado de aumentar desde entonces. Sólo en función de este doble acoso —y que pareciera desdibujarse cuando las complicidades entre Estado y Crimen les vuelven indiferenciables el uno del otro―, es que se explica la emergencia de policías comunitarias y otros grupos de autodefensa, que han surgido como estrategia de protección en muchos pueblos y comunidades ante la imposibilidad del Estado para mantener la seguridad e impartir justicia. En el México contemporáneo, la tensión se ha venido agravado con la vuelta al poder del anterior régimen —incluyendo sus viejas prácticas autoritarias― y su implementación de nuevas «reformas neoliberales», que sólo han despojado a los trabajadores de sus derechos laborales, exacerbado la pobreza, el desempleo y la miseria en un país que ahora se entrega por completo al lucro del capital trasnacional. La educación en el país se ha desvirtuado a su vez, de todo proyecto nacional, abriéndose paulatinamente a una lógica de mercado, buscando darle así, una orientación completamente técnica carente de todo contenido social. En ese sentido —y bajo la lógica de una reforma educativa en curso― es que el gobierno ha venido buscando y propiciando, la erradicación de las Escuelas Normales Rurales, que son una herencia del viejo estado de bienestar y su modelo desarrollista, cuyo objetivo había sido el

de formar maestros de educación básica en contextos rurales, indígenas y campesinos (sic). La herencia combativa que hermana a estas escuelas —que funcionan como internados y que ofrecen la oportunidad de estudiar a una gran cantidad de jóvenes que de otra manera quedaría excluidos de educación―, es lo que ha mantenido un espíritu de autodefensa entre sus estudiantes. El acoso constante hacia estas escuelas —desprestigiadas como “cunas de guerrilleros”― y de sus organizaciones —de abierta orientación socialista― es, el trasfondo bajo el que se perpetró el incidente de persecución y violencia que el día 26 de septiembre del año en curso —cuando los estudiantes intentaron ocupar autobuses para trasladarse a la Ciudad de México con el fin de participar en la marcha del 2 de octubre (fecha paradigmática que marca el inicio de la «guerra sucia» y que hasta hoy rememora la capacidad sanguinaria del gobierno)―, terminó con el asesinato de 6 personas —3 normalistas entre ellos― y la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, ubicada en la población de Ayotzinapa, municipio de Tixtla en el estado de Guerrero. Desde entonces, las manifestaciones que exigen «justicia» han venido aumentando en México y el extranjero, en las últimas semanas el descontento social y las protestas no han disminuido, e incluso, podría decirse que pese a la estrategia de miedo e intimidación por parte de los aparatos policiales, las expresiones de solidaridad, descontento e indignación no han dejado de proliferar. Se vive una aflicción profunda que trastoca el ámbito de lo cotidiano —generando una atmósfera de tensión, dolor e incertidumbre― que, junto a la rabia acumulada, pareciera motivar la movilización entre las calles. Es como si la desaparición de los compañeros nos hubiese reconectado con la memoria profunda de un México forcluido, negado en su abyección. El Estado y sus insuficientes —o ya ilegítimas― instituciones judiciales, responden que sólo quedan cenizas, que no hay cuerpos, que no habrá posibilidad de entierro, ni de duelo, ni de luto, ni de reconciliación; es como si se le declarara la guerra a una sociedad que intenta llorar a sus víctimas, víctimas que no son sólo aquellos jóvenes que nos han sido arrancado hace unos días, sino todas aquellas vidas cuya ausencia nos ha sobrevenido desde hace años, desde hace décadas, fruto del horror y la barbarie, clamando justicia con un silencio espectral. Lo que nos corresponde en medio de esta condición excepcional no es sólo el desencanto y el escepticismo, sino una responsabilidad infinita, una responsabilidad donde el ejercicio de duelo se abre como una posibilidad para empezar a sanar: «Elaborar el duelo y transformar el dolor en un recurso político no significa resignarse a la inacción; más bien debe entenderse como un lento proceso a lo largo del cual desarrollamos una identificación con el sufrimiento mismo», (Butler, 2004:57). Un sufrimiento que quizá, nos permita rehumanizar nuestra propia experiencia, vislumbrando así, la complicidad que nos vuelve a todos cómplices y responsables frente a los muertos, y no sólo de aquellos que han perecido ya, sino también de aquellos que no han nacido aún.

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