¿Diseñar el futuro? Reflexiones sobre la irreductibilidad de lo ingobernable en la era de la expansión tecnológica moderna

September 3, 2017 | Autor: Iñigo Galzacorta | Categoría: Filosofía de la tecnología, Modernidad, Ciencia tecnología y sociedad, Tiempos Modernos
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DISEÑANDO EL FUTURO REFLEXIONES DESDE LA FILOSOFÍA

Íñigo Galzacorta, Iñaki Ceberio y Javier Aguirre (editores)

Primera edición: 2011 © Íñigo Galzacorta, Iñaki Ceberio y Javier Aguirre, 2011 © Plaza y Valdés Editores Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés Editores. Queda prohibida cualquier forma de reproducción o transformación de esta obra sin previa autorización escrita de los editores, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. La publicación de esta obra ha contado con una ayuda del Vicerrectorado del Campus de Gipuzkoa de la UPV/EHU y de la Obra Social de la Kutxa.

Plaza y Valdés, S. L. Calle Murcia, n.º 2. Colonia de los Ángeles. 28223, Pozuelo de Alarcón. Madrid (España). : (34) 918625289 E-mail: [email protected] www.plazayvaldes.es Plaza y Valdés, S. A. de C. V. Manuel María Contreras, 73. Colonia San Rafael. 06470, México, D. F. (México). : (52) 5550972070 E-mail: [email protected] www.plazayvaldes.com.mx ISBN: 978-84-15271-03-1 D. L.: Diseño de cubierta: Fernando Galllo Impresión:

¿DISEÑAR EL FUTURO? REFLEXIONES SOBRE LA IRREDUCTIBILIDAD DE LO INGOBERNABLE EN LA ÉPOCA DE LA EXPANSIÓN TECNOLÓGICA MODERNA

Íñigo Galzacorta [email protected]

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a creencia en que el continuo desarrollo de la ciencia y la técnica conduce al ser humano a un futuro caracterizado por un dominio creciente, virtualmente ilimitado, sobre las condiciones de su propia existencia ha constituido, desde sus inicios mismos, una de las principales fuerzas impulsoras de ese proceso histórico que conocemos como modernidad. Y, en efecto, conforme a esta creencia, a lo largo de los últimos siglos el desarrollo conjunto de la investigación científica y la innovación tecnológica no solo ha ampliado extraordinariamente la compresión que los humanos tenemos de los mecanismos que rigen los más diversos procesos de la naturaleza, sino que, sobre la base de este conocimiento, hemos ampliado hasta límites insospechados nuestra capacidad para intervenir sobre ellos y producir un nuevo orden artificial que se ajuste progresivamente a los designios de nuestra propia voluntad. En este sentido, a lo largo del último siglo hemos visto cómo la producción controlada de nuevos materiales, el creciente control sobre los mecanismos que gobiernan los procesos fisiológicos o el desarrollo de nuestra

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capacidad para procesar y transmitir información han transformado radicalmente las condiciones de nuestra existencia. Y si creemos a algunos de los más prestigiosos especialistas contemporáneos en la prospección tecnológica, la actual convergencia entre disciplinas como la nanotecnología, la biotecnología, las ciencias cognitivas y las de la información permitirá que a lo largo de las próximas décadas tenga lugar un nuevo salto cualitativo, que alcanzará límites inauditos, en nuestra capacidad para dominar y transformar a nuestra voluntad la realidad. Así, en los laboratorios más avanzados del planeta se desarrollan ya sorprendentes métodos para manipular y transformar de forma controlada la materia en el nivel atómico, para diseñar y producir sintéticamente nuevos organismos vivientes que cumplan las funciones para las que han sido diseñados, o para la mejora tecnológica de las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana.1 Con ello, parece que finalmente nos acercamos a la realización efectiva de lo que, a comienzos del siglo pasado, Max Weber consideró uno de los postulados internos de la Época Moderna, a saber: el «desencantamiento del mundo» (Entzauberung der Welt), esto es, la creencia en que «no hay por principio fuerzas misteriosas e incalculables, que más bien todas las cosas —en principio— se pueden dominar mediante el cálculo» (Weber, 1996: 17). Ciertamente, no se puede negar que el desarrollo científico y tecnológico nos proporciona en cada caso un progreso efectivo en nuestro conocimiento de las leyes que gobiernan el movimiento de los fenómenos y, en consecuencia, que con él crece tanto nuestra capacidad de calcular y prever el curso de los acontecimientos como nuestra capacidad de, sobre la base de este conocimiento, transformar conforme a nuestro propósito el curso natural de los mismos. Y, sin embargo, no es menos cierto que la reflexión sobre la historia moderna, y de forma especial sobre la historia del siglo XX —esto es, de la época en que el proyecto de transformación tecnocientífica del mundo comienza a realizarse—,2 muestra justamente que, en la misma medida en que la acción tecnológica amplía nuestra capacidad de cálculo y previsión, de manipulación y transformación de lo real, esta nos sitúa frente a multitud de fenómenos que se caracterizan justamente por su carácter incalculable e ingobernable, por su obstinada irreductibilidad a todo intento de dominio y control —————

1 Para una buena panorámica sobre las tendencias más avanzadas de la actual convergencia de tecnologías en la nanoescala, cf. ETC Group, 2003, 2007, y Roco, 2003. 2 En efecto, los historiadores de la ciencia y la tecnología están de acuerdo en que, por más que el proyecto de transformación tecnocientífica del mundo comience a perfilarse en la época de Bacon y Descartes, hasta finales del XIX y, sobre todo, a lo largo del siglo XX no es efectiva. Al respecto, cf. Winner, 1979: 33, y T. K. Derry e I. W. Trevor, Historia de la tecnología, 3 vols. Madrid: Siglo XXI, 1977.

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humano. Incluso son muchas las voces que, desde diferentes perspectivas, han señalado a la propia expansión de la tecnología como un proceso que se halla fuera del control y el gobierno de los seres humanos. En este sentido, por más que Max Weber afirmara que la creencia en que no hay fuerzas misteriosas e incalculables, en que todo es por principio susceptible de ser dominado mediante el cálculo, constituye uno de los pilares de la comprensión moderna de la ciencia y la técnica como herramientas para el diseño y la producción del mundo futuro, la reflexión contemporánea sobre las realizaciones de la técnica moderna muestra que, a una con el desarrollo científico y tecnológico, a una con el progreso en nuestra capacidad de cálculo y dominio sobre todas las cosas, por una y otra parte nos hace frente, desde una pluralidad de dimensiones, la presencia irreductible de lo que se zafa a todo dominio, la presencia irreductible de lo incalculable e ingobernable. Así las cosas, el propósito de este trabajo es mostrar cómo diferentes discursos contemporáneos sobre el desarrollo tecnológico exigen tomar en consideración, desde muy diversos ámbitos y perspectivas, la fuerza y el empuje de lo que resulta imprevisto y quizás imprevisible, la eficacia de ciertas dinámicas ingobernables que parecen obligar a revisar ese principio, según Weber constitutivo de la época moderna, conforme al cual todo es por principio dominable mediante el cálculo. Esta íntima conexión entre lo irreductiblemente ingobernable y el desarrollo de la tecnología acaece en diferentes ámbitos o dimensiones. El más conocido y quizás más trivial —aunque no por ello el menos grave— tiene que ver con la complejidad de lo natural y de los efectos secundarios de nuestras intervenciones tecnológicas. Pero los efectos secundarios no solo acaecen en los sistemas puramente físicos o naturales. En este sentido, veremos que también las sociedades o las culturas experimentan la eficacia ingobernable de los efectos imprevistos de las tecnologías. Por último, examinaremos el intento de Heidegger de vincular el devenir de la técnica moderna con el dominio ingobernable de la historia del ser. Concluiremos examinando qué consecuencias puede tener todo esto para nuestro tiempo tanto desde un punto de vista teórico como práctico. 1. MODERNIDAD: TECNOCIENCIA Y CONSTRUCCIÓN DEL FUTURO Resulta, desde luego, reduccionista señalar una única idea, o constelación de ideas, como constituyente del origen y el desarrollo de la modernidad. Aun así, si tuviéramos que elegir una, estaríamos sin duda tentados a señalar la creencia en que la singular conjunción de la nueva ciencia y la técnica sitúan al ser humano ante la posibilidad de diseñar y construir un futuro de progreso,

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perfectibilidad y superación de males y limitaciones. En este sentido, basta leer algunos de los textos fundacionales del pensamiento moderno para comprobar cómo desde los orígenes de esta época adquiere fuerza la idea de que «la verdadera y legítima finalidad de las ciencias no es otra que esta: dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y poderes (Bacon, 1979: I, §81). En efecto, si en el mundo antiguo y medieval una y otra vez se había subrayado la superioridad y excelencia de aquellos saberes no orientados a la satisfacción de necesidad alguna,3 en la modernidad el objetivo del conocimiento no será ya puramente teorético o contemplativo. Como señala Bacon, la justificación del cultivo de la nueva ciencia no es otra que la conjunción entre «conocimiento» y «poder» que, en el futuro, debe permitir alcanzar «el conocimiento de las causas y de los movimientos secretos de las cosas» para «ampliar las fronteras del dominio humano y hacer todas las cosas que sean posibles» (Bacon, 2006). En un sentido similar, Descartes no duda en confesar que la única razón que le impulsa a publicar sus investigaciones radica en el convencimiento de que por ellas «es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida». No en vano, Descartes se halla convencido de que gracias a la reforma del método que él inicia será posible «encontrar una práctica por medio de la cual [...] convertirnos como en dueños y poseedores de la naturaleza» (Descartes, 1988: 117 y ss.). En estos documentos fundacionales del pensamiento moderno se subraya explícitamente que el motor del desarrollo de la ciencia moderna no es otro que el deseo de desarrollar herramientas que permitan al ser humano ampliar su dominio sobre las condiciones de su propia existencia. El conocimiento de las leyes que rigen el curso de los fenómenos naturales debe servir para dotar al ser humano de la capacidad de intervenir eficazmente sobre el orden natural dado, con el objetivo de diseñar y producir un nuevo orden artificial conforme a los fines que él mismo se ha dado.4 —————

3 En ese sentido, Aristóteles en su Metafísica no dudaba en sostener que «fueron siempre considerados más sabios» quienes descubrían aquellas «artes» no orientadas «a hacer frente a las necesidades». En este sentido, recuerda que las ciencias más altas en dignidad, como las matemáticas o la propia ciencia primera, la de los primeros principios y causas, no surgieron hasta que estuvieron ya desarrolladas todas aquellas ciencias y artes orientadas «al placer o a la necesidad» (Met., 981b 10A25). Por eso, dirá más adelante, «es obvio que [los que desarrollaron las ciencias más dignas] perseguían el saber por afán de conocimiento y no por utilidad alguna», pues «que no es una ciencia productiva resulta evidente» (Met., 982b 10-30). También Platón hará decir a Sócrates en la República (489a y ss.) que «tiene razón al considerar a los más sabios de los filósofos como agentes inútiles para la polis». 4 Así, por ejemplo, Descartes confía en que el progreso de la nueva ciencia debería permitir en el futuro «gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra», «librarnos de una infinidad de enfermedades» y «de la debilidad que la vejez nos trae», e incluso «hallar algún medio para hacer que los hombres sean más sabios» (Descartes, 1988: 118). Si analizamos cuáles son las metas

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De este modo, la confianza en que la conjunción entre la nueva ciencia y el artificio tecnológico otorgará al ser humano una capacidad ilimitada para transformar la realidad conforme a sus propios fines constituye así uno de los motores fundamentales que ponen en marcha ese proceso histórico que denominamos modernidad. Y, de hecho, hoy podemos afirmar que el éxito de la capacidad transformadora de esta conjunción entre ciencia y técnica será a la postre tal que lo que a los coetáneos de Bacon o Descartes pudieron parecen simples ensoñaciones de visionarios se han convertido en elementos constituyentes del mundo en que vivimos. Los descubrimientos científicos que se suceden desde el siglo XVII se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en herramientas decisivas para el desarrollo constante de nuevos ingenios técnicos que amplían sin cesar la capacidad del ser humano para manipular los objetos y transformar el orden dado. En este sentido, el conocimiento de las leyes de la naturaleza ha permitido al ser humano no solo comprender el funcionamiento de los más diversos ámbitos de la realidad, sino que ha proporcionado reglas de acción para la producción de nuevos materiales con propiedades bien determinadas, para la producción, almacenamiento y distribución de energía, para la curación y prevención de enfermedades o para la regulación a voluntad de los más diversos procesos fisiológicos, para el procesamiento y la transmisión instantánea a distancia de la información, etc. De este modo, los hombres y mujeres del siglo XIX, y sobre todo los del XX y XXI, vivimos en un mundo radicalmente diferente al que durante generaciones conocieron nuestros predecesores, un nuevo mundo diseñado y producido mediante las herramientas derivadas del desarrollo de la ciencia y la técnica moderna. El desarrollo científico y tecnológico ha penetrado y transformado progresivamente todos los órdenes de la existencia humana. En efecto, la meticulosa observación y el desarrollo de audaces teorías está consiguiendo que toda resistencia de la naturaleza a ser efectivamente dominada por el ingenio y la voluntad de los humanos, todo límite al sueño cartesiano-baconiano de convertirnos «como en dueños y poseedores de la naturaleza», se someta ante el imparable desarrollo de nuestra capacidad de comprender el curso de los fenómenos e intervenir en ellos. En este sentido, alcanzar el efectivo «desencantamiento del mundo», esto es, el momento en que, efectivamente, ya no haya en el mundo «fuerzas o poderes misteriosos e incalculables», en que «todas las cosas» —ya no por principio, sino ahora de hecho— «se puedan dominar mediante el cálculo», parece ser cuestión de tiempo. —————

a largo plazo que plantean los impulsores de la actual convergencia tecnológica, comprobamos que, cuatro siglos después, los objetivos siguen siendo los mismos.

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Pero la expansión a lo largo de la modernidad de esta confianza en la capacidad del entendimiento humano para comprender los mecanismos que rigen fenómenos que, a primera vista, pudieran parecer «misteriosos e incalculables» y a partir de ello dominarlos, someterlos a nuestro control y gobierno, no solo se limitó, tal y como podía desprenderse aún de la expresión cartesiana, al sueño de convertirnos en «dueños y poseedores de la naturaleza», sino que no tardó en extenderse a la voluntad de comprender y gobernar también dinámicas históricas, sociales y culturales. Ya la propia capacidad de la técnica para transformar las condiciones dadas de la existencia y crear un mundo nuevo favorecía que el ser humano fuera consciente de su capacidad para transformar su situación y construir por sí mismo el futuro. De este modo, a lo largo de la modernidad la historia dejará de ser un proceso gobernado por la providencia para pasar a conformar un proceso en el que la planificación y la acción de los seres humanos desempeñará un papel principal. En efecto, si conforme a la comprensión judeocristiana de la historia solo Dios tenía en sus manos decretar la salvación y la llegada de su reino, es un proceso característico de la modernidad constituirse como una escatología dinámica de la historia, quedando en manos del ser humano la capacidad de crear las condiciones de su propia salvación. Para ello, el ser humano no solo debe conocer la naturaleza para dominarla, sino también deberá alcanzar un conocimiento de los procesos históricos y las dinámicas que rigen las transformaciones sociales. Como ha señalado Koselleck, la experiencia moderna de la historia se caracteriza justamente por la idea y la expectativa de «que se sea cada vez más capaz de planificar la historia y también de poder ejecutarla» conforme a esta planificación (Koselleck, 1993: 253). En sus estudios sobre el Futuro pasado, Koselleck (1993) ha mostrado algunos de los lugares claves en el desarrollo de esta noción de la historia como un objeto susceptible de ser calculado y dominado. En este contexto, pocas citas resultan tan significativas —tanto por su claridad como por su alcance histórico— para ilustrar a qué se refiere Koselleck con esta noción de disponibilidad y tecnificación de la historia como algunas observaciones de Marx y Engels. En efecto, como podemos leer en algunos textos de estos autores, la revolución no consiste para ellos en otra cosa que, justamente, «en el control y la dominación consciente de esos poderes que, engendrados por el actuar de los seres humanos unos sobre otros, se han impuesto hasta ahora a ellos como poderes absolutamente ajenos y los han dominado» (Marx y Engels, 2005: 77). Y así, gracias a la comprensión científica de la historia que propone el marxismo, «las fuerzas objetivas y extrañas que han dominado la historia hasta este momento se ponen bajo control del hombre mismo», de modo que «solo a partir de aquí harán los hombres historia con plena conciencia» (Engels, 1965: 264).

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Así las cosas, la modernidad puede ser caracterizada como el proceso en que, a través de diferentes estrategias, el ser humano se esfuerza por diseñar —por sí mismo y para sí mismo— su propio futuro. Con la producción tecnocientífica del mundo futuro, este, en cuanto producto del hacer consciente humano, debe responder a su propia voluntad y servir para transformar conscientemente todos aquellos elementos que hasta entonces él no había dominado. Ya se trate de dispositivos autómatas, de nuevos materiales con propiedades bien determinadas, del funcionamiento de su propio cuerpo, de la organización social o del universo cultural, la característica principal de los últimos siglos ha sido el constante proyecto de diseñar y producir conscientemente un nuevo orden futuro que supere todo lo que ha sido dado o asignado al ser humano por el destino, por la naturaleza o por la providencia, por superar, en definitiva, todo lo que escapa al cálculo y gobierno de los humanos. En este sentido, como ha señalado Odo Marquard, nuestro mundo se caracteriza por el hecho de que «las circunstancias son configuradas y producidas por los hombres mismos en virtud de su autodeterminación». Por ello, observa, «se diría que el destino ya no ejerce su dominio», que vivimos en «la emancipación moderna del destino». Esto es así porque en la actualidad «lo que es se hace; y lo que aún no se ha hecho, ya es o será factible en breve tiempo»; porque «ya no existe lo incontrolable, lo que se zafa a todo hacer» (Marquard, 2000: 77). Sin embargo, Marquard se pregunta si es verdad que realmente en el mundo actual el «destino ha sido vencido definitivamente y ha llegado a su fin», si no resulta más bien constantemente «burlada la tendencia oficial y manifiesta a la omnipotencia productiva» de forma que hoy más que nunca resulta urgente repensar esa idea de lo «incontrolable», de «lo que se zafa a todo hacer» (Marquard, 2000: 86). 2. TECNOLOGÍA MODERNA E IRREDUCTIBILIDAD DE LO INGOBERNABLE Lo que sigue es un intento de explorar esta indicación de Marquard. Como hemos señalado, queremos defender la idea de que es justamente en el desarrollo de la técnica moderna —es decir, en el desarrollo de aquello que precisamente debía servir para extender nuestra capacidad de cálculo y dominio sobre todas las cosas— donde podemos encontrar hoy en día de forma señalada diferentes dimensiones y dinámicas que parecen obligarnos a reconsiderar esta creencia moderna en la «emancipación del destino». Pues, en efecto, si prestamos atención a diferentes discursos provenientes de diversos ámbitos de la reflexión contemporánea sobre el desarrollo tecnológico y el papel que este ha jugado en la constitución del mundo en que hoy vivimos, vemos que

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una y otra vez nos topamos con la exigencia de reconocer que, a una con el desarrollo de la tecnología —es decir, a una con el desarrollo de nuestra capacidad de dominio, de previsión, de planificación—, por doquier nos hace frente, como algo inherente a ese desarrollo tecnocientífico, lo incalculable, lo ingobernable, lo que obstinadamente se muestra irreductible a todo intento de gobierno y control por parte del ser humano. En efecto, conforme avanza el proceso de transformación tecnológica de la sociedad contemporánea, y de forma destacada a partir de la Segunda Guerra Mundial, un numero creciente de especialistas han llamado la atención sobre el hecho de que las nuevas tecnologías no solo tienen consecuencias profundas y a menudo desafortunadas sobre la naturaleza y la sociedad, sino, sobre todo, sobre el hecho de que estas consecuencias, muchas de ellas de carácter irreversible, no pudieron ser previstas en el proceso de diseño tecnológico inicial. En este sentido, son muchas las voces que en las últimas décadas han advertido sobre la radical transformación de las condiciones de vida en el planeta operada por el desarrollo científico y tecnológico. Una transformación tecnocientífica del mundo que, según advierten algunos actores de este proceso de la talla de Heisenberg, «tanto si se aprueba como si no, tanto si se llama progreso como peligro, debe comprenderse que se ha ido mucho más allá de un control humano» (Heisenberg, cf. Winner, 1979: 23). Así las cosas, en lo que sigue examinaremos algunas de las dimensiones vinculadas al desarrollo tecnológico moderno que, desde diferentes perspectivas, obligan a reconsiderar las nociones de cálculo, dominio, control y gobierno habitualmente asociadas a dicho desarrollo.

2.1. Lo ingobernable I: dominio técnico y transformación de la naturaleza Uno de los objetivos más importantes del desarrollo científico y tecnológico ha sido y es ponernos al abrigo del carácter ingobernable de la naturaleza. Y, ciertamente, desde esta perspectiva se podría afirmar que el éxito de la empresa ha sido notable. Pues, en efecto, si desde la noche de los tiempos el ser humano ha estado a merced del capricho de la naturaleza, y se ha visto obligado a implorar a los dioses para que lo protegieran del carácter ingobernable de hambrunas, enfermedades, inclemencias meteorológicas y otros desastres naturales, el desarrollo conjunto de la ciencia y la técnica moderna han permitido al ser humano controlar de forma creciente su dependencia de todo este tipo de vicisitudes naturales ajenas a su gobierno y control. Sería imposible nombrar aquí la multitud de descubrimientos, ingenios y artificios desarrollados a lo largo de los últimos siglos que han servido al ser humano, por ejem-

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plo, para ampliar su control de la producción, distribución y conservación de alimentos y otros bienes para su subsistencia, para controlar y prevenir enfermedades, para producir, almacenar y canalizar la energía necesaria para satisfacer, a su voluntad y sin tener que depender de la generosidad de la naturaleza, sus más diversas necesidades, etc. Y, sin embargo, no es menos cierto que es desde esta perspectiva desde la que, a lo largo de las últimas décadas, la historia del desarrollo tecnológico más abiertamente se ha empeñado en mostrar la necesidad de reconsiderar la vinculación entre la acción tecnológica a gran escala y nociones como las de calculabilidad, seguridad, dominio o gobernabilidad. Los ejemplos en este sentido son, desde luego, numerosos y bien conocidos. Probablemente, el más conocido de todos ellos, por su constante presencia en los medios de comunicación, sea el de los efectos a largo plazo de las emisiones de dióxido de carbono sobre el clima global del planeta. En cualquier caso, más allá de las razones de la celebridad de este problema en concreto, la estructura del ejemplo ilustra perfectamente la cuestión a la que queremos apuntar. En efecto, las emisiones de dióxido de carbono proceden de una de las técnicas más utilizadas en los últimos siglos para la producción de energía. Gracias a la combustión controlada de carbón y petróleo hemos podido disponer de la energía necesaria para poner en funcionamiento infinidad de maquinarias que han estado en la base de la industrialización del planeta. En este sentido, se puede afirmar que esta técnica ha sido un éxito: ha acrecentado nuestro dominio y control sobre las condiciones de nuestra existencia y por tanto sobre la naturaleza. Sin embargo, esta técnica, además del «producto» deseado, la energía, y de los efectos derivados de ese producto deseado, por ejemplo, la puesta en marcha de máquinas o medios de transporte, da lugar a «productos residuales» o de «desecho», entre estos, el dióxido de carbono. Ahora bien, en el momento en que esta técnica fue desarrollada no se conocían bien cuáles eran esos productos residuales ni, sobre todo, cuáles eran los efectos de estos productos residuales.5 Y cuando se comienzan a conocer los efectos de estos productos residuales es posible que estos sean ya irreversibles. Al tiempo que hemos aumentado nuestra capacidad de control y dominio sobre ámbitos concretos de la naturaleza, hemos producido efectos indeseados, incontrolados y, quizás, irreversibles. —————

5 De hecho, en los inicios del automóvil sus defensores argumentaban que entre sus ventajas estaban ser más limpios para el medio ambiente que el antiguo medio de transporte, la caballería. Gracias al automóvil ¡se iba a conseguir librar las calles del estiércol de los caballos! El estado del saber en ese momento no permitía prever los problemas de polución medioambiental que traerían consigo los gases generados por el motor de combustión (J. J. Flink, The Car Culture. Cambridge: MIT Press, 1975, citado en Bimber, 1996: 101).

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Ya hemos señalado que este no es sino el ejemplo de más actualidad. En efecto, esta lógica de los efectos imprevistos, indeseados y quizás irreversibles de los productos residuales de la tecnológica moderna nos hace frente por doquier. Desde las consecuencias sobre la salud de la disminución de la capa de ozono como efecto —indeseado e imprevisto— de la proliferación de compuestos fluorocarbonados, hasta los efectos «colaterales» de insecticidas, herbicidas y otros productos químicos utilizados en la producción de alimentos. Desde las consecuencias de la radiación atómica, hasta los efectos secundarios de fármacos. La historia de la tecnología moderna está íntimamente ligada a esta lógica de las consecuencias imprevistas de lo residual, de los efectos no buscados y en principio no conocidos de un producto sin embargo eficaz.6 Como ha señalado Ulrich Beck, una lección que debemos extraer de esta historia es que «el nuevo conocimiento puede convertir la normalidad en riesgo de la noche a la mañana» (Beck, 2002: 92). En efecto, si algo ha mostrado la historia de la tecnología de forma reiterada a lo largo del último siglo es que los efectos residuales de nuestras intervenciones tecnológicas exceden habitualmente el estado de nuestro conocimiento, constitutivamente finito, en ese momento concreto. Solo posteriormente, generalmente cuando ya es demasiado tarde, conocemos los efectos «colaterales», inicialmente desconocidos, de nuestra acción tecnológica. En este sentido, advierte Beck, son «los éxitos de la ciencia los que ponen de manifiesto las dudas respecto a sus predicciones de riesgo», es decir, el propio «avance de la ciencia refuta sus proclamas de seguridad originales» (ibíd.). Así, si algo podemos aprender de esta proliferación de «efectos colaterales» de la tecnología contemporánea es que la complejidad de los sistemas naturales es mucho mayor de lo que el ser humano —que no puede operar sino aislando idealmente componentes— en un momento determinado conoce y puede prever.7 Por ello, la historia de la realiza—————

6 Como bien ha señalado Beck, la característica principal de este nuevo tipo de peligros inducidos tecnológicamente radica en su «inaccesibilidad a los sentidos». En este sentido, «la vida cotidiana es “ciega” respecto a los peligros que amenazan la vida» y, por tanto, no solo depende de los expertos para poder percibir estos peligros, sino que además esta percepción siempre está condicionada por el estado del saber en cada momento (Beck, 2002: 86). 7 En este contexto puede resultar ilustrativo recordar esta experiencia: en los años setenta se instalaron dispositivos contra la contaminación en las chimeneas de las fábricas con el objetivo de retener las partículas de carbón contenidas por el humo. Estos dispositivos fueron muy eficaces y pronto la atmósfera de las ciudades pasó a tener mucho menos CO2 que antaño. Sin embargo, al mismo tiempo que la atmósfera se limpió de CO2, su acidez creció de forma inaudita dejando en algunas partes del mundo industrializado una lluvia tan ácida como «jugo de limón puro», con los efectos graves que esto tuvo en el medio ambiente. Entonces se supo que el azufre contenido en el humo anteriormente era fijado por el carbono y, sin este, se desprendía con facilidad combinándose con el oxígeno y el hidrógeno de la atmósfera para formar áci-

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ción efectiva del sueño de intervención y dominio tecnológico de la naturaleza muestra que debemos actuar con una buena dosis de precaución en nuestras acciones dirigidas a alterar los sistemas naturales. Como enfáticamente advirtió Hans Jonas hace ya tres décadas (Jonas, 1995), la inmensidad en que se mueve la dimensión de los efectos de la acción tecnológica contemporánea, junto a la creciente brecha entre el alcance de nuestro poder y nuestro efectivo saber, es tal, que urge reflexionar sobre una nueva noción de responsabilidad apropiada para la novedosa situación del hombre contemporáneo. Así las cosas, en un momento en que en las mentes más audaces de los impulsores de la actual convergencia de tecnologías en la escala nanométrica bullen proyectos tales como la fabricación de robots nanoescalares autorreplicantes o el diseño y producción de nuevos organismos vivientes a partir de la programación y síntesis a la carta de nuevos códigos genéticos, resulta quizás importante cuando menos reflexionar sobre esta lógica de la consecuencia inesperada y residual, así como sobre la constitutiva finitud del conocimiento humano en relación a la inmensa complejidad de la vida en el planeta y su delicado equilibrio.8

2.2. Lo ingobernable II: dominio técnico y sociedad Pero las consecuencias imprevistas, quizá imprevisibles, de la innovación tecnológica y de su capacidad para alterar el orden dado no solo afectan a la complejidad de los sistemas físicos que configuran nuestro medio ambiente. El impacto de la transformación tecnocientífica alcanza también nuestra propia vida, y esto no solo en el sentido de que estas alteraciones medioambientales tienen consecuencias sobre la salud humana o de que el desarrollo de la tecnología médica influye en nuestra calidad y esperanza de vida. En efecto, las innovaciones tecnológicas no solo tienen capacidad de transformar la realidad natural en que habita la especie humana, sino también el poder de alte————— dos. En estos casos la respuesta suele ser: «“La próxima vez lo sabremos y lo haremos mejor”. Tal vez. O tal vez el próximo error sea tal que no haya próxima vez» (Castoriadis, 1979: 214). En efecto, conviene tener presente estos ejemplos cuando en algunos centros de investigación se ponen en marcha proyectos de «geoingeniería», es decir, intervenir globalmente sobre el clima para contrarrestar tecnológicamente los efectos del cambio climático. 8 Como señala el teórico del riesgo U. Beck, las sociedades contemporáneas se caracterizan por una abierta «contradicción social entre unas burocracias de seguridad sumamente desarrolladas y la legalización abierta de amenazas gigantescas sin precedentes ante las que no cabe ninguna posibilidad de medidas paliativas» (Beck, 2002: 88). Sobre algunos de los riesgos de las tecnologías convergentes en la nanoescala, cf. ETC Group, 2003, 2007.

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rar sociedades y culturas. Y, como veremos, de la misma manera que la reflexión sobre la historia de la explosión tecnológica contemporánea nos obliga a pensar sobre la finitud de nuestro conocimiento frente a la inmensa complejidad de los sistemas naturales y sobre la creciente brecha entre nuestro gigantesco poder de transformación y nuestro proporcionalmente limitado poder para prever las consecuencias de nuestras acciones, también la reflexión sobre la tecnología como agente de cambio social y cultural parece mostrarnos la necesidad de reconsiderar las relaciones entre el progreso del poder tecnológico y la capacidad del ser humano para diseñar, planificar y gobernar su propio futuro. Ciertamente, que las innovaciones tecnológicas tienen «impacto social» es algo no solo evidente, sino también, cuando menos a primera vista, trivial. Pues, en efecto, por más que los artefactos técnicos consisten generalmente en ingenios que nos permiten ampliar nuestra capacidad de manipular, alterar y controlar el orden natural de las cosas, estas alteraciones tienen siempre como finalidad servir a algún propósito humano, esto es, cambiar las condiciones de vida humana. En este sentido, toda innovación técnica tendrá una incidencia en nuestra forma de vida y, en la medida en que esta es siempre social, tal innovación alterará la estructura de la sociedad. Así, si desarrollamos un artefacto que facilite el transporte de personas o de bienes, lo hacemos porque deseamos ampliar las posibilidades de comunicación entre diferentes comunidades y ampliar las posibilidades de intercambio de mercancías. Si desarrollamos un ingenio que permite reproducir fácilmente, y tantas veces como queramos, largas cadenas de letras, sabemos, y así lo queremos, que esto tendrá un impacto en la posibilidad de difundir elementos importantes para la expansión de la cultura. Sin embargo, la historia del desarrollo tecnológico moderno muestra que el impacto de estas innovaciones sobre la sociedad y la cultura excede ampliamente no solo los posibles objetivos iniciales de quienes desarrollaron estos ingenios, sino también cualquier análisis del impacto sociocultural de estas tecnologías que hubiera sido concebible en el momento en que inicialmente se diseñó una nueva tecnología. Probablemente haya sido Marx el primero en haber destacado el impacto decisivo del desarrollo tecnológico en la totalidad de los niveles que conforman la existencia humana en su constitutiva dimensión social y cultural. En este sentido, su conocida y lapidaria afirmación de que «el molino a brazo os dará la sociedad con señor feudal; el molino a vapor la sociedad con capitalismo industrial» (Marx, 1979: 169) es representativa de una concepción según la cual las innovaciones tecnológicas ponen en marcha procesos de transformación social y cultural que terminan afectando a la totalidad de la sociedad. Dicho en el lenguaje del materialismo histórico, que el desarrollo de las fuerzas productivas —y la innovación

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tecnológica supone el principal motor de este desarrollo—, y de las relaciones de producción que en torno a estas se establecen, condiciona las estructuras políticas, jurídicas e ideológicas de una sociedad.9 En cualquier caso, y más allá de si la obra de Marx admite —o exige— otro tipo de lecturas que ven mayor complejidad en las relaciones entre la evolución de las fuerzas productivas y la transformación social,10 es un hecho que a lo largo del siglo XX han sido muchos los estudiosos de las relaciones entre el desarrollo tecnológico y la transformación social que, desde los más diversos puntos de vista, han venido a subrayar el papel decisivo de la innovación tecnológica como agente causal determinante en la evolución y transformación de sociedades y culturas. Y, tal y como multitud de estudios han mostrado, cuando en una sociedad determinada se desarrolla y adopta una innovación tecnológica determinada, se ponen en marcha multitud de procesos que transformarán la sociedad de un modo que difícilmente podían prever ni quienes crearon la nueva tecnología ni quienes voluntariamente la integraron en su modo de vida.11 De este modo, la tecnología no solo nos permite transformar a nuestra voluntad determinadas condiciones de nuestra vida social, sino que al mismo —————

9 En este sentido, resulta ilustrativo releer, por ejemplo, los párrafos iniciales del Manifiesto comunista, para ver el relato de cómo determinados avances técnicos, como por ejemplo aquellos que permitieron el «descubrimiento de América» o la «circunnavegación de África», pusieron en marcha procesos que terminaron por cambiar la estructura de la sociedad (con el auge de la burguesía), la estructura política (con la creación del «moderno estado representativo») y el universo cultural («desgarrando implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales» sin dejar «en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante») (Marx y Engels, 2000: 52 y ss.). 10 Sobre la cuestión de la concepción marxista de las relaciones entre tecnología y cambio histórico, cf. Bimber, 1996. 11 Un análisis ilustrativo de cómo la adopción de determinadas tecnologías puede tener cambios inesperados e indeseados en la estructura social y cultural es el de Pertti J. Pelto (The Snowmobile Revolution: Technology and Social Change in the Artic. Menlo Park: Cumming Publishing, 1973). En él se analizan con detalle los cambios que en los años sesenta produjo la introducción de vehículos motores para viajar sobre la nieve en la sociedad de los lapones Skolt de Finlandia. Como señala L. Winner (1979: 91), «este episodio refleja en miniatura toda la trayectoria de la revolución industrial. Los lapones eligieron deliberadamente emplear los vehículos en sustitución de los esquís y trineos, pero nunca eligieron ni pretendieron las consecuencias de aquel cambio, que remodeló totalmente las relaciones ecológicas y sociales de las que dependía su cultura tradicional». Algunos ejemplos clásicos para ilustrar la capacidad de determinadas tecnologías para transformar la sociedad y la cultura son, por ejemplo, el del papel del estribo en el surgimiento de la sociedad feudal o el del tren en la configuración del espacio y el tiempo característico de la sociedad industrial. En relación a la capacidad de las innovaciones técnicas para transformar de forma inesperada el mundo cultural, el ejemplo más ilustrativo quizás sea el del desarrollo de las diferentes tecnologías de la escritura (al respecto, cf. W. Ong, Oralidad y escritura. Tecnología de la palabra. México: FCE, 2002, y M. McLuhan, La galaxia Guternberg. Génesis del homo typographycus. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999.

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tiempo pone en marcha procesos de cambio que no solo difícilmente podemos prever, sino que tampoco parece posible que podamos gobernar. Toda esta variedad de posiciones que defienden el carácter determinante del desarrollo tecnológico en la evolución y estructura de las sociedades suele recibir habitualmente la etiqueta de «determinismo tecnológico».12 No es nuestra intención analizar aquí la variedad de posiciones que generalmente se agrupan bajo esta etiqueta ni tampoco la falta de distinción con que en ocasiones se utiliza el término.13 Sí nos interesa, sin embargo, destacar que entre las voces que defienden este determinismo tecnológico, al menos en sus versiones más fuertes, no solo encontramos la idea de que la innovación tecnológica constituye un elemento decisivo y determinante en la transformación social y cultural, sino también la idea de que este proceso de innovación tecnológica constituye o se ha convertido en una fuerza autónoma, que sigue sus propias normas ajenas al gobierno o control por parte de los miembros de la sociedad. Son muchas las voces que, desde diversas posiciones, a lo largo del siglo XX han advertido que tanto el desarrollo tecnológico como las transformaciones sociales y culturales que este pone en marcha se han convertido en una fuerza de tal magnitud que ante ella los seres humanos solo nos podemos resignar y adaptar.14 Dentro de esta pluralidad de reflexiones que consideran el desarrollo tecnológico y su poder para transformar nuestras vidas como una fuerza autónoma cuya lógica va más allá de nuestra capacidad de decisión encontramos tanto voces que ven en este desarrollo imparable una fuente de progreso y una bendición llamada a liberarnos de todos los males, como voces que no ven aquí sino una fuente de creciente enajenación. Sin embargo, como señala Langdon Winner, lo común a todas estas voces es que consideran «que “eso” [la tecnología] aparece ante nosotros como una fuerza irresistible, un dinamismo alterador del mundo que transformará nuestros trabajos, revolucionará nuestras familias y educará a nuestros hijos. También cambiará la agricultura y la medicina de métodos tradicionales y modificará los genes de organismos vivos, quizá incluso el organismo humano». Ahora —————

12 Sobre la variedad de planteamientos que se agrupan bajo esta etiqueta, cf. Smith y Marx (eds.), 1996. 13 Sobre esto, véase también Smith y Marx, 1996, en especial Bimber, 1996. 14 Habitualmente se suele citar a J. Ellul, L. Munford y H. Marcuse como representantes más destacados de las voces críticas con el papel de la técnica en las sociedades modernas que defienden esta noción determinista de la técnica. Para un análisis de la presencia de esta concepción determinista de la tecnología en el optimismo tecnológico americano, cf. M. R. Smith, 1996 y M. L. Smith, 1996. Sobre la noción de «tecnología autónoma», así como para un análisis de diferentes discursos que tanto desde el punto de vista del optimismo tecnológico como del pesimismo tecnológico defienden esta idea, véase Winner, 1979 y 2001.

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bien, lo decisivo de esta posición es que advierte de que «enfrentados con “eso”, no hay ninguna alternativa, no queda sino aceptar lo inevitable y celebrar su venida. De ahora en adelante, “eso” determinará nuestro futuro» (Winner, 2001: 55). De este modo, parece que justamente «eso» que debe servir para aumentar nuestra capacidad de dominio y control sobre todas las cosas parece haberse convertido en una instancia ajena a nuestro gobierno y que, sin embargo, tiene un carácter determinante sobre nuestra propia existencia. No podemos olvidar, sin embargo, que a lo largo de las últimas décadas se han multiplicado los estudios que, partiendo de minuciosos trabajos empíricos y exhaustivos análisis de casos concretos, han tratado de cuestionar buena parte de las ideas subyacentes a estas posiciones.15 En efecto, con el objetivo explícito de refutar esta concepción del desarrollo tecnológico como una una fuerza autónoma, que sigue una lógica propia ajena a la voluntad y capacidad de decisión y gobierno por parte de los diferentes actores que intervienen en el proceso de innovación tecnológica y aplicación social de estas innovaciones, numerosos estudiosos se han centrado en el análisis concreto de estos procesos. Para tratar de arrojar luz sobre la multiplicidad de factores que de hecho intervienen en estos procesos de diseño tecnológico y de aplicación social de la tecnología, estos investigadores no solo han fijado su atención en momentos de éxito, desarrollo y expansión tecnológica, sino también en periodos, sumamente iluminadores desde esta perspectiva, de controversia, desencuentros y fracasos. Todos estos estudios concluyen que los procesos de innovación, diseño y desarrollo tecnológico, lejos de seguir una lógica autónoma, ajena a la posibilidad de elección y gobierno por parte de los diferentes agentes sociales implicados por ellos, están siempre configurados por fuerzas sociales de diverso orden. Así, en todos estos procesos encontramos multitud de decisiones cruciales que en ningún caso resultan explicables sobre la base de criterios exclusivamente tecnológicos. Del mismo modo, consideran que sus análisis obligan a revisar la concepción determinista del impacto social de las tecnologías. No en vano, consideran, la historia muestra que una misma tecnología puede tener impactos muy diversos en distintos contextos sociales o culturales.16 Así las cosas, esta perspectiva en los estudios de las relaciones entre tecnología y ————— 15

Para una buena panorámica de esta perspectiva en los estudios sobre ciencia, tecnología y sociedad, cf. Bijker et. al., 1987. Sobre la contraposición entre estas dos visiones de las relaciones entre tecnología y sociedad, cf. Winner, 2001. 16 El ejemplo habitual en este sentido suele ser el diferente impacto que tecnologías como la pólvora o la imprenta tuvieron en Oriente y Occidente. Otro ejemplo interesante es el descubrimiento de la máquina de vapor (eolípida) por Herón de Alejandría, que —quizás por la existencia de esclavos— nunca fue utilizado como fuente de trabajo, sino solo como ingenio con que sorprender al público en los teatros.

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sociedad ha tratado de evitar que nuestra concepción del desarrollo tecnológico se asocie demasiado fácilmente a la noción de «necesidad». Si las deliberaciones y elecciones desempeñan un papel importante en la historia de la tecnología y de sus impactos sociales, no debemos concebir el desarrollo tecnológico como un proceso unidireccional e irreversible, que está más allá del control y del gobierno de los seres humanos implicados en él. Ciertamente, estos estudios han mostrado de forma convincente que el determinismo tecnológico en sus versiones más fuertes no se sostiene. Efectivamente, en los procesos de diseño e innovación tecnológica intervienen —o pueden intervenir— multitud de agentes con intereses diversos y en ocasiones encontrados. En todos estos procesos hay siempre multitud de opciones abiertas a la elección y, además, estas elecciones no se hacen siempre según criterios técnicos o puramente funcionales, sino que intervienen elementos de carácter político, social o cultural. En este sentido, el desarrollo tecnológico no es un proceso con una lógica propia y ajena al gobierno de los agentes sociales que intervienen en él. Por otro lado, como estos autores han mostrado, tecnología y sociedad no son dos elementos separados, de tal modo que se puede considerar que uno tiene un carácter determinante sobre el otro. Del mismo modo que toda forma social está mediada por su tecnología, toda forma tecnológica está condicionada por la singularidad cultural en la que ha sido desarrollada. En este sentido, desde esta perspectiva se ha reivindicado, y creemos que con razón, la necesidad de socializar, politizar y democratizar los procesos de innovación y diseño de la tecnología. Si, como estos autores han señalado, tecnología y sociedad se hallan irremediablemente entrelazadas, no deberíamos dejar que las elecciones y los criterios que guían los procesos de diseño de nuevas tecnologías queden exclusivamente en manos de especialistas y tecnócratas. Pues lo que en este tipo de decisiones nos jugamos no es solamente el mejor o peor funcionamiento de un ingenio tecnológico en particular, sino también las decisivas consecuencias que la tecnología tiene para la configuración social y cultural. Sin embargo, por más que aceptemos de buen grado todo esto, consideramos que hay al menos dos nociones relativas a la idea de una tecnología fuera de control que no resulta tan fácil descartar. Se trata, en primer lugar, de la imposibilidad de prever y de controlar las consecuencias que las innovaciones tecnológicas tienen sobre la propia sociedad. Por más que resulte necesario y urgente abrir espacios de reflexión, debate y decisión sobre los posibles impactos sociales de las tecnologías, no debemos olvidar que —igual que en el caso del impacto de las tecnologías sobre el delicado equilibrio de los ecosistemas naturales— la complejidad de las relaciones sociales y la finitud de nuestro conocimiento hacen que resulte impo-

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sible prever en cada caso, en ocasiones ni siquiera sospechar, el alcance de estas transformaciones. Del mismo modo que, en el caso de las consecuencias de la acción tecnológica sobre la complejidad y la fragilidad de los ecosistemas, podemos reflexionar sobre las consecuencias que una determinada innovación tendrá sobre un «sociosistema» concreto, sobre su capacidad para alterarlo y la dirección de esta alteración, sin embargo, debemos reconocer que, de hecho, en la mayor parte de los casos no sabemos el tipo de sociedad que surgirá de una determinada innovación tecnológica. Esto no quiere decir —como defiende el determinismo tecnológico en sus versiones más fuertes, y como acertadamente ha rebatido el constructivismo social— que debamos considerar la tecnología como un agente de causación unidireccional del cambio social, como un factor externo a la propia sociedad que, sin embargo, la determina. Los individuos y agentes sociales que intervienen en el proceso de innovación diseñan a partir de criterios culturales y no siempre guiados por criterios exclusivamente tecnológicos. Sin embargo, parece difícil negar que en la época en que vivimos, caracterizada por la velocidad vertiginosa en que se suceden los progresos tecnológicos, se adoptan constantemente decisiones que a la postre tendrán gran alcance y cuyas consecuencias, no solo sobre los ecosistemas en que vivimos, sino también sobre los sociosistemas, no podemos calcular de antemano ni tampoco dominar. En este sentido, L. Winner ha propuesto, frente a la noción de «determinismo tecnológico», la de «fluctuación tecnológica» (Winner, 1979: 94) o «sonambulismo tecnológico» (Winner, 1987: 25). Pues, en efecto, como acertadamente ha señalado este autor, «en el terreno técnico repetidamente nos involucramos en diversos contratos sociales, las condiciones de los cuales se revelan solo después de haberlos firmado» (Winner, 1987: 25). De este modo, los miembros de la civilización tecnológica nos encontramos en la paradoja de que la vertiginosa expansión tecnológica que estamos viviendo, es decir, un crecimiento aparentemente ilimitado de nuestras capacidades para transformar el mundo a nuestra voluntad, de nuestra capacidad de alterar el orden natural de las cosas y producir un nuevo orden conforme a nuestros propios fines, parece llevarnos al mismo tiempo «a la deriva en un vasto mar de “consecuencia involuntarias”» (Winner, 1979: 94). Pero hay aún otra cuestión subyacente a la noción de que el desarrollo tecnológico es o se ha convertido en una fuerza irresistible que sigue su propio curso imponiendo su propia ley a los actores que la desarrollan, que puede resultar interesante para la reflexión. En un breve texto de 1784 en el que Kant trataba de esbozar algunas nociones que quizás un día pudieran servir para establecer una comprensión científica de las leyes que rigen el curso de la historia, señalaba una cuestión que tal vez pudiera resultar relevante en nuestro contexto. En efecto, dice allí Kant, resulta curioso observar que si analizamos

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los avatares de la vida humana en detalle vemos que cada cual toma sus decisiones conforme a su propia voluntad y libre arbitrio. Si analizamos el curso de la historia desde una perspectiva amplia (im Große, dice Kant, es decir, adoptando no una perspectiva «micro», sino «macro»), parece que hombres y pueblos, «al perseguir cada cual su propósito, según su talante, y a menudo en mutua oposición, siguen insensiblemente, como hilo conductor, la intención de la Naturaleza, que ellos ignoran», de forma que, desde esta perspectiva, al tomar cada individuo o grupo sus propias decisiones conforme a sus propios fines, parece que «participan en una empresa que, de serles conocida, no les importaría gran cosa» (Kant, 2000: 39 y ss.). Pues bien, de forma similar, en relación a la historia del desarrollo tecnológico podríamos decir también que, por más que si analizamos esta historia desde un punto de vista «micro», es decir, centrándonos en los detalles y los casos concretos, veamos que siempre hay discusión, desencuentro y elección, que hay, por lo tanto, toma de decisiones de agentes libres y conscientes que siguen sus propios criterios, no es menos cierto que si observamos este mismo proceso de expansión tecnológica moderna desde un punto de vista «macro», algunas de las intuiciones que subyacen a la idea de que el desarrollo tecnológico sigue una dinámica propia, ajena al arbitrio humano, cobra cierta plausibilidad. Pues, en efecto, desde esta perspectiva global, el desarrollo tecnológico moderno aparece como un proceso con una finalidad bien determinada: una finalidad que podríamos caracterizar justamente como la ausencia de todo límite, la ausencia de todo fin. Como veremos, esto nos pone en camino hacia otra dimensión en que la reflexión contemporánea sobre la tecnología nos lleva a la consideración de que es necesario pensar cierta noción de ingobernabilidad.

2.3. Lo ingobernable III: dominio técnico e historia del ser Desde una perspectiva ciertamente diferente, una de las voces más influyentes de la filosofía contemporánea, Martin Heidegger, se ha servido también de la reflexión acerca del vertiginoso desarrollo tecnológico moderno para apuntar a cierta dimensión ingobernable constitutivamente vinculada, según él, a dicha expansión de la tecnología en nuestro tiempo y que, por tanto, debería servir para cuestionar algunos de los principios sobre los que esta se desarrolla. Si las reflexiones anteriores subrayaban la irreductible ingobernabilidad de las consecuencias de la acción tecnológica a gran escala sobre la naturaleza y la sociedad, en este caso Heidegger vincula la aparentemente imparable expansión de la transformación tecnológica de la naturaleza y las sociedades con cierta dimensión subyacente a y constituyente de dicho desarrollo, pero que, al decir

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de este, se hallaría más allá del control y gobierno de los seres humanos. Una dimensión a la que, de forma en ocasiones esquiva, Heidegger denomina das Ereignis o la historia del ser. En efecto, en sus reflexiones sobre la técnica moderna, Heidegger ha defendido, en unas consideraciones que recuerdan a algunas de las afirmaciones del determinismo tecnológico más extremo, que «los poderes que en todo lugar y en todo momento reclaman, cautivan, arrastran y apremian al ser humano en cualquier forma de aparatos e instalaciones técnicas hace ya tiempo que han desbordado la voluntad y la capacidad de decisión del ser humano» (Heidegger, 2000: 19). En este sentido, advierte Heidegger, «ningún individuo, ningún grupo, ninguna comisión de ilustres políticos, investigadores o técnicos, ninguna conferencia de dirigentes de la economía o de la industria es capaz de frenar o dirigir el curso histórico de la época atómica. Ninguna organización humana está capacitada para conquistar el dominio sobre la época» (Heidegger, 2000: 20 y ss.). Ahora bien, ¿en qué sentido considera Heidegger que esto es así? ¿Significa esto que el ser humano se halla «indefenso y perplejo, a merced de la imparable hegemonía de la técnica» (Heidegger, 2000: 21)? ¿Cómo puede ser que la técnica moderna, al fin y al cabo una creación humana destinada a incrementar el control del ser humano sobre las condiciones de su propia existencia, esté más allá de la «voluntad y capacidad de decisión» de su creador? Ciertamente, los aparatos, dispositivos y sistemas tecnológicos son en cada caso creaciones del ser humano. En cuanto tales, difícilmente podrán estar más allá del ámbito de la elección, decisión y control por parte de sus diseñadores y usuarios, al menos mientras no se haga realidad el escenario, habitual en las fabulaciones de la ciencia ficción, en que las creaciones tecnológicas adquieren vida propia y autonomía frente a su creador. Pero no es este el sentido en que Heidegger cree ver en la técnica moderna un poder que ejerce su dominio más allá de la «voluntad» o de la «capacidad de decisión» del ser humano. Conforme al punto de vista habitual, señala Heidegger, «lo técnico, representado en su sentido más amplio y en toda la diversidad de sus manifestaciones, se concibe como un plan que el ser humano proyecta» (Heidegger, 1999: 22). Sin embargo, a lo largo de sus reflexiones sobre el poder de la técnica moderna, Heidegger advierte una y otra vez de que para comprender la verdadera naturaleza de la técnica moderna y su alcance como agente transformador del mundo moderno es preciso ir más allá de esta concepción de la técnica como un conjunto de artefactos producidos por la acción humana. Esta concepción «instrumental y antropológica de la técnica», dice, es «correcta», pero no alcanza a pensar adecuadamente dinámicas decisivas en la configuración del mundo moderno (Heidegger, 2002: 6 y ss.). Para alcanzar a pensar adecuadamente el poder de la

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técnica moderna, advierte Heidegger, debemos «dejar de representarnos la técnica solo desde lo técnico, es decir, desde el ser humano y sus máquinas» (Heidegger, 1999: 22). Pues, sostiene, «todo análisis de la situación que interprete de antemano la totalidad del mundo técnico desde el ser humano y como producto de su hacer piensa de manera excesivamente limitada» (Heidegger, 1999: 22); por ello, «mientras nos limitemos a representar y gestionar lo técnico, a conformarnos con ello o a rehuirlo, nunca alcanzaremos a experimentar nuestra relación con la esencia de la técnica» (Heidegger, 2002: 5). Pero, si no es desde el ser humano y sus máquinas, ¿cómo concibe Heidegger esa esencia de la técnica moderna? ¿Cuáles son esos poderes que, más allá del dominio de la voluntad y la capacidad de decisión humana, impulsan la aparentemente imparable expansión de la técnica moderna? Heidegger sostiene, por lo tanto, que no alcanzaremos a pensar la decisiva y constitutiva presencia de la técnica en el mundo moderno mientras nos limitemos a pensar esta presencia tan solo a partir de la infinidad de ingenios, artefactos y métodos que desarrolla el ser humano con el objeto de ampliar su dominio sobre las condiciones de su propia existencia. Para alcanzar a pensar adecuadamente la fuerza transformadora de la técnica en el mundo moderno, dice Heidegger, no debemos limitarnos a representarnos y analizar la pluralidad de instrumentos y productos de la acción tecnológica, o las consecuencias que, como hemos visto, estas acciones tienen tanto en el medio ambiente como en estructuras sociales o universos culturales. Para comprender el verdadero alcance de la transformación del mundo que acontece en la época de la técnica moderna, así como el papel que el ser humano desempeña en este proceso, debemos ir más allá de estas representaciones habituales de la técnica para comprender que lo decisivo de la técnica moderna radica no tanto en los medios que esta emplea como en el modo de «desocultamiento» de lo real que en ella impera (Heidegger, 2002: 13 y ss). El poder de la técnica como agente constitutivo del mundo moderno no radica solo o principalmente en la capacidad que el ser humano desarrolla para alterar la naturaleza o la sociedad, sino más bien en que «el poder oculto de la técnica moderna determina la relación del ser humano con lo que es» (Heidegger, 2000: 18. El subrayado es mío). «La esencia de la técnica moderna advierte Heidegger es idéntica a la esencia de la metafísica moderna» (Heidegger, 1994a: 75). En consecuencia, para alcanzar a comprender en todo su alcance la imparable expansión del mundo técnico en nuestro tiempo, no basta tanto solo con analizar los últimos desarrollos tecnológicos y sus posibles consecuencias sobre la vida en el planeta. Antes bien, «debemos prestar atención a la exigencia bajo la cual en nuestra época se halla no solo el ser humano, sino la totalidad de lo ente, naturaleza e historia, en relación a su ser» (Heidegger, 1999: 22).

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Para Heidegger, la relación del ser humano con todo «lo que es» en la época de la técnica moderna se halla mediada por una singular conjunción entre «representar» (vorstellen) y «producir» (herstellen). Mediante la acción tecnológica, dice Heidegger, «el ser humano dispone el mundo por sí mismo y produce la naturaleza para sí mismo». Al tiempo que el ser humano dispone y produce lo que lo rodea por sí y para sí, «pone ante sí o re-presenta el mundo en su totalidad como lo objetivo, como lo que está-enfrente» (Heidegger, 1994b: 288). En la técnica moderna, la apropiación cognoscitiva del mundo y la acción tecnológica como posibilidad de intervenir en él se hallan íntimamente ligadas. En este sentido, conocer algo, es decir, convertir algo en objeto (Gegenstand) de la representación (Vorstellung), es en el fondo convertirlo en Bestand, esto es, en material de reserva para la producción (Herstellung), en algo que está ahí disponible para su utilización y transformación a voluntad del ser humano. Así las cosas, conforme a esta concepción de la relación entre el ser humano y lo que es, tanto más se conoce lo que una cosa es, su ser, cuanto más capacitado esté el ser humano para hacer con ella lo que él quiera, esto es, cuanto menos atado se esté a un posible ser-propio o ser-de-suyo de la cosa en cuestión. Conocemos realmente una cosa cuando la podemos diseñar y producir a nuestra voluntad o, incluso, si así lo queremos, transformarla en otra cosa distinta.17 En la época de la técnica moderna, «toda nuestra existencia se encuentra por doquier [...] incitada a afanarse en la planificación y el cálculo de todo». Y esto, dice Heidegger, no por un «capricho del ser humano», sino porque «lo ente mismo se dirige a nosotros de tal modo que nos interpela en relación a su planificabilidad y calculabilidad (Heidegger, 1999: 23). En la misma medida en que el mundo es progresivamente convertido en un conjunto de objetos disponibles a nuestra voluntad, «el ser humano se destaca frente al mundo como objeto y se establece como aquel que se impone deliberada o intencionalmente en este producir» (Heidegger, 1994b: 288). Por —————

17 En este sentido, no es de extrañar que el progreso en el conocimiento de lo que la vida o los organismos vivos son nos lleve justamente a la biología sintética, es decir, al proyecto —ya realizado— de diseñar y producir organismos vivos a partir de la producción sintética de su código genético, programado para que el organismo sea como nosotros hemos querido (al respecto, cf. ETC Group, 2007). En esta misma dirección, se podría afirmar que el proyecto de construcción de máquinas de «producción molecular», es decir, de la construcción de aparatos que sean capaces de construir «átomo a átomo» cualquier objeto a partir de cualquier otro (al respecto, cf. ETC Group, 2003) constituye un ejemplo altamente ilustrativo de la noción de conocimiento que opera en la ciencia y la técnica moderna. Esta noción de conocer se opone a la que operaba en la Grecia antigua y clásica, en la que uno conoce una cosa justamente en la medida en que se es capaz de reconocer lo que esa cosa es de suyo y llevarla a su ser más propio, a su telos, peras o entelequia (al respecto, cf. Castoriadis, 1979, y F. Martínez Marzoa, El decir griego, Madrid: A. Machado libros, 2006).

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ello, Heidegger denomina «querer» (Wollen) a este «producir en el sentido del imponerse intencionalmente de la objetivación» (ibíd.). Este querer, que hunde sus raíces en la evolución de la metafísica moderna, «determina el ser del hombre moderno sin que en principio sea este consciente de su alcance», esto es, sin que este tenga un conocimiento adecuado de las numerosas implicaciones ontológicas que se asumen en la forma de este «querer». Así las cosas, a través de la expansión de la técnica moderna el ser humano se ve a sí mismo como «aquel que en todas las relaciones con todo lo que es, y así también consigo mismo, se alza como el productor que se impone, y establece este alzamiento hasta el nivel de un dominio incondicionado». Para el hombre moderno, «todo se convierte de antemano, y por lo tanto de manera irrefrenable, en material de la producción que se impone» (Heidegger, 1994b: 289). A este horizonte de comprensión de la relación entre el ser humano y lo que es que impera en la técnica moderna, en el que lo ente aparece ante el hombre como material disponible (Bestand) para su «querer», lo denomina Heidegger Ge-stell (Heidegger, 1999 y 2002).18 Algunas de las formas en que se concreta esta comprensión del ser de la totalidad de lo ente como Bestand, como objeto producible y disponible para la imposición del querer y la voluntad humana, son bien conocidas: desde la conversión del planeta en un inmenso almacén de materias primas disponibles para la producción y explotación controlada por parte del ser humano hasta la progresiva transformación de los propios humanos en capital humano disponible, esto es, en piezas para el funcionamiento de este gran engranaje; desde la inmensa maquinaria de dominación de los estados totalitarios modernos hasta la organización de la opinión pública mundial en nuestras democracias mediáticas. Sin embargo, para Heidegger esta determinación técnica de la relación del ser humano con todo lo que es no solo ejerce su poder en estas formas visibles del dominio de la técnica moderna. Pues, por más que estas sean las manifestaciones más abiertas de la técnica moderna, en las que más abiertamente se ve su dominio y expansión aparentemente imparable, esta esencia de la técnica, entendida ahora como horizonte de comprensibilidad del ser, atraviesa la totalidad de las relaciones del ser humano con todo lo que es y, por tanto, también consigo mismo. En este sentido, el poder de la técnica ejerce también su dominio en la comprensión que hoy tenemos del lenguaje, de los valores, de la cultura o del arte. Incluso los bienintencionados intentos de domesticar o humanizar la téc—————

18 Se trata de un neologismo acuñado por Heidegger y que renunciamos a traducir. El término pretende expresar la totalidad de formas de stellen («poner, situar, emplazar») que imperan en la relación técnica con el mundo (her-stellen, vor-stellen, auf-stellen, zu-stellen, verstellen, Gegen-stand, Be-stand, Zu-stand...). Algunos intentos de traducción de Ge-stell han sido «com-posición», «im-posición» o «estructura de emplazamiento».

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nica mediante, por ejemplo, la «implantación de valores», dice Heidegger, son un signo «del poder esencial de la técnica» (Heidegger, 1994b: 290). El poder de la técnica moderna radica por tanto en que toda nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos, con todo lo que es —y, por tanto, también con la propia técnica—, se halla atravesada por este modo de desocultamiento de lo que es, por este sentido o verdad del ser, que hoy se manifiesta de forma abierta en expansión planetaria de la producción humana. Pero, ¿en qué sentido la comprensión heideggeriana de la técnica moderna como horizonte de comprensibilidad del ser de lo ente vincula, como hemos apuntado, esta expansión de la técnica moderna con una dimensión caracterizada por su índole ingobernable? En sus reflexiones sobre la transformación tecnológica del mundo moderno, Heidegger advierte de que, en este proceso, «lo verdaderamente inquietante no es que el mundo se tecnifique completamente». En efecto, en sus escritos sobre la técnica Heidegger repite una y otra vez que no hay nada demoniaco en la técnica moderna, esto es, en los artificios tecnológicos que conforman nuestro mundo (cf., por ejemplo, Heidegger, 2002: 27, y 2000: 22). Antes bien, Heidegger señala que lo verdaderamente inquietante de este fenómeno es que «no estamos capacitados para alcanzar una confrontación adecuada, a través del pensamiento del sentido del ser, con aquello que verdaderamente se avecina en esta época» y, de este modo, «el ser humano no está preparado para esta transformación» (Heidegger, 2000: 20). Lo inquietante de la técnica moderna, dice Heidegger, es que «la propia técnica impide cualquier experiencia de su esencia» (Heidegger, 1994b: 295). En efecto, en sus escritos sobre la técnica moderna, Heidegger insiste en que este horizonte de comprensibilidad que en cada caso posibilita la relación entre el ser humano y lo ente «nunca es un producto humano» (Heidegger, 2002: 19). Ciertamente, el ser humano toma parte en la constitución de este horizonte y en su movimiento histórico; sin embargo, advierte Heidegger, este «no solo acontece en el ser humano y ni de un modo determinante por él» (Heidegger, 2002: 23). En este sentido, esta noción de representación productora o de producción representadora, con todas sus implicaciones ontológicas que hemos visto que caracteriza según Heidegger la conceptualización hegemónica de nuestra relación con lo ente en la época de la técnica, no es adecuada para pensar cómo acontece históricamente esta relación. El ser humano conoce la naturaleza, y, con mayor o menor éxito, produce y dispone el mundo en tanto que colección de objetos conforme a su querer. «Ahora bien —insiste Heidegger—, el hombre no dispone ni decreta el horizonte de desocultamiento en que en cada caso lo real se muestra» (Heidegger, 2002: 17). Y, por tanto, el Ge-stell, la técnica entendida con Heidegger en este peculiar sentido, no es un producto humano, no es algo que se pueda conceptualizar adecuadamente

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bajo las categorías técnicas en que en este tiempo se concibe la totalidad de las relaciones del ser humano con aquello que es. En la época de la técnica moderna, el ser humano se concibe a sí mismo como «aquel que en todas las relaciones con todo lo que es, y así también consigo mismo, se alza como el productor que se impone», el mundo se convierte en un conjunto de objetos disponibles para la utilización, transformación y producción controlada por la voluntad del ser humano. Sin embargo, Heidegger subraya que esta dinámica histórica que nos empuja a concebir nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos siempre ya bajo este horizonte de comprensión no es ella misma un producto de la voluntad humana, no es algo que dependa del control, el gobierno y la capacidad de decisión humana. En uno de sus textos sobre la técnica moderna, Heidegger señala que «lo que a través del moderno mundo técnico experimentamos en el Ge-stell como constelación de ser y hombre es el preludio de eso que se denomina Er-eignis» (Heidegger, 1999: 25). Como es sabido, Er-eignis es el término que Heidegger elige en sus textos tardíos para señalar el tema fundamental de su pensamiento, ese ámbito histórico al que el ser humano se encuentra siempre ya arrojado y que constituye el horizonte de comprensibilidad tanto de las cosas que conforman el mundo como de sí mismo y que, en ocasiones, también denomina historia del ser o acaecimiento esencial de la verdad del ser. En este sentido, la técnica en tanto que Ge-stell constituye para Heidegger, por un lado, la más extrema negación y desfiguración de ese ámbito, pero, al mismo tiempo, supone el camino para, partiendo de la reflexión sobre su imparable fuerza de transformación del mundo, experimentar al ser humano como un ser atravesado por fuerzas y dinámicas históricas que van más allá de su voluntad y capacidad de gobierno y control, y que en cada caso constituyen el horizonte de posibilidad de su relación con todo lo que es. Como hemos visto, para Heidegger lo inquietante de la técnica no radica en el hecho de que el mundo humano se convierte cada vez más en un mundo de diseño, sintético y artificial. El problema, dice, es que «el ser humano no está preparado para esta transformación», que «no estamos capacitados para alcanzar una confrontación adecuada, a través del pensamiento del sentido del ser, con aquello que verdaderamente se avecina en esta época» (Heidegger, 2000: 20). Pero, conforme al planteamiento heideggeriano, para alcanzar a pensar eso que «se avecina en esta época», es decir, nuestro futuro, no podemos limitarnos a diseñar, planificar, producir y calcular. Antes bien, debemos aprender a tematizar esas fuerzas y dinámicas que atraviesan y configuran en cada caso la relación del ser humano con lo que es. El camino para ello es «abrir nuestro oído, despejarlo para aquello que en la tradición se nos adjudica mediante la palabra como ser de lo ente». A este abrir el oído al modo en que en los intersticios de la histo-

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ria de la reflexión sobre el ser de lo ente se producen los movimientos decisivos que conforman esta historia denomina Heidegger «deconstrucción» (Heidegger, 1992: 22). Así las cosas, para Heidegger es en ese trabajo de examen minucioso del modo en que a lo largo de la historia ha acontecido, sin que propiamente haya sido temático y pensado como tal, ese movimiento del horizonte de comprensión de nuestra relación con lo que es, donde cabe alcanzar una confrontación adecuada con aquello que «verdaderamente se avecina en esta época», esto es, una reflexión sobre el futuro. 3. A MODO DE CONCLUSIÓN: LA CRECIENTE BRECHA ENTRE PODER Y SABER Como hemos señalado al comienzo de este trabajo, la noción weberiana de desencantamiento del mundo, esto es, la creencia —en sentido orteguiano— de que «no hay por principio fuerzas misteriosas e incalculables, que más bien todas las cosas —en principio— se pueden dominar mediante el cálculo» (Weber, 1996: 17), funciona —recuérdese el dictum orteguiano: las creencias no se tienen, en las creencias se está— como una de las nociones subyacentes a, e impulsoras de, el proceso histórico que conocemos como modernidad. A lo largo de esta época, observaba Marquard en un sentido similar, hemos querido y creído poder construir un mundo en el que «las circunstancias son configuradas y producidas por los hombres mismos en virtud de su autodeterminación», en el que «todo lo que es se hace; y lo que aún no se ha hecho, ya es o será factible en breve tiempo», en el que «ya no existe lo incontrolable, lo que se zafa a todo hacer», en el que «el destino ya no ejerce su dominio» (Marquard, 2000: 77). Sin embargo, advertía Marquard, es necesario examinar si esta «omnipotencia productiva», esta permanente «negación del destino» y de lo ingobernable en tanto que horizonte constitutivo del desarrollo de la historia moderna no resulta más bien «burlada» por el propio curso de esta misma historia, de forma que, hoy más que nunca, resulta urgente repensar la noción de lo «incontrolable», de «lo que se zafa a todo hacer» (Marquard, 2000: 86). A lo largo de este trabajo hemos tratado de seguir esta indicación de Odo Marquard a través del análisis de diferentes discursos contemporáneos que han reflexionado sobre el papel del desarrollo tecnológico en la configuración del mundo moderno. Como hemos visto, todos estos discursos coinciden en señalar, desde perspectivas bien diversas, la urgencia de conceptualizar el modo en que la expansión tecnológica moderna se cruza, en diferentes niveles, con el carácter constitutivamente ingobernable de la relación del ser humano con el mundo. En este sentido, si algo parece desprenderse de la reflexión contemporánea sobre la historia de la expansión tecnológica es que, ya sea en su relación

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con la naturaleza, con la sociedad o con la verdad —en el singular sentido en que Heidegger emplea esta palabra—, el ser humano se halla siempre ya inmerso en, y atravesado por, una multiplicidad de «fuerzas misteriosas e incalculables» en las que él por supuesto interviene, pero que no puede dominar, calcular y gobernar. Desde esta perspectiva, probablemente una de las tareas más urgentes de la praxis teórica de nuestro tiempo radique en aprender a conceptualizar el modo en que nuestro saber y poder hacer se halla irreductible y constitutivamente atravesado por un no-saber y no-poder, esto es, por ciertas fuerzas misteriosas e incalculables que obstinadamente se empeñan en mostrar que no todo se puede dominar mediante el cálculo. Ahora bien, estas fuerzas «misteriosas e incalculables» que parecen situar al ser humano ante una dimensión que lo excede no deberían en ningún caso ser interpretadas una vez más desde la providencia o el capricho de los dioses. En efecto, en la era de la omnipotencia productiva de la técnica, también estas fuerzas parecen tener que ser pensadas como provenientes del hacer o producir tecnológico humano. Pues si algo podemos aprender de la reflexión sobre la realización efectiva del sueño de dominio tecnológico del mundo es que al producir tecnológico es inherente cierta lógica del producto residual o de desecho, de lo que se produce no solo sin quererlo, sino también en muchas ocasiones sin saberlo. En los orígenes de la modernidad, Francis Bacon identificó, abriendo así un programa de investigación que a la postre resultaría decisivo para el devenir histórico moderno, conocimiento y poder. El aumento en nuestro conocimiento, decía Bacon, necesariamente trae consigo un aumento de nuestro poder, esto es, de nuestra capacidad para intervenir en el curso natural de los acontecimientos. Sin embargo, si algo nos debería haber enseñado la realización de este programa baconiano es que, por más que, efectivamente, el aumento del conocimiento trae siempre consigo un aumento de nuestro poder para transformar el mundo, la inversa no se cumple. El aumento en nuestro poder para transformar el mundo no aumenta necesariamente —quizás incluso deberíamos decir que necesariamente disminuye— nuestro conocimiento de lo que estamos haciendo, nuestra capacidad para calcular y prever las consecuencias de nuestras acciones. El conocimiento aumenta nuestro poder para intervenir en el mundo, pero aumenta también la brecha entre lo que podemos hacer y lo que sabemos que estamos haciendo. Como acertadamente señala Castoriadis, «la potencia aumentada es también, ipso facto, impotencia aumentada o, incluso, antipotencia, potencia de hacer surgir lo contrario de lo que se pretendía» (Castoriadis, 1979: 212). Por ello, toda reflexión sobre la posibilidad de diseñar el futuro parece una tarea vana hasta que no hayamos alcanzado a conceptualizar adecuadamente el modo en que saber y poder, poder y saber, se condicionan mutuamente en estas dos direcciones.

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