\"Don Quijote ante sus traductores: un siglo de traducciones y adaptaciones dramáticas en Inglaterra (1612-1703)\"

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Descripción

Cervantes ayer y hoy

Edición de

Nuria Morgado Lía Schwartz

New York, 2016

DON QUIJOTE ANTE SUS TRADUCTORES: UN SIGLO DE TRADUCCIONES Y ADAPTACIONES DRAMÁTICAS EN INGLATERRA (1612–1703)

Marta Albalá Pelegrín California State Polytechnic University, Pomona

A

ESCASOS AÑOS DE SU PUBLICACIÓN , LA PRIMERA PARTE DE Don Quijote (1605) comenzaba a convertirse en un bestseller europeo llegando a ser una de las obras más traducidas, editadas y comentadas de la temprana modernidad. El caballero de la triste figura pronto pasó a ser epítome de disparatado aventurero, héroe romántico, o defensor del idealismo. A medida que términos como “Quixotic, Quixotism y Quixotry”, entendido como idealismo utópico (Gnutzmann 1), se iban incorporando al léxico cotidiano, la obra cobraba una importancia determinante para el devenir la literatura inglesa. Don Quijote no corrió siempre por los mismos cauces. Como ya destacó Knowles, cada época lo aplaudió a su manera y, según el correr de los tiempos, hizo llorar y reír (103). Hasta finales del siglo XVII predominó una visión del personaje en clave cómica, que comenzaría a transformarse a principios del XVIII en una consideración seria de la materia moral (109). El Quijote fue pirateado (Fuchs 2013) y silenciado (Griffin), al mismo tiempo que se erigía como lugar de aprendizaje (Elliott). No hay que perder de vista que España había ejercido un dominio cultural sin precedentes desde mediados del siglo XVI. En tanto que rival de Inglaterra, las traducciones contemporáneas al inglés del capital cultural de la península Ibérica se realizaban paralelamente a un ansia de piratear y ensombrecer al enemigo.

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Las tensas relaciones diplomáticas entre ambos países marcaron sus vínculos culturales, en los que la fascinación y el rechazo se encontraban a menudo inextricablemente entrelazados. Críticos como Ronald Paulson han considerado el impacto de Don Quijote en la sátira y la comedia inglesas, entendidas desde una ideología empírica y anticatólica. Las siguientes páginas se plantean, sin embargo, en qué medida las microhistorias de la adaptación y traducción de los primeros Quijotes —o descendientes quijotescos— introdujeron en Inglaterra lecturas que se resistían o, bien al contrario, comulgaban con la ideología dominante. A través de estas historias en miniatura se ofrece una perspectiva de los diferentes usos de la obra tanto por parte de minorías católicas como por figuras literarias predominantes, lo que contribuye a problematizar la idea de cultura literaria, así como la compleja relación entre autores, lectores y públicos. El Quijote, loco o cuerdo, Whig o Tory, cobra vida como estandarte del conformismo o como sátira contra la política contemporánea, y lo hace tanto desde el escenario como desde sketches satíricos, poemas, cancioncillas ligeras, arias de ópera o traducciones más o menos fidedignas en la Inglaterra del siglo XVII y principios del XVIII. Historia de una fascinación Fue en Inglaterra donde vio la luz en 1612 la primera traducción de la primera parte del Quijote. La obra en castellano ya había pasado a formar parte de la Bodleian Library (Oxford) a escasos meses de su publicación, el 30 de agosto de 1605 (Ardila 4). El Quijote formaba parte del lote de 400 libros españoles que John Bill —uno de los principales libreros londinenses— había adquirido para la biblioteca, aprovechando las oportunidades de intercambio que le brindaba el tratado de paz hispanoinglés. Si hacia 1604 el condestable de Castilla, Juan Fernández de Velasco, era recibido en Inglaterra con representaciones de los King’s Men —la compañía de Shakespeare—, en 1605 el conde de Nottingham, Charles Howard, se desplazaba a España para firmar el tratado de paz junto a cientos de ciudadanos ingleses, lo que haría posible la compra de libros. Fue el 9 de junio de aquel año cuando se ratificó el tratado. Al día siguiente tuvo lugar una fiesta de cañas y toros para festejar el nacimiento del príncipe Felipe, acaecido varios meses antes. A la fiesta asistió con 54

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parte de su séquito el conde de Nottingham, que contempló las celebraciones desde los balcones inmediatamente inferiores a los que ocupaba Felipe III. Como parte del espectáculo, se puso en escena un entremés en el que, según relata el viajero portugués Pinheiro da Veiga, aparecían Don Quijote, y su escudero Sancho Panza (Randall and Boswell 1–3). A partir de 1605, las menciones a Don Quijote en territorio inglés, bien como anécdota o personaje conocido a través de esta u otras diversiones cortesanas, no dejaron de aparecer. Concretamente, se popularizaron las alusiones teatrales, como la del episodio de los molinos de viento en The Miseries of Inforst Marriage de George Wilkins (1607), o la de Don Quijote como héroe de novela de caballerías, como un “Amadis de Gaul or a Don Quixote”, en el Epicoene (IV, 1) de Ben Johnson (1609) y también en su The Alchemist (1610, IV, 4) (Gnutzmann 78). Estos son solo algunos de los ejemplos que trae la valiosísima edición de documentos recopilados por Randall y Boswell (2009), que amasa una cantidad de obras de importancia central para el estudio de la recepción de Cervantes en Inglaterra. Entre estas se incluyen novelas abreviadas —al menos cuatro en diferentes ediciones (Randall y Boswell xxv)—, poemas satíricos, poemas heroicos o ejercicios académicos, traducciones al inglés y al francés, así como las ediciones del texto original que habían llegado desde el continente. Don Quijote fue releído en el teatro o a través de dramas musicales, sátiras, y números cómicos. El personaje se adentró también metafóricamente en el terreno de la literatura y de la política, en el que podía ser usado como símbolo de la más descabellada locura, la dignidad moral, la maldad del catolicismo o, bien al contrario, como ejemplo de costumbres desde una posición más conciliadora, o incluso como reflejo de los intereses de minorías católicas. Esto contribuyó aún más a hacer de Don Quijote un punto de referencia en el capital cultural inglés, que permeó en la cultura popular. Don Quijote en la escena inglesa Una de las facetas más interesantes de la reelaboración y maleabilidad literaria de lo quijotesco es la teatral. La ascensión de Don Quijote a las tablas coincide con la popularización del teatro como espectáculo público y la creación de audiencias que fomentaron un discurso social, continuado después en gacetas y críticas teatrales. Don Quijote, subido a 55

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las tablas y expuesto, por tanto, a la opinión pública, inspiró a autores como Francis Beaumont, John Crowne, Thomas D’Urfey o Henry Fielding y, posiblemente, a William Shakespeare. De escenario a escenario, recorrió junto a Sancho Panza en el espacio de un siglo los teatros de Blackfriars, el Theatre Royal, o el Queen’s Theatre. La primera de estas adaptaciones quijotescas fue El caballero del mortero en llamas de Francis Beaumont, representada en 1607 en un teatro privado de Drury Lane. Su argumento, inspirado libremente en el Quijote, se construye entorno a la metaficción de la puesta en escena de una comedia: “The London Merchant”, que decepciona a dos de sus espectadores, el tendero inglés George y su esposa Nell. Ambos deciden cambiar su asiento en platea por el del escenario e insisten en que sea el aprendiz de George, Rafe (eco de los aprendices que aparecen en las comedias de Thomas Heywood y Thomas Dekker), quien protagonice la obra. La parodia de Beaumont satiriza el gusto de las audiencias populares y la materia caballeresca, en una obra que George y Nell no dejan avanzar debido a sus constantes interrupciones. Siguiendo el modelo de las aventuras de un caballero y su escudero, la comedia lleva a las tablas algunos episodios inspirados en el Quijote, como la aventura de Juan Palomeque —o la Bell Tavern—, Maese Nicolás —o Nick the Barber—, y la princesa Micomicona —o la princesa Popiona— (Gnutzmann 78). Entre otras similitudes, Rafe, por ejemplo, confunde la posada con un castillo. Estos préstamos se hacen desde un rechazo al catolicismo, epítome de la falsa tradición, y desde una fecunda apreciación de lo local (Fuchs 2012, 6–7). Nell elogia a Rafe por no detenerse ante una princesa de Cracovia, puesto que “hay mujeres más apropiadas [proper] en Londres que cualquiera de las que hay allí [en el extranjero]” (133).1 Pese a ello, estas burlas tienen una función ambigua. Puestas en boca de protagonistas satirizados en tanto clase media carnavalesca de escasa formación, en un mundo de tenderos y mercaderes, pueden funcionar como eco, o quizás denuncia, de una recepción deformada de lo extranjero por parte del público menos refinado de los teatros. 1

Los pasajes entrecomillados de textos ingleses presentan mi traducción al castellano y la referencia a la página del original en inglés. 56

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En efecto, como afirma Bliss, la sátira de gustos populares y los prejuicios de clase están claros en la obra, que pone de manifiesto, precisamente, el mal comportamiento y la dudosa educación de ciertas audiencias teatrales (Bliss 35–37). Pocos datos se conocen de la representación de la obra: la dedicatoria de su edición impresa se dirige a Robert Keysar, quien había facilitado el manuscrito para su impresión y trabajaba como manager, por aquel entonces, del Children of the Queen’s Revels. Esta compañía de niños actores representaba habitualmente ante ingenios de la corte y gente de la nobleza, un público mucho menos “popular” que el de otros teatros londinenses. Otros críticos han apuntado a la posibilidad de que la obra fuese representada en Blackfriars en 1607, un teatro que, por aquel entonces, atraía a miembros de la alta sociedad y se caracterizaba por poner en escena producciones innovadoras (Randall y Boswell 6). Sin información adicional, sin embargo, es difícil determinar si el público para el cual estaba destinada la obra provenía de un alto estrato social (como era el caso de la audiencia del Queen’s Revels o de Blackfriars), o si se trataba de espectadores de bajo estrato social. De poder comprobarse efectivamente la extracción media-alta del público, el localismo y el rechazo a lo extranjero pasarían a ser leídos como uno de los “defectos miópicos” de la clase media-baja londinese. Beaumont poco o nada tenía en común con tenderos y vendedores. Procedente de una distinguida familia de Leicestershire (Bliss 3), cursó estudios en el Inner Temple —uno de los cuatro colegios de abogados, o Inns of Court, de la corte de justicia de Gran Bretaña, mostrando un mayor interés en los estudios literarios que en el derecho. Cabe recordar que por aquel entonces, los colegios de abogados londinenses eran punto de reunión para literatos y dramaturgos del teatro isabelino. Allí se formaron, por ejemplo, John Donne (Lincoln’s Inn) o John Marston (Middle Temple). Fuera cual fuese la audiencia de El caballero del mortero en llamas, la obra, contrariamente a su recepción crítica posterior, no gustó. Como apuntó su primer editor Walter Burre, el público la había tomado de forma demasiado literal, siendo incapaz de comprenderla. “Este hijo desafortunado, expuesto al ancho mundo”, exclamaba Burre, “fue completamente rechazado, bien por deseo de ser juzgado o por no entender su ironía” (51).

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La edición impresa de la comedia (1613) encarecía precisamente que se leyera en clave paródica, evitando interpretaciones “meramente literales”, al tiempo que establecía su genealogía literaria, en tanto obra perteneciente a la “raza del Quijote” (52). “Quizás algún día”, señalaba Burre, ambos [el caballero del Mortero y Don Quijote] se encontrarían y “recorrerían el mundo juntos en busca de aventuras” (52). En el plano teórico, como ha notado Fuchs (2012, 9) esta apropiación del material quijotesco apunta hacia la inestabilidad del producto final, mediante el cual Beaumont transmuta la popularidad de Don Quijote en una promoción carnavalesca de Londres y de lo inglés (Englishness). Si bien, como hemos visto, la identificación de lo inglés con el gusto de las clases populares se cuestiona en la obra. A la temprana influencia que encontramos en Beaumont siguieron las comedias de John Fletcher, Coxcomb (1609) y Nathan Field, Amends for Ladies (1611), basadas en el episodio de El curioso impertinente, que pronto pasó a ser uno de las más célebres del repertorio quijotesco (Ardila 4). Fue a finales del siglo XVII y principios del XVIII, casi 90 años tras su publicación, cuando Don Quijote volvió a resurgir con fuerza en producciones teatrales que compartieron cartel en 1694: El galán casado (The Married Beau: or, the Curious Impertinent, 1694) de John Crowne, y la trilogía operística de Thomas D’Urfey, The Comical History of Don Quijote, cuyas dos primeras partes se estrenaron en 1694, seguidas de una tercera en el otoño de 1695. The Married Beau, puesta en escena en el Theatre Royal y representada “by her majesties servants” (Crowne 224),2 reelabora el episodio de El curioso impertinente, en el que el recién casado Anselmo 2

El editor de las obras de John Crowne era consciente de que The Married Beau constituía un préstamo de El curioso impertinente, llegando, incluso, a indicar la página en la que podía consultarse el episodio en la edición de Shelton. “The plot of this comedy is principally taken from the story of the ‘curious impertinent’ in Don Quixote, which will be found in its English dress at page 341 of the first volume of Shelton's translation of that admirable romance, London, 1620. 4to. There is a considerable difference, however, in the catastrophe. In the comedy, the intrigue of Mrs. Lovely with Polidor remains undiscovered by the husband, and all ends quietly, the lady having repented, and dismissed her lover with indignation; while in Cervantes’ work the story terminates fatally” (Crowne 225). 58

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siente la urgencia de probar la fidelidad de su esposa, y ruega a su amigo Lotario que la corteje. La necesidad de Anselmo, de tentar a su esposa —por tenerla como la más buena y honrada del mundo—, termina trágicamente cuando esta se enamora, requiebro tras requiebro, de Lotario. La historia tiene como telón de fondo la intensa relación entre “los dos amigos”, basada en un concepto de la amistad que bien podría retrotraerse, en el territorio castellano, a los exempla medievales sobre El Conde Lucanor. Esta amistad es reemplazada en la comedia de Crowne por una relación mucho más superficial entre Lovely y Polidor. Covent Garden, donde damas y enamorados galantean entre oraciones, es el escenario en el que se desarrolla la primera escena. En la segunda, Mr. Lovely, al igual que Anselmo, se ausenta de casa para atender unos asuntos en el juzgado (262) y deja a Polidor encargado de flirtear con su esposa. A diferencia de Camila en El curioso impertinente, Mrs. Lovely es retratada como una coqueta y los requiebros de Polidor desatan de inmediato una palpable tensión erótica entre ambos. Esta no fue la única incursión de John Crowne en la materia de España, puesto que por aquellas fechas ya había adaptado la comedia de Agustín Moreto No puede ser guardar una mujer, en su Sir Courtly Nice, or It Cannot Be (1685). Antes de estrenar The Married Beau, Crowne era conocido en el ámbito teatral como un dramaturgo capaz de enfurecer al público, o al menos, de granjearse enemigos satirizando a los Whig. Al igual que algunas de sus obras anteriores, The Married Beau o El galán casado recibió numerosas críticas. Según leemos en la “Epistle to the Reader” que encabezaba su edición, se había acusado a Crowne de querer ver “frailes y sacerdotes católicos de nuevo en nuestro seno” (“friars and Romish priests return amongts us”) (236). El público, apuntaba Crowne, había sido incapaz de entender sus intenciones, puesto que algunos espectadores se empeñaban en ver en sus obras un ataque al gobierno y al parlamento británico. En un clima de extrema tensión —como en el que tuvo lugar la representación de las obras de Crowne—, a pocos años vista de la revolución gloriosa (1688) y del ascenso al trono de Guillermo III de Inglaterra (1689–1702), algunas élites inglesas todavía recordaban la incertidumbre que había invadido el reinado de Jacobo II (1685–1688), en el que la posibilidad de volver al catolicismo había resurgido como un espectro omnipresente. Las audiencias acusaban a Crowne precisamente 59

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de intentar restablecer la iglesia romana y de hacer alarde de una moral dudosa que no parecía acorde a la del gobierno. Las acusaciones de las que el dramaturgo intentaba defenderse en sus prólogos no son un caso aislado, sino que han de entenderse como resultado de las tensiones político-religiosas de la Inglaterra de finales del siglo XVII. Don Quijote, en tanto obra católica y española, podía actuar como un arma de doble filo: por una parte, constituía un jugoso bocado entre aquellos escritores y traductores que, bien católicos o tories, veían en los grandes clásicos de la literatura española una vía mediante la cual expresar una resistencia que abarcara desde lo religioso hasta lo político; por otra, la traducción —se calcula que se tradujeron unas 170 obras españolas de unos 110 autores del siglo de oro en el siglo XVII (Ardila 4)— se erigía como un lugar privilegiado sobre el que imponer la cultura dominante, el protestantismo y la historia Whig, y, usando la terminología contemporánea, una manera de “domesticar” el texto, esto es, hacer inglés al propio Quijote y silenciando la fuente (Fuchs 2013). Esta práctica estaba avalada, además, por el concepto de la escritura que prevalecía desde la antigüedad clásica, en el que la imitación de textos (imitatio) jugaba un papel esencial. Según Dionisio de Halicarnaso o Quintiliano, un buen escritor debía ser capaz de imitar varios modelos y también de trabarlos con soltura. De esta manera, la composición y la creación de materia nueva bien podía proceder de la traducción o adaptación de textos en otras lenguas. Hasta qué punto era lícito silenciar una fuente, sin embargo, era una cuestión debatida. En 1688 Gerard Langbaine cuestionaba los límites de esta práctica en su Momus Triumphans, or, the Plagiaries of the English Stage. La manera en la que los hombres honorables tomaban prestado, señalaba Langbaine, era rindiendo homenaje a la fuente, reconociéndola y haciéndola visible, seleccionando solo aquellas partes buenas y tratándolas con respeto. A esta práctica contraponía la de “los ladrones y plagiadores” que, especialmente en el teatro, hacían pasar argumentos ajenos por suyos (Langbaine a5v). Traducir, adaptar y reescribir lo español, por otra parte, planteaba a los autores un cúmulo de sentimientos y opiniones contradictorias; para unos, constituía un bastión al que agarrarse mediante el que dejar oír su voz, mientras que para otros se trataba de una floreciente cultura literaria que proveía abundante materia prima para imitar, reescribir y, en algunos 60

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casos, plagiar. A raíz de esto, el escritor que decidía adaptar un texto español, en tanto que mediador cultural, quedaba en una situación frágil en la que se le podía acusar de haberse contagiado de ideas extranjeras (Tavor 554) y, por tanto, en la que cabía preguntarse si este era un transmisor y defensor de lo español, o bien ejercía sobre la materia española cierta resistencia. También en 1694, el Queen’s Theatre en Dorset Garden estrenó La cómica historia de don Quijote (The Comical History of Don Quixote), trilogía operística con libreto de Thomas D’Urfey, música de John Eccles y Henry Purcell. El público recibió con entusiasmo las dos primeras partes de la obra que, en palabras del autor, habían conseguido salir triunfantes de los juicios de los críticos teatrales (D’Ufrey 1729, A2). La tercera, sin embargo, representada en el otoño de 1695, no tuvo una buena acogida. Eran estos años difíciles, como señalaba D’Urfey. Acosados por la guerra de los 9 años, tan solo unos pocos podían permitirse el lujo de asistir al teatro durante el verano de 1694. D’Urfey achacó así mismo el fracaso que supuso la tercera parte al cambio de actores —los actores principales, junto al compositor John Eccles, habían abandonado recientemente la United Company para trasladarse a una compañía en Lincoln’s Inn Fields, cansados, según Curtis, de la mala gestión de su por entonces manager, Christopher Rich (D’Urfey 1984, viii). Para agravar la situación, la precaria salud de Purcell, que moriría ese mismo otoño, le impidió trabajar en esta tercera parte con la misma intensidad con la que lo había hecho para las anteriores. “From rosy bowers” fue la única canción que compuso durante su enfermedad. En todo caso, La cómica historia de Don Quijote, como ha apuntado John McVeagh, se concibió como una colaboración músico-literaria, tan cercana a la opera dramática como podía serlo una obra de teatro. Así, D’Urfey tomó de Don Quijote aquellas aventuras que se prestaban a incluir bailes, canciones y espectáculo (McVeagh 117). En lugar de basarse en un episodio, o una novela independiente, seleccionó varios de ellos con el objetivo de ampliar el alcance de esta cuasi ópera cómica (Pettegree 139). Esta contenía, entre otras aventuras, la escena de los molinos, la de la princesa Micomicona, el episodio de Cardenio, el del Retablo de Maese Pedro, así como referencias literarias a Jonathan Swift (McVeagh 118). A

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diferencia de otros autores, D’Urfey dejó intactos la mayoría de los nombres en español, incluso aquellos de islas, princesas y gigantes. Treinta años más tarde, en 1728, Henry Fielding escribía su Don Quijote en Inglaterra (Don Quixote in England) en su época de estudiante en la universidad de Leiden. Por aquel entonces, la fama de Don Quijote no hacía más que crecer, de modo que Fielding se refería a su propia comedia, basada en el “genio inimitable de Cervantes”, como un ejercicio de diversión personal que habría llegado a ser puro quijotismo (quixotism) de haber sido llevada a las tablas en ese momento (Fielding 1734, A5). Años más tarde, Fielding la revisó y la llevó a las tablas. Una vez publicada, al reflexionar sobre el personaje en el prólogo, declaraba que la diferencia entre Inglaterra y España no era tan notable como para poder distinguir un Quijote inglés de un Quijote español, concepción que lo alejaba de la visión de Beaumont y D’Urfey. La obra, que se representó finalmente en 1734, narra la historia de Sir Thomas Loveland y su hija Dorothea, a quien este quiere casar con un rico —aunque poco refinado— Squire Badger. Dorothea, sin embargo, ama al pobre Fairlove. En un equívoco cómico, tanto Sir Thomas y Squire Badger como Dorothea y Fairlove se dan cita en la venta de Guzzle, en la que se encuentra alojado Don Quijote. El comportamiento agresivo de Badger ante su futura esposa hace que Sir Thomas rompa el compromiso y acepte a Fairlove como yerno. Durante el transcurso de la comedia, la superioridad moral de Don Quijote sirve para desencadenar la acción. Notablemente, en sus últimas líneas, la alabanza de Sir Thomas Loveland y Fairlove hacia el hidalgo español se transforma en una crítica de las costumbres inglesas. Sir Thomas. ¡Ja, ja, ja! No sé si este caballero, tarde o temprano, no demostrará que todos estamos más locos que él. Fairlove. Quizás, Sir Thomas, eso no sea algo muy difícil de probar. (Fielding 1734, 63)

El interés de Fielding por Don Quijote no fue puntual, sino que abarcó toda su carrera literaria. Sus novelas Joseph Andrews y Tom Jones, como dejan entrever sus prólogos y referencias internas, fueron escritas siguiendo el estilo de Cervantes (Parker 25). No en vano, Fielding se había servido de la metaficción, en el prólogo introductorio de su Don Quijote en Inglaterra, para hacer alusión a la fama de la obra: 62

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Hombre. Pero, ¿no piensas que una obra teatral, con un título tan extraño como este, requiere una mínima explicación? Autor. No, para nada. Me parece que toda la audiencia está familiarizada con el personaje de Don Quijote y de Sancho. Los he traído a Inglaterra, y a una posada en la campiña, donde, creo, nadie se sorprenderá de que el caballero encuentre a algunas personas tan locas como él. (Fielding 1734, A8)

Documentación reciente ha establecido que Fielding tuvo un papel esencial en el patronazgo informal que contribuyó a la publicación de The Female Quixote (1752) de Charlotte Lennox. Para promocionar su venta, Fielding escribió una reseña teatral en la que detallaba cinco puntos en los que la obra de Lennox superaba a la de Cervantes (Hanley 28–29). Fielding concedía, sin embargo, que el texto de Lennox no podía competir con su predecesor legendario en aspectos cruciales tocantes a la originalidad. Cervantes, señalaba Fielding, “[is] entitled to the Honour of Invention, which can never be attributed to any Copy however excellent”, a la vez que concedía un valor didáctico a la pieza cervantina, concebida, no como diversión a la manera de D’Urfey, sino como ejemplo y reforma de sus compatriotas (Hanley 29). Al igual que The Married Beau de John Crowne, Don Quijote en Inglaterra puede ser leído en clave política. En su dedicatoria, Fielding se encomendaba al estadista británico Philip Dormer Stanhope, Conde de Chesterfield, —conocido por no dejarse arrastrar ciegamente por las medidas del primer ministro, Robert Walpole, y por mantener un juicio crítico ante nuevas propuestas— como a alguien a quien poder dedicar un Quijote, como el suyo, que se aventuraba a exponer la corrupción política en Inglaterra. Ante él reclamaba la libertad teatral, que consideraba tan digna de ser reivindicada, como la libertad de prensa (Fielding 1734, A2v). Por otra parte, consideraba que el valor de su comedia residía en haber sido capaz de hilvanar una serie de ejemplos que ponían ante los ojos de los espectadores aquello que se quería censurar y funcionaban de forma más rápida y efectiva que los preceptos (Fielding 1734, A3). De esta manera, Fielding usaba la sátira teatral como plataforma para criticar la política del partido de la oposición. Es comprensible que esta sátira no agradara al gobierno, ni mucho menos a Walpole, quien por 63

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aquel entonces era objeto de numerosas críticas teatrales. La aprobación en 1737 de The Theatrical Licensing Act (ley de licencia teatral), que permitía controlar todo lo que se decía en escena sobre el gobierno británico, terminaría por acallar todo ataque al poder. Esta ley de censura surgió, en gran medida, para frenar la popularidad de las obras de Fielding y otros célebres autores teatrales. Fielding fue uno de los más afectados, dejando el teatro tras su aprobación y dedicándose principalmente a escribir novelas. Don Quijote en Inglaterra desvela, con una nota de humor, las tensiones entre Inglaterra y España. El posadero Guzzle habla con Sancho sobre Gibraltar, y lo amenaza advirtiéndole que la próxima vez que vea a un español tendrá una compañía de soldados de su parte, puesto que prefiere los pícaros de su patria a los extranjeros. Por otra parte, presenta una crítica punzante sobre la hipocresía del gobierno y la sociedad británica. Los representantes del pueblo ven en Don Quijote un nuevo caballero al que poder explotar económicamente y del que poder recaudar fondos. En un curioso debate sobre su afiliación política, Squire Badger le pregunta a Guzzle si Sancho Panza es un Tory o un Whig (Fielding 1734, 25). La inestabilidad de lo inglés, y de sus costumbres se cuestiona en pasajes como el siguiente, cuando Don Quijote, respondiendo a Sir Thomas, apunta que su llegada a Inglaterra se debe a su búsqueda de aventuras: Don Quijote. Señor; no hay otro lugar que tenga [aventuras] en más abundancia. Me contaron que había una copiosa existencia de monstruos; y no encontré uno menos de los que esperaba. (Fielding 1734, 61)

Imaginar las audiencias a las que estarían destinadas las críticas de Fielding, así como la farsa de D’Urfey, o la comedia de Crowne, nos permite trazar una historia de la recepción de estos episodios quijotescos. Se ha achacado frecuentemente a Beaumont, —como a D’Urfey o a Crowne—, no haber entendido la profundidad de la obra cervantina y haber adaptado el texto buscando meramente la diversión y la burla (Gnutzmann 79). Es importante notar que, tanto The Comical History of Don Quijote de D’Urfey como El galán casado de Crowne, se representaron en teatros que tenían una fuerte conexión con la corte. La obra de D’Urfey se estrenó en el Queen’s Theatre ante un público principalmente 64

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femenino, y su edición impresa estaba dedicada a la duquesa de Ormond. La obra de Crowne vio la luz, a su vez, en el Theatre Royal, Drury Lane, teatro que pese a tener un público socialmente estratificado era de tintes notablemente monárquicos (royalist). Crowne, quien dedicó parte de su carrera a escribir para la corte, en un clima de crecientes tensiones político-ideológicas, vio sus obras puestas en tela de juicio, en el frenético cambio de alianzas que experimentaba la escena inglesa (Walkling 1502). De la misma manera, es muy probable que Beaumont representara El caballero del mortero ardiente ante un público cortesano. El Don Quijote en Inglaterra de Henry Fielding, del que se ha dicho que recuperaba el auténtico espíritu cervantino, se representó, sin embargo, en el teatro que ya desde finales del siglo XVII había hecho la competencia al Royal Theatre, el Hay Market Theatre, que se distinguía precisamente por la innovación de su escenografía. Apelando a la libertad que le brindaba esta audiencia menos vinculada a la corte, Fielding, que se había convertido por aquel entonces en uno de los autores teatrales más celebres, apostaba por la libertad de expresión en sus ansias de criticar las corrompidas costumbres del gobierno mediante la sátira. Las traducciones literarias Esta diversidad de públicos e intereses está también presente en las traducciones contemporáneas de Don Quijote. La actitud individual de cada uno de los traductores ante su material de trabajo dará lugar a productos notablemente variados y proyectos culturalmente diferenciados. La primera parte de la obra fue traducida por Tomas Shelton hacia 1607 (Ardila 5) y publicada en Londres en 1612. La traducción de la segunda parte apareció en 1620, también en Londres, sin nombre del traductor. Como ha apuntado Lo Re, la atribución a Shelton de esta segunda parte es más que dudosa. Es ciertamente probable que esta fuera elaborada por otro traductor del que hasta ahora no tenemos noticia (Lo Re 541–44; Randall y Boswell xx, xxi). Ambas partes, publicadas bien como volumen conjunto o por separado, se convirtieron en un clásico desde su publicación y fueron reeditadas en numerosas ocasiones en 1652, 1672 y 1675 (Randall y Boswell 148, 314, 343). Thomas Shelton, en el prefacio de la primera parte de la obra, dedicada a Lord Walden (Theophilus Howard, 2nd Earl of Suffolk), con 65

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quien probablemente mantenía vínculos familiares, menciona la experiencia de la traducción como un ejercicio rápido, hecho para un querido amigo, que apenas le tomó cuarenta días. Shelton, que, como ha señalado Gregory Baum, silencia el nombre de Cervantes en su traducción, consiguió cautivar a sus contemporáneos y a audiencias futuras, tanto mediante el uso de un inglés isabelino como mediante el empleo de estrategias narrativas cervantinas (Baum 11), entre ellas la aparición de la figura del amigo en el prólogo. En este, Cervantes, dirigiéndose a un desocupado lector, comienza dialogando con un amigo sobre las estrategias autoriales de su obra. En un momento dado, cuestiona el valor que esta tendría si saliera desprovista de notas marginales. Su amigo, entonces, le recomienda que añada tres tipos de notas que hagan referencia a las autoridades clásicas —“algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria … luego, en el margen, citad a Horacio, o a quien lo dijo” (15)— y la sagrada escritura —de manera que se añadan palabra de la Biblia (15), y que ofrezcan explicaciones culturales de todo tipo —geográficas, literarias, históricas, etc. (16). Todas estas estrategias, que no se acaban llevando a cabo en el Don Quijote de Cervantes, están, sin embargo, presentes en la traducción de Shelton, que explota las posibilidades que le brinda el prólogo (Baum 27–33). Así mismo, Shelton utiliza estrategias retóricas cervantinas al tomar ciertas decisiones sobre la traducción de términos extranjeros, haciendo uso de la glosa intertextual, que da un cierto color de fidelidad a la traducción (Baum 43). Otro de los motivos que hacen al traductor más fiel a ojos de los críticos es su inclinación religiosa. Católico de origen irlandés, Shelton había estudiado en el colegio irlandés de la facultad de Salamanca y probablemente realizó su traducción en los Países Bajos, de ahí que esta tome como punto de partida la primera parte del Don Quijote que se publicó en Bruselas en 1607 (Gerhard 4–7). Su traducción debe ser considerada, por tanto, como una obra en el exilio de una minoría católica que se afanaba en traducir obras del siglo de oro español al inglés. Su caso no era una excepción, ya que parte de esta minoría católica sería también el traductor y filólogo John Stevens, que se encargaría de revisar la traducción de Shelton. El hecho de que Don Quijote se publicara en Londres mediante una traducción realizada en el exilio sirve para 66

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recordarnos la complejidad que subyace a la tensión entre los discursos dominantes (protestantes) que leían España a través de la farsa de Don Quijote y a las corrientes católicas que revindicaban, o se identificaban, con un Quijote español, no desde la diferencia, sino desde el refuerzo de una posición minoritaria. La segunda de las traducciones al inglés, apareció casi ochenta años después. Realizada por John Phillips en torno a 1687 y derivada de una edición francesa, esta ha gozado de un escaso reconocimiento crítico. Phillips, sobrino de John Milton, recibió una esmerada educación en lenguas clásicas y vernáculas (Baum 52). Activo traductor y autor de sátiras, llegó a ser encarcelado al menos en una ocasión por sus sátiras políticas y fue uno de los escritores protestantes que colaboró con el eclesiástico anglicano Titus Oates en el complot papista (“Popish Plot”), conspiración ficticia urdida para perjudicar a miembros de la iglesia católica a los que se les atribuyó falsamente la intención de asesinar a Carlos II (Baum 63). En su traducción, Phillips reitera la ya reconocida fama del Don Quijote en toda Europa, fama que intenta continuar en el mercado inglés “vistiendo la obra con ropa inglesa”.3 El sintagma “English dress” o “English clothes” no es una novedad de Phillips sino que refleja una de las obsesiones más traídas y llevadas del campo de la traducción en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, en el que traductores y editores se quejan frecuentemente de la rudeza de las letras extranjeras y pretenden mejorar una obra revistiéndola a la inglesa. Una justificación que, como tónica general, anuncia una cierta libertad en la adaptación literaria y, en ocasiones, difumina la responsabilidad del propio traductor en tanto que transmisor de la cultura traducida. Este cambio de ropaje en el caso de Phillips va más allá del lugar común. Efectivamente, mediante el traslado (anatopismo) de ciertas referencias culturales al Londres del siglo XVII, Phillips convierte su traducción de Don Quijote en un texto radicalmente anticatólico, tal y 3

Como ha afirmado Paulson, es especialmente interesante la referencia, por otra parte habitual, al travestismo de la obra en Phillips, dado que este sería acusado por su traductor rival Pierre Antoine Motteux de haber confundido España e Inglaterra, y haber trasladado todos los lugares escandalosos de Londres a España. Aún así, advierte Paulson, Motteux no deja de alterar ciertos pasajes del Don Quijote (Paulson x). 67

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como había hecho con su traducción abreviada de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de la Casas, retitulada Tears of the Indians (1656), una de las más influyentes en Inglaterra (Valdeon 844–45). En su Don Quijote aparecen los famosos cafés (coffee houses) que se convertirían en un lugar de intercambio, discusión de noticias, y debate político. Así, en el episodio de El curioso impertinente, cuando Anselmo pregunta por el paradero de su mujer, Camila, se entera de que la huída de Lotario y su esposa es la comidilla de todos los coffee houses de Londres (Baum 64). Por otra parte, en el episodio de El retablo de Maese Pedro se menciona como don Gaiferos pasa las tardes en el Widows Coffee House, fundado por Nell Gwyne, una de las primeras actrices británicas y amante durante muchos años del rey Carlos II (Baum 66). Otros desplazamientos de la obra incluyen continuas referencias a las prisiones londinenses o reescrituras de ciertos pasajes con referencias geográficas o literarias a Inglaterra. Phillips añadiría también un nuevo final, aprovechando la mención cervantina de unos poemas a la muerte de Don Quijote, nunca incluidos en el original. En estos poemas añadidos, sitúa a Don Quijote en el infierno junto a otros caballeros andantes (Baum 96– 98). La traducción de Phillips no tuvo una buena acogida —sus desvíos del original fueron ampliamente censurados—, sin embargo, como afirma Baum, revindicando su interés histórico y su unidad textual, hay que destacar como esta construyó un lugar de resistencia políticoreligiosa ante Jacobo II, a partir del texto de Cervantes (99–100). Uno de los mayores críticos de Phillips fue el traductor Pierre Antoine Motteux quien en 1700 defendía la necesidad de su nueva traducción del Don Quijote apelando al travestismo de su predecesor. Las modificaciones operadas en la traducción de Phillips formaban parte del ya mencionado debate sobre las responsabilidades del traductor. El siglo XVII inglés había recuperado, por una parte, las ideas de Cicerón y Horacio, que condenaban la traducción palabra por palabra. Esto llevó a muchos traductores no solo a alterar el orden de palabras sino a adornar —o adaptar libremente— el estilo y la forma de las oraciones. Este método gozó del favor de autores como Ben Johnson, Abraham Cowley y Sir John Denham y afectó tanto a las traducciones de otras lenguas vernáculas como a las traducciones de los clásicos (Gerhard 17). El 68

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trabajo de Phillips forzaba los límites de esta escuela de traductores debido a los profundos cambios que experimentaba la ideología de la obra. También en 1700, una interesantísima traducción salía de la mano de John Stevens, o el capitán Stevens. Dicha traducción pretendía actualizar el trabajo de Thomas Shelton en aquellos pasajes en los que este se había quedado obsoleto, generando en parte una nueva versión y corrigiendo así mismo ciertos errores. La traducción de Stevens pretendía ser accesible a un público más variado, anunciándose como un libro portátil, casi de bolsillo, mucho más conveniente para la lectura que aquellas ediciones más voluminosas de Shelton y Phillips. En realidad, el libro se trataba de un cuarto pequeño. John Stevens, al igual que Shelton, pertenecía a una familia católica y había pasado parte de su juventud en España, probablemente en el entorno del séquito de Caterina de Braganza, del que formó parte su padre. Como traductor, Stevens puso a disposición del público inglés numerosos relatos de viajes, crónicas e historias de España que facilitaron el acceso al funcionamiento y organización de las colonias españolas en América (Steele 104–6). La labor de Stevens también incluyó una traducción de las principales obras maestras de la literatura española, desde las obras de Cervantes, pasando por Quevedo, hasta la Celestina. Contemporáneamente a su traducción de Cervantes, Stevens estaba trabajando en una nueva Gramática española (1706) y en su Diccionario InglésEspañol (1706). Su interés por la filología y la labor del traductor se hace patente en el prólogo a su traducción del Quijote. En él señala concisamente por qué es necesario acometer una nueva empresa. Para Stevens, el texto de Shelton es casi una traducción literal —que, sin embargo, presenta numerosos errores y un uso poco refinado del lenguaje. El de Phillips, por otra parte, se aleja tanto del original que apenas retiene unas pinceladas generales y le da un tono totalmente diferente, alterando su significado (A2). La traducción de Stevens, comparada con un ejemplar castellano, se presenta como una versión corregida y enmendada de la versión de Shelton. De esta corrige su primera parte hasta la historia de El curioso impertinente, a partir de la cual comienza una nueva traducción. Reflejo de su interés en la transmisión fiel del texto es su explicación del uso de las 69

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fuentes. “Todo lo que he hecho al corregir o traducir ha sido basándome en el original en español, y no en el francés” —tal y como había hecho Phillips— “puesto que siendo en sí una traducción no puede ser un buen punto de partida para otra versión, porque es cierto que no hay copia que no varíe con respecto a su original, y por ello copiar de una copia hace al hijo de la imaginación menos parecido a su progenitor” (A5). Su filosofía de la traducción consiste, por tanto, en seguir el texto de Cervantes tan de cerca como le sea posible. No obstante, Stevens es consciente de la diferencia existente entre el inglés y el español y de la imposibilidad de traducir los proverbios verbatim (A6). Sin embargo, para no borrar completamente el origen de la obra, dice haber dejado algunos tal y como sonaban en español, por mucho que esto pudiera espantar al lector inglés. En este sentido, la traducción de Stevens presenta ciertas similitudes con la última traducción francesa del Quijote por Filleau de Saint-Martin, recientemente reeditada en 1695, que apostaba por dejar un cierto tinte extranjero. Esta y otras preocupaciones formaban parte de las inquietudes de traductores tan influyentes como John Dryden, quien condenaba la excesiva libertad en la traducción que veía en sus contemporáneos y en el riesgo de vestir con ropaje inglés toda obra literaria (Gerhard 17). Hasta qué punto debe o no debe alterarse un texto, de modo que este sea irreconocible en su país de origen, es todavía objeto de debate. Conceptos como “la invisibilidad del traductor”, acuñados por Lawrence Venuti, condenan el fenómeno de la domesticación del texto que es interpretado como una colonización cultural del otro, defendiendo su “foreignization”, esto es, la marca explícita de la necesidad del traductor. Para evitar precisamente la domesticación del texto, Stevens opta por “seguir el español tan de cerca como pueda soportarlo la lengua inglesa”. Esto incluye una atención, además, a la lengua y al estilo, “prefiriendo ser criticado por haberme adherido demasiado servilmente al autor, esto es, a Cervantes, que alterar ninguna cosa en este sentido” (A5). Stevens es consciente de que muchos lo culparán de haber traducido demasiado literalmente del original. Su esfuerzo es, en cierto sentido, un esfuerzo filológico que tiene el valor de acercarse al texto de forma explicativa, añadiendo notas textuales que nos dejan ver el impacto de lo español en Inglaterra y hasta qué punto se comprendían, o se dejaban de 70

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comprender, ciertas ideas. Stevens, siempre atento a la necesidad de distinguir entre los idiomas, inserta en su prólogo unas lecciones de fonética para explicar la correcta lectura del nombre de Sancho Panza, anotando la pronunciación de la “ch” y la “z”, así como la de la “ñ” en “Sansueña”. Esta pequeña lección de fonética, además de informar al lector de cómo suenan los nombres que aparecen en la obra puede ser de utilidad para “todas aquellas otras frecuentes ocasiones a las que se enfrentan aquellos que no saben leer nombres en español” (A8). De la misma manera, su interés por los diferentes registros lingüísticos del texto le hacen respetar los cambios de tono, e incluso ser fiel al traducir frases que resultan demasiado vulgares. La novedad de la traducción de Stevens reside, por tanto, en su conciencia como traductor profesional y en el interés de presentar a Don Quijote despojado de ropajes ingleses, como una obra maestra proveniente de una cultura diferente con concepciones y modos de operar distintos. Si esta proponía una ventana ciertamente interesante desde la que apreciar la cultura española —tal y como lo harían otras de sus traducciones—, su falta de adaptación a las costumbres inglesas era lo que, según sus contemporáneos la hacían precisamente árida para los lectores de la época. Por otra parte, su proyecto se vio ciertamente ensombrecido por la aparición en 1700–1703 de la traducción de Pierre Antoine Motteux. La de Motteux, una edición todavía mas portátil que la de Stevens, se convirtió de ahí en adelante en la traducción de referencia. Esta ofrecía una lectura de la obra en clave anti-aristocrática (Mayo and Ardila 55) que gozó de una popularidad sin precedentes, siendo reeditada hasta bien entrado el siglo XX. Esta riqueza de traducciones y adaptaciones constituye una parte muy limitada del mundo del quijotismo en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII. Don Quijote se infiltró hasta tal punto, no solo en el campo literario sino en la política inglesa, que incluso el sonado juicio contra el ministro anglicano y jacobita Henry Sacheverell tuvo sus ecos quijotescos, con Sacheverell caracterizado como un Don Quijote —en A Second Tale of a Tub (1715)— por parte de los Whig (Paulson 47–48). En este totum revolutum de lecturas y adaptaciones, el Quijote podía ser leído y entendido literalmente como una sátira mordaz del ingenio español en Inglaterra, de la mano de aquellos monárquicos que mantenían una 71

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relación más que conflictiva con España —esa admiración por el enemigo que señaló Elliott. Por otra parte, el Quijote, y con él otras muchas piezas de la literatura española en traducción, permitía abrir una brecha en la cultura dominante, mediante la cual apelar a las minorías católicas de filiación Tory descontentas con la deriva contemporánea de la política Whig y con la marginación a la que las exponía el protestantismo. Referencias Ardila, J A. G. The Cervantean Heritage: Reception and Influence of Cervantes in Britain. London: Legenda, 2009. Bannet, Eve T. “Quixotes, Imitations, and Trasatlantic Genres”. Eighteenth-Century Studies 40 (2007): 553–69. Baum, Gregory L. “Mine, Though Abortive”: Reading and Writing Don Quixote in Seventeenth-Century England”. Diss. University of Chicago, 2013. Beaumont, Francis, y Sheldon P. Zitner. The Knight of the Burning Pestle. Manchester: Manchester University Press, 2004. Bliss, Lee. Francis Beaumont. Boston: Twayne, 1987. Cervantes, Miguel de. Don Quijote de La Mancha. Ed. del Instituto Cervantes, 1605–2005, dirigida por Francisco Rico. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2004. Crowne, John. The Dramatic Works of John Crowne, with Prefatory Memoir and Notes. 4 vols. Edimburgo: Wiliam Paterson; Londres: H. Sotheran & Co., 1873–1874. D’Urfey, Thomas, The Comical History of Don Quixote. Londres: J. Darby, 1729. ———, y Curtis A. Price. Don Quixote: The Music in the Three Plays of Thomas Durfey. Tunbridge Wells, UK: R. Macnutt, 1984. Elliott, John H. “Learning from the Enemy: Early Modern Britain and Spain”. Spain, Europe & the Wider World, 1500–1800. New Haven: Yale University Press, 2009. 25–51. Fielding, Henry. Don Quixote in England. A Comedy. Londres: J. Watts, 1734.

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