Diplomacia como heterología: pluralismo social y múltiples mediaciones institucionales en la frontera
Descripción
Diplomacia como heterología: pluralismo social y múltiples mediaciones institucionales en la frontera1 Noe Cornago Introducción La diplomacia suele ser definida en los manuales al uso no como una forma de relación social, sino como la conducta de las relaciones formales entre Estados por medio de la negociación, el diálogo, o cualesquiera otros medios que puedan promover las relaciones pacíficas entre Estados. A juzgar por esa definición común, puede parecer que la condición básica para el establecimiento de relaciones diplomáticas a través del mundo fuera la existencia de Estados independientes, capaces de establecer relaciones formales entre sí. Sin embargo, es bien sabido que desde la más remota antigüedad, el origen de la diplomacia se encuentra en la voluntad -‐y seguramente la necesidad-‐ de los grupos humanos de relacionarse entre sí, de manera estable y pacífica, para vencer el extrañamiento y el asombro original que suscita el descubrimiento de la diferencia y la alteridad y escapar de ese modo de la guerra, la desconfianza mutua, el temor, y la inseguridad. Ese impulso original, que enfrentado a los imperativos de la vida real, fue el que dio forma a lo largo del tiempo a la diplomacia como heterología, resulta casi irreconocible en la diplomacia actual, empeñada en el vaciamiento de su sentido, sin comprender que su creciente insignificancia es el precio que habrá de pagar al ignorar, envuelta en otras preocupaciones, la que fue durante siglos su misión primordial. Teniendo presente las consideraciones anteriores, el presente trabajo se propone abordar la problemática de las relaciones bilaterales en América Latina desde una perspectiva que quiere subrayar la importancia que actores sociales y políticos distintos de las propias cancillerías tuvieron en el pasado, y sin lugar a dudas continúan teniendo en el presente, en la configuración de relaciones diplomáticas pacíficas y sostenibles entre países que comparten frontera. La adopción de ese enfoque no supone en modo alguno ignorar la responsabilidad primordial de las cancillerías en esa importante tarea. Sin embargo, frente a la larga tradición de rivalidad, desconfianza e incluso hostilidad mutua que cultivaron durante largo tiempo muchos gobiernos de la región siguiendo el consejo de su correspondiente cohorte de expertos (Chield 1995), entendemos que una visión descentralizada de la diplomacia, menos encapsulada en la visión unidimensional del Estado como realidad espacial cerrada, y más atenta a su dimensión de relación social compleja, ofrece perspectivas mucho más prometedoras para gestionar los desafíos presentes y futuros de la agenda bilateral en la región (Cornago 2014). 1 Este manuscrito es resultado parcial y preliminar de la participación del autor como
investigador en el Proyecto Anillos SOC 1109, “Relaciones transfronterizas entre Bolivia y Chile: Paradiplomacia y prácticas sociales 1904-‐2004”.
La adopción de ese enfoque nos exigirá abandonar modelos teóricos importados, de inspiración ingenuamente positivista, cuya esterilidad ha quedado ampliamente demostrada, y adoptar en su lugar una perspectiva incorpore una atención nueva a la pluralidad de voces y las múltiples mediaciones institucionales que inevitablemente caracterizan a las relaciones a través de las fronteras. En efecto, las relaciones bilaterales han sido abordadas durante mucho tiempo en términos estrictamente intergubernamentales incapaces de dar cuenta de la dimensión sociocultural que entraña la relación bilateral. Durante décadas, su reducción a un juego simple de dos jugadores dificultó el comprender la complejidad social y política que las relaciones bilaterales inevitablemente conllevan. La introducción posterior de atención específica a aspectos tales como el comercio bilateral, las migraciones, las infraestructuras, el medioambiente, la densidad contractual, entre otras posibles variables explicativas, facilitó el reconocimiento progresivo de que en la formación de relaciones bilaterales pacíficas y sostenibles hay más en juego que simples contactos intergubernamentales. Sin embargo, reducidos a meras cifras estadísticas, estos elementos sin duda importantes, han sido despojados de todo contenido socio-‐histórico dificultando la comprensión de su verdadera importancia política. Más recientemente, la introducción de nuevos modelos teóricos como la llamada diplomacia de doble filo de Putnam (1989), facilitó la renovación del campo de estudio subrayando la necesidad de que las cancillerías tengan presentes la importancia de los condicionantes domésticos en su relaciones recíprocas como único modo para asegurar tanto la efectividad como la legitimidad de sus acuerdos. Pese al avance que ese enfoque implica, su formulación en términos de un juego estratégico simple de dos niveles resulta inadecuado para analizar las implicaciones del pluralismo social y la complejidad institucional interna para las relaciones bilaterales entre Estados que comparten fronteras. Formulados a menudo en Estados Unidos y el Reino Unido y a la medida de sus necesidades geopolíticas, esos modelos se han revelado además particularmente esquivos a reconocer la importancia de la continuidad territorial en el estudio del bilateralismo (ej. Kinsella & Russet 2002; Hewitt 2003). De este modo, la atención al hecho fronterizo se vio desplazada al ámbito minoritario de los estudios transfronterizos y de ese modo arrojada -‐ pese al extraordinario valor de las contribuciones de un campo de estudio particularmente innovador e interdisiciplinar -‐ a los márgenes del debate central en los estudios internacionales. Como consecuencia de todo ello, la amplia pluralidad de voces y la diversidad de significados que la diplomacia bilateral engloba para diferentes grupos sociales, como las diversas mediaciones institucionales que existen tanto en el interior como más allá de la jurisdicción territorial de los Estados, han sido ignoradas en el estudio de la diplomacia y la política exterior hasta muy recientemente (Vassort-‐Rousset 2014). Sin embargo, y en contra de la visión extendida en las introducciones convencionales al estudio de la diplomacia, la participación de los grupos más diversos en las negociaciones políticas más allá de los contornos de sus Estados anfitriones – o imperios – ha sido una característica duradera y extendida de la diplomacia a lo largo de la historia. Y es más, los orígenes de la diplomacia pueden encontrarse en las múltiples prácticas de comunicación entre diferentes grupos sociales y entidades políticas que existían en tiempos inmemoriales. Estas prácticas experimentaron diferentes transformaciones a lo largo de la historia hasta su formalización y representación como un atributo exclusivo -‐ una suerte de monopolio -‐ de los modernos Estados-‐nación soberanos. Este largo proceso de centralización, que siguió los imperativos funcionales y
normativos que dieron forma al sistema de Estados moderno en su doble dimensión interna e internacional, fue sin embargo, un proceso lento y muy discutido. La territorialización de las relaciones diplomáticas se logró en gran medida a costa de silenciar la diversidad de voces y prácticas que constituyeron en el pasado una comprensión más amplia de la diplomacia como una experiencia de encuentro y negociación con la alteridad no siempre coincidentes con las delimitaciones que establecen formalmente las fronteras. Por ello, la territorialización nunca fue completa. Ese pluralismo social – olvidado durante largo tiempo – ha reaparecido ahora con una fuerza considerable. Los imperativos del capitalismo global, los nuevos desarrollos tecnológicos y la revolución en los transportes y las comunicaciones, la problemática medioambiental, entre otros importantes aspectos, han abierto la puerta a la reactivación de una variedad de actores no estatales que parecían dormidos, desafiando a la comprensión convencional de la diplomacia como mero arte de Estado que cristalizó durante casi dos siglos desde el Congreso de Viena de 1815 (Cornago 2015). La literatura convencional sobre diplomacia sigue ignorando este pluralismo y la amplia variedad de intervenciones diplomáticas que supone, simplemente porque no se lleva a cabo mediante representantes estatales oficiales (Ditmer & McConnell 2015). Esta reticencia revela en el campo de la diplomacia lo que Connolly identificó también en otros ámbitos políticos, a saber, la tensión constitutiva entre fuerzas conservadoras y un nuevo espíritu de pluralización que atraviesa todos los ámbitos de la vida social y política (Connolly, 1995). Algunos autores han señalado sin embargo las importantes implicaciones de ese pluralismo social para la diplomacia. Abogando por su redescubrimiento como camino hacia el entendimiento entre grupos sociales y la reconciliación política, Constantinou encuentra en varias prácticas de comunicación entre comunidades tal como se han experimentado a lo largo de la historia en diferentes contextos locales, y hoy continuamos observando en las fronteras, las bases de una nueva interpretación de la diplomacia como forma de relación con la alteridad mutuamente transformadora (Constantinou, 2010). La noción de diplomacia sostenible, propuesta por Wellman, también aboga por una aproximación normativa a la diplomacia basada en “una comprensión profunda de la relación que una población tiene con su tierra, sus tradiciones religiosas y culturales, su realidad ecológica y sus vecinos” (Wellman 2004: 163). El resurgimiento de diplomacias indígenas es particularmente revelador de la importancia perdurable de esta interpretación de la diplomacia arraigada en la ecología (Bleier, 2009). Parafraseando las inspiradoras palabras de Michel De Certeau sobre el resurgimiento de los movimientos indígenas en América Latina, esa dimensión inter-‐subjetiva de la diplomacia en la diplomacia puede considerarse una forma de heterología, pues su ejercicio exige a cada parte envuelta en la relación, frente a un interlocutor que no puede ser ni ignorado ni vencido, el establecimiento y cultivo incesante de una relación mutua, inevitable y duradera (De Certeau 1997). El impacto perdurable de algunos precedentes históricos de esta interpretación de la diplomacia como heterología, así como su resurgir contemporáneo es particularmente claro, en el caso latinoamericano, tal y como lo viene señalando igualmente otros investigadores en el marco de sus trabajos sobre diversas regiones específicas (ej. Lacoste 2010; Ovando & González 2014). Para examinar esa realidad, procederemos en dos partes. En primer lugar, se ofrecerán algunas consideraciones generales sobre la importancia histórica de la participación sub-‐estatal en asuntos internacionales en la región, con el objetivo de contextualizar mejor los casos que se van a discutir
posteriormente. En concreto, trataremos de mostrar que, a pesar de la importancia de los precedentes históricos, las disputas fronterizas y el autoritarismo político han impedido durante décadas la participación de actores sub-‐estatales – tanto sociales como gubernamentales – en la promoción de lazos diplomáticos pacíficos y duraderos en el subcontinente. En segundo lugar, vamos a introducir y discutir de forma crítica algunos desarrollos actuales en la diplomacia bilateral latinoamericana, que revelan la creciente importancia de la participación sub-‐estatal en la formación de nuevas parejas diplomáticas. A pesar de sus diferencias, el análisis de casos diferentes nos servirá también para mostrar como la consolidación de la democracia y los esfuerzos renovados para promover la integración regional – a pesar de la reticencia inicial de los servicios de asuntos exteriores de los Estados afectados – una mejora significativa del clima diplomático en la región, difundiendo una nueva cultura de buena vecindad tanto multilateral como bilateral (Henrikson, 2000). Por último, se presentarán algunas conclusiones sobre las posibles implicaciones de estos desarrollos para el caso especial de las relaciones entre Chile y Bolivia. Aunque estás será abordadas desde el ángulo específico de las relaciones existentes a través de la frontera esperamos que las reflexiones que se presentarán en las secciones que le preceden puedan contribuir a ampliar nuestra comprensión tanto de las transformaciones contemporáneas de la diplomacia, como de las complejidades social e institucionales que se encuentran detrás de la formación de lazos diplomáticos pacíficos y duraderos, en general, y en particular en el caso de esa relación de la que se ocupa con carácter especial este libro. El pluralismo originario de las diplomacias constitutivas Antes de abordar la situación en el presente, queremos detenernos en algunos importantes precedentes históricos tanto del período pre-‐colonial, colonial como inmediatamente poscolonial. No tanto por su interés arqueológico, como porque – a pesar de las trágicas consecuencias de la conquista española sobre la realidad indígena, algunas de aquellos pueblos originarios que dirigieron la vida política del continente durante siglos, así como diversos grupos y comunidades políticas territoriales que lucharon activamente por la independencia, están resurgiendo hoy en día como actores relevantes en un nuevo paisaje social y político. No en vano, cuando se contempla la diplomacia actual de América Latina, es posible identificar una continuidad indiscutible – no solo discursiva – entre estos antiguos precedentes históricos y algunas innovaciones actualmente en curso en las parejas diplomáticas tales como aquellas formadas por Argentina y Chile, Chile y Bolivia, Ecuador y Colombia o Colombia y Venezuela, entre otras. En el Cono Sur, por ejemplo, la resistencia a la conquista produjo en sus inicios frecuentes levantamientos entre los pueblos indígenas. La derrota española en la importante Batalla de Curalaba en 1598, convenció sin embargo a los conquistadores sobre la necesidad de alternar la coacción con diálogo, abriendo un nuevo periodo en el que los gobernantes españoles buscaron activamente establecer – cuando fuera posible y conveniente para sus intereses – canales de comunicación diplomática con los representantes políticos de las naciones nativas Mapuche, Pehuenche o Pampa (Levaggi, 1993; Levaggi, 2000; Daniel y Kennedy 2002; Lacoste, 2010; Ruiz Medrano y Kellog 2010). Estas prácticas, concebidas inicialmente como una manera de gestionar las relaciones conflictivas entre las naciones indígenas y los españoles, evolucionaron durante siglos, y más tarde fueron cruciales para asegurar el
apoyo de los indígenas a los esfuerzos de los españoles, en 1806, para impedir el avance de las ambiciones inglesas en el subcontinente. Incluso el general San Martín, el líder de las independencias argentinas y chilenas, también encontró valiosas aquellas relaciones diplomáticas, puesto que fue capaz de ganar el importante apoyo de las naciones indígenas contra el ejército español en las guerras de emancipación (ver Lacoste, 2010). Más tarde, sin embargo, cuando el proceso de emancipación se completó, surgieron nuevas dificultades políticas en las nuevas repúblicas que frecuentemente implicaban disputas sobre sus respectivos contornos territoriales. Esta nueva situación forzó a diferentes grupos sociales – granjeros, industriales, comerciantes, grupos religiosos o políticos como los jesuitas o los masones, y representantes locales y provinciales, a resolver ellos mismos, a través de varias instituciones e instrumentos, los problemas prácticos que se planteaban a la coexistencia a lo largo de la frontera por las demarcaciones jurisdiccionales más o menos arbitrarias de la soberanía estatal (Lacoste, 2010). Las investigaciones de Lacoste son por lo demás muy ilustrativas de un nuevo interés en el estudio de lo que puede ser llamado la problemática de la región y el territorio en la creación de los Estados, primero en el contexto de la emancipación colonial y posteriormente en la consolidación de las repúblicas soberanas latinoamericanas en el siglo diecinueve (Chiaramonte 1997; Bandieri 2001; Gutierrez-‐ Ardila 2009; Benedetti 2014). Un destacado especialista en el estudio de los procesos constitutivos de los Estados latinoamericanos desde el ángulo del territorio y las fronteras resume de este modo el momento histórico al que nos referimos: La formación de los Estados del sur sudamericano se inició en las primeras décadas del siglo XIX, a partir del debilitamiento y la crisis de las coronas ibéricas. Los nuevos países emergieron sobre la base de jurisdicciones internas que conformaban las posesiones coloniales: el Virreinato del Río de la Plata se fraccionó en cuatro Estados: Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia; Chile es una herencia de la capitanía homónima; Brasil nació de las extintas posesiones portuguesas, que lograron mantenerse unificadas. El esfuerzo inicial de todos los primeros gobiernos independentistas fue legitimar y asegurar la adscripción a ciertas heredades de la administración colonial, en conflictivas relaciones internas y externas —tanto con los vecinos como con las potencias coloniales europeas. Desde entonces, se fueron ensayando diferentes ensambles territoriales, en una sucesión de conflictos militares, que finalmente en la segunda mitad de ese siglo permitió la consolidación de seis soberanías territoriales con continuidad hasta el presente. Una vez formado el núcleo original sobre el que se forjaron estas repúblicas, fue posible el avance de las fronteras hacia terrenos todavía controlados por sociedades originarias del continente, la conquista de tierras malamente controladas por otros países o la usurpación de regiones en momentos en que el vecino se encontraba debilitado. La Patagonia, el Desierto y Puna de Atacama, el Pantanal, el Gran Chaco, las Misiones y el Acre fueron regiones disputadas por estos seis países durante el siglo XIX… En ese momento se suscitaron episodios cruentos, padecidos en gran medida por las sociedades originarias, para dirimir rivalidades y revalidar hegemonías… (Benedetti 2014, p. 18).
Sin embargo, el carácter generalmente contencioso de esos procesos de territorialización del espacio político en el proceso de delimitación de los nuevos Estados no siempre fue abordado mediante el recurso a la violencia. El uso de la fuerza no siempre ofrecía garantías y ello favoreció la proliferación de numerosas iniciativas de negociación que pueden entenderse como diplomáticas no solo en las relaciones entre los nuevos Estados nacientes sino también al interior y en las mismas fronteras de los
mismos. De acuerdo con Lacoste, estos precedentes muestran que la intensificación de contactos diplomáticos de segundo nivel entre Argentina y Chile fue, por ejemplo, crucial para la articulación de economías e infraestructuras transfronterizas, e incluso más importante, para difundir un clima social de buena vecindad, particularmente cuando las relaciones diplomáticas bilaterales oficiales entre los dos países estaban estancadas o en dificultades críticas. Es significativo que la importancia de estos contactos, así como las condiciones que los hicieron posibles, se redujeron significativamente en el siglo XX, particularmente en las décadas centrales, durante la época de las dictaduras y la represión política violenta. Pero han vuelto a aparecer recientemente, con fuerzas renovadas, con las transiciones democráticas y el nuevo interés en la integración regional que ha surgido a lo largo del subcontinente (Lacoste, 2010, p. 353). El historiador colombiano Gutiérrez-‐Ardila (2007; 2009) nos recuerda que un poco más al norte, y en el periodo entre 1808 y 1816, justo entre la crisis final de las autoridades del virreinato español y la independencia plena de las nuevas repúblicas latinoamericanas, los revolucionarios de Nueva Granada – un territorio que a grandes rasgos corresponde a los actuales Venezuela, Colombia, Panamá y parte de Ecuador – rechazando la idea de una república ‘única e indivisible’, crearon una docena de entidades soberanas e independientes”, añadiendo más específicamente que “conscientes de los peligros que amenazaban a esas entidades, buscaron una confederación para rechazar invasiones extranjeras y al mismo tiempo impedir el ascenso de un nuevo tirano” (González-‐Ardila, 2009, p. 4). Las negociaciones horizontales resultantes entre aquellos gobiernos provinciales – como Antioquia, Cundinamarca, Neiva o Tunja, y otros muchos – así como sus respectivos sistemas de representación mutua, aunque su ambición no fuera totalmente diplomática, se apoyaban en la misma noción de ius gentium que en Europa estaba – es ese mismo momento – en proceso de ser sustituida por la noción más funcional – al menos para las necesidades de consolidación de los Estados-‐nación europeos – de ius inter gentes (Lechner 2006). En palabras de Gutiérrez-‐Ardila el “objetivo principal de esta diplomacia provincial o constitutiva era remediar la desintegración de su unidad más amplia y restablecer los lazos sociales que habían sido aplastados con la deposición de las autoridades del virreinato” (Gutiérrez-‐Ardila, 2009, p. 4). Desarrollos muy similares se produjeron igualmente en aquél momento histórico en el Virreinato de Río de la Plata – los territorios que hoy pertenecen a Argentina, Chile y Paraguay – en el contexto de las guerras de independencia (Chiaramonte 1997; Lacoste 2004). En el caso Argentino, mientras algunas provincias – como Córdoba, Mendoza, Salta o Tucumán – se mantuvieron leales a Buenos Aires, otras como Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos, junto con otras circunscripciones que en la actualidad pertenecen a Chile o Paraguay, también reclamaron por un tiempo soberanía y el derecho a crear sus propios sistemas de representación diplomática (Chiaramonte 1997; Bandieri 2001; Gutierrez-‐Ardila 2009). Sin embargo, lo que es interesante subrayar a la vista de estos precedentes históricos para los propósitos de este trabajo, es que más que una voluntad real de secesión o separatismo, estas iniciativas revelan, paradójicamente, justo lo contrario: la importancia de la afirmación de la subjetividad política y la capacidad de actuar en el campo diplomático, como precondición para la subsecuente negociación horizontal y justa sobre una nueva forma de soberanía compartida bajo la misma federación o un Estado más amplio, ya fuera este Argentina, Brasil, Chile, Colombia, entre otros. Al igual que en el caso Mexicano, e incluso de Canadá y Estados Unidos, Canadá– con sus respectivas diferencias específicas-‐ aquellas antiguas diplomacias constitutivas no sólo
fueron, en suma, una práctica común en el pasado: fueron cruciales en la formación de los mismos Estados modernos y soberanos que más tarde tratarían de suprimir su pluralidad de voces constitutiva, describiéndola como mera cacofonía y fuente de problemas para la responsabilidad internacional para los Estados. Es cierto, sin embargo, que las disputas sobre fronteras así como el nacionalismo y el autoritarismo político en América Latina impidieron durante décadas – particularmente desde mediados del siglo XIX hasta finales del siglo XX – tanto la emergencia de gobiernos regionales poderosos como la fluidez de lazos socioeconómicos y culturales transfronterizos necesarios para que esa pluralización de la diplomacia prosperara. Como cabría esperar, las dictaduras en la región mostraron durante mucho tiempo preferencia por la centralización del poder, la militarización de las fronteras y una forma de nacionalismo geopolítico particularmente autoritario – y complacido en la creación de hostilidad mutua– que era difícilmente compatible con ninguna forma considerable de subsidiariedad administrativa o transnacionalismo social. Sin embargo, las transiciones a la democracia, así como los esfuerzos renovados para impulsar la integración económica regional bajo modelos como el de Mercosur y la nueva Comunidad Andina, han favorecido la extensión en las pasadas tres décadas de diversos procesos de descentralización a lo largo del subcontinente que en la actualidad se están haciendo visibles también en el sistema diplomático (Ramírez 2005; Ferrero 2006; Ramírez 2008; Botto 2013). Este contexto de cambio revela que aprendiendo de los errores del pasado, los gobiernos latinoamericanos están considerando cada vez más la movilización sub-‐estatal como un instrumento valioso para la promoción de relaciones bilaterales pacíficas y mutuamente fructíferas, y modelos de integración regional más eficientes. De forma simultánea, tan pronto como este nuevo contexto estructural se ha identificado, los mismos gobiernos locales y regionales han empezado a experimentar con diferentes modalidades de diplomacia sub-‐estatal, como una herramienta de cooperación transfronteriza e interregional en ámbitos como la promoción del comercio, el turismo y las inversiones, pero también en los campos de la educación, salud, gestión medioambiental, o la mejora de infraestructuras físicas y tecnológicas. Estos procesos también son congruentes con la restructuración territorial de las economías latinoamericanas, y la necesidad de responder a sus consecuencias sociales negativas, impuesta por las condiciones cambiantes de la economía política global (De Paul, 2005; Boisier, 2010). Más allá de los contornos territoriales inmediatos de esta realidad, el nuevo impulso a la participación de gobiernos sub-‐estatales en asuntos internacionales en los países latinoamericanos se desarrolló también en sintonía con las reclamaciones de un reconocimiento institucional y político mayor de las entidades sub-‐estatales, y las reivindicaciones de un control democrático más efectivo de la formulación de políticas tanto en asuntos internacionales como domésticos. Es en este contexto en el que se adoptaron reformas legales importantes en Argentina en 1994, Brasil en 1997, Méjico en 2001, o – aunque con un alcance más limitado – Chile en 2006. Ciertamente, estas reformas legales y administrativas, junto con otras adoptadas en el marco de diversos esquemas de integración, reconocen las posibilidades de la diplomacia descentralizada como un marco para la cooperación política y la integración regional, pero también pueden ser consideradas como un intento de mantener bajo un cierto control la creciente internacionalización de los gobiernos sub-‐estatales a través del uso alternado de incentivos y modelos de coordinación más o menos rígidos. Pero, a pesar de esta ambivalencia, es innegable que están facilitando la descentralización del sistema
diplomático latinoamericano. La combinación de todas estas fuerzas operativas ha resultado, en suma, en la pluralización de la diplomacia, primero en Argentina, Chile y Brasil, y más tarde en Ecuador, Bolivia o Perú, tal y como ha empezado a tratar un cuerpo creciente de literatura (ver Tapia, 2003; Iglesias, 2008; Wanderley and Vigevani, 2005; Gonzalez, 2006; Medeiros, 2008; Zeraoui, 2009, Maira, 2010). Al igual que sucede en el resto del mundo, este tema es abordado con frecuencia en términos descriptivos y algo formalistas (p. ej. Michelmann, 2009), pero si se contempla desde una perspectiva atenta por igual a sus dinámicas funcionales y simbólico-‐culturales y socio-‐históricas revela un significado político más profundo (Aldecoa and Keating, 1999; Lecours, 2002; Paquin, 2005; Criekemans, 2010; Kuznetsov 2014). No en vano, tal y como señala Neumann tras una cuidadosa investigación etnográfica sobre las rutinas diplomáticas que se practican comúnmente en el mundo escandinavo, y que pese a las muchas diferencias es perfectamente aplicable a la realidad actual de América Latina, puede afirmarse que cualquier observador que se interese por la debida coherencia entre las prácticas diplomáticas reales y los discursos de las cancillerías debería considerar seriamente la multiplicación de intervenciones sub-‐estatales, tanto públicas como privadas, que actualmente caracterizan la realidad de la diplomacia (Neumann, 2002, p. 627). El nuevo pluralismo y las nuevas formas de la diplomacia Tras décadas de represión política, estancamiento y autoritarismo, América Latina está experimentando en la actualidad una nueva era de estabilidad política democrática y crecimiento. En este contexto, se puede decir que las nuevas prácticas, instituciones y discursos diplomáticos también están contribuyendo a los procesos de cambio que caracterizan actualmente al subcontinente. Pese a las resistencias iniciales de las cancillerías una plétora de nuevos y no tan nuevos actores cada vez más activos en el plano internacional está dando forma en la región un proceso de pluralización de la diplomacia. A las nuevas capacidades administrativas y políticas de las estructuras ahora descentralizadas del Estado, se añade, con intensidades diferentes según los casos, la reactivación de la agenda sociocultural, así como la reactivación de la movilización indígena con su larga aspiración de emancipación poscolonial que atraviesa los siglos. Tales elementos normativos están sin embargo sometidos a los imperativos funcionales que la restructuración de la economía política global, con sus implicaciones medioambientales, culturales y socioeconómicas, ha impuesto sobre la región en las últimas décadas, desbordando a menudo el imaginario político sobre el que las cancillerías formularon sus doctrinas diplomáticas durante décadas. Todo ello conduce a un escenario nuevo donde en el que se impone, parafraseando la acertada formulación de Jorge Heine, una nueva manera de practicar la diplomacia (Heine 2006). Los desarrollos discutidos en la sección anterior, tanto en su formulación histórica original como en su actualización reciente están sentando las bases de una profunda restructuración de las relaciones diplomáticas bilaterales y multilaterales en la región, que, a pesar de las fricciones más o menos serias que reaparecen en algunas ocasiones, ahora reconoce el importante papel de los actores sub-‐estatales – tanto gubernamentales como sociales – en la creación de lazos pacíficos y duraderos entre Estados que comparten fronteras. En ese nuevo contexto, el nuevo bilateralismo latinoamericano -‐ algunos de cuyas expresiones más caracterizadas analizaremos
brevemente-‐, sin despreciar los instrumentos diplomáticos tradicionales tales como la celebración de cumbres presidenciales y la negociación de tratados bilaterales de cooperación y amistad con sus correspondientes comisiones y rutinas periódicas de seguimiento institucional, se muestra cada vez más receptivo al reconocimiento de ese nuevo pluralismo antes discutido. Las nuevas relaciones diplomáticas que están tomando forma, y de las que el presente apartado analizará algunas de sus manifestaciones más significativas, se basan en gran medida en un conjunto completamente nuevo de estructuras de coordinación de varios niveles diseñadas para ser operativas bajo los principios de subsidiaridad y lealtad institucional. Estas nuevas parejas diplomáticas, tales como aquellas formadas entre Argentina y Chile, o Argentina y Brasil, que vamos a tratar a continuación – en contraste con aquellas otras formadas por Venezuela y Bolivia, o Ecuador y Bolivia – responden en menor medida a la afinidad política o ideológica que a imperativos socio-‐ demográficos, políticos, económicos, medioambientales o logísticos. Paradójicamente, sin embargo – en una suerte de constructivismo invertido -‐ incluso cuando alguno de estos importantes imperativos funcionales están bien presentes y parecen augurar una relación fructífera– tal y como sucede en los casos de Chile y Bolivia (Aranda & Corder 2011; Ovando & Álvarez 2011) así como de Venezuela y Colombia (Ramírez 2001, 2002, 2004), se diría que las preferencias basadas en valores, o propiamente hablando, las resistencias culturales y la inercia de la cultural organizacional de las cancillerías, prevalecen sobre cualquier funcionalidad posible, complicando de forma significativa, por encima de los esfuerzos desempeñados por varios actores que viven la relación desde la frontera y de sus correspondientes logros – la formación de relaciones diplomáticas amistosas y duraderas. No obstante, es interesante señalar que la ausencia de progreso en la consolidación de ese nuevo enfoque en los casos señalados no es por falta de impulsos sub-‐estatales, sino más bien el resultado de las resistencias por parte de los gobiernos centrales a facilitar el despliegue de estructuras de gobernabilidad descentralizada y su preferencia característica por concentrar sus esfuerzos bilaterales en instrumentos diplomáticos más tradicionales aunque no necesariamente más fructíferos. Todo ello se plasma en la adopción constante y claramente improductiva -‐ en los términos en que a menudo se formula-‐ de gestos de acercamiento y distanciamiento, como acertada y consistentemente ha venido analizando los especialistas. En el contexto de nuestra argumentación sobre la emergencia de un nuevo bilateralismo en América Latina, la pareja diplomática formada por Argentina y Chile merece una atención especial. Estos dos grandes países comparten más de 5500 kilómetros de frontera terrestre, y ambos extienden sus fronteras hasta los océanos – Atlántico en el caso de Argentina y el Pacífico en el de Chile. Pero, además de su ubicación ecológica, lazos históricos y políticos cruciales también han unido ambos países durante mucho tiempo, desde que ambos adquirieron su independencia prácticamente de forma simultánea, bajo un único impulso emancipador. Esto facilitó que en las primeras décadas después de la independencia – entre 1811 y 1853 – surgiera un clima de cooperación sincera, e incluso fraternidad política, entre los dos países. Más tarde esta situación cambió considerablemente, cuando empezaron a aparecer disputas entre los dos países sobre demarcaciones territoriales – desde Patagonia y Tierra de Fuego en el sur a Atacama en el norte-‐, que produjeron graves incidentes violentos entre 1881 y 1895, e incluso, casi un siglo después, en 1978, cuando ambos países, en un nuevo paralelismo, estuvieron en manos de dictaduras de extrema severidad (Di Tella, 1997).
No obstante, como ha sostenido Maira de forma convincente, el tremendo impacto de la expansión de las dictaduras en la región, y su coordinación en la represión violenta de la disidencia política bajo la llamada Operación Cóndor – en la que también participaron los gobiernos dictatoriales de Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia – forjó paradójicamente, como una forma de contestación social y política, un sentimiento profundo de solidaridad mutua y empatía entre las poblaciones de estos países – al menos entre aquellos más afectados por la violación de los derechos humanos y más comprometidos con la causa de la libertad y la democracia – que sentó las bases de un rápido restablecimiento de los vínculos políticos y socioeconómicos a lo largo de las fronteras, cuando unos años más tarde se produjo el colapso del modelo autoritario, y una cascada de transiciones a la democracia cambiaron radicalmente el paisaje político latinoamericano (Maira, 2006, pp. 89-‐90). Este nuevo contexto político se manifestó inmediatamente en una nueva era de relaciones bilaterales que cristalizaron rápidamente en la firma de tratados bilaterales relevantes. En 1984, el primer presidente elegido democráticamente tras la dictadura Alfonsín ofreció la firma de un Tratado de Paz y Amistad a Pinochet, que más que una expresión de apoyo a su crecientemente cuestionado mandato era una forma tanto de facilitar la difusión de ideales democráticos como de promover una nueva era de relaciones bilaterales pacíficas (Díaz Albónico, 1988). La importancia de este paso para los propósitos de nuestro análisis no puede infravalorarse, puesto que el tratado no solo estableció un compromiso mutuo con el principio de solución pacífica de controversias, sino que también enfatizó que la verdadera infraestructura a partir de la cual formar relaciones bilaterales mutuamente beneficiosas era la mejora de la calidad y densidad de las relaciones transfronterizas entre ambos países. La viabilidad de ese patrón se confirmó más tarde, cuando en 1991, los nuevos presidentes elegidos democráticamente de Chile y Argentina -‐ Aylwin y Menem – firmaron un importante protocolo, por la virtud del cual se resolvieron de forma pacífica nada menos que 24 disputas territoriales a través de la negociación diplomática y el arbitraje (Maira, 2006, p. 90). El espectacular progreso conseguido en este campo facilitó en gran medida el surgimiento de una nueva era cooperativa en las relaciones transfronterizas entre ambos países que se manifestó rápidamente en un nuevo acuerdo – que incluía encuentros bilaterales entre la seguridad nacional y las autoridades militares, que ahora estaban dispuestos también a cooperar con representantes civiles – para el establecimiento de 13 pasos fronterizos desde Tierra de Fuego a Atacama, que se esperaba que facilitaran de forma significativa la integración de las infraestructuras de los lazos sociales y económicos a lo largo de la frontera. En el mismo sentido, y también bajo el impulso del acuerdo bilateral de 1984, se establecieron 7 Comités de Frontera a lo largo de los Andes que abrieron la puerta a la participación sub-‐estatal, a través de la creación de varios mecanismos de cooperación y consulta entre gobiernos locales y regionales desde ambos lados de la frontera (Silva and Moran, 2010). Este nuevo clima de cooperación entre los dos países se extendió también al campo de la economía, en el marco de una serie de compromisos bilaterales, firmados bajo las disposiciones del Acuerdo General de Complementación Económica de 1995. Estos acuerdos, de la misma manera que aquellos firmados en el contexto de Mercosur, resultaron ser extraordinariamente exitosos inicialmente para la promoción del comercio y la inversión bilaterales, que permitió en el caso de Chile que este país doblara su PIB en menos de una década, y en el de Argentina, que ampliara de forma espectacular sus exportaciones a Chile en un tiempo record (Maira, 2006, pp. 98-‐ 111).
Los progresos en la relación bilateral se vieron interrumpidos súbitamente en 2001, como resultado de la crisis social, económica y política que sufría en ese momento Argentina. Como respuesta a una coyuntura crítica Argentina adoptó una serie de medidas proteccionistas, fiscales y de austeridad con importantes efectos negativos para los inversores y consumidores chilenos – por ejemplo, la interrupción constante del suministro de gas – que tuvo como consecuencia el deterioro del clima diplomático bilateral. Pero, en contraste con la resignación de otras Cancillerías regionales, tales como las de Uruguay o Brasil, que simplemente rebajaron al nivel mínimo sus relaciones bilaterales con Argentina, la diplomacia chilena, bajo el liderazgo de la Presidenta Bachelet, y el compromiso entregado de su representante en Buenos Aires, el Embajador Maira, tomó una decisión prudente, que revela, una vez más, las virtualidades de la diplomacia descentralizada, incluso en un contexto de dificultades excepcionales en la relación bilateral. La estrategia consistió en una doble respuesta. Por un lado, la diplomacia chilena hizo todo lo posible para mantener el protocolo formal de comunicación diplomática entre los dos Estados, sin expresar ninguna queja substancial ni manifestar públicamente ninguna palabra de desdén o malestar. De esta manera, el gobierno chileno mostró su comprensión y respeto por la coyuntura crítica por la que Argentina estaba pasando. Por otro lado, se adoptó un nuevo compromiso para participar en conversaciones con varios actores sub-‐estatales – tanto gubernamentales como sociales – en particular aquellos que se encontraban a lo largo de la frontera, y presumiblemente más sensibles a las consecuencias negativas de la crisis argentina, tanto para ellos mismos como para sus contrapartes chilenas. Fue en ese contexto, en el que el gobierno chileno creó algunas instituciones nuevas en el núcleo de su organización ministerial, como la Dirección para la Coordinación Regional, que se estableció con el objetivo de facilitar una mejor coordinación del creciente activismo internacional de sus gobiernos regionales. En el caso de Argentina, las posibilidades de participación sub-‐estatal en asuntos internacionales estaban reconocidas en muchas constituciones provinciales, pero fueron las reformas legales adicionales adoptadas en 1994 crearon un nuevo espacio para su activismo internacional, que solo muy ocasionalmente ha producido conflictos intergubernamentales (Colacrai y Zubelzú, 2004; Iglesias 2008; Iglesias y Iglesias 2009). Sin embargo, más recientemente, se han registrado algunos procesos de diferenciación entre aquellas provincias como Chaco y Corriente que presentan una menor participación, y aquellas otras como Córdoba y Santa Fé que son más activas a nivel internacional (Botto y Scardamaglia, 2011). Sin embargo, lo que vale la pena resaltar en el contexto de este capítulo es que como resultado de esta aproximación de varios niveles al diálogo diplomático con una variedad de interlocutores institucionales y privados, la embajada chilena fue capaz de, en primer lugar, identificar los problemas críticos en juego, y después, lo que es más importante, reunir una serie de propuestas constructivas y prácticas para resolver algunas cuestiones clave de la agenda bilateral. Curiosamente, la validez de esa aproximación fue más tarde formalmente reconocida por Argentina, en primer lugar cuando, en vista de su valor para el diálogo constructivo y la cooperación, los Comités de Frontera creados bajo las prescripciones del tratado de 1984 fueron renombrados en 2006 como Comités de Integración. Pero, incluso más importante, cuando el compromiso con esta nueva aproximación diplomática a las relaciones diplomáticas bilaterales fue formalizado solemnemente en octubre de 2009 con la firma en Santiago de Chile de un nuevo y más ambicioso marco bilateral para la cooperación y la
integración entre los dos países, a saber, el Tratado de Maipu (Artaza, 2010). Además, en 2011, siguiendo las prescripciones de ese nuevo tratado, se acordó un nuevo Reglamento para los Comités de Frontera, con el objetivo de fortalecer sus potencialidades de integración. Aunque de menor importancia política, procesos similares se han desarrollado en la redefinición de otra pareja diplomática relevante: la formada por Argentina y Brasil. Inmediatamente después de sus transiciones a la democracia en 1986 se firmó un Tratado de Cooperación entre Argentina y Brasil en un clima de cooperación y amistad. El tratado, que también se encuentra en el origen de la creación posterior del Mercosur, facilitó el surgimiento de una nueva era de integración social y económica, en la que, desde el primer momento, se recibió favorablemente la participación de los gobiernos sub-‐estatales en la nueva relación bilateral. Lo que hemos comentado anteriormente sobre los precedentes históricos del activismo internacional de las provincias Argentinas no se puede aplicar al caso brasileño debido a sus particularidades históricas. Además, la constitución brasileña de 1988 es considerablemente más restrictiva en este sentido que la de Argentina. En 1997, se adoptó una reforma legal que estableció algunos mecanismos de supervisión y coordinación a nivel federal destinados a alcanzar una mejor adaptación entre el creciente activismo internacional sub-‐estatal y las prioridades e intereses de política exterior de Itamaraty. En 2003 se adoptaron nuevas reformas en el mismo sentido (Rodrigues, 2008). Pero en las últimas tres décadas los Estados brasileños han seguido un camino similar al de sus contrapartes argentinas. Desde el principio de los noventa diferentes Estados han participado en numerosos proyectos de integración transfronteriza y se han vuelto cada vez más relevantes en la promoción internacional de la inversión, el comercio y el turismo a través de misiones y delegaciones en el exterior, y, al igual que algunas provincias argentinas, fueron capaces de mantener relaciones directas en torno a préstamos con el Banco Mundial bajo supervisión federal (Vigevani and Figuereido, 2010). Sin embargo, en contraste con el caso Chileno tratado con anterioridad, la coincidencia del estallido de la crisis económica argentina en 2001 con las nuevas ambiciones brasileñas como una potencial mundial emergente tuvo como resultado una debilitación considerable de sus relaciones bilaterales, tanto a nivel oficial intergubernamental como en las estructuras a varios niveles de cooperación sub-‐estatal como CRECENEA-‐CODESUL. La primera parte de esa par de siglas corresponde a la Comisión Regional de Comercio Exterior del Noreste Argentino, e incluye las provincias de Chaco, Corrientes, Entre-‐Rios, Formosa, Misiones y Santa Fé. Creada en 1984 con el objetivo de promover el desarrollo económico y el comercio exterior, en 1990 un Pacto Federal firmado entre el gobierno central y las provincias correspondientes reconoció públicamente su relevancia internacional en la promoción de comercio exterior así como su papel en el cumplimiento de los objetivos de Mercosur. Codesul es el Consejo de Desarrollo del Sur de Brasil y está formado por Mato Grosso do Sul, Rio Grande do Sul, Paraná y Santa Catarina. El programa de cooperación Crecenea-‐Codesul ha logrado un éxito económico apreciable y, sin duda, ha aumentado la influencia política de sus participantes. Pero, a pesar de sus efectos, y desde la perspectiva analítica adoptada en este capítulo, se puede decir que los gobiernos sub-‐estatales, aunque se trata de actores cada vez más relevantes en la relación bilateral entre Argentina y Brasil, nunca fueron una parte central de sus respectivos modelos diplomáticos. Su relevancia se puede comprender mejor en función de su contribución a la cooperación descentralizada en
estructuras de integración más amplias tales como Mercosur o la Comunidad Andina (Medeiros, 2008; Rhi-‐Sausi y Conato, 2009; Oddone & Rodríguez-‐Vázquez 2015). Pensar la diplomacia entre Chile y Bolivia desde la frontera Finalmente, con el objetivo de completar nuestro repaso de las dimensiones sub-‐ estatales de algunas parejas diplomáticas emblemáticas en el contexto latinoamericano contemporáneo, vamos a trasladar nuestra atención hacia un tercer caso que presenta algunas peculiaridades de especial importancia para nuestro análisis y que constituye el objeto principal de la atención del trabajo colectivo en el que se inserta el presente capítulo. Hablamos de las relaciones bilaterales un especialmente complejas que existen entre Chile y Bolivia. Como resultado de un largo litigio histórico relacionado con las reclamaciones territoriales de Bolivia sobre algunas regiones costeras actualmente bajo dominio chileno estos dos países ni siquiera mantienen en la actualidad relaciones diplomáticas formales (Carrasco, 1991). Un siglo después de la Guerra del Pacífico en la que Bolivia perdió a manos de Chile su acceso al océano, ambos Estados mantienen, sin modificaciones de importancia, su posición original respecto a su disputa territorial. El precio social y económico de este curso de los acontecimientos ha sido la distorsión continua de lo que de otra manera podría haber sido con seguridad una de las regiones mejor integradas geográficamente y más prósperas del subcontinente. Estas circunstancias, junto con las condiciones geográficas, socioculturales y demográficas del territorio en disputa, hacen que las relaciones mutuas entre Chile y Bolivia, y con frecuencia también Perú como tercer país en disputa, sean particularmente complejas (González Miranda 2006). No en vano se puede decir que en todo el área de la Triple Fontera, al igual que la propia relación bilateral entre Chile y Bolivia, operan de forma simultánea tres legitimidades, cada una de ellas con sus correspondientes modelos, prácticas y discursos políticos. En primer lugar, por supuesto, la de los Estados involucrados, cada uno de ellos igualmente apegados a nociones sobre la soberanía muy tradicionales. En segundo lugar, la representada por los gobiernos regionales, y otras instituciones relevantes públicas y privadas, y actores tales como las cámaras de comercio y las universidades, que encuentran sus apoyos en los núcleos urbanos más dinámicos y cosmopolitas. Por último, una tercera representada por las poblaciones indígenas Aymara que cada vez tienen más influencia bajo una nueva forma de movilización rural, pero ambiciosa, así como por otros movimientos sociales populares. Examinaremos brevemente cada una de ellas evaluando los principales componentes de sus respectivas narrativas. Las nociones tradicionales de la soberanía estatal, tal y como ha sido interpretada oficialmente por los sucesivos gobiernos en el poder en Chile y Bolivia, sigue teniendo una gran influencia sobre el carácter del desarrollo de las relación diplomáticas entre ambos países, así como sobre sus respectivas relaciones con Perú. Es cierto, sin embargo, que durante el siglo pasado se firmaron numerosos e importantes acuerdos bilaterales – desde el tratado de 1904 hasta el Acuerdo de Cooperación Económica de 1994 – con el objetivo de resolver de forma pacífica y diplomática su litigio permanente (Carrasco, 1991; Bustos, 2004). Más recientemente, ambos países adoptaron una agenda común con 13 puntos – aún en vigor – que expresa solemnemente su respectiva disposición para iniciar un diálogo sin exclusiones. En los mejores momentos, las conversaciones diplomáticas parecían anticipar una solución viable – aunque no
definitiva – al litigio, a través de la creación de un paso terrestre y marítimo para Bolivia. Pero estos proyectos fueron diseñados al completo desde las sedes de gobierno, sin ninguna consideración a la realidad de las condiciones socioeconómicas y políticas de las áreas afectadas (Lowenthal, 2006). Desafortunadamente además, a pesar de algunos progresos menores producidos por esos intentos, el espectro de la Guerra del Pacífico continúa instalado en el imaginario colectivo del nacionalismo chileno y boliviano – particularmente entre aquellas élites políticas y militares que contemplan el problema desde Santiago de Chile y La Paz – lo que impregna de desconfianza mutua, incluso un siglo después, las conversaciones diplomáticas formales que una vez tras otras, y siempre se desarrollan ocasional pero rutinariamente entre las partes (Mila, 2009). Ese clima emocional afecta igualmente a las expectativas que las partes albergan en la resolución del conflicto a través del recurso a los instrumentos legales del arreglo pacífico de disputas, y muy especialmente de la intervención de la Corte Internacional de Justicia, toda vez que sus concepciones tradicionales de la soberanía territorial resultan cada vez más incompatibles con la jurisprudencia de una institución que por su parte intenta ajustarse de manera flexible y pragmática, con mayor o menor acierto, a las transformaciones de la soberanía, evitando producir sentencias que puedan entenderse como el resultado de un juego de suma cero (Solomon 2013). Estas posturas, sin embargo, contrastan con la determinación que los actores sub-‐ estatales de ambos lados de la frontera han mostrado en diferentes momentos históricos para superar los numerosos obstáculos que plantea este conflicto para la cooperación económica y social en el área fronteriza, a través de diferentes iniciativas de paradiplomacia. De acuerdo con investigaciones históricas de peso, la población que vive a ambos lados de la frontera – en las regiones actuales de Tarapacá y Arica en Chile y las de La Paz, Oruro y Potosí en Bolivia – han tratado tradicionalmente de superar ese bloqueo diplomático bilateral a través de distintos mecanismos informales, siempre que el persistente conflicto diplomático entre ambos Estados soberanos abría la puerta a una oportunidad que lo permitiera. Incluso en 1958, las autoridades locales y actores sociales lograron promover algunos proyectos prometedores de infraestructuras de transporte y movilidad que posteriormente – cuando las relaciones oficiales bilaterales empeoraron de nuevo, fueron primero abandonados, y después olvidados (González y Ovando, 2011; Ovando y González 2014). Actualmente, en el contexto de un nuevo reconocimiento del papel de la movilización sub-‐estatal y la cooperación descentralizada en modelos de integración regional como la Comunidad Andina y Mercosur, e iniciativa de cooperación interregional como OLAGI o Zicosur, se está reconsiderando el potencial de estas prácticas tradicionales. Se ha sugerido, en efecto, que después de una racionalización e impulso convenientes, muchas de las iniciativas que ya existen en el área, tales como aquellas desarrolladas por los gobiernos de Tarapacá o Arica en Chile, u Oruro en Bolivia, y otras que tienen que implementarse, podrían fomentar el crecimiento económico y la prosperidad social a lo largo de toda la región (Aranda, Ovando y Corder, 2010; Aranda & Corder 2011; Ovando & González 2014). En todo caso, como se ha afirmado anteriormente, en este escenario hay una tercera legitimidad en disputa que también merece de nuestra atención. Estamos hablando sobre aquella de la nación Aymara (Albo 2000), como ha quedado explícito en iniciativas tan destacadas como la Alianza Estratégica Aymaras sin Fronteras, a través de la cual 51 municipios de las áreas convergentes de los tres Estados implicados, están promoviendo activamente – desde 2001 – numerosos proyectos relevantes de cooperación social,
económica y medioambiental en las regiones de Tacna en Perú, Arica y Tarapaca en Chile y La Paz, Oruro y Potosí en Bolivia. A pesar de su apariencia tan modesta, esta iniciativa plantea algunas cuestiones especialmente interesantes. Por una parte, la iniciativa supone una reaserción del territorio por parte de los Aymaras que viene a mostrar, transcurrido más de un siglo, los límites de los esfuerzos desplegados por Chile tras la Guerra del Pacífico para establecer los contornos espaciales de la soberanía del Estado tanto hacia el exterior como mediante la organización administrativa y territorial al interior del mismo, intentando asegurar a su vez la nacionalización de la población indígena en la zona (Castro 2013). A su vez, resulta indudable que las fuerzas sociales que se encuentran detrás de este proyecto escapan, por su particular carácter indígena y de base, de las narrativas de la diplomacia convencional – tanto en el modo oficial practicado por los Estados como a la manera de las nuevas paradiplomacias desplegadas por las ciudades y las autoridades regionales en el área. Por último, sus líderes se han mostrado capaces de forjar un discurso político basado en una mezcla muy particular y reflexiva de aspectos locales – extraídos de las antiguas tradiciones Aymara – y algunos elementos innovadores adoptados – y adaptados estratégicamente – de las nuevas gramáticas transnacionales del marketing de localidades y la competencia entre territorios (Rouviere 2007). Como resultados de estas particularidades, Aymaras sin Fronteras, pese a su bajo perfil es, se presenta como un desafío más difícil de abordar para las élites nacionales chilenas, bolivianas y peruanas que las iniciativas desarrollada por los gobiernos regionales, las cámaras de comercio o las universidades (Ovando 2011). Aunque las tres Cancillerías extendieron en 2001, tras expresar lagunas reservas e imponer algunas exigencias lo cierto es que su audaz combinación de autoafirmación de su pertenencia a un territorio, innovación discursiva, realismo ecológico y apelación a lo ancestral, podría decirse esta nueva alianza Aymara constituye un desafío para los fundamentos básicos de la soberanía del Estado particularmente esquivo a los intentos de normalización (González, Rouviere y Ovando 2008; Bello 2012; Rouviere 2013). Frente a esto, las cancillerías se encuentran en una disyuntiva crítica. Pueden reaccionar de forma violenta, destruyendo los modestos logros que este movimiento político ha sido capaz de cultivar con esmero, reprimiendo esta ingeniosa forma de contestación indígena, pero asumiendo la erosión de su legitimidad democrática y la consecuente inestabilidad política. O, con un poco de suerte, tal y como parece que están inclinados a hacer pueden aceptar el desafío que representa esa expresión de resiliencia indígena, a pesar de las turbulencias ideológicas que produce sobre las nociones convencionales de soberanía, como una forma de mostrar su compromiso con una nueva interpretación de la vida política democrática como un pluralismo agonal. Una en la que, siguiendo en pensamiento de Connolly, los conflictos y desacuerdos, particularmente aquellos que parecen especialmente difíciles de resolver, no sean considerados como formas de disconformidad que tienen que suprimirse, si no como muestras de una agencia política dinámica que lleva inevitablemente, en un lento y extremadamente complejo movimiento, hacia una nueva – aunque seguramente imperfecta-‐ polis democrática que debe ser compatible con alguna forma de ciudadanía transnacional (Connolly 2005). La adopción de esa perspectiva, no muy diferente ciertamente de la ofrecida recientemente por dos destacados especialistas cuyo conocimiento del caso rebasa con mucho al del autor de este capítulo (vid. Ovando & González 2014) ofrece sin duda perspectivas más prometedoras para el futuro de la relación bilateral entre Chile y Bolivia que las que puedan albergarse en el trabajo de los grandes despachos de abogados internacionales,
capaces por igual de ganar y perder casos, pero peor equipados, sin duda, para sobrellevar los imperativos de la obligada coexistencia, sobre un espacio inevitablemente compartido, de actores muy diversos, con intereses no siempre coincidentes, y legitimidades igualmente respetables pero en pugna, de una manera sostenible y pacífica. En el caso de Chile y Bolivia, tal y como sucede en cualquier otro caso, esas intrusiones en el medio diplomático, por utilizar la expresión sugerida por Badie (2008), a la manera de las llamadas diplomacia corporativa y ciudadana, las nuevas diplomacias indígenas, o la paradiplomacia local y regional, serían no tanto la causa de un problema, como la expresión de una nueva situación de creciente pluralismo y complejidad social global (Connolly 2005), en la que una plétora de nuevos agentes sociales reclaman, con mayor o menor fortuna y legitimidad, el derecho a jugar sus propias cartas en el medio internacional, desbordando las prácticas, instituciones y discursos de la diplomacia tradicional, y cuestionando tanto su eficacia, digamos funcional, como su fundamento normativo último: el principio de representación y todo lo que ello significa. Referencias:
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