Diversidad y diferencia en el País Vasco, en La Revista Croata

Share Embed


Descripción

DIVERSIDAD Y DIFERENCIA: DOS SIGLOS DE HISTORIA RECIENTE EN EL PAÍS VASCO Antonio Rivera (Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitatea) Los pueblos no tienen esencia; tienen historia. Se hace necesario colocar este aserto clásico en el arranque de estas páginas. Cuando se habla de países como el País Vasco se tiende, por deformación interna y también foránea, a buscar en éste una exagerada especificidad histórica, una historia producida casi al margen del mundo circundante, un devenir más marcado por el espíritu particularista, por una suerte de volkgeist, que por la manifestación en nuestro espacio de las grandes pautas de la historia del mundo occidental. En ese sentido, la historia del País Vasco en los dos últimos siglos no puede contemplarse alejada o al margen de lo que es la historia universal, europea, española y francesa. Siendo esto algo evidente para cualquier espacio territorial, grande o pequeño, también lo es en el caso que nos ocupa, por mucho que en demasía se obvie, esconda u olvide. Del mismo modo, hay que ubicar esta historia en las referencias y coordenadas adecuadas. En su origen, también durante siglos, el País Vasco fue un pueblo con unas identidades y características particulares, situado a uno y otro lado de los Pirineos Atlánticos. Por contacto con otros pueblos, lo que pudiera haber sido especificidad cerrada se ha ido diluyendo, de tal suerte que en el tiempo más reciente la historia del País Vasco se va configurando con arreglo a qué Estado pertenece cada parte de él. Así, y sobre todo desde los grandes cambios que inicia la Revolución Francesa y su influencia en Europa y luego en buena parte del mundo, las historias de la parte sur y de la parte norte del País Vasco funcionan mediante parámetros y cronologías harto diferentes. Es forzado, si no imposible, hablar de una única historia de todo el País Vasco, de su parte norte y de su parte sur, del País Vasco integrado en la República Francesa y del País Vasco perteneciente a la monarquía española1. Por último, y en referencia más precisa ya a este segundo espacio, al País Vasco peninsular, hay que acudir a los términos que nos han servido de título: diversidad y diferencia. Diversidad porque a pesar de ser reducido el territorio vasco, su discurrir histórico en los dos últimos siglos es muy distinto según las 1

En este texto nos vamos a referir sobre todo al País Vasco peninsular, a la parte integrada en el Estado español, aunque dedicaremos dos breves apartados a la parte continental o francesa.

provincias a que nos refiramos. Así, por ejemplo, los dos grandes fenómenos de este tiempo en nuestro territorio -la industrialización del último cuarto del siglo XIX y la emergencia de un discurso y una práctica nacionalistas vascas, también desde ese momento- se producen de manera muy distinta en las dos provincias costeras o en las dos interiores. Y así el resto de grandes procesos históricos. Pero, y en aparente contradicción, la historia del País Vasco en los dos últimos siglos cobra identidad y especificidad si se la compara con la del resto de España. Ahí aparece la evidente e incontestable diferencia, el segundo de los términos de nuestro título. Aún produciéndose dentro de los ritmos cronológicos y a partir de los grandes procesos que se dan en todo el territorio español, la historia adquiere en el espacio vasco una singularidad privativa. Así, importantes fenómenos como el carlismo; la industrialización; los fueros, el foralismo y los conciertos económicos; el nacionalismo cuestionador de la idea de España; la recepción de población inmigrante; las grandes entidades bancarias e industriales; o el movimiento obrero, se manifiestan de manera específica, casi exclusiva, o adquieren una importancia y dimensiones muy distintas a las del resto de España. El tiempo foral y su larga crisis La especificidad vasca viene de sus fueros; o mejor, del hecho de que tras la llegada al poder de la dinastía borbónica, a comienzos del siglo XVIII, el nuevo monarca, Felipe V, suprimiera los fueros de los viejos reinos del este peninsular (Decretos de Nueva Planta, que afectan a Aragón, Valencia, Mallorca y Cataluña), dejando vigentes únicamente los vascos (territorios éstos que habían apoyado su opción durante la guerra sucesoria (1701-1714)). De este modo, las provincias vascas quedaron como las únicas en las que seguía vivo ese corpus jurídico tradicional que regía la vida interna de los territorios, el sistema socioeconómico y las relaciones (y su percepción) entre esos espacios y la Corona. No hay unos fueros vascos sino unos fueros en cada una de las provincias, pero la coincidencia general entre ellos ha permitido la extensión de aquel concepto unificador. Los fueros organizaban la relación de poder interna. Unas instituciones de base local denominadas Juntas Generales –en Navarra, las Cortes eran estamentales- designaban una Diputación que actuaba como órgano ejecutor de sus acuerdos. Con el paso del tiempo, la provisionalidad y la relación funcional fueron consolidándose e institucionalizándose, de manera que el ejecutivo provincial –la Diputación- fue ganando poder respecto de la representación vecinal que suponían las Juntas. La capacidad de decisión, en

el marco del mundo tradicional, permite afirmar que los fueros constituían un régimen de autogobierno, con autonomía plena para regular la vida interna del territorio. Asimismo, contaban con normas privativas de derecho, aunque en algún caso éste fuera aplicado por delegados del rey. Ese derecho propio tenía que ver con la tradición, con lo consuetudinario, y con las características del espacio vasco. Así, se disponía para proteger la continuidad del caserío, unidad económica familiar básica en la economía del territorio. Frente a la propiedad individual del derecho romano, se defendía la propiedad familiar, y el individuo disfrutaba del usufructo en tanto que miembro de la familia (de ahí la abundancia de apellidos vascos que remiten al topónimo del caserío). Para ello, el derecho foral obstaculizaba la división de la propiedad familiar, permitía testar en favor de cualquiera de los herederos (pero de uno solo, lo que explica tantas vocaciones “secundarias” en la mar, el seminario o la administración) y propiciaba un régimen de comunidad de bienes siempre que hubiera hijos en el matrimonio. Además, el fuero actuaba protegiendo al individuo ante la acción arbitraria de la justicia. Finalmente, y muy importante, eximía a los vascos de la obligación de participar en levas o quintas siempre que la guerra no fuera en su territorio o no existiera voluntad de sus instituciones por colaborar con dinero o tropas en defensa del monarca. También, y para corregir dificultades económicas -el país es pobre; hereda uno solo-, se establece la hidalguía universal, lo que a los efectos prácticos permitía a los vascos acceder a puestos de la administración reservados en el conjunto de la península a los nobles. En el terreno económico, y en la misma intención defensiva o correctora de otros déficit, las provincias vascas eran territorio franco en su relación comercial con el exterior –lo que redundaba en precios más baratos en artículos de consumo y en mejores ventas de sus productos elaborados-, establecían las aduanas en el territorio de contacto con Castilla y no en la costa, protegían la producción local de cereales y mineral de hierro para evitar salidas incontroladas e indeseadas, y, por último y de nuevo importante, no se veían afectadas por el régimen fiscal de la Monarquía, sino que, como provincias exentas, pagaban a ésta unos pocos impuestos. Todas estas particularidades fueron componiendo una imagen o una identidad compartida, todavía reducida pero luego, en el siglo XIX, fortalecida por toda una publicística fuerista tendente a apuntalar la diferencia con argumentos jurídicos, históricos o míticos. El País Vasco, sus provincias en realidad, se veían a sí mismas como un mundo tradicional al que daban estabilidad los fueros, y con una relación con el resto de la Corona (con la administración y

con sus territorios), dinámica, pero sobre todo privilegiada. En ese autogobierno tradicional, el Monarca transfería a las oligarquías vascas – porque el régimen foral era profundamente oligárquico en su relación de poder interno- el control del territorio, con plena autonomía y sobre la base de un código comunitario de conducta, los fueros, que proporcionaban un alto nivel de estabilidad y de legitimidad a todo el sistema. Pero esa estabilidad -en absoluto estática: en el siglo XVIII abundan los motines o machinadas (1718, 1766, 1803, 1804)- entra en crisis definitivamente a comienzos del ochocientos. Lo hace a partir del agotamiento de la situación anterior -es una crisis sobre todo endógena-, pero coincidiendo con la crisis general de la sociedad del Antiguo Régimen y en las fechas de las guerras entre Francia y España (denominadas de la Convención y de Independencia). La crisis colocó en posición protagonista a las dos formas de contemplar el país que habían venido actuando años atrás y que cobrarían harta importancia futura: los tradicionalistas y los modernizadores. Aquéllos, representados muy básicamente en la nobleza rural (jauntxos); éstos, en las burguesías urbanas (o también rurales, como en el caso navarro). Desde la machinada de 1766 se empezaron a ver las limitaciones y contradicciones de la economía vasca. El crecimiento de la primera parte de la centuria encontró techo. Actuaron a la vez las nuevas ideas productivistas (tendentes al liberalismo económico) y determinadas situaciones objetivas. La necesidad de más producción llevó a poner en cultivo nuevos y peores espacios a costa de comunales, pastos y bosque, lo que dislocó el tradicional ciclo agropecuario. La privatización de comunales desplazó al sector más débil de la sociedad. El capital prestamista incrementó su presencia. Los plazos de arrendamiento se hicieron más cortos, se fueron eliminando las tradicionales tasaciones o fijaciones de precios (contrarias a la ley del mercado) y creció notablemente el número de arrendatarios, reduciéndose el de propietarios. La protección de la norma foral entró en colisión con la dinámica del mercado, lo que explica las invocaciones al fuero en algunos motines o la posición del elemento popular en las confrontaciones futuras. La siderurgia vasca también entró en crisis. Las ferrerías no podían competir con la pujante y revolucionada industria británica (o sueca), y la dependencia del carbón vegetal (frente al más barato coke) se hacía mayor en un momento de retroceso del bosque. Ni siquiera el intento de “españolizar” el mercado, consiguiendo la reserva de los mercados peninsulares y coloniales americanos para el hierro vasco, consiguió superar la crisis, además de lo que suponía de

contradicción con el criterio foral (tradicionalmente dispuesto al comercio con los países del norte y no con los territorios de la Corona). El comercio mismo se vio resentido por la reducción de los intercambios de hierro y por la sustitución en Inglaterra de la lana española por el algodón. Es en este terreno comercial en donde se dilucidó uno de los primeros pulsos entre la Monarquía y las provincias: el aduanero. El cambio de coyuntura llevó a algunos sectores a cuestionar la eficacia del fuero para proteger sus economías. Así, se fue imponiendo un cerco aduanero en torno a las provincias, favoreciendo el puerto de Santander (al oeste de Bilbao) frente a los vizcaínos y guipuzcoanos (1763), excluyendo a éstos del comercio con las colonias americanas (1778), gravando los productos españoles a su entrada en territorio vasco (1789)... Cuando la burguesía comercial y manufacturera vasca vio que su mercado estaba en España y no tanto en el norte europeo, las ventajas del fuero comenzaron a actuar en su contra (“triste privilegio el que contradice las conveniencias y necesidades de los privilegiados”, decían en una Exposición en 1832). Pero no era ése, sino al contrario, el interés de los tradicionales, de los jauntxos. Para ellos, cualquier cambio en el fuero alteraba un sistema de valores y normas sobre los que se apoyaba su forma de ver la sociedad y su posición privilegiada en ella. El fuero les permitía acceder a puestos de gobierno local y blindaba en lo posible -cada vez menos- su propiedad frente a las presiones del capital. El elemento popular, por su parte, también tenía que perder en ello. El fuero protegía una economía tradicional y comunitaria frente a la ignota aún que traía consigo el liberalismo, pero que ya suponía pérdida de comunales, eliminación progresiva del proteccionismo social, traslado de aduanas (con el consiguiente encarecimiento de productos básicos: vestido, determinados alimentos) y alteración de toda una serie de valores tradicionales. Todas estas contradicciones afloraron y se agudizaron coincidiendo con las guerras contra la Francia revolucionaria. En la primera de ellas, la de la Convención (1793-1795), se manifestaron diversas realidades: la debilidad militar española y también de las fuerzas proporcionadas por las provincias vascas; la intensificación de la crisis socioeconómica (destrucciones, ventas de comunales para soportar deudas de los pueblos...); la división de las élites vascas (particularmente manifestada en Guipúzcoa) entre un sector tradicional que llamó a la resistencia apelando “al fuero, al rey, a la religión y a la patria”, y la burguesía de San Sebastián, que incluso pretendió su incorporación a la

Francia revolucionaria. Unos años después, en la guerra de Independencia (1808-1814) contra Napoleón Bonaparte, el País Vasco fue anexionado (1810) y ocupado por el país vecino. Se reprodujo en este espacio la pugna interna que se dio en toda España entre afrancesados y patriotas. Los primeros eran ilustrados partidarios de introducir en el país ciertas reformas evitando el precio de la revolución. Entre los patriotas cabe distinguir a los sectores tradicionalistas (con presencia entre el bajo clero, la nobleza rural y el elemento popular, marcadamente antirrevolucionarios) de los liberales. En ese tiempo se reunieron dos parlamentos o Cortes, muy distintas, que aprobaron sendas constituciones: la de Bayona (1808), bajo la dirección francesa, y la de Cádiz (1812), liberal y antibonapartista (patriótica). Pero en las dos, los diputados vascos introdujeron referencias respetuosas de los fueros, aunque en la práctica ni una ni otra propiciaban una fácil continuidad de éstos. Se observa, en todo caso, la voluntad de “constitucionalizar” los fueros, de hacer compatibles dos realidades jurídicas tan distintas: la tradicional de los fueros y la moderna de la constitución. Este será uno de los grandes debates –si no el principal- del País Vasco durante todo el siglo XIX, a la vez que ilustra sobre la singularidad del proceso vasco en las dos últimas centurias, resumida en la cuestión de cómo se incorpora el país, las provincias, a ese nuevo Estadonación que es España en ese tiempo. Napoleón fue finalmente derrotado por una coalición europea. En el País Vasco tuvieron lugar dos batallas significadas -la de Vitoria y la de San Marcial, en el verano de 1813-, que marcaron el fin de la presencia francesa en España. Los costes de la contienda fueron muy altos: destrucción de infraestructuras e instalaciones (puentes, vías de comunicación, ferrerías), pérdida de cosechas y ganado, venta de comunales para soportar deudas en los pueblos, incendio y saqueo de ciudades (San Sebastián fue arrasada por completo el último día de agosto de 1813), desorganización social... La extraordinaria entidad de la crisis sirvió para romper el frágil consenso que mantenían los dos sectores de la elite vasca: los notables rurales y el patriciado urbano. El pulso venía de atrás, como se manifestó en conflictos como el de la Zamacolada (en Bilbao, en 1804) o en otros en el resto de provincias. Se trataba de mantener el fuero a toda costa, para conservar los privilegios de los primeros, o de modificarlo para adaptarlo a las demandas de los segundos. A éstos se añadía en el debate la presencia de los partidarios de la centralización y fortalecimiento de la posición del monarca, de manera que se desató una discusión intelectual, historiográfica y jurídica acerca de si los fueros habían sido privilegios concedidos por los reyes a las provincias (y por tanto

revocables) o si eran producto de un pacto de integración que impedía su posible vulneración o cambio unilateral. A su regreso a España en 1814, Fernando VII instauró una monarquía absoluta, aboliendo la constitución de Cádiz, que solo fue repuesta durante el Trienio Liberal (1820-1823). Esta corta experiencia constitucional tuvo un fuerte impacto en el País Vasco y en otras zonas de la península. Si bien la nobleza rural se había impuesto a los sectores liberales al acabar la guerra contra Napoleón, el Trienio sirvió para alterar provisionalmente ese resultado y para que todos vivieran la realidad de la novedad constitucional. De partida, la aplicación de la constitución cambiaba el mecanismo electivo de los poderes locales en beneficio de un sistema de sufragio masculino (casi) universal. La nobleza rural amparada en el fuero fue desplazada del poder en ayuntamientos y diputaciones. El nuevo sistema fiscal (proporcional y universal) también perjudicó a ese sector. La desamortización de bienes eclesiásticos, la reducción a la mitad del diezmo y la libertad de prensa perjudicaron la posición preeminente de la Iglesia católica. Las aduanas se llevaron a la costa y la libertad de arrendamientos se impuso. Los comunales siguieron vendiéndose y privatizándose, la presión fiscal real se incrementó y, en general, se abrió paso a la nueva lógica del mercado que beneficiaba a los nuevos ricos (capitalistas, especuladores de precios, acumuladores de granos) en perjuicio del elemento popular. Las privilegiadas provincias forales, al igualarse a las demás, perdieron su condición. De esta manera, se fue tejiendo una coincidencia de intereses contrarios al liberalismo que agrupaba a la nobleza rural de segundo rango, al bajo clero y al campesinado y artesanado. Intereses coincidentes y diversos que tenían que ver con la economía, con el poder, con lo ideológico (gran peso de la religión) y con los valores y creencias de la comunidad (identificadas con el fuero). Por poner el caso del elemento popular: el liberalismo le proponía un sufragio censitario que le apartaba de la toma de decisiones políticas; una igualdad teórica que no superaba en la práctica el supuesto igualitarismo del fuero (además de que éste era visto como propio); una libertad civil y económica que hacía del menestral un ciudadano libre pero desprotegido. Así que, en nombre de Dios, el Rey (absoluto), la Patria y los Fueros, se opuso violentamente a la legalidad constitucional esa confluencia de intereses, encabezados por militares y civiles bien situados aún en la trama de poder. Diversas sublevaciones antiliberales en 1821 anticiparon lo que sería la guerra civil un decenio después. Porque nos encontramos ante la general

confrontación que se vive en Europa en esos años entre tradicionalistas por un lado y liberales por otro. Una confrontación que en el País Vasco adquiriría un carácter singular por la fortaleza social de los primeros, pero que tampoco es única ya que, a otro nivel, se reprodujo en otros lugares del país (zonas de Cataluña, Aragón, Levante...). La vuelta a la monarquía absoluta y la abolición constitucional en 1823 (con apoyo militar de la Santa Alianza europea surgida del Congreso de Viena) hizo que los tradicionalistas recuperaran el poder durante una década. La nobleza terrateniente vasca, furibundamente antiliberal (Verástegui, Valdespina, Villafranca...), persiguió con saña a sus opositores y definió durante esos años la cerrada sociedad a la que aspiraba. Se adiestraron en la dirección de los asuntos públicos, impusieron unas normas sociales rígidas gobernadas por una religión coercitiva e instruyeron tropas numerosas y prestas a combatir por el tradicionalismo. Al morir el rey absolutista, Fernando VII (1833), se abrió una disputa sucesoria entre su viuda y su hija menor de edad, Isabel, y su hermano Carlos. La pugna encubría otra de más alcance entre liberales o, por lo menos, reformadores (partidarios de la infanta), y tradicionalistas (seguidores de Don Carlos y pronto conocidos como carlistas). La guerra civil –la primera guerra carlista- se extendió por España entre 1833 y 1840, teniendo en el País Vasco uno de sus puntos más importantes. “Dios, Patria y Rey” fue el lema carlista, al que se unió tardíamente en nuestro caso la defensa foral. En realidad, también los liberales vascos eran partidarios del fuero, por lo que la diferencia en ese punto era forzada. Muy sintéticamente, el País Vasco se fracturó entre unas ciudades liberales, protegidas por una numerosa guarnición, y un campo carlista, en donde éstos fueron capaces de desarrollar un Estado paralelo (con su administración, ejército, fisco...). Al final se impusieron los liberales o cristinos (llamados así por Mª Cristina, la regente) y la guerra terminó en el País Vasco, el último día de agosto de 1839, con el Abrazo de Vergara entre los generales Espartero (liberal) y Maroto (carlista y partidario de la transacción frente a otros militares de su mismo bando). Del arreglo foral al Concierto Económico Además de reintegrar a los dirigentes militares carlistas en el ejército, el convenio de Vergara se comprometía a seguir considerando la realidad foral. Derrotados los que planteaban la confrontación radical entre fueros y constitución (los carlistas), se trataba ahora de ver cómo una norma tradicional

como eran los fueros podía insertarse y convivir con una norma moderna como es una constitución. Se trataba de “constitucionalizar” los fueros, de proceder al “arreglo foral”. Y esto porque los liberales vascos eran los primeros interesados en diferenciar carlismo y fueros, así como en seguir manteniendo, con sus reformas debidas, la foralidad. La cuestión no era sencilla puesto que la igualdad constitucional, en una aplicación jacobina, podía hacer imposible la continuidad de particularismos territoriales. En el bando liberal, los progresistas eran más reacios a su aceptación, mientras que los moderados, que pronto se impusieron en el gobierno español, podían aceptar esas diferencias. El “arreglo foral”, entonces, sería el resultado, más que de una elaboración teórica, del pragmatismo coincidente de los liberales fueristas vascos y de los moderados españoles (liberales muy conservadores). Inicialmente, y todavía negociando con los progresistas de Espartero, Navarra pasó de reino a provincia, de manera que toda su trama institucional (Cortes, Consejo Real...) se adaptó a la norma provincial y sus exenciones fiscales y militares terminaron. Sin embargo, adquirió una extraordinaria autonomía administrativa y fiscal, radicada en la nueva Diputación provincial, de manera que sus atribuciones quedaban muy lejos de las del resto de provincias españolas. Por su parte, las provincias vascongadas (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya), en aplicación de la Ley de 25 de octubre de 1839, prefirieron ir demorando el arreglo del fuero. Pero al mezclarse las diputaciones en una frustrada conspiración de los moderados contra Espartero, éste procedió a una “reorganización administrativa”, de manera que las aduanas se llevaron a la costa (en octubre de 1841) y las instituciones forales se sometieron al criterio general. A pesar de tratarse de un decreto de abolición foral, vino a ocurrir algo similar a lo que pasó en Navarra: se perdían competencias políticas más emblemáticas o institucionales que reales, en beneficio de una ampliación de la autonomía administrativa y económica de las provincias vascas. El proceso se consolidó dos años después tras el acceso al poder de los moderados y la expulsión de Espartero. Es lo que Portillo ha llamado “foralidad insultante”, donde la realidad de la autonomía provincial supera la situación más ventajosa del tiempo foral. Todo por una coincidencia de criterio o complicidad entre moderados españoles y vascos que Ortiz de Orruño ha explicado con gran acierto: “El régimen foral constituía la prueba más evidente de que el ideal político moderado era realizable: los fueros hacían posible la armonización de la igualdad teórica con una acusada oligarquización, sin que esta aparente antinomia entre los principios políticos y su plasmación cuarteara su legitimación social”.

Los moderados siguieron gobernando España, casi sin interrupción, hasta 1868, de manera que consolidaron ese particular “arreglo foral”. Porque lo que en realidad pasó es que la complicidad entre unos y otros permitió no proceder al arreglo del fuero que preveía la ley de 1839, de manera que al dejar las cosas en esa ambigüedad todos salían ganado: los gobernantes españoles y los vascos. El resultado era que las provincias vascas se gobernaban con la presencia más formal que real del Estado español. Un delegado gubernamental se quejaba de ello diciendo: “... el Gobierno Supremo no gobierna aquí, y por consiguiente ni se le conoce ni se le hace amar”. Las Diputaciones adquirieron una capacidad de autogobierno real y de autonomía administrativa sin precedentes, y retuvieron las exenciones militares y fiscales. A cambio, se convirtieron en uno de los bastiones de apoyo de los sucesivos gobiernos moderados de Isabel II. Al frente del País Vasco, de sus instituciones, se colocó ese sector de origen liberal, no carlista, moderado, conocido como fuerista (Ortés de Velasco, Egaña, Victoria de Lecea, Lezama Leguizamón, Villafuertes, Altuna...). El fuerismo jugó un papel clave en la generación de toda una publicística justificadora de los fueros, de la identidad colectiva que representaban éstos, de la doble y compatible nacionalidad vasca y española o de la intrínseca relación existente entre la tradición foral y la religión. Pedro Egaña, Diputado General de Álava y varias veces ministro de Isabel II, hablaba en el Senado español de la “nacionalidad vasca”. El mismo Egaña hablaba de la otra dimensión del fuerismo, de la política “vascongadista”: “Ahí no debe haber carlistas ni liberales (...) sino fueristas, o lo que es lo mismo, buenos y leales vascongados”. Porque el fuerismo representó también la reconciliación de la sociedad vasca tras una guerra civil muy destructiva, cruenta y fracturadora. En torno a tan singular “arreglo foral”, liberales y carlistas siguieron coexistiendo sin grandes tensiones, como lo hicieron los notables rurales y la burguesía urbana. Todo ello, además, en una prolongada coyuntura económica favorable, con Diputaciones con recursos económicos y con una buena administración que permitió que la realidad de las provincias vascas (en infraestructuras, educación, beneficencia, desarrollo urbano...) fuera incomparablemente superior a la de las españolas, lo que extendió una general admiración por esa manera de gobernar el país, común a opiniones conservadoras (Mañé i Flaquer) o progresistas (Pi i Margall). La estabilidad de ese cuarto de siglo de mitad de la centuria -el “oasis vasco”, lo llamó Mañé i Flaquer, contraponiéndolo a la más agitada política española-

se quebró coincidiendo con el momento revolucionario que vivió España a partir de 1868. La revolución expulsó a Isabel II al exilio y dio paso a un convulso proceso, democrático y laico, que asustó a las elites vascas, empujando a parte de ellas hacia posiciones ultrarreligiosas y carlistas. Si en la guerra de 1833-1840, el carlismo se enfrentó al liberalismo, en la segunda lo haría contra una revolución democrática que traía consigo más libertades y posibles cambios sociales, y, sobre todo, contra un proceso que cuestionaba abiertamente el constructo religión-fueros sobre el que se apoyaba la hegemonía ideológica que había dado estabilidad a la sociedad vasca de los tres decenios centrales del siglo. De ahí el apoyo que encontraron los carlistas en los sectores más conservadores del anterior bloque liberal moderado y en los del catolicismo militante. Las autoridades liberales vascas se vieron atrapadas en una dramática contradicción: debían responder a las presiones, provocaciones e insurrecciones protagonizadas por un carlismo redivivo, a la vez que aplicaban leyes y representaban institucionalmente un proceso político (ya la corta monarquía de Amadeo de Saboya, ya la experiencia republicana de 1873-1874) que no les entusiasmaba. Después de alguna intentona fallida, y coincidiendo con una crisis general del Estado, que debía atender a un tiempo la sublevación en la colonia de Cuba, la revuelta federal (cantonalista) en el Levante español y la falta de consistencia del proceso político, los carlistas se alzaron en armas en todo el país (1872), con singular fortaleza, de nuevo, en el País Vasco. Aquí concentraron un ejército de miles de hombres, controlaron la zona rural, sitiaron las ciudades y desarrollaron un Estado formal (la Diputación a guerra) más potente que lo que lo habían hecho en la primera contienda. Tras más de tres años de confrontación, los carlistas fueron derrotados y su pretendiente al trono, Carlos VII, nieto del primer rey carlista, marchó al exilio con más de quince mil combatientes. La difícil posición de los liberales vascos no acabó ahí. Durante la guerra habían tratado de insistir en la diferencia entre carlismo y fueros, por mucho que éstos intentaran confundirlos en una misma cosa. La continuidad de lo que quedaba de los fueros solo era posible sobre esa premisa de los liberales vascos. Para ello hubiera sido preciso otro acuerdo como el de Vergara, un pacto entre generales que respetara lo sustancial de la foralidad. Pero en ese instante no hubo general carlista para el abrazo ni tampoco ambiente en una opinión pública española agitada por la prensa y la clase política en contra de los fueros vascos. Así que, a pesar de la comprensión manifestada por el nuevo hombre fuerte de la política española, el conservador Cánovas, los fueros fueron definitivamente abolidos, aunque con matices importantes. Por la ley de 21 de julio de 1876, las exenciones fiscal y militar desaparecían

definitivamente. Ello provocó fuerte rechazo en las provincias vascas, de manera que durante dos años se asistió a un pulso entre intransigentes (Sagarmínaga) y partidarios de una transacción que salvara parte de lo que se cuestionaba. Al prosperar estos últimos y ser ésa la posición gubernamental, a partir de 1878 se implantó un procedimiento, el régimen de Conciertos Económicos, que, en palabras de Alonso Olea, ha de verse como “amortiguador de la centralización teórica del Estado en las provincias vascas”. La Hacienda estatal negociaba con cada provincia una cantidad anual (el cupo) equivalente a la recaudación de ciertos impuestos (los concertados) a los que renunciaba el Estado. De ese modo, se establecía una contribución por ley y acababa el tiempo foral de la exención fiscal (“la esencia del fuero es no pagar”, decían en esos años los fueristas). Pero Cánovas no pretendía una igualación al régimen general y aceptaba la diferencia como parte de un pensamiento conservador nada dado a igualitarismos. Además, la general oposición a la definitiva abolición foral y la fortaleza de los grupos burgueses vascos aconsejaban un procedimiento ventajoso para las provincias. De ese modo, la abolición se acompañó de un mecanismo, el Concierto, que combinado con otras resoluciones legales y otras actitudes de ambas partes permitieron en el futuro un nivel de autonomía administrativa, económica y fiscal en las provincias vascas sin parangón con el resto de España. El sistema ideado no era muy distinto del establecido en Navarra al final de la primera guerra carlista, y que aseguraba los niveles de autonomía que venimos refiriendo. De esa manera, las diputaciones vascongadas siguieron siendo una institución singular y de máxima importancia en la vida del país, y su control constituyó un factor esencial en el juego de poder interno. La modernización de la sociedad vasca Pero a pesar de las “amortiguaciones” que supuso el Concierto, la impresión de la generación vasca de 1876, al margen de pertenencias políticas, fue de final de un tiempo e inicio de otro. Una sensación frustrante, de pérdida no solo de unos derechos o de unos privilegios (según se valore), sino sobre todo de un tiempo en el que la vida pública estaba más cercana al individuo, más territorializada, era menos anónima. Un cambio que tampoco fue solo vasco, sino que también se podía percibir en otras partes de Europa conforme se iba extendiendo y consolidando eficazmente el Estado, conforme iban desarrollándose las técnicas e infraestructuras que propiciaban una realidad más intercomunicada y compleja. Pero con todo, y a partir de una general mitificación de aquel tiempo foral, la sensación de pérdida está en la base de futuras demandas: las primeras de corte culturalista, defensoras de un idioma

propio en retroceso (el vascuence o euskera) y de unas costumbres puestas en peligro por el contacto con otras realidades y colectivos humanos (se vive ahora un tiempo de grandes inmigraciones al país); las futuras más políticas, nacionalistas vascas, cuestionadoras radicales del proyecto de Estado-nación español y partidarias de una alternativa nacional exclusivamente vasca. El medio siglo que va de la definitiva abolición foral en 1876 hasta la guerra civil de 1936 se sintetiza en el País Vasco a partir de tres grandes realidades: 1. el desarrollo de un pluralismo vasco que afecta a lo político y lo social, y que convive con la emergencia de un proyecto nacionalista vasco y con la progresiva configuración de una idea moderna de nacionalidad vasca, extendida entre importantes y diversos sectores de la opinión pública; 2. la industrialización de las dos provincias costeras vascas (Vizcaya y, en menor medida o a otro nivel, Guipúzcoa), que convirtió al país en una de las regiones más dinámicas y potentes de la economía española; 3. la desigual modernización de la sociedad vasca, con toda una serie de expresiones que van de la conformación de una opinión pública a través de los medios de comunicación al cambio de comportamientos que provoca, por ejemplo, el crecimiento e importancia que adquieren sus ciudades. Volveremos inmediatamente a ese guión, pero se hace necesario decir ahora unas pocas palabras sobre lo que fue el País Vasco continental en el siglo XIX. Mucho más que en la parte española, la Revolución Francesa trastocó radicalmente el estado de cosas en Iparralde (el norte del país). Abolió sin reservas las instituciones tradicionales y estableció una demarcación departamental (Bajos Pirineos; en la actualidad, Pirineos Atlánticos) donde mezclaba los tres territorios vascos con la región del Bearn. Razones económicas y sociales, pero también religiosas y culturales (la constitución civil del clero), empujaron a buena parte de los ciudadanos vascos a enfrentarse a ella, con grave costo pues pueblos enteros fueron trasladados como castigo a otras zonas de Francia. Ello dejó para el futuro el síndrome del “miedo a la revolución”, que explica en buena medida la posición política conservadora que primó en esos territorios. Económicamente, el ochocientos fue una mala centuria para los vascos del norte, que llevó a muchos de ellos a la emigración a América como medio de escapar de la miseria. Pero con Luis Napoleón Bonaparte y el Segundo Imperio (1852) acabó el aislamiento de la zona. El ferrocarril (1854), los primeros pasos del turismo (Biarritz), una progresiva industrialización en torno a Hasparren, Mauleon y Bocau, el puerto

de Bayona..., son expresión de ese proceso modernizador. La consecuencia fue también el contraste entre un espacio rural interior que se despoblaba y el crecimiento de las ciudades de la costa; un proceso que en el futuro se incrementaría aún más. Progresivamente, las élites vascas fueron integrándose en el proceso social y político francés. Además de eso, la uniformización cultural desplegada luego por la IIIª República (1870-1940) explica la lenta disolución de los caracteres específicos del país. Volviendo a las provincias vascongadas y Navarra, el gran cambio tuvo como escenario Bilbao y la ría del Nervión. En ese espacio se venía produciendo la implantación desde 1841 (Santa Ana de Bolueta) de algunas instalaciones siderúrgicas sustitutivas de las anteriores y obsoletas ferrerías. La tradición siderúrgica vizcaína era muy importante, al punto que superaba en el Producto Interior Bruto lo que aportaba el sector agropecuario. El lugar tenía, entonces, requisitos para la futura industrialización: una burguesía comercial activa, mano de obra cualificada, capital acumulado, materia prima, posición estratégica respecto a Gran Bretaña y norte de Europa... La necesaria acumulación de capital está en el origen del proceso. A la burguesía mercantil tradicional se le unió desde el final de la última guerra carlista (1876) otra nueva cuyos capitales procedían de la venta a gran escala de mineral de hierro a Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania... El descubrimiento del convertidor Bessemer en 1856, que permitía elaborar un acero más barato por vía directa, hizo que el mineral de hierro vasco cobrara gran valor al ser el que por sus características se acomodaba mejor a esa nueva tecnología. Las ventajas de explotación hicieron que se multiplicaran por cinco las ventas en el último cuarto del siglo XIX y que produjeran un beneficio de unos mil millones de pesetas, que en aproximadamente un 60% retuvo la burguesía local. Ese grupo burgués no era muy amplio, e incluso se fue concentrando en tres familias principales: Ybarra, Martínez Rivas y Chávarri. Los grandes beneficios permitieron ir creando una industria siderúrgica en el propia país (con fletes que llevaban mineral de hierro a Inglaterra y traían de allí carbón), de manera que primero los altos hornos, luego los centros de elaborados y semielaborados y, finalmente, toda una serie de industrias y negocios auxiliares (transporte, banca, seguros, navieras, astilleros, químicas, eléctricas...), transformaron radicalmente y en un breve tiempo (un cuarto de siglo) el pequeño espacio de Bilbao y la ría. Hasta el crack de 1901, la economía vizcaína (y la vasca, por arrastre) creció sin interrupción, estableciéndose para después de esa crisis como uno de los grandes centros industriales y económicos de España. En Guipúzcoa se asistió a otro tipo de industrialización, más desconcentrado espacialmente, más repartido,

diversificado en sectores, de pequeña y mediana instalación frente a las extraordinarias dimensiones a todos los niveles del caso vizcaíno, con mano de obra mayoritariamente autóctona, sin provocar graves dislocaciones sociales. Por su parte, ni Álava ni Navarra vivieron ese proceso en este momento, y siguieron siendo provincias agrícolas hasta la industrialización de los años sesenta del siglo XX, aunque sus respectivas capitales sí que se significaron como centros manufactureros de mediana importancia. La industrialización alteró desigualmente la sociedad vasca: la transformó con radicalidad allí donde se produjo (Vizcaya); mantuvo las constantes tradicionales donde ésta tuvo menor entidad (Guipúzcoa) o fue casi inexistente (Álava y Navarra). Entonces, la pluralidad social y política típica de la sociedad vasca, la emergencia de nuevos discursos o la modernización progresiva, fueron protagonizadas por el entorno de Bilbao, seguida a distancia por las otras ciudades y por el área rural. La Restauración de la monarquía en España (1876) dio paso a todo un sistema que duró hasta su crisis definitiva coincidiendo con la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Un sistema de alternancia en el poder entre liberales y conservadores, fuertemente oligárquico, centralista y poco dotado para asumir la modernización y cambios sociales que se vivieron desde la Primera Guerra Mundial. En el País Vasco, una vez dilucidada la cuestión de la abolición foral y los conciertos económicos, los dos partidos del sistema encontraron sus dirigentes y partidarios, dando lugar a núcleos políticos más influyentes que articulados. En contraste, siguió siendo muy potente y popular el carlismo, ahora devuelto a una actividad política convencional. Otro grupo popular muy presente en la sociedad vasca fue el republicanismo, sobre todo en las ciudades. De ese modo, los grupos ajenos al sistema, por la derecha o por la izquierda, eran muy fuertes, con muchos socios y locales abiertos, con partidarios en todas las clases sociales, mientras que los que sostenían aquél se reclutaban en el pequeño e influyente sector de las oligarquías provinciales. Se fue configurando así una triangulación del sistema de partidos vasco al que contribuyeron decisivamente los cambios que trajo la industrialización. Esto se ve con claridad en Vizcaya, donde esa triangulación es clara. La industria colocó al frente de su sociedad a las familias capitalistas, partidarias en su mayoría del sistema de la Restauración, monárquicas y vinculadas según los momentos y por intereses poco políticos (política arancelaria, apoyos a sus negocios desde el gobierno, control de mercados interiores) al sector liberal y, luego, al conservador. La poca o singular politización de ese grupo (muy

instrumental) hizo que la disputa en ese terreno se hiciera entre familias más que entre ideologías. Incluso en su extremo, desde 1897, se estableció un sistema de reparto de influencias por distritos en Vizcaya (popularmente conocido como “La Piña”) de manera que las grandes familias no tuvieran que colisionar y disputar entre ellas. Era un sistema oligárquico bastante elaborado que en las otras provincias encontraba su extensión en apellidos menos potentes pero más implicados en una política convencional, más ideológica que de solo intereses. Además, en todos los casos y en referencia a este espacio de la derecha vasca no nacionalista, hay que contar con la actividad constante del viejo carlismo, presente desigualmente en todos los distritos electorales en que se dividía el país. Los otros dos vértices del triángulo eran también consecuencia directa de la industrialización vizcaína. La llegada de una abundante mano de obra exterior fue requisito ineludible para esa transformación. Pequeños municipios mineros doblaron su población en diez años y Bilbao la multiplicó por dos veces y media en el último cuarto del siglo XIX. Esa población inmigrante fue sometida a las penosas condiciones de vida características de los procesos iniciales de industrialización: largas jornadas, bajos salarios, falta de vivienda, ausencia de higiene, autoritarismo patronal... La respuesta a esa situación fue una sucesión de grandes huelgas en el último decenio del siglo protagonizadas por los mineros y organizadas por el Partido Socialista. Así, ese partido se fue convirtiendo en el referente principal de la acción política de los trabajadores vizcaínos, lo que junto con la potencialidad tradicional del republicanismo en las ciudades vascas hizo de ese conglomerado republicano-socialista un ámbito protagonista, en lo electoral pero, sobre todo, en lo social y cotidiano, de la política provincial y vasca. A Guipúzcoa, menos industrializada y menos poblada de inmigrantes, no llegó de igual manera el socialismo, pero éste hizo de Eibar uno de sus bastiones tradicionales, en contradicción con lo ocurrido en las minas vizcaínas, a partir de población autóctona y de una ocupación más artesanal que de factoría. Los mismos cambios sociales y de entorno que trajo la industrialización y la inmigración están en el origen del nacionalismo vasco, el tercero de los vértices. Los cambios se materializaban en el retroceso del vascuence y de las tradiciones populares del país, en la subordinación política y social de la antaño influyente nobleza rural de segundo orden o en el cambio acelerado de todo el paisaje social de Bilbao y la ría. A eso había que sumarle aquella sensación de derrota o de frustración que quedó tras la abolición foral y que todavía no había cobrado forma política (salvo la que habían

instrumentalizado los carlistas o antes los intransigentes euskalerriakos encabezados por Sagarmínaga). Así que con un discurso tradicionalista (que bebe de una constante articulada por el tradicionalismo carlista), integrista en lo religioso-político y defensor de las viejas tradiciones (su lema será Jaungoikoa eta Lege Zaharrak, Dios y viejas leyes, continuación del Dios y Fueros carlista), profundamente antiespañol, racista y xenófobo en sus concepciones (contra los trabajadores venidos de fuera, los maketos) y también muy crítico con la política de los oligarcas vascos, Sabino Arana organizó el nacionalismo vasco a partir de mediados de la década de los ochenta. Ese nacionalismo se extendió pronto por Vizcaya, por Bilbao y zonas de interior y de costa, pero tardó tiempo, hasta comenzado el siglo XX, en llegar a Guipúzcoa y más aún a Álava y Navarra, donde es un fenómeno casi de los años treinta. Todo ello, además de las coyunturas políticas españolas y de las específicamente vascas, dio lugar a lo que Fusi ha denominado “pluralismo vasco”, entendido con precisión como “una realidad territorial que contiene en su interior distintos grupos culturales y étnicos, coexistiendo armónicamente y no fundidos en una cultura unitaria”. El pluralismo se ha convertido en la seña de identidad más singular de la contemporaneidad vasca. Donde más se aprecia esto es en su espacio más dinámico: en Bilbao. Allí, republicanosocialistas, nacionalistas vascos y monárquicos disputaron por el poder político y por la mayoría social. Desde la posición inicialmente dominante de estos últimos, los nacionalistas se fueron abriendo paso y lograron la alcaldía en 1907, mientras el conglomerado republicano-socialista logró la representación en el Parlamento español por ese importante distrito entre 1910 y 1923. Fuera de Bilbao, este pulso a tres bandas cobra diferentes caracteres. En la provincia de Vizcaya dominaron sus distritos las familias oligárquicas, aunque el nacionalismo vasco aprovechó el retroceso carlista y acabó en los años de la Primera Guerra Mundial por desplazar puntualmente (hasta 1920) a los monárquicos de su posición hegemónica. En Guipúzcoa, los tradicionalistas (en sus dos versiones: carlistas oficiales e integristas escindidos) siguieron siendo muy potentes, al punto que obligaron al resto de fuerzas, de conservadores monárquicos a republicanos, a una alianza continua para contender con ellos. El equilibrio entre esos dos grandes mundos se mantuvo hasta las vísperas de la Primera Gran Guerra, en que se decantó a favor de los tradicionalistas, sumando ya a sectores del conservadurismo monárquico. Algo parecido se puede decir de Álava y Navarra. En las dos provincias interiores dominaron algunos distritos ilustres apellidos de la oligarquía vasca (los Urquijo) o de sólida posición en sus territorios. Las dos

capitales fueron terreno para la disputa equilibrada entre las dos clásicas cosmovisiones del país: la tradicionalista (carlista-integrista, a veces con la suma de nacionalistas vascos) y la liberal (heterogénea puesto que, insistimos, va de conservadores monárquicos a republicanos, según las ocasiones). Otros distritos fueron claramente carlistas o liberales, con niveles de pluralidad y competencia mucho menores. El mapa, en definitiva, se puede ordenar a partir de esas claves que hemos señalado, tales como la pluralidad, la continuidad de algunas tradiciones sociales y políticas o la triangulación progresiva de la política vasca (que es plena ya durante los años treinta). Con todo, y por mor de una desigual transformación de la sociedad, es muy diverso provincial y comarcalmente. Pero, diversidad y diferencia de nuevo, ello no obsta para que durante estas décadas de paso de un siglo a otro fuera asentándose una idea de nacionalidad vasca. En ello tuvo, lógicamente, especial papel el nacionalismo vasco, pero no se agota ahí la cuestión. En mayor o menor medida, en todos los sectores fue cobrando forma política la idea de la diferencia vasca. Lo más importante ahí es el paso progresivo de la vieja demanda de restitución de la situación foral -una aspiración típica del tradicionalismo- hacia una formulación autonomista mucho más moderna y adaptada a los tiempos (coincidiendo con lo que ocurría en Cataluña en ese momento). Este autonomismo tuvo más defensores entre el sector pragmático del nacionalismo vasco (donde siempre pugnaron éstos y los grupos abiertamente independentistas), e iría extendiéndose entre ámbitos ajenos, de manera que superado el lapso de la dictadura de Primo de Rivera en los años veinte, regresaría con fuerza como discurso hegemónico (aunque no con una formulación única) durante la República de los años treinta. En última instancia, daría lugar al primer Estatuto de Autonomía, coincidiendo con el inicio de la guerra civil de 1936. La desigual modernización de la sociedad vasca es el otro gran factor que define ese medio siglo encajado entre el XIX y el XX. La industrialización alteró desigualmente los espacios, dio lugar a una reorganización funcional de éstos, estableció jerarquías de ocupación y propició el desarrollo de las ciudades. Este último aspecto es uno de los más destacados. La población urbana (núcleos de más de 5.000 habitantes) pasó de ser en las provincias vascongadas un 23,3% (en 1887) a un 40,4% (en 1930). En Navarra solo creció del 15,6 al 18,6%. Vizcaya, el caso contrario, tenía en 1930 un 70% de población en el área urbana, y su capital, Bilbao, ya concentraba 83.000 habitantes al comenzar el siglo XX. San Sebastián tenía casi 38.000 y Pamplona y Vitoria rondaban los 30.000 en ese mismo año. Ese crecimiento

se tradujo en la política de ensanches urbanos y de generación de infraestructuras (agua, saneamiento, alumbrado, abastecimientos, vías públicas, puentes, edificios institucionales, construcciones emblemáticas...). La centralidad funcional de las capitales vascas hoy en día sigue ubicándose en el espacio creado durante esos decenios: lo que se llamó la “ciudad nueva”, los ensanches de finales del siglo XIX. Otras expresiones de modernidad fueron la circulación y movilidad tanto de personas como de productos como de ideas. El crecimiento poblacional no se entiende sin la fuerte inmigración que, sobre todo, recibió la Vizcaya industrial, así como las capitales vascas. La trama de comunicaciones ferroviarias en este tiempo- se hizo compleja: la conexión del país a las grandes líneas españolas en los años sesenta del XIX se completó a comienzos del XX con una red comarcal vasca, expresiva de los diferentes niveles de desarrollo económico, y terminó con la electrificación (desde 1896) de los viejos tranvías urbanos tirados por caballerías. La prensa alcanzó importantes cifras de distribución, con cabeceras que cada día editaban entre 25.000 y 30.000 ejemplares. Al frente de esa prensa, títulos como El Liberal, La Gaceta del Norte (católico), Euzkadi (nacionalista vasco), El Noticiero Bilbaíno (independiente) o Excelsior (primer diario deportivo de España). Los espectáculos de masas, como el teatro, luego el cine, el deporte-espectáculo con sus grandes instalaciones (estadios, frontones, velódromos...), los toros, el fútbol y sus equipos (el Athletic de Bilbao, fundado en 1898, o la Real Sociedad de San Sebastián, en 1909)..., cobraron protagonismo en el País Vasco desde comienzos del siglo XX. Cambios también indicativos de la emergencia de una moderna sociedad de masas que se pudieron ver en el terreno del consumo o de la política, respectivamente, con productos puestos en mercado mediante incipientes campañas de publicidad o a través de la producción masiva y barata, o con mítines, concentraciones y movilizaciones ya de ámbito amplio, español (huelgas, campañas, integración y articulación de las organizaciones sindicales y políticas), sin olvidar un sufragio universal que desde 1890 funcionaba para los hombres y que desde 1933 lo haría para las mujeres. La religión y su práctica, esencial en la identidad social vasca, siguió teniendo fuerte presencia, fortalecida desde 1862 al crearse con sede en Vitoria una Diócesis única para las tres provincias vascongadas. Con todo, efecto puntual de la modernización, signos de secularización eran más que visibles en las áreas urbanas y en las zonas más afectadas por la industrialización.

Una República interminable

democrática,

una

guerra

civil,

una

Dictadura

El periodo de la dictadura del general Primo de Rivera, que ocupó los años veinte (1923-1930), vino a ser un caso más de recurso a una solución autoritaria ante la incapacidad del sistema político tradicional para encajar en su seno y dar cauce a la modernización y mayor movilidad de la sociedad española. Casos como éste se dieron en otros países, con más importancia futura (Italia y Alemania, también Portugal) o con menos (este europeo, Balcanes). En esos años, la vida política no oficial fue anulada -partidos y sindicatos fueron puestos fuera de la ley o limitados en su actividad pública, excepción hecha de socialistas y católicos-, la sociedad aprovechó para ir asentando un cambio general de comportamientos privados y colectivos, y la economía se vio estimulada por la buena coyuntura internacional. Pero la continuidad institucional de la Dictadura empezó a entrar en crisis desde 1927, llevándose en su extremo y en su caída al mismo monarca, cómplice de aquella situación. La República, entonces, fue proclamada a partir del resultado de unas elecciones municipales celebradas en abril de 1931 que dieron el triunfo cualitativo a los republicanos, al ganar éstos la mayoría de concejalías en la parte más movilizada del país: las ciudades. La nueva situación estimuló el entusiasmo por el cambio, agitó las actividades y pasiones políticas y sociales, y dispuso al nuevo régimen a encarar problemas seculares como la reforma agraria en el sur de España, la organización regional del país, las relaciones Iglesia-Estado, la reforma militar, la cuestión social o el asentamiento de una realidad democrática. Demasiadas cuestiones a un tiempo que no pudieron resolverse en esa nueva experiencia republicana. El País Vasco quedó muy marcado durante todos los años treinta por el hecho de que el acuerdo entre fuerzas pro-republicanas no acogiera al nacionalismo vasco. El Pacto de San Sebastián, suscrito el 17 de agosto de 1930 en la capital guipuzcoana, aunó voluntades de los republicanos, los socialistas y el nacionalismo catalán de izquierdas, pero dejó fuera al nacionalismo vasco al considerarse éste ajeno a un debate sobre república o monarquía, y al no haber resuelto internamente si su relación más oportuna era con los tradicionalistas o con fuerzas políticas más avanzadas. La consecuencia fue que mientras todas esas fuerzas fueron juntas en Cataluña a favor de un Estatuto autonómico, en el País Vasco no fue posible esa alianza. El nacionalismo vasco basculó en su estrategia entre un pacto con la derecha, sobre todo la tradicionalista vasca, a

la que le unía su visión de la sociedad y del papel de la religión -no se olvide que la República fue un proceso democrático, de fuerte contenido social y laico-, y un pacto con la izquierda republicana, con la que coincidió una vez agotada la primera vía y demostrado que así no podía alcanzar su máxima aspiración: un Estatuto de Autonomía para el País Vasco. La primera alianza con los tradicionalistas y contra el gobierno republicano-socialista duró hasta 1933. El cambio de aliados se produjo desde entonces, cuando los tradicionalistas navarros sacaron a Navarra del acuerdo estatutario vasco y a punto estuvieron de hacerlo los alaveses. La consecuencia fue que el Estatuto no fue una realidad hasta la víspera de la guerra civil de 1936, y formalmente no estuvo vigente hasta octubre de ese año, cuando la contienda reducía el País Vasco de obediencia republicana a la provincia de Vizcaya y a unas porciones reducidas de las de Álava y Guipúzcoa. Mientras, el Estatuto catalán se había aprobado en setiembre de 1932. La República fue convulsa también en el País Vasco. La conflictividad social se extendió por las ciudades y zonas industrializadas, pero también encontró eco entre el campesinado de la Ribera navarra y la Rioja alavesa. Curiosamente, donde más potente era el sindicalismo socialista, en Vizcaya, hubo menos conflictividad, lo que puede explicarse por la lealtad de ese sector al gobierno republicano-socialista. Al revés, allí donde prosperaron anarcosindicalistas y comunistas, el conflicto social tomó visos de radicalidad. Pero esa lealtad fue debilitándose a medida que la República no era capaz de solucionar los problemas sociales y económicos que ahora generaba el efecto de la crisis de 1929 en el País Vasco y España, por no hablar de la convulsión política y social que caracterizó al continente europeo en esa década de los treinta. En última instancia, y ya con la derecha en el gobierno del país y frustradas muchas expectativas de cambio, las bases socialistas intentaron sin éxito una revolución, en octubre de 1934, que tuvo en Vizcaya y zonas de Guipúzcoa uno de sus puntos álgidos. La conflictividad en torno a la cuestión religiosa (clericales versus anticlericales) no desembocó en quema de conventos como en España, pero sí que fue asunto de primera importancia en el País Vasco al estar detrás de las desavenencias por el Estatuto autonómico tradicionalistas y nacionalistas querían una imposible relación directa con el Vaticano-, al propiciar incluso la expulsión del obispo de Vitoria, Mateo Múgica, por el gobierno, y al movilizar en contra de la República a un amplio contingente de población vasca, primero en la calle y en las urnas, luego con las armas.

La República constituyó el momento más acabado de la tendencia a la triangulación del mapa político vasco, así como de su tradicional heterogeneidad interna. Dependiendo de las coyunturas marcadas por las tres grandes consultas electorales, el país se fue articulando en torno a esos tres vértices: derecha antirrevolucionaria que agrupaba en el País Vasco a un hegemónico tradicionalismo (carlismo evolucionado) que convive con la versión actualizada del conservadurismo monárquico; nacionalismo vasco reunificado en 1930 pero que dejaba fuera a su minoría republicana, laica y de izquierdas; y socialistas y republicanos de izquierda. Los republicanos de derechas acabaron coincidiendo con el primero de los bloques, aunque procedían de este último. La derecha, en sus versiones católica independiente, tradicionalista y conservadora -en todos los casos, autoritaria y progresivamente inclinada a soluciones dictatoriales-, fue mayoritaria en Álava y Navarra, con fuerte presencia en Guipúzcoa y buenos resultados en la Vizcaya rural. Aliados con los nacionalistas vascos -la llamada “Minoría Vasco-navarra” en el Congreso-, obtuvieron 15 de los 24 puestos de diputado que se dilucidaban en las cuatro provincias en 1931 (seis nacionalistas, cuatro carlistas y cinco católicos). La izquierda era fuerte en Bilbao, donde ese año obtuvieron cuatro actas de diputado por la mayoría (dos socialistas y dos republicanos). También tenía su influencia en las capitales, aunque aquí sacaban a los electos por la minoría (dos en Navarra y Guipúzcoa, y uno en Álava). En 1933, rota la alianza de nacionalistas y derechistas, y divididas las familias republicanas, el triunfo fue claro para los primeros. Los nacionalistas sacaron doce diputados, con mayorías absolutas en Guipúzcoa y Vizcaya; la derecha logró diez puestos, de los que siete eran todos los que había en disputa por Navarra. La izquierda solo se hizo con los dos puestos por la minoría en la plaza segura de Bilbao. En 1936, izquierda y derecha, muy radicalizadas en sus posturas, limitaron en su confrontación la presencia de los nacionalistas, que vieron reducidos sus diputados a nueve, elegidos por Vizcaya (5) y Guipúzcoa (4). Siete fueron los obtenidos por la derecha en Navarra (otra vez, todos los disputados), a los que sumó otro en Álava. La izquierda, unida en el Frente Popular, logró siete, con mayoría clara en el distrito de Bilbao, donde incluso salió elegido un comunista. Semejante división de los apoyos políticos presagiaba lo ocurrido al llegar a la guerra civil. La derecha fue radicalizando su discurso y optó, tras su derrota electoral en febrero de 1936, por la vía del alzamiento, subordinada al protagonismo de los militares sublevados. Navarra y Álava quedaron desde el primer momento decantadas hacia los golpistas, aportando miles de hombres como voluntarios entre las numerosas, entrenadas y armadas secciones del

Requeté (paramilitares carlistas). Por el contrario, Vizcaya y Guipúzcoa siguieron fieles a la República, tras el decantamiento de los nacionalistas hacia ésta, aunque el territorio leal guipuzcoano fue menguando rápidamente al ser invadida la provincia, de este a oeste, por las tropas rebeldes. En ese escenario, el 1 de octubre de 1936, el diputado nacionalista José Antonio Aguirre juró en Guernica su nombramiento como primer presidente del Gobierno Vasco, consecuencia directa de la aprobación por las Cortes españolas del Estatuto de Autonomía. La misma aprobación del Estatuto sirve de gozne a las dos fases de la guerra civil en el País Vasco. Hasta finales de setiembre de 1936 la contienda se centró en Guipúzcoa, una vez controladas por los sublevados las dos provincias interiores. Defendida por las milicias republicanas de izquierda, con más entusiasmo que organización, y con los nacionalistas a la expectativa, éstas debieron ir retrocediendo hasta llegar a la frontera con Vizcaya, donde se estabilizó el frente al dirigir su atención los rebeldes hacia la toma de Madrid. Así, hasta abril de 1937 los límites no se movieron, lo que aprovechó el Gobierno Vasco para organizar un ejército y una administración militar e incluso tratar de llegar, sin éxito, hacia el sur, hacia Miranda y Vitoria (batalla de Villarreal). Reiniciadas las hostilidades, las fuerzas sublevadas lograron superar el cinturón defensivo de Bilbao, y el 17 de junio el Gobierno Vasco evacuaba la ciudad. Antes, el 26 de abril, el pueblo de Guernica (y también Durango), donde reposa el árbol que simboliza los fueros y libertades vascas, fue arrasado por la aviación alemana (Legión Cóndor), en uno de los primeros ejemplos de bombardeo de una ciudad y ataque contra la población civil. El genial Picasso dejó para la memoria universal la denuncia de semejante atrocidad que encontraría su correlato durante los hechos bélicos de la Segunda Gran Guerra. Las tropas republicanas vascas se trasladaron hasta los límites de Vizcaya, hacia el oeste. Allí, en el puerto de Santoña (Cantabria), se estacionaron después de haber negociado los nacionalistas, el 26 de agosto, una rendición a las fuerzas italianas (aliadas de los sublevados, igual que las alemanas). El acuerdo fue incumplido por Franco y lo que quedaba de aquel ejército cayó prisionero. La guerra había terminado en el suelo vasco, aunque vascos siguieron luchando en uno y otro bando hasta el 1º de abril de 1939. La contienda sirvió de escenario a la primera experiencia institucional unitaria que trató de tener el País Vasco. El Gobierno presidido por Aguirre representó durante menos de un año la primera realidad política del sueño de Euzkadi que tenían los nacionalistas vascos. El problema es que esto ocurría en mitad de una guerra, solo sobre el territorio de una de las cuatro provincias peninsulares vascas, con una población dividida brutalmente en sus apoyos a uno u otro

bando y con la amenaza, luego cumplida, de que la derrota constituiría la negación más absoluta, no solo de la democracia y las libertades, sino también de su anhelo de autonomía. A cambio, las dificultades de la guerra permitieron al Gobierno Vasco una independencia de actuación superior a la que podía haberse desarrollado en una situación normalizada. El gobierno quedó inicialmente constituido por cuatro nacionalistas, tres socialistas, dos de sendos partidos republicanos, un nacionalista de izquierdas y un comunista. Solo los anarcosindicalistas quedaron fuera, por la negativa nacionalista. En esos nueve meses se organizó un ejército, un cuerpo de policía, una administración, una universidad y todo el abastecimiento necesario para una población en guerra y bloqueada por tierra y mar. Un intento por dar lugar a un proceso estable que, como consecuencia de la mayoría nacionalista vasca y a diferencia del resto del territorio republicano, no vivió experiencias revolucionarias. Por eso, el País Vasco leal a la República no fue escenario de novedades en el terreno social y político, ni se caracterizó, salvo excepciones contadas, por abusos extrajudiciales contra la población opositora (prisioneros, clérigos, propietarios). En el otro bando, se impuso desde el principio una alianza entre el autoritarismo militar y religioso más extremos. Allí contendían carlistas y, en menor medida, fascistas locales (falangistas), por hacerse un hueco en la nueva realidad de poder. Pero, en realidad, quienes prosperaron fueron los simplemente “franquistas”, seguidores del Caudillo, ajenos a una ubicación política demasiado precisa. La violencia contra los opositores cobró aquí unas dimensiones importantes, singularmente en Navarra y en la zona de la Ribera, donde más fuerte era la izquierda y donde se produjeron cerca de 3.000 asesinatos sin proceso judicial alguno. El fin de la guerra y el triunfo de los alzados contra la legalidad republicana dio lugar a la larga dictadura personal del general Franco. Esta dictadura se caracterizó por la persecución implacable tanto de la izquierda como de los grupos republicanos y nacionalistas. Su imagen del país, dicotómica y vista como la lucha de España (ellos) contra la “anti-España” (los derrotados), dio lugar a un férreo centralismo anulador y perseguidor de identidades nacionales que no fueran las ahora tenidas por españolistas: una mezcla de estereotipos característicos de Castilla y Andalucía donde no entraban ni idiomas diferentes ni tradiciones culturales distintas. El vascuence fue remitido a la relación íntima familiar. La especificidad vasca que representaba el Concierto Económico o la autonomía de las Diputaciones fue anulada en Guipúzcoa y Vizcaya al castigarse a éstas como “provincias traidoras”. Por supuesto, y

como en el resto de España, la primera parte de la Dictadura fue un tiempo de escasez, penuria, racionamiento y hambre, un tiempo de exilio, destierro, desplazamientos, cárcel y represión (aunque en el País Vasco fue menor al principio que en otras regiones), un tiempo de persecución de todo aquello que no fuera el régimen totalitario que fue el franquismo hasta su final. Sin embargo, determinados sectores sociales no podían contabilizarse entre los derrotados. El potente carlismo había ganado su primera guerra. Su idea de un mundo tradicional, cerrado, gobernado por una religión integrista, opuesto a la pluralidad de opciones... se había hecho realidad, e incluso parte de sus dirigentes se había instalado en el poder del Nuevo Estado. Con todo, la verdadera victoria pertenecía al Ejército sublevado, a la jerarquía eclesiástica y a los ya referidos “franquistas”. Pasados los años, el carlismo -y el carlismo vasco y navarro más en concreto- acabó viéndose en parte frustrado al ser anulado en su expresión más ideológica y ver cómo en sus mismas filas prosperaban también los más pragmáticos. Otro sector vasco que resultó ganador fue el de la oligarquía industrial y financiera. Si durante la guerra habían permanecido pasivos o incluso habían obstaculizado la acción del Gobierno Vasco, al terminar ésta se encontraron con sus instalaciones intactas -el intento de los anarquistas de destruir las fábricas antes de la retirada fue impedido por los nacionalistas vascos- y con una política económica favorable a su actividad. La autarquía impuesta en el país y el monopolio del mercado interior hizo de la siderurgia vasca un sector de acelerado desarrollo, al igual que pasó en otros sectores. La reconstrucción de la posguerra reposó en buena medida en la acción de ese mundo económico. Las grandes familias vizcaínas volvieron a recuperar con la dictadura la posición privilegiada que habían tenido durante la monarquía. El final de la guerra en España coincidió con el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Los exilados españoles y vascos se vieron pronto inmersos en esa nueva contienda. Muchos de ellos fueron directamente a campos de concentración nazis. El Gobierno Vasco en el exilio siguió representando la unidad de los derrotados y propició ciertas ayudas a los refugiados del exterior y a las redes de resistencia interiores. Pero el fin de la guerra mundial lo fue también de la esperanza de que una derrota del fascismo internacional se llevara al dictador español. La nueva confrontación, la “guerra fría”, permitiría a Franco resistir hasta su muerte. Las acciones de protesta interior de 1946 y 1947, o las huelgas de importante seguimiento que tuvieron lugar en 1951, han de ser vistas como el “canto del cisne” de la resistencia interior que constituían los militantes procedentes del tiempo de la República. A partir de

entonces serían sustituidos, en el País Vasco y en España, por una oposición al régimen de signo muy distinto. Durante la dictadura franquista se produjo también, sin embargo, la gran transformación de la sociedad vasca. El país entero -no solo, como antes, Vizcaya y Guipúzcoa- se industrializó, modernizó sus estructuras y recibió a cientos de miles de personas procedentes de otras regiones españolas. Todo cambió en unos pocos años, entre los finales de los cincuenta y mediados de los setenta. Realmente se trata de una ruptura histórica. El Producto Interior Bruto se triplicó, con crecimientos del 7% anual. La industria, protagonista del cambio, suponía en 1975 el 53,3% del PIB vasco; los servicios, el 41%. El viejo país agropecuario era ya historia. La población había crecido en un 44,38% (siempre sobre los años 1960 a 1975) y las cuatro provincias sumaban más de dos millones y medio de personas. Solo en la década de los sesenta llegaron al país casi 275.000 personas procedentes de otros lugares de España. Vitoria, la capital alavesa, por ejemplo, pasó de tener poco más de 50.000 habitantes en 1950 a casi 175.000 en 1975. Todavía hoy, solo la mitad de sus vecinos ha nacido en la ciudad. En el ranking de provincias españolas por renta per cápita de 1971, Vizcaya estaba a la cabeza, le seguían Guipúzcoa y Álava, y Navarra era octava. El PIB de la región había crecido en un 210% en esos años. La población urbana fue un hecho: el Gran Bilbao concentraba al 80% de la población provincial, Vitoria al 73%, San Sebastián al 57 y Pamplona al 46,8%. El 76,23% de los vascos y navarros vivía en 1975 en núcleos de más de 10.000 habitantes. Los desastres urbanísticos, ligados a una rapidísima urbanización, no faltaron: sobre todo en el Gran Bilbao y en nuevas áreas urbanas guipuzcoanas; no así en Vitoria y Pamplona. Tampoco otros efectos negativos de un cambio tan acelerado. El mundo ligado al caserío, por ejemplo, estereotipo vasco, retrocedió velozmente y dio lugar a percepciones sociales de pérdida. La práctica religiosa y la influencia de la Iglesia, más que retroceder, cambiaron de carácter, muy en la línea de lo ocurrido tras el Concilio Vaticano II. El franquismo gozó hasta bien entrados los sesenta de una alta legitimación social, también en el País Vasco, por mucho que se asentara en la resignación, la violencia y el silencio forzado. Destacados vascos afectos al régimen ocuparon puestos muy importantes en el entramado de poder de la dictadura: ministros, embajadores, gobernadores, generales y obispos. Pero la industrialización incrementó el número e importancia tanto de los trabajadores como de las relaciones laborales y la vida urbana. La oposición al franquismo se limitaba a unos pocos grupos comunistas, nacionalistas y socialistas. La

nueva clase obrera creada durante esa industrialización empezó a protagonizar huelgas (ilegales) en los procesos de negociación colectiva de las condiciones de trabajo. Una nueva organización, las Comisiones Obreras, se fue imponiendo como la entidad más eficaz en ese tiempo. Tanto comunistas como cristianos tenían influencia notable en esas Comisiones. Las provincias vascas se pusieron pronto a la cabeza de la conflictividad sociolaboral, como correspondía con su alto nivel de industrialización. El otro foco de conflicto era abiertamente político. El cambio social que trajo consigo la industrialización había reducido la entidad del mundo tradicional representado en el caserío y lo rural. La inmigración masiva, la urbanización y la política de persecución de la dictadura hacían que el vascuence retrocediera. A su vez, el nacionalismo vasco mostraba su agotamiento generacional y era cuestionado por grupos de jóvenes partidarios de pasar a la acción y de salvar al país de lo que interpretaban como desaparición. (En esencia, el sentido agónico de ese sector a finales de los cincuenta no era muy distinto del de Sabino Arana en los ochenta del siglo XIX). Por último, la crisis internacional de los sesenta trajo también al País Vasco algunas influencias, donde se mezclaban el antifranquismo con los nuevos movimientos juveniles, el anticolonialismo y la revolución popular (Cuba, Argelia, Vietnam). En ese escenario, en 1958, nació la organización ETA (Euskadi ta Askatasuna, Patria Vasca y Libertad), que hasta diez años después no dejó de ser un pequeño grupo de jóvenes nacionalistas. En 1968 murieron tanto el primer militante de ese grupo como el primer policía: ETA iniciaba una larga andadura que le llevaría a un saldo de casi un millar de víctimas en casi un cuarto de siglo. Un millar de víctimas provocadas y numerosos militantes o simpatizantes muertos en acción, encarcelados o exilados a otros países. Una organización nacionalista vasca radical que si en sus primeros años fue abiertamente antifranquista, y por eso vista con simpatías por buena parte de la población vasca y española, al cabo del tiempo, iniciado el proceso democrático, manifestó su evolución o su profundo carácter antiespañol, al seguir actuando con más violencia que antes. En todo caso, una organización cuya actividad terrorista o propagandística le sirvió durante la dictadura para constituirse en un protagonista singular del movimiento de oposición. El País Vasco, en esa mezcla de disidencia sociosindical y sociopolítica, se puso a la cabeza de la oposición a Franco, lo que le hizo sufrir numerosos estados de excepción y víctimas por intervención de las fuerzas policiales del régimen. En ese escenario se vino a hacer en parte realidad la ensoñación del nacionalismo más fundamentalista: la imagen de una España (la identificada con la dictadura) enfrentada al País Vasco (identificado sintéticamente como la parte de la

sociedad vasca que se enfrentaba a la dictadura). El nacionalismo vasco, sin haber sido originalmente el más perseguido por el régimen (en términos de víctimas), fue capaz sin embargo de producir finalmente una memoria de la guerra civil y del franquismo que, lejos de ser fiel a la división vivida en el país, se tradujo en una identificación de todo Euskadi con la defensa de sus postulados. A diferencia de lo que pasaba en otras regiones, donde una parte de la sociedad se enfrentaba al régimen de dictadura a través de organizaciones y movimientos diversos, en el País Vasco pareciera que era el conjunto del país, el país como tal, el que participaba de esa oposición. Una realidad que no era tal pero que como imagen usufructuada por el nacionalismo vasco acabó siendo tremendamente eficaz años después. El proceso de Burgos, un juicio de la dictadura contra varios militantes de ETA, en 1970, fue la mejor expresión de ello: fue la dictadura la que acabó sentada en el banquillo a la vista de buena parte de la opinión pública del país. Fue el principio del fin de la dictadura, aunque el dictador muriera en la cama un 20 de noviembre de 1975, dos meses después de haber mandado fusilar a sus cinco últimas víctimas (dos de ellas, también vascas). La transición y la democracia El final de aquella larga dictadura dio paso a un complicado proceso de transición a la democracia que si en el conjunto de España concluyó eficazmente con unos altos niveles de legitimación social -la española es una democracia similar a las del resto de Europa-, no ocurrió así en el País Vasco, lo que explica en buena medida la persistencia de realidades como el terrorismo. El establecimiento de un régimen democrático al uso fue realidad a partir de los primeros años ochenta, y el cambio ordenado y pacífico de gobierno, de un partido centrista como la UCD (Unión de Centro Democrático) a otro socialista, ha servido para marcar la fecha de final de periodo (1982). En el País Vasco ello supuso no solo arribar a un régimen democrático y a un Estado de derecho, sino también, y muy importante, asentar un gobierno autonómico y unas capacidades de autogobierno sin parangón en la historia y con difíciles equivalentes en Europa (si acaso, el nivel de autonomía de los landers alemanes). Sin embargo, la realidad del proceso contrasta con las dificultades de legitimación que éste ha venido arrastrando. Durante la transición a la democracia se produjeron tres deslegitimaciones básicas. El Partido Nacionalista Vasco (PNV), hegemónico desde entonces, no votó la Constitución española de 1978 -pidió la abstención, con gran éxito- al no

conseguir que ésta reconociera en los llamados Derechos Históricos vascos (una versión modernizada pero confusa de la histórica foralidad) una fuente de derecho anterior al propio texto constitucional. A pesar de que todo el entramado institucional y legal posterior que sostiene el Estatuto de Autonomía, aprobado en referendum por la ciudadanía vasca en 1979, se apoya en la Constitución, el partido que ha gobernado el país desde entonces no se siente partícipe ni ligado a ese texto fundacional. La segunda de las deslegitimaciones fue la del nacionalismo intransigente, partidario o justificador de la violencia política y expresión civil de ETA. Su apoyo a la organización terrorista se combinó con la impugnación absoluta no solo del proceso de transición a la democracia y del propio régimen democrático español, sino también de la realidad autonómica del País Vasco y de sus instituciones. La tercera deslegitimación es la del Estado español que protagoniza la transición, renuente a las demandas de autogobierno del país, autoritario e ineficaz en su política de orden público en unos años tan agitados y violentos como los finales de los setenta y los ochenta, deslegitimado incluso al acudir finalmente a la “guerra sucia” para enfrentarse al terrorismo. Políticamente, el convulso País Vasco de la transición y de la democracia acabó repitiendo el triángulo que caracterizó su mapa político ya desde los años treinta: un nacionalismo vasco ahora hegemónico y mejor repartido, aunque todavía desigual, por las cuatro provincias; una izquierda urbana y, en general, poco dada a entenderse con el nacionalismo; y una derecha españolista, débil al principio pero potente a partir de los últimos años noventa. A esos tres grandes espacios sociopolíticos había que añadir una novedad producto de la crisis vivida por la sociedad vasca desde los sesenta: el nacionalismo intransigente partidario de la acción de ETA, que llegó a cosechar en sus mejores momentos hasta un quinto de los sufragios. Por provincias, Navarra y Álava han seguido siendo terreno menos propicio para el nacionalismo que las dos costeras, donde éste se ha impuesto tradicionalmente. En las ciudades es también más fuerte el voto no nacionalista, mientras que en el campo y pequeños núcleos es indiscutible la posición de aquél. Con el paso de los años, desde los noventa, el nacionalismo vasco ha visto erosionada su hegemonía, al punto de que ha perdido las instituciones alavesas y su posición en Navarra se limita únicamente al sector intransigente. La pujante economía vasca que había llevado al país a encabezar la lista de provincias españolas en cuanto a renta y producto interior pasó durante la década de los ochenta por grandes dificultades al procederse a una gran

reconversión de su industria tradicional (sobre todo siderúrgica). Posteriormente, la economía ha repuntado aunque la prosperidad de las regiones españolas más tardíamente industrializadas hace que sea complicado retomar la anterior posición de cabeza. Políticamente ha sido el PNV quien ha gobernado el país desde el inicio de la transición, dejando su impronta en las instituciones, en el modo de gobernar y en el propio tejido administrativo. Solo a partir de 1986, y a consecuencia de la crisis interna del PNV, este partido se vio obligado a gobernar en todas las instituciones con los socialistas. Desde los años noventa esa alianza se resiente y los diversos grupos nacionalistas vascos componen gobiernos. En Navarra ha sido tradicionalmente la derecha españolista (y navarrista: un partido llamado Unión del Pueblo Navarro) la que ha gobernado todas sus instituciones salvo los periodos en los que lo hicieron los socialistas. El terrorismo y la violencia política siguen marcando la realidad del país, a lo que se ha unido la falta de consensos básicos sobre los que apoyar la convivencia cotidiana. La vitalidad, diversidad interna, fortaleza económica, modernidad y alto nivel de vida de que goza el País Vasco contrasta dramáticamente con un problema no resuelto: sobre qué fundamentar una convivencia razonable entre todos sus ciudadanos, cómo conciliar imágenes y proyectos de país imposibles de concertar, cómo hacer valer la diversidad y la diferencia que han caracterizado su historia reciente para conseguir lo esencial en cualquier sociedad: que sus ciudadanos tengan la mayor cantidad de felicidad posible. Mientras, al otro lado de los Pirineos, el siglo XX se caracterizó por ser los vascos de esas regiones una población de comportamientos muy conservadores. A lo largo de la centuria, Iparralde vivió el devenir de la realidad francesa, con sus dos guerras contra Alemania. Esta coincidencia en las experiencias vividas fue paralela a la continuación del proceso de aculturación francesa, lo que siguió limitando las señas de identidad originales. En un intento de preservarlas surgieron iniciativas, primero culturales, luego políticas, de éxito desigual. La emigración a América continuó, aunque sin alcanzar los niveles del siglo pasado. La economía, por su parte, aunque creció y se diversificó en cuanto a sectores, no lo hizo lo suficiente. De esa manera, en los inicios del siglo XXI contrasta la realidad de un País Vasco peninsular industrializado, poblado, urbano y dinámico, con la de un País Vasco continental desprovisto de autogobierno administrativo, con una población a la baja y con una economía incapaz de dar el salto definitivo hacia un desarrollo consolidado.

Bibliografía básica Varios trabajos del actual rector de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea, Manuel Montero, siguen siendo de lo más destacado como obras generales. Notable La construcción del País Vasco contemporáneo [San Sebastián 1993], aunque solo se refiere a las tres provincias vascongadas y al siglo XIX. Con Fernando García de Cortázar publicó hace años Historia contemporánea del País Vasco [San Sebastián 1984; reed. 1995] y Diccionario de historia del País Vasco [2 vols., San Sebastián 1983; reed. 1999]. Obras instrumentales útiles son la Enciclopedia General Ilustrada del País Vasco [San Sebastián 1976 y ss.] y la Gran Enciclopedia Navarra [11 vols., Pamplona 1990], el Gran atlas histórico de Euskal Herria [Bilbao 1995] y el Gran Atlas de Navarra [2 vols., Pamplona 1986]. Interesantes las aportaciones para el País Vasco y para Navarra que Luis Castells por un lado y Ana Ugalde e Ignacio Arana por otro hicieron en España. Autonomías [Juan Pablo Fusi (dir.), Madrid 1989, vol. V]. Goyheneche aportó gran información sobre los vascos del norte en Le Pays Basque. Soule, Labourd, Basse-Navarre [Pau 1979]. Una obra general sobre una provincia es Álava. Nuestra historia [Antonio Rivera (dir.), Bilbao 1996], igual que para una ciudad lo es Historia de Donostia-San Sebastián [Miguel Artola (ed.), San Sebastián 2000]. La crisis de Antiguo Régimen se aborda en dos obras clásicas: la de Pablo Fernández Albadalejo, La crisis del Antiguo Régimen en Guipúzcoa, 1766-1833: cambio económico e historia [Madrid 1975] y la de Emiliano Fernández de Pinedo, Crecimiento económico y transformaciones sociales en el País Vasco, 1100-1850 [Madrid 1974]. Los aspectos políticos de esa crisis se abordan en obras de José Mª Portillo y José Mª Ortiz de Orruño, como el artículo “La foralidad y el poder provincial”, Historia Contemporánea [nº4, 1990] o el libro del primero de ellos: Monarquía y gobierno provincial. Poder y constitución en las provincias vascas (1760-1808) [Madrid 1991]. Sobre los fueros, de entre lo mucho escrito se puede destacar a Bartolomé Clavero y su síntesis titulada Fueros vascos. Historia en tiempos de constitución [Barcelona 1985]. Sobre el carlismo y sus guerras hay muchas obras, pero podemos citar algunas como las de Julio Aróstegui, El carlismo alavés y la guerra civil de 1870-1876 [Vitoria 1970], José Extramiana, Historia de las guerras carlistas [San Sebastián 1980], Francisco Rodríguez de Coro (ed.), Los carlistas, 1800-1876 [Vitoria 1991], Ramón del Río Aldaz, Orígenes de la guerra carlista en Navarra, 1820-1824 [Pamplona 1987] y José Luis Pan Montojo, Carlistas y liberales en Navarra (1833-1839) [Pamplona 1990]. El fuerismo tiene un estudio básico en la obra de Javier Fernández Sebastián, La génesis del fuerismo. Prensa e ideas políticas en la crisis del Antiguo Régimen (País Vasco, 1750-1840) [Madrid 1991] Sobre ese período central del siglo destaca el trabajo de Mª Cruz Mina, Fueros y revolución liberal en Navarra [Madrid 1981] y el más reciente de Coro Rubio, Revolución y tradición. El País Vasco ante la Revolución liberal y la construcción del Estado español, 1808-1868 [Madrid 1996]. La industrialización vasca fue analizada por Manuel González Portilla en La formación de la sociedad capitalista en el País Vasco [2 vols, San Sebastián 1981], a la que siguieron otros trabajos como La siderurgia vasca (1880-1901). Nuevas tecnologías, empresarios y política económica [Bilbao 1985]. Manuel Montero tiene diversos títulos sobre esta cuestión: Mineros, banqueros y navieros [Bilbao 1990], La burguesía impaciente. Especulaciones e inversiones en el desarrollo empresarial de Vizcaya [Bilbao 1994] o La California del hierro. Las minas y la modernización económica y social de Vizcaya [Bilbao 1995]. Juan Pablo Fusi aportó el concepto de “pluralidad” en El País Vasco. Pluralismo y nacionalidad [Madrid 1984]. Un estudio genérico sobre elecciones es el Javier

Real Cuesta, Partidos, elecciones y bloques de poder en el País Vasco, 1876-1923 [Bilbao 1991]. Luis Castells tiene el gran trabajo sobre Guipúzcoa: Modernización y dinámica política en la sociedad guipuzcoana de la Restauración (1876-1915) [Madrid 1987]. A éste se incorporó luego Félix Luengo con Crecimiento económico y cambio social. Guipúzcoa, 19171923 [Bilbao 1990] y La crisis de la Restauración. Partidos, elecciones y conflictividad social en Guipúzcoa, 1917-1923 [Bilbao 1991]. Para Vizcaya hay que seguir acudiendo al trabajo clásico de Javier de Ibarra, Política nacional en Vizcaya [Madrid 1948]. Sobre Álava hay una obra que recorre el medio siglo que va entre el XIX y el XX: la de Antonio Rivera, La ciudad levítica. Continuidad y cambio en una ciudad del interior (Vitoria, 1876-1936) [Vitoria 1992]. Para los años treinta tenemos los trabajos de Emilio Majuelo, Luchas de clases en Navarra (1931-1936) [Pamplona 1989], Manuel Ferrer, Elecciones y partidos políticos en Navarra durante la Segunda República [Pamplona 1992], Santiago de Pablo, La Segunda República en Álava. Elecciones, partidos y vida política [Bilbao 1989], José Javier Díaz Freire, La República y el porvenir. Culturas políticas en Vizcaya durante la Segunda República [San Sebastián 1993], Rodríguez Ranz, Guipúzcoa y San Sebastián en las elecciones de la IIª República [San Sebastián 1994]. Sobre la importante Iglesia vasca hay un trabajo de Juan Pablo Fusi y Fernando García de Cortázar, Política, nacionalidad e Iglesia en el País Vasco [San Sebastián 1988]. Sobre lo mucho escrito sobre el Concierto, lo más actual es la obra de Eduardo Alonso Olea, El Concierto Económico (1878-1937). Orígenes y formación de un Derecho histórico [Oñati 1995]. Sobre los grandes grupos sociopolíticos, Ignacio Arana se ha ocupado de los capitalistas en La Liga Vizcaína de Productores y la política económica de la Restauración, 1894-1914 [Bilbao 1988] y El monarquismo en Vizcaya durante la crisis del reinado de Alfonso XIII (1817-1931) [Pamplona 1982]. Del nacionalismo vasco se ha escrito mucho. De lo primero y mejor es la obra de Javier Corcuera, Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco, 1876-1904 [Madrid 1979] o la de Antonio Elorza, Ideologías del nacionalismo vasco [San Sebastián 1978]. José Luis de la Granja recopiló algunos textos suyos en El nacionalismo vasco: un siglo de historia [Madrid 1995]. Recientemente se publicó la primera parte del trabajo colectivo El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, 1895-1936 [Barcelona 1999]. Ahora mismo sale a la calle la segunda parte, que llega hasta nuestros días. Sobre los trabajadores hay dos libros clásicos de Juan Pablo Fusi, Política obrera en el País Vasco, 1880-1923 [Madrid 1975] e Ignacio Olábarri, Relaciones laborales en Vizcaya (1890-1936) [Durango 1978], al que se sumó el de Luis Castells, Los trabajadores en el País Vasco (1876-1923) [Madrid 1993]. Pérez Castroviejo tiene publicado Clase obrera y niveles de vida en las primeras fases de la industrialización vizcaína [Madrid 1992]. Importantes los dos trabajos de Luis Castells y Antonio Rivera titulados "Vida cotidiana y comportamientos sociales (País Vasco, 18761923)", Ayer, nº19, 1995 y “Una inmensa fábrica. Una inmensa fonda. Una inmensa sacristía (El espacio vasco en el paso de los siglos XIX al XX”, en Luis Castells (ed.), El rumor de lo cotidiano. Estudios sobre el País Vasco contemporáneo [Bilbao 1999]. Sobre el Estatuto autonómico y todo lo que le rodea, José Luis de la Granja publicó El Estatuto Vasco de 1936 [Oñati 1988] y Juan Pablo Fusi la síntesis titulada El problema vasco en la IIª República [Madrid 1979]. De la Granja publicó sobre la izquierda nacionalista, Nacionalismo y IIª República en el País Vasco [Madrid 1986]. Sobre la guerra civil tenemos el texto de Juan Pablo Fusi, “El País Vasco durante la guerra”, en Edward Malefakis (ed.), La Guerra de España, 1936-1939 [Madrid 1986] y la obra colectiva editada por Carmelo Garitaonandía y José Luis de la Granja, La guerra civil en el País Vasco. 50 años después [Bilbao 1987]. Lo social y económico lo abordaron Manuel González Portilla y José Mª Garmendia en La guerra

civil en el País Vasco. Política y economía [Madrid 1988]. Sobre lo último publicado sobre el tema, destaca por lo novedoso la obra de Javier Ugarte, La nueva Covadonga insurgente. Orígenes sociales y culturales de la sublevación de 1936 en Navarra y el País Vasco [Madrid 1998]. Lo social y económico para la posguerra fueron de nuevo estudiados por González Portilla y Garmendia en La posguerra en el País Vasco. Política, acumulación, miseria [San Sebastián 1988]. Importante también el trabajo colectivo, La economía vasca durante el franquismo. Crecimiento y crisis de la economía vasca: 1936-1980 [Bilbao 1981]. Muy notable desde la sociología el de Ander Gurrutxaga, Del PNV a ETA. La transformación del nacionalismo vasco [San Sebastián 1996]. El nuevo movimiento obrero fue estudiado por Pedro Ibarra en El movimiento obrero en Vizcaya: 1967-1977 [Bilbao 1987]. Sobre ETA se ha escrito mucho, pero podemos destacar una reciente compilación colectiva editada por Antonio Elorza: La historia de ETA [Madrid 2000]. José Manuel Mata ha estudiado el moderno espacio social de apoyo de esa organización en El nacionalismo vasco radical: discurso, organización y expresiones [Bilbao 1993]. Desde la antropología son imprescindibles dos trabajos: el de Joseba Zulaika, Violencia vasca: metáfora y sacramento [Madrid 1990] y el de Juan Aranzadi, Milenarismo vasco (Edad de oro, etnia y nativismo) [Madrid 1981]. El ensayo de Gurutz Jáuregui, Entre la tragedia y la esperanza. Vasconia ante el nuevo milenio [Barcelona 1996] dice mucho sobre el futuro del país. Importante también el libro de Javier Corcuera, Política y derecho. La construcción de la autonomía vasca [Madrid 1991]. El sociólogo Francisco Llera ha abordado la transición en Postfranquismo y fuerzas políticas en Euskadi. Sociología electoral del País Vasco [Bilbao 1985] y en Los vascos y la política. El proceso político vasco: elecciones, partidos, opinión pública y legitimación en el País Vasco, 1977-1992 [Bilbao 1994]. A destacar también el libro que tiene a Javier Ugarte por editor, La transición en el País Vasco y España. Historia y memoria [Bilbao 1998].

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.